Ya estamos solos mi corazón y el mar - María José Ramos

Page 1

MARÍA JOSÉ RAMOS

YA ESTAMOS SOLOS MI CORAZÓN Y EL MAR A la memoria de Antonio Machado


Primera edición: diciembre de 2017 © María José Ramos, 2017 © Ediciones Carena, 2017 Ediciones Carena c/ Alpens, 31-33 08014 Barcelona Tfno. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net Diseño de la cubierta: Rocío Morilla www.rociomo.com Imagen de portada: Collioure al atardecer (2007), gouache sobre papel, 12 x 12 cm, de Guillermo Martí Ceballos www.gmarticeballosart.com Maquetación: Natalia Caro Martínez y Marina Delgado Corrección: María José Rueda y Marta Baena Prólogo: Elena Boledi Contraportada: Monique Alonso depósito legal: B 26188-2017 isbn: 978-84-16843-96-1 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.


Para Marcos, por escuchar la mĂşsica de las palabras. Para mis hijos, Alba y Mario, por enseĂąarme que el amor puede ser infinito.


Nota editorial. Para la recreaciรณn de las diferentes voces corales que conviven con Antonio Machado, la autora se ha inspirado en pasajes de obras biogrรกficas/ autobiogrรกficas, como homenaje al insigne poeta.


Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar. Campos de Castilla, de Antonio Machado



PRÓLOGO Ya estamos solos mi corazón y el mar es, más que una biografía histórica y novelada de Antonio Machado, un recorrido lírico por los últimos pasos del poeta por una España rota, mutilada, devastada por una guerra que hundió sus sueños de libertad en una oscuridad de muerte y desolación. El recurso utilizado por la autora, y que estructura el relato, es un hallazgo literario que lleva al lector a introducirse en el sentir de varios personajes que acompañaron, en distintos momentos, su peregrinaje hasta el destierro y la muerte. A través de once nombres, algunos reales y otros de ficción, que encabezan cada cuento, nos sumergimos en los momentos previos a la derrota de la Segunda República. Estos once cuentos, a manera de un relato coral, van conformando una sólida historia del derrotero que siguió Machado durante la Guerra Civil, desde que deja –convencido por Rafael Alberti y León Felipe– el Madrid asediado y bombardeado por los sublevados fascistas, hasta su muerte en la pequeña localidad de Collioure, en Francia, donde llega exiliado con parte de su familia, poco antes del fin de la guerra. Cada relato está protagonizado por quienes fueron testigos y ayudaron a Machado en esos meses terribles en los que el personaje central es la desolación. En ninguno es don Antonio el protagonista absoluto, pero en todos está omnipresente, destacándose siempre su extrema sencillez, su inmensa ética y su compromiso ineludible con la causa republicana. Ya en el primero, «Rafael», nos encontramos de golpe con Rafael Alberti y León Felipe que intentan desesperadamente


8

María José Ramos

convencer al poeta para que deje Madrid y salvarse. Sin embargo, don Antonio no quiere abandonar la ciudad asediada: «Sé que estoy achacoso y enfermo. Pero quiero luchar a vuestro lado. Soy un viejo republicano para quien la voluntad del pueblo es sagrada. Y no voy a marcharme». El segundo cuento, «María Teresa», nos presenta a una María Teresa León preocupada por Antonio Machado; España no puede perder a un poeta de su talla. Sería otro prólogo de la derrota. Y a partir de allí, por las páginas del relato desfilan esos seres que se van haciendo eco de sus sentimientos. Algunos, con cierta reticencia al principio, terminan siempre cargando en sus almas el dolor y la dignidad que él transmite casi sin saberlo. Pascual, el poeta que le lleva sus versos con devoción y humildad, y luego Damiana, que ya admiraba sus versos y los guardaba como un tesoro siempre junto a ella, Brígida y Llucieta que de a poco se van apropiando del destino fatal de don Antonio. Todos ellos van enredándose casi sin darse cuenta en un mismo e irremediable dolor: Jacques, que les indica un hotel en Collioure donde podrán hospedarse; Juliette, que se conmueve al verlos bajo una lluvia porfiada e indolente y les ofrece abrigo, comida y ayuda para cruzar la plaza hasta el edificio donde se hospedarían, y Pauline, que abrió las puertas del hotel y veló la agonía del poeta y de su madre. Fue ella la encargada de cumplir su última voluntad. El penúltimo cuento lleva el nombre de «José», el hermano de don Antonio. Es tal vez uno de los más conmovedores porque sufrimos con él el dolor, no solo del exilio, sino de la pérdida de su hermano querido. Es José quien, ya muerto Antonio, encuentra en el bolsillo de su abrigo unos papeles con su letra. Fueron los últimos versos del poeta que añoraba el huerto claro y lejano de su Sevilla natal. El último cuento corresponde a «Gabriel», un teniente recpublicano detenido en el castillo fortificado de Collioure que


