La Equilibrista

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MIGUEL ADROVER CALDENTEY

LA EQUILIBRISTA A DOS METROS DEL SUELO

Ilustraciones de Llorenรง Garrit


Primera edición: octubre de  © Miguel Adrover Caldentey

madroca@hotmail.com © Ediciones Carena

Ediciones Carena c/Alpens, -  Barcelona T.    www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Sandra Jiménez Marina Delgado Torres Diseño de la cubierta y maquetación: Adrián Vico De las ilustraciones: Llorenç Garrit, en páginas 17, 27, 37, 43, 51, 59, 69, 85, 97, 107 y 117 Imagen de portada: Llorenç Garrit Corrección y coordinación: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Depósito legal: B 22044-2018 ISBN 978-84-17258-71-9 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.


Para ti, que ahora tienes este libro en tus manos.



Cuando estás inspirado por algún gran propósito, por algún extraordinario proyecto, los pensamientos rompen las barreras; la mente trasciende sus limitaciones, la conciencia se expande en todas direcciones y te encuentras en un nuevo mundo maravilloso. Las fuerzas, las facultades y los talentos dormidos cobran vida. En ese momento te das cuenta de que eres mucho más grande de lo que jamás hubieras soñado. PATAÑAJALI



PRÓLOGO SOMOS EQUILIBRISTAS

Desde el momento de nuestro nacimiento comenzamos un

asombroso aprendizaje. Ante nuestra mirada se extiende una interminable cuerda que se prolonga hasta perderse de vista; será el sostén de nuestros pasos. Cada uno de ellos, en su avance, construye nuestra vida. Pero antes de eso, antes de adelantar un pie y después otro, deberemos aprender a mantener el equilibrio. Lo que un potrillo puede hacer en pocas horas, erguirse sobre sus patas, comenzar a caminar e incluso galopar, a nosotros, los humanos, nos puede llevar meses o tal vez nuestro primer año de vida. Esa aparente torpeza atesora un rasgo que define la maravilla que somos, la valentía y el coraje que todos poseemos, la capacidad de elevarnos para ver más allá de la cómoda y confortable, pero limitada y limitante postura de la cuna. A temprana edad, el niño ya entiende que existe otra perspectiva del mundo, y poseedor de una firme voluntad se lanza a la maravillosa aventura de explorar, que no es otra


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cosa que vivir. Nadie le ha indicado lo que ha de hacer, lo sabe. Una sabiduría innata le impulsa a caminar, porque solo así encontrará respuesta a las profundas preguntas que irán apareciendo a medida que los años transcurran. Y caminará sobre una cuerda floja que en ocasiones perderá su tensión provocando su caída, sentirá bajo sus pies la veleidad capaz de hacerle sentir la zozobra que mermará sus fuerzas, pero este revés, lejos de diezmar su ánimo, será el preciado estímulo que le impulsará a alzarse e intentarlo de nuevo. Cada caída, a pesar del dolor que conlleva, es una maravillosa oportunidad de aprendizaje y de superación de nuestras propias limitaciones. Cada caída atesora un precioso potencial, nos demostraremos a nosotros mismos que poseemos unas capacidades desconocidas que se manifiestan al elevarnos un peldaño más en la escalera de caracol que nos conduce a la perfección. El coraje, la prudencia y el trabajo serán buenos compañeros de viaje, pues el equilibrista ya ha asimilado la enseñanza que le permitirá dominar sus movimientos cada vez más firmes y seguros. Llegará entonces el día en el que no vacilará al adelantar un pie, no le desestabilizará la vibración de la cuerda, ni le atormentará el miedo a la caída, porque él controlará sus pasos; el dominio de la cuerda es el dominio de la vida. A lo largo de ese recorrido, cuando aquellos pasos se han vuelto menos vacilantes y más seguros, aparece un amigo que en su silencio es portador de todas las voces, sonidos, colores, olores, músicas e historias imaginables, algo que estimulará sus sentidos. A las manos de aquel niño que se tambaleaba en su encuentro con el mundo, llega un libro, un cuento. Una mágica oportunidad de hacerse con el saber que ellos encierran. En la antigüedad, este saber se transmitía haciendo uso de la palabra. El acceso a la escritura y a la lectura era privilegio


