Sin maletas

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MARGARITA SOLANO ABADĂ?A

SIN MALETAS historias de refugiados y migrantes desde el exilio


Colección Crónica Latinoamericana Dirigida por Yabo Mora Primera edición: febrero de 2019 © Margarita Solano Abadía, coordinadora © Mauricio Suárez Prado, editor

© de las obras: Leidy Campos, Luísa Ramírez, Maddalena Liccione, Margarita Solano Abadía,

Florencia Ángeles, Eileen Truax, Yabo Mora, Yasna Mussa, Modesto Frías, Ximena Vélez, Luis Chaparro, Javier Sinay, Gabriela Benazar, Agustina Grasso. © del prólogo: Roberto Herrscher © de la edición: Ediciones Carena Ediciones Carena c/Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Yazz Casillas Diseño de la cubierta: Yazz Casillas Ilustraciones: Yazz Casillas, en las páginas 23, 37, 53, 77, 89, 109, 127, 149, 161, 175 191, 219, 233 Maquetación: Adrián Vico Coordinación y corrección: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Depósito legal: B 26512-2018 ISBN 978-84-17258-67-2 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.


A mi esposo, Mauricio Suárez Prado, cómplice de todas mis batallas periodísticas por un mundo incluyente y justo para todos. A Matías y Jacobo, que formarán parte de ese mundo y jamás serán indiferentes al dolor humano. A Roberto Herrscher y Olga Behar, por creer en ese mundo..



No hay camino para la paz: la paz es el camino. Mahatma Gandhi



Sin maletas, historias de refugiados y migrantes desde el exilio, es la primera investigación periodística narrativa hispana nacida en América Latina sobre refugiados en el mundo. Busca crear conciencia sobre la migración forzada como un problema mundial y reconoce las contribuciones que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con estas crónicas se quiere promover la tolerancia y la diversidad, así como conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los derechos humanos pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta.



PRÓLOGO DESEMPACANDO HISTORIAS

Hace dos décadas cayó en mis manos un libro hermoso, punzante,

que me introdujo en el fecundo campo de la historia oral. La historiadora argentina Dora Schwarzstein entrevistaba a 87 republicanos españoles que huyeron de la represión franquista y llegaron a Argentina. Eran supervivientes de una catástrofe. Habían perdido la guerra, habían huido a tierras desconocidas. Me llamó mucho la atención que todos insistieran todavía en considerarse exiliados, no inmigrantes. En ese libro, Entre Franco y Perón: Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, una mujer recordaba que sus padres nunca compraron muebles, porque querían creer que en cualquier momento volverían a España. «Somos del Atlántico», decía otro de los entrevistados. «Estamos a mitad de camino de la ida y de la vuelta.» Estos exiliados eternos vivían «con las maletas hechas». En ese momento me pareció dramático eso de vivir con las maletas siempre hechas. Pero escapar sin maletas, como resume el título de esta colección de relatos de exiliados del presente, es más duro, como metáfora y como realidad.


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Setenta años después de la Guerra Civil española, del Holocausto nazi, de los millones de refugiados de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se ha vuelto a llenar de exiliados, escapados, oprimidos, hambrientos de paz, pan y justicia. Cruzan fronteras, recorren desiertos y atraviesan océanos. Y los recibe mucho desconocimiento e incomprensión. En este libro luminoso, brillan las ansias de estos héroes modernos de sobrevivir y construir, de no olvidar lo que dejaron atrás pero también de aprender y aportar en las sociedades donde los llevó el oleaje de las tragedias de las que huyen. «Tal vez el principal drama para los sesenta millones de desplazados que viven en tierra ajena, de los cuales solo la tercera parte ha logrado el estatus de refugiado, es que el desarraigo es un mal que no tiene cura», dice la gran periodista de investigación colombiana Olga Behar en el prólogo de la edición latinoamericana de este libro. Es un gran honor ponerme en sus expertos zapatos como encargado del prólogo de esta edición española. Un dato de Sin maletas: solo en América Latina, si los refugiados fueran un país sería el tercero más grande por número de habitantes, después de Brasil y México. Son más las legiones de escapados que las poblaciones enteras de Argentina y de Colombia. Otro dato: vienen de países vecinos pero también del otro lado del planeta. Las voces de este libro vienen de Siria, de Afganistán, Palestina, el Congo, Eritrea, Ucrania, Iraq, Rusia, Venezuela, Colombia, Guatemala y México. Y vienen sin maletas. Salieron con lo puesto. Cuando Essa Hassan sintió el estruendo de bombas y gritos desde su departamento de estudiante de la Universidad de Damasco, supo que tenía que correr. En Iraq, cinco mujeres yazidíes consiguieron refugiarse en un centro de acogida tras ser violadas y vendidas por 50 dólares. En Eritrea,


