La felicidad la moralidad y el dolor - Roger Armengol

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ROGER ARMENGOL .

LA FELICIDAD, LA MORALIDAD Y EL DOLOR


© Roger Armengol © de esta edición, Ediciones Carena-Acidalia c/ Alpens, -  Barcelona T.    www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño cubierta: Marina Delgado Maquetación: Marina Delgado Fotografía de la portada: Estatua de Sócrates. Museo de Arqueología Clásica. Cambridge. ISBN: 978-84-16843-85-5 Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.




ÍNDICE

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PRÓLOGO DE ESTA EDICIÓN.................................................................13 PRÓLOGO..................................................................................................13 CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN GENERAL ACERCA DEL SER HUMANO.......29 La memoria y la conciencia individual Algunas características, intereses y creencias de los humanos................29 Credulidad y creencia. La ignorancia y la sabiduría................................45 El aprendizaje. Desaprender el mal para vivir mejor...............................51

CAPÍTULO II. EL HUMANO Y SU PROGRESO CONTRA EL DOLOR.

SÓCRATES Y OTROS FILÓSOFOS..................................................................59

Dolor y placer........................................................................................59 La debilidad y la fortaleza.......................................................................67 Sencillez o grandeza. Saber estar contento con lo que se tiene. Aquiles y Eumeo.....................73 Cultura y civilización. Igualdad, dignidad, democracia y felicidad. La prehistoria....................79 El progreso.............................................................................................94 Crítica de Dialéctica de la Ilustración y de la puesta en duda del progreso........................................................107 Sócrates y el cuidado del alma. Su daimónion.........................................118 Desigualdad y sometimiento. Esclavitud, nazismo, Shoah y comunismo.............................................142 La razón, las ideas que ella crea y la pasión. Costumbre, certidumbre y verdad. La sinrazón y la dificultad del progreso de las costumbres......................149 La tortura, la pena de muerte y el progreso de las costumbres................182 Los llamados maestros de la sospecha y sus ideas sobre la felicidad y el progreso: Marx,NietzscheyFreud........................................................................190


CAPÍTULO III. LA FELICIDAD...................................................................217 La felicidad entendida como la ausencia relativa de dolor........................217 Felicidadyplacer...................................................................................224 Felicidad y contento o alegría. El deseo y la amargura............................233 Conquistar la felicidad o saber reconocerla. Sobre la tragedia. Una de las tragedias posibles es no saber quererse a sí mismo...................241 La ilusoria concepción de la felicidad como plenitud. Deshacer la infelicidad. La sencillez. La felicidad y Kant. Sócrates: conocimiento y error..............................................................251 Ideas elitistas o aristocráticas de la felicidad humana. La felicidad del ser humano común......................................................256 Felicidad y suerte o infortunio..............................................................270 Felicidad y trabajo. La mundanidad......................................................274 Horacio y la felicidad: si ventri bene, carpe diem, aurea mediocritas, beatus ille y sapere aude.......281

CAPÍTULO IV. AMOR, EGOÍSMO Y ALTRUISMO. RESPETO O MIRAMIENTO.

AMOR AL PRÓJIMO.......................................................................................291

Las definiciones de amor. El amor a uno mismo y el amor a los demás.........................................291 Dos programas de raigambre biológica: egoísmo y altruismo..................304 Amor a sí mismo o amor propio no es egoísmo. La pretensión de ser queridos y el narcisismo..........................................309 Amor,altruismoyrespeto......................................................................318 Respeto o miramiento. La virtud y el castigo. La empatía........................321 La escala de la humanidad: respeto, piedad o compasión y amor..............328 Acerca del amor al prójimo y el amor al enemigo. El perdón y los preceptos sobre el amor en las propuestas de Jesús de Nazaret.......................................................330


CAPÍTULO V. LA MUERTE...........................................................................343 La muerte del ser humano como disolución irreversible delaconcienciaindividual.....................................................................343 Para morir bien. Quererse y valorarse. El perdón, la esperanza en el pasado, la insignificancia o pequeñez. Aceptar que sólo somos memoria..........................................................353

CAPÍTULO VI. APÉNDICE SOBRE ÉTICA O FILOSOFÍA MORAL......................359 Moralidad, lo que evita el dolor y el daño de los otros. Esbozo de una crítica de las éticas del bien. El bien en la ética de Kant y en el utilitarismo de Stuart Mill. Hume y la falacia naturalista de Moore.................................................359 El legado de Kant a la ética: el cambio en la dirección de la mirada, de la virtud al deber. Sobre la Regla de oro de la moralidad. La insuficiencia del imperativo categórico de Kant.............................389 Felicidad y beatitud. Eudaimonía y makaría. Felicidad y moralidad. ¿La ética trata de lo que se puede hacer para ser felices?.........................435

LISTA CRONOLÓGICA DE LOS AUTORES CLÁSICOS CITADOS..................441 BIBLIOGRAFÍA.........................................................................................443



PRÓLOGO DE LA PRESENTE EDICIÓN

La felicidad, la moralidad y el dolor es una nueva versión del libro Felicidad y dolor: una mirada ética publicado en 2010. Se ha modificado la arquitectura, la estructura del libro para hacer más cómoda su lectura. En esta ocasión la discusión sobre los fundamentos de la moralidad se han agrupado en un solo capítulo al final del libro titulado: Apéndice sobre ética o filosofía moral. Con respecto a la antigua edición se han corregido errores y todas las citas bibliográficas han quedado referenciadas de forma que el lector si lo desea puede orientarse para verificar la autenticidad de la cita. También se ha ampliado lo que se había escrito sobre el amor y de modo especial lo referido a los preceptos sobre el amor de Jesús de Nazaret. El lector advertirá que el pensamiento de Sócrates y el de Jesús son uno de los pilares en los que reposa la reflexión de este libro. Aunque yo no sea creyente me interesa especialmente el pensamiento de Jesús, y, también el de Sócrates, ambos, grandes benefactores de la humanidad. Creo que todavía no hemos aprovechado del todo la potencia del pensamiento y del mensaje de estos dos maestros: el Maestro de Atenas y el Maestro de Nazaret.



PRÓLOGO

El humano puede ser feliz. Nadie discute que los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos y los jóvenes, los que tienen salud y quienes están enfermos, los que padecen alguna discapacidad o aquellos que están debilitados, todos sin excepción, pretendamos estar bien, sufrir los mínimos dolores y, si es posible, ser algo dichosos. Esta pretensión universal es razonable, saludable y muchas veces asequible. Una de las ideas principales de este libro es que el ser humano aprende, y aprende, cómo no, a liberarse del dolor para vivir mejor. Los animales aprenden, pero la diferencia fundamental entre el animal y la persona es que el humano transmite el conocimiento adquirido por medio del lenguaje. De este modo el ser humano se convierte en un ser cultural que se sitúa más allá de la naturaleza de la que procede, pues sin lenguaje estaríamos, como los animales, encadenados a ella. La cultura se opone a la naturaleza cuando ésta origina dolor y es una bendición para el humano, el mejor de todos sus bienes. Al contrario de lo que algunos piensan, la cultura es el medio propio en el que la humanidad se encuentra bien y a gusto. Todos los hombres, mujeres y niños se benefician de los avances y ventajas que proporciona la cultura en cuanto progreso material y de las costumbres, y como es evidente para


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cualquiera, incluso quienes discuten que haya progreso de la humanidad se aprovechan de los bienes que ofrece este progreso. No siempre se tiene en cuenta que el aprendizaje de la humanidad es difícil, muy difícil y lento. Las razones no se imponen de inmediato sino que la mayor parte de las veces requieren años, muchos años, para ser aceptadas por todos o, al menos, por la mayoría. Recuérdese que los científicos de la época de Galileo necesitaron décadas para aceptar que la Tierra se movía alrededor del Sol y así sigue sucediendo con teorías que luego serán admitidas y valoradas. Louis Pasteur, el iniciador de la bacteriología en el siglo XIX juntamente con Robert Koch, formuló la «teoría germinal de las enfermedades infecciosas», es decir, causadas por gérmenes. A mediados de siglo, después de los estudios de Ignaz Semmelweis en Viena, se podía establecer que la fiebre de las parturientas era producida por el contagio, pero había muchos médicos que desechaban esta etiología. Semmelweis fue expulsado del Hospital General de Viena en 1849 puesto que sus superiores seguían opinando que la enfermedad provenía de los miasmas del aire y él obligaba a los estudiantes a que, después de realizar las autopsias, se lavaran las manos antes de entrar en la sala de partos. En 1861 demostró que con las manos limpias se reducía considerablemente la incidencia de la fiebre puerperal y, no obstante, muchos médicos siguieron durante años trabajando con las manos sucias. En una ocasión, en 1879, Pasteur tuvo que enfrentarse a un obstetra que en una conferencia en la Academia de Medicina de París ponía en duda el origen infeccioso de la fiebre puerperal, le interrumpió, y a gritos le dijo: «la causa de esta enfermedad son los médicos, que llevan un germen de un paciente enfermo a uno sano». A los


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médicos les costó entrar en razón, pero acabaron por entender que si se lavaban las manos y limpiaban el instrumental evitaban aquella temible y frecuente enfermedad que ocasionaba la muerte hasta en un veinte por ciento de todos los partos. La mutilación genital femenina1 se sigue practicando en nuestros días, y la razón no se impone para erradicarla en muchos países a pesar de que en algunos de ellos dicen respetar los derechos humanos. Así, pues, se puede decir que, en lo relativo a las costumbres, a corto plazo, las razones no bastan por sí mismas como único modo de impulsar el progreso. En este caso, el derecho positivo, basado en la razón, debe acudir en su ayuda. La razón es débil, tiene poca fuerza. Montaigne, el gran sabio del Renacimiento, escribió: «El hábito adormece la vista de nuestro juicio […]. La razón humana es un barniz superficial, de peso más o menos similar al de nuestras opiniones y costumbres» [I, 23; p. 159]. No se piensa suficientemente que de la actividad de la razón nace el acierto, pero también y, en gran medida, el error. El error es un compañero constante de la razón, proviene de ella y, muchas veces, es completamente indestructible a corto plazo. El error, como cualquier idea, queda clavado en nuestro ce La mutilación genital femenina es una costumbre perniciosa y nociva que todavía padecen millones de niñas. Como paradigma de algo aborrecible será expresamente recordada en algunos pasajes de este libro como un principio y un criterio de lo que debe ser proscrito. En  Egipto prohibió esta abominable práctica y veremos cuánto tardan en abolirla por completo en este país. También este año por primera vez en Mauritania se estableció una ley para castigar con la cárcel a quienes tuvieran o trataran con esclavos. En lo relativo a la moralidad, con parecida reiteración, se hablará del sometimiento de la mujer y del dolor y daño infligido a todos los sometidos, a los esclavos y a la justificación de la esclavitud efectuada por Aristóteles.


