Villa Sarajevo

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RAFAEL E. MUÑOZ

VILLA SARAJEVO


Primera edición: marzo de 2019 © Rafael E. Muñoz, 2019 © Ediciones Carena, 2019

Ediciones Carena c/Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Sandra Jiménez Castillo Marina Delgado Torres Diseño de la cubierta: Marina Delgado Maquetación: Adrián Vico Corrección: Mercè Fabregat Coordinación: Jesús Martínez Depósito legal: B 5929-2019 ISBN 978-84-17258-98-6 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.


A todas aquellas mujeres pioneras y adelantadas a su tiempo.



INTRODUCCIÓN

Siempre he sido muy escéptica en todo lo que tiene que ver

con lo espiritual, el más allá, el karma y cualquier teoría que se escape a las pruebas físicas o químicas que el ser humano desarrolla y lleva realizando desde tiempos inmemoriales. En definitiva, soy de esas mujeres a las que no se les engaña a la hora de querer agradar el oído, leyéndole el futuro por medio de las líneas de la mano o diciéndole la buenaventura a través de las cartas del tarot. Pero sí debo decir que lo que me trae a relatar esta novela es lo marcada que me dejó una experiencia que, sin buscarla, fue atrayéndome más y más, para investigar sobre un hecho que ocurrió en relación a una casa. Una vivienda que siempre aparecía en mis sueños, una villa que era como de mi familia y que nunca vi, hasta que un día de invierno, el vehículo en el que circulaba se detuvo por una extraña razón delante de la puerta de aquella finca. Lo que nunca pude imaginar es que tiempo después, aquella casa sería de mi propiedad, y el secreto que aguardaba entre sus muros me haría pensarme dos y hasta tres veces si el devenir de nuestro futuro es realmente el que debe ser, o por el contrario, podemos cambiarlo a nuestro antojo; o mejor: ¿y si esta «armonía» en la que vivimos, pudiese dar un giro drásticamente por un hecho concreto, sin la mayor importancia, pero que pudiese cambiar nuestra civilización tal y como la conocemos hoy? Pues sí, mucho me temo que esa pregunta podréis contestarla cuando acabéis de leer estas páginas; yo ya tengo mi propia respuesta, la vuestra me gustaría conocerla.



i MEMORIAS DE LA VIEJA EUROPA PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

Las

nuevas teorías políticas, la revolución industrial, la producción en serie, el automóvil, el avión, el cine y la radio fueron sin duda un acicate sin igual en una sociedad que, en su mayoría analfabeta, carecía de una vida plena tal y como la conocemos hoy en día. Pero en contrapartida, llena de valores y tradiciones que sonrojaría a más de uno por la entrega, dedicación y empeño que ponían en todo lo que se planteaban. Hoy nos resulta extraño hablar de honor y solo la sociedad japonesa y algunos pueblos indígenas del planeta llevan a gala tamaña virtud del ser humano, si se es capaz de cultivarla, lógicamente. Cotidianamente estamos acostumbrados a la sociedad en la que nos hemos criado y que nos han implantado. La sociedad de consumo. Que no solo radica, precisamente, en ir de compras y acaparar cosas inútiles e ir endeudándose para aparentar lo que una persona no es, también consiste en la pérdida masiva de valores sociales que se han ido difuminando a través de los años, y no desde hace muchos precisamente. Quizá unos cien años. Esa cifra, en la historia del ser humano medida en tiempo, es probable que no llegara ni a un minuto.


