Quémame entre hojas secas

Page 1





AMAYA BELACORTU

QUÉMAME ENTRE HOJAS SECAS


Primera edición: julio de 2018 © Amaya Belacortu Domingo, 2018 © Ediciones Carena-Acidalia, 2018 Ediciones Carena c/ Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net Diseño de la cubierta: Rocío Morilla www.rociomo.com Supervisión: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Corrección: Isabel Díaz Maquetación: Ricard Muñoz Ochoa depósito legal: B 17508-2018 isbn 978-84-17258-53-5 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.


A mis padres, Ignacio y Beatriz, que consintieron que me convirtiera en una ÂŤplumillaÂť.



Cada hombre tiene una imagen soñada de sí mismo con una mujer, y tu misión es hacer realidad este sueño. Cuanto más te acerques a este sueño, tanto más conseguirás satisfacerlo. Olvídate de los brebajes y de los perfumes. El hechizo consiste en conjurar este deseo y este sueño y darle vida. Si consigues hacerlo, tú también cambiarás y puede que llegues a amar al hombre. Cleopatra



1 DOCENDO DISCIMUS ENSEÑANDO APRENDEMOS



A pesar de que el móvil tiene despertador, Lali Sarasola es fiel a la costumbre de su infancia de despertarse con la radio. En cuanto el relojito alcanza las siete en punto, las señales horarias llenan el dormitorio y, justo detrás, la sintonía machacona del programa matinal comienza a sonar mientras una mujer, más cerca de los cuarenta que de los treinta, se despereza con dificultad, arañando la noche, retrasando el día. La locutora da paso a otra voz, esta vez masculina y con tono agripado, que recita el tiempo. «Nubes altas, temperatura fresca pero agradable, hemos dejado atrás las lluvias y los chubascos y durante unos cuantos días estará instalado sobre nosotros el anticiclón de las Azores.» Por un instante, Lali, que permanece tumbada con el antebrazo apoyado en sus ojos, mira con sorpresa al aparato de radio y comienza a reír. El anticiclón de las Azores es como alguien de la familia, un ente tan próximo que parece que se pueda tocar, aunque nadie lo haya tenido sentado a su mesa o compartiendo una charla. Pero esa mañana de nubes altas, temperatura fresca, pero agradable y sin lluvias ni chubascos, Lali se sonríe porque se está imaginando el anticiclón de las


14

Amaya Belacortu

Azores como el ojo de un huracán, redondo y oscuro, que se posa sobre su casa y la lleva volando. Y haciendo zigzag y cambiando de eje, la deja en el otro lado del mundo mientras se despide con un sol espléndido y un cielo sin rastro de bruma. Solo es al levantarse y sentir un ligero mareo cuando toma consciencia de que ha comenzado un nuevo día y que ha de enfrentarse a veinticuatro horas de un trabajo que su madre considera ridículo e incluso ilegal, a un vacío en el lado derecho de su cama y a una búsqueda sin sentido que no sabe muy bien cuándo acabará. Al llegar al aseo se da cuenta de que un cepillo de dientes tan gastado como inútil está sonriendo y dándole los buenos días. Es de color azul petróleo y el mango está descolorido por el uso. Cualquier odontólogo diría que ha de tirarse a la basura lo antes posible, pero todo el mundo sabe que la nostalgia y el «quizás mañana» pueden más que la higiene. Por eso Lali lo conserva junto al suyo, de color rosa coral, en el vasito de vidrio galvanizado. De vez en cuando encuentra que los cabezales de los cepillos están juntos, como pegados, y entonces le aparece en el rostro una media sonrisa que le hace parecer una imbécil confiada. Parece mentira cómo un simple cepillo de dientes puede hacernos recordar a alguien. Quizás algún estudioso de las cosas ridículas que existen en el mundo podría dedicar unos meses de su vida a investigar por qué los cepillos dentales, nada más que unas cuantas cerdas hilvanadas y pegadas en un mango de plástico, puedan significar tanto en la vida de las personas. Porque cuando un cepillo desaparece, todo el mundo sabe que esa persona está en otro momento de su vida, en otro país o incluso en otra dimensión. Porque cuando alguien muere, lo primero que se arroja a la basura, casi sin querer mirar y como


Quémame entre hojas secas

15

si fuera un sacrilegio, es el cepillo de dientes. O porque cuando alguien se larga de tu vida, se lleva su cepillo. Claro que también están los que, aun largándose, no han sido capaces de recogerlo, y lo mantienen ahí, tieso y antiguo como una reliquia, en un vasito de cristal azulón, como último latigazo de desprecio a quien compartió un trocito del camino e incluso permitió que sus cabezales se tocaran. Pero Lali no es capaz siquiera de tocar el cepillo. Quizás porque sabe que es lo único que queda de él. Quizás porque espera que un día de estos dé señales de vida, llame de nuevo por teléfono o, quién sabe, toque el timbre de su casa. Pero igual que no es capaz de lanzar el cepillo al fondo del cubo de la basura y darse media vuelta con desdén y lanzarse como loca a limpiar el baño con amoniaco y detergente para quitar todo rastro que pudiera quedar de ese paso por su vida, igual que no es capaz de todo ello, parece que no puede apagar el transistor y subir la persiana para que la luz invernal entre con fuerza a despertarla. Se limita a llorar como cada mañana desde hace dos meses, con la cabeza apoyada en las manos y las greñas por la cara, mientras el cepillo de dientes, desde la repisa del baño, se sonríe burdamente. Y esa mañana no será una excepción. Salvo que hoy, hoy sí, ha dejado de llover. Lali vive en un pequeño apartamento en Vallcarca, algo oscuro y sin ascensor, pero que puede pagar sin demasiadas complicaciones. En la entrada hay una pequeña habitación con un ventanuco de dimensiones gnómicas que no sería más que un triste cuarto de plancha o una alacena mal ubicada si no fuera porque su propietaria le ha encontrado un destino mejor. Y esa transformación de lugar inservible a rincón acogedor es una de las satisfacciones de Lali, que ha convertido esa habitación insustancial, incómoda y mal ubicada, en un coqueto despacho,


16

Amaya Belacortu

iluminado con bombillas de bajo consumo con un toque amarillito, velas grandotas de color crema que vibran con cualquier movimiento y una gran lámpara de sal que parece un volcán en erupción cuando enciende el candil. Además, ha logrado enclaustrar una mesa camilla con faldas de color oro y un tapete en turquesa, sobre el que se apoya una baraja de tarot cubierta con un pañuelo de seda roja y una bola de cristal con burbujas, tan inservible como la habitación, pero que remata la parafernalia decorativa. Detrás de la mesa camilla ha colocado un par de diplomas y el título de licenciada en Psicología, además de mezclar en una estantería varios libros de autoayuda, neurociencia básica, un par de tratados sobre el tarot en tiempos egipcios de un autor francés y un manual de astrología moderna escrito por un visionario que sale por la tele. En uno de los estantes descansa un pequeño buda, regalo de su madre, que esconde un incensario que expele un humo ligero, casi imperceptible, sin rastro de sándalo, pero con trazas de azafrán. Y al lado del buda, gordo y rubicundo, un teléfono móvil y una agenda de papel abierta. El teléfono comienza a sonar y a vibrar con tanta fuerza que parece chocar con el pequeño buda. Cuando Lali lo alcanza y mira el número llamante, no puede evitar un gesto de desagrado. Es su madre que, como cada mañana, se lanza a llamarla con la esperanza de que su día vaya mejor y para asegurarse, eso no se lo ha dicho, pero Lali lo sabe, que no haya cometido alguna locura durante la noche anterior. Pero lo que ella espera, y por eso su corazón pega un brinco cada vez que oye el tono del teléfono, es que Henrik tenga el coraje de llamarla, quizás la humildad y seguro que la caridad de marcar de nuevo su número y decirle que lo siente, que fue su culpa, y poder rehacer su historia por enésima vez. Pero el instinto de Lali, ese del que se sirve para leer el tarot y mirar por la bola de cristal,


