ÁNGEL MORÁN
LA MUERTE EN MI MENOR
Primera edición: julio de © Ángel Morán,
© Ediciones Carena,
Ediciones Carena c/ Alpens, - Barcelona T. www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net Diseño de la cubierta: Rocío Morilla www.rociomo.com Supervisión: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Maquetación: Ricard Muñoz Ochoa Corrección: Elena Morilla DEPÓSITO LEGAL: B - ISBN: ---- Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
A mis padres.
PRÓLOGO
MÚSICA PARA UN FEMINICIDIO Los músicos saben que la tonalidad en mi menor es la más característica de una guitarra con afinación típica. Ideal para tocar, por ejemplo, un blues o The thrill is gone. La playlist de esta novela roza, sin embargo, los arrabales del punk rock: mucho Ramones; el Kick out the Jams, de MC5 y, sobre todo, The Passenger, de Iggy Pop, que suena en varias páginas de esta intriga. Ni Lorenzo Silva le echaría la pata a la discografía que encierra La muerte en mi menor. Entre las historias transversales que dibuja su autor, figura la de un grupo musical cuya peripecia fija la banda sonora de esta historia, en una secuencia que lleva desde Somebody told me, de The Killers, al Smoke in the water, de Deep Purple. Por no hablar de Seven Army Nation, A woman left lonely, de Janis Joplin, y Don’t take me for a loser, de Gary Moore. Aunque detrás de esta trama resuenan las guitarras, el protagonista casi tiene nombre de saxofonista vasco: Jon Arbizu, joven inspector del Cuerpo Nacional de Policía que viene de resolver el crimen del pederasta de San Blas y que, en lugar de la alta pero humilde cocina mediterránea de Manuel Vázquez Montalbán y de Andrea Camilleri, prefiere los platos ecuatorianos que sirven en su garito preferido de Madrid, el Chin-
gana, nada del otro mundo si no fuera por su condición de refugio, de algo parecido a un hogar en la jungla urbana. La acción transcurre en un Madrid diverso que lleva desde el centro hasta Moratalaz, la Fuente del Fresno, en San Sebastián de los Reyes, o el Berrueco, lugares escogidos por el autor –que, originario del sur, ha vivido en esa ciudad y en Barcelona– como telón de fondo que persigue el naturalismo antes que desembocar en el estereotipo, aunque no falten clásicos del género como que el protagonista termine viéndose apartado del caso porque las autoridades prefieran ceder a la presión mediática antes que obedecer al sentido común. Novela negra cuentan que es La muerte en mi menor, de mi antiguo vecino Ángel Morán, sobrevenido ya en escritor de claro aliento con dos títulos anteriores: El vuelo del alcatraz (2002) y Una mosca en la pared (2012), en los que ya se vislumbraba su pericia a la hora de construir un relato a partir de una sólida sintaxis, frases redondas e impactantes como un disparo a quemarropa y diálogos que no rechinan al oído del lector. Su argumento y su estructura cumplen, hasta cierto punto, con el célebre decálogo de Raymond Chandler que sigue gustando a Andreu Martín y a otros escritores; Hammet escribió otro pero era más técnico, destinado a evitar que los autores del género cometieran tonterías de inexpertos en el manejo de un revólver, por ejemplo. El de Chandler, en cambio, exigía verosimilitud, precisión –no se admiten errores técnicos respecto al método del asesinato ni al de la investigación–, realismo en los personajes, ambiente y atmósfera –temas de gente real en un mundo real–, consistencia, sencillez, sorpresa en cuanto a la solución del misterio y, al mismo tiempo, coherencia, ya que «cuando revelemos la solución, esta debe parecer inevitable». Chandler también exigía concreción –«la novela policíaca no tiene que
pretender abarcarlo todo»–, justicia –el criminal tiene que ser castigado de una manera u otra dado que lo contrario irritaría al lector— y honestidad con quienes lean el libro. No solo se leen los libros sino que también se leen a las personas, afirma uno de los personajes de esta intriga que intenta ser fiel a los procedimientos policiales, de la instrucción de la jueza Élida Piñón a la aparición de un perfilador –Manuel Sabater, analista de conducta a la manera de la exitosa serie Mentes criminales– y la convivencia, cada vez menos frecuente, por cierto, entre la científica y los comisarios chapados a la antigua. Hay dos denominadores comunes en la secuencia de crímenes a los que se enfrenta Arbizu: la aparición de una púa de guitarra con la imagen de una calavera y el hecho de que las víctimas sean mujeres, lo que desata las naturales movilizaciones en contra de la violencia machista. En gran medida, esta novela podría constituir una metáfora del feminicidio que ha llenado nuestro país de cientos de mujeres muertas. Hay algo más, sin embargo, que va más allá de esa hipótesis y de la atmósfera hasta cierto punto gore que rodea ciertas escenas de la obra. Se respira aquí cierta simpatía por el diablo, que dirían los Stones. Es un viaje hacia el mal, que no suele tener un género preciso ni una apariencia concreta sino que se esconde en los vericuetos más inesperados. Los personajes deambulan por una ciudad de discotecas rutilantes y de bares cutres, de la mano de un inspector que ama los coches pero que, en lugar de Ferraris, de almendrones o de todoterreno tiene que conformarse con la realidad de los Mégane o de los Seat León. La vida misma convive con el misterio y la muerte. Ríos de alcohol viajan por jóvenes cuerpos medicamentados, jóvenes o maduras estranguladas, estudiantes de último curso de instituto que juegan a comerse el mundo pero, mientras tanto, desean o devoran a sus novias. Hay mucho de
