Toda la muerte para dormir

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PRÓLOGO

LOS HÉROES TAMBIÉN NECESITAN QUIEN LES ESCRIBA A finales de octubre de 1975, en El Aaiún, se podía cortar el aire con gumía. La tensión era máxima después de cuatro o cinco semanas en las que se habían producido algunos acontecimientos capaces de alterar por sí mismos la historia de aquel territorio que todavía era una provincia española, pero que pronto había de perder su estatus sin que se supiera muy bien en qué dirección. Ante el adverso, a sus intereses, dictamen emitido a su propia instancia por el Tribunal Internacional de Justicia, Hassan II había puesto en camino la llamada Marcha Verde, inconcebible chantaje con el que pretendía forzar al Gobierno de Madrid a desdecirse de sus compromisos internacionales y aceptar la cesión del territorio en su favor. Pero, a la vez, unas semanas antes, el Gobierno General del Sáhara, tras dos años de inútil empecinamiento, había aceptado por fin la necesidad de entrar en conversaciones con el Frente Polisario, y los dirigentes del movimiento de liberación empezaban a moverse con cierta libertad por el interior. Entonces cayó como una bomba una noticia inoportuna publicada en el diario La Realidad –del que yo era director–, noticia que cambió la situación. Muley Abdallah, hermano de Hassan II, había declarado que, por muy grave que pareciese la tensión, no existía razón suficiente para preocuparse, porque,


al final, España acabaría cediendo el Sáhara a Marruecos. A las pocas horas de que el periódico se distribuyese por las calles de la ciudad se agotó la edición y, al atardecer de ese mismo día, y por orden del capitán general de Canarias, el poco lúcido gobernador Gómez de Salazar me destituyó fulminantemente. A mayor abundamiento y con incomprensible ceguera, provocó la máxima alarma en la población disponiendo, con alambradas, la segregación de la ciudad europea y la nativa y estableciendo el toque de queda. En ese momento de acusada tensión, se anunció la primera visita oficial a El Aaiún de la personalidad más destacada y prestigiosa del movimiento de liberación: el secretario general del Frente Polisario, El Uali, conocido popularmente como Lulei, que fue recibido con el mayor entusiasmo por un pueblo que aún creía en que España, respaldada por la ONU y el dictamen de La Haya, cumpliría con su palabra de llevar hasta el final el proceso de autodeterminación. Como periodista nada hubiera deseado con mayor ahínco en aquel momento que cubrir informativamente la visita, pero no me fue posible hacerlo. Detenido ilegalmente y amenazado de muerte por un grupito de conmilitones de la Policía Territorial, con Fernando Labajos y Gregorio Pérez Sandino al frente, que con ese acto deshonraron su uniforme, permanecía, por consejo de mi jefe directo, el pundonoroso coronel Rodríguez de Viguri, secretario general del Gobierno del Sáhara y una de las pocas personas capaces de mantener la cabeza fría en aquel trance, recluido en mi domicilio aaiunés en espera de que se me expediera el correspondiente pasaporte para regresar como un peligroso réprobo –el mensajero siempre suele ser el culpable– a la Península. Me perdí, por lo tanto, ese hecho histórico y la única oportunidad de conocer a tan singular personaje que, poco tiempo


