PRÓLOGO
La felicidad es no padecer dolor o daño; la moralidad, no causarlos. Esta será la propuesta principal de este libro y en tanto que principal requiere tres precisiones: una, al decir que la felicidad es no tener dolor o daño me refiero a no sufrir dolores intensos o duraderos; siempre hay algo de dolor en la vida, pero si no es fuerte y no es permanente se puede ser feliz. La segunda precisión se refiere a que por dolor entiendo el dolor físico, pero también al mental; es infeliz quien es un amargado, porque la amargura es muy dolorosa. Se hace también necesaria una tercera precisión: propongo que la moralidad es no causar dolor o daño, pero debe resultar obvio que me refiero a la causación de un dolor que no es autorizado o permitido. Por supuesto, el médico puede causar un cierto dolor al curar una herida o un trastorno, pero en este caso la conducta del médico es moral, es correcta porque el paciente autoriza o consiente que se le cure la herida y, en este caso, el médico opera para corregir un dolor o daño previo que se ha apoderado del paciente. Precisamente, en este ejemplo lo incorrecto o inmoral sería curar la herida forzando al paciente adulto y capaz que no autorizara la operación médica. Es más, puesto que en la actualidad obrar contra la voluntad del paciente es ilegal, se castiga al médico que actúa sin el permiso expreso del enfermo. Por tanto, en toda circunstancia,
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no es moral causar un dolor o daño que no es autorizado, un dolor o daño impuestos siempre deberían ser considerados inmorales. Al proponer que la moralidad es no causar dolor y daño se expresa, a su vez, que el mal es el dolor y el daño. Considero que es así porque nadie quiere el dolor si se puede prescindir de él. De aceptarse este principio, resultaría que el bien es un compuesto de dos componentes: de una parte tendríamos que el componente principal es la ausencia de dolor o daño, ausencia de dolores intensos; el segundo componente del bien lo constituiría lo agradable, útil, placentero o gozoso. El placer, como el dolor, acompaña a la vida y sin buscarlo expresamente nos va llegando en efímeras oleadas. Está claro que si para complacernos causamos dolor o daño, dado que a nadie gusta el dolor, cometemos una inmoralidad. También se hace evidente que aunque nosotros no causemos dolor o daño sería una inmoralidad, una crueldad no aliviar o suprimir el dolor o daño de una persona a la que podemos socorrer si está en nuestra mano. No hacer nada para eliminar un dolor, si puede hacerse, es mantener el dolor o daño como si nosotros lo causáramos de nuevo. Se es feliz cuando no hay dolor o daño, entonces a este agradable bienestar se le añade el gozo o el placer que siempre llega. En su momento se argumentará y propondrá que resulta arriesgada una desmesurada búsqueda del placer; es mejor contentarse y gozar cuando aparece. Se propondrá también que quien busca el placer no suele ser feliz y con frecuencia tal búsqueda no es satisfactoria y puede aumentar la desdicha. La vida puede ser dichosa, puede ser feliz aunque no haya en ella sobreabundancia de placeres, pero es desdichada, infeliz cuando el dolor es abundante. El dolor cuando es intenso y duradero siempre destruye el bienestar, arruina la felicidad. El lector advertirá que el pensamiento de Sócrates y el de Jesús de Nazaret son dos de los pilares en los que reposa la reflexión de
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este libro. Aunque yo no sea creyente me interesa especialmente el pensamiento de Jesús y, también el de Sócrates, ambos, grandes benefactores de la humanidad. Pienso que todavía no hemos aprovechado del todo la potencia del pensamiento y del mensaje de estos dos maestros: el Maestro de Atenas y el Maestro de Nazaret. Entiendo y propongo que Sócrates y Jesús establecieron unos fundamentos morales muy realistas. Como se verá en distintos pasajes del libro sostengo que de todos los pensadores importantes para la humanidad Jesús fue quien estuvo más atento al dolor de sus semejantes; cuando podía aportaba remedio y siempre consuelo. No conozco otro filósofo o teólogo que fundamente la ética o moral en el dolor y en su exención. De ahí la importancia que otorga Jesús al amor y al perdón que tanto benefician tal como quedan descritos en el capítulo IV. En mi libro La moral, el mal y la conciencia me ocupo, especialmente en el último capítulo, de cómo puede entresacarse de la lectura de los Evangelios un Jesús coherente y realista. Allí expongo y concluyo que «la moral de Jesús