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Es decir, que de un plumazo y tras dos guerras mundiales, la vieja Europa, junto al gigante americano de más reciente historia (amén de los oriundos indios que fueron prácticamente exterminados en aquellas tierras), han dejado a un lado el honor, la compasión, el saber estar, la educación, el respeto a los demás y al planeta Tierra, entre otros valores, para entrar en una espiral de egoísmo, en el que priman los sentimientos de envidia, odio inusitado, rencor y poca capacidad de empatía con el resto de los moradores de este mundo, aparte de gastar este último término de tanto usarlo, sin saber ni siquiera cuándo utilizarlo. Nadie se pone en el lugar del otro. Nos da igual comprar ropa a bajo precio aunque la usemos una sola vez (en el supuesto caso de que la estrenemos). Pero como es tan barata, la compramos y la guardamos, sabiendo (porque los medios audiovisuales ya nos lo enseñan absolutamente todo) que detrás de esa prenda hay una cadena de producción que en numerosas ocasiones tiene una gran cantidad de personas explotadas cobrando cantidades irrisorias por jornadas maratonianas, en las que las condiciones laborales y los convenios colectivos no forman parte de su lenguaje cotidiano. Internet pudo parecer una bocanada de aire fresco para todos, pero con el tiempo, y como todo logro del ser humano, si se usa con mesura es bueno y propicio, pero si se le da un uso perjudicial, es peyorativamente pernicioso para todos. Nos facilita información, la misma que se tergiversa y llega manipulada a nuestros correos. Nos da la libertad de jugar en línea con otras personas en la otra parte del globo de modo instantáneo, creando verdaderos ludópatas sin control. Nos facilita difundir imágenes, que son utilizadas para derribar a una persona y su condición. Nos ha dado las redes sociales, de las que somos presos y contamos sin control todo sobre nosotros a personas que no conocemos, y


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que nos hace vulnerables, dejando la puerta abierta para que esos valores que he citado, como la envidia, el odio o el rencor, campen a sus anchas por las redes; desprestigiando, o en ciertos casos, catapultando a un estrellato, en numerosas ocasiones inmerecido, a determinadas personas. Vivimos en una sociedad de cambios que no estamos preparados para digerir. Coexistimos actualmente con la ausencia de valores primarios, y nos olvidamos de antes, de lo antiguo, de ese aire de romanticismo en que se tendía la mano al enemigo al ser dignamente derrotado para que, hoy en día, y en contra de aquellos propósitos, podamos humillarlo y pasear su cadáver por las redes sociales como símbolo de poder y mofa una vez logramos la victoria. Todo ello da mucho que pensar sobre esta sociedad que nos ha tocado vivir, en la que la adicción a los móviles queda plasmada en un irrefrenable porcentaje que sube día a día por parte de los más jóvenes, además del aumento del absentismo escolar, que se ha instalado definitivamente entre todos, por culpa de la calidad de la oferta de ocio sin control a la que nuestros hijos están sometidos. Por otra parte están los políticos, que se separan de los valores que deberían inculcar al pueblo, dejando al descubierto sus miserias y su derecho a hacer lo que les plazca, mientras se enriquecen, amparándose en un derecho que muchos de ellos han creado, y que consiste en aprovechar el tiempo de mandato para servirse a sí mismos, de modo que, cuando acabe su legislatura, se hayan situado de por vida. Posiblemente, y salvando las odiosas comparaciones, esto es parecido a lo que nos ocurrió a los seres humanos a principios del siglo XX, pero visto desde un prisma diferente. Una desmesurada oferta de nuevas posibilidades, en las que la riqueza aumentaba desigualmente entre las clases sociales, y las


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teorías políticas prometían algo que no siempre era posible (por la utopía que suponía llevar a buen puerto en ocasiones aquellas magníficas ideas), hicieron mella en un clima de inestabilidad social que fue el inicio de la contienda bélica conocida como la Gran Guerra. Una guerra que pudo ser evitable hasta las vísperas de su estallido, según estudiosos de la materia e historiadores; aunque la intransigencia que se había instalado en el alma de ciertos dirigentes revolucionarios e independentistas centroeuropeos, como el coronel Dragutin Dimitrijevic (jefe de la Inteligencia Militar Serbia), más conocido como Apis, junto a los abusos y atropellos que los imperios habían inflingido a la población (que poco a poco comenzaba a tener más visión de futuro gracias a los avances físicos y teóricos que habían ganado tanto terreno en general), hacía complicado que todo volviese a la normalidad tal como se había conocido en aquella sociedad. La primera década del pasado siglo todavía tenía un aire de romanticismo, incluso en las batallas. La Primera Guerra Mundial supuso un choque tan dispar, que a veces los viejos usos de la guerra quedaron devaluados por el imperio de la nueva maquinaria. Tanto es así que hubo cargas de la caballería con sable que se estrellaban contra los alambres de espino y ametralladoras, muriendo sin honor ante un enemigo sin nombre y ufano, que en ciertas ocasiones llegó a pilotar los primeros tanques y aviones, que fueron los que definitivamente derrotaron a la infantería. La guerra química se posicionó con el gas mostaza, antes nunca visto, y solo el terrible cuerpo a cuerpo en las trincheras nos recordó que todavía éramos salvajes, que aún éramos seres humanos. Aquella Gran Guerra derrocó imperios y dio luz verde a revoluciones, cambió la topografía de nuestra tierra haciendo