iniciación en este viaje hacia ese infierno que a veces somos nosotros mismos. Morán prefiere establecer el kilómetro cero de su historia justo en ese lugar del tiempo y del espacio cuando aquellos que todavía no son, quieren ser. O no ser. En esa duda hamletiana, hay sitio para la gloria y para la pena. Para el horror y para la luz. Mucho hay de tales contrastes en este puñado de capítulos en los que manda un aliado de la mejor literatura: el entretenimiento. JUAN JOSÉ TÉLLEZ Escritor
PRIMERA PARTE
Para vosotros podrรก no serlo, pues nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestro pensamiento. WILLIAM SHAKESPEARE Hamlet
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La mañana que encontraron el cuerpo sin vida de Laura era fresca y despejada. El sol pellizcaba la piel y una leve brisa levantaba el olor de los cedros del Retiro. Prometía ser uno de esos días que apetece pasarlo fuera de casa. La noche anterior también había sido apacible. Incitaba sin duda a salir, a pasarlo bien, a disfrutar de la noche, de los amigos, del hecho milagroso e inconsciente de ser joven. Laura tenía 26 años y no le suponía un problema enfundarse en el plumas para ir a trabajar a Kapital. Pero la llegada de la primavera le permitía ponerse lo que más le gustaba sin verse obligada a taparlo debajo de toneladas de ropa aburrida. Aquella noche se sentía pletórica de sí misma. Una noche más. Atrás quedaron, tenían que quedar, todas esas tardes que no salía de casa, pendiente del móvil, sin que sonara la llamada que tanto había esperado. Recibía llamadas, sí, muchas, pero eran de amigas que la invitaban a salir a tomar algo o de algún que otro chico al que le hubiera dado su número en alguna fiesta o algún curso. Ella cortaba la conversación con cualquier pretexto para dejar el móvil libre. Solo faltaba que la llamaran para hacer un rodaje o algún casting interesante y que ella estuviera colgada al móvil parloteando como una adolescente. Ahora quería evitar comportarse de una manera tan huraña, porque si algo había comprendido es que no se podía aislar del mundo esperando que le llegara la oportunidad con la que siempre había soñado. Al contrario. Era ella la que tenía
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que abrirse para que el mundo la conociera. No estaba dispuesta a convertirse en una amargada. Ella no. Y ahora, desde que se había apuntado a la escuela de baile, al menos le habían salido tres o cuatro bolos que le habían servido no solo para pasárselo como una niña pequeña, sino para terminar de convencerse de que ella se tenía que dedicar a algo relacionado con el mundo del espectáculo. Había nacido para eso. Así que había recuperado la sonrisa y las ganas de comerse la vida. Ojo, la vida, no el mundo, como cuando tenía 20 años y se creía como mínimo la nueva Penélope Cruz. Ahora quería disfrutar. Y por eso no le hace ascos a la licra ni a las transparencias, ni a las minifaldas cortas, ni siquiera al látex, ni por supuesto le escatima centímetros al escote, aunque igual esta noche —piensa— se le ha ido la mano. Pero enseguida se acuerda de su abuela diciendo con la risa asomada a los ojos aquello de que para que se lo coman los gusanos que lo disfruten los humanos. Al recordarlo achina los ojos con la picardía que heredó de ella. Esta noche hay varias decenas de humanos tras la barra esperando a que les sirvan. Juraría que en la otra esquina no hay ni la mitad, y le gusta pensar que tiene una legión de fans esperando su momentito con ella. Ella le brinda un gesto especial a cada uno de ellos. Para unos, un saludo simpático; para otros, una bromita y para todos, una sonrisa, con diferencia su mejor arma. Muchas veces tiene que esperar mientras los ojos de los chicos se extravían por variopintos lugares de su cuerpo. De momento, no menos de cinco de ellos le han pedido cervezas y cubatas directamente a sus tetas. Y ella, que tiene gusto por la broma, ha bajado la cabeza hasta hacerse encontrar con los ojos del cliente. Luego, quizá para compensar, busca a Liz, su compi, y se marcan un bailecito espalda contra espalda, flexionando rodillas para bajar y subir los cuerpos al ritmo de la música, y una se ríe cuando la otra le acaricia las caderas sin rubor, y se sonríen mientras