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rebro con una fuerza tal que las razones nada pueden contra él de forma inmediata. Pienso que esto es así pues, como se verá al hablar de la razón y la sinrazón, nuestro cerebro está constituido para operar con certidumbres y la verdad suele quedar dependiente y prisionera de ellas. Parecería que nuestra cabeza dicta: la verdad es lo que nuestra mente cree que es útil para nuestros intereses inmediatos. Dicho de otro modo, disponemos de un cerebro que no está especialmente preparado para la verdad sino para la certidumbre. Eso explica que se necesiten muchos años para que los humanos individualmente o en conjunto desaprendan ideas y creencias erróneas. Sin embargo, esta constatación no la tuvieron en cuenta los pensadores de la Ilustración del siglo XVIII y todavía hoy muchos mantienen la ilusión de que el enunciado de las razones basta para modificar las ideas y asumir ideologías benignas para las personas. La razón nos es imprescindible, mejor todavía, excepto para los que son muy necios no es posible que nos desprendamos de ella aunque quisiéramos, pero las razones necesitan mucho tiempo para asentarse y ser bienvenidas. A partir del Renacimiento, al que he aludido a través de Montaigne, sucedió algo esencial. Los humanos empezaron a aceptar que ellos eran más importantes que las ideas establecidas por otros acerca de ellos mismos, como de un modo u otro, pero con menor fuerza, había sucedido en épocas anteriores. Con la aparición de la imprenta hacia 1450, la instrucción e ilustración dejaron de ser patrimonio de unos pocos. Sin embargo, el aprendizaje de los seres humanos no se conseguía con paz y tranquilidad.


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No se suele decir que durante todo el Renacimiento se dio un continuo y grave conflicto en el terreno de las ideas que en algunos casos acababa en el patíbulo, porque parece que no se quiere recordar que la Inquisición romana se estableció en 1542 y su actividad fue implacable y cruel. Los ilustrados renacentistas debían andarse con mucho cuidado para eludir el rigor de esta institución, pero, a pesar de todos los perjuicios posibles, los grandes pensadores de los siglos XV y XVI, cada uno a su manera, ya no dejan de decir que la primacía la tiene el humano y no las ideologías. En la medida en que este nuevo y fundamental aprendizaje se propagó, supuso el inicio de un cambio de época que culminaría con el establecimiento de la igualdad civil promulgada en el Preámbulo de la primera constitución de la Revolución Francesa del año 1791. Desde el siglo XV, con gran resolución, los mejores pensadores sitúan a la persona en el centro de la reflexión, y el humano aprende y acepta que su futuro depende de las personas y de su libertad por conquistar, de manera que las ideologías impuestas va disminuyendo hasta que, trescientos años después, los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancionan de forma legal lo que era una idea benéfica que empezó a gestarse en el Renacimiento y a resultas de él. Si otorgamos valor a lo aprendido y seguimos aprendiendo de la experiencia sería razonable esperar que no tenga que suceder necesariamente lo que describe este breve cuento: En el Universo, después de la desaparición de los humanos, hubo una entidad dotada de lenguaje que, sabedora en parte de lo que acaba de suceder, explicó este breve relato:


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«La humanidad, tal como la hemos conocido, surgió hace unos 151.000 años y, como ocurre con todos los animales y vegetales, debía extinguirse con toda seguridad, pero nadie sabía cuándo. Los últimos mil años fueron los mejores para los humanos. La vida de las especies animales es como mínimo de un millón años, pero en el caso de la especie humana, como se ha visto, su vida fue más corta. No se sabe con certeza si la humanidad se extinguió debido a una causa natural como el choque de un cometa con la Tierra, el hogar de los humanos, o la desaparición sucedió a causa de sus propias acciones, que asolaron el planeta. Parece que fue esto último y, seguramente, la extinción no se habría debido a la tecnificación del mundo, como propagaban algunos filósofos de este planeta, sino a la superpoblación. Seguramente, los humanos que tuvieron tanto éxito en su multiplicación imparable murieron a causa de este éxito dado que en todo el universo viviente, si una especie animal salta por encima de la dependencia habida con las otras especies, se adueña de todo el planeta, pero entonces lo puede arruinar y con ello labra su propia ruina si no sabe detenerse a tiempo. A los humanos les costó algo más de 150.000 años salir por completo de la animalidad, y aprendieron, mil años antes de su extinción, a comportarse entre sí con respeto cuando aceptaron que todos eran iguales en dignidad y derechos. A este tránsito benéfico, al igual que con otros logros importantes, ellos lo llamaron «progreso», aunque frecuentemente este progreso tuviera retrocesos temporales. Lo que más les costó aprender fue que la acumulación de propiedades y riquezas en pocas manos no era imprescindible


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para tener una buena vida y, en segundo lugar, tuvieron muchas dificultades para entender que la hembra de su especie, la mujer, no era menos que el varón. Tuvieron una profunda revolución con muchas víctimas en un lugar llamado Francia, allá por el año 150.000 de su era que, por primera vez, les abrió el camino de la igualdad. Como sucede en todo el Universo que siente, procuraron apartarse del dolor, y en su caso, especialmente, del dolor que se infringían los unos a los otros debido a la desigualdad y al sometimiento, pero aprendieron a vivir bien. Pero sólo pudieron vivir de este modo unos mil años. El don o facultad que les definía y les diferenciaba de las otras especies animales lo llamaron «razón». Estaban muy orgullosos con este don, pero no lo poseían en medida suficiente para poder evitar dos grandes errores que resultaron fatales: se multiplicaron con gran éxito, pero llegaron a ser demasiados y estuvieron ofuscados al perseverar en una conducta excesivamente depredadora con el planeta al que acabaron por arruinar». Una de las ideas centrales de este libro se refiere al dolor. La felicidad sería la ausencia de dolor o la presencia de dolores o sufrimientos no muy intensos. Tal aseveración se basa en la concepción de que el mal es el dolor y el daño, aunque en parte contra Epicuro y cualquier otro tipo de hedonismo, se propone que el bien y la moralidad no se fundamentan en el placer sino en la ausencia de dolor y en la evitación del dolor para con los demás. Acerca del bienestar o de la vida buena, nuestra propuesta no coincide con la opinión de la mayoría de los pensadores


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clásicos. Para Aristóteles «la felicidad es una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta» según escribe en su Ética Nicomáquea [1102a], si bien esta opinión quedó más matizada al exponer con decisión y cierto enfado, también en este tratado, que «los que andan diciendo que el que es torturado o el que ha caído en grandes desgracias es feliz si es bueno, dicen una necedad, voluntaria o involuntariamente» [1153b]. A diferencia de Epicuro de Samos, se argumentará con firmeza que el placer no es el principio y fin de la vida feliz [makários zen], porque la felicidad no parece que sea la acumulación de placer sino la carencia de dolor. Es indiscutible que el filósofo de Samos fue de los primeros, junto con su predecesor, el platónico Espeusipo, en proponer que el mayor placer proviene de la ausencia de dolor, pero, a su vez, también decía, de ser auténtico como parece el fragmento 70 recogido por Usener que: «debemos apreciar lo bello, las virtudes y las cosas por el estilo si es que producen placer; y si no, mandarlas a paseo». Contra el hedonismo de Epicuro cabe argumentar que el ejercicio de la virtud puede comportar placer o gozo, pero no tiene porque ser siempre placentero. Parece más realista afirmar que la virtud, guiada por la razón, es un valor altamente apreciable al margen del gozo que pueda reportar a uno mismo. Situados en una posición epicúrea algunos piensan que obramos bien o nos esmeramos en ser virtuosos pues de no hacerlo nos sentimos mal, pero esto no es siempre así. Muchas personas pueden no sentir displacer o disgusto al dejar de hacer lo que se debe, y también se puede observar que hacer lo debido de acuerdo a lo que se considera virtuoso o justo puede suponer una renuncia de lo placentero. Las personas suelen oponerse a infringir dolor a los semejantes y también a los animales y, sin embargo, las peleas de gallos, la caza del