Ya estamos solos mi corazón y el mar

9

recibe la orden de ir con otros soldados para portar el féretro de un poeta español, el mismo que él leía continuamente y de cuyos versos no podía desprenderse. Ellos condujeron a don Antonio a su morada final. Después del entierro, a la memoria de Gabriel llegaron los últimos versos del poema de Machado: Y cuando llegue el día del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

Y así, a través de estos personajes que nos narran el exilio desde sus diferentes puntos de vista, la autora nos sumerge en el derrotero que va a extinguir las fuerzas físicas del poeta, pero jamás sus convicciones. Su logro es que nos vamos apropiando de sus sentimientos y lo acompañamos hasta su destino final, despojado, «ligero de equipaje». Con el sentimiento intenso de María José hacia Antonio Machado, con honestidad, nos hace viajar con él y su familia en esa especie de vía crucis que lo lleva a Valencia, a Barcelona, a cruzar los Pirineos en un invierno crudo, más triste aún por la derrota. Y luego los últimos pasos, la llegada a Collioure con su madre, doña Ana, enferma, pensando que la llevan a Sevilla, nos sobrecoge, nos hace sentir cerca de ese peregrinaje hacia el exilio y la muerte. La narración es tan intensa que puede verse, tocarse, sentirse: Hundida en el asiento, tenía una expresión de absoluto desamparo. Miraba con extrañeza a su alrededor. Tenía el cabello blanco pegado al rostro; sus ojos inquietos miraban todo con una mezcla de inquietud y desaliento. Sus manos


10

María José Ramos

huesudas y llenas de manchas se movían con nerviosismo. Se tocaba la frente y las cejas con la punta de los dedos, y se le dibujaba un gesto de tristeza en la comisura de los labios. Se revolvía con inquietud mientras preguntaba: —¿Ya hemos llegado a Sevilla? ¿Ya hemos llegado a Sevilla?

¿Cómo se escribe objetivamente un prólogo, un análisis literario de un texto que llega al alma? Ya estamos solos mi corazón y el mar es el reflejo de un sentimiento de ternura, respeto y admiración por ese poeta inmenso que se levantó por encima de la derrota, y con la grandeza de su humildad nos dejó el legado auténtico y digno de su obra. Hoy seguimos pensando a Antonio Machado como el gran hacedor de una poesía filosófica y profunda edificada con un lenguaje sencillo, sin ornamentos vanos, que lo llevan a ser reconocido entre las voces más exquisitas del siglo xx español. En estas páginas, la autora logra transmitirnos esa grandeza y nos regala generosamente esa imagen amada del poeta. En resumen, una obra repleta de emoción que nos pasea por ese universo cargado de sabiduría, nostalgia y belleza que es la poesía machadiana. Elena Boledi Escritora

Elena Boledi es poeta y dramaturga. Se especializó en la obra de Federico García Lorca y en la de Julio Cortázar. Es autora, entre otras obras, de Desde la mecedora (República, guerra y exilio), del poemario Memoria rota y del guion del espectáculo Hoy es siempre todavía, en conmemoración de la Guerra Civil Española y del asesinato de Lorca, representado por sus alumnos en Buenos Aires.


RAFAEL La tierra se desgarra, el cielo truena, tú sonríes con plomo en las entrañas.