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oyen algún que otro silbido de estimulación. Después de servir unas cuantas copas más, se toman juntas un chupito. Aun se les une Maik, el peruano nuevo de ojos esmeralda y tríceps que parecen forjados por Photoshop, que les habla de usted y trae locas a las niñas cada fin de semana. Además, esta noche, que parece que será larga, está por allí Arturo, con quien se da un par de morreos cada vez que coinciden en el almacén. No debería, lo sabe, pero ese chico le hace vibrar, literalmente, como si le hubieran encajado debajo del ombligo unas pilas de triple A y apretaran el botoncito cada vez que le ve, por ejemplo, agarrar de una tacada una pila de tres cajas de Mahous y levantarlas como quien canta; o cuando está haciendo números con sus gafas de otra época y su expresión de concentración máxima. Simplemente vibra. Sus amigas no lo entienden y le aconsejan de manera más o menos directa que se aleje, que no se encapriche, que un tío separado y con un par de críos a cuestas no puede traerle más que problemas. Y ella sabe que tienen razón. Pero no lo puede evitar. Y así van cayendo las horas, a una velocidad muy distinta de cuando hacía de azafata de congresos o repartía canapés en las aburridísimas ferias temáticas de IFEMA. A veces se sorprende porque nota cómo le van pesando las piernas y entonces consulta el móvil, que le sobresale del bolsillito de atrás del short tejano, y ve que son las cinco de la mañana. Pero el ímpetu y el buen rollo siguen intactos, y ella no siente que está trabajando, sino que está actuando y bailando y riendo. Casi totalmente feliz, diría. Hacía años que Valeriano no pisaba una discoteca. Estaba en la terraza de su casa, mirando los árboles de la calle mientras se fumaba un cigarro, cuando su madre le gritó desde la
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cocina una pregunta absurda que hizo estallar en pedacitos el momento de sosiego que se había procurado. La putísima madre que me parió, masculló. Lanzó el pito encendido a la calle, se metió en su habitación y dio un portazo que debió de resonar en Entrevías. Sus muertos. No aguantaba un minuto más allí, oliendo a coño de vieja. Además, tenía el presentimiento de que ya estaban allí. De hecho, era algo más que un presentimiento. Lo sabía. Había oído mucho trasiego de pasos en las escaleras. Estarían tomando posiciones. Pero él fue más rápido. Se cambió de ropa y se roció de Deliplus. El metro le llevó hasta el centro, y una vez allí le apeteció tomarse una copa. Y ya podía el médico decir misa. Ya estaba harto de tanta precaución, tanta medicación y tanta basura para, total, seguir arrastrándose por una vida de mierda. Una vez dentro de Kapital le llama la atención que todo el mundo parezca contento a pesar del volumen insoportable al que suena esa música del demonio. Sin embargo, no tarda en aprender a convivir con ella porque sus pensamientos siempre sonarán más fuertes y más nítidos. Se llega a ver a sí mismo en un lugar y un momento que le son ajenos, acompañado de grititos de niñatas necesitadas de un buen polvo y larguiruchos huevones sin media hostia encima. Sin embargo, la visión de la morena que está poniendo copas tras la barra del fondo es capaz de apagar de una sola vez música, grititos y pensamientos. Así: clic. Fuera todo. Es… es ella. Se va directo hacia allí y desde cerca es incluso más guapa. Se procura un sitio quitándose de en medio a algún aprendiz de baboso, y cuando por fin la tiene delante, encarándole con aquellos retadores ojos azules y aquella sonrisa devastadora, consciente de que todo lo puede y lo hace precisamente porque puede, le vuelve a pasar: el gatillazo de la voz. El cerebro da la orden a la garganta para que ofrezca una exhibición de virilidad al pronunciar «un
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cubata de whisky, por favor» pero en su lugar apenas sale un leve maullido de gatita huérfana. Y no le agrada que esa circunstancia sea lo que por primera vez desde que entró en la discoteca haga quebrar la sonrisa de aquel ángel en una mueca de desconcierto, como cuando uno está tomando el sol y una avispa empieza a sobrevolar la zona. No le sienta mejor que la chica deje de mirarle a los ojos para señalarle la oreja, como una indicación para idiotas de hacia dónde tiene que apuntar el risible chorrito de su voz. Al segundo intento no quiere sorpresas y se encuentra con el efecto contrario: un rugido desproporcionado con el momento, el lugar y la persona que no es celebrado con la sonrisa de la morena. Le habría gustado haberlo rebobinado todo hasta el momento de entrar en la discoteca y probar suerte de nuevo. Pero eso solo se puede hacer con las pelis y con la Play. Y, por supuesto, con la guitarra. ¿Cuántas veces no habría tenido esa sensación? Querer borrar algo que ha hecho o dicho inmediatamente después. La guitarra te da una, diez, cien oportunidades para mejorar un fraseo torpe. La vida no. Y las personas, aún menos. La morena le prepara el cubata como el funcionario que estampa el sello del Gobierno en veinte folios seguidos y no se molesta en comprobar si la tinta ha empapado bien de negro el papel. Allí se va la zorra pavoneándose de su puerca perfección, y seguramente ya le ha juzgado a él como un mierdecilla, un blanco fácil muy lejos de estar a su altura. Quién cojones se creería, la muy puta. Se lleva el cubata a la otra esquina de la barra, donde hay un hueco desde el que puede beber y observar sin que le molesten. Desde allí puede examinar a qué se dedican los niñatos que no están pidiendo copas y, de reojo, echarle un vistazo de tanto en tanto a la morena. Pero qué buena está la hija de puta. Y lo curioso es que parece simpática. Pero cada vez tiene menos