Quémame entre hojas secas

17

ese le dice que no será tan fácil y que, quizás esta vez, Henrik haya tomado su propio camino y trazado sus propios planes, planes que ya no la incluyen. Y cada mañana, mientras el té negro se enfría en una taza de cerámica blanca, Lali recuerda el día en que Henrik se cruzó en su camino, desde eso hace ya un par de años, y cómo llegó para revolucionar cuerpo y mente, su vida, su trabajo, incluso su futuro. Lali trabajaba de orientadora escolar en una escuela muy finolis, en la parte alta de Barcelona, cerca de la calle Marquesa de Villalonga, en un pequeño edificio de corte modernista en el que se mezclaban culturas e idiomas, todos ellos europeos, y donde niños y niñas, perfectamente uniformados en azul y granate, desfilaban cada mañana mientras sus padres aparcaban como podían encima de una minúscula acera y a pesar de las caras agriadas de los transeúntes. A las ocho y media de la mañana, Lali Sarasola se sacudía la melena ondulada y, sujetando con equilibrio bolso, portafolios y abrigo, entraba por la puerta del colegio, a cuyo dintel asomaba la frase Docendo discimus y cuyo significado desconocía, se apostaba ella, más del noventa por ciento de los adultos que ante allí se plantaban. A pesar de la elevada mensualidad que pagaban religiosamente todos y cada uno de los padres, el sueldo de Lali no dejaba de ser casi de risa, y su contrato, de una fragilidad grande, tal y como pudo comprobar hacía tan solo unos meses, cuando el director del colegio decidió rescindirlo y optar por contratar a un júnior salido de una elegante escuela de negocios, de poco prestigio, pero suficiente para reducir aún más su salario. Era aquella una mañana de lluvia, incómoda, con charcos saltarines y conductores maleducados que aceleraban para llegar al semáforo en verde, aunque con ello regaran a la mitad de los viandantes. Y en medio de un acelerón, quiso la fortuna


18

Amaya Belacortu

que una criaturita de algo menos de tres años, con gafas de pasta azul celeste, dientes de ratón y unos cabellos rizados de color bronce acabara calada hasta los huesos. Y que el elegante uniforme en azul marino y granate que todos portaban, apareciera por la puerta remojado hasta la camiseta interior. Aquella criatura que parecía indefensa y que corría riesgo de coger el catarro del invierno era el pequeño hijo de Henrik. Cuando Lali vio al niño en semejante estado, no pudo por menos que echar a correr hasta la puerta de la entrada y llevarlo a la clase, donde una de las auxiliares, con cierta parsimonia, comenzó a sacar de un armario la ropa de recambio del niño. En el camino al aula, el pequeño hijo de Henrik no hacía más que lloriquear como un gatito y frotarse los ojos por debajo de las gafas de pasta mientras Lali parecía que iba tirando de un peso muerto que arrastraba los pies. Cuando al final de la jornada Henrik pasó a recoger a su hijo, el pequeño ya estaba seco desde hacía horas, pero no se había recuperado de todo del shock de verse completamente calado desde las ocho de la mañana. Le quedaba el susto de ver una inmensa ola urbana saltando hacia él hasta cubrirlo y dejarlo empapado como una trucha. Y cuanto más intentaba explicar a su padre lo doloroso de la caladura, más se esforzaba Henrik por no echarle una tremenda reprimenda por haberse quedado quieto a la espera de que el coche terminara de mojarlo en lugar de haber echado a correr hacia la clase. Pero el niño se daba cuenta de que su padre no era capaz de entender que él había sufrido un tsunami, un maremoto de dimensiones desconocidas causado por un vehículo que le había dejado como un pollo aterido de frío y con un uniforme inservible para pasar el día. Cuando el pequeño vio por fin que su padre parecía hacerle caso y se compadecía de su lamentable situación, giró la vista


Quémame entre hojas secas

19

hacia el despacho de Lali y, señalando con un dedo, dijo a Henrik que la mujer de la ventana se había encargado de salvarlo de un mal mayor, como habría sido soportar más risas y miradas irónicas de niños más mayores. Henrik se sintió en deuda con Lali y, a pesar de su porte nórdico y las gafas clónicas con las de su hijo, acertó a decir «gracias por haber ayudado a mi pequeño» en una mezcla de acentos que la hizo sonreír. Y fue su sonrisa abierta y sencilla, sus trazas de maestra de escuela venida a menos y la mirada cálida y acogedora que lanzó al pequeño, lo que hicieron que Henrik se dejara de revolotear entre el club hípico y la piscina de Montjuïc y durante unos cuantos meses centrara sus atenciones en Lali. Su caballerosidad, su don de gentes y su afán por mantenerla entretenida a todas horas no fueron suficientes para que el gran hombre venido del frío no hiciera un alto en el camino de vez en cuando y, sin dar demasiadas explicaciones, agarrara el petate y se largara a disfrutar de aguas más trémulas de tanto en tanto. Porque Henrik, que había sufrido el divorcio de sus padres, no veía claro el atarse a alguien per secula seculorum, máxime después de haber sido abandonado por un amor de juventud al que dedicó tiempo, dinero y energías. No tardó mucho en explicarle a Lali que su hijo Fred no tenía relación con su madre, una joven española a la que había conocido mientras ella estudiaba el Erasmus en Oslo. Su juventud y su inmediato enamoramiento de una chiquilla casi perfecta, rubia, de ojos azules y la mirada alegre y dicharachera, consiguieron que Henrik cogiera sus bártulos y, sin apenas un euro, emigrara con ella hasta la Costa del Sol. Mientras la joven española, cuyo nombre Lali nunca supo, trabajaba de relaciones públicas en una inmobiliaria en Marbella, Henrik se dedicaba a aprender español y dar clases de inglés para sufragarse la vida. Después de Marbella y estando embarazada de


20

Amaya Belacortu

Fred, ambos volvieron a hacer las maletas, esta vez con rumbo a Madrid, donde llegaron con un contrato de trabajo para Henrik en una petrolera y una beca en un departamento de negocios internacional para ella. Para cuando Fred nació, ni su padre ni su madre se hablaban, dormían en habitaciones separadas y procuraban no entorpecerse en el aseo por las mañanas. Hasta que una de esas mañanas, después de lavarse los dientes, la madre de Fred dijo que no tenía intención alguna de seguir viviendo de esa manera, que no quería saber nada del niño ni tampoco de su padre y que había decidido coger un billete en dirección ignorada ese mismo día. Cuando Henrik le contó esta historia, Lali entendió por qué el niño era tan retraído e incluso tan miedoso. Había crecido sin su madre y tampoco tenía claro cómo habían acabado aterrizando en Barcelona. Pero eso también Henrik se lo explicó. Cuando ella se marchó con su maleta de ruedas y un abrigo desgastado, Henrik pidió ayuda al único amigo que tenía cerca y que, oh, casualidad, vivía en Barcelona. Le propuso cambiar radicalmente de aires, establecerse desde cero con la criatura y olvidarse de volver a Noruega, algo que Henrik barajaba seriamente. Mentalmente decidió darse un plazo de seis meses. Si en ese tiempo no encontraba su sitio ni un lugar donde ambos, padre e hijo, estuvieran cómodos, cogería las maletas por última vez y volvería a Oslo, donde, a pesar del frío nórdico, encontraría el calor de su madre y las atenciones de un estado de bienestar caro, pero útil. No hizo falta rehacer el petate. En tan solo unas semanas, ambos se fueron aclimatando a su nuevo entorno y Henrik comenzó a descubrir que no solo de mujeres rubias y delgadas vive el hombre, que, total, de esas él había visto toneladas en su país natal. ¡Sería por rubias! Y entre mujeres más o menos jóvenes y más o menos delgadas, Henrik fue dejando que pa-


