DAVID R. L.
TU ROSTRO POR PARTES UNA NOVELA CORTA
Primera edición: octubre de © David R. L.,
© Ediciones Carena,
Ediciones Carena c/ Alpens, - Barcelona T. www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net Diseño de la cubierta: Rocío Morilla www.rociomo.com Maquetación: Raül Bellés DEPÓSITO LEGAL: B 13049-2017 ISBN ---- Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
Para NoemĂ, por cuanto me ha inspirado. Para Asier, por cuanto me ha aconsejado.
¿Y ya con qué voy a soñar, cuando he sido tan feliz despierto? NOCHES BLANCAS, DE DOSTOIEVSKI
PRIMER MOVIMIENTO AZUL
Soy
tan despistado que el día que me quedé ciego al principio no me di cuenta. A las siete menos cinco sonó el despertador, el único amigo cuya puntualidad odiamos, con esos estúpidos cinco minutos de anticipo que, en realidad, son pobre concesión para nuestra pereza, para refugiarnos en la esquina opuesta de la cama, escuálida prórroga que sirve de poco (o de nada) antes de afrontar el pasillo entre tropiezos, cargado de legañas, camino a la ducha. Claro que en aquella mañana de junio los tropiezos fueron más y las legañas poco relevantes. Al principio andaba sin ver que no veía; al fin y al cabo, bajar de la cama es un gesto de autómata, y las eses en el pasillo casi estaban marcadas sobre el parqué. Muchas otras mañanas había caminado ya sin apenas abrir los ojos, atisbando la sombra borrosa de mis propias pestañas como única referencia, así que, sin demasiado decoro, excuso así mi despiste. Quizá debí darme cuenta al chocar de bruces contra la puerta del cuarto de baño. Se conoce que la noche anterior recordé cerrarla, por una vez en mi vida; quizá incluso la tapa del retrete estuviera bajada. En cualquier caso, hasta el sonámbulo de sueño más profundo abre los ojos cuando estampa la nariz contra la madera, pero permitidme que siga excusándome: por mucho que uno no vea, no es del todo ilógico prestar mayor atención al dolor, más aún si el choque
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ha sido especialmente violento. Aunque no recuerdo si lo fue, debo confesar. Eché de menos mi vista ya bajo el agua, que por las mañanas, caliente, asfixia; y fría, directamente acuchilla, antes de desperezar. Con una o con otra, abres los ojos como si el blanco refulgir de los azulejos pudiera asistirte de algún modo insospechado. Es curioso, pero con solo dejar pasar unos minutos desde el despertar, la ducha pasa de ser un trámite necesario a disfrutarse como un hábito adquirido más por gusto que por higiene. Y a pesar de esto, continuamos invariablemente (yo al menos, pero me tomaré la libertad de jugar a adivinar y a generalizar) metiéndonos a la ducha recién levantados, con muchas de nuestras funciones vitales aún en letargo. Aquella mañana en concreto no pude siquiera implorar la insospechada ayuda del blanco refulgir de los azulejos. Tampoco me la hubieran servido, y, en su lugar, me asistieron la incertidumbre y la sorpresa, primas hermanas, a veces siamesas, y una mancha incierta entre blanca y negra pero jamás gris, lejos de cualquier término medio. Igual que había pasado por alto la ceguera durante mi primer minuto despierto, olvidaba ahora, por ejemplo, que el agua todavía golpeteaba como indignada mi rostro y mis hombros (y ya no más allá, de mis hombros para abajo tenía que contentarse con llegar resbalando, cada vez más dispersa y débil). No es lo mismo, lo sé, pero reconocedme que, al menos, son más argumentos para la excusa. Por eso cuando el casero llegó a auxiliarme me encontró tan desnudo como confuso sobre el parqué del pasillo, habiendo dejado un largo garabato de gotas de agua a mi paso, dibujando el caos de mi paseo desquiciado, como el de quien busca absurdamente: quién sabe si, en una de estas, me
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doy la vuelta y me encuentro con mi vista. Lo había llamado por teléfono entre gritos y preguntas sin sentido alguno (no gramatical, desde luego) y no sé muy bien por qué lo elegí a él y no a cualquier otro. En realidad, si debo justificar la decisión, he de decir que no elegí en atención a la identidad de quien al otro lado descolgara el teléfono; no, simplemente, una vez ante el aparato, la primera combinación que mis dedos encontraron (de cuantas residen en mi memoria y pugnaban por brotar en este instante en el que yo necesitaba solamente una) fue esa, seguramente porque era el último número que la noche anterior había tenido que marcar, por motivos que aquí no vienen al caso. La histeria no me duró mucho tiempo, pero sí el suficiente como para desesperar también a mi casero, que acabó por marcharse para pedir a otros que se encargaran del entuerto, que no era tanto yo mismo como el escándalo que estaba montando. Cada cual tiene sus preocupaciones y a las siete de la mañana no despertar a ninguno de los vecinos era la prioritaria de entre las suyas, desde luego por encima de las mías. Para cuando vinieron los demás, no recuerdo si primero la ambulancia y luego los vecinos o tal vez primero ellos y después la ambulancia o más o menos todos a un tiempo, yo ya había asimilado mi condición de nuevo ciego, aún lógicamente desconcertado pero ya casi calmado después de todo. Llegaron luego los análisis y los silencios, que yo traducía en gestos de incomprensión, miradas graves y labios mordidos; en el blanco refulgir ahora de los azulejos del hospital, que tampoco me asistían (yo no los veía, pero que no me ayudaron es un hecho); en las primeras palabras, que no conseguían llegar a tener sentido en mi cabeza, aunque sí sentido gramatical: “una enfermedad degenerativa”, pero nada