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dudas. Es ella. A veces, tiene que pasar por donde él se encuentra para ir al almacén cuando ha de reponer alguna botella o llevar alguna caja vacía. Entonces la mira de frente, esbozando esa medio sonrisa que tantas veces había visto reflejada en el retrovisor del bus. Y ella le devuelve la sonrisa, pero no la sonrisa que habrá prefabricado para que los niñatos consuman más y luego se maten a pajas con su recuerdo, no. Aquella es una sonrisa más pícara, más guarra, una sonrisa que promete cosas, cosas privadas que solo pueden pasar entre adultos, no con niñatos. Se bebe la mitad del cubata de un trago y le sabe a gloria. Hijos de puta, prohibirme esto a mí. Se tienta el bolsillo izquierdo en el gesto cotidiano de comprobar que el móvil sigue en su sitio y luego, por variar, también el derecho. Allí da con la inconfundible forma de una de las decenas de púas que tiene por todas partes. Allí donde él está tiene que haber una púa. Le gusta palparla por encima del pantalón e incluso a veces mete la mano en el bolsillo, la agarra con el pulgar y el índice y simula los movimientos del solo que tiene en ese momento en la cabeza. Ahora le había dado por la primera etapa de Satriani, y está desarrollando un solo del segundo disco cuando llama al panchito guaperas que está en su zona con un chasquido de dedos. Pero el muy maricón atiende a tres niñatos antes. La rubia que también sirve por allí no está nada mal tampoco, pero él lo tiene claro. De vez en cuando se dedican las dos a poner cachondo al personal. Está claro que estos saben lo que hacen. Han cuidado hasta el más mínimo detalle. Son profesionales, eso está claro. Pero no saben con quién han topado. Una de las veces que la morenita entra al almacén, le escucha una conversación interesante con el panchi de los musculitos. —Hoy pringas tú, ¿no, Laurita? No hay respuesta o al menos Valeriano no la puede oír. Sin embargo, por las risas del panchito puede deducir que sí, que
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le toca pringar a ella, signifique aquello lo que signifique. Pero la conversación sigue y las pocas dudas que tiene acaban por disiparse. —Si quieres me quedo contigo. —No hace falta, guapo, muchas gracias. Ya me apaño. —¿Seguro? —Seguro. Tú vete tranquilo, que me parece a mí que la del top negro no quiere dormir sola esta noche. Se oyen las risas mezcladas de los dos y él siente una punzada de celos que no viene a cuento. Se pide la tercera copa y se va con ella a dar una vuelta por el local para comprobar el género. Cuando llega al baño, en una de las puertas habían pegado con celo un folio en el que se puede leer «Averiado». Aquí. Está cerrada y no se lo piensa dos veces. Trepa por la puerta hasta que logra introducirse dentro. Desde dentro no se puede abrir, aunque no le costaría reventar la cerradura de una patada. No sabe bien por qué lo ha hecho. Será el instinto de supervivencia, que es el más poderoso de todos. Lo ha leído en algún sitio. Así que se sienta allí, con la taza del váter cerrada, y se pone a esperar no sabe bien qué. Y en la espera pierde la noción del tiempo. Y algo más. Hace ya un rato que lograron echar al último grupo de borrachuzos empeñados en descubrirse unos a otros el gran secreto de la humanidad y en un momento va a revisar los baños, adecentar la barra y cuadrar la caja. Primero, los baños, y así aprovecha para hacer el penúltimo pis. Ha sido otra buena noche. Arturo parecía contento al irse y ella se puso más contenta aún cuando él le guiñó un ojo antes de salir por la puerta. Claro que él está ahora durmiendo en su casa o jugando con los niños y ella está allí, sola. Pero no se lo puede reprochar. Ella sabía
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bien lo que había y él nunca le ha prometido lo contrario. Pero si la imaginación es libre el corazón para qué más. El servicio de chicas está que da asco verlo. Carmen se va a poner de una hostia importante cuando llegue hoy. Y a ella se le dibuja en los labios un amago de sonrisa porque nunca ha escuchado a nadie blasfemar con tanta gracia. ¡Los muertos de san Pancracio, que no le faltan un perejil!, soltó la última vez. Pero la sonrisa vira en mueca de desprecio cuando comprueba que se han cargado uno por uno los pestillos de los lavabos. Serán salvajes. Está por comprobar si han hecho lo mismo con los de los tíos, pero la vejiga aprieta y se sabe sola. En cualquier caso, entorna un poco la puerta, le pasa un clínex a la