BOEDUS
Boedus había sido creada en forma de ensenada por el mismo
dedo de Dios. Milenios de paciencia geológica habían convertido su humilde gesto de acatamiento en una alfombra de arena que le rendía vasallaje a la sinuosa línea de un extremo al otro. Una muralla natural de monte bajo, salpicado de arboledas, recorría el costado desde el suroeste hasta el sureste engullendo el sol demasiado temprano, durante el invierno. La humedad y la sudre se cebaban con Boedus, en forma de corriente telúrica, subterránea. La villa estaba orientada al norte, custodiada por dos diques naturales: vigilaban el océano, a una milla y media de las costas Illanai, que era la más grande (con forma de saurio de rabo largo) e Illafilla,1 apenas un peñasco agreste y subordinado, puesto allí a capricho. En los meses de buen tiempo (desde mayo hasta septiembre), Illanai bullía habitada por colonos. En invierno, sin embargo, la mayoría buscaban refugio en Boedus y solo quedaban allí cuatro gatos y el farero. No había un triste sacerdote que les diera la comunión, ni presbítero que aceptara tal destino. Enviaron como Capellán a don Balthasar, pero se negó a ir, aduciendo que desvestían a un santo para vestir a otro. 1 Isla madre e isla hija.
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Escandalizado por tal abandono espiritual, el marqués (que era un Andrade) decidió reflotar un barco, corriendo con todos los gastos: en días festivos y fiestas de guardar los isleños podrían arribar al muelle de Boedus para oír una misa, o incluso confesar. El buen hombre llegó hasta el arzobispado con su enérgica protesta. Nombraron presbítero a don Benito Pimentel, que acató y se instaló en la isla sin decir amén. Y es que el marqués, que no se arrodillaba ante nadie, se había puesto tieso: no podían abandonar a su suerte a aquellas pobres almas. Dos mundos se aliaban en el sagrado sínodo de llevar a la mesa el pan nuestro de cada día y ahuyentar el hambre. El mar escupía su carga proveyendo el plato, unas perras o un fardel para la venta al por menor. De vez en cuando se enfadaba y se tragaba a los hombres, en días aciagos o salidas temerarias: la lista de náufragos y ahogados era como letanía de muecín y pasto de mitos y leyendas. Si los santos atendían las plegarias, las cosechas florecían puntualmente. No faltaban el trigo, el maíz, las habichuelas; tampoco el vino, el lino o la lana. El que no tenía una res o un burro de carga, tenía un par de ovejas o tres. Cada cerdo esperaba su San Martín en la corte y el matarife enfrentaba su orgía de sangre. Gallos y gallinas encaraban la guillotina para acabar en la olla. Nada era fugitivo e incluso el caos se recomponía. Había que hacer las necesidades (grandes obras y ligeras) suspendido sobre un oropel, bien horadado en el trono de madera. En Boedus, solo había un médico de título y un practicante. Don Ignacio no asistía los partos, a no ser que la criatura llegara “de nalgas”. Para eso estaban las comadronas y parteras, tres a falta de una. Quiso la casualidad que dos se llamaran Aurora, siendo la tercera de nombre Adela. Una de las dos tocayas estaba convencida de que la única hora válida para visitar este mundo era el alba y era el alba también la mejor hora
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para abandonarlo. Si se presentaba un alumbramiento antes o después, se negaba a atenderlo. La paralizaba un terror insuperable: creía que algo se torcería irremediablemente y que el nasciturus acabaría siendo enterrado con alas de ángel, en un ataúd blanco. Todos estaban al tanto de que la mujer del Marqués, doña Águeda, andaba de uñas con el médico. Él, que no le daba coba, auguraba (y no se equivocó) que iba a enterrarlos a todos. Cuando le dijo a la buena señora que los síntomas de su enfermedad (de una variedad increíble) solo estaban en su cabeza, la marquesa se enfadó tanto, que lo echó a patadas. Juraba a los cuatro vientos que prefería ser atendida por un curandero, dispuesto a librarla de la estocada mortal que por ese borracho, médico de vacas. Con una periodicidad imprevisible, Boedus era arrasada por temporales y epidemias. En un año negro del señor, la gripe y la meningitis se habían llevado a más de sesenta pilluelos. Después habría de llegar “el ciclón del siglo”. Arrancó de cuajo el campanario de la iglesia parroquial y parte de la techumbre, que amenazaba con venirse abajo. Conseguir unos cuantos miles de reales para adecentarla era una empresa tan difícil, que el ayuntamiento pidió colaboración a los feligreses. Se volcaron todos a una, pudientes y menos pudientes. Las cofradías, sobre todo la de la Purísima y la Cofradía de Ánimas, dieron hasta lo que no tenían. Por un tiempo, no hubo ni oblatas que llevarse a la boca. Se decía que doña Mariquita había vendido un caballo en la feria, porque Dios Nuestro Señor tenía prioridad. Era una señorona principal en grado superlativo. Unos aplaudieron el gesto, aunque otros se lo reprocharon, por escaso, asegurando que una currí currí2 podía vender eso y mucho más. 2 Mote.