«Aquí es», dijo Rafael al llegar al número 4 de General Arrando. Se arrebujó en el gabán para protegerse del aire helado de la mañana y levantó la mirada al cielo. Encapotado y triste. Gris, como todos los noviembres de Madrid. Pero, al menos, los aviones de la Legión Cóndor ya no zumbaban sembrando el pánico y la muerte, como habían hecho la última semana. Se volvió hacia León Felipe y señaló al balcón de arriba. «En el primer piso.» Rafael se había despertado de madrugada. Cuando abrió los ojos, sintió un latido de dolor en las sienes. Tragó saliva y notó la garganta seca, como si hubiera estado gritando. Había pasado la noche agitado, dando vueltas en el lecho. Recordó la pesadilla angustiosa e inquietante que había vivido como si fuera cierta. Todavía estaban en la isla, escondidos en el monte. Tumbados sobre unas ramas que se clavaban como agujas, se cobijaban bajo la manta raída y fría. Oía el zumbido de los insectos, que se confundía con el de la aviación. Tenía la cara aplastada contra la tierra junto a la de su mujer. Sentía la humedad pegajosa. Entonces, oía pasos y voces que se acercaban. Luego le sobrecogía un silencio dilatado y era aún peor. El miedo lo inmovilizaba; quería alcanzar a María Teresa, salvarla y escapar juntos, pero no podía dar un paso ni mover un solo músculo. Y después llegaba, irremediablemente, el redoble de la metralla.


12

María José Ramos

Se incorporó sin hacer ruido para no despertar a María Teresa. Puso los pies en el suelo enlosado y el frío húmedo le recorrió la espalda. Se calzó y, a tientas, se acercó al escritorio. Encendió una vela y se sentó a la mesa. Contempló la habitación en sombras, las paredes vacías y el techo alto. Oyó la respiración tranquila y confiada de María Teresa en el silencio de la alcoba. El perfil hermoso de su esposa se desdibujaba en las sombras, el cabello rizado le caía sobre la frente ancha. Suspiró con alivio. ¡Qué distintos habían sido los primeros días en el palacio! Al regresar de Ibiza, no conseguían dormir en una cama, acostumbrados como estaban a hacerlo en el suelo. Ya habían pasado dos meses desde que salieron de la isla. Lograron regresar a Madrid en agosto. Les costó reconocer la ciudad en guerra. De todos los balcones colgaban grandes banderas y pancartas de consignas pintadas con letras rojas y llenas de signos de admiración. Había corrido la noticia de su fusilamiento, así que, al principio, los miraban como a resucitados. Les dijeron que los estaban esperando en el palacio de los condes de Heredia Spínola. El edificio había sido requisado y se había convertido en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. A Rafael lo nombraron secretario y uno de los directores de la revista El Mono Azul. Así empezaron a vivir allí; escogieron una habitación del servicio, en el semisótano, que era mucho más cómoda que las grandes estancias del caserón noble, recargado y ostentoso. Sus salones enormes y oscuros, llenos de tapices antiguos, cuadros originales y jarrones de porcelana, se utilizaban como despachos. Tenía la boca pastosa. Se acercó a la cómoda. Alargó el brazo y cogió una botella de cristal. Se sirvió un vaso de agua y bebió con avidez. Mientras se vestía, daba vueltas a una idea fija: debía sacar a Antonio Machado de Madrid. No podía pasar como la última vez, que no logró convencerlo. A pesar de su insistencia, no consiguió que el poeta abandonara la capital. Y


Ya estamos solos mi corazón y el mar

13

el ataque de las tropas fascistas a Madrid, cada día que pasaba, se hacía más feroz. En la cómoda también había una palangana, un jarro y un espejo. El óvalo le ofreció la imagen de un hombre joven con rostro ojeroso y pálido. Se peinó los cabellos hacia atrás con las manos. Se lavó la cara con fricción, tratando de desdibujar el cansancio. Se puso el abrigo de cuero que estaba sobre el respaldo de la silla y se subió el cuello. Acarició el manuscrito de Marinero en tierra que reposaba en el escritorio y cogió la nota amarillenta firmada por el poeta sevillano que conservaba entre sus páginas. La desdobló con cuidado y la leyó en voz baja: MAR Y TIERRA

Rafael Alberti: Es, a mi juicio, el mejor libro de poemas presentado a concurso. Antonio Machado

La dobló en cuatro partes y la guardó en el bolsillo del pantalón, como si fuera un talismán. Pensó, inquieto, en el maestro al que tanto admiraba y a quien, sin demora, debía poner a salvo. La tarde anterior, cuando llegó a la habitación del semisótano, ya empezaban a sonar las alarmas. Había encontrado a María Teresa sentada a la mesa escribiendo en un cuaderno de tapas de hule verde. Reclinada sobre el papel movía la pluma, concentrada. Le gustaba contemplarla cuando escribía. Estaba tan absorta que no lo oyó entrar. Se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla. En el centro del escritorio había una lámpara de tulipa traslúcida y una palmatoria de latón con una vela apagada. La estancia estaba casi a oscuras, a pesar de que todavía no habían cortado el suministro eléctrico. Dejó el macuto en el suelo, al lado de la mesa. Colgó la chaqueta