Quémame entre hojas secas

21

saran los meses, incluso los años, hasta que una ola venida de un charco mal hallado quiso que mojara a su niño de pies a cabeza. Cuando Henrik se marchaba sin dar pistas y desaparecía durante días, Lali se consolaba imaginando que era un espía en una misión de alto secreto en algún país exótico e intentaba por todos los medios quitarse de la cabeza que alguna espía estupenda, de medidas proporcionadas y formas redondeadas, estuviera cerca para compartir ratos vacuos. De vez en cuando la lucidez se apoderaba de su mente y la racionalidad volvía a ella, y se daba cuenta de la cruda realidad: Henrik era un pájaro libre que todo lo más en lo que había cedido era en dejar su cepillo de dientes en el cuarto de baño de Lali. Y al igual que la madre de Fred se marchó dando un portazo de un apartamento en Malasaña, Henrik había optado hacía tres semanas, dos días y veinte horas por salir del piso de Vallcarca sin molestarse siquiera en recoger su cepillo de dientes. Nunca más había vuelto a saber de él y tan solo le quedaba el resquicio de poder encontrárselo en el colegio, al ir a recoger a Fred. Pero dicen que las desgracias nunca vienen solas y, justo al día siguiente de que Henrik la abandonara, el director de la escuela finolis la llamó a su despacho para decirle que no contaba con ella en el futuro. Ni salió arrastrando los pies ni con la respiración agitada. Solo sentía que no sentía nada. Una relación que había acabado sin saber cómo y un contrato de trabajo que se había esfumado. Únicamente acertó a llamar a su madre, que le recomendó pasar por su casa para cenar y organizarse a partir de entonces. Lali sintió a su madre muy cercana, algo raro, sabiendo que era una mujer que había pasado la mayor parte de su vida ocupada con su marido y sus hijos, pero con una preocupación extraña,


22

Amaya Belacortu

como si lo hiciera por obligación y necesitara demostrar a todo el mundo que ella realmente sabía lo que su familia necesitaba. Y así fue su vida hasta que, hacía un par de años, su marido y padre de Lali decidió salirse de la tangente y largarse a vivir cuanto le quedara a Alicante, donde le esperaba una mujer dominicana de la misma edad que sus hijos y a la que había conocido en un chat de solteros. Una mañana que su madre bajó a la frutería se dio cuenta en el rellano del portal de que no llevaba una bolsa de tela. Como le fastidiaba tener que meter las berenjenas en una de plástico, decidió volver sobre sus pasos. Y fue al salir del ascensor, justo a la puerta de su casa, cuando se encontró a su marido empujando una maleta enorme y llevando un neceser de mano sobre el hombro. Cuando ella, casi tan sorprendida como él, preguntó dónde iba, el padre de Lali solo acertó a decir que estaba harto de ella, que no la aguantaba más y que había decidido ser feliz los años que tuviera por delante. A pesar de la insistencia de la madre de Lali en pedirle que hablaran dentro de casa, que recapacitara por el bien de sus hijos, que se tomara la mínima molestia en explicarle, siquiera por sus más de treinta años de matrimonio, qué había ocurrido; a pesar de todo esto, el padre de Lali siguió con el gesto torcido y cogiendo el mismo ascensor que ella acababa de dejar, desaparecido sin más. Lali sabía dónde vivía, pero nunca había ido a visitarlo, quizás porque se sentía más próxima a su madre y, desde luego, más cercana en cuanto a la suerte con los hombres de su vida. Cuando entró en casa, ya había dispuesto unas tazas de porcelana gastadas, pero aún brillantes, y una cafetera italiana que había sido un regalo de bodas de sus abuelos. La manía de no usar las cosas porque se gastan y se estropean se terminó el día en que su padre salió de esa casa para no volver más. Quizás


Quémame entre hojas secas

23

porque entendió que es mejor disfrutar de los momentos que verlos pasar desde la barrera, no participando nunca y sintiendo que no tienes derecho a ellos. Su madre comprendió que el portazo de su marido había sido una huida, una escapatoria hacia delante que, en el fondo, muy en el fondo, ella sabía que era hasta bueno. Porque durante meses sintió que la casa se la venía encima, que sus hijos la ignoraban, incluso llegó a recriminarles que la hicieran culpable de la escapada de su padre. Nada más lejos de la realidad, así que, incapaz de entender que la vida tiene estos desbarajustes, que cuando crees que todo está hecho viene y te pega un revés; incapaz de comprender que ella también había ido llenando el vaso de a poquitos, la madre de Lali cayó en una profunda depresión de la que salió gracias a visitar a un psicólogo de confianza y con una buena dosis de antidepresivos matutinos. De modo que, a base de Orfidal y Lexapro, la visita de sus hijos y el tiempo que todo lo cura, la madre de Lali fue saliendo de esta apatía generalizada, ese desdén por la vida y el cansancio de su existencia hasta un estado, al menos, equilibrado. Por eso, cuando Lali llegó y vio a su madre tan entera, tan dispuesta a apoyarla y a afrontar la situación, dedujo, con una mueca en los ojos, que quizás había estado exagerando su malestar emocional durante los últimos años y que, a pesar del fastidio inicial y del susto primero al sentirse abandonada por su marido de casi cuarenta años, a pesar de todo ello, había logrado encontrar una paz que nunca había conocido, había alcanzado una tranquilidad y un estado de relajación cuyo origen no se atrevía a admitir. Una separación traumática, dolorosa y repentina. Abandonada por una dominicana de caderas anchas y piel tostada, se imaginaba ella, tan lenguaraz como desenvuelta en el arte carnal, algo que su madre, a pesar de sus tres hijos, nunca había sido capaz de dominar.


24

Amaya Belacortu

Y fue al verla sirviendo café con una cafetera antigua apenas usada y en unas tazas que tenían más años que ella, cuando se percató de que debía de dar un giro a su vida, tomarse un respiro y hacer una locura. Nada de largarse a un apartamento barato en una costa española o de quemar la noche en busca de compañías más o menos exóticas. Lo que de verdad quería Lali era soltarse la melena durante una temporada, olvidarse de niños, padres y directores de colegio remilgados y abrir una consulta de tarot en su casa. Hacía años, una buena amiga le había regalado una pequeña baraja, y un par de veranos atrás, ella misma había comprado, en una pequeña tienda en Córdoba, un magnífico mazo, con dibujos de aire egipcio, que mostraba los colores de las cartas de forma tan nítida que parecía que se podían cortar, y con un tacto tan diferente del frío plástico, que Lali pasaba horas lanzándolas. Por eso no le extrañó que Henrik no hubiera recogido su cepillo de dientes ni tampoco que el director del colegio la hubiera llamado a última hora de un viernes para firmar una carta de despedida. Igual que intuía que su madre estaba hasta agradecida de estar sola sin tener que aguantar las ataduras de su padre, igual que había notado todo eso, Lali sabía que necesitaba un espacio para dedicarse a su afición. Cuando, entre una pasta danesa y una de granillo de almendra, soltó que quería tomarse un tiempo y dedicarse al antiguo arte del tarot, su madre sintió por un momento que su hija necesitaba del mismo Lexatin que ella había estado tomando durante semanas, que había acabado volviéndose loca entre tanto niño rico y tanta relación insatisfecha. Pero al ver que no cejaba en su intento y que tenía claro cómo iba a actuar desde el momento en que volviera a pisar la acera, su madre entendió que lo mejor que podía hacer era dejar que su hija campara por sus respetos y tomara sus decisiones, pero vigilándola no


