LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

Page 1

Miguel Ángel Mendoza Nava

LAS MUJERES DE

ALFONSO IX

DE LEÓN



Miguel Ángel Mendoza Nava

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN



Para mi esposa Maite y para mi hijo Carlos, que han soportado sin protestar el abandono al que les sometí mientras me dedicaba a estudiar la historia y a la búsqueda de datos para completar este trabajo. Pero también, para quienes sin ellos saberlo me han inducido a escribir esta historia novelada del último rey leonés; sin olvidarme de los míos que ya no se encuentran entre nosotros. Estoy seguro que habrían disfrutado al tener este libro entre sus manos tanto como lo estoy haciendo yo. Mi más sincera gratitud para todos.



NOTA DEL AUTOR

En esta novela se mezclan personajes de ficción con otros que en realidad formaron parte de la historia de los reinos de León y de Castilla. Del mismo modo, muchos de los hechos aquí relatados se produjeron en los lugares que el autor expone, o, en su defecto, en zonas próximas. También cabe destacar que las fechas que aparecen en esta novela no deben ser tomadas en consideración por poder inducir a error, debido a que algunas de ellas han sido tomadas de publicaciones de escaso rigor histórico. También es de ley reconocer que en esta novela existe un buen número de acontecimientos y hechos que han nacido de la imaginación del autor. Por lo anteriormente expuesto, el autor anima al lector a que se tome este escrito como lo que es, una fábula con tintes históricos de hace más de ochocientos años, y que no debe detenerse a discernir lo fabuloso de lo histórico. Como el lector podrá suponer, teniendo en cuenta el volumen de la obra, este trabajo es fruto de muchas horas de estudio y documentación, de verificación de publicaciones que en muchos casos me condujeron a errores por haber sido tratados y editados por personas que le conceden escasa importancia al rigor histórico. Es difícil, supongo que para los historiadores también, aceptar de buen grado lo que la historia oficial nos ha legado de tiempos tan lejanos. Si tenemos en cuenta que los tres más importantes historiadores de aquella época eran clérigos (Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo; Lucas de Tuy, canónigo de San Isidoro primero y obispo de Tuy más tarde; y Juan de Osma, obispo de Osma, también


8

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

de Burgos, y canciller de Castilla), podremos entender fácilmente que nos encontramos ante un legado en muchos casos sesgado, por no decir claramente censurado. En cualquier caso, el motivo que me indujo a novelar la vida del último rey de León fue la fascinación que me produjo leer algunas de las biografías publicadas, las que dejaban entrever que se trataba de un personaje que a lo largo de su dilatado reinado demostró ser un hombre indomable y con una fuerte personalidad. Si nos atenemos a lo que los cronistas de la época hablan de él, podemos deducir que ha sido el gran desconocido de la historia leonesa. Dice don Lucas de Tuy, que lo vio muchas veces, que tenía buen talle, acaso rubio, cara ancha y de una gran fortaleza. Hablaba bien y era elocuente. Cuando se enfadaba no debía ser agradable permanecer a su lado, porque su voz era terrible. Dice que rugía como un león. Insiste el tudense en que eran escasas las ocasiones en que se dejaba llevar por la ira, que se desenfadaba pronto y que era asequible y benigno; pero que adolecía de dos grandes defectos: que hacía caso de las insinuaciones de los murmuradores y que le gustaban mucho las mujeres. En los primeros años de su reinado se dedicó a hacer valer sus derechos reales al trono leonés, celebrando curias (caso de la curia plena de 1188), emitiendo fueros y confirmando otros ya existentes; así como a subsanar el despilfarro y ordenar el legado de los últimos años del reinado de su padre, don Fernando II. En la segunda etapa de su reinado se ocupó con mayor entusiasmo de repoblar algunas zonas de su territorio, para lo que se desplazaba continuamente de un lado a otro de su reino. Y, por último, no podemos olvidar la fiebre combativa de los años centrales de su reinado y la expansionista de los últimos de su vida. Pero durante todos los momentos de los más de cuarenta años de su reinado se distinguió por ser un hombre que experimentaba gran atracción por las mujeres y hacia las que sentía escasa estima, si nos atenemos a que tuvo diecinueve hijos con más de seis mujeres diferentes y que, a pesar de casarse en dos ocasiones, en ambos casos fue obligado a repudiar a sus esposas por mandato papal, y que durante más de veinticinco años nunca le faltó una concubina que calentase su