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de unos pocos, pero el hecho de no ser capaz de leer o escribir no significaba que nuestros antecesores fueran ignorantes, aquel analfabetismo era solo una carencia de habilidades que no impedía a los mayores compartir sus conocimientos con los más jóvenes, utilizando para ello la tradición oral. Y ¿qué mejor forma de hacerlo sino a través de un cuento? Hoy en día, nuestros niños gozan de abundantes medios para acceder a la cultura, tienen a su disposición una tecnología avanzada que les permite obtener un inmenso caudal de información con solo pulsar una tecla. Pero esa búsqueda fácil no es suficiente. Entre la palabra y la pantalla de un ordenador, existió una época en la que, con la proliferación de las imprentas, el libro asumió un protagonismo esencial. Así como el cofre del tesoro de los cuentos contiene asombrosas riquezas, aguardando a que una mano levante su tapa para descubrirlas, así también espera el libro en su reposo a que alguien levante la suya. Tras la cubierta, antesala prometedora, la tinta compone palabras y las palabras construyen historias y es aquí, en esta fragua de pensamientos y citas que alguien escribió para transmitir su conocimiento, donde radica la esencia de la lectura. Y así mismo, el placer de la misma. Leemos para disfrutar, pero también para aprender y, de esa forma, comprender. Comprender nuestro entorno, nuestras relaciones, a nosotros mismos. La lectura abre nuestras mentes a nuevas perspectivas, de esa forma nos enriquecemos. Cada vez que nos sumergimos en las profundidades de un libro bebemos de una fuente; al igual que el agua del manantial nos da la vida, el saber que mana de esta otra fuente nos permite crecer como personas. Cada historia narrada nos acerca al personaje y a su contexto, nuestro lado humano se alinea con el suyo, lo que nos hará más comprensivos, pues nos metemos bajo su piel, y nuestra curiosidad nos llevará a investi-


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gar sobre el lugar, la época, los acontecimientos en los que se desenvuelve la trama. Cada información es una oportunidad. Nuestra capacidad crítica se desarrolla, no nos quedamos en la superficie, vamos más allá, reflexionamos, analizamos. Nos estamos haciendo, casi sin darnos cuenta, con las herramientas necesarias para dirigir nuestras mentes y no permitir que nos las dirijan. Estamos aprendiendo, creciendo. Si, además de todo ello, el autor nos ofrece una historia que atesora los valores más bellos que poseemos como seres humanos, podemos estar seguros que una joya ha caído en nuestras manos. Cuando Miguel, generosamente, me ofreció escribir el prólogo de su libro, La equilibrista, no dudé en aceptar. No diré hoy más que nunca, porque en todo momento de la historia de la humanidad ha sido y es necesario que alguien nos recuerde, como a través de sus líneas descubrirás, que en un mundo en el que lo material, el dinero y el poder parecen ser las claves del éxito, existen valores imperecederos y auténticos que hacen grande a quien los porta. Si añadimos que los destinatarios más directos de esta obra son los jóvenes lectores, el mérito es aún mayor, pues ellos son la prometedora cantera capaz de construir un mundo mejor. Su autor nos descubre a lo largo de sus páginas, que la verdadera riqueza es aquella que, llegado el día, cuando nuestro paso por este mundo haya llegado a su fin, nos acompañe en nuestra partida. Aquello que solo cabe en un lugar, oculto en nuestro pecho. La bella aventura que tú, lector, estás a punto de comenzar no es solo una hermosa historia, contiene las llaves que algunos afortunados logran encontrar. Las que abren hasta las cerraduras más oxidadas celosamente guardadas en nuestro corazón. MARÍA FE MIGUEL GARCÍA


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Sus ojos, bañados por el tiempo, observaron una vez más la

silueta que se recortaba frente a las ocres dunas del Thar, el desierto más hermoso de Rahastán. Y para él, el más bello de su amado país, India. Daivya, su adorada niña, había crecido. Ahora, después de cumplir los 16 años, ya era toda una mujer. Al verla al contraluz, vistiendo el sari recién estrenado, seda teñida en tonalidades verdes, oro y naranja, habría jurado que se asemejaba a una divinidad. Sonrió ante tal pensamiento, ya que ese era exactamente el significado de su nombre: Daivya, la que procede de lo divino. Dieciséis años ya. Dieciséis inolvidables años, a lo largo de los cuales había cuidado de aquella menuda criatura. Acudía a su memoria el recuerdo amargo del día en el que se quedó sola en este mundo. La pequeña se acurrucó junto a él en la


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carpa del circo y, desde aquel momento, nunca más se separó de su lado. Ensimismado con la contemplación de su niña, Gagan fue cerrando los ojos lentamente. Al mismo tiempo que sus pensamientos se diluían, mecidos en el duermevela en el que se estaba sumiendo, cada uno de los instantes y vivencias que había atesorado durante tantos años junto a ella, fluían desde la profundidad de su mente, cual evocadoras imágenes. Una amalgama de recuerdos se sucedían veloces y, a pesar de tener los párpados cerrados, estos cobraban vida de nuevo, colmando completamente su interior. De entre todos, Gagan rescataba entrañables momentos de risas y llantos, de preguntas y respuestas, alegrías y tristezas, pero, sobre todo, de complicidad, de comprensión y de amistad. La tibieza de los últimos rayos de sol, la serenidad que sentía en aquel momento y el arrullo de la voz de Daivya entonando una melodiosa canción hicieron que se quedara profundamente dormido.




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