Quémame entre hojas secas

25

sea que se fuera a volver loca entre el Mundo y la Justicia o le fueran a sentar mal las vibraciones cósmicas, si es que tenían algún sentido. Al pisar de nuevo la calle, sintió que al menos tenía un objetivo nuevo. Se purificaría, cambiaría de aires y dejaría que el destino hiciera de las suyas a ver hasta dónde llegaba. Al entrar en su raquítico apartamento, comenzó a cambiar las cosas de sitio, a hacer un hueco en la habitación elegida para pasar consulta y a ornamentar cada uno de los rincones susceptibles de ser visitados por sus clientes. De entre un armario lleno de trastos encontró un viejo móvil. Tan solo era cuestión de engancharle un número de teléfono nuevo y hacerlo circular por los foros y las redes sociales. Estaba segura de que en menos que canta un gallo, tendría sus primeras consultas. Como los números no se le daban demasiado bien, decidió poner un precio estándar, aunque estuvo tentada de dejar que la voluntad de los clientes fuera quien decidiera su minuta. Sin embargo, pronto desechó semejante idea. Sabía que la voluntad suele ser rácana, agarrada y miserable y, al fin y al cabo, establecer un precio mínimo le pareció una buena idea para calcular cuáles serían sus beneficios en las próximas semanas. Ahora quedaba la otra parte, la de si contar a sus amistades su nuevo proyecto. Decidió guardar silencio hasta que la consulta estuviera en marcha y después ya vería cómo anunciaba el resto. No tardó en recibir la primera llamada. A las dos horas de anunciarse en un rincón de Internet, su teléfono comenzó a sonar. En su anuncio decía que contaba con estudios de tarot en el extranjero y que llevaba varios años con la consulta abierta. Flagrantes mentiras que, sin embargo, Lali entendió como pequeñas trampas, adornos necesarios para que la publicidad fuera efectiva, sabiendo que a sus clientas tanto les daría


26

Amaya Belacortu

si había estudiado ciencias ocultas o psicología evolutiva. Y de psicología ella sabía un rato. Pasarían muchos años hasta que olvidara la sensación que vivió con la primera consulta. Una mezcla de emoción y de liberación y, por otra parte, la impresión de que podía ganarse la vida no solo atendiendo las necesidades de pequeños incomprendidos o de niños con dislexia, sino que era capaz de encontrar en sí misma un espacio ignoto, completamente nuevo, que la invitaba a redescubrirse. Durante esas horas, no recordó ni tan siquiera un instante a Henrik y su salida a oscuras, con nocturnidad y alevosía. Se centró en lanzar su negocio y en escuchar, con más curiosidad que miedo, las historias que vendrían a contarle. Su primera clienta llamaba desde Guadalajara y su relato le resultó extremadamente cercano y conocido. Ella era enfermera y estaba a punto de casarse con el que creía era el hombre de su vida. Un chico estupendo, moreno, guapo y que era la envidia de todas sus amigas. Para más inri, su padre lo había contratado en su negocio. Juntos habían comprado una casa preciosa, un perro de raza cariñoso y juguetón y un anillo de compromiso con un enorme pedrusco. Pero seis meses antes de la boda, el chico estupendo, moreno y guapo, que era la envidia de sus amigas, había decidido romper su compromiso. Sin demasiadas explicaciones le dijo que no era feliz, que no quería seguir en esa relación y que al día siguiente comenzaría a arreglar los papeles para disolver los pocos bienes que tenían en común y que, como Lali acertó, más por intuición que porque las cartas se lo recitaran, la mayor parte pagados religiosamente y por adelantado gracias al padre de ella. Pero el joven estaba tan decidido a romper con su pareja y lo que su mundo significaba, que estaba dispuesto a quedarse sin trabajo y a desaparecer tan pronto tuviera todo finiquitado.


Quémame entre hojas secas

27

La clienta estaba nerviosa y solo quería saber si la situación se recompondría. Lali fue tajante. La Torre y el Diablo no presagiaban nada bueno y la Emperatriz y el Emperador dejaban de mirarse. La relación estaba rota. Tan solo quedaba encontrarse alguna vez más para cerrar los asuntos pendientes. Su consultante, que ya se imaginaba esta respuesta, se quedó como muda y solo acertaba a decir cómo había sido posible que ella no hubiera visto que su relación se iba a pique. Que las sonrisas que le transmitían eran falsas como una moneda de juguete y que ella, que tanto lo había ayudado, se había quedado sola, compuesta y sin novio a falta de seis meses para el sí, quiero. Lali no quiso consolarla y su clienta tampoco buscaba palabras vacuas. En su fuero interno entendió que ella había creado su propia torre de marfil y la había amueblado a su gusto, con sus animales de raza, sus muebles suntuosos, intentando arreglar hasta el empleo de su futuro marido, sin darse cuenta de que lo que él buscaba era algo bien distinto. No quiso saber nada más. Nunca volvió a llamar y Lali siempre intuyó que la pareja jamás volvió a cruzarse una palabra, más allá de lo estrictamente necesario para repartir los bienes comunes. Fue su primera consulta y, cuando se dio cuenta, hacía tiempo que había oscurecido. Guardó el mazo en su funda aterciopelada y apagó la luz. En ese instante volvió a sonar el teléfono. Una mujer llamada Cecilia quería una consulta de tarot. Pero no la quería por teléfono. Quería ir personalmente. Lali no le hizo perder el tiempo, sonaba angustiada, preocupada, así que la citó para la mañana siguiente. Entonces, sí. Apagó el móvil y se marchó a dormir. A pesar de que había sido despedida y de que era consciente de la acuciante necesidad de buscar un nuevo empleo, Lali sintió unas mariposas revoloteando en el estómago con su ne-


28

Amaya Belacortu

gocio recién emprendido. Y, aunque por momentos, se sintió feliz y renovada, entendió que había algo que seguía faltándole, y era la presencia, no siempre continuada, pero sí intensa de Henrik. Pronto desechó ese pensamiento de la cabeza. Ahora debía centrarse en un nuevo proyecto, en una aventura que la llevaría a adentrarse en lo más íntimo de las personas, de sus deseos y anhelos, de sus miedos y de sus desventuras. Y quizás, entre las penas ajenas, ella empezara a encontrar su camino. Cecilia, o al menos así dijo llamarse, no tardó en llegar a pesar de ser sábado y de lo concurrido del metro. Lali le calculó unos treinta y pocos años, alta, con la melena bien cortada, quizás con un peinado un poco anticuado que le otorgaba un aire como de mujer medieval, con su melenita lisa y con las puntas metiditas para dentro. Llevaba un abrigo azul marino, semejante al que llevan las colegialas y un bolso barato sin ningún tipo de gracia. Cuando sonrió, dejó a la vista una dentadura bonita y cuidada, y creyó que asomaba un pequeño tatuaje en la cara interna de la muñeca, algo que desentonaba totalmente con la visión que Lali tenía delante. Pero si el tatuaje llamó la atención de Lali, más aún lo que quería saber. Era funcionaria, estaba casada, o al menos vivía desde hacía años con un hombre de su edad, joven y, por lo que Lali interpretó, un poco pazguato. Ella no era feliz en su relación. Quizás más que infeliz, lo correcto era que no se sentía completa. Llevaban años juntos, no habían tenido hijos y su relación había pasado de ser un matrimonio a unos compañeros de piso. Cecilia había conocido a otro hombre. Era un proveedor que trabajaba en su institución y que también estaba casado. Sin embargo, entre ellos había surgido una chispa, un nosequé irracional que había hecho que su vida se volviera del revés. Cecilia no tenía madre, pero compartía sus sentimientos con su hermana, quien la había recomendado esperar un tiempo porque su ma-


