MAR DURÁN
LA MONTAÑA DEL SIRVIENTE
Primera edición: marzo de 2019 © Mar Durán © Ediciones Carena
Ediciones Carena c/Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Sandra Jiménez Castillo Marina Delgado Torres Diseño de cubierta: Marina Delgado Maquetación: Adrián Vico Corrección: Ian Gómez Coordinación: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Depósito legal: B 30392-2018 ISBN 978-84-17258-74-0 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
LA MONTAÑA DEL SIRVIENTE
A mis padres.
i SOLTANDO AMARRAS
La brillante y oronda moneda cayó de uno de los bolsillos de
la bata blanca de Estela y rodó por la plaqueta algo descascarillada de la pequeña sala, hasta que la suela de un zapato de punta estrecha, impecablemente embetunado de negro, frenó su trayectoria, dejándola transitoriamente invisible. —¿Así es como cuidas mis regalos? —preguntó divertido mientras recogía el dólar de plata que años atrás le había regalado a Estela cuando se fue de la universidad en la que ambos habían trabajado. —¡Costa! —gritó Estela emocionada y atónita desde la escalera—. ¿Qué haces aquí? —¿Piensas quedarte ahí parada o vas a bajar de esa escalera roñosa y venir a darme un abrazo? Estela dejó la gran pila de libros que había apartado cuidadosamente en uno de los peldaños y bajó con gran rapidez. —¡Cómo te he echado de menos! —Estela se fundió en un gran abrazo con su amigo y no pudo reprimir sus enormes ganas de llorar. —¡Eh, cara linda! —Costa le acarició cariñosamente la barbilla, le levantó suavemente la cara y la miró a los ojos—. ¿Qué pasa? ¿Realmente me has echado tanto de menos?
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—¡Ya sabes que sí! Esto no es lo mismo sin ti, ni sin Tiago, ni sin Inês. ¡Os echo tanto de menos a todos! —¡Ya…! Pero era lo que querías, ¿no? —Sí, supongo que todo el mundo quiere volver a su lugar de origen, pero he dejado una parte muy importante de mi corazón en Portugal. —¿Has hablado con Tiago? —Sí, ¡claro! Hablamos muchas veces. Mantenemos el contacto sobre todo por e-mail. Sabes que ahora trabaja en una universidad de Braga, ¿verdad? También veo mucho a Inês. Sus niñas están preciosas, crecen y crecen sin parar. Cada dos o tres meses paso un fin de semana en su casa y… —Sabes que no te estoy preguntando eso, ¿verdad? —le interrumpió Costa. Después de unos segundos, Estela respondió. —No, no he hablado con él. —¿Por qué? —le inquirió Costa. —Porque no podía hacerle eso. Era todo muy complicado y ahora se ha convertido como en un hermano para mí. Que esté siempre en mi vida es más importante que que esté en mi cama. Eso nunca se sabe cuánto va a durar. —Sigues siendo tan clara, tan directa y tan bruta como siempre —dijo Costa sonriendo. —Hablar de algo más hubiese sido un despropósito. Por aquel entonces mi cabeza estaba en otro sitio y mis preocupaciones se concentraban en volver a Galicia, no en tener una pareja en Portugal. Ni él ni yo estábamos para esas cosas. Costa esbozó una medio sonrisa que denotaba una cierta mezcla de resignación y comprensión. —Y bien, ¿sigues soltera? —Pues no, ¡me he casado con mi ordenador! A mi madre no
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le cae muy bien, pero mi padre está encantado —respondió soltando una gran carcajada. —¡Eres incorregible! Creo que una mujer como tú amedrenta a los hombres. —A los idiotas sí y créeme, parece que tengo un imán para encontrarlos… y el único que podría haber valido la pena, no llegó a mi vida en el momento adecuado. Cuando me di cuenta de que quizás podría ser la persona que estaba buscando, ya se había ido. Nadie espera cinco años a que alguien se decida. Supongo que no me atreví. Bueno, ¡basta ya de tanto rollo! Cuéntame, ¿qué haces aquí? —¿Tienes algún despacho al que llevarme para que podamos hablar tranquilos? Esta sala inhóspita no me parece el sitio más adecuado. —¡Claro que sí!, ¿quién te ha dicho que estaba en la Sala de Archivos? —El conserje. Ese hombre fue realmente amable, a pesar de que no entendía bien mi idioma. —Seguro que hablaste con Santiago. Es el mejor conserje que hay aquí con diferencia. Los demás se dedican a beber cerveza y a irse de vinos en horas de trabajo. Después la gente se queja de cómo va el país. Aún no sé cómo no estamos peor. En fin, ¡vamos! Te llevaré a mi facultad. Estela guió a Costa a través de una gran arboleda. El día estaba gris y húmedo y la media melena lisa y rubia de Estela comenzó a erizarse irremediablemente. Los estrechos caminos, todavía mojados por la gran tromba de agua que había caído la noche anterior, dieron paso a unas enormes escaleras de piedra, salpicadas por un musgo verde parduzco, que presidían la alameda. Cruzaron la parte antigua del campus con estrechas aceras empedradas, sembradas de fastuosos árboles, hasta que la rebasaron, abriéndose camino por el campus nuevo, nombre
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con el que los oriundos del lugar habían bautizado la Zona de Facultades construidas en los años 80. Al final, y después de haber caminado casi veinte minutos, llegaron a la facultad en la que Estela trabajaba. Un barracón grisáceo lleno de pequeñas ventanas se levantaba ante ellos. Estela abrió la pequeña puerta de aluminio marrón que daba a la parte de atrás del edificio e invitó a Costa a que pasara primero, aunque, como buen portugués, Costa no accedió, retorciéndose de forma insólita para que Estela cruzase antes el umbral. —¿Es esta la facultad donde trabajas? —preguntó Costa contrariado. —Sí, esta es —respondió Estela un tanto confundida. —¿De verdad que esto es una facultad? ¡Parece un barracón! —Estás muy mal acostumbrado mi querido Costa. Aquí, salvando algunas facultades muy antiguas, las demás son así. Ya ves que nuestro campus de Oporto no tiene nada que ver con esto. ¡Hasta aquí ha llegado la crisis! —Y el mal gusto —apostilló Costa. —Venga, anda, ¡sígueme! Estela cruzó una especie de pasadizo sin apenas luz y pulsó el vasto botón táctil plateado del pequeño y lento ascensor. Después de varios minutos, llegaron a la segunda planta del edificio. Cruzaron varios pasillos a la derecha y a la izquierda y, por fin, llegaron a una vieja puerta de color ocre desvaído con un cristal en la parte superior. Estela metió la llave y abrió la puerta. El despacho de Estela no se parecía en nada al que Costa tenía en Oporto. Grande, distinguido, con la sobriedad y elegancia de los despachos de los profesores de antaño. El que ella ocupaba estaba revestido de arriba abajo de viejas y medio destartaladas estanterías. Las enormes pilas de papeles no dejaban ver las tres mesas que allí se concentraban. Realmente, a Costa aquel habitáculo le recordó más a un almacén que a un despacho
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digno de un profesor de universidad, a pesar de los dos grandes ventanales que se abrían en una de las paredes. Estela retiró con rapidez una de las tantas pilas de libros de la silla que estaba frente a su mesa e invitó a Costa a sentarse. —Bueno, ¡cuéntame! ¿A qué se debe esta visita tan inesperada? Costa seguía anonadado mirando el pésimo aspecto de aquel despacho. No se podía creer que aquella facultad estuviese tan pésimamente tratada y que Estela, acostumbrada al campus de Oporto, se viese tan desenvuelta en aquel espacio caótico y que tan poco invitaba a la reflexión y el estudio. —Pues, te cuento. Mira, verás… En aquel momento, el teléfono sonó bajo varias carpetas plásticas con perfiles de intensos colores. Era Teo, uno de los pocos amigos con los que Estela podía contar en su trabajo. Teo era un poco más joven que Costa, aunque, a diferencia de éste, esperaba su inminente jubilación con gran alegría y júbilo. Era de los pocos que entendía la dualidad que Estela mostraba dentro y fuera del trabajo. Estela no se llevaba bien con el poder, sobre todo con el poder mal entendido. En aquel edificio, la autoridad se confundía con autoritarismo, la opinión personal con deslealtad profesional, la franqueza con mala educación, y Estela estaba harta de todo aquello y de que se la ningunease constante y reiteradamente por ser una de las profesoras más jóvenes y más recientes, aunque llevase ya más de diez años trabajando allí. La forma de gestionar aquella facultad pasaba por catedráticos rancios que llegaban a acuerdos y tomaban decisiones fuera de las reuniones y no dentro de ellas, contando únicamente con amigachos influyentes que se unían y se apuñalaban dependiendo del tema que se tratase, olvidándose de los demás profesores que también formaban parte de la Junta de Facultad y que tenían, ciertamente, menos voz, pero sí el mismo voto.
