VICENTE BELLÓN
GUERREROS DE LA CALLE
Primera edición: diciembre de 2018 © Vicente Bellón, 2018
© Ediciones Carena, 2018
Ediciones Carena c/ Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net diseño de la cubierta: Sandra Jiménez maquetación: Raül Bellés corrección: Carlos Marín Hernández depósito legal: B 17504-2018 isbn 978-84-17258-69-6 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
A todos aquellos que trabajan para integrar a jรณvenes con problemas
PRÓLOGO
Este libro lo escribí para adolescentes como tú, que se abren a
una nueva vida que presenta numerosas oportunidades, ilusiones y todo tipo de experiencias, pero también peligros y amenazas. Los personajes de esta historia no son un buen ejemplo. Son caprichosos, violentos y, en algunos casos, auténticos delincuentes. Mi trabajo como abogado especializado en defender a menores me ha llevado a tener un conocimiento importante sobre lo que sufren las personas que llegan a realizar actos delictivos, que suelen tener entornos muy complicados que les llevan a hacer muchas tonterías. Pero no son pocos los que consiguen salir adelante gracias a su tesón, valentía y al gran trabajo de los centros de menores, que son apoyados por la Xunta de Galicia. Conozco bien estos centros, que funcionan de manera muy satisfactoria, acompañándolos en su crecimiento como personas, y ayundándolos a que entiendan que el ejemplo que vivieron en su entorno debe servirles como referencia de lo que no hay que hacer, y no al contrario. También es fundamental el trabajo de los juzgados de menores, que realizan una labor crucial, poniéndose siempre al ser-
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vicio del interés del menor y buscando su integración, controlando su evolución tanto en el centro como mientras está en libertad vigilada. La vida es un «por hacer» y no un «por venir»: en tu mano está que se convierta en algo maravilloso. A Coruña, agosto del 2018
I
Levantó la cabeza y esbozó una sonrisa cómplice.
—¡Otra vez aquí! —Esta vez no he hecho nada. —Eso es, nunca haces nada: te gusta estar con nosotros. —Claro, claro, porque sois muy amables. Un educador se encargaba de recibir a los jóvenes que entraban en el centro de menores. Manuel Porteiro hablaba como un asiduo de la institución. Tenía diecisiete años y ya había sido condenado por la jueza de menores en varias ocasiones, principalmente por robo con violencia. Le parecieron siempre injustas las condenas. Decir a un chaval como él «si no me dejas tu móvil te doy un par de hostias» no es violencia. Más bien es un problema de ellos: no saben defenderse. —Bueno, pues ya sabes, hay que desnudarse: ponte el albornoz, vamos a comprobar que no llevas ningún objeto prohibido o droga, principalmente; ni en la ropa, ni en tu cuerpo. —No hay problem, disfruta de mi cuerpo musculoso. —¿Sabes que una impertinencia como esa te puede costar una falta? —Vale, neno, perdón, es broma. Manuel sabía cómo provocarles sin llegar a pasar la línea
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roja. En el fondo no respetaba a los educadores del centro, que tenían un sueldo que él podía conseguir en unos pocos días. No eran malos del todo. Cumplían con su trabajo, pero había que obedecer. Cuando te resistías a sus órdenes llamaban a los seguratas, que podían utilizar medios de contención, «la mínima fuerza necesaria para evitar que se dejen de cumplir las normas del centro». Aunque luego la «mínima fuerza» podía doler un poco. —Vamos a la habitación. Aquí pasarás unos días, apartado del grupo. Vendrá el médico, el psicólogo, te traeremos la comida y poco a poco te integraremos con los demás. —Ya lo sé, ya lo sé. Pero tengo que hablar con la psicóloga, me hace mucha falta. Sigue Maribel aquí, ¿no? —Está bien, intentaré que hables con ella cuando salgas de observación. Siempre le había gustado aquella Maribel. Valía la pena casi ir al centro, si no era mucho tiempo, por estar con ella, e imaginarse echándole un polvo. —Bueno, te dejo en la habitación. Hasta mañana. —Vale, pero tráeme algunos libros de esos de mafiosos y polis corruptos. Manu leía sin parar en el centro. En cuanto salía nunca volvía a coger un libro. No había estudiado ni la eso, lataba siempre y no iba al instituto. Aprendió mucho más leyendo y en la escuela de la calle, que es la escuela de la vida, que en el colegio o el instituto. Muchos en el centro estaban intentando sacar 1.