NOTA DE AUTOR

9

cama. Ese fue el detalle que más llamó mi atención de la vida y obra del último rey privativo del reino de León, la colección de mujeres que los historiadores nos indican que pasaron por su lecho, a pesar de ser estos destacados nobles eclesiásticos y de dejar su impronta reflejada en decretos y documentos que emitieron y confirmaron.



29 DE MAYO DE 1182 EN ALGÚN LUGAR DE LA FRONTERA SUR DEL REINO DE LEÓN

I

E

n lo alto de una colina, los integrantes de la corte real leonesa no daban crédito a lo que media milla escasa más abajo se estaba produciendo. El rey Fernando y su concubina, Urraca López de Haro, no podían aceptar lo que sus ojos les mostraban. A su lado, unos pasos más atrás, el arzobispo de Compostela, Pedro Suárez de Deza; el obispo de León, Manrique de Lara; y el clérigo de la capilla real leonesa, rodilla en tierra, imploraban al Altísimo, ofreciendo interminables letanías y plegarias, para que Dios Nuestro Señor tomara parte en el devenir de la batalla que los leoneses libraban contra las huestes musulmanas. Las horas pasaban y el desastre parecía inevitable para las tropas cristianas, que, al toque de una campana, comenzaron a abandonar la pradera ensangrentada y cubierta por infinidad de cuerpos heridos y otros ya sin vida. El hedor empezaba a ser insoportable; el olor a sudor, sangre, humo y carne humana quemada y el desgarrador quejido del relinchar de los caballos de los combatientes aterraban a los privilegiados espectadores, quienes a voz en grito elevaban sus oraciones al Señor pensando más en oír a su majestad la orden de abandonar la atalaya que ocupaban que en las almas de los muertos y moribundos. La expresión de la cara del infante Alfonso lo decía todo. A sus escasos once años de edad estaba siendo testigo de primera mano de una derrota sin paliativos y viviendo su mayor desengaño como integrante de la corte real leonesa. Sin pestañear, y decepcionado por el desastre, apenas si entendía las súplicas que el conde Gómez González de Traba y el resto de los integrantes de la corte trataban


12

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

de hacer llegar al rey para que iniciara la retirada y los condujera al interior del reino. La tragedia se había consumado y las huestes musulmanas se ensañaban con los cristianos ya derrotados y desarmados. El horror se dibujaba en los rostros de los legionenses, que esperaban ansiosos una seña del rey que los liberara de aquella tortura que suponía presenciar tanta crueldad. —Aguardad —ordenó el rey Fernando—. Quiero que todos seáis testigos de esta humillación. El monarca leonés pretendía aprovechar aquella ocasión para ofrecer a su hijo, el infante Alfonso, su primera gran lección en el campo de batalla. Quería inculcar en el joven heredero lo que en realidad suponía ser regente de un reino cristiano; quería que aprendiera la lección más dolorosa de todas cuantas sus ayos le habían transmitido; y quería, así mismo, mostrarles a clérigos y ricoshombres que a veces aquellos desastres también se producían entre las tropas cristianas y que había ocasiones en las que ni la ayuda divina era suficiente para vencer a los enemigos de la Cruz. Al atardecer, cuando el sol comenzaba a perderse en el horizonte, el rey Fernando permitió emprender la retirada. Los que se ocupaban de la intendencia se apartaron, y por el pasillo que formaron comenzaron a desfilar los elementos más destacados del cortejo regio. El monarca y su amante abrían la comitiva. Los seguían el infante Alfonso acompañado por sus ayos, Juan Arias y Altagracia Fernández de Traba; el arzobispo de Compostela; y los obispos de León, Salamanca, Zamora, Astorga, Coria y Oviedo. Tras los clérigos, nobles y ricoshombres abatidos se lamentaban de lo mucho que en aquel encuentro armado habían perdido. Cerraba la tétrica comitiva un numeroso séquito de derrotados, muchos de ellos heridos, y la soldadesca más baja. Atrás, en las cercanías de aquel humeante y pestilente campo de batalla, tan solo quedaron los integrantes de la intendencia que daba cobertura logística a las huestes reales, vigilados a su ved desde las alturas por infinidad de buitres que volando en circulo anunciaban que en aquel lugar había cuerpos suficientes con los que alimentar a todos los habitantes de su especie de aquella parte del reino de León. A diferencia de los miembros de la corte y de