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Aquella forma de proceder enervaba a Estela hasta el punto de haberse ido dando algún que otro portazo y diciendo alguna palabra más alta que otra de alguna de las reuniones. No se sentía orgullosa de aquel proceder, pero aquella forma de relación entre unos y otros era absolutamente incompatible con la educación y los principios que sus padres le habían inculcado. Ella no entendía cómo algunos de sus compañeros se llenaban la boca hablando de democracia cuando se comportaban como auténticos dictadores. No entendía cómo algunos hablaban de trasparencia cuando pagaban sus facturas de móvil con dinero público cuando su uso no era exclusivamente laboral. No entendía cómo criticaban con absoluta saña el comportamiento corrupto de ciertos políticos cuando ellos, gestionando mucho menos dinero público, procedente de proyectos u otras partidas, lo malgastaban en los mejores hoteles cuando iban a congresos, a estancias de investigación o a cualquier otro evento, incluso desprovisto de cualquier interés académico. cuando a lo que realmente iban era a pasearse, a conocer alguna que otra ciudad o a intentar echar alguna canita al aire con alguna estudiante inexperta apoyándose en promesas de trabajos conjuntos de gran relevancia científica y, los más osados, con futuros contratos o vías de estabilización. Además, solían hacerlo desplegando todo tipo de argucias y malgastando dinero ajeno en fastuosas cenas y copas en las mejores terrazas, reservando de antemano habitaciones dobles cuando se suponía que viajaban sin sus respectivas parejas y solamente en aras de la ciencia que, según ellos, tanto los necesitaba. Con todo aquello a Estela se le revolvía el estómago. ¿Eran aquellos los que pretendían darle lecciones de ética? ¿Eran aquellos los que la miraban por encima del hombro pretendiendo imponer su criterio aludiendo a su autoridad moral? Desde luego que no. Eso Estela no lo iba a permitir y, de hecho, no lo
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permitía, por eso no contaba con la simpatía de los poderosos, pero sí de alumnos y demás profesores, que, al igual que ella, no tenían ningún poder, no pretendían tenerlo o hacían un buen uso de él. De ahí que ella intentase relacionarse lo justo con sus compañeros de universidad y se volcase, casi de forma obsesiva, en tener una vida lo más rica y saludable posible fuera de ella. Procuraba tratar con personas que no tenían nada que ver con su ámbito profesional, pretendiendo no convertirse en una estúpida egocéntrica pretenciosa ni en alguien que llegase a pensar que era más que los demás por tener más o menos tramos de investigación, como era habitual entre aquellos que su único mundo era la universidad y donde incluían prácticamente todas las esferas que rodean a un ser humano, amigos, familia y hasta vecinos, retroalimentándose los unos a los otros sobre lo significativos, imprescindibles e inteligentes que eran. Como decía Estela: «Con todo lo importante que se cree esta gente, yo aún no conozco a ningún Príncipe o Princesa de Asturias entre todos estos iluminados y cracks de la ciencia.» Pero, obviamente, no todos eran tan mediocres y con vidas tan pobres, miserables y limitadas, aunque honrosas e intachables a los ojos de la sociedad. Teo era diferente. Con sólidos valores morales donde la sinceridad y la integridad marcaban tanto su trayectoria personal como profesional, intentaba aconsejar a Estela intentando refrenar aquella energía justiciera que tanto la caracterizaba y que ya le había acarreado alguna que otra tirantez con alguno de aquellos profesores respetables y respetados. —¡Hola, rubita! —¡Hola, amado de Dios! —le respondió Estela de forma irónica. —Ya sabes que no me gusta que me llames por el significado bíblico de mi nombre —exclamó divertido.
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—Tú también sabes que no me gusta que me llames con el diminutivo de la tonalidad de mi pelo. Así que… si quieres que deje de llamarte así, ¡ya sabes! —¡Eres imposible! —exclamó entre risotadas—. ¿Estás ocupada? —¡Estoy con Costa! ¿Te acuerdas de él? —¡Cómo no me voy a acordar! Te has pasado años hablando de Costa y de vuestras peripecias por Portugal. Además, ya sabes que yo lo conocí antes que tú. —Tienes razón, aunque yo nunca había coincidido con él hasta que llegué a Portugal. ¡A ver si te puedes pasar por aquí! Mis dos mosqueteros conmigo... ¡No podría estar más contenta! —¡Ya solo te queda encontrar a tu Dartañán! —le respondió irónico. —¡Qué pesados estáis todos con eso! Si fuese un hombre no andarías con esas tonterías. Sería un hombre con éxito y no una mujer sin marido. —¡No te enfades! Ya sabes que me gusta meterme contigo de vez en cuando. —¡Dime! —le respondió Estela intentando dejar a un lado aquella conversación que era más digna de mantenerse entre dos adolescentes que entre dos docentes. —Necesitaba que le echases un vistazo a la interpretación que he hecho del lapsus calami en el texto del que te hablé. Tengo algo de urgencia, ¿podrías decirme algo esta semana? —Siempre estás igual, Teo. Tarde y con prisas. ¡Claro que te lo miro! Pero hasta el viernes no te digo nada, ¿vale? —¡Eres un encanto! Gracias. Te debo un café. —Como pase de cinco mil palabras, me vas a deber algo más que eso —respondió divertida.
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—Bueno, te dejo que veo que estás liada y a mí me queda mucho trabajo aun con el proyecto europeo, así que, esta tarde, me quedaré en casa. —Vale, vamos hablando. —Un beso y no te olvides de mí el viernes. —¡Hombre de poca fe! ¡Claro que no! ¡Chao! Estela colgó el teléfono con una gran sonrisa en la boca. —¿Tengo que ponerme celoso? —le preguntó Costa. —¡Claro que no! Hay espacio para los dos en mi corazón, no te preocupes —bromeó Estela—. Me encuentro con mucho hijo de puta por el camino, pero tengo que decir que los buenos, no lo pueden ser más y este es uno de ellos, al igual que tú. Es el que se traga todas mis penas y el que me aconseja incansablemente. Conoce bien este mundillo y me aprecia mucho, aunque él es otro antisistema y pasa de todos estos rollos de guerra de guerrillas y de todos estos que viven para intentar conseguir un poder que deberían de saber que es tan efímero como desconocido por la humanidad. Estos piensan que van a quedar para la posteridad. ¡Pobres idiotas! En el fondo me dan bastante pena. —Me alegro de que puedas apoyarte en él aquí. —Sí, yo también. Es increíble cómo llegamos a ser amigos. A pesar de que él era el investigador principal del proyecto en el que yo estaba contratada, personalmente nunca habíamos pasado del hola y adiós y algún que otro café en el que hablábamos más de trabajo que de otra cosa, hasta que coincidimos en un curso de grafología criminológica. Durante aquellos años fuimos inseparables. Si no fuese por él ya me habría hundido hace tiempo. Intentar mejorar las cosas aquí es tarea imposible para alguien como yo. —No me lo creo. Teo será estupendo, la verdad es que apenas lo conozco, pero tú solita has puesto en jaque a una universidad entera. No te saques mérito Estela. Eres una luchadora incansable por lo que crees que es justo y por eso te quiero tanto.
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—¡Gracias Costa!, aunque no es para tanto. A veces lo pienso y ni yo misma me creo todo lo que pasó y mucho menos todo lo que llegué a hacer. —Bueno, ahora todo funciona mucho mejor allí y, aunque Meireles nunca lo mencione, es en parte gracias a ti. Aunque yo actualmente estoy en el campus de Lisboa y apenas me relaciono con ellos. —A veces echo de menos aquellos años y otras me parece que forman parte de otra vida. Es curioso. Unos golpecitos en la puerta la apartaron de su fugaz viaje a los recuerdos del pasado. —¿Sí? —preguntó Estela elevando la voz para que se escuchase detrás de la puerta. —Hola Estela, veníamos a entregarte el trabajo de prácticas. —¡Ah! Gracias —dijo Estela levantándose de su pequeña silla giratoria mientras alargaba la mano para recoger el pequeño dossier encuadernado con una clásica espiral de aluminio. —¿Sabes cuándo pondrás las notas? —La semana que viene. Están todas las fechas en el aula virtual. —¡Gracias! ¡Hasta luego! —respondieron las dos alumnas al unísono. —¡Hasta luego! Estela colocó el trabajo en una de las cajas que estaban situadas debajo de uno de los grandes ventanales. Montones de disertaciones esperaban a que el rotulador rojo de Estela se posase en cada uno de aquellos folios blancos en Times New Roman, 12. Costa seguía sin salir de su asombro y de la actitud de Estela ante aquel pequeño episodio que acababa de presenciar. —¿Son tus alumnas? —Sí. —¿Y te llaman Estela?