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Filemón por poco logró escapar de su cárcel como esclavo del ejército. El viaje es una tortura de la que con suerte salen vivos. Wali, un chico afgano, corrió por el campo para escapar de las balas de los militares. En Grecia, los refugiados sirios llegan con las últimas fuerzas o «son vomitados en las playas por el mismo mar». Jamal, un refugiado palestino, está en manos de un funcionario de línea aérea que puede autorizarlo a volar o puede romper su sueño en pedazos. Y cuando llegan, todavía falta mucho para que acabe la pesadilla. O peor aún: en la nueva tierra comienza otra. Martina consiguió salir del Congo con su esposo, amenazado de muerte, y dos de sus hijos; pero en un pueblo perdido en las afueras de Buenos Aires lucha cada día para traer a los siete hijos que le faltan y le duelen. Vera se alejó del daño inminente en Jimki, Rusia, pero en Argentina el mal que corroe a su familia sigue actuando «en lo más profundo». Y la adolescente venezolana Raymar, que perdió a su marido en la vorágine de violencia de su país y huyó a Colombia con su bebé, sobrevive en «lo que nunca hizo antes», dedicándose a la prostitución. Me pongo en la piel de los autores de estas historias. Se requiere valentía y temple para acercarse a estas historias. La primera reacción al escuchar esta colección de tristezas, es abrazarlos, llorar juntos. O apretar los puños y buscar a los causantes de tanto sufrimiento. O darles una mano, una ayuda, un consejo. Es difícil pedirle a los que han caído a un lugar más bajo de lo que imaginaban que fuera posible que vuelvan a recordar y cuenten su desgracia. Pero hay que preguntar. Saber. Indagar. Y contar en estas crónicas precisas, duras y poéticas las historias de los supervivientes


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de un mundo en destrucción. Margarita Solano (el alma y compiladora de la colección y autora de uno de los textos más profundos), Agustina Grasso, Maddalena Liccione, Florencia Ángeles, Yabo Mora, Modesto Frías, Ximena Vélez, Luis Chaparro, Leidy Campos, Luisa Ramírez, Eileen Truax, Yasna Mussa, Luis Chaparro, Javier Sinay y Gabriela Benazar Acosta lo hacen con respeto, con conocimiento de causa, con sabiduría narrativa. No es fácil lo que ellas y ellos logran. Tras décadas de trabajo con víctimas, protagonistas y testigos del mal, me surge una y otra vez la pregunta: ¿Por qué querrían o deberían estos refugiados contarnos sus historias? ¿Qué puede llevarlos a abrirse a un extraño? ¿Qué puede ofrecerles una o un periodista, si nuestro gremio ha resultado en el mejor de los casos indiferente (y en el peor, nocivo) para sus pueblos, sus dramas, sus luchas? Y si nos hablan, ¿qué esperan de nosotros? ¿Y cómo quedan después de abrir el horror que llevan dentro y ver cómo nos vamos con nuestras notas y grabaciones a cuestas? Los jóvenes autores de estas crónicas (la mayoría nacidos en los ochenta, al arrullo de las dictaduras, guerras y guerrillas del continente) han leído mucha crónica pero también se han empapado en la historia, la antropología, la geografía de sus personajes. Por eso en estas páginas laten las voces y los relatos que acercan, que desatan la identificación con estos refugiados. Pero también el contexto para entender de dónde vienen y por qué pueden aportar y enseñar tanto en las tierras que los han acogido. Sorprende la variedad de recursos narrativos con los que se cuentan estas historias. Algunas secciones, por ejemplo, están narradas en primera persona: son los mismos personajes los que toman la palabra a través de la atenta escucha y organización de los autores. Es el