reposa sobre el dolor y el daño y es la ética más consistente que conozco» [p. 359]. Me ocupo del realismo moral de Sócrates a lo largo del presente libro y especialmente en el capítulo VI. Siguiendo la senda iniciada por el maestro griego aparece uno de los ejes en los que gira la construcción de lo propuesto en este libro: es posible ser feliz y es posible ser moral si no cometemos el error de creer que sabemos lo que no sabemos. Es muy frecuente que cometamos el error de esperar demasiado de la vida, demasiado de los otros e incluso esperar demasiado de nosotros mismos. En tal caso creemos saber que se puede esperar que nuestros semejantes nos beneficien y amen. El error principal que puede estropear una vida que hubiera podido ser dichosa consiste en esperar y pretender ser queridos, valorados, reconocidos o elegidos por los demás. Creer lo antedicho es esperar algo que la vida no puede ofrecer o no
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siempre ofrece. Considerar que nuestro bien transcurre por estos caminos puede arruinarnos la vida. Lo importante, más que esperar ser queridos, es aprender a quererse. Respetarse, valorarse y quererse es fundamental porque no depende del querer de los demás. Conocer o saber que no debemos esperar en demasía del mundo es una propuesta que se irá hilvanando en el libro. Hay que aprender a conocer qué puede ser nuestro bien, qué debemos considerar como bueno para nosotros. De ahí que dedique algunas páginas a lo que pueda ser el saber o conocer y el creer saber sin saber, es decir, vivir encadenado al error. Las ideas1 que tengamos de nosotros mismos y las ideas o ideologías que tengamos sobre el mundo facilitarán, unas el acierto y la dicha, otras el error que comportará desgracia y amargura, a nosotros y a nuestros congéneres. Así, pues, lo antedicho sobre la felicidad sirve para la moralidad: las ideas o ideologías que adoptemos sobre lo que puede ser el bien y lo bueno para nosotros y para nuestros semejantes determinará nuestra conducta. Al igual que en el terreno de la felicidad lo que pensamos, lo que creamos, los saberes o falsos saberes comportarán beneficios o graves perjuicios a los congéneres. Por consiguiente, se tratará con cierto detalle acerca de cómo y por qué adoptamos unas ideas o ideologías y no otras en el curso de nuestra vida. El humano puede ser feliz. Nadie discute que los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos y los jóvenes, los que tienen salud y quienes están enfermos, los que padecen alguna discapacidad o En este libro uso como sinónimos los términos idea, ideología, doctrina, creencia, ideal, concepción, teoría, razón, credo, opinión, principio y otros. Cualquiera de tales ideas, opiniones, concepciones o ideologías puede ser racional o irracional. En lo común y ordinario de nuestra vida escogemos y mantenemos ideas racionales, la mayoría de ellas encontradas en nuestro medio o ambiente y aprendidas y adoptadas, pero también adoptamos ideas irracionales, frecuentemente, en menor medida. 1
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aquellos que están debilitados, todos sin excepción, pretendamos estar bien, sufrir los mínimos dolores y, si es posible, ser algo dichosos. Esta pretensión universal es razonable, saludable y muchas veces asequible. Una de las ideas principales de este libro es que el ser humano aprende, y aprende, cómo no, a liberarse del dolor para vivir mejor. Los animales aprenden, pero la diferencia fundamental entre el animal y la persona es que el humano transmite el conocimiento adquirido por medio del lenguaje. De este modo el ser humano se convierte en un ser cultural que se sitúa más allá de la naturaleza de la que procede, pues sin lenguaje estaríamos, como los animales, encadenados a ella. La cultura se opone a la naturaleza cuando ésta origina dolor y es una bendición para el humano, el mejor de todos sus bienes. Al contrario de lo que algunos piensan, la cultura es el medio propio en el que la humanidad se encuentra bien y a gusto. Todos los hombres, mujeres y niños se benefician de los avances y ventajas que proporciona la cultura en cuanto progreso material y de las costumbres, y como es evidente para cualquiera, incluso quienes discuten que haya progreso de la humanidad se aprovechan de los bienes que ofrece este progreso. No siempre se tiene en cuenta que el aprendizaje de la humanidad es difícil, muy difícil y lento. Las razones no se imponen de inmediato, sino que la mayor parte de las veces requieren años, muchos años, para ser aceptadas por todos o, al menos, por la mayoría. Recuérdese que los científicos de la época de Galileo necesitaron décadas para aceptar que la Tierra se movía alrededor del Sol y así sigue sucediendo con teorías que luego serán admitidas y valoradas. Louis Pasteur, el iniciador de la bacteriología en el siglo XIX conjuntamente con Robert Koch, formuló la teoría germinal de las enfermedades infecciosas, es decir, causadas por gérmenes. A mediados de este siglo, después de las observaciones de Ignaz Sem-