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zorro o las corridas de toros pueden gustar, incluso ser tenidas como de artísticas, como pensaban Picasso y Hemingway. No obstante, aquellos que disfrutan con estos espectáculos podrían enjuiciar que es mejor renunciar a ellos. Quien no es capaz de este tipo de discernimiento, de esta división entre el gusto y el juicio, no atiende a algo fundamental aunque sea genial en otros terrenos. Como decía Montaigne, seguramente esto sucede porque solemos acostumbrarnos a lo establecido sin mayor reflexión: «el hábito adormece la vista de nuestro juicio» [I, 23; p. 159]. El juicio que puede establecerse con respecto al sufrimiento evitable de los hombres o de las mujeres cuando son tratados como seres inferiores por quienes se aprovechan de ellos, nos permite establecer que no es correcto decir que la virtud o, de modo general, la moralidad es estimada porque su dejación produce disgusto, aversión o malestar, ya que en ocasiones no los causa. La virtud o moralidad no procede exclusivamente del sentir sino en gran parte de lo razonado, sea bueno o malo. Así se explica que la humanidad se haya aprovechado de los débiles y que los sentimientos nunca hayan impedido el abuso. Durante la Revolución Industrial en el siglo XIX unos pocos se aprovecharon del trabajo de niños menores de doce años que trabajaban más de once horas al día excepto los domingos, y muchos, con anterioridad, se aprovecharon del trabajo de los esclavos. No tenían razón, pues, Epicuro, David Hume o John Stuart Mill cuando explicaban que la moralidad se edifica sobre el sentimiento o la pasión, sentimiento de agrado o rechazo. Sentimiento de placer o disgusto en el caso de Epicuro para explicar el comportamiento virtuoso; sentimiento humanitario de benevolencia como pensaba Hume, o el amor como


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suponía Mill. No se dieron cuenta de que el sentimiento que, según ellos, promovería la desaprobación y la censura ante una acción inmoral puede quedar adormecido o anestesiado cuando los intereses de los individuos o de los grupos se justifican y fortalecen con ideas que legitiman el provecho, aunque éste sea obtenido con abuso y daño. Los sentimientos, sean el respeto, el amor u otros, pese a ser muy importantes e inevitables no fundamentan por sí mismos la moralidad. Kant pensó con acierto que la razón es la que establece los deberes como criterio de moralidad, y es ella la que al fin debe gobernar, y gobierna, al sentimiento moral y no al revés como supuso Hume, lo cual no significa que la filosofía moral de Kant sea adecuada para una época en la que los humanos quieren organizar su vida en base a la igualdad y la libertad. Aristóteles pensaba, como se ha dicho, que la felicidad era «una actividad del alma», pero yo no lo creo así. La felicidad se refiere al sentir, es una sensación o sentimiento que en gran medida depende de la actividad, pero que no es una actividad. No podemos dejar de estar activos, pues la vida es actividad y es cierto que se puede ser feliz o infeliz según sea la actividad que emprendamos, pero esto no implica necesariamente que la felicidad sea actividad. Así, podemos activarnos para conseguir determinado objetivo con la idea de sentirnos dichosos, y si nos equivocamos en el cálculo lo que obtendremos será disgusto y desventura. Precisando un poco más, hay que decir que la felicidad depende grandemente de la idea que nos forjemos de lo que es el bienestar, puesto que esta idea, más allá de los sentimientos y pasiones a las que también estamos sujetos, va a determinar de manera poderosa gran parte de nuestra actividad: con algunas


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actividades conseguimos un mayor bienestar, pero con otras ese bienestar se malogra. La sabiduría de la vida consiste en algo sencillo, pero que se suele complicar: no estropear el propio bienestar ya conseguido y no lastimar o manosear el bienestar de los demás. La sabiduría no consiste en la adquisición de cultura sin más sino en la reflexión ya que la irreflexión conduce al exceso en todo y a desaprovechar, para uno mismo y para los allegados, los bienes que nos aporta la cultura. Es sabio el que ha aprendido a recoger los frutos que la vida ofrece, pocos o muchos, sabe gozar de ellos y puede compartirlos. Es sabio quien no espera mucho y, de este modo, puede acceder al sumo gozo que proporciona la alegría, pero para mantenerla hay que aprender a renunciar. Por el contrario, quien espera demasiado suele caer en la amargura. El amargado propende al egoísmo, desea todo y no sabe renunciar. Es sabio quien aun deseando mucho ha aprendido a rehusar a una parte de lo deseado. Para todos los humanos, sin distinción, cuando el dolor que puede proporcionar la vida no es intenso disfrutamos del placer que llega también invariablemente, aunque no sea expresamente buscado, y si no tenemos ideas inadecuadas acerca de lo que se puede esperar, estaremos contentos. Estoy de acuerdo con Spinoza cuando explicaba que la alegría o contento consigo mismo es lo mejor a lo que podemos aspirar, pero añadiría que es imposible el contento o satisfacción si uno padece dolores intensos. Para estar alegres hay que conocerse, respetarse y quererse, ya que valorarnos de manera adecuada y querernos a nosotros mismos es fundamental.


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Una gran mayoría de la gente es infeliz porque se engaña sobre este asunto principal y pretende a toda costa ser querida, pero, entonces, descuida, muchas veces por error, quererse de modo adecuado. Ahora bien, no hay que confundirse con respecto al alcance del amor a uno mismo que no siempre es egoísmo. Más bien pienso que el egoísta no accede al amor a sí mismo, como tampoco en el caso del incontinente, del aprovechado o del licencioso, variantes de egoísmo, que a menudo acarrea descontento y amargura. El egoísta no sabe cuidarse de un modo conveniente, pues está dominado por un interés que frecuentemente le perjudica. Un cierto grado de egoísmo es necesario para vivir, pero, como sucede con todo, también tiene su medida, y el egoísta supera la medida y la media del egoísmo razonable y conveniente para la mejor convivencia. El egoísmo está muy emparentado con la soberbia, que Spinoza en Ética definía como «estimarse a sí mismo más de lo justo por amor propio» [3/ af28]. Rousseau, de modo parecido, distinguía entre amor a sí mismo y amor propio. El amor a sí mismo no excluye ni menoscaba la buena convivencia y la moralidad sino que permite su despliegue, pues quien se ama sabe respetar, hace lo debido y es moral, mientras que lo que deteriora la moralidad y la convivencia es la soberbia o el egoísmo sin mesura, el amor propio de Rousseau. El amor a sí mismo según expone en Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres es muy saludable cuando está «dirigido por la razón y modificado por la piedad, da por resultado la humanidad y la virtud» [p. 235, nota o)]. Quien se ama sabe del amor, puede amar y sentirse alegre si los demás lo están. Por el contrario, quien está descontento y destruye por error su posible alegría, sufre un dolor moral con-


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siderable, y si no lo combate mediante una oportuna reflexión desemboca con suma rapidez en la infelicidad. La dificultad para quererse engendra egoísmo y casi siempre enciende una desmesurada pretensión de ser querido por todos que suele resultar trágica en tanto que nos agria y estropea la vida, pues dicha pretensión nunca puede ser colmada y, además, nos conduce a la comisión de acciones desfavorables para uno mismo y para los demás. Quien no se quiere está amargado y descontento, y no sólo lo está consigo mismo sino que suele estarlo con todo el mundo y, como consecuencia, puede emprender con facilidad acciones perjudiciales o inmorales más o menos graves que, por serlo, reportan siempre un menoscabo en el bienestar de los otros. Por otra parte, como se verá, el amor o altruismo, por sí solo, no es capaz de fundar la moralidad, que, según mi criterio, sería fundamentalmente hacer lo debido para evitar o remediar un mal. Obrar de acuerdo al deber es más importante que la prescripción de hacer el bien. La noción del bien casi siempre se formula de un modo abstracto y demasiado general y, además, es imposible de cumplir cuando no se trata de los allegados. Mejor sería hablar de ayudar en algunas circunstancias, pero no en todas, en lugar de enredarse a definir de modo abstracto o formal lo que es el bien. La definición del bien es variable según las ideologías, las épocas y las circunstancias, pero acerca del mal el acuerdo puede ser general: no sentir dolor, no sufrir, pues nadie quiere padecer. Quizá una definición del bien que puede ser asumida por muchos es la de estar libre del mal, de dolor. El deber trata de impedir y, cuando es posible, también reducir y remediar el dolor de los otros que, entre otras causas,


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puede ocasionar el egoísmo desmedido, el propio o el de los demás. El control de este daño necesita por encima de todo, además del altruismo que suele ser escaso, de la conciencia moral que estaría compuesta por los productos de la razón y por los sentimientos morales: el respeto, la piedad, el sentimiento de vergüenza y el de culpa. Los productos de la razón son las ideas y los ideales, y el juicio moral opera sobre ellos y en base a ellos. La mayoría de humanos pueden ser felices si se disminuye el dolor de la vida, no sólo el dolor corporal, sino todo tipo de sufrimientos, empezando por el descontento. Otro tipo de dolor moral muy intenso es el causado por la opresión y el dominio, como el que sufren las mujeres, originado en la ofensa constante a su dignidad por parte del varón que se aprovecha del abuso. No cabe duda de que la pobreza reporta un gran dolor, pero la humanidad aprenderá a mitigarla y suprimirla, sin embargo, sólo podrá conseguirlo a través de procedimientos democráticos. La democracia es la mejor forma de organizar la vida de la sociedad para evitarnos en lo posible una parte importante del dolor que puede causar la vida en comunidad. Desde este punto de vista, el socialismo propugnado por Marx fue un error colosal que la humanidad sólo ha podido rebatir sufriendo un dolor incalculable. El principal error de Marx consistió en justificar la violencia y el dolor en la acción política, por lo que, según mi opinión, bastaría para condenar con la mayor resolución su filosofía revolucionaria. Los regímenes comunistas han fracasado para siempre y, en consecuencia, la desigualdad en el reparto de la riqueza deberá resolverse mediante un funcionamiento democrático de la sociedad. No cabe otro camino y, al respecto, se podría pensar que la última gran revolución, para


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bien de todos, hubiera podido ser la Revolución Francesa. Aunque cite a muchos filósofos, lo que se escribe en este libro no es la obra de un filósofo sino la de un médico. Mi actividad como médico tiene mucho que ver con ello pues durante más de cuarenta años he trabajado en el hospital y sé algo sobre la felicidad y el dolor. Sé que nadie quiere el dolor y que todo el mundo desea bienestar y sosiego. No padecer en exceso, tener salud, disfrutar de la tranquilidad de espíritu y vivir en paz consigo mismo es el deseo común. Decía Epicuro: este es el grito de la carne, no tener dolor, y, se podría añadir: el grito del espíritu es no tener turbación, sino paz y sosiego como también fue dicho. Y, para finalizar este prólogo, en un mundo con tanta desdicha y dolor, con guerras generales y tribales, con tanta injusticia, sinrazón y hambre, ¿será correcto y razonable que pretendamos ser felices?, ¿Tenemos derecho a serlo? Pues el mismo derecho que a recuperar la salud cuando enfermamos. Además, la infelicidad de uno no ayuda a aliviar la infelicidad de otro, más bien lo contrario, la felicidad contribuye a remediar la infelicidad. Es mejor para todos procurar ser felices, si se puede.