14

María José Ramos

en el pechero, junto a la puerta. Cogió una silla y se sentó a su lado. Sacó el mechero del bolsillo del gabán y encendió la vela. Entonces, vio en la pared el calendario que se distinguía en las sombras. Se acercó a él con un lápiz en la mano. Señaló con un círculo el día en el que estaban, 21 de noviembre, y bajo el número escribió el nombre de Emiliano. Se acababa de enterar de que, esa misma mañana, Emiliano Barral, amigo íntimo de Machado, había muerto en el frente. Él mismo tenía que darle la triste noticia a don Antonio. Confiaba en que eso lo ayudaría a argumentar la necesidad de su traslado. Sí, tenía que convencerlo como fuera para que abandonara Madrid en la evacuación preparada por el Quinto Regimiento. Quizás esa sería su última oportunidad de salir de la capital en un transporte seguro. Ya hacía días que se luchaba en las calles y las tropas de Franco no tardarían en llegar. Sacó del macuto dos copas envueltas en unos paños de algodón y una botella. La descorchó y vertió un poco de vino tinto en cada una de ellas. Levantó la vista y le dijo a su esposa: —Esta noche nos quedamos aquí. No vamos a ir al sótano. A pesar de los sonidos enervantes de las sirenas, de la amenaza y de los temblores, permanecieron sentados uno junto al otro; sus rodillas se tocaban bajo el escritorio, igual que muchas noches antes de la guerra. Rafael tenía en las manos el papel manuscrito. Lo desdobló cuidadosamente y se lo mostró a María Teresa, mientras le explicaba cómo se había presentado al Premio Nacional de Literatura en 1924 por la insistencia de Guillermo de la Torre. —Yo, que siempre quise ser pintor, me convertí en poeta avalado por Antonio Machado. Confió en mi talento para los versos y mi vida cambió. Rememoró con la emoción agarrada a la garganta. Luego guardó silencio. Se fijó en la firma, en su letra apretada y picuda. Mientras tanto, María Teresa acariciaba el papel, recorriendo


Ya estamos solos mi corazón y el mar

15

con la punta del dedo índice el nombre del poeta sevillano. Habían pasado doce años desde que don Antonio escribiera esa nota, que había conservado como una reliquia nostálgica. Admiraba a Machado por su obra y por su calidad humana. No podía permitir que muriera en la ciudad asediada, le dijo a su mujer. Le contó que, al poco de ser premiado, lo había encontrado por casualidad, una mañana, en la calle del Cisne, y había tenido ocasión de agradecerle la confianza depositada en él. El poeta, con su humildad de siempre, le había dicho: —No tiene usted que agradecerme nada… Y se alejó, «misterioso y silencioso», como lo había descrito su amigo Rubén Darío. Cuando levantó la vista del libro, se dio cuenta de que María Teresa se había despertado y se estaba incorporando sobre el respaldo de la cama. En su expresión de serena inteligencia había algo que le infundía coraje y confianza. Se acercó a ella y le acarició la mejilla con el reverso de la mano. Después, abrió el postigo de la ventana. La madera crujió entre sus dedos. Una luz cenicienta entró en la estancia. Se quedó quieto, apoyado en el marco de la ventana, mirando a su esposa. —¿Ya te vas? –preguntó ella. —Sí, he quedado ahora con León Felipe. A ver si entre los dos conseguimos convencer a don Antonio para que salga de la ciudad mañana. —Seguro que lo lográis. No puede ser de otro modo. Es muy peligroso que siga en Madrid. Llévate un puñadito de almendras, las he guardado para ti. Al despedirse, envolvió en un pañuelo las almendras y se las metió en el bolsillo. Se cruzó en el pasillo con el mayordomo de los condes, que no había querido abandonar el palacio y que vivía, como ellos, en las habitaciones de los empleados. Lo saludó con un movimiento de cabeza y observó cómo bajaba sus