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Boedus siempre había sido, y seguiría siendo, cabeza de parroquia. La capital quedaba a 20 kilómetros y a treinta la Ciudad del Olivo. Para llegar allí, había que tomar la calzada romana, más conocida como Camino Real. Cuando estrenaron (¡por fin!) la carretera nueva... (¡todo estaba cambiando en el fin de siglo!), daba gusto transitar por ella, tanto si se iba a pie, a caballo o sobre ruedas. Boedus nunca acababa de resolver sus problemas de abastecimiento de aguas, ni ponía la primera piedra para conseguir su tramo de ferrocarril. Se decía que la culpa era de los que estaban a dormir en el ayuntamiento. Se podía ser miembro de la corporación por la cara bonita, de bobilis bobilis. En el Diario de la Provincia, se había recogido la queja de un anónimo, que aseguraba de buena tinta que un concejal era analfabeto y encima no pagaba la contribución. En Boedus había dos acordeonistas, pero no gaiteiros. Por increíble que pudiera parecer, no había quedado ninguno. Los que habían sido, acabaron abandonando la Villa, la región, el país. Completaban la banda Benito Omil, que tocaba (mal) la bandurria y Pimentel, que tocaba (bien) la flauta y el pito. Amenizaban los bailes con un repertorio muy limitado. Si se agotaban las partituras, volvían a empezar. Fueron testigos (aunque no mudos) de besos y carantoñas, y también de algún desplante entre mozos y mozas en la Fiesta de la Juventud. En las romerías, cargaban con las empanadas, incluso con la olla del caldo. Para soportar el sopor de la sobremesa, le compraban al vendedor ambulante unas sandías enormes, con cuyo jugo discreto y distraído se recostaban y echaban una cabezada. Por la noche, a la luz de las luciérnagas, los grillos guiaban los pasos de la muchedumbre, al caminar hacia los atrios. Como seres hipnotizados, seguían los ecos de la música, confundido el pentagrama por la brisa estival. Eran días de fiesta (nacional o local) y se alegraban los armarios. Las fechas quedaban grabadas en las memorias particula-
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res, de tal modo que se decía el vestido de sisas lo estrenara por Corpus o el traje de rayas lo mandara hacer para San Martiño. Era la sastrería de Antolín (que contaba con cuatro oficiales) la que vestía a los hombres más elegantes. El resto quedaba para modistas con taller y modistillas a domicilio. Todos se vistieron de luto cuando murió don Evaristo de un colapso cerebral. El hombre había bautizado, casado y dado la extremaunción a la mitad de los cristianos de la Villa. Vino a suplirlo Mariano Gil, un párroco joven, aunque algo enclenque. Con Belarmino, el monaguillo (estudiado y muy dispuesto), tuvo que enfrentar la Gran Herejía. El protestantismo se había infiltrado en Boedus como el maligno en un cuerpo inocente. Sus predicadores e idólatras fueron instalándose en la Villa, con toda la jeta. Daban conferencias e impartían enseñanzas sobre la verdad de su credo, reuniendo a los parroquianos en bodegas o quinteiros. Desde el arzobispado, salió una tríada dispuesta a acabar con tal desmán, formada por un deán y dos capellanes. Tres hombres, ¡tres!, para conjurar aquel despropósito. Pero los protestantes eran de ideas claras y hasta hicieron buenas migas con la ortodoxia popular. Las fiestas de guardar siguieron inmutables y no se vio por allí al diablo, de modo que el episodio fue entrando en barrena y los boedunenses acabaron acogiéndolos como una familia se abre al pariente político. Por haber, en Boedus había hasta un negro. El pobre hombre había caído por esas costas huyendo de los estertores de la guerra con Marruecos. Se quedó a vivir entre los parroquianos, faenando aquí y allá, pero nunca encontró hembra de su horma: en la Villa podían llegar a ser muy liberales, pero no tanto. Lo atraía la piel blanca como despierta el sol el alba. Había morenoides por las aldeas (y morenas) pero el único negro auténtico era él. Por lo visto, enloqueció de amor cuando