después, perdería la vida en el ataque perpetrado por el ejército saharaui de liberación contra Nuackchot, la capital mauritana donde residía el a la sazón presidente, Uld Daddah, que había sido seducido por el rey de Marruecos para compartir –en su caso, muy efímeramente– la ocupación del Sáhara Occidental tras la retirada de España. La muerte de El Uali en heroica acción de guerra frente al enemigo transformó a aquel muchacho que el azar había convertido primero en dirigente político y luego en caudillo militar y le elevó a los altares. Se convirtió, como ya había ocurrido con su predecesor, Basiri, ilegalmente ejecutado por una torpe autoridad colonial, en personaje legendario y referencia histórica indispensable. La lucha del pueblo saharaui contra sus nuevos ocupantes y el flagrante desamparo en el que habían quedado sus gentes despertaron no solo un fuerte sentimiento de solidaridad internacional, sino también el interés de los historiadores, periodistas e investigadores de toda laya por averiguar qué era exactamente lo que había ocurrido, de tal forma que es mucho más abundante la bibliografía sobre temática saharaui publicada en las últimas décadas que la aparecida durante un siglo de historia colonial. Nunca es tarde si la dicha llega porque lo cierto es que durante el largo siglo de permanencia española en el Sáhara Occidental, y a diferencia de Francia, cuya presencia en el Gran Desierto dio lugar a una rica producción narrativa, escasísimos autores españoles –se pueden contar con los dedos de una mano– se atrevieron a escribir una novela ambientada en ese contexto geográfico. Hubo alguna novelita de quiosco arbitrariamente ambientada en un Sáhara escasamente identificable y una torpe biografía novelada del cartógrafo D’Almonte, pero nada serio. Y cuando a Bartolomé Soler, hoy completamente olvidado pero que a mediados del siglo XX era un exitoso autor de bestsellers, le comisionó la Dirección Gene-


ral de Marruecos y Colonias para escribir sendas novelas sobre los territorios coloniales hispanos, cumplió la encomienda con Guinea, pero manifestó su incapacidad para hacerlo sobre el Sáhara «¡por falta de un “fondo” del “tema” vigoroso que debe constituir el nervio de una novela!», según no tuvo empacho de confesar a la revista África. Todo ello dio un giro copernicano a raíz de la precipitada evacuación española, y, desde 1976, han sido numerosas las obras de ficción y no ficción que han ido apareciendo en el mercado editorial con mejor o peor fortuna. Entre las primeras, muchas novelas históricas o memorias noveladas, pero también otras perfectamente enmarcables en el género policíaco e incluso en el fantástico. Pero escasísima obra biográfica, narrativa o de investigación, sobre cualquier personaje destacado y a fe que esta laguna llama la atención, pues en la peripecia vivida por ese país los ha habido notables, tanto entre el colectivo autóctono como en el colonial. Sin ir más lejos, estamos en el momento en el que aún esperamos que alguien se interese en biografiar en profundidad a Basiri, protomártir del nacionalismo saharaui, sobre el cual no hay, que sepamos, ningún libro publicado –al menos en España–, salvo algunas referencias, como la de Tomás Bárbulo sobre la forma en que se produjo su «desaparición», entiéndase asesinato; tema que conspicuos historiadores han tratado de citar como de pasada, cuando no de eludir con la utilización de eufemismos. Pero es que tampoco sobre El Uali, del que recordamos una única biografía1 y un modesto librito, aparecido hace cuarenta años, con algunos de sus discursos.2 1 Briones, Felipe, Limam Mohammed Alí y Mahayub Salek, Luali, ahora o nunca, la libertad, Universidad de Alicante, 1997. 2 El Uali Mustafá Sayed, Tres textos: dos cartas y un discurso, Luis Manuel Rodríguez, editor, Madrid, 1978.


Ha tenido que ser no un historiador ni un novelista sino el ingeniero y geólogo Jorge Molinero el que hiciese una novedosa aportación que atempera sin duda este injustificado vacío. Es, precisamente, la obra que el lector tiene en su manos y en la que su autor se ha propuesto escribir sobre el hombre que fue capaz de doblegar al Ejército mauritano. Creo que muy inteligentemente, Jorge opta por utilizar el género narrativo. Esta elección le ha permitido subsanar las numerosas lagunas documentales con la herramienta de la ficción, enhebrando con suma habilidad los parvos datos biográficos disponibles con su inserción en el contexto de una trama narrativa imaginada, pero perfectamente verosímil, entre otras razones porque el autor conoce por ciencia propia cómo se desenvuelve la vida de los saharauis. A mayor abundamiento, Molinero ha utilizado un lenguaje elegante, con una indisimulable vena poética que elude con habilidad estereotipos y lugares comunes y hace que la narración fluya con absoluta naturalidad. De este modo, la novela, pues esto es, se lee con agrado de principio a fin. El viejo editor Lara, con su persistente acento andaluz, que nunca perdió pese a los años que residió en Barcelona, decía que, según su criterio, solo había dos tipos de originales literarios: aquellos que al lector se le hacía muy cuesta arriba llegar a la página diez y los originales en los que los lectores sobrepasan dicha página sin darse cuenta. Y aclaraba que a él como editor solo le interesaban los segundos. El libro de Molinero pertenece, sin duda, a este último grupo. García Márquez fue autor, entre otras muchas obras, de una novela corta titulada El coronel no tiene quien le escriba. Pues bien, cuando tantos héroes de opereta han tenido quien les escribiese, ensalzándoles sin razón que lo justificase, todavía quedan héroes reales que permanecen en muchos casos en el