taza que considera menos sucia y se baja las bragas por debajo de las rodillas, intentando reducir al mínimo el contacto de las nalgas con el asiento. Solo cuando empieza a orinar se da cuenta del error fatal. Todo sucede tan rápido que solo le da tiempo a concebir la certeza de saber que no hay marcha atrás, que se encuentra en zona de peligro. Es un estruendo tremendo el que oye y son unos pocos pasos firmes, que saben hacia dónde van. No le da tiempo ni a sentir miedo porque necesita de todos los sentidos para ser rápida. Se pone de pie, pero apenas se está subiendo las bragas, una fuerza descomunal la empotra contra la pared. Le recuerda a cuando era chiquitilla y las olas la derribaban sin remisión en la playa. Pero ni esto parece un juego ni su papi anda cerca para ponerla a salvo. Empieza a chillar, pero el grito se apaga pronto entre los dedos del tipo, que le resulta familiar. Lucha con todas sus fuerzas para evitar acabar siendo víctima de ese miedo ancestral, casi irreal por legendario, que siempre la ha acompañado. Pero los dedos en tenaza del hombre tienen una fuerza que no se diría humana. Y cada vez que aprieta un poco más, le siente crecer el asqueroso bulto que ya se abre paso dentro de ella. Y con la otra mano le aprieta el culo con fuerza, como si se lo quisiera
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arrancar. Nota que le caen las lágrimas por la cara aunque no sabe que está llorando. Y vuelve la mirada hacia un lado para que no sea la cara de aquel monstruo la última imagen que vea en su vida. La morena se le deshace entre los brazos como un azucarillo empapado de absenta. Da gusto apretarse fuerte contra ella, que parecía tan brava al principio. Se imagina a una guerrera nórdica, con aquellos ojos azules tan poco propios de aquí. Con esa fiereza casi animal, que no solo le mantiene la erección, sino que la amplía. Con el gemido de placer culpable que se le escapa a la muy zorra. Y, sobre todo, con el gritito ahogado cuando la agarra bien del cuello y la empuja contra la pared. Y la deliciosa sensación de manejarse con firmeza en las dos acciones. Lo sabe: no ha disfrutado de un momento de mayor plenitud en su vida. Y se lo bebe a grandes tragos, en proporción inversa a lo corto que se le hace el lance. Porque a cada embestida aprieta los dedos de la mano que atenazan el cuello de la morena. Es curioso que mientras ella se va quedando sin aire él se va llenando de vida. Y se va consumando un trasvase de justicia poética que acaba con un suave beso en la frente y un recuerdo que se lleva para asegurarse de que lo que acaba de culminar no ha sido producto de su imaginación.
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Son las 4:37 de la mañana y el inspector de policía Jon Arbizu ya lleva un rato evitando mirar los dígitos del reloj que descansa impasible sobre la mesilla de noche. Cuando por tercera vez se da la vuelta y clava la cabeza en la almohada, como si dormir fuera un acto que pudiera someter a su voluntad, ya sabe que no tiene nada que hacer, por mucho que lo intente. De hecho, sabe que cuanto más empeño ponga, menos probabilidades tendrá de recuperar el sueño. Pero al insomnio no lo puede tratar como a un detenido, si no quieres por las buenas, vas a querer por las malas, y la impotencia del hecho le hace saltar de la cama como un amante despechado. Y a partir de ahí empieza la acción. La prisa es buena porque evita la tentación de pensar. Pensar, según cómo, es malo. Recordar, peor aún. Y estar a las cuatro de la mañana encerrado en una cama viciada de humedades resecas recordando cosas que le hagan pensar, es terrible. Así que lo mejor es darle acción al cuerpo, vaciar la vejiga y agitar la mala leche con agua bien fría en la cara. Abrir las ventanas, como si con ello limpiara la casa de malos pensamientos. Seleccionar rápido la camiseta, los pantalones, los calcetines, comerse un par de plátanos mientras se viste, y ajustarse los cascos con la música que le impulse fuera de allí. Y correr, que es lo más parecido a escapar. Los primeros quince minutos son los más duros. Los músculos, aún entumecidos, reciben justo la orden contraria a la que recibían tan solo hace unos minutos. La pereza de saber que por delante queda una lucha titánica contra uno mismo, no por conocida menos ardua. El vértigo ocre de otro domingo por delante. Sin alicientes, sin chispa. Sin vida. Se encuentra pensando de nuevo y pulsa dos veces el signo más en el volumen. Fuera pensamientos. Yergue la cabeza y dirige la mirada hacia el horizonte, buscando algo nuevo que le lleve a cambiar de re-