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caso de «El bibliotecario que rehusó matar», de Luis Chaparro. Los momentos más dramáticos de Essa Hassán los cuenta él mismo, en un monólogo teatral y efectivo. «Son las dos de la mañana. Por la ventana entra un grito que me despierta los sentidos. “¡Allahu Akbar!”…» En otros momentos, los autores les relatan a sus entrevistados sus propias historias, como hace con poesía quirúrgica Margarita Solano con el exguerrillero del m-19 de Colombia Markos, exiliado en México. «Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón beige, cinturón café que hace juego con la chamarra, camisa amarilla perfectamente planchada y un bigote arreglado, pensaría que veinte años atrás eras un guerrillero alzado en armas.» Pero la mayoría de estos bellos y dolorosos retratos del desamparo, la generosidad y la resistencia están contados en una empática tercera persona: el narrador toma el lugar de un lector atento y empático, que pregunta, indaga, escucha, se deja empapar por estas historias de supervivientes heroicos. Escribo estas líneas en tiempos muy duros para los refugiados y para los inmigrantes en general. Manifestaciones xenófobas, ataques racistas, gobiernos que cierran fronteras y deportan a los desesperados. En muchos países de Latinoamérica se olvida fácilmente y se oculta con alevosía el recuerdo de cuando las tornas estaban del otro lado. ¿Quién no desciende de algún antepasado que se hizo a la mar o se ensució con el polvo de los caminos para huir del hambre, de la guerra, del sin futuro? En Chile, donde vivo como migrante con contrato de trabajo, hay quienes se quejan de la llegada masiva de venezolanos, cuando hace apenas una generación eran los chilenos los que buscaban huir de la dictadura de Pinochet y encontraron cobijo en la entonces pujante y pacífica Venezuela.


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Que Sin maletas, con su cargamento de reveladoras y emotivas historias por desempacar, encuentre muchos y atentos lectores. Sus personajes somos nosotros, o lo que hay de más valiente y generoso en nuestras castigadas comunidades. Y sus autores son algunos de los más exquisitos cronistas que están transformando el periodismo narrativo en la lira y el fuelle con los que esta América Latina en ebullición se cuenta a sí misma. Roberto Herrscher, sociólogo, periodista y profesor universitario




SIN MALETAS





i ¿PUTEAR EN COLOMBIA O MORIR EN VENEZUELA? Por Luisa Ramirez Sus papás siempre quisieron verla en el noticiero del mediodía, vestida de rosa en la pantalla de la televisión colombiana. Casi les da un infarto cuando les confesó que lo que quería era ser periodista de viajes o de guerra. Escribe, reescribe, se golpea la cabeza contra la pared, edita, reedita, y el círculo se repite. Periodista universitaria colombiana en un país que ha intentado negociar la paz en más de diez ocasiones. Escribe para el diario El País, el más importante del suroccidente colombiano, y también para Utópicos, periódico universitario tan idealista como ella. Observadora nata de las redes sociales, canta todo el día. Llora con facilidad.

y Leidy Campos Lectora cautiva desde los 14 años. Leyó cientos de páginas fantásticas pero se fascinó de las historias reales, de esas de carne y hueso. Recorre la ciudad de Cali en una moto con su papá buscando historias que permanecen ocultas. Estudia Comunicación Social en la Universidad Santiago


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de Cali en donde cree, genuinamente, que el periodismo cambia vidas, quizás el mundo. Publica historias en el periódico El País, en Utópicos, y colabora en producción en la franja juvenil del canal Telepacífico. Caleña que se respete baila salsa, Leidy también. Cuando el periodismo se torna gris, casi que negro, pone Sin sentimiento, del Grupo Niche, y baila como si fuera la primera vez en una discoteca vallecaucana.

Es una mañana de mayo en Puerto Tejada (Colombia). En la

mitad de la habitación está Raymar desempacando una maleta. Antes de abrirla, la mujer de pecas en las mejillas era una prostituta venezolana que se exilió para sobrevivir a una crisis política y social que no pidió. En el municipio colombiano donde Raymar rehace su vida a más de mil quinientos kilómetros de Barinas (Venezuela), la gente suele caminar con vasos llenos de «cholados», especie de hielo frappe con saborizantes y mezclas de frutas, pero al caer la tarde, las calles lucen vacías y el cielo se oscurece alrededor de las seis. La fila para comprar pañales, huevos, café, no existe, se ha quedado del otro lado de la frontera. Raymar pasa largos minutos en la ducha de la nueva casa que acaba de estrenar. Le gusta ver caer el agua sobre esas pecas cafés mientras piensa que cuando una mujer se prostituye, su cuerpo no le pertenece, es alquilado una y otra vez. Hoy amaneció con ganas de recuperar su cuerpo y recuperar significa conocerse. Setenta y dos horas antes de hacer maletas, Raymar escucha en la radio colombiana el triunfo de la reelección del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro; la indignación la embarga. La mitad de su país se autodestruyó al abstenerse a votar este 20 de