anonimato y otros, en una situación de flagrante insuficiencia pública. Es decir, necesitan de un escribidor. Jorge Molinero lo ha sido de aquel muchacho que con más fe que medios fue capaz de derrotar a un ejército y consolidar el prestigio de un país que nacía con su sangre y la de sus camaradas. Pablo-Ignacio de Dalmases3 Periodista y doctor en Historia, académico correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona

3 Durante el momento histórico en el que transcurre la presente novela, PabloIgnacio de Dalmases fue director de Radio Sáhara y fundador del diario La Realidad (El Aaiún).


TODA LA MUERTE PARA DORMIR



A la memoria de El Uali Mustafa Sayed, héroe y mártir del pueblo saharaui.



Ficciรณn y realidad, dos viejos cรณnyuges. ENRIQUE VILA-MATAS





Retrato de El Uali Mustafa Sayed, por Olivia Mora.



1 No sé en qué día nací. Mis antiguos documentos franceses afirman que vi la luz del sol por vez primera el veinticuatro de febrero de mil novecientos cuarenta y ocho, aunque yo sé que es mentira. Mi querida madre –que Al-lah la tenga en su gloria– dijo lo primero que le pasó por la cabeza para librarse cuanto antes de los funcionarios coloniales que elaboraban el censo. Los saharauis no tenemos esa obsesiva y absurda necesidad de rememorar las fechas de cualquier acontecimiento. Creo que este desprecio por la cronología se debe a que los habitantes del Gran Desierto jamás hemos sido esclavos de nadie, tampoco del reloj ni del calendario. Con la experiencia que me concede la vida, me creo capaz de afirmar que el tiempo del desierto es un transcurso denso, sustancioso, nutritivo, pesado como una losa. Un tiempo diferente a los demás, al fin y al cabo. Un lapso que se funde con el calor y la arena formando una amalgama de materia, energía y existencia incompatible con las leyes de la física. Pretender controlar esta fuerza de la naturaleza es una tarea imposible, pero creer que se puede lograr con un reloj o con un calendario denota una simpleza de entendimiento únicamente explicable mediante un eurocentrismo patológico. Para compensar de alguna manera al lector, aportaré el dato de mi lugar de nacimiento: fui alumbrado en una majestuosa jaima que, por aquel entonces, debía de estar situada en las inmediaciones del poblado nómada de Bir Lehlu. Esta información también se la debo a mi adorada madre –de Al-lah


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somos y a Él hemos de volver–, porque formaba parte, muy a menudo, de la colección de historias que me contaba al calor de la lumbre para ayudarme a ahuyentar los pueriles miedos que me asaltaban con la llegada de la noche. Recuerdo a mis padres discutiendo cuando a uno le parecía que esto o aquello había acontecido en un determinado lugar, mientras el otro sostenía, con idéntica vehemencia, una versión diferente. No dejaba de ser, para ellos, una entretenida forma de ir llenando ese enorme hueco generado por el transcurso viscoso y profundo del tiempo del desierto. Sin embargo, mi bondadosa madre –glorificado sea Al-lah– no admitía discusión alguna cuando se trataba del lugar de nacimiento de sus hijos, argumentando con gran convicción que era imposible que una mujer olvidara el lugar exacto de un parto. Y lo cierto es que hoy en día estoy bastante seguro de que nací en las inmediaciones de Bir Lehlu, no solo porque mi madre me lo haya asegurado, sino porque sé que se trata de un lugar predestinado en mi vida por la gracia del Altísimo, como relataré más adelante. In Shal-lah. La primera década de mi existencia transcurrió a la manera tradicional beduina, es decir, persiguiendo nubes y pastos por remotos confines del desierto, trasladando la jaima y los animales de un sitio a otro, correteando y jugando siempre con mis hermanos y, de tanto en tanto, con los niños de otras familias a las que nos encontrábamos en los pequeños campamentos –frigs– que se forman en el entorno de los oasis y pozos de agua. No teníamos muchos animales. Mi padre siempre fue mejor guerrero que ganadero, pero nunca nos faltaron media docena de camellos y un puñado de cabras. Al pasar los años, entendí que la mayor parte de nuestros animales provenía de los botines que obtenía mi padre en las escaramuzas, los ghazzi les llamamos en hassanía, organizadas por los Tahalat, nuestra facción, clan o tribu. Adopten ustedes la palabra que prefieran.