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emerger nuevas naciones, y desangró a toda una generación acabando con la inocencia que le quedaba. Es complicado encontrar un acontecimiento histórico más profundo e influyente que este en nuestra historia más reciente, el que definitivamente marcaría la senda que nos ha traído a donde estamos hoy, cien años después de aquella contienda. Para conocer la verdadera historia de esta novela habría que situarse en la Europa central de la primera década del siglo XX, y más concretamente en la burguesía que estaba bajo el dominio del Imperio austrohúngaro. Alrededor del año 1900, Viena se convirtió en la capital cultural de Europa central; había crecido muy rápido y se encontraba en dura pugna con ciudades como Berlín, Londres o París. A finales del siglo XIX y en la primera década del XX, la población de esta capital se duplicó gracias a la inmigración y a la ampliación urbana que tuvo lugar en la urbe, llegando a tener una metrópoli de dos millones de personas. Se habían creado palacios, como la ópera, el Burgtheater y los museos, así como suntuosas villas y grandes residencias que fueron destinadas a la organización política o la educación. El arte se respiraba por todas partes, y los judíos fueron los grandes artífices de que esta revolución inmobiliaria (sobre todo en la avenida del Ring) tuviera el eco que definitivamente convirtió a Viena en una ciudad que, además de imperial y distinguida, gozara de buen gusto. La arquitectura vienesa tenía renombre internacional y, junto al tren metropolitano que Otto Wagner comenzó a construir en 1894, el estrellato de esta ciudad se convirtió en una realidad. Hay que destacar que el Imperio austrohúngaro tenía más de cincuenta millones de habitantes con numerosas nacionalidades, y que el emperador Francisco José I (viudo de la famosa emperatriz Sissi), supo gobernar con talento, a pesar de los


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conflictos laborales por la desigualdad de los pueblos que conformaban el imperio a nivel laboral. El buen vestir de la clase burguesa, los modales exquisitos, la caballerosidad, la asistencia a los cafés literarios para disfrutar en sus reuniones, y el estudio de la pintura o la música, eran el escaparate que fascinaría a cualquier muchacho o muchacha joven de aquel entonces. La música atonal, en contrapartida con la herencia de la música del romanticismo tardío, estrenada en el Musikverein vienés, o las representaciones de las obras más vanguardistas en la Ópera de Viena, de la que Gustav Mahler era director, ponían un marco dorado a un cuadro que solo quedaba desdibujado por las calles que aún no habían sido asfaltadas en su totalidad. En estas las frecuentes lluvias y el clima húmedo dejaban embarrado todo el piso, que se mezclaba con los excrementos de los caballos que tiraban de los carruajes y que paseaban a los más altos burgueses. Aquellos que desde sus monturas divisaban al resto de los mortales con aires de tiranía. Acercarse a una dama o a un caballero y oler su perfume no era absoluta garantía de pulcritud ni de aseo. El agua no corría por las tuberías de las casas como hoy, ni la higiene personal era algo tan prioritario como solemos llevarlo a gala actualmente. El perfume, sin duda, había tenido desde tiempo atrás un gran calado para enmascarar el olor a sudor y a ropa de varias puestas sin siquiera poder airearla, porque en ocasiones no se tenía más que esa prenda. Miembros de la media y alta burguesía o de antiguas grandes fortunas lo pasaban mal para pagar los tributos que les permitieran vivir en sus palacios a costa de reducir gastos en ropajes o animales de carga; pero en aquella época era muy importante vender la imagen. Una imagen de poder que no todos tenían. Un intento de seguir aparentando aquello que