CAPÍTULO I

13

los soldados de su majestad, los integrantes de la intendencia se veían obligados a recoger la miseria y la inmundicia surgida de aquella cruenta y despiadada ofensiva y, más de uno tendría que enfrentarse a los carroñeros para ofrecer a sus compañeros cristiana sepultura. En esta ocasión, los clérigos que acompañaban a los ejércitos del monarca leonés no tendrían que amenazar con la excomunión a los que se arrojasen al campo de batalla a practicar el pillaje con los vencidos. Ahora serían testigos de escenas desoladoras en las que un gran número de desheredados se abalanzaba sobre los muertos y moribundos y los remataba para arrebatarles sus escasas pertenencias. Con el sol oculto ya en el horizonte y escondiéndose de las desafiantes miradas de los vencedores, Griselda se movía entre la espesura de un pequeño monte tratando de distinguir entre infinidad de cuerpos mutilados la figura de su padre, al que no había visto entre los que emprendieron la retirada. A sus escasos once años de edad no era capaz de asimilar tanta barbarie como en aquel desolador paraje se mostraba ante ella. Llevaba oculta más de dos días cuidando de su hermano de tan solo siete años, a la espera de que aquellos que portaban grandes pendones y banderas con una media luna roja abandonaran aquel macabro escenario que en aquellos momentos tan solo era una humeante pradera pestilente con olor a sangre y carne quemada cubierta de animales muertos y cuerpos mutilados. Los hermanos Griselda y Sancho Sánchez, hijos de un hidalgo que prestaba sus servicios al conde Gómez González de Traba, no veían la hora en la que los almohades abandonaran el campo donde habían combatido a los ejércitos del rey leonés. La pequeña y su hermano, que, junto a un numeroso grupo de mujeres y niños, acompañaban a los itinerantes ejércitos legionenses, miraban y rebuscaban entre los caídos con la esperanza de encontrar aún con vida al hombre del que dependía su existencia, además de algo con lo que poder mercadear. —¿Has visto a padre? —le preguntó Griselda a su hermano. —No. ¿Y tú? —contestó muerto de miedo. —Padre es fuerte. Con él no habrán podido. Se habrá retirado con el rey o con el conde y no nos habremos percatado. —Seguro —musitó Sancho sin levantar la mirada del suelo.