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mayo del 2018, ella también. La oposición al régimen que desde Colombia llaman «catrochavista», obtuvo casi los dos millones de sufragios contra seis millones que le dieron cuatro años más como presidente a Nicolás. Esa tarde la indignación y la dignidad se saludan. Raymar sale del prostíbulo vallecaucano sin despedirse de nadie con la certeza de jamás regresar a Venezuela y con la esperanza de traerse a Colombia a su mamá, sus hijas, su vida entera. A sus 23 años de edad y dos metros de la puerta de salida, Raymar hace una pequeña pausa para recordar que, hasta el año pasado, nunca se le había ocurrido estar lejos de Venezuela. Hoy soporta la nostalgia que conlleva extrañar su país, dejándose acariciar la desnudez para sobrevivir a kilómetros de él. En la esquina del lugar de «vida alegre» la espera Andrés, hombre de aspecto tranquilo, trece años mayor que ella. Lo conoció una noche en ese lugar de mala muerte y «buena vida» donde Raymar se prostituye desde hace ocho meses después de huirle a Venezuela. Cuando el sujeto entró al antro ubicado en la calle principal de Puerto Tejada y se encontró con las curvas de Raymar, sacó dos billetes de veinte mil pesos colombianos1 de la billetera para pasar la mejor noche de su vida. A cuatro meses de pasión, Andrés decide sacar a Raymar de la noche para ver juntos el amanecer. El de boina roja

Eran las 7 de la mañana. Raymar había perdido los primeros rayos de sol y debía apurarse. Se vistió con el uniforme marrón que apenas le quedaba de la cintura heredado por su hermana mayor.

1 Cuarenta mil pesos colombianos equivalen a once euros.


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Recogió su cabello pintado de rosado en las puntas para lucir a sus trece años como una «chama» rebelde. Tomó el maletín y cerró la puerta de su casa con prisa para irse a estudiar y dejó atrás esa casa bajita ubicada en la esquina de las calles de Altamira al occidente venezolano, uno de los barrios más populares de la región. Allí viven y se crían los hijos de los obreros, de trabajadores ocasionales, de modistas y sirvientas cuyas familias viven de un salario mínimo como mamá en un país gobernado por Hugo Chávez Frías, el líder de izquierda que prometió mejorar la calidad de vida de los venezolanos. «En Venezuela, más pronto que tarde, no habrá un solo niño en la calle, ni un indigente, ninguna familia abandonada. ¡Eso debe ser objetivo supremo de nuestra Revolución!», manifestó en alguna oportunidad el líder de la Revolución Bolivariana, Hugo Chávez, en un diario oficialista. Acceso a los alimentos, gratis la educación, fomentar las fuentes de empleo. Raymar y su familia sienten que, por primera vez, un presidente les habla. Al fondo, en una pared blanca, cuelga un cuadro con la fotografía de Hugo Chávez. Esa mañana de pelos rosados y trece años, Raymar conoce el amor. Quince años, se llama José y tiene ojos acaramelados que hacen juego con el castaño de su cabello. El «chamo» de un metro con 70 de estatura sueña con cuidar su patria de la violencia que para la época se había convertido en parte de la vida cotidiana. Cuando José quiso unirse a la Guardia Nacional de Venezuela, millones de madres venezolanas disfrazaban en Halloween a sus hijos de soldaditos, con trajes militares y boinas rojas en honor al líder de la esperanza bolivariana. Para el 2012, un venezolano moría cada nueve minutos. José tiene dos años más, alcanza los 17 y el sueño cumplido de pertenecer como policía a la Guardia Nacional de Venezuela. Tiene a Raymar con él. Viven juntos en un cuarto de 15 metros por 20 centímetros donde pronto llegará una nueva integrante de