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flexión. Aspira el aire de la mañana y aprieta el ritmo, buscando el reproche de su cuerpo. A la vuelta está completamente empapado en sudor. Ha conseguido cambiar la esterilidad de sus cavilaciones por el agotamiento que le ha provocado el recio entrenamiento al que se ha sometido. Recibe el agua de la ducha como una bendición y entiende que seguramente eso será lo mejor del día. Oye la ruidosa protesta del estómago, pero no hace por acelerar el trámite. Un poco por el placer de sentir la violencia del chorro a presión sobre la cara y un poco por obligarse a posponer las urgencias del cuerpo. Cuanto mayor es el sufrimiento, más satisfactorio el momento de ponerle fin. Al salir de la ducha, consulta el móvil, que le muestra la misma pantalla sin notificaciones de los últimos dos días. El jueves sí que le propuso Damián tomarse unas cañas en La Chunga. No tenía que haberlas rechazado. Y no sabe muy bien por qué lo hizo. ¿Quería evitar cualquier signo de debilidad delante de su equipo? ¿Realmente era tan arrogante? Él no era así, nunca lo había sido. Y para demostrárselo decidió aceptar la siguiente propuesta que le hiciera. Y para quitarse de la cabeza esa imagen de sí mismo se pone los vaqueros y las New Balance y se va a desayunar al Chingana, el bar que descubrió hace ya por lo menos tres meses. Tiene que pasar por delante de varias cafeterías donde a buen seguro le servirían un desayuno contundente, pero le gusta la media luz del local, el pitido apremiante de la cafetera exprés y el olor a pan tostado y serrín. Pero, sobre todo, lo que más le gusta es la certeza de que la última mesa estará libre y que el dueño le va a dejar en paz durante un buen rato después de servirle uno de sus desayunos ecuatorianos de los que le gusta presumir. Y la verdad es que aún no ha probado uno malo. Allí puede demorarse en leer los artículos del periódico para los que habitualmente no tiene tiempo mientras observa a través de la ventana el ritmo
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parsimonioso con el que va despertando el barrio. El dueño-camarero —¿Luis Antonio, Luis Andrés?— le pone por delante un plato salpicado de distintos tonos de amarillo y rematado con profusión de perejil y cilantro, y en lugar de marcharse se queda allí de pie, esperando con una sonrisa el asombro y la aprobación del inspector Arbizu, Jonsito para el dueño-camarero, aunque nadie más se atreva a llamarle así. Cuando Luis Antonio o Luis Andrés al fin se da la vuelta, el inspector Arbizu se encuentra con la mirada poco discreta de los otros dos clientes que hay en ese momento en el bar. Tienen pinta de querer pedir lo mismo para ellos y no terminar de atreverse. El inspector Arbizu ataca aquella mezcla imprevisible de maíz pelado, achiote, huevos y quién sabe qué más y casi no le da tiempo a degustar el sabor del resultado. Tiene hambre de bisonte y no está para sutilezas. Cuando lleva medio plato liquidado en tiempo récord le suena el móvil, mala señal siendo la mañana de un domingo. Al leer en la pantalla el nombre de Élida Piñón, la jueza, sabe que le va a contar alguna desgracia, pero para su sorpresa esta vez no riega el relato con su particular humor negro. Mientras le va poniendo al tanto de lo ocurrido, la expresión más o menos relajada del inspector Arbizu se le va tensando, como si se estuviera sometiendo a un lifting a distancia. Cuando sale por la puerta del bar con el paso apretado, los otros dos clientes se quedan mirando el plato inacabado de mote pillo y el café enfriándose solitario.
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Luis está fuera del local de ensayo con Nacho, que se está liando un porro mientras su pie izquierdo parece no haberse desenganchado del pedal del charles. No le extraña porque a él se le repite en bucle el riff machacón de The Passenger, como si se hubiera comido un plato de cebolla, variedad Iggy Pop. Han repetido el tema cinco veces. Eso hoy. Porque ayer ya lo estuvieron machacando bien. Se tienen que meter mucha caña si quieren llegar al bolo del Insti con un mínimo de nivel. Tienen dos semanas para prepararse doce temas, y de momento no pueden tocar ni uno solo sin que se equivoquen en la estructura. Eso por no hablar de las entradas, los silencios o los finales. Están más que verdes. Sobre todo Nacho, para qué mentir, que es un tío de puta madre pero empezó con la batería hace dos días como quien dice. Por eso ni siquiera mira cuando David se desgañita desde dentro para que vuelvan de una puta vez. Necesita un par de calos para olvidarse de ese maldito tema que le retumba en las sienes, y sabe que Nacho los necesita aún más. Aunque él es un tipo que no se altera con facilidad. Será por la pasta que tiene el padre, que eso da mucha tranquilidad. Porque el local donde ensayan era un antiguo restaurante que tenía su padre en lo que se podría decir que es la frontera entre Moratalaz y Conde de Casal, en un recodo de la autovía de la Paz. Tuvieron que cerrar con la crisis, pero vivió su momento de gloria, con su pequeño escenario donde actuaban algunas orquestitas para abuelos y algún que otro triunfito necesitado de bolos. Pero a ellos les va de puta madre, entre otras cosas porque queda en el barrio y, sobre todo, porque no tienen que pagar alquiler. Si no de qué. Aun así, lo tienen muy crudo para el bolo. El día que llegó David anunciando que había acordado con el jefe de estudios que iban a tocar en la fiesta de fin de curso, todos pensaron al principio que les estaba vacilando. Pero él seguía serio y casi ofendido porque no le creían. Hasta que Natalia,