CAPÍTULO I Introducción general acerca del ser humano La memoria y la conciencia individual. Algunas características, intereses y creencias de los humanos El ser humano es su memoria. La individualidad y su conciencia se originan en ella, pues si se perdiera dejaríamos de ser lo que somos. Sin memoria no seríamos nada o sólo unos seres reflejos, al igual que los animales más primitivos. La memoria es la base y el inicio de nuestra conciencia individual, lo que somos no depende más que de la memoria que guardamos de nuestra propia historia. Si no recordáramos nada de lo que nos ha sucedido no podríamos adquirir conciencia; viviríamos, pero estaríamos muertos en lo relativo a nuestra conciencia. La muerte es la cesación irreversible de la memoria individual. Cosa distinta será la opinión o creencia sobre la extinción o la pervivencia después de la muerte. La conciencia de sí sería, entonces, la memoria y sólo la memoria. Si algún ser animado no pudiera guardar recuerdo de lo inmediato ni de lo mediato, no existiría como animal ni como persona, sino como un vegetal, puesto que los vegetales no


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tienen memoria como sí la tienen, aunque en escasa medida, los peces; otros animales más evolucionados tienen mucha más que los primitivos animales marinos y parece ser cierto que el humano es el animal con mayor capacidad de memoria y conciencia. Como es sabido, la memoria es una función que depende de las neuronas, las células que componen el sistema nervioso. En él hay dos tipos de células: las neuronas y las células gliales, pero sólo me referiré a las neuronas. Veamos algunas cifras al respecto. Los seres humanos tenemos aproximadamente unos 100.000 millones de neuronas en el cerebro. Es una cifra extraordinaria si la comparamos con los 6.000 millones de personas que actualmente habitamos la Tierra. Puesto que cada neurona puede establecer contacto con otras 10.000, imaginemos que cada uno de nosotros tuviera contacto casi permanente con 10.000 humanos a la vez. Eric Kandel estudió los mecanismos de la memoria del Aplysia califórnica, un molusco marino sin concha que mide unos treinta centímetros de longitud. Su cerebro sólo tiene 20.000 neuronas y es capaz de aprender y guardar memoria de lo aprendido, que será bien poco. Como es lógico, los mamíferos que multiplican por cinco millones la cantidad de neuronas del Aplysia tendrán mucha más memoria y capacidad de aprendizaje que el primitivo molusco. Nuestro cerebro ocupa un volumen de unos 1.400 centímetros cúbicos mientras que el cerebro de algunas arañas ocupa menos de un milímetro cúbico, no obstante, ya es capaz de albergar un programa para construir complicadas telarañas. Christof Koch, un neurocientífico que trabajó con Francis Crick, uno de los descubridores del ADN, afirma que 100.000 neuronas, cinco veces más que las del Aplysia, bastarían para


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ver, oler y sentir dolor. De ser esto cierto, no es de extrañar que los humanos, que disponemos de un millón de veces más que los animales descritos por Koch, podamos experimentar bastante más cosas que ver, oler y sentir dolor. Disponemos de una capacidad de memoria y conciencia sumamente superior a la de estos sencillos animales, y accedemos mediante el concurso de esta enorme cifra de neuronas a la razón y al cálculo previsor, al amor y a la creación artística, pero también a la sinrazón y a la maldad cuando ideas nocivas colonizan nuestra mente. El ser humano es un animal dotado de razón, pero muy crédulo y, además, acomodaticio, aprovechado, miedoso y muy vanidoso, y, por si lo anterior fuera poco, dominado a menudo por la codicia. Es un ser aprovechado y acomodaticio, egoísta como el resto de animales, pero a la vez dotado de un grado variable de altruismo para sus prójimos muy superior al de los animales, en ocasiones, generoso con los allegados y a veces, incluso, con los extraños. Capaz de gran sacrificio para quienes quiere, es también sumamente vengativo y, en no pocas ocasiones, feroz. El humano al estar dotado de lenguaje es un ser cultural y gracias a la cultura se desata de las cadenas que aprisiona el mundo de los animales que son seres naturales. Gracias a la cultura el ser humano se opone a la naturaleza cuando ésta origina dolor y la corrige para su bien, algo que no pueden hacer los animales. La cultura es el mayor bien de la humanidad porque permite la disminución del sufrimiento. De la cultura nace la democracia y si, como es deseable para todos, prosigue su crecimiento y extensión, la opresión y el abuso de unos sobre otros seguirá


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disminuyendo y el bienestar crecerá. Ahora bien, como es sabido, la sola cultura no siempre puede detener la ferocidad de los humanos cuando están dominados por la irreflexión. La llave del mundo es el dinero y muchos creen que con él lo van a tener todo. No hay duda de que el dinero permite un mayor grado de bienestar y un acceso regular al gozo cuando no estamos dominados por la amargura, pero también es muy evidente que el dinero, llave del mundo, no es la llave de la felicidad ya que muchos adinerados son infelices y muchos con poco dinero son muy dichosos. Sin embargo, parece que lleva razón el bueno de David Séchard cuando le escribe a su esposa en Ilusiones perdidas, la gran novela de Balzac: «Tendremos dinero, lo único que nos faltaba para ser del todo felices» [p.717]. En efecto, el dinero es bueno cuando es lo único que falta, pero lo que tiene más valor es la paz de espíritu, el acuerdo con uno mismo cuando no se daña a nadie, y esta tranquilidad y coherencia no se pueden comprar. La pobreza, la honradez y la tranquilidad de espíritu se observan unidas con frecuencia. Por el contrario, no es nada infrecuente que algunos adinerados se hinchen como las ranas y con error suponen que son grandes puesto que entran en grandes salas y en grandes casas. En tales casos, si el dinero se pierde se pierden también porque han confundido lo que son con lo que tienen. Un gran escritor romántico, el inteligente y reaccionario Chateaubriand, decía del dinero: «¡Oh dinero, al que tanto he despreciado y al que no puedo amar, por más que me esfuerzo; me veo precisado, a pesar de todo, a reconocer que tienes tu mérito! Fuente de libertad, arreglas mil cosas en nuestra existencia que sin ti serían muy difíciles de solucionar» [p.456]. No le faltaba razón al célebre vizconde y se podría añadir que el dinero ayuda a mantener la propia dignidad. Con dinero es


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mucho más fácil ser digno, pero sin él puede hacerse muy duro y costoso. Pero también sucede con gran frecuencia que el afán desmesurado de dinero conduce a la pérdida de la dignidad. El humano suele ser codicioso, y aunque el apetito excesivo de bienes en ocasiones es funesto, la codicia está en el origen de muchos comportamientos interesados y no es raro que domine casi por completo la vida de algunos. Quien no sabe contentarse con poco y gozar de lo que en la vida se va dando, puede darse a la codicia y quedar preso de ella. La codicia es el origen de la desgracia con mayor frecuencia que otras pasiones: amorosa, sexual o de cualquier otro género. Para evitarlo quizá pueda decirse: de dinero el suficiente para poder vivir con algún grado de comodidad. ¿No es una multitud la que venera al becerro de oro y lo tiene como un dios de entre todos los posibles? La codicia muy frecuentemente va hermanada a la vanidad. El apetito sexual puede satisfacerse sin demasiadas complicaciones, pero cuando se es infeliz se persigue el placer de la sexualidad, conjuntamente con el resto de los placeres con desmesura y de este modo se agrava la desdicha. Como se verá al hablar de la felicidad y el placer y de la tragedia que nos podemos labrar, el deseo de ser queridos sin medida es más peligroso para lograr una vida dichosa que el deseo de satisfacer la sexualidad. Una gran parte de los seres humanos necesita pertenecer a un grupo. El humano se encuentra acomodado en el seno de un grupo ideológico, grande o pequeño, y necesita que el clan le acepte, le abrace y frecuentemente sacrifica la verdad para evitar el repudio. La pertenencia al grupo, clan, partido, asociación o iglesia es muy necesaria para muchos y recuerda los agrupamientos tribales dado que los adherentes del grupo suelen sentirse