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melweis, médico en Viena, se podía establecer que la fiebre de las parturientas era producida por el contagio, pero había muchos médicos que desechaban esta etiología. Semmelweis fue expulsado del Hospital General de Viena en 1849 puesto que sus superiores seguían opinando que la enfermedad provenía de los miasmas del aire y él obligaba a los estudiantes a que, después de realizar las autopsias, se lavaran las manos antes de entrar en la sala de partos. En 1861 demostró que con las manos limpias se reducía considerablemente la incidencia de la fiebre puerperal y, no obstante, muchos médicos siguieron durante años trabajando con las manos sucias. En una ocasión, en 1879, Pasteur tuvo que enfrentarse a un obstetra que en una conferencia en la Academia de Medicina de París ponía en duda el origen infeccioso de la fiebre puerperal, le interrumpió, y a gritos le dijo: «la causa de esta enfermedad son los médicos, que llevan un germen de un paciente enfermo a uno sano». A los médicos les costó entrar en razón, pero acabaron por entender que si se lavaban las manos y limpiaban el instrumental evitaban aquella temible y frecuente enfermedad que ocasionaba la muerte hasta en un veinte por ciento de todos los partos. La mutilación genital femenina2 se sigue practicando en nuestros días, y la razón no se impone para erradicarla en muchos países a pesar de que en algunos de ellos dicen respetar los dere2 La mutilación genital femenina es una costumbre perniciosa y nociva que todavía padecen millones de niñas. Como paradigma de algo aborrecible será expresamente recordada en algunos pasajes de este libro como un principio y un criterio de lo que debe ser proscrito. En 2007 Egipto prohibió esta abominable práctica y veremos cuánto tardan en abolirla por completo en este país. También este año por primera vez en Mauritania se estableció una ley para castigar con la cárcel a quienes tuvieran o trataran con esclavos. En lo relativo a la moral, con parecida reiteración, se hablará del sometimiento de la mujer y del dolor y daño infligido a todos los sometidos, a los esclavos y a la justificación de la esclavitud efectuada por Aristóteles.
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chos humanos. Así, pues, se puede decir que, en lo relativo a las costumbres, a corto plazo, las razones no bastan por sí mismas como único modo de impulsar el progreso. En este caso, el derecho positivo, basado en la razón, debe acudir en su ayuda. La razón es débil, tiene poca fuerza. Montaigne, el sabio del Renacimiento, escribió: «El hábito adormece la vista de nuestro juicio […]. La razón humana es un barniz superficial, de peso más o menos similar al de nuestras opiniones y costumbres» [I, 23; p. 159]. No se piensa suficientemente que de la actividad de la razón nace el acierto, pero también y, en gran medida, el error. El error es un compañero constante de la razón, proviene de ella y, muchas veces, es completamente indestructible a corto plazo. El error, como cualquier idea, queda clavado en nuestro cerebro con una fuerza tal que las razones nada pueden contra él de forma inmediata. Pienso que esto es así pues, como se verá al hablar de la razón y la sinrazón, nuestro cerebro está constituido para operar con certidumbres y la verdad suele quedar dependiente y prisionera de ellas. La razón nos es imprescindible, mejor todavía, excepto para los que son muy necios no es posible que nos desprendamos de ella aunque quisiéramos, pero las razones necesitan mucho tiempo para asentarse y ser bienvenidas. A partir del Renacimiento, al que he aludido a través de Montaigne, sucedió algo esencial. Los humanos empezaron a aceptar que ellos eran más importantes que las ideas establecidas por otros acerca de ellos mismos, como de un modo u otro, pero con menor fuerza, había sucedido en épocas anteriores. Con la aparición de la imprenta hacia 1450, la instrucción e ilustración dejaron de ser patrimonio de unos pocos. Sin embargo, el aprendizaje de los seres humanos no se conseguía con paz y tranquilidad. No se suele decir que durante todo el Renacimiento se dio un continuo y grave conflicto en el terreno de las ideas que en algu-
