PRÓLOGO DESPERSONALIZACIÓN ESTANDARIZADA E INCERTIDUMBRE «En la utopía del ayer se incubó la realidad de hoy, así como en la utopía de mañana palpitarán nuevas realidades.» JOSÉ INGENIEROS
Entre la influencia de la industria cultural, las modas de consumo, internet, las redes sociales e incluso las pujantes vanguardias tecnológicas, ¿podremos encontrar aunque sea una persona con identidad cultural propia? Para analizar de manera imparcial y objetiva cuál es la identidad cultural del hombre contemporáneo, lo primero que debemos hacer es intentar mirar hacia nuestro interior y entender en qué se basa el ser y el no ser que origina nuestra alambicada constitución social como individuos. En este sentido, el ser vendría siendo toda aquella entidad fenoménica que se encuentra compuesta por un sinnúmero de singularidades, pluralidades, valencias, ambivalencias, relaciones e interrelaciones que se vinculan a sí mismas a través de una estrecha comunión tangible con los otros, es decir, con la sociedad. Por otra parte, el no ser vendría a identificarse como toda función biocognitiva, de la cual no poseemos influencia consciente alguna pero que, sin
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embargo, nos facilita la vida y a la vez nos brinda la capacidad de entendernos como una especie diferente al resto de los demás seres vivos. En términos más específicos, podríamos decir que el no ser engloba tanto al automatismo proporcionado por las funciones reguladas por el tallo encefálico1 como a los procesos psíquicos inconscientes encargados de administrar el funcionamiento orgánico por el cual se rigen las actividades mentales que cada día redefinen nuestros comportamientos éticos, sociales y culturales. Ahora bien, entendiendo el funcionamiento estructural de dichas dicotomías ontológicas, debemos intentar desmenuzar el siguiente escalafón de nuestro análisis dimensional, cuyo objetivo principal se basa en interpretar si la identidad del hombre moderno se forja dentro de sí o a través de sí, o tal vez, por qué no, sean ambas interacciones relacionándose a la vez las que den lugar a este peculiar proceso. Sin embargo, e independiente de las diversas concepciones existenciales que puedan surgir a raíz de esta subjetiva interpretación, creemos plausible inferir que, en estricto rigor, la identidad de cada uno de nosotros se concibe a partir de las constantes narrativas policéntricas que se van escribiendo de acuerdo a la diversidad de experiencias sociales, económicas y culturales que delimitan el acervo informacional que se halla inmerso en nuestra heterogénea hemeroteca personal, es decir, en nuestro yo. En tal sentido, si comprendemos que las experiencias crean identidades, es menester indagar en los diferentes hábitos, costumbres e influencias que puedan condicionar el carácter on1 Herencia biológica compartida con otros animales. Es el encargado de regular una serie de procesos autómatas tales como el equilibrio homeostático, el mantenimiento del ritmo cardiaco, la respiración, la deglución y la sensibilidad frente al dolor, entre otras tareas.
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tológico del cuestionado hombre tecnomoderno. ¿Y qué otro representante más adecuado para definir la categorización actual del hombre contemporáneo que la sociedad que lo ha visto nacer? Es la sociedad con sus progresos y retrocesos, con sus revoluciones y sus crisis, con sus ideologías y sus polarizaciones —la que a través de sus ya mencionadas simetrías coaxiales— fragmenta y a la vez une el vínculo cultural que existe entre las partes y las totalidades del yo social. De acuerdo con esto, creemos bastante elocuente preguntarnos ¿cómo se organiza la sociedad de hoy? ¿Cuánto ha afectado a nuestras sociedades la exportación de la cultura occidental? ¿Cuáles son los estamentos ideológicos que la interdefinen? ¿Hacia dónde se encumbra nuestro devenir? ¿Vivimos en torno al progreso social o en torno a la regresión cultural? En cierto sentido, sospechamos que las distintas prácticas discursivas que trascienden al tecnófilo modelo social que hoy hegemoniza las hiperinformatizadas sociedades de Occidente, orientan al individuo únicamente en pos de subjetividades económicas de producción inmaterial, apropiación privada y flagrante consumo tecnomercantil, pero, ¿qué se quiere decir con esto? Pues que todos y cada uno de los estadios culturales que guían al hombre en su lógico desarrollo como individuo bio-antropo-social, ya sean instituciones públicas (salud, educación, burocracia), estamentos científicos o tecnológicos e, inclusive, el mismo poderío estatal, se encuentran deliberadamente circunscritos a las monocéntricas exigencias ideológicas que propone el omniabarcante poder del capital. De tal manera, este último condicionante en cuestión se antepone con apremiante agilidad a la ya signada cognición humana, privilegiando el soterrado interés del mercado por encima de la atenuada y decadente espontaneidad del individuo tecnomoderno.