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mejores que los demás, especialmente elegidos o afortunados. Proust, entre otros grandes escritores, describió muy bien los pormenores de la vida de los clanes, grupos o estamentos con sus pequeñas miserias y sus infundados deleites. Quizá en Sodoma y Gomorra sea donde lo hace de forma más clara y con mayor crudeza. Allí se describe el comportamiento diverso de los que están atrapados en un pequeño grupo y el desdén o menosprecio por quienes no desean formar parte de él al estar engullidos por otro, aristocrático o que consideran superior en lo relativo a cualquier otra faceta de la vida. Ser reconocido y agasajado por la propia tribu, prosperar en ella, es uno de los mayores anhelos de los humanos, aunque sea también el origen de muchas desgracias. Para satisfacer al grupo y evitar su rechazo, el destierro de la congregación, somos capaces de traicionar los propios principios, de perder la coherencia o tolerar la injusticia o el abuso. Los excesos de los patriotismos responden a la necesidad y a la creencia de sentirse especiales y bien agrupados. El ser humano es también un animal al que le gusta el arte, lo crea y lo disfruta, pero no suelen ser muchos los que gustan de él, quizá porque el mayor enemigo para gozar de la belleza sea la prisa y la mayoría desea complacerse de inmediato. Para poder acceder al goce de lo bello artístico hay que darse cierto tiempo y permitir que el creador nos pueda mostrar aquello que ha visto o ha imaginado. El arte nos proporciona el acceso a uno de los mayores placeres que se puedan ofrecer, pero puede necesitarse bastante tiempo para poderlo apreciar y disfrutar, tanto tiempo, a veces, como el que se necesita para aprender a leer bien y entender. No todo el mundo es capaz de apreciar inmediatamente todas


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las formas en las que aparece la belleza, suele requerir un cierto tiempo para poder apreciar y gustar la lectura de Proust, las óperas de Wagner, la de Debussy, Pelléas et Mélisande, o deleitarse con el canto afeminado del contratenor, protagonista en muchas operas de Händel. Tanto el conocimiento de la vida como el goce de la belleza requiere de un tiempo que no siempre estamos dispuestos a conceder, aunque una minoría es tan afortunada que sabe ya en la juventud lo más importante y tiene un especial sentido para captar la belleza. La belleza en el arte se expresa de muchas formas y todas nos pueden llegar a complacer. De ahí que podamos gozar, al mismo tiempo, de la literatura de Homero o de la de Proust y de la pintura de Piero della Francesca, Velázquez o los maravillosos caminos y calles de Pissarro, las nubes de Boudin o los sublimes y sencillos almiares y nenúfares de Monet. En lo relativo al arte se cree que es superior el gozo al admirar las pinturas originales o la lectura de las grandes obras en las lenguas en que fueron escritas, pero no es menor la delicia, e igualmente estimable, que se consigue al leer una traducción o al contemplar lo que aparece en un libro de reproducciones de arte. No es imprescindible viajar ni visitar todos los grandes museos, y una correcta traducción nos permite sumergirnos en la mayoría de universos literarios. Quien no pueda trasladarse a Chartres y ver en directo su misteriosa catedral podrá conmoverse al observar la reproducción en un sencillo librito de arte de la pintura que hizo Corot de esta catedral donde parece que la recree. Lo antedicho, por otra parte, no contradice la certera observación de Proust que se recoge en el libro En este momento, no publicado en vida, cuando escribe que quienes emprenden un


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viaje para ver las amapolas de Monet «quizá no den un paseo par ir a ver un campo de amapolas» [p. 95]. Hay que observar, por otra parte, que la belleza que nos regala el arte se manifiesta frecuentemente a través del dolor o de la tragedia como sucede en aquellas sublimes tres últimas sinfonías de Mozart, en la Ilíada, en las excelsas tragedias griegas o en los libros sagrados como El libro de Job o los Evangelios. La mayoría de los humanos cree que existe una realidad que está más allá de la naturaleza. Los griegos la denominaron phýsis [fisis] y la metafísica entendería de las cosas que estarían detrás o más allá de las cosas físicas o naturales. Se da el nombre de Dios a un principio o entidad metafísica que ordena o crea el Universo, la phýsis, la naturaleza. Aristóteles pensó que existía un principio ordenador, el Primer Motor inmóvil, un theós [dios o divinidad] que explicaría, por oposición al azar, el movimiento de todo el Universo. Aristóteles, a quienes algunos consideran el fundador de la teología, propuso que «todas las cosas están coordinadas hacia una», el theós, el principio y realidad suprema, la causa final. La concepción de una causa final establece el finalismo o teleología del Universo, a saber: la Naturaleza se comportaría de una forma precisa para alcanzar un fin, conducida o predeterminada de antemano por este fin o atraída por él. Muchos filósofos han sido finalistas, Kant entre otros, al suponer que la naturaleza se conduce de manera acorde con lo dispuesto por la Providencia divina. Dios, en el caso de Aristóteles, no es una entidad personal, pero la mayoría de creyentes considera que su Dios es un ser personal capaz de sentir, de experimentar amor. Según refiere el Antiguo Testamento y el apóstol Pablo y Juan de Patmos


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en el Nuevo sería un ser al que se puede ofender y puede sentir enojo, cólera o agrado, además de amor y felicidad. Sin embargo, el catolicismo declara dogmática la creencia en un Dios amor, feliz en sí y de sí, pero inmutable, un Dios que no puede padecer y que, por consiguiente, no podría sentir dolor, ofensa o ira, pero tampoco agrado. A su vez, los creyentes piensan que el Dios personalizado siente amor por cada una de las criaturas humanas. Esta concepción está muy desarrollada en Occidente, mientras que en Asia está muy extendida una concepción de la divinidad que no necesita de un Dios personalizado. El taoísmo, el confucionismo o el budismo en China y el shintoísmo en Japón son religiones o filosofías que no requieren necesariamente que la divinidad sea persona, como sucede entre los occidentales. Como es sabido, el budismo está muy extendido también en la India y Japón y es una religión filosófica que tiene millones de seguidores en todo el mundo, aunque quizá menos que las religiones monoteístas denominadas abrahámicas. La creencia en un Dios personal a menudo va unida a la idea de una pervivencia feliz después de la muerte. De modo general, las personas creyentes suponen que el humano, a diferencia del resto de los animales, tiene una naturaleza distinta y exclusiva. Spinoza en su Ética escribió que el hombre y la mujer no constituyen «un imperio dentro de otro imperio» [3/ pról[a]], pero quienes creen en una vida después de la muerte suponen lo contrario. Si vamos ahora a una de las constantes características de todos los humanos en cualquiera de los tiempos, se puede afirmar que el carácter aprovechado y acomodaticio no suele considerarse con la atención que merece. Ese tipo de comportamiento es universal y es mejor no ignorarlo, porque cuando se olvida


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que somos así no comprendemos bien lo que sucede con nosotros. Creo que el temperamento acomodaticio y aprovechado explica que no siempre manifestemos una seria y decidida oposición contra cualquier tipo de arbitrariedad, injusticia, abuso u opresión. Tampoco nos solemos oponer abiertamente a los que se hacen con el poder y desequilibran o arruinan la convivencia democrática. Así sucedió en Rusia, Alemania, España y en otros tantos países dominados por dictaduras. En ocasiones, todavía hoy en día, se oyen voces que injustamente declaran que casi todos los alemanes estuvieron comprometidos o no resistieron suficientemente el régimen nazi, pero hablar de este modo desde la comodidad intelectual de un despacho o una biblioteca, alejados de aquella situación terrible, no parece adecuado. Martin Luther King dijo en una ocasión: «Cuando se recuerden las grandes atrocidades que han ocurrido en el siglo XX, se verá que lo peor no han sido las fechorías de los malvados, sino el silencio de las buenas personas». Me parecería bien lo que dice King si se refiere al silencio de aquellos que no podían ser perseguidos y perjudicados, pero no si habla de las personas que vivían en los países dominados por la dictadura, aunque haya que enjuiciar con otro criterio a aquellos que fueron cómplices y se aprovecharon sin escrúpulos de la situación. Recuerdo bien la vida en España durante los años cuarenta y cincuenta, entonces muy pocos se enfrentaban a la dictadura militar franquista que dominaba en todas partes, y entiendo que fueran una minoría los que se rebelaran o resistieran. El miedo al perjuicio pasaba por delante de las convicciones, que por otra parte, estaban muy socavadas por la ideología política


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y moral dominante a la que incluso la Iglesia católica prestaba un descarado y cómplice apoyo. Para citar un solo ejemplo trivial entre tanto horror2, vulgaridad y ordinariez, recuerdo que cuando empecé a estudiar medicina en el año 1959 todavía había en las aulas una silla preferente con el escudo llamado nacional grabado en el respaldo que siempre debía permanecer vacía, según se decía, en memoria de los caídos durante la Guerra Civil. Un día un alumno, seguramente distraído, se sentó en esta silla, y el entonces catedrático de anatomía, un profesor duro, pero justo con sus alumnos y que en ocasiones que requerían cierta solemnidad vestía el uniforme falangista, soltó un apasionado discurso a favor del alzamiento golpista contra la República. Como era de esperar nadie fue capaz de replicar ni protestar. Una buena parte de los profesores de medicina y, en general, de toda la universidad en aquella época, eran seres acomodaticios, algunos aprovechados, muchos mediocres que la dictadura escogió por su ideología proclive al Régimen, y nadie o muy pocos se atrevieron a denunciar tal manipulación en la Universidad. Si esto sucedía en nuestro país, donde la dictadura era menos bestial que la de los nazis, sueñan con los ojos abiertos quienes piensan que los alemanes podían oponerse con resolución y eficacia a Hitler y al nacionalsocialismo, o que los rusos se hubieran podido oponer abiertamente a la dictadura leninista y estalinista.  Algunos historiadores han estimado que desde el fin de la Guerra Civil española y hasta  se ejecutaron más de . penas de muerte. El general Franco bombardeó ciudades con aviación. El bombardeo se inició en Barcelona el  de marzo de  y prosiguió, entre otras ciudades, en abril con la masacre de Gernika. Después, a consecuencia de la Guerra Mundial, otros bombardearon Londres, Dresde hasta su total destrucción y al final de la guerra se produjeron los horrendos e innecesarios bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.