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había degenerado en mí, había llegado de repente, tanto que yo no me había dado cuenta al principio y zigzagueé por el pasillo y solo ya bajo el grifo de la ducha noté que algo faltaba. Degenerar es otra cosa, es levantarse y atravesar recto y seguro el pasillo, hacerlo en eses mañana y caerme al intentarlo pasado mañana, o pasar por una hipócrita fase de saludo forzado antes de acabar por retirarle a alguien la palabra. A mí dejaron de hablarme sin previo aviso, iba tan recto y caí de sopetón al piso. Ellos zanjaron como algo tan normal mi misterio, es decir, en verdad lo catalogaron como un no-misterio de forma tan relajada e indolente, que esa misma noche ya estaba en casa, en cama y despierto, y fuera sonaba un acordeón que cada noche de las anteriores había oído pero no escuchado. El aburrimiento abría camino a pensamientos de todo tipo y también me obligaba a entretenerme con supersticiones cuando los razonamientos, insuficientes, ya se me agotaban. Así imaginaba que el acordeonista y vagabundo bajo mi ventana, o solo acordeonista, tanto da, quizá hubiese pactado con fuerzas oscuras mi desgracia para obligarme a atender a mis otros sentidos, ahora que mi vista ya no podía centrar todas las atenciones de mi cerebro, condenándome a escuchar lo que hasta entonces solamente oía sin prestar atención. Luego me indignaba conmigo mismo (¡qué cruel enfadarse con un minusválido!) y me obligaba a abandonar estas elucubraciones infantiles. Pero el hecho innegable era que el vagabundo o acordeonista o vagabundo acordeonista seguía allí abajo haciendo sonar su instrumento, y no terminaba nunca, y yo no podía hacer más que seguir escuchando, a ratos quizá imaginando cómo sería (nunca antes lo había visto y ahora me daba perfecta cuenta de que tampoco nunca antes me había parado a pensar cómo
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sería), si vestía quizá un jersey de cuello alto con el que proteger la garganta del frío de la noche parisina, quizá de lana negra para ceder así todo protagonismo al blanco refulgir de las teclas del acordeón, más bien anaranjado bajo la luz de las farolas; ese preciso tono naranja que yo intentaba ahora recordar. Pero ya era verano, en verdad no hacía tanto frío como para vestir abrigo ni chaqueta, incluso con un jersey de cuello alto puede que ya cayera por su frente una fina película de sudor, echada encima de sus cejas, cada vez más cerca de sus ojos, ahora cerrados: todo su rostro dibujado en un sobreactuado gesto de concentración, de entrega a su interpretación y a su música. Él, si abriese los ojos, vería. Metros más allá, si huía del acordeón, un coro de voces mal orquestadas me dibujaban un gentío azul, porque si bien el día puede pintarse con una paleta infinita, la noche, en realidad, siempre es azul (aunque la luz de las farolas insista en tintarlo todo con ese tono naranja, sin criterio ni verdadero empeño). Fue el mismo día en el que perdí la vista que una ambulancia cruzó mi calle, y su sirena era azul, y su luz no era para mí. El acordeón calló y lo noté. Al instante. Las voces se habían girado para ver pasar la ambulancia, me daban ahora la espalda, todas ellas. Luego volvieron con cadencia perezosa a sus posiciones anteriores y la calle recuperó su ritmo y su música (y el acordeón), y esa música (y ese acordeón) y el murmullo volvieron a mi cama. Detrás, a través de las cuatro paredes de mi habitación o al menos de algunas de ellas, la música era otra, no eran voces ni murmullos ni gentío ni era azul ni era un acordeón ni realmente música alguna: traté de prestar toda mi atención a esa pared, en verdad solo una de las cuatro, y tras ella emergió una voz única, quién sabe si al teléfono, difícilmente audible desde mi lado pero lo suficiente para sentirla dulce y repentinamente protagonista.
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Pronto entró otra voz (luego no era una conversación telefónica), pero solo era un adiós y un nombre, Odette, hasta mañana Odette. Sí, hasta mañana, contesté, y ella también respondió aunque no a mí, sino a aquel hombre que para mí ya era un intruso. Su respuesta me anestesió desde su lado de la pared. Su boca, tan dulce, no era azul y, de serlo, no hubiese tenido sentido; el azul de la noche es frío y su boca, en cambio, era cálida (pero no asfixiaba, ni siquiera recién despertado). (Realmente esto no podía saberlo, ya que era la primera vez que escuchaba su voz y yo no acababa de despertarme, aunque de algún modo así me sintiera.) El mismo día que perdí la vista conocí a Odette, su rostro, una primera parte.