JESÚS SAN GIL
LAS ESTRELLAS YA NO SON LO QUE ERAN
Primera edición: noviembre de © Jesús San Gil,
© Ediciones Carena,
Ediciones Carena c/ Alpens, - Barcelona T. WWW.EDICIONESCARENA.COM info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre WWW.CARTONVIEJO.NET Diseño de la cubierta: Rocío Morilla WWW.ROCIOMO.COM Cuadro de portada: Across and up, de Kandinsky (1927) Supervisión: Jesús Martínez WWW.REPORTEROJESUS.COM Maquetación: Ricard Muñoz Ochoa DEPÓSITO LEGAL: B - ISBN ---- Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
Para Cristina y Elena, por un nĂşmero incontable de razones.
El mundo se sostiene sobre disparates, y sin ellos la vida sobre la tierra serĂa imposible. FIODOR DOSTOIEVSKI
CAPÍTULO
El tipo desgarbado de los zapatones dio la voz de alarma, e instantes después, la calle se convirtió en un hormiguero. La gente se arremolinaba en las inmediaciones de la 164 con la 71 y nadie parecía tener prisa. Los más prudentes se detenían a cierta distancia y curioseaban distraídamente mientras fumaban o charlaban con el transeúnte de al lado. Otros, por el contrario, se adentraban con energía en el muro humano que ocultaba aquella escabrosa escena. Los comercios se vaciaron y los vehículos se detuvieron ante la imposibilidad de seguir avanzando por una calzada atestada de mirones. En el barrio de Queens eran frecuentes las peleas y los pequeños incidentes callejeros, pero esto parecía distinto. Algunos jóvenes murmuraban y otros se llevaban las manos a la cabeza. Al muchacho que repartía periódicos lo apartaron de un empujón y no permitieron que se acercara a la primera línea. El chaval insistió y un hombre gordo y paternal le cogió del brazo y lo alejó unos pasos diciéndole que lo que había allí no era para él. Las ventanas de las siete plantas del edificio contiguo se abrieron y se poblaron de cabezas con rulos y redecillas. Algunas mujeres se encomendaban a Dios y otras guardaban silencio completamente estupefactas. Se oyeron las primeras sirenas de policía y, segundos más tarde, se oyó también el rodar de una ambulancia. Los tres coches patrulla se detuvieron y, al instante, media docena de agentes gordos y engreídos comenzaron a dispersar a la gente para poder acceder al lugar
12
Jesús San Gil
en el que el tipo de los zapatones permanecía aún de pie mirando con cara de imbécil los pies que sobresalían del cubo de basura. ―¡Largo de aquí, Sam! ―le dijo con desprecio uno de los policías. ―Yo no he hecho nada, agente Donald, me lo he encontrado así... ¿No me cree? ¿Es que no me cree? Estaba así, yo solo quería... Quiero decir, solo buscaba... ―¡Que te largues, Sam! No sé cómo te las arreglas para estar siempre donde no debes. Un día de estos te voy a encerrar, te juro por lo que más quieras que te voy a llevar al calabozo más oscuro de la 115. Parece que tienes imán para las desgracias. ¿Qué hacías aquí? ¡Bah!, mejor no me lo digas. Estarías buscando un millón de dólares en la basura, como siempre. ¿Sabes qué? Eres un tarado, un verdadero tarado. ¡Lárgate, la próxima vez que te vea te llevaré al manicomio de beneficencia del Bronx! Sam escapó corriendo y tres policías rodearon el cubo para impedir que nadie se acercase demasiado. Minutos después, un Mustang del 62 frenaba ruidosamente junto a los otros coches de policía, y de su interior descendían dos hombres barbudos y desaliñados que empezaron a tomar notas y a hacer fotografías con una Kodak recién estrenada. «¡Pinta mal, muy mal!», murmuraban entre ellos. «¡A ver qué nos encontramos ahora!» Sin esperar, el que llevaba la cámara le dio un manotazo a la tapa metálica del cubo y, durante unos instantes, ambos contuvieron la respiración. ―¡Oh, dios, mira esto, John! Tiene la espalda rota. Es como si le hubieran partido por la mitad y le hubiesen metido aquí boca abajo. ¡Qué animal haría algo semejante! Además, solo lleva una camiseta, está desnudo de cintura para abajo. ¡Maldita sea, uno no se acostumbra a estas cosas! Tendrá que venir alguien a levantar el cadáver, será mejor llamar ya, la última vez se nos hizo de noche sin poder tocar el cuerpo.