16

María José Ramos

pequeños ojos hacia el suelo. Llevaba un pañuelo rojo anudado en el cuello y uniforme negro. Vio que apretaba su manojo de llaves como si fuera un tesoro, aunque sabía que la mayoría de las estancias del palacete estaban abiertas y se usaban como despachos. Intentaba pasar lo más desapercibido posible. Se notaba que todavía no se había acostumbrado a que unos extraños hubieran tomado la casa y, a pesar de que, se mantendría fiel a sus señores, no osaba expresar su descontento. Sabía que por menos se podía jugar la vida. En el patio de carruajes, dos milicianos de guardia custodiaban la gran puerta de madera, que tenía las dos alas abiertas. Se situó bajo la marquesina de hierro forjado mientras esperaba a León Felipe. El día empezaba a clarear bajo la niebla. Llegó una camioneta, que estacionó en la cochera. De ella descendió Bergamín, que lo saludó con prisas levantando las cejas por encima de las gafas; después alargó un brazo y le dio el último ejemplar de El Mono Azul. Bergamín subió como una exhalación por la escalinata simétrica que conducía a las zonas nobles del palacio, mientras decía a Rafael que iba a organizar la distribución en el frente. La hoja semanal de la Alianza se repartía entre los soldados republicanos y servía para infundirles ánimo. Era, en palabras de su editor, un romancero de guerra que ellos lanzaban contra los traidores enemigos del pueblo. Rafael leyó los titulares de los artículos que él mismo había revisado el día anterior y guardó la revista en su macuto. Inquieto, salió a la calle y se apostó en la acera de enfrente. Tensó el cuello y echó la cabeza hacia atrás mirando el cielo. Aguzó el oído en busca de algún sonido amenazante, pero no percibió nada que lo inquietara. No se veían aviones y eso lo tranquilizó. Se apoyó sobre el cajón de una camioneta mientras observaba las nubes bajas. Después, bajó la vista y contempló el palacete. La fachada era de ladrillo visto


Ya estamos solos mi corazón y el mar

17

y abundaban en ella el hierro y el cristal. El balcón, que presidía el chaflán, era apuntado y parecía sacado de un castillo medieval. Además, los colores del otoño le conferían un aspecto lúgubre y decadente. Abrió la tapa del reloj de bolsillo y vio que faltaban cinco minutos para las ocho. A medida que las manecillas y las pequeñas agujas giraban, aumentaba su impaciencia. Levantó la vista. Ahí estaba, al fin, León Felipe, atusándose la barba con aire solemne. Con ese gesto tan suyo, le dijo que ya estaba listo y se pusieron en marcha. Mientras caminaban por la calle Marqués del Duero, a Rafael la ciudad le pareció abandonada. Las hojas amarronadas se pudrían en los charcos y se mezclaban con la suciedad y el polvo. Al llegar a la esquina, encontraron una barricada hecha de sacos de tierra apilados que estaba custodiada por tres soldados imberbes. Bajo unos soportales, unos brigadistas habían pasado la noche al raso, tapados con una manta, y se calentaban las manos alrededor de un pequeño fuego. A pocos metros, se cruzaron con las primeras milicias que estaban haciendo la ronda. Los abordaron con aire de fastidio y tuvieron que enseñarles los salvoconductos que les permitían moverse con libertad. Giraron a la derecha. Atravesaron los jardines desmantelados del paseo de Recoletos. ¡Qué distinta le pareció a Rafael la zona ajardinada, llena de piedras apiladas, metralla y cascotes manchados de alquitrán y sangre! Recordó cuántas mañanas de domingo había paseado por allí, con María Teresa del brazo. Carraspeó varias veces, llevaba el polvo pegado al paladar. El aire todavía olía a pólvora. La ceniza lo impregnaba todo, como una capa pegajosa e hiriente. Durante la última semana, habían oído el rugir de los aviones de la Legión Cóndor todos los días y todas sus noches. Primero, percibían el silencio premonitorio, previo al ataque, y después, el desgarro de las bombas. Oían las alarmas, las carreras atolondradas por las aceras, las


