JAVIER ALBALADEJO
VIDAS GREGARIAS
Primera edición: marzo de 2019 © Javier Albaladejo © Ediciones Carena
Ediciones Carena-Acidalia c/Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Sandra Jiménez Castillo Marina Delgado Torres Diseño de la cubierta y maquetación: Adrián Vico Fotografía de portada: pxhere.com Corrección y coordinación: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Depósito legal: B 30393-2018 ISBN 978-84-17258-91-7 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
A Josefa, a quiĂŠn sino a Josefa.
Personas, pero también colores, vagan de puras a impuras y al contrario. Pocas veces —empeño o suerte— dan con el tono propio y lucen.
PRÓLOGO EL DERRUMBE
Heme aquí, ejecutando por primera vez el bello y arduo tra-
bajo de quien prologa: velar e invitar. Bien vale hablar de este debut porque es uno compartido, está usted ante la primera obra de Javier Albaladejo, incansable lector, deportista total (puede invertir los adjetivos sin faltar a la verdad) y, por ahora, ermitaño escritor radicado en El Hierro. Bien se sabe que los prólogos son los pórticos de una obra, la pausa y la respiración previas al comienzo de una historia. Pues bien, sea usted bienvenido, desconocido lector, a la tenacidad del debutante. Dice un dicho: existen dos tipos de ciclistas, los que avanzan y los que están a punto de caer. Sumaría un tercero: los que son (fatídicamente) derribados. Vidas gregarias gira en torno a un derribo. La novela, sin embargo, no describe el momento de la caída, sino el después. Porque la mayoría de las veces, lo más adverso de una catástrofe, para las personas que la sufrieron, es hallar el modo de retomar el ritmo de la vida; porque continuar implica combate y entendimiento, y nada más difícil que ello. Ya lo reflexiona uno de los personajes al ver un documental sobre animales y decir que de ellos ha aprendido «la voluntad de continuar».
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Lo menciona como algo filosófico (no olvidemos que la voluntad era central en el pensamiento de Schopenhauer) e instintivo; algo que, por naturaleza, forma parte de la adversidad humana. La presente novela tiene dos narradores, Ángel y Mauro. El primero es un ciclista retirado y el segundo, el presidente de una asociación que trabaja para la prevención de accidentes contra ciclistas y que ayuda a quienes han padecido uno de estos percances. A los dos personajes los une el derrumbe de Ramón, aunque ambos lo viven desde puntos de vista muy distintos: mientras que uno de ellos estaba muy cercano a la víctima, para el otro era un completo desconocido. Es importante resaltar que lo interesante de contrastar dos puntos de vista es encontrar las similitudes que puede haber entre ellos. Un ejemplo deportivo: ¿qué pueden tener en común la mirada del cobrador de un penal y la mirada del portero que piensa en atajar el disparo? Hablamos, pues, de la alta tensión de los contrastes. Los dos personajes soportan y calman sus respectivas angustias gracias a la presencia de dos figuras femeninas. En el caso de Ángel es la de su hija y en el de Mauro, la de su esposa ausente. En ambos hay pasajes de luminoso afecto. El amor filial o de pareja bien se puede medir en lágrimas de felicidad o de nostalgia. Hago una pequeña pausa, un compartimento para aquel lector que desconozca el significado de la palabra gregario en el ámbito del ciclismo: un gregario es un corredor que auxilia para que un jefe de filas obtenga la victoria. El modo de obrar del gregario puede ser de suministrar alimentos a ponerse delante del jefe de filas para disminuir el roce del viento. Un gregario es un proveedor y un rompevientos; uno sobre ruedas. Después de pedalear las páginas que componen esta novela, será bella labor de cada lector realizar el montaje del título con la historia que narra Albaladejo.
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Por último: las bicicletas son objetos hermosos. Tanto en la inmovilidad como en el movimiento. Son dignos tesoros para la imaginación de los niños y fieles acompañantes para la perseverancia de los profesionales. Siempre simbolizan kilómetros de camino y anhelo. Vidas gregarias aborda la emoción de dos personajes que están inmovilizados después de que un hombre fuera derribado de su bicicleta, de su vida y de sus sueños. Aquí concluye el prólogo porque confío en la elegancia de las páginas incompletas y en que el resto del trabajo lo hará la obra, una vez que el lector cruce el umbral de esta página. Mi labor, como bien pudo haber supuesto, no es más que obrar como gregario para el desconocido lector y para el autor amigo. Como se dijera desde un inicio, sea usted bienvenido, lector, al después de un derrumbe. Rodrigo Montera, Coyoacán (Ciudad de México)
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Capítulo i
Canto de sirena agonizando y ráfagas de luces rojas. Tan graba-
das quedan en los ojos que las sigues viendo incluso cuando los cierras. Pero pronto cambia la luz, que pasa a blanca, a diáfana y permanente. Te envuelve como una gran alfombra clara. Así es llegar a un hospital, desamparador siempre. Y solitario, pese al murmullo o el trasiego propios del lugar. Asumes que vas a vivir en la incertidumbre del no saber, te preparas para algo siniestro: la posibilidad de no volver a ser tú mismo. Lo aprendí bien hace tiempo, desde dentro, cuando era yo el que se fijaba en los detalles. Aunque vengas acompañado por familiares o los médicos sean cercanos, la soledad es una condición que pertenece solo al que entra como paciente. María ha debido de asustarse tanto. Verse sin esperarlo debajo de un coche es una situación crítica, un desgarrón en su inocencia. Por más que dure solo unos segundos, es justo en ese lapso cuando percibimos íntimas sensaciones que luego han de acompañarnos toda una vida. Destellos que se repetirán en episodios que nada tendrán que ver. Lo sé porque me he paralizado en esos dos o tres segundos en los que María ha estado bajo el coche. Esta parálisis la incubé hace doce años. En este mismo hospital. Y por más aceptada que esté, hay fracciones, milésimas