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vio por primera vez a una pelirroja, que era de las de Patapía: embrujado por sus ojos cristalinos, se resignó a no tenerla y se convirtió en su sombra. En Boedus, los sonidos eran parte del contrato: escandalizaban las gaviotas y repicaban las campanas. Si tocaban a muerto, en un sostenuto interminable, el viento del norte las elevaba como teas e incendiaba las aldeas. Corría la noticia y la gente preguntaba, quén morreu?3 El luto, como las cuarentenas, estaba pautado: no era lo mismo que hubiera muerto un padre, un abuelo o un tío... El difunto era velado por las mujeres, en casa, en su cama. Rezaban un rosario completo o bisbiseaban, sentadas en filas de banquetas, improvisadas en los pasillos despejados de todo objeto mundano. Los hombres, exentos del rezo, tomaban los licores y el café negro, servidos en las cocinas, ¡pobre de la muchacha que, en la flor de la vida, tuviera que permanecer encerrada en casa todo el verano! La viuda, si la había, daba alaridos por la pérdida irreparable intermitentemente. Las plañideras hacían su oficio, como en la devastación de Judea. Cuando se oficiaban dos funerales seguidos, Gil aligeraba como si le apremiara el intestino. Llegó a batir un récord, medido por Gabino, el de la Perrincha. Dio una misa en trece minutos y veinte segundos, aunque no podían asegurar que hubiera sido la más breve. No se le entendía nada, sobre todo cuando leía el Evangelio, y hasta llegó a saltarse el “daos fraternalmente la paz”. Todo había empezado a cambiar el día que en Boedus desembarcó don Eugenio Cambó. Llegaba dispuesto a levantar su fábrica (después le seguirían otros) de salazón de la sardina, ofreciendo trabajo a hombres, mujeres y niños. Fueron los 3 ¿Quién ha muerto?
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pioneros catalanes (a menudo emigrantes sin un céntimo en el bolsillo e iletrados, según proclamaba la inquina de los oriundos), quienes le habían abierto camino: conseguían la sal muy barata, libre de impuestos, y se paseaban con sus barretinas, exentos del Servicio de la Armada. La Iglesia les exigía diezmo con un argumento irrefutable: el mar y sus criaturas eran obra de Dios. Los catalanes se negaban a pagar, con un contraargumento más irrefutable todavía: el mar, que se supiera, no tenía dueño. Cambó construyó su fábrica y tuvo dos hijos varones: al primogénito lo llamó Eugenio y Enrique nació seis años después. Los educó en el negocio, como dignos sucesores de una dinastía, con tanta ventura que se convirtieron, más adelante, en la espoleta que el viejo necesitaba. Lo animaron a colocar capital en el sector conservero. Ampliaron la fábrica, levantando un auténtico titán de hierro. El complejo ocupaba un perímetro enorme e instalaron otra caldera. Una chimenea nueva escupía humo negro a todas horas. Disponían de un sistema de sirena, para llamar a las operarias. Casi dos millares de personas trabajaban para los Cambó. Si la sirena se desataba, había que dejarlo todo y correr a la faena. Parecía que era Dios, que iba a celebrar el Juicio Final. No importaba si era de día o si era noche cerrada. Las mujeres se levantaban de la cama y se echaban encima paños y toquillas: acababan de llegar las embarcaciones con toneladas de capturas al muelle, en un proceso integral que los Cambó controlaban. Un nicho central corrido se veía abarrotado como río de plata. A ambos lados, las mujeres limpiaban el pescado y lo troceaban, con la espalda doblada. Soportaban aquella abundancia enloquecida con la congelación de las manos y de los pies, bajo la mortecina luz de las lámparas de acetileno. Con la muerte del viejo Cambó, sus hijos tomaron las riendas. El pequeño era empresario nato, pero el mayor había sali-