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En la cosmovisión saharaui, el robo de ganado que se produce de manera individual, con nocturnidad y mala fe, a la usanza de un vulgar abigeo, constituye uno de los actos más abominables del catálogo de las acciones innobles. Se podría decir que, en nuestra escala de valores, el cuatrerismo se sitúa al nivel de la violación de una mujer. Por el contrario, el ganado adquirido en el transcurso de una lucha entre tribus mediante el legítimo uso de las armas, como botín de guerra, es considerado no solamente lícito sino honorable: el mejor reflejo del valor del guerrero. Por eso mi padre se enrolaba en cualquier ghazzi en el momento en el que nuestra cabaña camellar comenzaba a menguar. Ya desde mi más tierna infancia fui consciente de formar parte, por la vía paterna, de una estirpe guerrera de gran prestigio entre los beduinos, gracias a la multitud de relatos que escuchaba en las interminables veladas nocturnas que se generaban cuando nos encontrábamos con miembros de nuestra tribu. Mi tío Ali Mohammed fue un mítico guerrero Erguibi, autor de hazañas épicas contra el ejército francés en Mauritania. Mi padre llegó a actuar de lugarteniente de su primo mayor hasta que a este lo mataron los malditos nassaranis en una emboscada, y recuerdo el orgullo con el que nos narraba –tantas veces, tantas noches– ese suceso, con especial predilección por el pasaje en el que consiguió sobrevivir, milagrosamente, haciéndose el muerto junto al cadáver de mi tío, mientras aguantaba, impasible, los culatazos y las patadas de los soldados coloniales. «Salvar la vida simulando la muerte», le gustaba decir a mi padre con sonoras y estridentes carcajadas. Y así fue como crecí en el desierto, entre historias de guerra, violencia, muerte, héroes y honor; sobre todo, honor, quizá la palabra más repetida –o al menos la que yo más recuerdo– por mi padre, al menos siempre que se refería a las gestas bélicas de


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los miembros más destacados de nuestra dinastía. «Existen dos tipos de personas –afirmaba señalándonos con el dedo índice a mis hermanos y a mí–, las que conservan su honor intacto y aquellas que lo han perdido para siempre.» Y es ahora, rememorando sus sabias enseñanzas con mis alforjas vitales cargadas de duras experiencias de guerra, cuando soy capaz de comprender el verdadero significado de sus palabras. No se puede perder o ganar una batalla con un poquito de honor; o todo o nada, honor o vergüenza. Y todo el mundo tiene que elegir alguna vez en la vida. Y así transcurrieron los primeros años del niño que un día fui, esa etapa inicial de la existencia que moldea la sustancia plástica que acaba por conformar la futura personalidad humana. Sé que aquellas veladas nocturnas de mi infancia condicionaron profundamente mi forma de entender el mundo y, sobre todo, me aportaron las claves necesarias para afrontar los difíciles avatares que la voluntad del Único digno de adoración tenía reservados para el sinuoso camino de mi existencia. Creo que los principales acontecimientos que me propongo narrar en estas páginas no podrían entenderse sin saber que provengo de una casta de guerreros del desierto, para quienes el honor es lo más preciado de su patrimonio y la vida no constituye sino un caprichoso regalo del Omnisciente.


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