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la familia y su mamá pasará a pertenecer a esa cifra internacional que dice que hay 95 adolescentes embarazadas por cada mil habitantes en América Latina. Raymar siempre fue delgada pero a sus dieciocho alcanza tener una media luna en su vientre. Han pasado 26 semanas de gestación de una niña que hoy perderá a su padre. José llega a casa en punto de las seis. A esa hora se interrumpe en Venezuela la música en la radio y las novelas de la televisión para escuchar el Himno Nacional. A mitad del himno José abrió la puerta y dejó como todas las tardes la pistola calibre 22 en el clóset. Para Raymar era una de sus rutinas favoritas. Sí que le gustaba verlo uniformado, con esas botas amarradas, la boina roja y ese traje verde militar tan varonil, como mirar todos los días a su superhéroe favorito. Le había preparado un asado negro, un corte de carne en salsa oscura y agridulce para el almuerzo, pero ella insistió en salir a complacer un antojo repentino por unas papas fritas de esa cadena gringa a la que siempre iban aunque al presidente Hugo Chávez Frías le oliera a capitalismo, a diablo y a infierno juntos. En vez de saborear una «cajita feliz», Raymar estaba a punto de presenciar su propio infierno. Un hombre ha pasado tres veces en una moto. ¿Podemos irnos? –le dice José a Raymar cerca a la oreja. —Después venimos por tu cajita gafa –insiste José, que sigue con la mirada unas motos que pasaban alrededor. Raymar estaba lista para ordenar. Pensó en que no era la primera vez que José se comportaba así. Ser policía en una de las ciudades más violentas de América Latina con 73 homicidios por día los tenía paranoicos a todos. —¡Tú todo el tiempo con esa maldita caja feliz, vámonos! –ordenó José desesperado. Raymar supo que las cosas no andaban bien, que la cosa iba en serio, que tenían que marcharse. Al abrir a cuatro manos la puerta


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del establecimiento, se escuchan los motores rugir de varias motos y el ¡bum! ¡bum! ¡bum! ¡bum! ¡bum! seco de las balas. Después todo fue demasiado tarde. José cayó tendido del otro lado de la puerta. Mientras la sangre salía por todos lados de su cuerpo, volvió a susurrarle a Raymar: —La próxima vez que nos veamos será para siempre. En vida, el muchacho de la boina roja solía insistir en querer irse a Caracas, la capital de Venezuela. Como queriéndose escapar de un destino que hoy lo puso en una caja de ataúd. Como si en Caracas las cosas fueran diferentes, como si no hubieran tantos homicidios, tanta escasez de alimentos y miles de venezolanos tratando como él, de escaparle a una muerte anunciada. Una muerte que alcanzó al propio presidente Hugo Chávez, reelecto por cuarta vez consecutiva. Antes de morir, Hugo Chávez invitó a millones de venezolanos a darle su voto de confianza a su sucesor, Nicolás Maduro, un chofer de bus y representante sindical en la capital venezolana que llegó al círculo rojo como presidente de asamblea, canciller y vicepresidente. Meses más tarde fue elegido por miles de votantes como heredero del chavismo. Antes de morir José, el de boina roja, dejó pendiente salvarse así a mismo. Raymar, Naymar, Migrar

Los días de luto le dejaron a Raymar un sinsabor. Las malas compañías llegaron a su vida y junto a ellas, malas decisiones que la llevaron a fumar monte, marihuana; quería abortar. En lugar de irse, la bebé se arraigaba a la entrañas de mamá. Pasaron noches y días y Raymar dejó de apostarle a la muerte. Naymar nació el


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primero del mes de Julio, ciento dieciocho días después de que el presidente Hugo Chávez Frías perdiera la batalla contra el cáncer. Mientras Raymar conocía el hogar donde viviría con su pequeña en brazos, miles de venezolanos abandonaban el suyo en busca de una vida mejor. Una donde ir por productos de la canasta básica no le hiciera perder dos horas a la semana. Donde asesinaran menos y se amara más. Donde se descolgara ese cuadro de Chávez en el que ya no creía. Naymar cumple su primer año y Nicolás Maduro da su primer discurso como presidente de Venezuela. Mientras Raymar presenciaba el acto de proclamación transmitido en cadena nacional por la televisión estatal, simpatizantes del candidato opositor Henrique Capriles comienzan en Caracas una protesta pública más conocida como «el cacerolazo», en la que golpean fuertemente cacerolas y ollas en desacuerdo con el nombramiento de Maduro. Al este de la ciudad de Barinas, estudiantes chocan con militares de la Guardia Nacional en la que alguna vez estuvo José y su boina roja. «Con Nicolás Maduro llegaron todos los males que hoy asfixian Venezuela», asegura la mujer de pecas cafés, desde Puerto Tejada, en Colombia. Para ella, la crisis política, económica y social de su país llevó al enfrentamiento frontal y sistemática de 30 millones de habitantes, entre los que creen en el chavismo encarnado por Maduro y una oposición millonaria que no se ve en las urnas y que reclama libertad. Con Maduro de presidente, la escasez de alimentos aumentó conforme los países como Estados Unidos dejaban de importar producción venezolana. La caída del precio del petróleo empeoró y con él la devaluación de los bolívares; la censura de los medios internacionales fue sistemática y los precios subieron. Raymar comienza a alzar la voz, a unirse a las protestas, a uno que otro saqueo en centros comerciales y a incendiar