º o 2.º de eso. No eran capaces de leer ni un libro. Ni siquiera los cuentos de Pinocho o de Caperucita. Algunos eran casi analfabetos. Recordaba las palabras de su padre con frecuencia. Una vez que estaban en el tanatorio, porque había muerto un vecino,
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vio a uno de los nietos del fallecido haciendo el tonto con una taza de café (le daba vueltas y vueltas con el dedo y se mostraba muy contento por hacerlo); Manuel le dijo a su padre: —Papá, ¿a ese niño qué le pasa? Parece un poco tonto… —Sí, hijo, es un poco tonto, como su padre y como su abuelo. Lo peor en esta vida es ser tonto. —¿Y eso por qué, papá? —La genética, hijo, la genética. Su padre tardó en explicarle lo que era aquello de la genética. Había aprendido mucho de él, que sí que no era tonto. Era orgulloso, egoísta y chulo. Y así quería ser él, como su padre. Ahora estaba en la cárcel, y él, en el centro de menores. En eso también se parecían. Iría a verlo en cuanto pudiera, porque lo admiraba y lo quería. En el centro se encontraba algún conocido. Allí no había diferencia entre los de Marlevado y los de Ribamar, cualquiera valía para hacer más llevadera la estancia. Lo peor siempre eran los primeros días, en los que te tenían en observación. Daba igual que fuera la primera vez o que ya hubieras estado antes. Cualquiera que repitiera volvía a pasar unos días incomunicado, apartado del grupo de internos. Los recién llegados pasaban unos diez días, y los sancionados durante el internamiento por alguna falta grave, de dos a seis días. Te metían en un local grande que estaba situado en la planta baja, con ocho habitaciones individuales, en las que cada uno se quedaba encerrado, y solo se salía para comer y ducharse. Esos ratos en la habitación, sin poder hablar, sin tele, sin móvil, producían una enorme ansiedad. Tus pensamientos se centraban en escapar, aunque supieras que era imposible salir de allí. Las noches también se hacían
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largas. Lo mejor era cuando soñabas que estabas en tu casa, en tu habitación, en tu cama de siempre, con tu mesilla y la PlayStation debajo de la tele. Al despertarse volvía uno a la realidad. No, no estás en casa, estás en el «reformatorio». Peor es cuando la ansiedad te trae sueños perturbadores. Ver a tu padre drogodependiente gritando en la cárcel; ver a tu madre sola, siempre sola, porque tú nunca la habías visto con tu padre. Triste, llorosa, sin saber por qué, una y otra vez la misma imagen de tu madre llorando, hasta que finalmente te despiertas, te das cuenta de que es una pesadilla; pero, al contrario que cuando se está en casa, cuando te despiertas te das cuenta de que la realidad es aún peor que la pesadilla. El hermano mayor de Manu le enseñó a trapichear con hachís. Siempre bajo las órdenes de Ribeira, que era el dueño del bar en el que siempre estaban; solo iban a casa a dormir con su madre. Con el trapicheo vivían bien. A las ocho les llamaban, la puerta se abría y entraba un educador, gritando que había que levantarse. «¡Rápido!, ¡a las duchas!» Todos iban caminando juntos hacia los vestuarios y allí se duchaban. Manu vio allí a Tinín. Uno con el que había jugado en el equipo del barrio. Le dijo: —¡Qué sorpresa, chaval! ¿Qué coño hiciste? —¡Silencio! –zanjó el educador–. ¡No se puede hablar aquí! Esta era una de las muchas normas. —Vale, lo siento. Pero Manuel volvío a hablarle a Tinín: —¿Cuánto te queda para salir de observación? —Eso lo puedes ver tú mismo –contestó serio el educador– en el cuadro que tenéis en la entrada: cuando alcance diez bonos, y hasta ahora lleva solamente seis.