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Si hace un par de siglos el fulgurante martillo nietzscheano definía al hombre moderno como un ser centrado en sí mismo, incapaz de grandes deseos, dedicado a preservarse y a evitar el dolor, hoy esa misma especie de hombre sibarita pre-contemporáneo ha sufrido las consecuencias de su hedonística estrechez mental, y con el discurrir de los años, ha ido deteriorando aún más su continua despersonalización identitaria, prosternando por completo su mutilado y disociado acervo cultural a los dictámines de una ideología mercantil que, además de negarle su intrínseca naturaleza emancipadora, impide el control personal de su yo, renunciando así a la soberana capacidad individual de intervenir críticamente en el mundo social que lo rodea. Todo esto se debe a que, en mayor o menor medida, estamos entendiendo las cosas a partir de una perspectiva errónea, puesto que desde hace un par décadas la coerción se nos está inculcando bajo la engañosa apariencia de libertad. Teniendo en cuenta las evidentes disociaciones personales que debemos ir sorteando a través del monocéntrico oligopolio del capital, parece ciertamente oportuno el volver a cuestionar nuestros fines, preguntándonos hacia dónde vamos con todo esto, ¿podemos criticar y al mismo tiempo construir? ¿Qué es lo que queremos realmente? Lo cierto es que no lo sabemos, quizás solo podamos intuirlo, puesto que más allá de la mercantilización total de la vida existen otros factores consustanciales que nos brindarán una idea bastante pormenorizada de cómo se comportarán nuestras sociedades occidentales de aquí a mucho menos de una centuria. Dos claros atisbos de este presupuesto prospectivo conciernen tanto al avasallador desarrollo de la tecnociencia como la progresiva digitalización de las relaciones sociales. Ambos factores se han transformado en multivariables de gran importancia a la hora de definir el curso actual de nuestras cibersociedades de información, tecnología y consumo. En
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efecto, a raíz de dichos factores de incidencia tecno-social, podemos distinguir de manera diacrónica cómo las distintas prácticas discursivas se han instrumentalizado para emanciparse dentro de una cultura digital que transforma la información en pura tecnicidad operativa, deslocalizada, hipersaturada y acumulativa, que luego es estrepitosamente condensada y puesta a disposición de disruptivos dispositivos móviles de naturaleza multifocal y estocástica, cuya adictiva función utilitarista esta suplantando de manera acelerada las tareas que hace un par de décadas se encontraban delegadas al cerebro humano, el cual, por cierto, se halla en constante remodelación a causa del intermitente uso de internet y sus sucedáneos; recordemos que el cerebro no es tan solo una estructura biológica, sino también es una estructura intrínsecamente social. «El sistema sociocultural actualiza las aptitudes del cerebro, modifica el ecosistema e, incluso, desempeña su rol en la selección y la evolución genética».2 Actualmente vivimos en un mundo donde la tecnología es extremadamente sensible a nuestras emociones. Los algoritmos digitales encargados de dar vida a las voyeristas redes sociales y a los ya mencionados dispositivos móviles entienden a la perfección que nuestras preferencias determinan nuestros comportamientos. En otras palabras, su complejo método de funcionamiento inteligente se introduce directamente en nuestro no ser para adaptarse y mantenerse en constante progreso mientras nos replegamos al sosiego de vivir exógeno-digitalmente asistidos, lo que de seguro nos llevará a la atrofia de distintos módulos cerebrales, tales como el córtex frontal, encargado justamente de proporcionarnos la memoria, el razonamiento lógico y el lenguaje oral y escrito, funciones que son directamente afectadas, por no decir castradas, a causa del 2 Morin, E. (2005), El Paradigma perdido, Barcelona, Kairós, S.A, p.160.