Quémame entre hojas secas

29

rido había perdido a su padre recientemente y su estado anímico no era para echar cohetes. Ella comenzaba a desesperarse porque ni su marido tiraba para adelante ni su familia apoyaba su intención de darle puerta de forma amable, casi sin hacer ruido, como si fuera un niño pequeño al que hay que mentir burdamente cuando se le ha muerto el pajarito. Porque la conclusión a la que llegó Lali era, precisamente, esa. El marido de Cecilia era un buen tío que dejó de satisfacer a su mujer al poco de vivir juntos, al que el adiós precipitado e imprevisible de su padre había dejado sumido en una depresión aún más profunda. Y el destino había querido que un hombre dispuesto a comerse el mundo, más entero y en mejor estado mental que su esposo, le hubiera hecho ojitos e, incluso, le hubiera dado fundadas esperanzas de que lo suyo podía marchar adelante. Porque, a pesar de las reticencias de Lali hacia ese hombre, el tarot fue concluyente. Era amor del bueno y estaba dispuesto a dejar a su mujer con tal de iniciar una nueva vida con Cecilia. Y en nada quedó la impresión del tatuaje cuando Cecilia le insinuó sus momentos clandestinos en un hotel de Sabadell o sus encuentros en una feria en Valencia, cuando ni la incauta de la esposa estaba cerca ni el marido depresivo sospechaba nada, inmerso como estaba en su propia oscuridad. Saber que las cartas avalaban su sentimiento, que no estaba volviéndose loca del todo ni iba a lanzarse a una aventura sin final, hizo que Cecilia se sintiese más cómoda y llegara a enseñarle una carta de amor que acaba de escribirle. Y cuando Lali leyó esas líneas, entendió que Cecilia sí estaba un poco ida, que se sentía muy sola y que estaba echando el resto, aunque fuera de forma tímida y discreta, como la melena que la adornaba o el abrigo de aspecto escolar que llevaba. Cuando Lali cerró la puerta tras Cecilia, se dio cuenta de que sus sentimientos de adolescente enamoradiza habían he-


30

Amaya Belacortu

cho que los suyos se revolvieran y se sintiera como una niña sin vestido nuevo. Así fueron pasando los días y las noches, entre clientas desesperadas porque su antiguo amor volviera con ellas y mujeres despechadas que no sabían cómo resarcirse de una separación poco elegante. En tan solo un par de semanas tenía ya unas cuantas clientas fijas y otras tantas que la llamaban, recomendadas. Una de esas clientas fijas solía llamar desde Gran Canaria. Se llamaba Virtudes y era una mujer de la que se podría escribir un libro. Estaba viuda desde hacía años y tenía un hijo que estudiaba Arquitectura, con pinta de ser un auténtico repollo. Virtudes llevaba a gala dos cosas en la vida: su negocio de alquiler de maquinaria para la construcción y sus clases de golf en Maspalomas. Lo mismo arrendaba una miniexcavadora Cartepillar que organizaba un evento en su club, con las mismas ganas y la misma energía. Al principio preguntaba por sus negocios. Después, por un noviecito cubano al que había alquilado una grúa a precio irrisorio y que había dejado la obra parada, aunque sin desmontar la grúa, que seguía moviéndose al son de cualquier ráfaga de viento mientras el joven caribeño estaba desaparecido quién sabe en qué isla. Después, cuando fue cogiendo más confianza, comenzó a preguntar por las elecciones de la Junta de Socios del Club de Golf en Maspalomas y ya un día, casi sin esperar su llamada, se lanzó con urgencia a preguntar por la carrera de su hijo. Tan desesperada la escuchó Lali al otro lado del teléfono que, cuando le dijo que su niño iba a acabar la universidad, que todo iba a ir bien y que se pondría a las riendas del negocio materno, la buena de Virtudes no pudo dejar de escapar un suspiro sonoro y una exclamación de alivio. Su hijo se había metido en un berenjenal con una prima paterna y no sabía si iba a salir de allí entero. El chaval


Quémame entre hojas secas

31

había recibido un mensaje por Facebook de una chica un par de años mayor que él, muy mona, con un escote de vértigo y una de esas poses de adolescentes con mucho morro y poca camiseta. No tardaron en entablar conversación y a los pocos días ella, que vivía en Alicante, le propuso verse en una terracita de la Playa del Inglés. Y allí, entre guiris y cervezas a precio de saldo, el hijo de Virtudes se había plantado completamente engominado, con la camisa de marca abierta hasta la pechera y con unas gafas de sol con espejo. Había pensado en llegar fumando un cigarro americano, pero afortunadamente se dio cuenta de que él no había encendido uno en su vida y que, al aspirar la primera bocanada, se habría quedado en shock o con un ataque de tos monumental. Confiado de su suerte se lanzó al ruedo entre luces que comenzaban a encenderse, extranjeros que buscaban un lugar donde cenar y niños que corrían hacia las atracciones más cercanas. Pronto la distinguió, sentada con la melena suelta, una camiseta verde con el hombro al aire y fumando, ella se ve que sí tenía costumbre, un cigarro liado a mano. El hijo de Virtudes apretó al paso, temeroso, por un lado, pero emocionado por otro, sintiendo un precipicio dentro de su estómago que le lanzaba llamaradas de fuego y le secaba la boca. Pero no fue hasta que ella le echó el ojo y lo reconoció, cuando el hijo de Virtudes, criado entre algodones y cuidado como una madreselva en un secarral, vio algo que no le encajaba. Frunció el gesto y torció la nariz. Las gafas de espejo se movieron hacia arriba. Su ligue no estaba sola. Estaba acompañada de una mujer, que a todas luces parecía su madre, un hombre que comenzaba a ponerse de pie para recibirlo y una mujer mayor que, a pesar de la temperatura, llevaba puesta una rebeca de color granate.


32

Amaya Belacortu

La música estridente de uno de los puestos de la plaza comenzó a sonar sin cuidado, como si su propietario hubiera encendido el sincronizador sin darse cuenta de que el volumen estaba al máximo. Al llegar a la mesa la joven lo abrazó, con una sonrisa abierta, casi parecía franca, y se presentó con el mismo nombre que en su cuenta de Facebook, pero añadiendo que realmente era una prima de Alicante. Y que la mujer de su lado era, como ya había imaginado, su madre, y por tanto su tía. Y que el hombre de su otro lado, que le tendía la mano con una risa nerviosa, su tío, y que la señora más mayor, la de la chaqueta granate, era ni más ni menos que su abuela. Que había viajado todos hasta Gran Canaria para conocerlo, porque en vida de su padre no habían tenido relación, pero que, tras darle muchas vueltas habían pensado, qué diablos, nunca es tarde si la dicha es buena. Y que no se había atrevido a decirle nada por Facebook porque estas cosas, mejor a la cara, ¿no? El hijo de Virtudes, que era un chico educado en buenos colegios, no fue capaz de dar media vuelta y volverse por donde había venido, quizás porque no supo calibrar la emboscada en la que se estaba metiendo o porque la vergüenza y el pundonor estaban todavía frescos a su edad. Sea por lo que fuere, el muchacho se quitó las gafas de espejo, que ya no servían para nada, se sentó en la silla al lado de su abuela y dejó que lo invitaran a un agua con gas y una rodajita de limón. No tardaron en soltar a qué habían venido. Su abuelo había muerto hacía pocos días y tenían un piso en Denia que querían poner a la venta. Pero claro, el hijo de Virtudes era también dueño del piso como lo había sido su padre, aquel que nunca quiso que conociera a su familia paterna. Su prima la del escote seguía sonriéndole mientras parecía que meneaba el hombro desnudo. Su tío se limitaba a mirarse las manos y mover el pie