Las estrellas ya no son lo que eran
13
Cuando sacaron el cadáver del cubo de basura, la situación se volvió aún más dramática. El cadáver estaba rígido por las horas que llevaba sin vida, y el hecho de que tuviera la columna vertebral rota hacía que la imagen fuese ciertamente tenebrosa. Sin embargo, lo más terrible fue que la vecina del primero derecha, cuya ventana daba directamente a la escena del crimen, reconoció al instante al individuo sin vida y dio un grito de alerta: «¡Es Mike Smith!», gritaba a voz en cuello. «¡Mike Smith, el hijo de Kelly! ¡Dios mío, Mike Smith, si es solo un chiquillo!» La mujer desapareció de la ventana y segundos después apareció junto a la camilla acompañando a otra mujer que se retorcía de dolor. «¡Tenía que pasar, antes o después tenía que pasar algo así!», repetía Kelly, todavía en pijama y destrozada ante la imagen más dolorosa de toda su vida. «Se lo dije mil veces: “vas a acabar mal, hijo, muy mal”, pero no me hacía caso, nunca me hacía caso. ¿Por qué? ¿Por qué a él? Era solo un pobre desgraciado. Ni siquiera había cumplido los treinta. ¡Oh! ¡No puede ser! ¡Mike..., Mike..., mi Mike!», dijo abalanzándose sobre la camilla en la que los sanitarios portaban los restos de su hijo. Un policía intentó pararla pero no pudo contener el empuje de su desesperación. Le cogió las mejillas con fuerza para dirigir su cabeza hacia ella y certificar que no respiraba y, en ese instante, con los labios entreabiertos por la presión, la mujer se dio cuenta de que había algo en el interior de su boca. Hizo un gesto y la camilla se detuvo. John, el policía, pidió unos guantes, se los calzó con prisa e instantes después tenía en la mano un trozo de papel que estiró con delicadeza. El mensaje era corto, tres palabras que habían servido como sentencia de muerte. «Debía mil dólares», ponía, solo eso. Lo más trágico era que quien hubiese hecho aquello sabía que Mike Smith jamás podría haber devuelto mil dólares y mucho menos su familia, condenada desde hacía años a una vida mediocre en un apartamento mediocre dentro de un barrio mediocre. No, el que había hecho aquello no
14
Jesús San Gil
aspiraba a cobrar su deuda, sino que había empleado a Mike como advertencia para terceros. Mike se había convertido en un cadáver con mensaje. «Todo aquel que no pague lo que debe acabará así», parecía decir el joven desde la rigidez de la muerte. Los yonkis de Queens no olvidaron aquel día de febrero de 1965.
Tardé varios meses en escribir estas primeras líneas. El sol de la mañana y la suave brisa del Adriático me impedían concentrarme en nada que no fuera hojear la prensa internacional y observar cómo los pescadores de la zona faenaban desde bien temprano para capturar las doradas, los sargos y las lubinas que después subastaban en la lonja. Me solía sentar en la terraza de la cafetería Račisca con buenas intenciones, pero al final desistía de toda actividad y me pasaba las mañanas con un par de cafés y la conversación de Darko, un camarero desenfadado muy dado a la polémica; su inglés era solo regular pero nos entendíamos bien. A menudo se molestaba porque nuestros puntos de vista eran opuestos, y fingía una leve indignación que se le pasaba a los pocos minutos. Con él mantenía mi intelecto activo. Debatíamos sobre cualquier cosa y pasábamos horas intercambiándonos frases para las que el otro siempre tenía una salida o una matización. De lo único que no se podía hablar con él era de la guerra de los Balcanes; se ponía furioso solo de pensarlo. Yo me di cuenta a la primera y cambiaba de tema siempre que la conversación derivaba hacia ese trágico periodo del siglo XX. Quizá aquel primer día de escritura, Darko estuvo demasiado ocupado para charlar conmigo, o tal vez los dos cafés que me sirvió estaban un poco más cargados de lo habitual y consiguieron despertar mis adormecidas neuronas. También puede ser que aquellas primeras líneas fueran producto de algo mucho más importante. Estoy convencido
Las estrellas ya no son lo que eran
15
de que aquel día me di cuenta de la única realidad de mi vida, la que me había llevado hasta allí la primavera anterior. Hasta ese preciso momento yo no había tenido la intención de escribir una novela. Lo mío nunca fue escribir libros, sino redactar noticias y artículos de opinión que luego firmaban los intelectuales más famosos del país como si fuesen suyos. Ahora lo hago de vez en cuando, me refiero a lo de redactar artículos de opinión. Los publican en los suplementos dominicales junto a la foto de alguien que no soy yo. Me da igual, la fama para quien la quiera. Yo siempre he admirado a Salinger y a Koestler, ambos fueron escritores a pesar de ellos mismos. Los dos huían de la fama y estoy seguro de que de haber sabido que sus obras se convertirían en algo tan grande, las habrían publicado bajo pseudónimo. Además, no tengo razones para quejarme, desde mi retiro gozo del privilegio de cobrar los artículos a precio de oro. No soy ningún ingenuo, sé de sobra que con su generosidad pretenden pagar también mi silencio; supongo que sería un gran escándalo que se supiera que tal o cual periodista famoso utiliza los servicios de un escritor fantasma para hacer su trabajo.