Capítulo 1
Descolocada
A veces Antonia pasaba horas sentada en el váter; lo hacía para restarle tiempo a la convivencia con su marido. Llegaba al extremo de pujar hasta la expulsión de algo; el intento era tan consecutivo que toda ella parecía querer escapar a través del vientre. Después de siete años de dominio, en los últimos días se le había rebelado al marido de la manera más inesperada. Cuando él la atormentaba o la buscaba para penetrarla, ella le soltaba algún verso como si se tratara de un rezo que la fuera a liberar de un exorcismo. El hombre, formado contrario a las metáforas, se quedaba atónito, sin comprender la intención de semejante defensa. Tres veces intentó rebelarse Antonia en la última semana, en las dos primeras logró dejar impactado al sujeto. Sin embargo, en la madrugada del domingo, el hombre le respondió al tercer intento. Antonia llegó a casa sobre las 12 de la noche; el marido le esperaba detrás de la puerta con expresión burlesca. Sin mediar palabras él intentó llevársela al cuarto por la fuerza, ella le soltó un breve fragmento del poema Loba, de Diane di Prima: Ella arde/ en llamas/ la ciudad se ilumina sobre ella.
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Entonces el marido avanzó como si aquella metáfora hubiera colmado el límite de las ofensas. Clavó las uñas en los brazos de Antonia y dijo, elevando la voz por encima del dolor de ella: “Podrás inventarte todas las malditas fantasías que quieras, a mí me bastará una sola carta para ganarte la partida”. Antonia no supo cómo, pero logró zafarse y correr rumbo al baño. Necesitaba engañar al hombre pero también distanciarse de sí misma. Conseguir otras historias, crear nuevas identidades: rescatarse ella y rescatar a su hija. Deseó la paciencia de la semilla del cerezo para saltar al mundo exterior; pensó en las plantas que mueren para renacer. Pero ella no era semilla, tampoco planta. Su mente era el centro de todas las confusiones. Nada de lo que hacía le alejaba de escuchar los pasos del marido en torno a la puerta, por lo menos nada involuntario, nada buscado en la mente o con el cuerpo. La abstracción le llegaba de forma radical, de golpe caía en un trance inesperado, de un segundo a otro se le confundían los espacios. Seguía sabiendo su nombre y su historia, consciente de que su marido le aguardaba detrás de la puerta para llevársela a la cama grande. Sabía que su hija jugaba a los saltos, uno dos tres encerrada en su cuarto. Que la esperaba para jugar al canguro o a la rayuela. Pero la habitación, en momentos de conflicto, se distanciaba del baño. No siempre tenía la certeza de que uno y otro lugar, como espacios de casas distintas, estuvieran ubicados en Asturias, Caracas o Bogotá. La plaza, el ayuntamiento, o
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el callejón de al lado, representaban la patria de la mayoría. Para ella, en cambio, eran partes identificables de un todo imaginario. De soltera llegó a vivir en muchas casas, recordaba haber trasladado libros de la casa de sus padres a la casa de su marido. Recordó haber tenido una enorme biblioteca. ¿Dónde quedaron los libros? ¿En qué lugar estaba ahora su hija? ¿En qué ciudad le esperaba su marido? De pronto los cuartos de la casa se convirtieron en puntos flotantes y la vida se le perdió en el espacio, en el tiempo.
Capítulo 2
La niña
La vida de Antonia estuvo determinada por dos tragedias. La primera ocurrió el viernes 9 de octubre de 1987, poco antes de que se quedara embarazada. La segunda aconteció, también, un 9 de octubre, pero de 1994, cuando su hija tenía seis años y tres meses. La primera situación se llevó a cabo cuando alguien pretendió liberarla de su marido. Siete años después, un día de domingo, como si de una tétrica celebración se tratara, se concretó la última tragedia. Los dos hechos acontecieron en la villa asturiana de Santa Eulalia de Cabranes, o Santolaya, como dicen en Asturias, el lugar de nacimiento de Antonia, de su hija y de Dicxon, su marido. El 2 de julio de 1994, un día después de su cumpleaños números seis, la niña sedujo a la madre con la idea de vivir para planificar la celebración de sus siete años. Según la niña ese día lograría volar. La vida, de acuerdo a la versión de la pequeña, le había dado “el don del salto” para que a su debido momento pudiera volar. Y ese momento llegaría a las doce del mediodía del 1 de julio de 1995, la hora precisa de su nacimiento, siete años después. Por alguna extraña razón la niña siempre tuvo necesidad de saltar, no podía caminar más de dos pasos sin