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algunas sedes gubernamentales. Raymar tenía hambre, estaba desesperada. La televisión mostraba una realidad que Raymar y su familia no veían desde su ventana: un pueblo polarizado donde el ágil sobrevivía y el débil moría. Raymar vio morir a su amor de boina roja. Trescientos cincuenta metros. Era la distancia que Raymar y su mamá debían avanzar en la fila para para entrar al supermercado en Barinas. Una vez dentro, se debía hacer una fila para tomar el carrito de compras, otra de 150 metros para pagar y una más para poder irse a su casa con los productos que alcanzaron a encontrar. Los fajos de billetes de cincuenta o cien bolívares cada día valían menos y cada día era más difícil intentar meterlos en la billetera. La entrada y salida de Barinas se encontraba bloqueada por basura, escombros y objetos deshojados, bolsas plásticas manchadas de alimentos, fruta podrida, pedazos de pan con moscas que impedían el paso de vehículos nacionales y extranjeros. Raymar camina entre el humo de los gases lacrimógenos para comprar otro par de pañales para Naymar y una caja de harina con la que preparar arepas y tener algo que comer durante una semana. Al caer esta tarde, 170 locales comerciales fueron saqueados. Tras 800 días seguidos de protestas contra el Gobierno de Nicolás Maduro, el mayor miedo de la mamá de Raymar, a sus 52 años de edad, es enfermarse en Venezuela. La gripe, el dolor de cabeza o una intoxicación dan pánico. No hay medicinas ni hospitales abastecidos, el empobrecimiento generalizado en Venezuela revelaba en millones de compatriotas ansiedad, angustia, rabia, dolor. Raymar llega a casa en Barinas, en Venezuela, luego de trabajar una jornada de diez horas como mesera, con la plena conciencia


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de que el sueldo que gana en el restaurante ya no le alcanza. Esa noche una de sus mejores amigas la visita, con la sonrisa borrada, la mirada difusa y un bebé en brazos. —Te la regalo, no tengo que darle de comer. Putear o morir

Tras largas mañanas y noches con el estómago asqueado de comer

arepas con agua, Raymar se dice y dice: «me voy». Sentada en un sillón amarillo a mitad de la sala, Raymar permanece muda mientras mamá llora con ese instinto maternal que le asegura que llegó el momento del adiós. Raymar agarra una maleta, empaca un par de camisas evadiendo la mirada de sus dos hijas hasta que llega la pregunta obligada. —¿Para dónde vas, mamá? —Mamá tiene que hacer un largo viaje, carajitas. No había marcha atrás. Como tampoco la hubo para los 157 Venezolanos asesinados, 12000 detenidos, 1300 presos políticos, 8300 muertos en ejecuciones extrajudiciales. Son las cifras de una realidad que a Raymar le duele y que para el 2017 la obliga a dejar Venezuela a la par que 925000 personas. Maduro explica a sus seguidores cómo reemplazará la actual Constitución, creada por su antecesor, Hugo Chávez. Miles de manifestantes sostienen una batalla de vida o muerte con las fuerzas del orden público. En la televisión internacional se alcanza a colar la imagen de una mujer que desafía las tanquetas armadas de la policía chavista antidisturbios. Otra imagen no se ve. En la terminal de San Antonio de Táchira, frontera con Colombia, cientos de venezolanos corren buscando las puertas de salida hacia un lugar mejor. En uno de esos buses va Raymar.