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nos casos acababa en el patíbulo, porque parece que no se quiere recordar que la Inquisición romana se estableció en 1542 y su actividad fue implacable y cruel. Los ilustrados renacentistas debían andarse con mucho cuidado para eludir el rigor de esta institución, pero, a pesar de todos los perjuicios posibles, los grandes pensadores de los siglos XV y XVI, cada uno a su manera, ya no dejan de decir que la primacía la tiene el humano y no las ideologías, creencias o doctrinas. En la medida en que este nuevo y fundamental aprendizaje se propagó, supuso el inicio de un cambio de época que culminaría con el establecimiento de la igualdad civil promulgada en el preámbulo de la primera constitución de la Revolución francesa del año 1791. Desde el siglo XV, con gran resolución, los mejores pensadores sitúan a la persona en el centro de la reflexión, y el humano aprende y acepta que su futuro depende de las personas y de su libertad por conquistar, de manera que las ideologías impuestas van disminuyendo hasta que, trescientos años después, los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancionan de forma legal lo que era una idea benéfica que empezó a gestarse en el Renacimiento y a resultas de él. Si otorgamos valor a lo aprendido y seguimos aprendiendo de la experiencia sería razonable esperar que no tenga que suceder necesariamente lo que describe este breve cuento: En el Universo, después de la desaparición de los humanos, hubo una entidad dotada de lenguaje que, sabedora en parte de lo que acaba de suceder, explicó este breve relato: «La humanidad, tal como la hemos conocido, surgió hace unos 151 000 años y, como ocurre con todos los animales y vegetales, debía extinguirse con toda seguridad, pero nadie sabía cuándo. Los últimos mil años fueron los mejores para los humanos.
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La vida de las especies animales es como mínimo de un millón años, pero en el caso de la especie humana, como se ha visto, su vida fue más corta. No se sabe con certeza si la humanidad se extinguió debido a una causa natural como el choque de un cometa con la Tierra, el hogar de los humanos, o la desaparición sucedió a causa de sus propias acciones, que asolaron el planeta. Parece que fue esto último y, seguramente, la extinción no se habría debido a la tecnificación del mundo, como propagaban algunos filósofos de este planeta, sino a la superpoblación. Seguramente, los humanos que tuvieron tanto éxito en su multiplicación imparable murieron a causa de este éxito dado que en todo el universo viviente, si una especie animal salta por encima de la dependencia habida con las otras especies, se adueña de todo el planeta, pero entonces lo puede arruinar y con ello labra su propia ruina si no sabe detenerse a tiempo. A los humanos les costó algo más de 150 000 años salir por completo de la animalidad, y aprendieron, mil años antes de su extinción, a comportarse entre sí con respeto cuando aceptaron que todos eran iguales en dignidad y derechos. A este tránsito benéfico, al igual que con otros logros importantes, ellos lo llamaron «progreso», aunque frecuentemente este progreso tuviera retrocesos temporales. Lo que más les costó aprender fue que la acumulación de propiedades y riquezas en pocas manos no era imprescindible para tener una buena vida y, en segundo lugar, tuvieron muchas dificultades para entender que la hembra de su especie, la mujer, no era menos que el varón.
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Tuvieron una profunda revolución con muchas víctimas en un lugar llamado Francia, allá por el año 150 000 de su era que, por primera vez, les abrió el camino de la igualdad. Como sucede en todo el Universo que siente, procuraron apartarse del dolor, y en su caso, especialmente, del dolor que se infringían los unos a los otros debido a la desigualdad y al sometimiento, pero aprendieron a vivir bien. Pero sólo pudieron vivir de este modo unos mil años. El don o facultad que les definía y les diferenciaba de las otras especies animales lo llamaron «razón». Estaban muy orgullosos con este don, pero no lo poseían en medida suficiente para poder evitar dos grandes errores que resultaron fatales: se multiplicaron con gran éxito, pero llegaron a ser demasiados y estuvieron ofuscados al perseverar en una conducta excesivamente depredadora con el planeta al que acabaron por arruinar».