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No se puede esperar un comportamiento heroico de la mayoría de la gente y es mejor no abrigar ilusiones para no tener que lamentarse a continuación y de modo inadecuado por el comportamiento acomodaticio de la mayoría de ciudadanos, porque cuando hay miedo a un grave perjuicio muy pocos son valientes. Por otro lado, no parece que pueda esperarse siempre un comportamiento razonable de la ciudadanía cuando la situación es convulsa. Fueron multitudes las que aclamaron a Hitler, a Mussolini, Stalin o a Mao Tse Tung. Ya lo dijo Machado: «¡Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también!». Tampoco se debe olvidar que en una situación general de arbitrariedad e injusticia los aprovechados y mediocres florecen por todas partes y la corrupción crece sin medida; contra lo que se suele decir, Primo Levi afirmaba que los oficiales de la SS eran extremadamente corruptos. En todos los totalitarismos se observa que muchos, desafiando y trasgrediendo todos los principios, valores y un comportamiento mínimamente ético, se acomodan, acaban por hacerse cómplices y ocupan los puestos que en una situación democrática están reservados para los más capaces. Así somos y habría que contar con ello. Decir que somos aprovechados y acomodaticios no implica suponer que, a diferencia del resto de los animales, no seamos también capaces de sentir piedad o compasión para con los que sufren. Vale la pena recordar lo que escribió Rousseau sobre la compasión en Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: «La piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo la actividad del amor a sí mismo, colabora a la conservación mutua de toda la especie. Es ella quien nos lleva sin pensarlo a socorrer a aquellos que vemos sufrir; es ella quien en el estado de naturaleza ocupa


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el lugar de la ley, de las costumbres y de la virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer a su dulce voz. Es ella quien arredrará a todo salvaje robusto de quitar su subsistencia adquirida con trabajo a un niño o a un anciano enfermo» [p. 152]. No es extraño que Kant fuera muy influenciado por el ginebrino, como tampoco es extraño que nosotros nos podamos conmover al oír estas palabras de las que pueden extraerse no pocas lecciones. El ser humano colabora con quienes considera próximos, propios o semejantes, y con los extraños y alejados puede combatir, como hacen los animales, pero todo lleva a suponer que las personas van aprendiendo y aceptando que esos extraños y alejados son en realidad miembros de la misma comunidad humana a los que debe respeto o miramiento. El ser humano propende a la vanidad, está siempre muy pendiente de adornarse, de modo físico o haciendo uso de su inteligencia, para destacar y ser reconocido. Basta con pensar en los uniformes llamativos, purpúreos o liliáceos; a veces, completamente rojos o blancos, como visten los almirantes y otras autoridades. Ha usado o sigue usando joyas o sombreros de copa, quepis y mitras para sobresalir en unos centímetros ante los que se supone que tienen menos dignidad. Con sus atuendos, el humano, hombre o mujer, pretende distinguirse y exhibir una mayor altura y rango social. Del mismo modo, cuánto le gusta ser reputado, afamado, adulado y cómo le place creerse superior y mejor que los demás. Una de las situaciones que más complacen y reconfortan al ser humano se produce cuando se está de acuerdo con él, cuando se le confirman sus razones, pensamientos y gustos. Más allá de la vanidad, el ser humano también se siente muy dichoso en los momentos en que siente la afinidad de sus se-


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mejantes. Poder compartir un pensamiento o el gusto por una obra de arte o por una afición puede ser muy gozoso. Esta situación se produce frecuentemente en la relación de pareja y en la relación amistosa y cuando se da contribuye grandemente al bienestar. Podría decirse que nadie desea ser contradicho o rechazado y que todos deseamos ser aceptados por todos o al menos por los próximos. La gran mayoría de la gente desea con moderación ser mirada y admirada y si hay generosidad y armonía en la relación de pareja o en la amistosa este deseo puede ser mutuamente complacido. Pero también sucede, cuando tal deseo es excesivo o extemporáneo, que no pueda ser satisfecho y si uno se obstina queda preso del deseo y lo único que consigue es malestar y amargura. El poder, perseguido por muchos, no sería más que un afán criado por la vanidad a la que se agrega en algunos casos una cierta querencia y gusto para aprovecharse en beneficio propio de su ejercicio. Sin embargo, también es cierto que en no pocas ocasiones se usa el poder para beneficio de los otros, aun así la vanidad es tan sobreabundante y mueve a tanto como se apuntaba ya en el Eclesiastés o Kohélet: «en nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad» [3, 19]. Veamos si el humano aventaja o no a la bestia con el uso de su razón de la que no puede prescindir. Estamos muy orgullos de nuestra razón, pero es evidente que no siempre se usa de modo conveniente, ya que, además de las ideas atinadas o ciertas, el ser humano es también muy dado a creer en ideas disparatadas, que su razón produce sin parar. Las ideas, una vez establecidas, se clavan con tal fuerza en el cerebro que resulta muy difícil desplazarlas. A corto plazo, la sola y pobre razón no puede derruir lo que ella misma ha creado, aunque también es cierto que sólo ella puede hacerlo.


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A la razón del humano le cuesta mucho esfuerzo, a veces de años o milenios, deshacerse de las ideas a las que está acostumbrado. Puede, por fin, desaprender los errores, aunque frecuentemente con mucho sufrimiento, ya que el humano siempre está sujeto al aprendizaje y no puede, aunque quisiera, prescindir de él. Basta con pensar en los milenios que han tenido que pasar para que el humano renunciara a las ideas de carácter mágico sobre la naturaleza y el universo. Pero todavía hoy seguimos aceptando supuestas razones criadas en planteamientos de carácter mágico, como sucede al creer en el poder de los curanderos, en los signos del zodíaco o en que pueda haber milagros que nos curarán de una enfermedad incurable. Somos animales racionales y, por consiguiente, también somos capaces de irracionalidad. Mantenemos ideas que son racionales y, a su vez, ideas y juicios irracionales. Los animales no son irracionales, son seres vivos que no son racionales y al no serlo no tienen acceso a la irracionalidad. Los animales no se conducen guiados por ideas irracionales sino mediante programas biológicos o instintos mientras que los humanos, en la mayoría de ocasiones, nos conducimos por programas o ideas culturales racionales, pero a veces también irracionales. Así somos. La razón crea imaginaciones que luego son creídas, algo que no sucede con el resto de animales que no están dotados de ella. El ejercicio de la razón y el cálculo produce la diversidad en las ideas y, como consecuencia de aquélla, surgen las normas morales necesarias para la supervivencia individual y familiar en el grupo político, en el grupo propio del humano. Si el ser humano no fuera de ideación diversa y sensible no habría necesidad de moral, nos comportaríamos como el resto de animales guiados por la naturaleza. Entre ellos no hay di-


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versidad de conductas, sujetas a ideas, y por consiguiente no necesitan de la moral, al menos en el grado en el que la encontramos en el animal humano. El carácter aprovechado del animal humano explica que las normas morales necesiten del castigo para evitar, en lo posible, su trasgresión. Son muchos los que no adquieren suficiente conciencia moral para evitar por sí mismos el atropello de los demás. Pequeños o no tan pequeños perjuicios sólo pueden impedirse con la reprobación y, en muchos casos, con la sanción. El engaño, el hurto, la estafa y en general el abuso del aprovechado hacen necesarias la reprobación y la sanción disuasoria, dado que la conciencia de muchos los tolera. Al hablar del progreso se tratará con algún detalle de la variabilidad de la conciencia moral. Estamos preparados o programados, excepto en algunos casos, para evitar grandes perjuicios o delitos como el homicidio, pero los delitos menores burlan frecuentemente el poder de la conciencia. Se equivocaban Hume y otros filósofos naturalistas al afirmar que sólo los sentimientos mantienen viva la virtud o la honradez. La conciencia moral necesita la reprobación y el castigo para que la convivencia sea tranquila para todos, porque siempre habrá quien, guiado por el egoísmo, pretenda aprovecharse de los demás. Quienes proponen que es preferible convencer que castigar sólo tienen en cuenta la mitad del problema, pues no advierten que la educación y la convicción no consiguen, por sí mismas, el logro de una convivencia apacible. Por otra parte, es muy frecuente la doble moral: por una parte se dice aceptar las normas, pero por otra, más o menos en secreto, se mantiene la idea de que estamos en un mundo en


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el que se hace necesaria la transgresión de ciertas normas. De ahí la gran importancia de las ideas y creencias que gobiernan de modo general, pero también individualmente, la conducta de los humanos. Credulidad y creencia. La ignorancia y la sabiduría Razonar o pensar también supone imaginar. La razón implica imaginación, construcción de ideas que no siempre serán reales. ¿No había imaginación en la filosofía de Platón? Él imaginó que habría un mundo de las Ideas o Formas con independencia de la existencia de los seres humanos y luego aplicó su razón en intentar probar que era de este modo. Cuando hemos imaginado un ángel, tomando como punto de partida de la creencia el vuelo de las aves, estamos en disposición de imaginar cualquier cosa. La razón crea representaciones: de lo visto o conocido pasa a crear imaginaciones. Nuestro cerebro está constituido para albergar la certeza, como entre los animales, pero para establecer la verdad tiene problemas. Parece que está más preparado para creer que para razonar. Los animales son tan crédulos como los humanos, pero ellos creen lo que ven, mientras que los humanos creen lo que ven y, además, creen con igual convicción lo que imaginan y crean. La gran credulidad del humano, que instala con fuerza sus imaginaciones en la mente, se mantiene por la necesidad originaria de conservarse como grupo cooperante como expone de manera muy convincente Acarín en su libro El cerebro del rey. La creencia es una facultad que permite la cohesión de la