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«Hacía calor y había una larga fila hasta llegar a un puesto de control improvisado con dos sillas y una mesa; a lo lejos podía ver cómo devolvían a muchas personas. Entonces me encontré con mi amiga Carolina, la conocía desde niña pero le había perdido el rastro. Ella me dijo que no la habían dejado pasar pero que se iba a ir por la “trocha”, un atajo ilegal por el Río Táchira. Recuerdo que caminamos hasta el puente Simón Bolívar, cruzamos la plaza y bajamos por un terreno empantanado. Antes de llegar al río, un Guardia Nacional venezolano me recordó a José con su boina roja hasta que, con un fusil en los hombros y un cigarro en la mano, nos detuvo y nos pidió seis mil bolívares2 por pasar a Colombia. Eso era casi lo equivalente a un sueldo mínimo, me sentía prisionera en mi propio país, era lo único que llevábamos en el bolsillo para sobrevivir tres meses en Colombia. Luego de varios reclamos, le dimos el dinero y pasamos. Mi corazón latía a mil por tener que cruzar el río caudaloso pero me subí las mangas del pantalón, sujeté la mano de mi amiga y empezamos a cruzar. Nuestros pies se hundieron, olía a mierda concentrada y, aunque fueron solo ocho minutos de camino, parecía una eternidad. Mi amiga miró hacia el frente y me dijo: —¡Ray, llegamos a Colombia! Ya en territorio colombiano, Carolina le comenta a Raymar que tiene pensado viajar a Puerto Tejada, uno de los municipios más jóvenes del Cauca cerca de la ciudad de Cali, para comenzar desde cero como prostituta. —Pagan bien, chama, en una noche nos podemos hacer lo que ganábamos trabajando un mes en Venezuela, ¿qué dice, se va conmigo? Sin ver otra opción, Raymar acepta. En Venezuela cientos de venezolanos se concentran en Caracas y en el interior del país para participar en manifestaciones en contra 2 Seis mil bolívares equivalen a medio euro.


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y a favor de la Asamblea Nacional Constituyente, iniciativa del presidente Nicolás Maduro que ha sido rechazada por la oposición al considerarla fraudulenta. Las protestas suman 37 muertos y más de setecientos heridos. En Puerto Tejada, las calles están vacías, cae la tarde y el cielo se oscurece. Un silencio inusual se apodera del municipio, siguen llegando venezolanos, entre ellos Raymar y Carolina. «Por favor, respete» fue lo primero que vieron en la puerta del prostíbulo que les habían recomendado para trabajar. «Un lugar espantoso, con paredes de colores chillones y un olor a orines y heces fecales nauseabundo», cuenta Raymar, abrumada. Al entrar y ver en el ambiente nocturno, Raymar y Carolina vieron lo que no querían ver: la mitad de las mujeres que estaban allí ¡eran venezolanas! La noche recién comienza. Aún no se enciende el neón de los avisos del bar y Raymar luce un vestido rojo, con tacones puntiagudos. No estaba acostumbrada a eso en Barinas pero estaba dispuesta a sobrevivir y, aunque tampoco usaba mucho maquillaje, hoy pintó sus labios de rojo e intentó verse amable. Tres hombres sentados en la sala del antro ven un desfile de 15 mujeres, entre ellas Raymar y Carolina. El de cabello canoso le tomó la mano. La lamparita roja del cuarto se encendió. El aroma a sahumerio invadía la habitación mientras él se quitaba la ropa para hacer buen uso de sus veinte minutos cronometrados. Comenzaron las órdenes y los gritos, la obligó a orinar encima de su cuerpo mientras la humillaba en un colchón que auguraba arruinar su decisión. Los veinte minutos se hicieron horas y el colchón en ruinas se convirtió en un gran pañuelo que secó las lágrimas de una primeriza. «En Puerto Tejada nos tratan mal, en las peluquerías nos tiran el cabello y nos decoran las uñas mal, las personas en las tiendas no nos quieren vender, si vamos a los centros de salud para aplicarnos la inyección para no quedar embarazadas, nos entierran


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la aguja con rabia. Parece que las prostitutas fuéramos de otro mundo. Parece que el gentilicio y el acento venezolano marcaran una diferencia, en la prostitución no se vive, se sobrevive, las mujeres no tenemos autonomía ni libertad, somos coaccionadas por el “chamo” de turno, no existe la amistad… Pero al final se migra para sobrevivir, para olvidar la boina roja, para resistir. Lo estoy logrando.»




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