14

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

De pronto los dos se detuvieron atemorizados, como si una fuerza desconocida los atenazara y les impidiera avanzar. En el suelo, boca abajo, había un hombre. El uniforme que vestía y los largos cabellos negros salpicados de sangre les recordó a los pequeños la figura del caballero de su majestad que buscaban. Paralizados ante el temor de que aquel bulto inerte pudiera ser el padre que esperaban encontrar aún con vida se miraron temblorosos, invitando uno al otro a que le diera la vuelta. —¿Es padre? —preguntó Sancho con lágrimas en los ojos. —No lo sé. Creo que sí. ¿Lo giramos? —Bueno. Pero hazlo tú. Griselda y Sancho se angustiaron al ver de cerca la cara ensangrentada de aquel hombre abierta por la mitad por lo que debió ser un certero golpe de espada curva. Ninguno de los dos pudo afirmar con certeza que el cuerpo al que aún le brotaba la sangre era realmente el de Sancho Sánchez. —Mira bajo la ropa —le indicó Griselda—. Padre siempre lleva colgado de su cuello un medallón. ¿Te acuerdas? —Mira tú. Yo tengo miedo. Griselda se armó de valor y separó los largos cabellos ensangrentados para poder comprobar si del cuello de aquel cuerpo sin vida colgaba un cordón que pudiera identificarlo. Un grueso cordel de cuero negro apareció bajo la larga melena, lo que hizo que la pequeña Griselda diera un repentino salto hacia atrás. Aquel colgante le resultaba familiar. La desfiguración de las facciones propias de aquel cuerpo le impidió reconocer a su propio padre. Solo el recuerdo que conservaba del medallón la indujo a pensar en la posibilidad de que a partir de aquellos momentos tendrían que arreglárselas solos en un lugar devastado por la guerra y asolado por el hambre, la miseria y la rapiña. Con delicadeza, y muerto de miedo a la vez, fue Sancho poco a poco sacando por la cabeza el cordón, del que colgaba una moneda de cobre de grandes dimensiones. —Este medallón es el de padre —afirmó Griselda nada más que tuvo en sus manos aquella pieza de metal en la que se hallaba representado un león pasante mirando hacia el lado izquierdo.


CAPÍTULO I

15

—Entonces, ¿este soldado es padre? —preguntó Sancho con un hilo de voz. —No lo sé, creo que sí. Pero sigamos buscando —le instó Griselda. —¡Eso que hacéis es traición a nuestro rey! —gritó un muchacho de mayor edad que ellos al ver a Sancho, que con rapidez se había apoderado del medallón del soldado muerto y lo había guardado entre sus ropajes. —Es nuestro padre —intercedió Griselda. —Es igual quien sea. Nadie puede arrebatar los distintivos que identifican a los soldados del rey de León. —Tú has hecho lo mismo que nosotros: le has quitado una enseña a un soldado muerto —replicó Griselda—. Además, seguro que el calzado y las armas que lleváis pertenecían a caídos en la contienda. El muchacho dio media vuelta y se dirigió hacia donde se encontraba otro caballero de su majestad muerto en aquel desolador campo de batalla próximo a la frontera sur leonesa. Con la llegada de la oscuridad, los hermanos Griselda y Sancho Sánchez se unieron a la comitiva formada por la intendencia del rey leonés, que en su retirada se apresuraba a abandonar aquel lugar, a poner tierra de por medio con la intención de llegar cuanto antes a territorio menos hostil. El camino se presentaba largo y tortuoso para los huérfanos, que habían presenciado el último enfrentamiento de las huestes leonesas contra los enemigos de la fe cristiana. Pero, si la apresurada fuga resultaba penosa para aquel contingente plagado de miseria y traiciones, más espinosa y ardua se presentaba la tarea de alimentar a toda aquella comitiva que huía en desbandada. A la intendencia formada por herreros, carniceros, cocineros, palafreneros y mozos de cuadra, además de guarnicioneros, cetreros, armeros y todos cuantos abastecían las huestes de su majestad, se unía siempre un puñado de clérigos que arengaba a los combatientes entonando interminables oraciones y letanías antes que los ejércitos de su majestad, hidalgos y caballeros saltasen al campo de batalla empuñando las armas; pero también un nutrido grupo de prostitutas acompañaba la expedición con la intención de que los soldados que se batían con las tropas rivales y tenían la fortuna de no resultar muertos o gravemente heridos se desfogaran entre sus piernas.