18

María José Ramos

pisadas aceleradas de los vecinos que corrían hacia los refugios y cómo los edificios se desalojaban cada vez con más prisas. Las bombas cayeron sin descanso y sin piedad. Las sirenas no pararon de sonar para avisar de los continuos ataques. Las mujeres, los ancianos y los niños se refugiaban donde podían; la mayoría lo hacía en los túneles del metro, acurrucados los unos con los otros, temblando por el ruido de las explosiones y por el sonido de las ambulancias y los bomberos. Ellos bajaban al sótano laberíntico del palacete y se resguardaban hasta que los aviones se alejaban y se hacía el silencio. Cada mañana aparecían nuevos cadáveres de civiles y de soldados tirados en las calles. Los fardos impúdicos de los muertos se recogían cuando no había peligro y era posible enterrarlos. Cerró los ojos y apretó los dientes. El aire tenía una textura polvorienta y sucia. El olor a óxido y a muerte era asfixiante. Cuando el hedor se hizo insoportable, se desató el pañuelo rojo que llevaba al cuello. Lo desanudó y se tapó la boca con él. Notó la mandíbula rígida y un sabor metálico en el paladar. Pasaron frente a los edificios de la Biblioteca Nacional y del Prado, que también habían sido alcanzados por las bombas. Era la primera vez que se aproximaba al museo desde que ocurrió el desastre. Por suerte, el incendio del tejado se había sofocado en pocas horas. Una bomba cayó en la sala de Velázquez, pero los desperfectos fueron pocos y, milagrosamente, ninguna obra importante sufrió daños. Recordó que tenía la radio encendida y escuchó la noticia. En ese momento, tuvo la certeza de que los sublevados no iban a respetar nada. Frente a la puerta del Prado, rememoró que, recién llegado a Madrid desde el Puerto de Santa María, con 14 años, una mañana del mes de julio visitó el museo. Su sorpresa fue extraordinaria al encontrar en el salón central las grandes obras de Velázquez. En esa época, era un joven rebelde que no quería estudiar ni acabar


Ya estamos solos mi corazón y el mar

19

el Bachillerato; solo deseaba ser pintor. Había comprado lápices, una pequeña caja de colores al óleo, papel y carboncillos. Se pasaba las horas allí, dibujando y copiando las obras de los grandes maestros. Su primer ensayo de copia fue la de un san Francisco muerto, atribuido a Zurbarán. Quiso entrar al museo, pero León Felipe le recordó que tenían que darse prisa y que no podían perder tiempo. Las puertas y las ventanas se habían protegido con maderas y sacos de arena. Sabía que los cuadros más importantes se habían descolgado de las salas de exposición y estaban en el sótano, en un refugio provisional. Le tranquilizó comprobar que los daños habían sido mínimos, aunque pensó que era urgente trasladar las obras más valiosas fuera de la capital. Algunas casas del barrio de Chamberí habían sido destruidas. Las paredes derrumbadas dejaban a la intemperie las vigas desnudas y negruzcas. A medida que se acercaban, los vidrios crujían bajo sus botas pesadas. Sorteaban los escombros, los amasijos de hierro, los restos de muebles y las manchas de sangre seca. Andaban en silencio, no podían hablar. Algunas cañerías se habían reventado y agujeros enormes se abrían por todas partes. Pisaban los casquillos y los destrozos provocados por los ataques aéreos. Como un prodigio, el Instituto de Santa Engracia se mantenía regio, en pie, aunque su balconada se había hecho pedazos. Una pancarta con el grito colectivo de «¡No pasarán!» seguía colgada de sus rejas de forja. Esa consigna que impregnaba de valor el desaliento retumbaba en las trincheras y también en la cabeza de Rafael. Los más humildes eran los artífices de la resistencia. Se cruzaron con una mujer anciana y desgreñada que rebuscaba en las basuras. Su mirada estaba llena de rabia y de hambre. Rafael sacó el pañuelo anudado con las almendras, alargó el brazo y lo vació en la palma de la mano de la famélica mujer.


20

María José Ramos

Ella apretó el puño y le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza. Frente al portal, se detuvo un instante. Miró a León Felipe y le dijo: —Estoy nervioso. No sé si conseguiremos sacarlo de la ciudad. León asintió con la cabeza y le puso la mano en el hombro, mientras le animaba: —Tenemos que hacerlo. Franquearon la puerta de hierro del zaguán y entraron en el vestíbulo. Se llevó la mano al bolsillo del pantalón, notó el tacto del papel bien doblado y lo acarició con la punta de los dedos, como si fuera un amuleto. Se agarró al pasamano, respiró profundamente y le dijo a León Felipe: —Vamos, que hay que subir tres plantas. Ascendieron por los desgastados escalones de mármol hasta que accedieron al entresuelo, después pasaron por el principal y, por último, llegaron al primero. En el descansillo, giraron a la derecha y se situaron frente a una puerta de madera. Rafael levantó el brazo y golpeó la puerta con una aldaba de bronce. Se limpió en el felpudo las botas de soldado, llenas de polvo y barro seco. Se quitó la boina militar y la sostuvo entre las manos. Enseguida, oyó que alguien giraba la mirilla de roseta, descorría el pestillo y abría la puerta. Apareció una mujer en el umbral. Rafael la reconoció: era una de las cuñadas del poeta, que hizo que pasaran al vestíbulo. —¡Buenos días, Matea! ¿Se acuerda de mí? Venimos a hablar con don Antonio –dijo Rafael. —Sí, ahora mismo lo aviso. Pasen, los acompaño al gabinete. En el piso hacía mucho frío porque daba al norte. El despacho estaba a la derecha de la sala central; al pasar, oyeron en su interior las voces infantiles de las sobrinas del poeta. Fueron al