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Resultó gratificante encontrar a Tinín. Pasaron a desayunar, de nuevo a los lavabos para lavarse los dientes y otra vez a la habitación, envuelto en la soledad. Pensó y pensó en aquello que deseaba: su mente le traía continuamente la imagen de Helena, su belleza, sus senos invisibles, que acariciaba en su imaginación. Se evadía por momentos y así se reconfortaba por unos segundos. Manu insistió en que quería hablar con Maribel, la psicóloga. Exageró un poco su estado de ánimo, su ansiedad, para conseguir que bajara a hablar con él. Necesitaba hablar con alguien que le escuchara, alguien con quien desahogarse. Quería pedirle que intercediese para hacer una llamada a su novia, Helena. Insistió tanto que finalmente le trajeron a Maribel. Al atardecer se abrió la puerta de su celda y apareció. Era una buena psicóloga, sabía conectar con todos los chicos del centro y siempre conseguía animarlos por un tiempo. —¡Aquí está Manu! –dijo Maribel–. No ha servido de nada lo que le enseñamos, siempre está deseando volver… Sigue igual que siempre, no hay manera con él… ¿De qué te ha valido lo que te dije? Faltan dos meses para que cumplas dieciocho, Manu, será la última vez que vengas. Aquí ya no vuelves más, la próxima irás a prisión. Manu se sintió incómodo escuchándola. No le parecía la de siempre, aquella mujer encantadora por la que sentía una atracción especial. Y se atrevió a contestarle enfadado. —¡Qué fácil es para ti hablarme así! Mi vida no ha sido nunca como la tuya, desde los doce años empecé a robar, nadie podía hacerme nada. A mi padre le veía poco, solo cuando salía de la cárcel y venía a verme a casa de mi madre. Mi madre no me hacía mucho caso, solo sabía llorar y lamentarse y tomar muchas pastillas para sobrevivir sus depresiones; me daba pena, pero también me amargaba y despreciaba su forma de ser. Una vez me dijiste que nunca venía a verme. Claro que no venía, no
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quería yo que viniera, montaría aquí una escena de las suyas, con sus lloros, que me haría avergonzarme. —¡Vaya tabarra que me estás dando, macho! Que acabo de llegar… Ya sé que tu vida no ha sido fácil, otros la han tenido aún peor y han salido adelante. Pero vamos, dime de una vez qué quieres. Le hubiera gustado contestar a esa pregunta, «quiero echarte un buen polvo», pero no lo hizo. Se limitó a pedirle que consiguiera poder hacer una llamada a su novia. Le explicó lo contento que estaba con ella y que debía explicarle lo que había pasado. —Sabes que no puedo hacer eso. Va contra las normas. No te lo van a conceder, pero intentaré que te dejen, no te puedo prometer nada. Me gustaría saber cómo estás, si consumes. Manu no sabía qué decir, quizá pudo contestar «¿a ti qué te importa?», pero no lo hizo. —Si quieres saberlo no tienes más que mirar los resultados de los análisis al entrar. Te lo diré a ti: sí, porque me sienta muy bien. Lo mejor que tengo en la vida es el sexo y la droga. Y nadie me lo va a quitar. —Cuando te fuiste de aquí la última vez te fuiste contento. Te habíamos dado muchas ideas para buscar trabajo. Te ayudamos a hacer un currículum, tenías dieciocho meses de paro y te ibas lleno de ilusión porque pensabas que podías conseguirlo, y, lo más importante, querías conseguirlo. —Qué ilusos sois. ¿Te crees que alguien va a coger a un menor de edad con un padre en la cárcel, una madre sin trabajo, con una pensión de cuatrocientos euros? No, nadie quiere. Todo el mundo nos conoce. Solo puedo vivir del trapicheo. No es una vida tan mala como tú crees, y seguramente gano más de lo que tú puedas ganar al mes. —Terminarás mal. Me voy –zanjó secamente Maribel. —Abur.