16

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

La segunda parada la realizó la itinerante corte leonesa el día 31 de mayo muy cerca de las murallas de Salamanca. Una avanzadilla había dado aviso al regidor y tenente de la ciudad de que hacia aquel lugar se dirigía el rey Fernando con su corte y ejércitos en retirada. Poco antes de anochecer, la comitiva, a cuya cabeza se hallaba el monarca, su joven amante, el infante Alfonso acompañado por sus ayos, la alta nobleza leonesa y un nutrido grupo de ricoshombres, así como el obispo de León, Manrique de Lara, el arzobispo de Compostela, Pedro Suárez de Deza, el clérigo de la capilla real leonesa, el canónigo Martín Rebollo, y un reducido grupo de soldados que les daban escolta, se encontraba a buen recaudo alojada en el interior de los muros del castillo de aquella ciudad próxima a la frontera. Los caballeros y soldados que habían logrado sobrevivir a la última ofensiva de los ejércitos almohades llegaban derrotados, cansados, y algunos con graves heridas de espada, lanza o saeta. Los que consiguieron encontrar un lugar para el descanso se instalaron en la parte más meridional de la muralla que protegía la ciudad en busca del alivio de los barberos y médicos de la corte real. Otros, los que habían resultado ilesos durante los días de enfrentamientos, ayudaban a sus compañeros heridos y se procuraban algo de alimento y un buen lugar para el reposo. El resto, las gentes de toda condición que ocupaban la retaguardia de la comitiva, tenían que conformarse con los sitios que caballeros, soldados, hidalgos y clérigos rechazaba. —¿Qué hacéis vosotros ahí? ¿Os habéis perdido? —les preguntó a Griselda y Sancho una joven de largos y enredados cabellos negros al ver que no le quitaban ojo a una perola colgada de un trípode en medio de una hoguera. —Somos hijos del hidalgo Sancho Sánchez —contestó Griselda poniéndose en pie y saliendo de entre las ruedas del carro donde habían encontrado acomodo. —¿Y dónde están vuestros padres? —les volvió a preguntar Eulalia, que era el nombre de la mujer. —Desde que comenzó la última batalla, hace cinco días, no sabemos nada de él —habló Sancho con la mirada clavada en la perola—. Creemos que fue uno de los que perdió la vida luchando para nuestro rey.


CAPÍTULO I

17

—¿Y vuestra madre? —Hace más de un año que murió —contestó Griselda—. Nuestro padre cuidaba de nosotros, pero... Eulalia se quedó mirando a los pequeños, cuyos ojos suplicaban algo de comer. Pensaba que a aquella muchacha de apenas once años pocas salidas le iban a quedar que no fuera lo que ella misma hacía para subsistir y, de paso, servir al rey de León. En poco más de dos años, si algún familiar cercano no lo remediaba, muchos intentarían con aquella chiquilla lo que en esos momentos los soldados hacían con ella y con otras que viajaban en los mismos carros y dormían en la misma tienda. Solo serviría para que los integrantes de los ejércitos se desfogasen entre sus piernas en los momentos previos a las batallas o en los largos periodos de espera. Esa era una de las gracias que su majestad concedía a sus ejércitos por entregar, en algunos casos, la vida por los intereses reales. Mientras observaba a los muchachos, Eulalia se dejó llevar por los recuerdos. Ante ella aparecieron los motivos por los que se encontraba en aquella situación. Sabía que en la comitiva de la que formaba parte era la prostituta más deseada por caballeros, hidalgos, arqueros, cetreros y por toda la intendencia que constituía aquella itinerante corte. Incluso por más de un clérigo, que, después de arengar a las huestes de su majestad y antes que estas regresaran del combate, rendían visita a la tienda de la felicidad. Pero, viendo la expresión de angustia de la pequeña Griselda y el temor dibujado en la cara de su hermano, se prometió que haría todo cuanto estuviera a su alcance para que aquellos niños no corrieran su misma suerte. —Acercaos al fuego —les indicó—. Cuando las verduras estén cocidas las compartiremos con vosotros. Después volveréis bajo el carro hasta que encontremos algo más cómodo donde podáis descansar. Eulalia sabía el peligro que corrían aquellos niños entre tantos desesperados, malhechores y pervertidos como los que en aquella parte de la comitiva viajaban. Sobre todo Griselda, pues, a pesar de su corta edad, los soldados e hidalgos más jóvenes ya se fijaban en ella tratando de adivinar dos diminutos abultamientos en su pecho. Aquella niña tenía un encanto excepcional. Sus grandes ojos oscuros