Ya estamos solos mi corazón y el mar

21

gabinete, que tenía un balcón que daba a la calle, aunque aquella mañana de otoño entraba poca luz por él. El mobiliario era humilde, pero acogedor. Matea los acomodó en una mesa camilla revestida con unas faldas verdes aterciopeladas y fue en busca de su cuñado. Les insistió para que levantaran las faldas y, así, pudieran notar el calor del brasero. La estancia estaba repleta de libros y papeles. Encima de la mesa había unos cuadernos infantiles de lectura y caligrafía, y unos lapiceros de colores. Los cuadernos estaban apilados sobre la camilla y Rafael no pudo evitar hojearlos un instante. Enseguida apareció la cuñada, acompañada de Antonio Machado, grande y lento. —Buenos días, qué alegría me da ver que están sanos y salvos. —Sí, en estas circunstancias, don Antonio, conservar la vida es un prodigio –dijo León Felipe. —Pero cada vez son más los muertos –Rafael se aclaró la voz encogida–. Madrid está a punto de caer, aquí ya nadie está seguro. Ayer murió en el frente de Usera su amigo Emiliano Barral. Sentimos ser nosotros los portadores de tan triste noticia. Don Antonio se puso pálido como la cera y se tambaleó como si hubiera envejecido de repente y los años le pesaran en exceso. Se aferró al respaldo de una silla sin atreverse a dar un paso. Se hizo un revuelo, Rafael y León lo ayudaron a tomar asiento y Matea acudió presta a buscar un vasito de agua. ¿Habría hecho bien al darle la noticia de esa forma? No, había sido demasiado brusco. Lamentaba no haber tenido más tacto, teniendo en cuenta su edad y su estado de salud. Lo veía tan afectado que no se atrevía a pronunciar una palabra. ¡Ay, cuántas dudas!; si estuviera aquí María Teresa, ella sí sabría qué decir, qué palabras de consuelo escoger. Pero tenían que ser claros con él; el peligro era real y la caída de la ciudad, inminente.


22

María José Ramos

Rafael miró a León Felipe sin saber qué decir. Después vio que don Antonio sacaba un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se secaba el sudor frío de la frente. Cuando el color le retornó al rostro, don Antonio musitó con pesar: —He perdido a un gran amigo. —Sí, se ha perdido a un gran hombre –dijo León Felipe. —Así es y le acompañamos en el sentimiento. Pero me temo que esto es solo el principio –Rafael hizo una pausa y prosiguió–: La ciudad está sitiada y tememos que, en pocos días, caiga en manos del ejército de Franco. Las tropas fascistas ya están apostadas en Carabanchel y en el margen derecho del río. Llegó Matea con el vaso de agua y tras ella apareció la madre del poeta, como la sombra fina de una hoja. Doña Ana se acercó a su hijo y con ternura le sacudió la ceniza de la manga de la chaqueta, y le preguntó si se encontraba mejor. Su hijo asintió moviendo la cabeza hacia delante. A ellos les ofreció un café. Rafael le dijo que no se tomara la molestia, pero ella, sin escucharlo, se dirigió a la cocina para prepararlo. —El Quinto Regimiento tiene prevista una evacuación para mañana –apuntó León– y podría salir en ella. Hemos pensado que, dadas las circunstancias, debe abandonar la ciudad. —Sé que estoy achacoso y enfermo, pero quiero luchar a vuestro lado. Soy un viejo republicano para quien la voluntad del pueblo es sagrada. Y no voy a marcharme –replicó Machado. —Los rebeldes no respetan a nadie. Las cunetas y las fosas comunes están llenas de cadáveres sin identificar. No puede exponerse a la misma suerte que Federico –dijo Rafael con la voz quebrada. —Enrique Moles, Antonio Madinaveitia y José Moreno Villa, entre otros, ya han dicho que sí. Miguel Prados, hermano de Emi, también saldrá en esa evacuación –añadió León.