A diferencia de Epicuro de Samos, se argumentará con firmeza que el placer no es el principio y fin de la vida feliz [makários zen], porque la felicidad no parece que sea la acumulación de placer, sino la carencia de dolor. Es indiscutible que el filósofo de Samos fue de los primeros, junto con su predecesor, el platónico Espeusipo, en proponer que el mayor placer proviene de la ausencia de dolor, pero, a su vez, también decía, de ser auténtico como parece el fragmento 70 recogido por Usener que: «debemos apreciar lo bello, las virtudes y las cosas por el estilo si es que producen placer; y si no, mandarlas a paseo». Contra el hedonismo de Epicuro cabe argumentar que el ejercicio de la virtud puede comportar placer o gozo, pero no tiene
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por qué ser siempre placentero. Parece más realista afirmar que la virtud, guiada por la razón, es un valor altamente apreciable al margen del gozo que pueda reportar a uno mismo. Situados en una posición epicúrea algunos piensan que obramos bien o nos esmeramos en ser virtuosos pues de no hacerlo nos sentimos mal, pero esto no es siempre así. Muchas personas se comportan mal y no se sienten mal, al contrario, se pueden sentir muy bien. El juicio que puede establecerse con respecto al sufrimiento evitable de los hombres o de las mujeres cuando son perjudicados por quienes se aprovechan de ellos, nos permite establecer que no es correcto decir que la virtud o, de modo general, la moralidad es estimada porque su dejación produce disgusto, aversión o malestar, ya que en ocasiones no los causa. Y no los causa como decía Montaigne porque solemos acostumbrarnos a lo establecido sin mayor reflexión: «el hábito adormece la vista de nuestro juicio» [I, 23; p. 159]. La virtud o la moral no procede exclusivamente del sentir sino en gran parte de lo razonado, sea bueno o malo. Así se explica que la humanidad se haya aprovechado de los débiles y que los sentimientos nunca hayan impedido el abuso. Durante la Revolución Industrial en el siglo XIX unos pocos se aprovecharon del trabajo de niños menores de doce años que trabajaban más de once horas al día excepto los domingos, y muchos, con anterioridad, se aprovecharon del trabajo de los esclavos. No tenían razón, pues, Epicuro, David Hume o John Stuart Mill cuando explicaban que la moralidad se edifica sobre el sentimiento o la pasión, sentimiento de agrado o rechazo. Sentimiento de placer o disgusto en el caso de Epicuro para explicar el comportamiento virtuoso; sentimiento humanitario de benevolencia como pensaba Hume, o el amor como suponía Mill. No observaron que el sentimiento que, según ellos, promovería la desaprobación y la censura ante una acción inmoral puede quedar
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adormecido o anestesiado cuando los intereses de los individuos o de los grupos se justifican y fortalecen con ideas que legitiman el provecho, aunque éste sea obtenido con abuso y daño. La sabiduría de la vida consiste en algo sencillo, pero que frecuentemente se complica: no estropear el propio bienestar ya conseguido y no lastimar o manosear el bienestar de los demás. La sabiduría no consiste en la adquisición de cultura sin más sino en la reflexión ya que la irreflexión conduce al exceso en todo y a desaprovechar, para uno mismo y para los allegados, los bienes que nos aporta la cultura. Es sabio el que ha aprendido a recoger los frutos que la vida ofrece, pocos o muchos, sabe gozar de ellos y puede compartirlos. Es sabio quien no espera mucho y, de este modo, puede acceder al sumo gozo que proporciona la alegría, pero para mantenerla hay que aprender a renunciar. Por el contrario, quien espera demasiado suele caer en la amargura. El amargado propende al egoísmo, desea todo y no sabe renunciar. Es sabio quien aun deseando mucho ha aprendido a rehusar a una parte de lo deseado. Una gran mayoría de la gente es infeliz porque se engaña y pretende a toda costa ser querida, pero, entonces, descuida, muchas veces por error, quererse de modo adecuado. Ahora bien, no hay que confundirse con respecto al alcance del amor a uno mismo que no siempre es egoísmo. Más bien pienso que el egoísta no accede al amor a sí mismo, como tampoco en el caso del incontinente, del aprovechado o del licencioso, variantes de egoísmo, que a menudo acarrea descontento y amargura. El egoísta no sabe cuidarse de un modo conveniente, pues está dominado por un interés que frecuentemente le perjudica. Un cierto grado de egoísmo es necesario para vivir, pero, como sucede con todo, también tiene su medida, y el egoísta supera la medida y la media del egoísmo razonable y conveniente para la mejor convivencia. El egoísmo está muy emparentado con la so-