18

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

destacaban de manera especial en una cara que trasmitía inocencia a la vez que picardía los días que conseguía lavarse y peinarse, que eran escasos, y cuando sin ser consciente de ello sonreía de manera ingenua. La expresión alegre de Griselda contrastaba con la seriedad de su hermano. Sancho había heredado la gravedad de su padre, al igual que su fortaleza y estatura. Se mostraba tan reservado que parecía encontrarse siempre de mal humor, permanentemente enfadado. Algo en el interior del pequeño Sancho le decía que, a pesar de ser cuatro años menor que su hermana, estaba obligado a protegerla de los muchos peligros que en aquel campamento de nómadas acompañante de los ejércitos de su majestad la acecharían en cuanto pasase un tiempo. Sentados bajo el carro y en espera de que Eulalia los llamara para comer, Sancho echó mano del colgante que días antes le había arrebatado a aquel soldado que yacía en el campo de batalla y que tanto su hermana como él mismo creyeron que podía tratarse de su padre. Griselda había visto en numerosas ocasiones aquel medallón colgándole del cuello, pero nunca antes se había percatado de que la moneda que Sancho Sánchez había convertido en amuleto tenía dos marcas, una a cada lado del agujero por donde se introducía el cordón. El padre de Griselda y del joven Sancho había grabado a punta de cuchillo dos pequeñas letras: una G que le recordara a su hija mayor cuando se hallara guerreando para su majestad, y una S que le evocara a Sancho. Los dos pudieron ver por primera vez las diminutas huellas grabadas en la moneda, y, fijando una y otra vez su mirada en las marcas, dedujeron su significado. —Padre talló estas muescas para acordarse de nosotros —le habló Griselda a su hermano con un nudo en la garganta. —Ahora ya no nos queda ninguna duda: aquel soldado de su majestad era nuestro padre —a Sancho se le escaparon unas lágrimas mientras se acurrucaba al lado de su hermana—. Debes guardarla tú. Yo soy aún demasiado pequeño y podría perderla. —Cuando seas mayor te la entregaré. Verás como con este amuleto colgando de tu cuello nada malo podrá pasarte cuando guerrees para nuestro rey —fantaseó la pequeña. Griselda permaneció velando los sueños del pequeño en espera de que Eulalia los llamara para procurarse unas verduras hervidas


CAPÍTULO I

19

y, si había suerte, una ración de carne o pescado en salazón más un pequeño trozo de pan negro. La muchacha no quitaba ojo a todos los que como ella y su hermano esperaban de la caridad de las moradoras de aquel establecimiento. —Eh, muchacha, acercaos —Eulalia les hizo una seña. —Sancho, despierta —lo zarandeó con cuidado. Los dos se desperezaron y se presentaron en la puerta de la tienda en un abrir y cerrar de ojos. Griselda se fijó en que Eulalia se había cambiado de ropa desde la última vez que la había visto. La vestimenta que mostraba en esta ocasión le llamó la atención de manera especial, y no pudo por menos de clavar su mirada en aquel ceñido vestido de color verde claro que lucía con gracia. La joven ojeó a Eulalia con una mezcla de admiración y envidia; de admiración, porque en pocas ocasiones había tenido la oportunidad de ver ropajes de aquel colorido; y de envidia, porque era tanta la diferencia existente entre las ropas que cubrían a aquella mujer y las suyas que no pudo evitar dejar volar su imaginación y verse ataviada con aquellos tonos vivos y llamativos. A Griselda no le cuadraba que, no siendo Eulalia una mujer perteneciente a la nobleza, ni tan siquiera la esposa de un hidalgo o caballero, pudiera ataviarse con prendas de tan alta calidad y contar con tanta variedad de vestidos. —¿Te gusta? —le preguntó la mujer al percatarse de que no apartaba su mirada de la nueva indumentaria. —Sí, es hermoso. Además os queda muy bien. —Ojalá no te veas obligada a vestir en toda tu vida colores como este. —No os entiendo. ¿Qué tiene de malo el color verde? A mí me gusta. —No es el color lo que no te conviene. —Entonces, ¿cuál es el motivo? —preguntó dibujando una gran interrogación en su cara. —Los colores de nuestra vestimenta nos identifican, nos diferencian del resto de las mujeres en este campamento. Bueno, en este campamento y en cualquier otro lugar donde nos asentemos. Griselda miró a Eulalia con cara de no haber entendido nada. No comprendía cómo el color verde claro del vestido que en esos