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—Sí, ¡ya sé lo que me vas a decir! Esto es muy distinto Costa. Ya me he acostumbrado, pero reconozco que al principio me costó. Me acuerdo de que, al poco de llegar aquí, unos alumnos me saludaron por el pasillo utilizando únicamente mi nombre de pila y, en el momento, me pareció una falta de respeto, aunque inmediatamente me di cuenta de que aquí era lo normal y conseguí responderles educadamente con una pequeña y forzada sonrisa. Estaba tan acostumbrada a que me llamasen profesora o doctora, incluso señora profesora, que me parecía extraño que me desnudasen tanto el nombre. Si ahora alguien me llamase de otra manera, pensaría que me está tomando el pelo o que he retrocedido a principios del siglo xx. Y, ¡no me pongas esa cara! Ya sé que no estás de acuerdo, pero estoy harta de discutir con mi padre sobre este tema. Él tampoco lo entiende y hasta puede que yo no lo comparta, pero es lo que hay y a mí no me molesta. El respeto lo exijo en otras cosas y ya hay bastantes temas que resolver como para que también me meta en esto. En aquel momento, Estela reparó que a su gran amigo del alma siempre le había llamado por el apellido. No recordaba cuál era su nombre. De hecho, no recordaba si algún día lo había sabido. Sorprendida por aquel hallazgo tan insólito, decidió que no era el mejor momento para hacer aquella pregunta. —Yo estoy callado. —¡Ya…! Ojalá yo pudiera estar tan callada como tú y a la vez decir todo lo que dices. —¡No te enfades! Al menos podré sorprenderme, ¿no? También lo hacías tú en Portugal. Tendrías que haberte visto la cara la primera vez que tuviste tu primera reunión de doctores y apareciste sin tu traje académico —dijo Costa riéndose a carcajadas—. El profesor Moure casi se muere y el profesor Nuno no daba crédito. Aquel día te conoció toda la universidad.
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—¡Qué gracioso! —Y ya que estamos, ¿tu vestimenta se debe a que te has mimetizado con tu despacho o que la moda de las profesoras españolas es así? ¿Se puede saber qué haces con esos vaqueros y esos tenis roñosos? ¿Puedes decirme dónde están tus trajes de chaqueta y tus tacones? —¡Pues estarán en Portugal! No pretenderás que esté en la Sala de Archivos, subida a una escalera, entre libros y documentos polvorientos con tacones y minifalda, ¿verdad? —Si te ven así en nuestra universidad no se lo creen… —Acabé tan harta de zapatos de salón y trajecitos sastre que ahora es raro que me los ponga para venir a trabajar. Pero ¡vale ya! ¡Qué pesadilla! ¡Eres peor de lo que lo era mi abuela y también pensaba lo mismo que tú! —rio Estela—. Estoy encantada de que hayas venido, pero sé que esto no es una visita de cortesía y también sé que vas a proponerme algo muy extraño porque no me has llamado advirtiéndome de tu llegada. Dime, ¿qué pasa? —Tú siempre tan aguda. Necesito que me ayudes. —¡Claro! —No digas nada. Déjame que te explique. Cuando haya acabado me dices lo que piensas. Estela apoyó los codos encima de la mesa de su despacho absolutamente intrigada y un tanto atónita ante aquellas palabras. Costa comenzó a hablar con voz pausada, emulando a los antiguos maestros de la oratoria. —Como sabes, el alfabeto más importante para nosotros fue el alfabeto fenicio, ya que de él derivan el griego, el latín y, como consecuencia de este último, el español, el francés, el italiano, el portugués, el gallego o el catalán, entre otros. Su origen no ha logrado determinarse, pero sabemos que una de las formas que adoptó en Arabia o en Yemen, incluso en
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Etiopía ha sido bastante escasa. Estos textos están escritos en el alfabeto fenicio arcaico y… —¡Venga Costa! ¿No pretenderás darme una lección de primero a estas alturas, ¿verdad? —Estela continuó divertida, cual alumna resabidilla, la iniciada lección de Costa—. El alfabeto fenicio consta de veintidós letras y carece de vocales. Se cree que nació como una forma de operativizar los signos que utilizaban los egipcios, aunque aún contenía siete nombres semíticos que hacían referencia a palabras que utilizaban con asiduidad, siendo una manera de economizar en la escritura. Por ejemplo, … —¿Quieres dejarme acabar? —le interrumpió Costa—. Ya sé que lo sabes mejor que yo, pero déjame introducírtelo para explicarte mejor a donde quiero llegar. —¡Los portugueses y sus introducciones! ¿Quieres ir al grano? ¡Es que puedes estar así hasta mañana! —Estela reparó que la intriga por saber lo que Costa le iba a relatar la estaba superando—. Perdona, tienes razón. Sigue, por favor. —Bueno, a lo que iba. Pues… ¡es que contigo no hay quien pueda! Mejor voy a ir al centro de la cuestión porque ya me has puesto nervioso. En definitiva, me ha llamado el profesor Abdullah y… —¿Conoces al profesor Abdullah? ¿De verdad? ¡Venga ya! ¿En serio? ¡Imposible! ¡Qué fuerte! —le volvió a interrumpir Estela sensiblemente emocionada. —¿Pero no ves que no me dejas? ¿Quieres callarte de una vez y dejarme continuar? —Lo siento, es que no me puedo creer que conozcas al profesor Abdullah. Es el mejor en su campo. ¡Ese sí que es el boss!, como diría Lucas. —¿Lucas? ¿se puede saber quién coño es Lucas? —¡Perdona! es otro compañero. Está en el despacho de ahí al lado.
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—Estela… ¡céntrate! —voceó absolutamente desesperado—. ¿Quieres que continúe o no? —¡Lo siento Costa! ¡Es que ese profesor sí que es conocido en todo el mundo! No como algunos que andan por aquí como si fuesen estrellas del rock de la ciencia. Hablé con él un par de veces por e-mail y casi me da un ataque cuando vi su nombre en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Me pareció un tipo de lo más sencillo, con las ideas muy claras y muy humilde, siempre dispuesto a ayudar, a enviarme cualquier cosa que necesitara. ¡Así son los grandes! Los mediocres ya sabemos cómo son. En fin… —¿Puedo continuar? —¡Claro! Ya me callo, de verdad. —Es que, si ya estás así, no sé cómo te vas a poner cuando por fin te detalle lo que llevo casi todo el día intentando contarte. —¡Ay! Lo siento. —Estela hizo un gracioso gesto llevándose la mano hacia los labios haciendo el ademán de sellarlos con cremallera. —¡A ver si ahora soy capaz! Estela le sonrió sin mediar palabra. —Pues bien, aunque parece que la inscripción más antigua conocida que se considera escrita en alfabeto fenicio es la de Biblos, atribuida al siglo xv a. C., referida al rey de Shaphatbaal, como sabes, el epigrama más antiguo perteneciente al grupo semita del sur es el de Balu’a, asignado al siglo xii a. C. La inscripción estaba muy deteriorada y no se había podido interpretar, a diferencia de las anteriores. El texto está escrito en el alfabeto fenicio arcaico y… —¿Que no se había podido interpretar? Mejor dicho, que no se puede interpretar — aclaró Estela—. De hecho, no se puede por lo dañada que está y porque no puede manipularse.
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Cualquier pequeña mala maniobra podría romperla. Por eso nadie ha podido descifrarla. Hasta ahora se ha convertido en una empresa absolutamente imposible. —¡Bien dicho! ¡Hasta ahora! Esta vez Estela sí se quedó sin palabras. Clavó sus ojos anormalmente abiertos en los de Costa y no supo qué decir. Se reclinó sobre el respaldo de su vieja silla de chenilla gris y cruzó elegantemente las piernas dejando al descubierto sus estilosos calcetines de fino algodón azul marino que hacían juego con los puños y el cuello de la camisa a rayas que sobresalían graciosamente por su jersey de pico de cachemir. Se recogió el pelo que le comenzaba a invadir parte de la cara con su mano derecha y lo arrastró lentamente hacia atrás con aire pensativo. Estela seguía sin decir nada. Solo la idea de que la vieja inscripción de Balu’a pudiese ser descifrada la había dejado ciertamente inexpresiva y absolutamente ajena a la titubeante y perpleja mirada de Costa. Aquella revelación de su amigo la había llenado de sentimientos extremos entre el puro júbilo y un cierto temor, aunque Estela no sabía adivinar muy bien por qué. Aquella misteriosa inscripción, lejos de haber sido olvidada, se había convertido en la gran protagonista de muchos de los sueños de gloria y perpetuidad de los mejores estudiantes de doctorado, había llenado de especulaciones los corrillos de muchos de los cafés que Estela había compartido con algunos de sus colegas y también había ocupado gran parte de las tertulias más selectas entre los profesores de las mejores universidades. Aquel silencio, preocupantemente dilatado en el tiempo, hizo que Costa decidiese proseguir con su exposición. Carraspeó con la intención de hacer volver a Estela de aquel silencioso letargo en el que parecía haberse instalado en perpetuidad y continuó con su relato a medio terminar.