Quémame entre hojas secas

33

derecho inquieto, como si le hubiera dado un telele mientras su abuela no le quitaba ojo. Pero no de forma cariñosa, como las abuelas miran a sus nietos, embelesadas y pensando que son como sus hijos, pero mejorados. No, en este caso su abuela miraba intrigada, como si no confiara en el joven que se acababa de presentar, como si estuviera buscándole el parecido con su difunto hijo. Que lo único que necesitaban era la firma del hijo de Virtudes para poder desatascar la venta del piso y que, si pudieran enviarle el documento que le acababan de traer firmado ante notario, pues que mucho mejor. Y que ya sabía dónde estaban si un día quería ir a visitarlos. No para ir a la playa, que para eso él vivía en Gran Canaria, sino para conocerse y pasear por los rincones que un día fueron de los de su padre. Cuando el chaval volvió a su casa y le contó a su madre de pe a pa lo que había ocurrido, Virtudes se lanzó al teléfono para pedirle consejo a las cartas del tarot de Lali y, de paso, maldecir durante cien veces contra su familia política, aquella a la que ocultó que su marido había muerto de sida un año después de nacer su hijo. Esta vez a Lali le costó mantener el tipo, escuchando al otro lado del teléfono a Virtudes que juraba en hebreo y se acordaba de un marido, difunto desde hacía casi veinte años, que le había dejado deudas, una vida a medio hacer y una criatura de meses a su cargo. Se imaginaba a su repeinada criatura en medio de aquella vorágine, intentando hacerle firmar la cesión gratuita de sus derechos mientras el ligue que se había echado por las redes sociales le sonreía como Judas a Jesús. Entre Cecilias y Virtudes los días iban pasando, pero la sensación de pérdida no se calmaba para Lali. Y ver aquel cepillo de dientes no hacía sino recordarle que estaba sola, sola y sin siquiera haber oído el portazo de despedida.


34

Amaya Belacortu

Y dejó de llover. Y el Anticiclón de las Azores se instaló para quedarse. Y dejó su propio cepillo de dientes, que no era azul ni estaba desgastado como una lima. Y esa mañana, Lali hace lo que no había hecho desde hacía semanas: llorar como una madalena. Las lágrimas bajan y bajan por su cara, su nariz no para de respingar, los hipidos son imparables. Y según sale el llanto, la sensación de no poder respirar es mayor, creándole un sentimiento de agobio y desprotección aún mayor. Y cuando parece que ese río de pena no terminará nunca, cuando Lali se ve encogida y temblorosa, en ese preciso instante y sin avisar, Lali deja de llorar. Es entonces cuando coge un pañuelo y, aún trémula y ojerosa, se mira al espejo y se da cuenta de que todo lo que tenía que sufrir ya lo ha pasado. Que Henrik salió por fin de su vida como tenía que ocurrir, igual que su padre salió de la vida de su madre. Que hay que cerrar un capítulo más y seguir madurando, creciendo y buscando a quién dejará su cepillo de dientes en tu vaso del aseo y no permitirá que se desgaste sin cambiarlo. Mientras la cafetera empieza a silbar, devuelve la llamada a su madre. No quiere más lágrimas a primer ahora, así que lo mejor es cumplir con ella lo antes posible. Se propone a sí misma no volver a pensar en nadie que le haga sufrir y se ríe para sus adentros cuando recuerda que es psicóloga. En paro, pero psicóloga. De superar sufrimientos debería saber bastante más como para poder aplicárselos, pero tomar de la propia medicina y aplicarse el cuento es algo que no ha sabido hacer jamás. Despacha a su madre con un par de argumentos y la deja contenta. Se siente renacida. Ahora solo queda esperar a su siguiente clienta y desea que sea más sencilla que la llamada de última hora de anoche. Se llama Caridad y vive en Málaga. Su mayor anhelo era ser madre. Se había casado con un hombre estupendo que solo


Quémame entre hojas secas

35

tenía una pega: vivía en Granada y su falta de tiempo para ella la había casi «empujado», tal y como ella misma intentó justificarse, a los brazos de otra persona. Sin embargo, era tal su afán por tener hijos que se negaba a abandonar a su marido que, ingenuo él, seguía viviendo por trabajo fuera de su casa mientras su esposa disfrutaba de otras compañías. Caridad se alegró mucho cuando Lali le explicó que la carta del El Mundo le daría alegrías. Su marido pronto estaría en casa de forma permanente y ella zanjaría su relación extramarital sin perjuicios para ninguno. Sin embargo, a la pregunta de si tendrían hijos, Lali quiso endulzarle la carta del Ermitaño. Tendrían hijos, pero no de forma inmediata. Para Caridad fue suficiente. Prometió llamarla en breve, aunque Lali supo inmediatamente que lo que su más reciente clienta necesitaba no era una tirada de tarot sino una buena terapia. A lo largo de esas semanas, Lali había descubierto que la mayor parte de sus consultantes lo que buscaban era hablar y, sobre todo, ser escuchadas. Que alguien desde fuera, alguien que no las conocía, que no sabía nada de su vida, les dijera que confiaran, que todo iba a salir bien. Que incluso lo que no iba a salir como ellas querían sería beneficioso en un futuro. Que no importaba quién o por qué, que simplemente les daría un empujón y avanzarían en el siempre difícil camino de la felicidad. No era fácil explicarle a muchas de ellas que su pareja se había ido para no volver y que la culpa no era de nadie. Muchas veces simplemente el tiempo, la distancia o que no fueran las personas apropiadas hacía que una relación se fuera a pique. Que no era más que una piedra en el camino que después se convertiría en una muesca en el cabecero de su cama, en el revólver de su particular duelo. Y fue en esas semanas de


36

Amaya Belacortu

consultas, unas rápidas y otras más tediosas, unas con mujeres jóvenes, inexpertas, recientes receptoras de algún golpe vital, otras maduras, incluso con varios maridos, trabajos y mundos a sus espaldas, cuando se dio cuenta de que toda la psicología, neurología y ciencia del mundo nada tenían que ver con enfrentarse cara a cara a la muestra más desnuda y auténtica de la vida de cada una. Que todas ellas llegaban inocentes a su rincón, a desvelar su intimidad de una forma tan evidente, sin mediaciones, sin sentirse cohibidas, y le hizo reflexionar sobre si todas ellas habían necesitado llorar como si les fuera la vida para purificarse y dejar paso a una nueva etapa. Llegó a la conclusión de que sí, de que cada una a su particular manera había realizado su propio reiki, su propia autolimpieza con tal de buscar la forma de salir de un atolladero al que había entrado casi sin darse cuenta, unas veces por azares de la vida y otras por iniciativa propia. La única que no había hecho ese necesario ejercicio de renovación era la propia Lali, que, durante días y días, temporales y temporales, vinieran las borrascas que vinieran, había dejado que la soledad y la pena se fueran adueñando de ella sin pedir permiso. Y fue cuando el amoniaco llegó a su vida, acompañado de una buena dosis de autoexigencia, que Lali se percató de que todo había estado bien. Que su trabajo fue bonito mientras duró, que Henrik fue estupendo mientras estuvo y que hasta su madre se había comportado con ella como nadie en todo este tiempo, a pesar de la pena que todavía arrastraba. Dejó las lamentaciones para otro momento y pensó en todo lo que tenía por delante. Al fin y al cabo, cuando una puerta se cierra, otra se abre. Y la suya no tardaría en abrirse. Enciende un nuevo palito de incienso. Huele a lilas y le recuerda su infancia en casa de su abuela, cuando saltaba como una loca intentando agarrar las ramas rugosas de los árboles y