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con su proverbial candidez, fue la primera que dejó un lugar para la duda. —¿Estás en serio? —Que sí, joder. Pero Nacho ponía cara de «te la está colando» y Luis seguía punteando con la guitarra muteada, como si no hubiese caso. —¿Y qué vamos a tocar? —dijo Natalia. David, que siempre tiene respuesta para todo, tardó unas centésimas más de lo habitual en responder. —Pues tendremos que montar el set list. —¿Lo qué? —saltó Nacho con entonación de paleto, lo que desató las risas de todos, excepto de Luis. —Pues que tenemos que pensar en el repertorio. Hasta entonces se habían limitado a tocar estribillos de temas de Ramones, el The Passenger, de Iggy Pop, que David adoraba, y unas estrofas de Kick out the Jams, de MC5, en la que Luis disfrutaba tanto acercando la guitarra al ampli hasta encontrar el puntito dulce del acople. Y de la noche a la mañana se convirtieron en un grupo de verdad, un grupo que ensaya y le salen bolos y en el que sus miembros pueden utilizar expresiones como set list sin sonrojarse. Eso sí, todavía tenían que hacer dos cosas: dejarse pintas de músicos y aprender a tocar. Pero de momento ya se sentían músicos. Rockeros, para más señas. A Luis le parecía que todo aquello les venía tan deprisa como grande. Acordar un montón de temas, aprendérselos, trabajarlos, someterse a una presión que ni necesitaban ni estaban acostumbrados. Pero él no era ni un aguafiestas ni un cobarde, así que no dijo ni mú. Además, aquello era una oportunidad excelente para hacer las dos cosas que más le gustaban en el mundo: tocar la guitarra y ver a Natalia. La guitarra la podía tocar en casa, pero a Natalia no. De hecho no podía verla y punto, porque con tocarla no se atrevía ni a
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soñar. Es decir, no se atrevía a soñarlo de veras, porque cuando tardaba más de lo habitual en el baño era porque estaba imaginando situaciones que se podían dar entre los dos. Aunque en realidad no le gustaba imaginarla solo en aquellos términos, para eso prefería otro tipo de chica. Natalia era algo más puro, infinitamente más dulce, alguien de quien uno tomaría con gusto la responsabilidad de cuidar. Luis la conoció en clase, y ya desde el primer día le llamó escandalosamente la atención, aunque ella escapaba del típico perfil de tía despampanante que provocaba risitas y codazos entre sus compañeros para henchir de orgullo a la musa en cuestión. A Natalia le gustaba ponerse camisas de tíos, por lo general bien amplias, que tapaban lo que tapaban y que solo pudo admirar cuando un día, en la sala de ensayo, todos sudaban como pollos y a ella, por primera vez en la historia, se le escuchó decir «qué calor». Se quitó la blusa y se quedó con una camiseta negra de tirantes, esta vez sí, ceñidita, que desencadenó un silencio de perplejidad elaborado entre los otros tres. Pero eso vino después. El primer día de curso el abecedario le hizo uno de los mejores regalos de su vida al colocar el apellido de Natalia justo antes del suyo. Y a David lo sentaron en primera fila para tenerlo más controlado, tal era la fama que tenía. Así que le tocó sentarse detrás de ella, con lo cual la estaba viendo en todo momento. Y ella, desde el principio, hizo por hablar con él, al contrario que la mayoría de sus compañeros, que cuando lo hacían no era precisamente para venirle con halagos. Ese ostracismo a Luis no le importaba lo más mínimo. Es más, casi se podría decir que lo potenciaba. A partir de ahí él también fue cogiendo cierta confianza con ella y de tanto en tanto era él mismo quien le daba unos leves toquecitos en la espalda con el culo del boli para reclamar su atención. Natalia se giraba con una sonrisa en los labios por defecto y él tenía que hacer
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un esfuerzo extra para que no se le notara cómo se le aceleraba el ritmo cardiaco. La tarde de un viernes como cualquier otro David se estaba preparando para salir, y cuando vio a Luis con cara de aburrido, sentado en el sofá mientras tocaba la guitarra y miraba la tele con el volumen apagado, le preguntó si no iba a la fiesta de El Vaca. Él, por respuesta, se limitó a arrugar las cejas. —¿No te has enterado? Los viejos de El Vaca se han ido de viaje y él ha organizado una fiestaza esta noche. Va, venga, ponte algo, que te espero. —¿Qué dices, tío? Pero si no me ha invitado. —Ya, ni a ti ni a las mil tías que van a ir. —Ya, seguro. —Bueno, tú mismo. A los diez minutos estaban los dos juntos en el metro camino de la casa de El Vaca. David, con su chupa de cuero y la camiseta de MC5 que reservaba para las grandes ocasiones, y Luis, con la misma ropa que había llevado por la mañana a clase, esto es, con sus vaqueros claros deshilachados en los costados y su sempiterna sudadera negra. Cuando iba solo normalmente se ponía la capucha y los cascos, lo que le permitía evadirse rápidamente de ese mundo que a menudo le daba tanto asco. Y, claro, los más crueles de clase, que curiosamente también eran los más tontos, aprovechaban para venirle con la gracieta de si se creía Mr. Robot. Él solía responder que iba así mucho antes de que existiera Mr. Robot pero el mote ya se le quedó. Nada que le importara a Luis. Cuando llegaron a casa de El Vaca hacía rato que la fiesta había tomado cuerpo y enseguida se vieron con un cubata en la mano cada uno. Pero antes incluso de eso, Luis vislumbró enseguida la figurita menuda y adorable que tan bien conocía. Cuando Natalia les vio aparecer se le iluminó la cara con su