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—Bien, pues parece que un ingeniero y arqueólogo, el profesor Smith, ha conseguido levantar las capas suficientes, mediante ondas radioactivas, para que la inscripción se vea de forma más nítida. Han aparecido, además, signos inicialmente inacabados y otros que no se veían a simple vista. Sigue estando en muy mal estado y todavía no se sabe si se podrá llegar a descifrar. Y tu admirado profesor Abdullah me llamó para invitarme a ir a Serabit el-Jadim, una localidad egipcia situada al sudoeste de la península del Sinaí. Necesita a alguien que le ayude a intentar traducirla. —¡Dios mío! ¿Te ha invitado a ir a Egipto a trabajar con él para descifrar uno de los mayores enigmas de 1600 a. C.? ¡Costa! ¡Eso es estupendo! ¡Dios, qué contenta estoy por ti! Después seré una de las profesoras más envidiadas del mundo por ser una de las amigas de uno de los científicos que consiguió arrojar luz en lo que parecía descansar eterna e indefectiblemente en la oscuridad. Estela se lanzó a los brazos de su amigo, rodeándolo con un fuerte abrazo sin dejar de sonreír y de alabar la gran hazaña que Costa iba a emprender con la colaboración del profesor Abdullah. —No voy a ir —sentenció Costa. —¿Que no vas a ir? ¿Pero tú estás tonto o qué te pasa? Perdona Costa, pero es lo más importante que un profesor que se dedica a esto puede hacer. Sería un gran broche de oro a tu carrera profesional. Pero ¿por qué no vas a ir? —Mi dulce e inexperta cara linda, porque el broche de oro de mi vida es Constança y no estoy dispuesto a pasarme meses en Egipto descuidando a la persona que más me importa en este mundo. Yo ya tengo sesenta y ocho años y mi objetivo no es andar por ahí perdido en salas llenas de diccionarios, traducciones complicadas o excavaciones polvorientas. Mi objetivo
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es pasar la mayor parte de mi tiempo con los que quiero y con los que me quieren. Eso es lo que me ha enseñado la vida. El problema es que lo he aprendido muy tarde. ¡Ojalá me hubiese dado cuenta antes! No hubiese dedicado tanto tiempo a mi trabajo y a mis relaciones profesionales. Ciertamente me ha tentado, pero tengo claro que mi mujer está por encima de inscripciones, alfabetos y escrituras muertas. Yo aún estoy vivo y, mientras lo esté, mi tiempo se lo dedicaré a ella y a hacer mis tareas de profesor emérito. Con eso me llega y me sobra para sentirme todavía útil en el mundo. —¡Ay, Costa! Si hubiese encontrado a un hombre con tu filosofía de vida, créeme que hubiese caído en las redes del matrimonio y la vida familiar gustosamente. Te puedo asegurar que no os puedo envidiar más. Al fin y al cabo, todo el mundo quiere encontrar a una persona que haga que el trabajo quede en un segundo plano y centrar su vida en el ocio compartido y las experiencias comunes. ¡Cómo me alegro por ti! Pero, realmente me da pena que no vayas, ¡es que es algo tan importante…! ¿Tú sabes los millones de científicos y profesores que se pondrían a la cola para tener este privilegio? —Lo tengo claro. Sé lo que significa y lo que perderé, pero créeme, voy a ganar mucho más. Estela le sonrió con una gran dulzura, envidiando la suerte de Constança y entendiendo a su amigo mucho más de lo que él creía. Ella hubiese hecho exactamente lo mismo en su lugar. Eso no lo había dudado ni por un instante. —Tengo algo más que contarte. —¿Algo más? Cualquier cosa que me puedas decir a partir de ahora me parecerá una nimiedad. Realmente, creo que esta vez te has superado. —Como te he comentado, le dije al profesor Abdullah que yo no iría, pero que mandaría a alguien de mi entera confianza
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para que colaborase con él. Así que, por eso estoy aquí. —Lo siento Costa, pero no entiendo… —Te he recomendado a ti. Le he dicho que irías tú en mi lugar. Tienes tres meses para preparar el viaje y presentarte allí con el colaborador que tú decidas. Yo te ayudaré con todos los preparativos y con todo lo que necesites para hacer allí tu trabajo. —¿Estás de broma? ¡Costa, yo hace años que dejé esa línea de investigación, ya lo sabes! ¡Ahora es solo un hobby! ¡Yo no me dedico a esto profesionalmente! ¡Yo no sirvo para eso! ¡Me quedan años y años de aprendizaje todavía para estar a la altura de la suela de tu zapato! ¿Es que te has vuelto loco? —dijo Estela visiblemente nerviosa y algo asustada. —¡Estela! En estos últimos catorce años has aprendido más del alfabeto fenicio que cualquier profesor que yo haya conocido hasta el momento. Has estudiado rigurosamente el cananeo, el fenicio clásico y hasta el púnico. Yo te los he enseñado. Y no te pusiste a estudiar árabe porque estabas demasiado liada con el trabajo en la facultad y tus clases de música que, sino, lo hubieses hecho ¿Se puede saber dónde está la Estela aguerrida, segura de sí misma y que no se amedrenta ante nada y mucho menos ante un reto como este? —Costa, yo no soy la persona adecuada. ¡No puedo! ¡De verdad que no estoy preparada! Yo simplemente soy una amiga a la que le has enseñado tu pasión por los jeroglíficos y las letras, pero yo no soy una experta en el alfabeto fenicio por mucho que me guste y por mucho que lo haya estudiado. Además, el fenicio arcaico es complicadísimo. Tú lo sabes mejor que yo. —¿Se puede saber qué te han hecho? ¿Por qué has dejado de confiar en ti misma? De verdad que te escucho y no te reconozco. Creo que eres la persona indicada para emprender esta aventura. Créeme que no pienso quedar mal con el profesor
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Abdullah y créeme también cuando te digo que, si no creyese que eres la mejor, no te lo pediría. —De verdad que, en este caso, me estás supervalorando. Creo que no sabría hacerlo. —Pero ¿qué te han hecho aquí? ¡Me hablas como una mujer maltratada, miedosa y dubitativa! ¡Esa no eres tú Estela! Tú no eres así. —Indefensión aprendida, Costa. Se llama indefensión aprendida. Puede que haya estado rodeada de demasiados cabrones demasiado tiempo. No sé… —¿Confías en mí? —¡Claro! ¡Vaya pregunta más tonta! —¡Pues yo confío en ti! Mírame a los ojos. ¡Confío en ti, cara linda! ¡Confío en ti! Aquella noche Estela llegó a casa agitada por los acontecimientos acaecidos. Aparcó el coche en el garaje y abrió la gran puerta ignífuga que daba paso a un gran espacio de unos setenta metros cuadrados donde Estela había colocado el antiguo salón de su anterior piso. En aquellos años había cambiado su bonito apartamento de alquiler por una casa unifamiliar con un pequeño jardín a ocho kilómetros del centro de la ciudad en la que ahora vivía y en el que había conseguido estar realmente cómoda. Subió la escalera de madera y llegó a la planta principal de la casa. Dejó la pequeña mochila que hacía años caracterizaba su vestimenta en una de las sillas de la cocina y abrió la puerta que daba a una pequeña terraza. Se sentó en una de las dos sillas de forja labrada con elegantes rosas color verde oscuro, apoyó el codo en la mesita que las separaba y respiró pausada y profundamente con la intención de calmar un poco la desazón que sentía en su interior. Cambió de postura una y otra vez intentando tranquilizarse
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sin conseguirlo. El miedo a no estar a la altura la atenazaba y no la dejaba disfrutar de aquella experiencia por la que cualquier persona que se dedicase a ese mundo hubiese pagado altas cantidades de dinero por poder participar. Allí pasó más tiempo del acostumbrado hasta que comenzó a sentir frío. Decidió entrar y ponerse su bata negra ribeteada por una cinta de hilo de color rosa intenso. Pensó en comer algo, pero no tenía ningún apetito y mucho menos ganas de ponerse a hacer la cena. Cual zombi empezó a dar vueltas por la cocina abriendo y cerrando alacenas sin ton ni son, buscando algo rápido con que alimentarse y poder irse a dormir o, al menos, intentarlo. Cuanto más buscaba un tentempié que llevarse a la boca menos ganas tenía de comer. Al final, decidió tomarse un yogur infantil de plátano y fresa que había quedado en su frigorífico de una de las visitas de sus sobrinos. Pensó que necesitaría algo más. Sabía que, si no cenaba mínimamente, no podría dormir y aquel día lo necesitaba más que nunca. Bajó a la despensa y después de unos minutos regresó con un bote de nueces, una lata de espárragos, y otra de atún que decidió acompañar con unos canónigos y medio tomate. Una vez en la planta de arriba y después de activar la alarma, se recostó en su cama. Las luces anaranjadas de las farolas del exterior iluminaban el cuarto proporcionando una calidez que no se conseguía con ninguna de las lamparitas que adornaban las mesillas y el escritorio de la habitación de Estela. Aquella noche no cerró la persiana. Prefirió dormirse arropada por aquella luz que le daba cierta paz y que no la desconectaba del todo de la realidad del exterior. Por fin, consiguió conciliar el sueño algunas horas. Horas presididas por virulentas pesadillas extrañamente dominadas por la cara de Sebastián, uno de sus compañeros de trabajo, asegurándole que no sería capaz de realizar aquella empresa mientras montones de jeroglíficos,