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muchas familias ya no eran, pero que tenían que alimentar de cara a la galería, porque poseían unos apellidos que había que mantener en el candelero. Que las damas pasearan con los novedosos vestidos y las más afamadas y vanguardistas creaciones de las incipientes diseñadoras Jeanne Paquin o Jeanne Lanvin, o que los caballeros departieran con sus homónimos vestidos de impecable traje, camisa, chaleco y sombrero de copa al más puro estilo eduardiano, no salía precisamente barato, y era un duro peaje para aquellos que querían seguir subidos al carro de la jet set de aquella romántica era. Cabe destacar la importancia que se le dio al sexo en aquella época, pues hasta entonces había sido en cierto modo tabú. Sigmund Freud vivía en Viena y tenía su consulta en la calle Berggasse. Sus famosas teorías que revolucionaron al ser humano, promulgando la palabra «psicoanálisis» por primera vez en 1896 y publicando tres años más tarde La interpretación de los sueños, causaron división de opiniones entre la burguesía, pero en petit comitè todos hablaban de las teorías de Freud y de la visión de la sexualidad como origen de muchos actos y deseos. Otro ciudadano vienés y aventajado de la época en las mismas lides que Freud fue Arthur Schnitzler, que proclamaba teorías afines a su homólogo. Fue escritor de novelas e importantes tratados sobre la histeria, la hipnosis, la sexualidad o la doble moral. De hecho fue uno de sus escritos el que inspiró a Stanley Kubrick para dirigir su última película, Eyes Wide Shut. También surgió en aquel período el movimiento de secesión de artistas plásticos, arrojando a genios como Gustav Klimt, Kolo Moser o Joseph Hoffmann entre otros, además de destacar a virtuosos de la nueva generación del expresionismo austríaco nacida en los preludios de la Primera Guerra Mundial, que alumbraron grandes creaciones; dos puntales del movimiento fueron Egon Schiele y Oskar Kokoschka.


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Por toda aquella riqueza cultural, Viena se había postulado en la cima del mundo de la época, y la Gran Guerra arrasó con al art nouveau, el clasicismo y por supuesto con el imperio de los Habsburgo-Lorena que habían gobernado desde el Sacro Imperio Romano. La Joven Bosnia fue una organización anarquista que contó entre sus filas con el estudiante nacionalista serbobosnio Gavrilo Princip. Esta entidad separatista pretendía liberar a Bosnia y Herzegovina de las garras de Austria-Hungría, para integrarlas en Serbia y formar un estado nacional yugoslavo. El 28 de junio de 1914 en Sarajevo, capital de BosniaHerzegovina, Gavrilo abrió fuego con una pistola Browning M-1910 sobre el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono imperial, y su esposa, Sofía Chotek, duquesa de Hohenberg. Este hecho fue el desencadenante de la Primera Guerra Mundial. Se intentó culpar del asesinato a una organización secreta denominada Mano Negra, dirigida por el coronel Apis, bajo un pretexto político que pretendía atajar los desmanes de este líder militar supuestamente financiado por capital ruso, pero finalmente fue en vano. Gavrilo Princip fue detenido y condenado a veinte años de trabajos forzados en prisión por alta traición; permaneció recluido en la fortaleza de Terezin, donde murió de tisis, tras haber sufrido todo tipo de torturas y vejaciones, el 28 de abril de 1918. El joven falleció con apenas 40 kilos de peso, y la mayor parte de su reclusión la pasó en una celda lóbrega y húmeda sin apenas comida, con el brazo derecho fracturado desde el día de su detención, y amputado tiempo después tras quedarle carcomido por encadenar el miembro al techo de la celda, para dejar su cuerpo colgando y tocar el suelo solo con la punta de sus pies.


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Con él experimentaron todo tipo de atrocidades cada día de su cautiverio, solían despertarle a media noche en invierno y le hacían caminar desnudo por el patio de la cárcel, atado por el cuello como si fuese un perro, mientras uno de los vigilantes tiraba de la cadena y le ordenaba que se tumbara o se sentara como un can. Además de aquellas humillaciones, diseñaron un barril con clavos en su interior que hacían rodar con él dentro, para desollar su cuerpo periódicamente. Después de su muerte encontraron en la pared de su celda una leyenda, tallada con el mango de la cuchara que usaba para comer, que decía: Nuestras sombras andarán por Viena, se pasearán por la corte, atemorizarán a la aristocracia. Siempre tuyo, mi pequeña dama. Gavrilo

La historia nunca supo demostrar a quién iban dirigidas esas últimas palabras. Incluso afirman que Princip podía tener una hija de la que nadie sabía nada. Después de cien años, será una mujer y el misterio tras una casa, lo que arroje luz a esta incógnita.



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