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Sintió una punzada en el pecho. Aquella entrevista le dejó una extraña sensación, como si hubiese perdido ya a Maribel, a la que tanto había respetado y a la que una vez consideró una amiga. Ella conocía su vida y él, sin embargo, no sabía nada de ella. Lo peor es que no quería perderla, la quería como amiga. No debía haberle hablado así. No se merecía eso. Se tumbó en la cama, miró al techo, tocó la sirena y se apagaron las luces. Había que irse a dormir. Tardó en coger el sueño pero finalmente lo logró. La vida en el centro era una rutina. Levantarse siempre a la misma hora, excepto los domingos. Desayunar, clases, con un descanso de media hora. Comida al mediodía, una hora de descanso en la habitación, hacer los deberes de la mañana, realizar deporte, tiempo de descanso, juegos varios, incluidos videojuegos de una consola anticuada. Cena y a dormir. Y vuelta a empezar. Resultaba incómodo un horario tan estricto. Se echaba de menos la improvisación, la libertad de hacer algo por iniciativa propia y no porque te lo mandaran. Te llegabas a acostumbrar a esa vida tan estructurada, de tal forma que cuando volvías a la vida real, donde tenías que resolver cada situación por ti mismo, te daba miedo. Aun así, deseabas que llegara el momento de hacer lo que te viniera en gana, la vuelta a la libertad, sin normas ni juicios, sin tener que obedecer a nadie. Ser por fin tú mismo. Pero, incomprensiblemente, cuando salías te daba miedo. Un miedo que se conjugaba con alegría, con la ilusión de ver a tus colegas y a tu «follamiga», con la posibilidad de expresarte libremente, sin tener que callar y no quejarte, obligado a soportar la violencia del silencio que te provocaba una rabia interior imposible de controlar. Tus amigos te buscaban nada más salir.
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Ellos esperaban que fueras el de siempre. Pertenecían al grupo de la banda que controlaba un territorio determinado, dentro del submundo del trapicheo de tres al cuarto. Tenían sus reuniones en sitios apartados para poder fumar tranquilos unos porros. Sus valores consistían en poder tener dinero para vivir bien, no dejarse amedrentar por nadie, mantener el orgullo masculino. Manu buscaba los momentos de poder hablar con algunos de sus conocidos de tantas cosas, ¿por qué estarían ellos allí?, ¿cuándo saldrían? Si estaban en régimen cerrado o semiabierto. Necesitaba saberlo para pedirle al que pudiera salir que le hiciera algún recado. No era fácil, los educadores nunca le dejaban solo, siempre estaban presentes algunos de ellos, pendientes de lo que hacían. Esa situación les hacía perder las formas con los educadores, lo que suponía algún castigo según la gravedad del comportamiento, normalmente enviarlo a la habitación unas horas, incluso unos días. Se les apartaba del grupo. El que refunfuñaba, apartado. Llamada al guardia de seguridad, y a «observación». Desde niño, Manu, evitó estar solo. En silencio se aburría. Necesitaba una vida ajetreada, hiperactiva y ruidosa. No soportaba estar allí sin hacer nada. Todo aquello le provocaba tal rabia que le daban ganas de empezar a romper muebles, de correr, de escapar. Pero no era posible. Entonces, el gran Manuel, hermano del valiente Gaspar y protegido por el poderoso y temido Ribeira, lloraba, lloraba y lloraba sin consuelo y en silencio.