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formas cuneiformes y grabados la atacaban ferozmente hasta que la hacían caer al vacío. Estela se despertó con un sudor frío e intenso, pero, por alguna extraña razón, decidida a emprender aquel viaje confiando en su posible éxito. La confianza que Costa había manifestado el día anterior en su capacidad y la posibilidad de darle en la cabeza a Sebastián con tamaña empresa, de la que le hubiese gustado ser principal protagonista, se convirtieron en el inicio de la recuperación de la maltrecha seguridad de Estela. Aquel día, contrariamente a lo que se podía atisbar la noche anterior, se levantó con fuerzas renovadas. Se duchó con rapidez, se vistió, ordenó la habitación, desconectó la alarma y bajó a tomar un café con una energía que hacía ya mucho tiempo que no experimentaba. Pensó que, aquel día, un cacao no sería lo suficientemente fuerte como para poder afrontar la mañana tan ajetreada que le esperaba por delante. Costa había regresado a Lisboa para comenzar a preparar todo lo que Estela necesitaba para emprender aquel inusitado viaje. Estela tenía que elegir a una persona que la acompañase en aquel proyecto. Su primera y, prácticamente, única opción, su gran amiga Marina, doctora en historia y profesora desde hacía un par de años de la Facultad de Geografía, Historia y Artes Gráficas. Gracias a su tesón y a la ayuda y a los ánimos de Estela, Marina había conseguido acabar su doctorado y ganar una plaza en su misma universidad. Por fin, había abandonado definitivamente lo que ella consideraba su aburrido trabajo en un instituto de enseñanza secundaria. Marina poco o nada sabía sobre el alfabeto fenicio, exceptuando curiosidades que Estela le había ido contando durante los años de aprendizaje con Costa, pero todo lo que tenía que ver con el arte y su cultura no eran
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desconocidos para ella. Prácticamente, lo sabía todo y siempre sería bueno contar con el apoyo de una buena amiga allí. Pero antes, tenía que preparar todo el papeleo en la universidad para que le diesen una licencia y poder trasladarse a Egipto. Eso e ir pensando cómo iba a convencer a Marina para que la acompañase en aquella locura. Estela llegó aquel día a la facultad inusualmente temprano. Aparcó el coche justo al lado de la pequeña puerta por la que había entrado con Costa el día anterior e hizo el mismo recorrido. Las luces de los despachos de sus compañeros estaban todavía apagadas y no se cruzó con nadie en todo el trayecto. Estela a veces echaba de menos el: «Buenos días, profesora» de Bruno o de Teresa cuando estaba en Oporto. Llegase a la hora que llegase siempre había alguien en la garita de entrada al aparcamiento de profesores que le daba los buenos días con una sonrisa en la boca. Allí, la barrera del aparcamiento se había roto y nunca más se volvió a reparar, haciendo que todo el mundo usase aquel espacio en un principio restringido al personal de la universidad, con lo que, a veces, era una tortura y una absoluta desesperación encontrar un sitio donde la grúa no se llevase el coche. Encendió las tres luces del despacho y pulsó el botón de inicio del ordenador. En unos segundos, la pantalla reclamó una contraseña. Curiosamente, la clave elegida por Estela había sido el día que comenzó sus clases en Portugal: 01102003. Miró durante unos segundos aquel pequeño recorrido numérico, sonrió con cierta nostalgia y le dio a Enter. De repente, en la pantalla principal apareció una fotografía marítima que Estela había seleccionado como imagen de escritorio. Aquella estampa le recordaba a Rodrigo. La había hecho el primer día que él la invitó a comer. De aquello habían pasado ya cinco años, pero Rodrigo continuaba ocupando una parte muy importante del
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corazón de Estela. Lo había conocido en una comida informal y, aunque ella en un inicio no reparó mucho en él, enseguida se hicieron buenos amigos. Estela pensaba que, de haber llegado en otro momento a su vida, Rodrigo hubiese sido su pareja ideal, a pesar de los quince años de edad que los separaban. Pero cuando lo conoció, ella acababa de mudarse de ciudad. Prácticamente no conocía a nadie y el estrés de pagar una hipoteca durante cuarenta años todavía la atormentaba. Cualquier cambio que sacase a Estela de su rutina era bastante problemático para ella. Los cambios le daban miedo; y el miedo le producía ansiedad; la ansiedad, inseguridad; y la inseguridad, pérdida de identidad. En aquella época no se sentía bien y el recuerdo de su expareja todavía pululaba por su mente, así que tuvo miedo de confundir a Rodrigo con una tabla de salvación que le hiciese más agradable el inicio de su andadura por aquel lugar desconocido e inhóspito para ella. Hubiese sido demasiado fácil adaptarse a su nueva vida con la ayuda de alguien como él y aquello le hizo ser quizá más precavida de lo debido. Aquello, aunque puede que no determinante, fue un punto importante que los llevó a convertirse en simplemente amigos. Años más tarde, cuando comenzaba a encontrarse medianamente cómoda en su nueva vida, fue cuando se dio cuenta de que Rodrigo podría haber sido el tipo de hombre que estaba esperando, pero, como decía su amiga Marina, Estela era «lenta de más» en el amor y Rodrigo hacía ya algún tiempo que tenía pareja estable. Aquello, lejos de incomodarla, la hacía feliz. Si Rodrigo era feliz, Estela también lo era. El sonido de un nuevo mensaje incorporándose en la bandeja de entrada de su correo electrónico la distrajo de aquellos recuerdos volviéndola a centrar en el primero de sus objetivos, conseguir la licencia para poder irse a Egipto. Para ello necesitaba cubrir los papeles de Licenza para a docencia e a investigación y hablar con Jesús, el decano.
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Buscó por la farragosa web de la universidad los documentos que tenía que cubrir y después de varios minutos de ensayo y error, logró descargarlos y guardarlos en la carpeta que había creado específicamente para aquel viaje: Egipto. Completó cada uno de los apartados que se solicitaban, los imprimió y les colocó una pequeña y dorada grapa en el lado superior izquierdo de los documentos. Inmediatamente, los firmó y levantó el teléfono. Marcó los cuatro dígitos de la extensión del decano y esperó unos segundos hasta que una voz respondió al otro lado del hilo: —¿Sí? —¡Hola, Jesús! ¡Soy Estela! —¡Hola, Estela! ¡Dime! —¿Vas a estar en tu despacho? Necesitaba hablar contigo un momento. —Sí, claro. Pásate cuando quieras. Voy a estar aquí toda la mañana. —Si no te importa, me paso ahora mismo, ¿te parece bien? —Sí, claro. Aquí te espero entonces. Estela colgó el teléfono y se dirigió a través del largo pasillo hacia el otro extremo del Módulo 2. La luz que se veía a través del cristal superior de las puertas solía indicar que había gente en el despacho. Se colocó la chaqueta y dio tres pequeños golpecitos encima del pomo de la puerta. —¿Sí? —¿Se puede? —preguntó entreabriendo un poco la puerta. —Pasa Estela. Siéntate. —¡Buenos días, Jesús! Necesitaba que me firmases una licencia para hacer un viaje al extranjero. —¿Y a dónde vas? —A Egipto —¿A Egipto? ¿Y eso? —se sorprendió.