Ya estamos solos mi corazón y el mar

23

—Mientras veníamos, hemos pasado por el paseo de Recoletos, y el olor a pólvora y a muerte es horroroso. Desde que los bombardeos comenzaron, el poeta apenas había salido de su casa. Le dieron todos los detalles de la ciudad asediada, de las noches en llamas, de las imágenes siniestras que veían a diario. Su barrio, le dijeron, estaba al alcance de la artillería facciosa. Don Antonio estaba muy callado. Realmente, parecía más envejecido que la última vez que Rafael lo había visitado y tan solo habían pasado unas semanas. Concentrado, liaba un cigarro y asentía con pesar a todo cuanto decían. Estaba pensativo, un poco ausente. —Yo quiero defender la República como lo hacéis vosotros. —Y podrá hacerlo, don Antonio, pero poniéndose a salvo. Necesitamos que su pluma defienda la causa, que escriba para infundir ánimo al pueblo. Podrá seguir trabajando desde Valencia –dijo Rafael mientras buscaba la hoja semanal en su macuto. Después, alargó el brazo y le dio un ejemplar de El Mono Azul. —No todo el mundo combate con un fusil –añadió León Felipe. —Pues justamente por eso, quiero quedarme junto al pueblo de Madrid y seguir escribiendo –dijo don Antonio mientras cruzaba los brazos por delante del pecho. Oyó el tintineo de unas tacitas y el ruido de la puerta al abrirse. —Debe pensar en su madre; también la salvaríamos a ella –dijo Rafael bajando la voz. Al entrar doña Ana con tres tacitas de café, su hijo la miró con dolor y pena. Rafael siguió su mirada y la detuvo en la anciana. Su rostro arrugado conservaba algo de la vivacidad de otro tiempo, sus ojos pequeños todavía eran sagaces e inquietos. Dejó la bandeja junto a los cuadernos y sirvió el café con una mano temblona. Después, rodeó la mesa camilla


24

María José Ramos

y se colocó detrás de su hijo. Apoyó sus manos huesudas, pobladas de manchas, sobre los hombros de Antonio, como infundiéndole una fuerza y un ánimo que este apenas tenía. Rafael aprovechó ese instante de intimidad maternal para colocar frente a don Antonio los cuadernos infantiles y los lapiceros de colores. Entonces, doña Ana, que había observado el gesto, se sentó al lado de su hijo: —Manuel lo entenderá. Si logra escapar, estos señores se encargarán de decirle dónde podrá encontrarnos. Don Antonio parecía no escucharla y acariciaba, distraído, los libros infantiles con la punta de los dedos. —Pero no puedo dejar a mis hermanos ni a mis sobrinas, ellos son todo lo que tengo –afirmó con determinación–. Estas niñas son como mis hijas y yo no puedo abandonarlas en Madrid. Se hizo un silencio espeso y alargado. León Felipe miró a Rafael, quien, al cabo de unos segundos, dijo a don Antonio: —Si así conseguimos ponerlo a salvo, evacuaremos también a las niñas y a sus padres. —No puedo dejar a mis otros hermanos y sobrinas. Si nos vamos, nos vamos todos juntos. Los únicos que no están son Manuel y su mujer; la guerra los sorprendió en Burgos y no han podido regresar. —Usted déjelo de nuestra cuenta, que ya lo arreglaremos. —Enviaremos un coche mañana a las doce del mediodía. Recuerde que solo podrán llevarse los enseres básicos, lo que sea imprescindible. El Quinto Regimiento de Milicias Populares se hará cargo de su traslado hasta que los instalen, sanos y salvos, en Valencia.


Ya estamos solos mi corazón y el mar

25

En el descansillo, Rafael suspiró con alivio al oír cómo se cerraba la puerta. Mientras bajaban los escalones, echó mano al bolsillo del pantalón y buscó el tacto del papel doblado en cuatro mitades. Se sintió satisfecho, porque había convencido al poeta de que debía abandonar la capital. Al salir a la calle, León y él se detuvieron en la acera de enfrente. Rafael se colocó la boina y se anudó bien el pañuelo al cuello. Se arrebujó en el gabán para protegerse del aire helado y levantó la mirada al cielo. Encapotado y triste. Gris, como todos los noviembres de Madrid. Pero despejado y sereno. Se volvió hacia León Felipe y señaló al balcón de arriba. —Pensé que no íbamos a lograrlo. Madrid, 22 de noviembre de 1936


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.