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de segundo en las que no puedo actuar, quedo hipnotizado, expuesto a lo exterior, quizá capitulando y seguro siendo testigo forzoso de lo que sucede. No gritó. Oí un suspiro y el dolor pasó a ser solo suyo, mudo. No exteriorizar la sorpresa de ser atropellado solo es posible en dos clases de personas: las que tienen un propósito muy claro y las que pierden la conciencia de lo que hacen. María no se quejó cuando me recompuse y, como pude, la ayudé a salir de su ataúd de cemento y hierro. Al abrazarla me miró con la expresión del niño que descubre a un nuevo compañero de clase: mueca de sorpresa y una duda fugaz. Tenía los ojos más verdes que nunca. La conductora, gesto lento, llamó a la ambulancia mientras yo ayudaba a María a liberarse. Controló su angustia y supo reaccionar, así que no puedo dejar de estarle confusamente agradecido. María quiso dormir de lo agotada que estaba. En realidad, quería borrar esa sensación de fragilidad que ningún niño soporta tener. La había experimentado. María, la luz de mi vida. Un breve repaso y recuerdo que el hospital no ha cambiado más que en pequeños detalles: una gran planta de papel junto al ascensor, hileras extra de sillones en la sala de espera, mismos colores pastel en la pared; menos batas. Y la luz de hielo permanente. El pediatra es un hombre joven y despierto. Comprometido, según ha dicho él mismo, porque tiene hija y un sentido de la responsabilidad firme con el que no negocia. Ha sido ágil movilizando a enfermeras y médicos y en apenas una hora salía a informarme: «¿Ángel?». He asentido y él ha sido claro: «Hay que conseguir que hable lo antes posible». Y enseguida, revisando sus propias palabras: «¿Ella es habladora?». He sopesado
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cada sílaba antes de responder. Por una razón que conozco bien estaba entrando en desvaríos oscuros y trágicos que nada tenían que ver con lo que el pediatra me preguntaba y he reaccionado aferrándome a su voz. «María es una niña concentrada, habla cuando sabe lo que quiere decir.» Al médico le han convencido mis palabras. Ha sonreído con respeto pero firme y, sin dejar de mirarme, me ha cogido del antebrazo con una mano y del hombro con la otra: «No va a haber problemas, en un rato tendremos los resultados», y se ha ido. Para huir del doloroso ensimismamiento al que somete la espera, he llamado a Susana. Le he dicho que estábamos en el taller, reparando detalles, y que volveríamos mañana. Está de viaje y sé que hablándole en argot reduzco su preocupación: «Quizá hagamos noche en el taller, mi amor. Luego te la paso. Te queremos». Mi voz ha salido limpia, sin afectación. Pero el estómago, inquieto y con ruido, me avisa de que la realidad no es como se la he narrado. Las noches en un hospital son menos disimuladas y más importantes: es aquí donde el paciente juega su batalla más alta. Aunque los familiares no siempre esperan: he visto solo a dos deambular en toda una hora. María duerme. La he contemplado minutos enteros hasta que he sentido que le robaba el oxígeno. No poder dar ni una cabezada. Es el precio que pago por haber estado aquí antes. Tomo café pasada la medianoche y, a la espera de que me confirmen el resultado de los análisis, paso la noche entre asomado a la habitación y dando vagos paseos por las diferentes plantas del hospital. Hasta que he visto los quirófanos. Entonces, con el estómago de nuevo apretado, he vuelto a saltos a la planta de pediatría.
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Mi pequeña habla y lo hace con ligereza. Gracias a la estrella que la protege o a su coraje descomunal, no lo sé. Al pediatra le ha asombrado su entereza al despertar, pese a la intubación y las magulladuras por toda su tierna piel: «¿Cuántos días voy a estar aquí?», le ha preguntado con la paciencia de quien guarda turno en una cola muy larga. El médico me lo ha confesado realmente conmovido. Ni un solo hueso roto, tampoco afectación de zonas sensibles o en desarrollo, como el cerebro. Solo para confirmar nos impone una noche más en observación. A mí me queda la cicatriz mojada de una herida que tenía que llegar: ahora sé lo que es llorar por miedo. María, en cambio, me deja encogido con sus reflexiones: «Papá, la mujer del coche se habrá equivocado». No entiendo cómo una niña es capaz de pensar en el otro, menos todavía cuando ha sufrido un accidente. María tiene algo de hada. La bicicleta tampoco ha salido mal parada, apenas dos rasguños en el manillar y la maneta de freno. Le he dicho que así se hará más fuerte. «¿Quién?» Las dos, he contestado, la bicicleta es una parte de su dueño. Las mías las conservo todas, las de competición y las de capricho. Menos una. Una que vive tapada por capas de polvo y años. Estuvo a punto de morir conmigo, supe que jamás podría volver a utilizarla y la entregué a un duelo eterno. Hoy la recuerdo más que a ninguna. Perder a un amigo es quebrar algunos huesos y músculos, fuerza, en definitiva, de ti mismo. El cuerpo, como la amistad, tiene memoria. Y el que olvida, paga. Por eso observo cualquier cambio en este edificio, por eso revivo la luz cegadora que enco-
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ge el miedo. La luz en un hospital, no tengo duda, es de hielo para encoger el miedo. La pared de la sala de espera tiene un tono más oscuro, estoy convencido. Es curioso que, en lugar de envejecer, aquí la pintura rejuvenezca. Se pinta de oscuro para que el tiempo la aclare. Médicos no hay tantos. En la mesilla, vieja, hay revistas y periódicos, y un hombre de edad sostiene la única que podría interesarme.