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comunidad frente a la inclemencia de la existencia, sobre todo en los estadios iniciales de la cultura. Quizá en la actualidad lo que antes fue necesario nos crearía muchos problemas, seguramente, más de los que resolvió con anterioridad. La credulidad y la pertenencia al grupo han sido algo necesario para la supervivencia del grupo humano, porque sin las creencias no se hubieran podido establecer y conservar los grupos, tribus y pueblos. En los pequeños grupos humanos ser crédulos permitió la supervivencia y la expansión, pero cuando se trata de la convivencia de grandes grupos organizados en ciudades y grandes naciones, las creencias de estos grupos chocan fuertemente con las de otros porque el mundo se hizo pequeño. Entonces, la credulidad y sus creencias, el hogar que permite el mantenimiento de las diversas ideologías, puede convertirse en un obstáculo y un freno al progreso de la razón y de lo razonable, ya que las ideologías pueden engendrar grandes desastres. Las creencias fueron imprescindibles para los grupos pequeños puesto que armaban a la comunidad para defender su territorio o conquistar otros, pero se pueden convertir en nocivas cuando la expansión del propio grupo no permite la retirada a nuevos territorios del grupo adverso. Esto es lo que sucede con las guerras, en las que siempre dominan los intereses propios, ya sean de orden económico o ideológico, pues ambos suelen andar mezclados. Así sucedió, por ejemplo, en Europa durante las grandes guerras religiosas del siglo XVI. En el actual grado de desarrollo el ser humano quizá pueda y deba vigilar su credulidad, pues gracias a la cultura una credulidad excesiva ya no es necesaria como lo fue en los inicios de la humanidad para cimentar el grupo humano y mantenerlo unido.


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Cuando a la credulidad se le agrega ofuscación, el humano puede ser capaz de todo. Se encuentra, entonces, dominado y guiado por ideas que puede querer imponer y muchas veces deshace el bienestar de los demás y acaba por destruir la felicidad de los propios. La pertenencia necesaria a un grupo, cuando es vivida con gran intensidad y fuerza, cuando se le agregan ideologías que se mantienen con escasa reflexión, puede ser el origen de todo tipo de calamidades. En las Analectas de Confucio se lee: «El hombre noble abraza el conjunto y no se junta de forma partidaria; el hombre pequeño se junta y no abraza el conjunto» [II, 14]. La razón y la prudencia, cuando hay ofuscación e irreflexión, no pueden frenar el daño. «En general, la pasión parece ceder no al argumento sino a la fuerza», explica Aristóteles en su Ética Nicomáquea [1179b], pero no dice, descuida decir que lo mismo ocurre con las ideas o ideologías cuando están bien implantadas en nuestro cerebro. Creer con gran convicción en las ideas que construimos puede ser muy peligroso, y de ser cierto parece saludable ser un tanto escéptico, pues estar muy convencido de la certeza de las propias ideas suele originar con extrema facilidad conflicto y discordia. Por otra parte, al respecto de lo creído y de lo cierto, es imprescindible diferenciar entre los hechos y la idea que nos forjamos de los hechos. Creer en los hechos es imprescindible para la propia supervivencia y la del grupo o sociedad en que vivimos; es lo que hace el juez cuando sentencia después de establecer que los hechos que juzga están probados, o lo que hace el médico al enjuiciar el estado clínico y establecer un diagnóstico, pero el juez y el médico pueden llegar a ser, como cualquiera, muy peligrosos cuando empiezan a barajar ideas.


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No creo que la sabiduría sea lo contrario de la ignorancia si entendemos ésta como escasez de saberes. Hay que observar que el sabio no es quien dispone de muchos conocimientos, sino quien sabe articularlos entre sí y sacar de este trabajo intelectual algo que no era del todo manifiesto o sabido. La ignorancia no es la escasez de conocimientos o saberes, sino la irreflexión. Observándome a mí mismo cuando he podido corregir algún error del pensamiento y modificar una idea previa que suponía del todo acertada en lo relativo a cuestiones importantes y de orden general, la modificación del criterio casi nunca se debió a una mejor instrucción o información, sino a una expresa, decidida y más rigurosa reflexión. Siempre que he cometido errores de pensamiento y también de comportamiento, lo ya sabido era o podía ser suficiente, pero no permitía alcanzar una idea más acertada; sólo la reflexión, si podía dejar en silencio por momentos el poderoso dominio de la ideología, podía permitir el acomodo de una idea nueva y más acertada. Lo que sucede en estos casos es que la información ya adquirida y que podía ser acorde con el pensamiento nuevo, estaba como adormecida o apartada, en buena medida por la acción de la ideología, y no entraba en el circuito de la reflexión. He conocido a intelectuales que se sabían la obra de Shakespeare casi de memoria, alguno de ellos podía leer al poeta en lengua inglesa como otros pueden leer en griego y saberse de memoria Homero o Aristóteles, pero estos conocimientos no les servían para nada, ya que en estos casos la gran cultura de tales intelectuales no va más allá en sus logros que la de un sencillo analfabeto que sabe reflexionar y no deja de hacerlo. Demócrito, el filósofo y médico contemporáneo de Sócrates, estuvo en lo justo al observar que «muchos son los eruditos que


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carecen de inteligencia» [B 64], porque muy frecuentemente se confunde la memoria y la acumulación de saberes con la inteligencia. Hay personas muy cultivadas y de renombre que dicen muchos disparates y las hay con escasa cultura, pero capaces de juicios muy certeros. También hay encumbrados intelectuales bastante incultos, algunos con cierta pobreza de juicio que, no obstante, son muy influyentes en la formación de la opinión en la universidad y entre la ciudadanía. Es frecuente que los cultos no sepan utilizar bien la cultura que atesoran. Entonces, la posesión de una gran cultura no supone por si misma el acceso al bienestar. El bienestar o felicidad no depende del grado de cultura alcanzada por los individuos particulares sino del uso de la reflexión y de saber disfrutar de los bienes aportados por la cultura acumulada de la humanidad. El almacenamiento de cultura, por sí mismo, no garantiza ningún resultado más que cuando va estrechamente ligado a la reflexión. En consecuencia, el sabio no es el culto, y se puede ser sabio siendo extremadamente inculto. El error nace, más que de la incultura, de la irreflexión y, de ser esto cierto, el ignorante es quien no puede corregir el error, por culto que sea o informado que esté. De este modo, el progreso cultural no radicaría tanto en la adquisición de los aciertos y saberes de unos pocos sabios como en la estima y extensión de la reflexión de los saberes por la mayoría. De ahí la suma importancia concedida a la enseñanza universal, obligatoria y gratuita en los países democráticos con suficientes recursos. Un error grave de muchos intelectuales consiste en suponer que la cultura conduce a la sabiduría y, guiados por este error,


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algunos no paran de leer, se sienten obligados a estar al día de lo que la moda caprichosa dicta, pero no piensan. Leen, acumulan saber, pero los resultados son escasos y muchas veces hay confusión y desatino. No es infrecuente que en algunas publicaciones periódicas o en revistas especializadas, en las que se analizan y recomiendan libros, muchas veces aparecen grandes elogios de autores que por causas diversas están en el candelero, pero que no aportan nada sustancioso. Parece que lo nuevo ejerce cierta fascinación porque tenemos una idea desacertada del progreso intelectual y muchos piensan que lo mejor está en lo nuevo. Vale la pena recordar la reflexión de Montaigne: «apenas me dedico a los modernos, porque los antiguos me parecen más llenos y recios» [II, 10; p. 99]. No significa que debamos contentarnos con lo que fue, sino que valoremos lo nuevo sólo cuando esté lleno y sea recio y no nos dejemos deslumbrar por lo que tiene poca luz. Esta situación también se observa en el mundo del arte cuando se supone que lo contemporáneo creado con cierto gusto tiene tanto o mayor valor y luce igual que las joyas artísticas imperecederas. ¿Podrá el ser humano descreer a tiempo de ciertas ideas torpes que le pueden arruinar? La credulidad es una facultad de nuestro cerebro que, como todas las facultades naturales, tiene un origen biológico, pero ¿podrán la mujer y el hombre como seres culturales librarse de determinadas creencias que pueden serles funestas? ¿Podrá la razón alimentar ideas acertadas y destronar ideas perjudiciales para la prosecución de la vida humana en el planeta? Una creencia bastante extendida y mantenida por algunas ideologías religiosas propaga que la superpoblación no será un problema pues los humanos sabrán resolver los problemas