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dar tres o cuatro saltos seguidos. Según los médicos nació con ese acto involuntario; ya en sus primeros pasos hizo intentos de saltar en lugar de caminar. Para ella el salto era su mejor herramienta de juego, pero también su forma de circular por la vida. En su vida diaria jugaba a saltar a la comba sin cuerda, a la rayuela sin casillas y a la astronauta sin cohete; la niña saltaba y decía: «soy lobo, soy perro, soy gato». La pequeña respondía con cara de asombro festivo ante las cosas de la rutina, incluso cuando entristecía por algo que no le gustaba. Permanecía en ella una expresión de asombro luminoso, como si hasta en su sentido de la pesadumbre burbujeara la belleza. Aquella familia de tres vivía en la casa número 17. Al caer la tarde, apenas Dicxon llegaba, la vivienda se convertía en un lugar tanto o más silencioso que el pueblo. El marido y la mujer se comunicaban con la mirada y los gestos; él a propósito y ella desde los actos involuntarios del miedo. Él sospechaba que, antes de su llegada, en aquel espacio se había celebrado una fiesta para dos. La niña solía hablar muy poco; estando el padre limitaba su voz a un saludo o a una petición que no contuviera más de dos palabras. Pero en general era una niña callada, considerada incluso extremadamente silenciosa. A veces mantenía diálogos dispersos con la madre; estrategias de juego, impresiones del paisaje o historias reales de fantasmas. Poco antes de cumplir los seis años, dos o tres veces la niña aseguró que los muertos hablaban con ella. Antonia consideró sus afirmaciones como anécdotas fantásticas puntuales. Sin embargo, el martes 4 de octubre de 1994 la niña comenzó a contarle a la madre historias que tenían que ver con los sucesos ocurridos antes de su nacimiento, en octubre de 1987. Una vez dijo que una anciana se le apareció en el cuerpo de un chica para contarle cómo se había suicidado. Lo que nunca supo la niña fue que esa anciana era su abuela.
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Niña en el bosque, Vincent van Gogh, 1882. El abuelo de Antonia, como otros viejos del pueblo, decía que Dicxon veía fantasmas. Antonia creció dudando de si ese hombre era un agraciado con el don de ver lo invisible o simplemente un charlatán. Después de todo no eran pocos los viejos del pueblo que aseguraban ver difuntos. No obstante, una vez que Antonia se hizo pareja de Dicxon, aprendió a ver lo que él afirmaba que existía. Pronto, este le atribuyó a la villa, por ejemplo, más habitantes de los que en realidad tenía. El sujeto también decía que “la principal angustia de los muertos es vagar desubicados en el espacio y en el tiempo”. Antonia, mujer y madre, terminó conviviendo entre las historias de la hija y las historias del marido. Ambas versiones de la rutina tendrían que resolver un conflicto de intereses con sus propios recuerdos. De poco o nada le serviría a la mujer tirar de la cadena del váter, varias y muchas veces. En la calle la niña intentaba imitar letras, números o animales mediante saltos inventados. Daba un salto con los pies juntos y Antonia veía que con el cuerpo dibujaba una i gigante. Inmersa en la contemplación, la madre sonreía al imaginar la cabeza de la hija separada del cuerpo. Dos partes que, aún separadas, respetaban las coordenadas del salto. En cambio, para los vecinos se trataba de la niña más extraña que hubiera nacido alguna vez en el pueblo. En las tardes, cuando llegaba del colegio con su madre, la niña jugaba a la rayuela en un extremo de la plaza. Con la mirada fija en el cielo, saltaba con precisión matemática unas casillas que sólo ella veía. Desde los bancos centrales llamaba la curiosidad de rezanderas y pensionistas, que a esas horas le restaban algo de soledad al casco central de Santa Eulalía. La niña nunca desviaba la atención de su vuelo, de su levitación, de su cálculo ajeno a este mundo.
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Puri, siempre vigilante desde su tienda de arreglos, aseguraba que una vez escuchó que el alcalde le decía malhumorado a su mujer: “¡Qué atractivo le verá esa niña a este pueblo como para andar saltando por sus calles y encima con una sonrisa de retardo mental!”. Para cuando aconteció esta historia, en Santa Eulalia de Cabranes apenas había niños. Los pocos que había cursaban estudios en Villaviciosa, el concejo vecino de más población y recursos. Por las mañanas los ancianos se asomaban a las ventanas de las casas para observar a los contados niños que salían con sus padres rumbo al colegio, y en especial a la niña de Antonia. «¿De qué se ríe esa niña?» «¿Quién se ríe tan temprano en la mañana?» «¿Por qué se ríe si sólo va al colegio?» «¿Qué gracia tiene el frío?» «¿Qué gracia tiene la amenaza de lluvia?» «¿De qué se burla esa niña que sólo tiene madre que la acompañe?» «¿Cuál es su nombre?» «¿Sabe alguien el nombre de esa niña saltarina?»