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—Bueno, me han propuesto formar parte de uno de los equipos más importantes de la Universidad de Al-Azhar y he decidido aceptar la propuesta. Es una oportunidad que no puedo rechazar. —¿Y cuánto tiempo piensas estar fuera? Recuerda que, ahora mismo, sois muy pocos en el área y no se puede prescindir de ningún profesor. Sabes que la universidad no está ofertando plazas y tus compañeros no podrán asumir todas tus clases… —Lo sé, pero tengo pensado irme en el segundo cuatrimestre, no tengo docencia durante esos meses, así que no importunaré demasiado a mis compañeros. Las clases de máster y de doctorado seguro que me las cubre cualquiera del departamento, no creo que tengan problema en asumir los trabajos de fin de grado que tengo asignados. El curso que viene les devuelvo el favor. Seguro que cuando les cuente donde voy, ellos me apoyarán sin dudarlo. —¿Y a mí no me lo vas a contar? —preguntó con gran curiosidad. —Me voy a trabajar con el profesor Abdullah, pero, por favor, no digas nada aún. Hasta que no tenga la carta de invitación y la ayuda de movilidad no quiero decir nada. Paso de que Sebastián se meta en esto. —¿Con Abdullah? ¡Pero eso es fantástico, Estela! ¡Enhorabuena! Eso te hará subir muchos puntos en tu investigación y en tu currículum, pero pensé que habías dejado ya hace años esa línea de investigación. —Y lo había hecho. Sebastián decidió cambiar de línea y a mí no me quedó más remedio que hacer lo mismo, al fin y al cabo, él era uno de mis directores de tesis. Pero me cansé de trabajar en cosas que no me gustaban, que me daban igual y con gente con la que no podía contar, no congeniaba en absoluto y, además, eran capaces de vender a su madre por un puesto estable
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en la universidad… Demasiado trepas para mi gusto. Ya sabes los problemas que he tenido con él por culpa de eso. Hace ya unos años que decidí trabajar por mi cuenta y con mi propio equipo. Aunque no sea un equipo oficialmente registrado nos ha ido muy bien y nunca he dejado del todo mis trabajos de grafología fenicia. Siempre fue un área que me ha fascinado desde que empecé a trabajar con Teo. Además, aunque Sebastián no lo reconozca, siempre he tenido una facilidad innata para los jeroglíficos y las lenguas muertas. Trabajar tantos años con Costa, además de ser un soplo de aire fresco, me permitió avanzar en mis estudios como no lo habría hecho aquí. Él fue mi mentor, mi amigo, mi profesor y mi colega. Jamás me trató como a alguien inferior y no solo me enseñó todo lo que sabe, sino que parece que lo aprendí bien, aunque Sebastián siga pensando que me puede seguir dando lecciones propias de doctorandos y no ver en mí, de una maldita vez, que no soy una de sus becarias, sino una compañera más de esta facultad. —No sabía que Sebastián había sido tu director de tesis. Siempre pensé que había sido Teo. —Todo el mundo piensa eso, pero recuerda que yo hice mi tesis doctoral en la Universidad de Vigo, no aquí. ¡Ojalá se hubiese quedado en esa universidad! Estaba muy feliz aquí hasta que llegó él como supercatedrático. —Ya sabes cómo es… —Sí, yo lo apreciaba mucho, pero no le voy a consentir que me siga ninguneando y tratándome como una mierda. Creo que solo quiere demostrarle a los demás la ascendencia que tiene sobre mí simplemente por haber sido mi director. Mi tutor acabó de él hasta las narices y, desde que llegó aquí, no deja de intentar amargarme la existencia con tonterías. Va listo si piensa que por el simple hecho de echarme una mano en mis inicios puede hacer conmigo lo que le dé la gana. Yo he hecho más
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cosas por él. Si se las llegase a cobrar, trabajaría solo para mí lo que le queda de carrera académica. ¡No lo soporto más! —dijo Estela visiblemente afectada—. Me encantaría que me apoyase y que me entendiese más, pero parece que cualquier conato de iniciativa propia él lo ve como una muestra de deslealtad, de ingratitud, ¡de traición…! Es que no sé. La verdad es que no sé qué piensa, pero haga lo que haga, parece que lo hago mal… —No te preocupes Estela. Eso no puede afectarte, ¡que piense lo que quiera! Tú lo único que tienes que hacer es seguir trabajando como lo haces. Cuanto más te dejes marear con tonterías, más te van a alejar del camino que tienes que seguir. Si él no ve todo lo leal que has sido con él, nunca lo verá, por mucho que lo intentes y por mucho que te pese que no sea capaz de verlo. —Una de las razones por las que también he decidido irme es porque necesito demostrarle que yo solita puedo hacer mis contactos internacionales y labrarme mi propio camino académico, a diferencia de esos colaboradores suyos que tanto alaba y que lo único que saben hacer es reírle las gracias y gestionarle los papelitos como él llama a corregir, poner notas, dar las clases que a él no le vienen bien porque lo sacan de sus importantísimos quehaceres científicos, etc. etc. etc… ¡Esos sí que son leales! En fin… En aquel instante, a Estela le invadió un sentimiento tal de desolación, congoja, pena y desconsuelo que no pudo evitar que el líquido acuoso que llevaba cierto tiempo reteniendo en el lagrimal rodase en forma de lágrima por una de sus mejillas ante el desconcierto de Jesús. El decano sabía que Estela lo había pasado mal, pero nunca había llegado a atisbar, ni tan siquiera a imaginar, que aquella seguridad que Estela proyectaba en reuniones y en sus relaciones con compañeros y alumnos estuviese tan golpeada y herida. Aquello le sorprendió de tal manera que no reaccionó hasta que Estela rompió a llorar des-
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consoladamente. Jesús se levantó y la abrazó casi sin tocarla. No tenían mucha confianza a pesar de que habían trabajado juntos en algunas actividades de forma puntual y aquella insólita e inesperada situación lo desbordó. —No te preocupes —alcanzó a decir—. Nunca se dará cuenta de lo noble y fiel que has sido con él y, si algún día es capaz de ver más allá de su propio ombligo, lamentará profundamente haberte tratado así. Estela intentó recomponerse ante lo que entendía como un deshonroso e innoble episodio muy impropio de ella. —¡Lo siento Jesús! No sé qué me ha pasado. Disculpa, de verdad. —No te preocupes. Todo el mundo tiene derecho a derrumbarse de vez en cuando. Confía más en ti misma y que no te dé pena ni miedo caminar sola. Eres una persona mucho más influyente de lo que crees en esta facultad y hay mucha gente que te aprecia y te respeta. Que nadie te haga creer lo contrario. —Gracias, Jesús, y perdona otra vez, no he podido evitarlo. Bueno, —dijo intentando volver a la normalidad— no digas aún nada, ¿vale? Todavía no me creo la suerte que he tenido, espero no pifiarla y que todo salga bien. —Estela, te saldrá bien y parte de esa suerte de la que hablas, te la has ganado, pero antes tienes que dejar que ciertas cosas te dejen de afectar tanto. Ni vale la pena que lo pases mal, ni te lo mereces, así que, si los demás no saben ver quién eres realmente, no vale la pena que sufras por eso. Solo tienes una opción: seguir adelante. Te he visto resurgir de tus cenizas en batallas muy complicadas aquí. Eres fuerte, honesta y no te amedrentas ante las vicisitudes. De verdad, que no te hagan pensar que no puedes o que eres menos que otros. Has demostrado más de mil veces tu coherencia, rectitud y buen hacer. Estás en edad y
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en condiciones de salir ahí fuera y comerte el mundo, ¡lúchalo y lo conseguirás! —Gracias, Jesús, te iré informando de cómo va todo. Como siga aquí hablando contigo, acabarás por pasarme la minuta de un psicólogo —dijo intentando poner un punto de humor a aquella situación tan bochornosa para ella. —Vete tranquila. Cualquier cosa que necesites, me lo dices, ¿vale? —¡Vale! Gracias otra vez. Estela salió de allí absolutamente perpleja de su reacción. Ni siquiera ella se había dado cuenta de lo que aquella situación la frustraba y la desesperaba. ¡Cómo no iba Costa a sorprenderse de su miedo a fallarle, a no saber hacerlo bien, a dejarlo quedar mal delante de uno de los profesores más influyentes en la materia! Sebastián jamás la había tratado como a una igual, ni tan siquiera como una compañera más. Le había mermado absolutamente una buena parte de su autoestima mientras intentaba abrirse camino y hacerse un hueco en una facultad donde la independencia se pagaba demasiado cara. A las nueve de la noche llegó a casa un poco más calmada. Las clases la evadían de cualquier problema y de cualquier tipo de miedos o frustraciones. Era buena, ¡muy buena!, eso ni tan siquiera Sebastián se lo cuestionaba. Tenía que llamar a Marina, pero ¿cómo iba a convencerla para que la acompañase en tamaña empresa? Tenía que relajarse, así que decidió bajar a su salón del sótano a tocar unos minutos algunas notas de su partitura favorita en su flamante y plateada flauta travesera con bisel de plata. En aquellos momentos de paz y armonía se le ocurrió cómo abordar a Marina con su insólita petición: —¡Hola Estela! —¡Rupert, te necesito!