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cuando éstos se hagan presentes. A mi modo de ver éste es un pensamiento ingenuo y, además, peligroso, ya que es del todo evidente que la Tierra no puede albergar a una especie animal que se multiplica de modo irrefrenable. La técnica de la que tantos despotrican no causaría por sí misma ningún perjuicio, al contrario, siempre sería productora de bien si no se la utiliza para el mal. Pero parece que los seres humanos pueden llegar a ser demasiado abundantes para el planeta que debe albergarlos. El problema no sería el auge de la técnica, como sostienen ciertos filósofos, sino la sobrepoblación. Es más, en la actualidad, si los humanos somos suficientemente razonables, los efectos deletéreos del cambio climático podrían detenerse o revertirse mediante el concurso de la vituperada técnica que puede desarrollar nuevas fuentes de energía que permitan disminuir la masiva combustión de madera, carbón o petróleo. El aprendizaje. Desaprender el mal para vivir mejor La transmisión de lo aprendido por medio del lenguaje constituye el sello distintivo de nuestra especie. Los animales, aunque son capaces de aprendizaje, no lo pueden comunicar a sus congéneres, mientras que el ser humano, por mediación del lenguaje, puede transmitir sus logros y saberes. El lenguaje articulado, concreto y, a su vez, abstracto o simbólico sería entonces lo que permite y da origen al desarrollo de la cultura. Gracias a la cultura el ser humano puede liberarse de una parte de su naturaleza, a diferencia de los animales, que siem-


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pre permanecen cautivos de los programas biológicos. Así como éstos están sujetos a programas biológicos o instintos, los humanos estamos sujetos a programas de orden cultural, aunque no siempre sean buenos. No es que la persona no esté sujeta a la biología, como el resto de los vivientes, sino que es capaz de romper muchos de los lazos que lo unen a la naturaleza. Podría decirse que salta por encima de ella, se desata de las cadenas de las que el animal no puede librarse. El animal no puede prescindir de la fuerza dirigida contra sus congéneres para poder vivir, pero el ser humano pudo hacerlo y lo sigue haciendo. Allí donde el animal aplica fuerza bruta y astucia, el humano aplica valores, normas o leyes, allí donde el animal es movido por los programas biológicos o instintos, la persona se mueve guiada por valores de carácter moral que la mayoría adopta y respeta. La mayoría de los hombres y de las mujeres respetan la ley, aunque sean movidos por el temor de la reprobación y la sanción, y unos pocos o muchos pretenden burlar lo mandado y prescrito, para beneficio propio en detrimento de los demás. Quebrantar la ley es algo propio de los humanos y, seguramente, este comportamiento procede de los más egoístas y los más ofuscados, pero esto no se observa, como todo el mundo sabe, en el reino animal, donde no existen valores y normas de carácter moral. El ser humano puede vivir bien, puede ser feliz, pero el error es habitual y en muchas ocasiones nos complica lo que podría ser sencillo y nos desorganiza la vida. Por error descuidamos lo que es bueno para nosotros y puede estar al alcance de la mano y perseguimos mundos imposibles o nos empeñamos en


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creer en paraísos artificiales. En Los miserables escribía Victor Hugo: «Los errores son excelentes proyectiles», y, a continuación, añadía acerca de los grupos ideológicos enardecidos: «Las facciones son ciegos que apuntan bien» [p. 699]. Montaigne, reflexionando acerca de si la vida buena y moral dependía de la razón o de la fortuna, escribe que «la respuesta de Antístenes al que le preguntaba cuál era el mejor aprendizaje: Desaprender el mal, parece tener este fundamento» [II, 11; p. 120]. Antístenes estaba convencido de que la felicidad no consistía en conseguir grandes cosas y conquistar posesiones sino en perder el deseo de ellas, en saber y poder renunciar. A muchos les vendría bien tomarse en serio esta sencilla recomendación y aprender a no complicarse la existencia ni a complicar la de los demás. Si la vida transcurre con la ausencia de un dolor excesivo y permanente se vive bien, se es dichoso. La dicha y el bienestar o el malestar y la desdicha pueden ser, como es obvio, temporales o duraderos, pero lo realmente decisivo para tener una vida feliz es la carencia de dolor, ya que si no hay padecimiento las sensaciones placenteras van sucediéndose en efímeras oleadas que acompañan a las habituales actividades humanas. Incluso el mendigo, que puede sufrir mucho dolor, que padece por el frío de la noche, a su vez, le cabe disfrutar con la calidez del sol en un día de invierno. Así sucede con la mayoría de placeres que van viniendo si uno sabe o aprende a tomarse la vida con cierta tranquilidad. Aristóteles en su Ética Nicomáquea concluyó que «el prudente persigue lo que está exento de dolor, no lo que es agradable» [1152b]. Pero lo que se observa es que muchas veces dejamos de ser prudentes y perseguimos imposibles, descuidamos lo dicho por Aristóteles y no sabemos desaprender el error.


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Seguramente tenía razón Schopenhauer cuando escribió en los complementos de El mundo como voluntad y representación, su obra principal, que «sólo hay un error innato y es el de que existimos para ser felices» [II, IV, 49, 729], pero también es cierto que no podemos dejar de querer ser felices y muchas veces lo logramos. Por otra parte, Schopenhauer se equivocó al proponer que el ejercicio de la virtud se oponía a la felicidad dado que debía enfrentarse y derrotar al potente egoísmo. En Los dos problemas fundamentales de la ética escribió: «La ausencia de toda motivación egoísta es, pues, el criterio de una acción de valor moral» [§ 15, 204]. Esta afirmación de fuerte sabor kantiano no puede ser cierta, es muy absoluta, de ser cierta no habría moralidad. Schopenhauer erró al pensar que el ejercicio de la virtud se opone a la felicidad porque lo que se observa con frecuencia es que hay muchos seres humanos felices que son virtuosos. Solamente adquiere sentido la oposición entre bienestar y virtud cuando se hace de la virtud algo excesivo y excelso sin que haya motivo para ello. Al final de su Ética, Spinoza quizá fue más certero que Schopenhauer al decir: «La felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma; ni gozamos de ella porque reprimamos las concupiscencias, sino que, al contrario, porque gozamos de ella, podemos reprimir las concupiscencias» [4/42]. No obstante, Spinoza pecó por exceso, como los estoicos, al identificar felicidad y virtud, pues hay muchos virtuosos que no son felices. Así, pues, Spinoza y Schopenhauer acertaron en parte. En el Eclesiastés se lee: «En mi vano vivir, de todo he visto: justos perecer en su justicia e impíos envejecer en su iniquidad» [7, 15]. «Hay justos a quienes les sucede cual corresponde a las obras de los malos» [8, 14]. A diferencia de Spinoza


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se podría decir que el feliz y virtuoso es capaz de reprimir la concupiscencia entendida como el deseo ansioso de bienes sensibles o materiales mientras que el infeliz no podrá abandonar la concupiscencia. Siempre hay gente que se pronuncia en contra de la felicidad y su adquisición, muchas personas comunes con poca instrucción y muchos filósofos con demasiada piensan que es ilusorio el acceso a la dicha. Pero esto sucede porque se encallan y se enredan en la consideración de que la felicidad sólo puede ser plena. Esperar y desear la plenitud es un imposible y una ilusión, algo inaccesible, pero si de manera más sencilla se entiende que hay felicidad si no hay dolor en exceso se comprueba que muchos humanos al final de su vida pueden decir y dicen que han sido felices. En el ejercicio de mi profesión así lo he visto en no pocas ocasiones. Cuando no se tiene dolor se está bien aunque no haya placer, pero hay mucha gente que se estropea la vida en busca de algo más, ya que se busca algo más cuando no se está bien con uno mismo. «He dicho muchas veces que toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer tranquilos en una habitación» [136]3, escribió Pascal en sus Pensamientos. Nadie quiere el dolor cuando se puede prescindir de él. Nadie quiere ser desgraciado, y muchas veces la desgracia nos atenaza pues debido a los errores, que a menudo se acumulan, entramos en un laberinto que nos desequilibra y descentra y del que nos es difícil salir. Hay dos fuentes que nos mantienen en la desdicha: una está relacionada con factores que no dependen del todo de nuestra  La numeración de las citas de Pascal corresponde a la establecida por Lafuma.


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voluntad, otra es la referida a lo que podemos en gran medida evitar o corregir. La primera fuente de infelicidad se refiere a la enfermedad corporal, también al trastorno mental que altera nuestro humor o nos hace delirar y nos mantiene en la confusión, la desazón y la tristeza; los golpes de la fortuna como el fallecimiento de un ser querido y necesario; la extrema pobreza, la injusticia o la ofensa a nuestra dignidad y todo tipo de abusos y, de modo general, con los dolores y pesares que no se pueden eludir. En lo relativo a lo que podemos evitar quiero destacar especialmente aquello que sólo depende de nosotros y de lo que no cabe esperar por ilusorio que otros hagan para que podamos vivir bien. Se trata del error mantenido en la construcción de la propia vida. A esto último, junto con la injusticia y la inmoralidad, es a lo que se va a referir gran parte de este libro. En la actualidad el dolor puede ser mitigado o suprimido en la mayoría de las ocupaciones habituales, a diferencia de lo que ha ocurrido en épocas anteriores. Hoy en día, la medicina, la pedagogía, la política, el trabajo remunerado, en general, todas las actividades habituales pueden ejercerse sin dolor o tomando el dolor en consideración para aliviarlo o excluirlo. Pero también sucede que, si la vida no nos produce demasiado dolor, somos nosotros quienes nos lo infringimos cuando turbamos y desequilibramos nuestra alma debido a aprendizajes erróneos que deberemos desaprender si queremos recuperar el sosiego y la paz de espíritu. En conclusión, el ser humano es un animal cultural, y gracias al aprendizaje adquirido y comunicado a través del lenguaje, se han acumulado un gran conjunto de saberes que permiten la disminución del dolor o sufrimiento. El progreso de la humanidad es la acumulación de conocimiento que conlleva una vida menos dolorosa y, por tanto, más feliz.


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Mi propuesta acerca de lo que sea el progreso se resume de este modo: el progreso es la disminuciรณn del dolor de la humanidad.


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