Quémame entre hojas secas

37

cuando parecía, ingenua ella, que le quedaba apenas un suspiro para hacerse con un ramito reluciente, tan reventón que parecía por estrenar. Su clienta de media mañana la llamó por teléfono. Quería saber si podían cambiar la cita. Había tenido un lío tremendo en el trabajo y necesitaba posponerla hasta la tarde. La agenda de Lali solo tenía un compromiso y no hubo problema. A las cinco de la tarde, Íngrid, que así se llamaba, estaría allí. Justo al levantarse para colocar el tapete que se acababa de mover, volvieron a llamarla. Esta vez era una de sus clientas conocidas. La había tratado al poco de poner la consulta, siempre por teléfono porque vivía en Zaragoza. Se llamaba Eloísa y, por lo que Lali llegó a deducir, estaba casada con un empresario de la hostelería con el que regentaba un elegante restaurante para bodas y eventos, con jardines, flores y estanques. Como en otras tantas ocasiones, su marido había acabado por ignorarla pensando que, entre pasteles nupciales, camareros con pajarita y cuentas lustrosas, Eloísa estaría callada, sin protestar, manteniendo firme la institución familiar y guardando las apariencias de ser un matrimonio tan bien avenido como los que se estrenaban en su restaurante cada fin de semana. Sin embargo, Eloísa, que siempre había sido una mujer discreta, fiel a su esposo, amiga de sus amigas, madre ejemplar y trabajadora callada, había conocido, por esos caprichos de la vida, a un ilustre médico en el Hospital Miguel Servet, donde su padre, que había tenido la desgracia de caerse por la escalera de su casa en Miralbueno, tuvo que pasar unos cuantos días y alguno más que otro debatiéndose entre la vida y la muerte. En ese clima de antibióticos, enfermeras con chapa reivindicativa y olor a desinfectante, quiso la diosa fortuna que Eloísa se encaprichara como en su época adolescente de un doctor entradito en años, profesor en alguna


38

Amaya Belacortu

universidad y experto en traumatología. Y que él, divorciado, en segundo curso de soltería, encontrara en los ojos de Eloísa, y Lali intuía que también en sus kilos, la amabilidad y dulzura que le habían sido racaneados durante tiempo y que ahora se afanaba por arrancar. Pero el tarot no había sido complaciente con Eloísa. Esta vez fue tajante y por más que Lali intentaba que Eloísa razonara, lo cierto es que ella seguía en sus trece de saber si tenía alguna posibilidad con el famoso doctor, por mucho que intentara convencerse de que jamás de los jamases entablaría con él una relación que fuera más allá de la simple amistad. Desde el momento en que Lali escuchó hablar a Eloísa tuvo la plena convicción de que de buena gana habría mandado todo, marido, negocio y familia, a tomar viento a cambio de recuperar la sensación de sentirse admirada, deseada, cuando no querida, como debió sentirse hacía ya unas cuantas primaveras. Sin embargo, Eloísa no era una mujer que se lanzara al agua sin más. Sabía lo mucho que tenía y lo valoraba. Valoraba a su marido, adoraba a su hija y se preocupaba por su negocio, y por nada del mundo habría mandado todo a paseo y, mucho menos, por un calentón temporal. Eso fue lo que a ella misma sorprendía. Que a sus años y con su experiencia, volviera a sentir aquellas emociones que en su día quedaron atrás y que parecía que ya no correspondían a una mujer de su estado y condición. Desde que el médico de su padre apareció en su vida, no había pasado un solo día en que no pensara en él, en que no se culpara de haberlo mirado con más cariño que a su marido y en que no se dijera a sí misma que todo estaba bien, que nada iba a romper su aparente harmonía y nadie iba a trastocar su bendita tranquilidad. Pero cuanto más insistía en sus pensamientos, más se rebelaba la bata blanca de aquel hombre que,


Quémame entre hojas secas

39

creyó entender Lali, la miró con ojos golosos, quizás en un despiste, quizás de forma consciente. Lo cierto es que Lali fue rotunda. El médico era un donjuán que buscaba el afecto donde fuera y que tenía una relación, más o menos estable y más o menos oculta, algo que a Eloísa dejó ciertamente trastabillada. Y la llamada de esa mañana no hizo sino confirmar sus temores. Bata blanca tenía una novia en Barcelona, adonde acudía a impartir charlas magistrales de vez en cuando en una de las Facultades de Medicina, donde había sido visto en compañía de una mujer joven, mucho más joven y más delgada que Eloísa, a quien la noticia partió el alma de una forma tan severa que no pudo más que llamar a Lali para compartirlo. A pesar de todo, Eloísa seguía en sus trece. Obcecada en que ella no quería aventura extramatrimonial alguna ni, por supuesto, volver a casarse a estas alturas y con la que estaba cayendo. Pero que no podía dejar de pensar en él, ni se arredraba a la idea de enviarle un mensaje a su móvil, algo que a Lali, que no entendía hasta qué punto el doctor estaba siendo cruel con aquella mujer a la que, con semejantes detalles, daba esperanzas infundadas, dejaba alucinada. Visto que no había forma de que Eloísa se aclarara ella misma y evitara entrar en un círculo vicioso y obligara también a Lali a entrar en él, decidieron entre ambas iniciar una especie de terapia, con un precio especial, en la que el tarot quedaría marginado y se daría prioridad a las teorías freudianas y a la psicología de diván. Y, aunque los kilómetros de diferencia eran inevitables, intentarían concertar una cita semanal para ver la evolución de Eloísa en cuanto a sus frustraciones y anhelos. Eso y una velita de color azul calmaron a su clienta, que parece que terminó la conversación un poco más tranquila, aunque igual de confusa que como la comenzó.


40

Amaya Belacortu

Algo más que una llamita necesitó Lali para volver a sentirse ella misma, para deshacerse de las inquietudes de la buena de Eloísa, a la que imaginaba dando vueltas por alguna boutique de Zaragoza hasta encontrar una vela adecuada para el recibidor de su casa. Al encender el calentador de agua, descubre que no queda ni un sobre de té de menta. No sabiendo la razón, se siente enfadada, como si un olvido tan nimio como comprar una cajita de infusión fuera el mayor de los dramas. Agarra el bolso con fuerza y baja al supermercado. No había alcanzado aún más que la vieja tienda de electrodomésticos de la esquina de su casa, cuando ve reflejada en el escaparate, junto a las televisiones encendidas que servían de muestra para enseñar la calidad y nitidez de cada pantalla de plasma, una cara que le resulta familiar. Al retirar la mirada se da cuenta de que conoce perfectamente ese rostro anguloso, esas gafas de pasta, esa mirada de perro culpable por romper una alfombra. El rostro que se refleja en el escaparate es de Henrik, que la mira desde su espalda. Un escalofrío le recorre de arriba abajo. Una sensación que creía ya casi olvidada. Retira la vista de la cara que sigue reflejada en el cristal, e intenta mirar la suya, blanca por el susto y demacrada por las noches sin dormir y los días sin sosiego. Cuando toma consciencia de su situación, intenta echar a andar rápidamente, como si semejante aparición no hubiera ocurrido, pensando que su mente comienza a jugarle malas pasadas y que ve fantasmas donde solo había neveras y lavavajillas en oferta. Pero la voz de Henrik llamándola es mucho más de lo que habría podido esperar. Ahora que estaba saliendo del pozo en el que había ido adentrándose casi sin darse cuenta, ahora que había hallado una afición que la llenaba y no le dejaba tiempo