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—¿Perdona? Te has equivocado de teléfono, ¡yo no soy tu peluquero! —dijo Marina a carcajadas. —A mi peluquera también la necesitaría ahora, tengo el pelo hecho un asco… —Dime, ¿problemas con Sebastián otra vez? —Esta vez no, pero a ver cuánto dura. Ese hombre ora me quiere ora me odia. Creo que ese es su problema, que me odia porque me quiere y me quiere porque, en el fondo, no es capaz de odiarme. En fin… —¿Entonces…? Estela le contó con extrema precisión la visita que Costa le había hecho el día anterior. —¡Eso es estupendo Estela! ¡Qué bien!, ¡estarás contenta! —Bueno…, sí que estoy contenta, pero un poco acojonada, la verdad. No sé si seré capaz de ayudar al profesor Abdullah. Creo que esto me queda un poco grande… —¡No digas tonterías! No sabes la rabia que me da verte así. ¡Eres muy buena en eso! Costa lo sabe, yo lo sé, y cualquiera que haya trabajado contigo también lo sabe. ¡Hasta el profesor Abdullah lo sabe! Ya te has escrito con él varias veces. Otra cosa es que el idiota de Sebastián te lo reconozca algún día… No entiendo por qué eso es tan importante para ti. ¡Mándalo a la mierda de una maldita vez! —Ya… —dijo Estela con cierta tristeza. —Bueno, ¿y para qué me necesitas? —Quiero que vengas conmigo. —¿Pero tú estás tonta? ¡Yo no sé nada de fenicio, ni de jeroglíficos, ni tan siquiera sé dibujar esos garabatos que haces en esas libretas que ya invaden tu casa! —Tú lo sabes todo de la historia y el arte fenicio, has estado varias veces en Egipto. Podrías ayudarme muchísimo. De verdad que te necesito.
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—Ay Estela, cada vez que aparece Costa en escena, tu vida cambia radicalmente y ¡te metes en unos líos y me metes en unos líos…! ¿No te llegan ya en los que te metes en la facultad? —No quiero perder esta oportunidad. Sería una necia si lo hiciera y una fracasada si no lo intentara y no lo soy. Aunque a veces me hayan hecho llegar a dudar de ello. Eso es algo que aún no me he podido perdonar. —Joder, Estela. Yo llevo muy poco aquí, soy la última en llegar, no creo que mis compañeros me dejen desaparecer de la facultad. Tú no tienes clases en el segundo cuatrimestre, pero yo sí… No sabría ni a quién pedirle el favor… —Había pensado que se lo podías pedir a Armando. —¿A Armando? ¿Mi ex? ¡Tú estás de coña! ¿Verdad? Sabes perfectamente que el pasatiempo favorito de ese hijo de puta es cargarme de clases y más clases, de ponerme los peores horarios desde que es vicedecano y de darme por culo cada vez que puede. —¡No seas exagerada! ¡Tampoco es para tanto! Solo es un poco vanidoso y está dolido porque lo has dejado, pero si le dices que te vienes conmigo seguro que te hace el favor. Aunque, bueno, más propio de él es que te lo venda —rio Estela. —Sí, contigo es muy amable, muy simpático y muy cordial, pero en el fondo cree que eres una engreída y la verdadera responsable de que lo haya mandado al carajo. —Al menos prométeme que lo vas a intentar. Solo eso, ¿vale? —La verdad es que me vendría bien un cambio de aires y podría aprovechar para hacer algún estudio para publicar. Y si el profesor Abdullah me presentase a Rashim Alfagui ya sería la bomba, ¡es un experto en arte egipcio! Y fue discípulo de Abdullah en sus inicios. —¿Ves? ¡Las dos ganamos!
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—Vale, mañana te digo algo. Ahora te dejo, ¡la pasta se me va a pasar! —Sí, yo también estoy con la cena, ¿y a nosotras nos llaman mujeres liberadas? ¡Somos unas auténticas matadas! —rio Estela a carcajadas—. Mañana hablamos, ¿vale? —Tranquila, mañana te llamo. —¡Genial! ¡Gracias! Un beso. ¡Chao! —¡Chao! A la mañana siguiente, Marina llegó a su despacho un tanto inquieta, repasando una y otra vez el discurso con el que abordar a Armando. Miró su horario de clases en la web y bajó al aula diecisiete donde, según la información que la pantalla arrojaba, estaría con su ensayada verborrea hasta las 10:30 de la mañana. Mientras esperaba en el pasillo, la puerta del aula se abrió diez minutos antes de lo esperado. Marina comenzó a ver decenas de alumnos saliendo a trompicones, dirigiéndose atropelladamente hacia la cafetería, pero no vio salir a Armando, así que decidió entrar cuando ya apenas quedaban alumnos dentro. Allí, subido a la tarima, charlando con los últimos alumnos cual profesor experimentado, estaba Miguel, uno de los becarios del departamento. —¿Y tú aquí? —le abordó Marina directamente, sin ningún tipo de preámbulos o formalidades. —Armando me pidió que le diese sus clases prácticas. Me dijo que estaba muy ocupado y si no me importaba venir a mí y como me gusta tanto dar clase pues, …—respondió Miguel algo perturbado por la situación. —Tú sabes perfectamente que con tu contrato no puedes hacerlo. A ti te pagan por hacer un proyecto de investigación, no para dar docencia. Deberías estar investigando y no haciendo el trabajo de Armando. Bastante tienes ya con el tuyo
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como para tener que ocuparte del de los demás —dijo Marina visiblemente molesta. —Él me dijo que viniera. —Tú no puedes estar aquí, no estás en el pod1 ni de esta asignatura ni de ninguna. —No puedo decirle que no y enfrentarme a él. Si quiero tener aquí la más mínima posibilidad de futuro, tendré que hacer lo que él me pida… Mira cómo le fue a Clara. Se limitó a hacer su trabajo y, después de leer su tesis doctoral, jamás volvió a contar con ella. Ahora está dando clase en un colegio de Lugo y ¡gracias! Y, además, no solo lo hace conmigo. Martín tiene una beca de profesor en formación y por eso aparece en el programa de la materia con Armando. Lo que pasa es que, en vez de ir con él a clase para formarlo —dijo mientras hacía el gesto de unas comillas con los dedos de ambas manos— tal y como se especifica en los estatutos de la universidad, pues va él solo y así le deja tiempo libre a él para hacer otras cosas. Lo que pasa, en este caso, y, a diferencia de lo que yo pienso, es que a Martín le encanta ejercer de profesor, aunque no lo sea, y hacerles creer a los alumnos que sabe mucho y que es muy importante en la asignatura cuando solo es un becario con sesenta horas de docencia para formarse, no para dárselas de listo. —¡Pues sí que estamos bien! Como algún alumno se dé cuenta y pida explicaciones de por qué no está el profesor responsable en el aula, se os va a caer el pelo. —«¡Madre mía! Y los del equipo decanal preocupados de las estadísticas de calidad, pasando olímpicamente de lo que pasa realmente en esta facultad», caviló—. Sal de aquí anda y vete a tu despacho a trabajar —le dijo cambiando su inicial tono de enojo y estupefacción por 1 Plan de Ordenación Docente- Programas de las asignaturas.