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sonrisa inimitable, se fue rápida hacia él y le estampó dos besos que no se esperaba. Luego saludó a David sin tanta efusividad —quiso pensar— y se pusieron a charlar los tres como si no se vieran cada día en el Instituto. Cuando se les acabó la conversación se quedaron en silencio mirando lo que pasaba delante de sus narices, como si la cosa no fuera con ellos. Y cuando la situación empezaba a tomar tintes surrealistas, Natalia les sacó del trance. —Venid, que os enseño esto —dijo como si la casa fuera suya. Hicieron el tour y Natalia iba presentando cada una de las habitaciones de la casa, que era más grande, más moderna y estaba mejor situada que la de cualquiera de ellos. Cuando llegaron a la del hermano mayor de El Vaca, Luis se quedó mirando la guitarra española que colgaba en una de las paredes. —¿Qué pasa? —dijo Natalia, que buscó con su mirada hacia dónde se dirigía la curiosidad de Luis—. ¿Tú tocas? —preguntó la chica, que parecía volver a calibrar el valor de una pieza de museo infravalorada. Hubo un silencio y Luis respondió con otra pregunta. —¿Puedo? —Es de Jorge y no creo que le vaya a hacer mucha gracia si se entera. Luis entendió la respuesta como una prueba que le estaba poniendo Natalia y descolgó la guitarra con sumo cuidado. Natalia no solo no se lo impidió, sino que esperó a ver qué tal se le daba la cosa. Luis comprobó si estaba bien afinada y después de ajustar las cuerdas de la y de sol, marcó los tiempos, y a la cuarta marca empezó a tocar un riff que a Natalia le sacó una sonrisa. Luego, rápido, Luis hizo la frasecita que venía a pesar de la dificultad de hacerlo con una guitarra española. Natalia soltó un gritito de entusiasmo al terminar de reconocer la melodía,
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y aún le dio tiempo para comenzar a cantar bajito pero en un tono solo al alcance de una chica o del propio Brian Johnson. —Back in black I hit the sack It’s been too long I’m glad to be back Los ojos de David se abrieron muy grandes ante la demostración de Natalia, que parecía que hubiera estado un mes ensayando la canción con Luis. David esperó su momento y al llegar el estribillo se unió a la voz de Natalia, que le respondió abriendo mucho los ojos también ella y sonriéndole sin dejar de cantar. —Cause I’m back Yes, I’m back Well, I’m back Yes, I’m back Well, I’m back, back Well, I’m back in black Yes, I’m back in black Para entonces Natalia parecía haber olvidado que no habían tenido permiso para coger la guitarra del hermano mayor de El Vaca. Y fue en eso que escucharon cómo alguien se acercaba a la habitación con pasos rápidos. Antes de que entrara el intruso dejaron de tocar de golpe y esperaron en silencio la aparición. El que entró no era El Vaca, desde luego, pero tampoco su hermano. Era un tipo alto, con rastas, al que no conocían y que mostró su decepción nada más llegar. —Pero ¿por qué paráis? Ellos no supieron qué decir y por toda respuesta Luis empezó a tocar el riff de Smoke in the water. El intruso sonrió y, ajeno a que no podían o no debían hacer mucho ruido, le mandó que
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esperara casi a los gritos mientras él buscaba algo por toda la habitación. Cuando por fin se hizo con un par de bolis y una caja de cartón que había por allí, le dijo que ya podía seguir. Así que Luis le metió ahora más fuerte que antes, pero sin saltarse los tiempos, y cuando le llegó el momento el intruso empezó a llevar el ritmo con los bolígrafos, y por último, Natalia hizo con la boca la entrada del bajo para que al final David comenzara con la primera línea de estrofa. De aquella noche Luis se llevó dos cosas: la bronca legendaria de El Vaca cuando le encontró tocando la guitarra de su hermano en su cuarto ante un público de entusiastas fumadores de marihuana, y la seguridad de que acababa de formarse un grupo de rock. —¿Queréis venir de una puta vez, joder? David se desesperaba dentro del local y Nacho y Luis se levantaron con ritmo cansino no sin antes matar el peta con sendas caladas cortas. —¿Te has enterado de lo de la chavala del Kapital? —dijo Nacho con aire ausente. —Ya ves. —La peña está fatal. Y se llevó las bragas el hijo de puta. Al entrar en la sala, Luis no miró a Natalia hasta que se ajustó la guitarra a su gusto.