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berbia o narcisismo, que Spinoza en Ética definía como «estimarse a sí mismo más de lo justo por amor propio» [3/af28]. Quien se ama sabe del amor, puede amar y sentirse alegre si los demás lo están. Por el contrario, quien está descontento y destruye por error su posible alegría, sufre un dolor moral considerable, y si no lo combate mediante una oportuna reflexión desemboca con suma rapidez en la infelicidad. La dificultad para quererse engendra egoísmo y casi siempre enciende una desmesurada pretensión de ser querido por todos que suele resultar trágica en tanto que nos agria y estropea la vida, pues dicha pretensión nunca puede ser colmada y, además, nos conduce a la comisión de acciones desfavorables para uno mismo y para los demás. Quien no se quiere está amargado y descontento, y no sólo lo está consigo mismo sino que suele estarlo con todo el mundo y, como consecuencia, puede emprender con facilidad acciones perjudiciales o inmorales más o menos graves que, por serlo, reportan siempre un menoscabo en el bienestar de los otros. La mayoría de humanos pueden ser felices si se disminuye el dolor de la vida, no sólo el dolor corporal, sino todo tipo de sufrimientos, empezando por el descontento. Otro tipo de dolor moral muy intenso es el causado por la opresión y el dominio, como el que sufren las mujeres, originado en la ofensa constante a su dignidad por parte del hombre que se aprovecha del abuso. No cabe duda de que la pobreza reporta un gran dolor, pero la humanidad aprenderá a mitigarla y suprimirla, sin embargo, sólo podrá conseguirlo a través de procedimientos democráticos. La democracia es la mejor forma de organizar la vida de la sociedad para evitarnos en lo posible una parte importante del dolor que puede causar la vida en comunidad. Desde este punto de vista, el socialismo propugnado por Marx fue un error colosal que la humanidad sólo ha podido rebatir sufriendo un dolor incalculable. El principal error de Marx consistió en justificar la
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violencia y el dolor en la acción política, por lo que, según mi opinión, bastaría para condenar con la mayor resolución su filosofía revolucionaria. Los regímenes comunistas han fracasado para siempre y, en consecuencia, la desigualdad en el reparto de la riqueza deberá resolverse mediante un funcionamiento democrático de la sociedad. No cabe otro camino y, al respecto, se podría pensar que la última gran revolución, para bien de todos, hubiera podido ser la Revolución francesa. Aunque cite a muchos filósofos, lo que se escribe en este libro no es la obra de un filósofo sino la de un médico. Mi actividad como médico tiene mucho que ver con ello pues durante cuarenta y cinco años he trabajado en el hospital y sé algo sobre la felicidad y el dolor. Sé que nadie quiere el dolor y que todo el mundo desea bienestar y sosiego. No padecer en exceso, tener salud, disfrutar de la tranquilidad de espíritu y vivir en paz consigo mismo es el deseo común. Decía Epicuro: este es el grito de la carne, no tener dolor, y, se podría añadir: el grito del espíritu es no tener turbación, sino paz y sosiego como también fue dicho. Y, para finalizar este prólogo, en un mundo con tanta desdicha y dolor, con guerras generales y tribales, con tanta injusticia, sinrazón y hambre, ¿será correcto y razonable que pretendamos ser felices? ¿Tenemos derecho a serlo? Pues el mismo derecho que a recuperar la salud cuando enfermamos. Además, la infelicidad de uno no ayuda a aliviar la infelicidad de otro, más bien lo contrario, la felicidad contribuye a remediar la infelicidad. Es mejor para todos procurar ser felices, si se puede.