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do “un intelectual”. Perdía la cabeza en las subastas de antigüedades, comprando arte, libros de viejo, artilugios inútiles. En Boedus se referían a él como Cambó, El coleccionista. De sus adquisiciones más extravagantes, o llamativas, daba buena cuenta El Diario de Boedus. La iniciativa de tirar un periódico estrictamente local había partido de un grupo de zangolotinos con ínfulas. Un tal Sotelo, que escribía artículos que no entendía nadie, harto de que le recordaran que había que escribir para el pueblo, se defendió diciendo que “el pueblo no entendía ni jota, ni falta que le hacía”. Fue el encargado de cubrir el llamado “suceso del año”. Un preso se había fugado de los calabozos, amenazando al alguacil con una navaja de afeitar sobre su cuello. Por lo visto, vendía pólvora ilegalmente, pero le dieron caza esa misma noche. La redacción de El Diario enfurecía a los Cambó muy a menudo. Los dos hermanos practicaban una discreción morbosa, casi enfermiza. Delante de la vivienda familiar, adosada al complejo fabril, tenían un hórreo cada uno, sobre la misma arena de la playa. La Ayudantía de Marina los denunció y tuvieron que retirarlos en quince días. Los redactores se pusieron las botas con la noticia. El caso era aporrear a los Cambó. El editorial defendía que “la ley era para todos la misma”. En aquel caso concreto lo fue. Enseguida Eugenio se convirtió en filántropo y mecenas. Instituyó varios premios con dotación en metálico y trofeo con placa de plata. Financiaba la trainera y el equipo de natación, aunque no llegaron a subir nunca al podio, ni nadadores ni remeros. Boedus estaba gafado, también en eso. El año en el que mejores brazos habían salido a competir, la trainera hizo aguas y se fue a pique a media milla de la meta. El público, atónito, vio a los muchachos volver a la orilla a nado. Ya estaban los ánimos caldeados, antes de que se celebrara la competición. La gente se
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preguntaba si los redactores de El Diario se habían propuesto hundir la Villa, con un descrédito mayor del que ya sufría. Con horror y espíritu colectivo, habían leído que “la riqueza no iba bien encaminada, y que no tenía viviendas para los forasteros, alicientes para los bañistas, ni siquiera plaza o mercado diarios”. Y es que no faltaban quienes querían hacer de Boedus una “tacita de plata”. Exigían limpieza e higiene, con una machaconería que ellos mismos calificaban como tal. Los secadores de pulpo, en verano, despedían un hedor que se extendía por todo el kilómetro de playa. El Diario de Boedus hablaba de “miasmas deletéreas y microbios”. Así, cómo imos chejar a nada?4, se preguntaban en las tabernas. Periodistas do carallo!5 En la fábrica, trabajaba como estañador un tal Sito Ríos. Tenía apenas catorce años, aunque no hacían carrera de él. Su tío materno había querido enrolarlo, atraerlo hacia las artes de pesca, pero el muchacho escapaba del mar como del mismísimo diablo. No había singladura en la que no se mareara y acabara vomitándolo todo. Tía Concha lo cebaba, porque sabía que poco o nada se aprovecharía en su estómago delicado. Aguantaba hasta llegar a la mitad de la ría, pero era ver Illanai y descomponerse. Todo el mundo sabía en Boedus (o aseguraba saber) de quién era nieto, en realidad, el pobre Sito. Había nacido de abuela cierta, aunque el abuelo era incierto. Corrían rumores, desde el mismo día en que su padre vino al mundo. La respuesta a tanta maledicencia emergía a la par que el rapaz crecía, como si un arcángel hubiera visitado la Villa para revelar la verdad.
4 Así, ¿cómo vamos a llegar a nada? 5 ¡Periodistas del carajo!