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otro mucho más condescendiente. «Al fin y al cabo, el pobre chico no tenía ninguna culpa», pensó. Miguel, sin decir más, se dirigió a su gabinete compartido con otros becarios como él y con algún recién doctorado que continuaba teniendo un despacho, un ordenador y todo lo necesario para seguir trabajando en una institución de la que, oficialmente, era completamente ajeno. Algunos de ellos disfrutaban también de contratos de investigación y otros de becas públicas concedidas por el gobierno para realizar sus tesis doctorales, pero ninguno de ellos para hacer el trabajo de ningún profesor a pesar de que pasaban buena parte de su tiempo corrigiendo exámenes, haciendo presentaciones de charlas y conferencias ajenas, dando alguna que otra clase y, algunos de ellos, por increíble que pudiese parecer, vigilando exámenes que no solo no les correspondían, sino que su presencia allí estaba igual de justificada que la de cualquier camarero de cualquier bar próximo que se le pidiese que echase una mano. Miguel estaba harto de todo aquello y absolutamente de acuerdo con Marina, pero no podía hacer nada, ¿qué podía hacer? Él quería ser profesor de universidad algún día y sabía que, si no quería correr la misma suerte que Clara, no le quedaba más remedio que seguir los dictados, mandatos y requerimientos de su director de tesis doctoral. Siempre pensaba que Ada, su compañera de piso, tenía mucha más suerte que él, aunque ella no contase con un contrato de investigación que le ayudase a pagar sus estudios de tercer ciclo. Hacía su tesis con Estela y, a pesar de que Ada era muy trabajadora, su directora siempre le echaba una mano y hacía todo lo que podía por ella sin pedirle nada a cambio y, mucho menos, que le diese sus clases. Marina se dirigió con paso firme al despacho de Armando. Estaba harta de aquel gilipollas, siempre haciendo y deshaciendo a su antojo, como si la universidad fuese suya. Hasta trataba
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a muchos de los profesores que había formado como siervos que debían rendirle pleitesía con diligencia y con una sonrisa, considerando que tenían que estarle eternamente agradecidos por haberles ayudado con sus carreras académicas, proporcionándoles una vida acomodada, como si ellos no hubiesen aportado nada a aquella relación más propia de señor y sirviente de la Edad Media que del siglo xxi. Aquella forma de proceder era habitual en algunos catedráticos que, por mucho que se vistiesen y autodefiniesen como los más progresistas y democráticos de la universidad, se resistían a desprenderse, cual perro de su presa, de aquellos hábitos hereditarios y ancestrales. Giró varias veces a izquierda y derecha por la enrevesada maraña de pasillos hasta que sus nudillos aterrizaron en la pintura azul de la puerta más próxima a la salida de emergencia de la primera planta del edificio. —¿Sí? —¿Puedo pasar? —preguntó Marina con el brazo estirado, dejando un enorme hueco entre el canto y el umbral de la puerta. Con gesto serio, acompañado de una mueca de reproche por la brusquedad manifestada por Marina, Armando balanceó repetidamente hacia adelante y hacia atrás el índice y el corazón de su mano derecha instándola a que pasase mientras sostenía el auricular pegado al pecho con la otra. Señaló la butaca azul invitándola a sentarse y continuó con su conversación telefónica. —Disculpa. Te decía si ya te ha llegado mi artículo. Necesitaba que me lo publicases en el próximo número de tu revista. Aún me faltan tres para conseguir el sexenio, pero con tanta clase…, no me da tiempo a nada y el año que viene tengo que tener los tres publicados, me vencen los seis años, ¡pasa el tiempo volando! ¿Puedo contar ya con este? —…
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—Vale, me quedo tranquilo entonces. —… —Bien. Oye, ¡muchas gracias! ¡Te debo una! —… —Bueno, hombre, no fue nada… —… —Ya sabes que me gusta contar contigo y, a los mejores, me gusta pagarles bien. ¡Diste una conferencia inaugural espectacular! ¡Buenísima! ¡Buenísima! Lo que te pagamos fue poco en comparación con lo que te merecías. —… —Sí, sí, sí… —carcajeó Armando en tono complaciente y obsequioso. —… —Claro…, claro. —… —Oye…, amigo, vamos hablando, ¿vale? Gracias. —… —¡Un fuerte abrazo! Adiós, adiós. Armando encajó el auricular en la base, giró cuarenta y cinco grados su silla de piel de imitación y se dirigió a Marina con un tono que a ella le sonó más a coqueteo que a posible reproche. —Vaya, vaya, vaya, mira a quién tenemos aquí ¿y esta sorpresa? —Deja de hacerte el interesante, Armando. Tú y yo ya nos conocemos lo suficiente como para andar con estas cosas. Necesito que me hagas un favor —le espetó bruscamente Marina. —Pues debe de ser algo muy gordo si me lo tienes que pedir a mí —respondió con cierta sorna. —Necesito que des mis clases del segundo cuatrimestre —dijo mientras la carcajada de Armando se escuchaba a través de la puerta.
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—Venga, ¡me lo debes! —insistió Marina ofendida ante aquella reacción tan cínica a su modo de ver. —¿Que te lo debo? ¿Yo? ¿Estás de coña verdad? ¿Quién coño crees te apoyó para que entrases en esta facultad? ¿Quién fue el que se partió la cara por ti? —dijo altamente sulfurado mientras daba un respingo sobre su silla, levantando el índice de su mano derecha con gesto acusador. —¿Partirte la cara? ¿Estás de broma? ¡Pero si me presenté yo sola a la plaza! ¡No competía con nadie! ¿Delante de quién tuviste tú que dar la cara por mí?, ¿eh? ¡Dime! —Mira Marina, ¡me tienes harto! —Sí, sí, ahora cambia de tema, como siempre. —Dime, ¿qué quieres? —Ya te lo he dicho. —Vas a tener que explicarme mucho más que eso si no quieres que te eche inmediatamente de mi despacho. —Quiero ir a Egipto a hacer una estancia de investigación —respondió con rotundidad. —¿A Egipto? Tú no tienes ningún contacto en Egipto, ¡los tengo yo! De hecho, las dos veces que estuviste allí, fue gracias a mis contactos, no a los tuyos. Nadie ha hablado conmigo sobre eso y en ese caso, me lo pedirían a mí, no a ti. —¡Eres un arrogante, Armando! ¡Y un imbécil! —Por ese camino estás más cerca del otro lado de esa puerta que de Egipto. Te aviso. —Me voy con Estela. Se va a trabajar con el profesor Abdullah. —¡Joder con Estela! Siempre tiene que estar metida en todo. ¡Estela, Estela! Estoy de ella hasta el moño. ¡Una pena que no seáis lesbianas! Parece que no podéis vivir la una sin la otra… —Deja de decir tonterías Armando. Estela es mi mejor amiga desde hace más de un cuarto de siglo, ya lo sabes. Antes parecía que te caía bien…
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—¿Que me caía bien? Solo la soportaba por ti. ¡Es una chula! Con ese carácter que tiene no sé cómo ha sido capaz de entrar en la universidad. La verdad es que ese Sebastián con el que empezó a trabajar debe de ser un bendito… —Él un bendito y ella muy buena en lo suyo. —Seguro que, si no tuviese esa cara y esas piernas… —¡Eres un cerdo, Armando! ¿Pero qué coño habré visto yo en ti…? A veces me das un asco que ni te cuento, a pesar de lo bueno que estás… Ya me lo decía mi madre: «el físico no lo es todo…» ¡Olvida lo de Egipto!, ¡paso! Marina asió su bolso, se levantó, y cuando se dirigía hacia la puerta, Armando la detuvo con otra pregunta. Aquella referencia a su estupendo físico había hecho que se olvidase, por unos instantes, de lo grosera, malhablada e impertinente que era Marina a veces y de lo mucho que se merecía que la echase inmediatamente de allí. En aquel momento, se concibió como un hombre maduro, sensato y responsable. —Bien, no me importa por qué va Estela a Egipto, pero sí quiero saber a qué vas tú, a no ser que ahora seas su dama de compañía —dijo en tono jocoso. «Mira, Armando, ¡vete a la mierda!», le hubiese gustado responderle en aquel momento. Sin embargo, se guardó aquel orgullo suyo del que tanto hacía gala y su lenguaje más pedestre y respondió, según creía ella, de forma más inteligente. —Tengo la posibilidad de conocer a Rashim Alfagui. Fue discípulo de Abdullah cuando comenzó sus estudios universitarios. De hecho, hizo su tesis con él. Después Rashim se interesó más por la historia que por los alfabetos y las grafías y separaron líneas de investigación, que no amistad ni colaboración. El resto ya lo sabes. —¡Y eso también! ¡Deja de tratarme como si fuese yo el novato y no tú! —después de unos segundos en silencio, re-
La montaña del sirviente
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flexionó y moderó su tono de voz—. ¿Qué me das a cambio? En aquel momento, la frase recurrente de su madre en las circunstancias en las que no iba a sucumbir, de ninguna de las maneras, a los encantos de su zalamera hija cuando ella era pequeña —¡un corre que te cagas y una levita! — se quedó en la punta de su lengua, quedando rezagada ante una más sagaz, aunque no más rápida en la cabeza de Marina. —¿Qué quieres? —Que consigas que Rashim Alfagui se una al proyecto europeo que voy a pedir como colaborador externo. Será imposible que me lo echen para atrás si va su nombre en él. Y prométeme que, si publicas algún estudio, algún artículo, manual o cualquier otra cosa, pondrás también mi nombre. —Nadie te garantiza que cumpla mi palabra y acabe poniéndote en los trabajos con el señor Alfagui. Necesito que firmes que tú te harás cargo de mis clases mucho antes. —Me arriesgaré —le respondió con cierto desprecio—, pero no te firmaré nada si no consigues antes ese convenio con él y su universidad, además de la carta aceptando formar parte de mi proyecto. Tú verás si quieres o no ir a Egipto. Marina lo miró, apretó los labios, asintió y cerró la puerta sin despedirse. «¡Estela, me debes el favor de tu vida!», pensó.