Quémame entre hojas secas

41

para pensar, ahora que todo esto estaba ocurriendo, Henrik aparece en medio de la nada para llamarla por su nombre. Se para en seco, mordiéndose el labio inferior y echando de menos haberse acicalado antes de salir de casa. Pero ¿para qué? Si al fin y al cabo bajaba a comprar una caja de té. ¿Quién podía esperarse que Henrik estuviera agazapado esperando? ¿O quizás es que pasaba casualmente por allí? No, eso no era posible. Henrik nunca había vivido en esa casa, aunque Lali habría dado media vida porque así hubiera sido. No podía ser casual que ahora estuviera a su lado, con esa maldita media sonrisa que parecía ser la mejor llave para que Lali cediera. Ella no es capaz de articular palabra. Tampoco llora. Henrik dice que necesita hablar con ella, que tiene que darle una explicación a pesar de que hayan pasado ya tres meses. Tres largos meses sin dar una sola señal de vida, sin despedirse, ni tan siquiera dejar una nota, o un mail. Nada. Un frío mensaje en el móvil y listo. Él propone que hablen en casa. Al principio Lali se resiste, lo que tenga que decir que lo diga en ese instante, ya no le importa, o al menos eso dice sin mucha convicción. Henrik la mira como quien mira a un niño enfurruñado. Vuelve a insistir. No quiere escenas en la calle y un café no es el lugar indicado para decirle lo que ha venido a contarle. Él necesita pasar por su propio vía crucis, tener su propia expiación, le dice. Durante el breve recorrido hasta el apartamento de Vallcarca ninguno de los dos abre la boca. Lali intenta recordar los momentos en que habían hecho ese mismo camino, a veces llevando una barra de pan bajo el brazo como los niños cuando nacen, otra refugiándose en las marquesinas y en los salientes de los edificios cuando llovía y, las más de las veces, sola, mientras él aparcaba o buscaba una excusa para subir después de ella. Es entonces cuando Lali se da cuenta de que la suya


42

Amaya Belacortu

ha sido una relación oscura, casi clandestina. En un golpe de lucidez cree que lo mejor es parar esta charlotada y decirle que dé media vuelta y se vuelva por donde ha venido. Pero no es capaz de articular palabra porque sabe que en el momento en que ella lo despida, Henrik se irá, ahora sí, para siempre. Y quizás en el fondo de su alma solo espera que él haya vuelto para hacerse perdonar, para volver a intentarlo de nuevo, una, dos, tres, mil veces más si fuera necesario. Esta vez sí tiene que esforzarse por no llorar. Aprieta las uñas hasta hacerse daño en la palma de las manos. Cuando llegan a la puerta es Henrik quien caballerosamente coge las llaves de sus dedos y abre la puerta. Lali le hace pasar al despacho donde pasa consulta. Henrik, a pesar de mirar extrañado, no hace comentario alguno. Solo mira un libro de Daniel Kahneman con el dibujo de un lápiz y un trazo en su portada. Ella no tiene prisa, pero tampoco sabe cómo actuar. No sabe si ofrecerle un café, agua o un poco de cicuta, y Henrik, que siempre se mostró seguro, parece haberlo olvidado de repente. Hasta que se sienta en la silla de las consultantes y le pide perdón a Lali. Sabe que se fue sin dar más explicación que un mensaje pidiendo tiempo y espacio, deseándole mucha suerte en la vida y sin siquiera valorar los momentos que habían pasado juntos. No quiere excusarse en su sufrimiento durante años, en sus múltiples cambios de ciudad, en las enormes necesidades que tiene su pequeño hijo. Simplemente, asume y acepta que todo ha sido por su culpa y entiende que Lali no quiera volver a saber de él. Que ella ha sido muy amable al aceptar que él volviera a poner un pie en su casa y que no va a molestarla más de la cuenta. Lali parece que quiere morirse. A pesar de que ha imaginado este momento cientos, miles de veces, ahora no sabe cómo


Quémame entre hojas secas

43

reaccionar. No sabe si echarlo a patadas y cerrar la puerta con llave o abrazarlo hasta que ambos se olviden de tantas semanas de dolor y lágrimas. Pero se queda quieta, petrificada. Porque en el fondo, bien lo sabe ella, no puede fiarse de Henrik. Él se frota las manos. Ella ha sido muy importante para él, pero la vida, ay, la vida, la vida da tantas vueltas que nadie puede jurar que no se arrepentirá de una palabra, de una actitud o de un mal gesto. Y Henrik necesita cerrar este capítulo de su vida. Quiere ser un caballero. Lali se ríe. Está asombrada y no entiende qué es lo que él busca. Por momentos parece que quiere volver con ella, volver a colocar su cepillo de dientes en el aseo y comenzar una nueva trayectoria vital a su lado. Y por otro, por otro, Lali no es capaz de imaginarlo. Hasta que Henrik viene a dar la explicación que debía haber ofrecido hace semanas. Se va a casar. Con otra mujer. Y quiere decirle a Lali que no ha sido ella, que no es su culpa, que las cosas no siempre funcionan como uno quiere. Pero Lali ya no puede escuchar más. No puede aguantar ni un segundo más el rostro de Henrik en su casa. Solo quiere saber quién es ella. Aunque, una fracción de segundo más tarde, ya lo ha adivinado: es la madre de Fred. Cuando Henrik se lo confirma, un tanto azorado y con la mirada gacha, Lali solo acierta a señalarle la puerta, pero parece que él quisiera justificarse aún más, como si necesitara la aprobación y la comprensión de Lali ante semejante giro de su vida. Pero ella no necesita, no quiere saber más. No quiere saber cuándo volvieron a encontrarse, dónde se han visto, durante cuánto tiempo y cómo es posible que Henrik le haya sido infiel con la mujer que los dejó abandonados, a él y a su hijo, en un apartamento cochambroso del centro de Madrid.


44

Amaya Belacortu

Lo que tampoco entiende es por qué está ella ahí, en medio de su despacho, escuchando una explicación a todas luces fuera de tiempo, de una persona que ya no forma parte de su vida desde hace semanas. Solo acierta a pedirle que se marche. Henrik se levanta despacio. Intenta volver a hablar con ella, a decirle que la aprecia y que solo puede estar agradecido. Pero esas palabras provocan aún más furia en Lali. Y es cuando ella empieza a gritar, que Henrik sale por la puerta cerrando con cuidado. No han pasado ni dos segundos cuando Lali va hacia la mirilla, y como los vecinos mirones que espían al de la puerta de enfrente para ver con quién entra en casa, Lali se asoma. Pero Henrik ya no está. Ha sido, una vez más, más rápido que ella. Abre la puerta. Un eco de pisadas rápidas se escucha bajando por las escaleras y, acto seguido, el golpe seco en el portal. Es la puerta. Corre a la ventana de la habitación principal. Allí va, con su cabello rubio agitado por el viento. Para un taxi. Se sube. Y de la melena rubia y las gafas de pasta celeste nunca más se supo.



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.