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indiscriminado abuso de los mercantilizados paliativos móviles, tema que, por cierto, abordaremos más adelante. Mientras que la tecnología actual mantiene a las sociedades constantemente conectadas bajo un solo formato de red donde vigilamos y a la vez somos vigilados, y en donde además se configura un ubicuo cibermercado digital dentro del cual el consumismo alcanza su máxima fetichización, la ciencia —por parte de la bioingeniería— ya puede secuenciar las estructuras fundamentales del código genético, abriendo las posibilidades de intervenir por medio de nuevos avances científicos a la vida humana, incluso antes de su nacimiento (como es el caso de Crispr Cas9), coyuntura que ha suscitado polémicos debates deontológicos que han puesto en el ojo del huracán el papel que la ciencia juega en nuestra actual morfogénesis antropo-tecnológica. Teniendo en cuenta dichas disyunciones epistemológicas, nos surgen una serie de interrogantes que, por lo menos hoy, mantienen cerrado el nudo gordiano de la incertidumbre, pues ¿a qué tipo de sociedades nos llevará el inminente uso de la eugenesia artificial? ¿Será que finalmente nos convertiremos en una metasociedad científicamente avanzada, capaz de erradicar toda clase de enfermedades orgánicas y con ellas incluso hasta la inexorable senectud? ¿O es que simplemente seremos parte de una gran unidad homogénea, idílicamente manipulable, sin voluntad, sin emociones, sin identidad? Quizás algo de todo ello ya esté ocurriendo dentro de nuestro permeado ADN cultural… Sin lugar a dudas, los modelos genocráticos que actualmente gobiernan nuestro desarrollo biocultural también poseen un promontorio privilegiado en el pináculo de las altas esferas mercantiles, encargadas, por cierto, de modificar el destino de los próximos hombres. Esto lo podemos demostrar con el simple hecho de pausar, aunque sea por unos instantes, el hiperestimulado ajetreo cotidiano para observar a nuestro
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alrededor y darnos cuenta cómo la constitución genética que ayer nos volvía organismos pluricelulares relativamente únicos e irreproducibles, hoy ya posee una eventual patente de venta. Es evidente que a medida que pasan los años, todas las aristas de nuestra compleja red antrópica de variables biológicas se vuelven cada vez más intrincadas y, por qué no decirlo, corrompidas por nuestras inagotables ansias de progreso. Justamente es este sentido de progreso el que se ha independizado de nuestra razón para avanzar por cuenta propia hacia un futuro que se aleja cada vez más rápido de nuestra comprensión ontológica de las cosas. Si nuestro avance instrumental se independiza de la razón humana, ¿seremos capaces de darnos cuenta cómo la progresiva deconstrucción epistemológica de los diversos estadios culturales, sociales y económicos se encuentra debilitando peligrosamente nuestra cognición humana, llevándola, incluso, hasta el límite crítico de sus posibilidades? Pues bien, a pesar de que hoy no es posible generar un consenso metodológico capaz de medir con exactitud el nivel de incertidumbre que acecha a nuestra permeada complejidad, creemos plausible conjeturar que, en nuestra contemporaneidad tardía, la inteligencia humana atraviesa por una curva hiperbólica de crecimiento tecnológico que supone una transición de fase radicalmente diferente a la exhibida en paradigmas anteriores. La reiterada tendencia de externalizar nuestra cognición instrumental al ambiente utilitario que nos rodea, que en este caso es el entorno tecno-social, ha revolucionado cada uno de los segmentos industriales que consumimos diariamente, así como también la forma en que nos comunicamos y educamos, nuestra ambigua sustentabilidad antropogénica e inclusive nuestra permeada organización biológica. Si bien es cierto que cada nuevo comienzo en la historia del hombre abre infinitas posibilidades de adaptación y progreso, no podemos pasar por
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alto que nuestros recursos naturales en un mundo finito son limitados. Por un lado, tenemos la infinitud espacial, y por el otro, la finitud temporal. ¿Sabremos qué cartas elegir? ¿O nos perderemos en la inescrutable, pero cada vez más palpable, singularidad transfinita? Espero despertar en ustedes la crepitante plétora de toda reflexión, y con ello no solo me refiero al escepticismo, la sospecha y la duda, sino también al nosce te ipsum que contorsiona, distorsiona y modifica nuestro aún incognoscible destino humano. La inminente transvalorización de todo lo concerniente a nuestra vida es el leitmotiv que ha originado la escritura de este ensayo, espero que, con el discurrir de las páginas, los interesados en leer este humilde pero heterodoxo compendio de saberes divergentes, puedan observar, comprender y analizar la contraparte del actual paradigma tecno-social, que visto desde la vereda de enfrente, es decir, desde la siempre soterrada óptica crítica presenta graves asimetrías epistemológicas, éticas y sociales, no tan solo para los que hoy habitamos el globo, sino también para los ignotos espíritus del mañana. ¡Recordemos que el futuro nace del pasado!