20

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

momentos cubría su cuerpo y otro bermellón que había lucido anteriormente podían diferenciarla del resto de las mujeres. En alguna ocasión había oído hablar de que existían hembras que se dedicaban a satisfacer los deseos carnales de los hombres, pero nunca había tenido la oportunidad de conocer a ninguna. En su imaginación, la muchacha entendía que aquel oficio debía ser realizado por personas de mayor edad que Eulalia, vestidas con ropajes más discretos y de menor calidad que los que con tan buen porte lucía aquella mujer que se estaba ocupando de ellos. —¿La menor también está disponible? —se oyó una voz que interrogaba a Eulalia desde la entrada de la tienda. —Sabéis que no. Es solo una niña —contestó situando a Griselda tras ella. —No veo yo que sea tan niña —insistió el joven hidalgo que solicitaba los servicios de una prostituta. —Griselda no es una ramera como nosotras. Es hija de un caballero muerto en la última batalla. Así que ya sabes: elige a otra. El hombre tomó del brazo a una muchacha rubia de no más de dieciséis años de edad y la condujo a la trastienda, donde fornicó respingando y gritando de placer sin importarle que a solo unos pocos pasos de aquel lugar se hallaran dos niños de corta de edad. —¿Ahora ya sabes cuál es el motivo por el que vestimos colores tan llamativos? —le preguntó a Griselda. —Sí, ahora sí —contestó bajando la mirada. —Hoy dormiréis aquí, a mi lado —señaló Eulalia con su dedo índice el lugar donde deberían tumbarse. —Os lo agradecemos —musitó Griselda todavía avergonzada. —Procurad dormir. Mañana tendremos que continuar con nuestro camino. A ver si llegamos de una maldita vez a León. Griselda cerró los ojos en un intento por evadirse y olvidar todo lo que había presenciado en el interior de aquella tienda, en la que todos cuantos componían aquella comitiva buscaban sin ningún tipo de recato alguna mujer entre el nutrido grupo de prostitutas con la que poder desfogarse y olvidar la crudeza de las campañas bélicas de su majestad. Pero, por mucho empeño que ponía, no era capaz de conciliar el sueño al recordar todo lo que les estaba tocando vivir


CAPÍTULO I

21

desde la desaparición de Sancho Sánchez. Mientras habían estado al cargo de su padre no habían tenido la oportunidad de conocer aquella parte de la comitiva. Nunca habían estado entre los últimos integrantes del séquito regio; en el grupo de los siervos, sirvientes y, en algunos casos, proscritos. En aquella parte del cortejo la miseria, el hambre, la suciedad y la delincuencia viajaban juntas. En cinco días que llevaban en la retaguardia Griselda había podido comprobar que allí los hombres, mujeres y animales dormían juntos; que, exceptuando las prostitutas, que lucían llamativos colores, el resto de las mujeres apenas cubría sus genitales con harapos, y orinaban y defecaban en cualquier sitio sin apartarse de las miradas de los curiosos. Con un brazo colocado alrededor del cuello de su hermano y con la otra mano agarrando fuertemente el medallón de su padre, la pequeña Griselda fue vencida por el sueño a pesar de haberse opuesto con insistencia. Intentaba dormitar con un ojo abierto. Los primeros rayos de sol despertaron a las mujeres que moraban en aquella tienda del placer. Sancho se aferraba con fuerza el vestido de su hermana, que despertó al sentir moverse a Eulalia. —Despierta —zarandeó la joven al niño. —Si queréis llegar sanos y salvos a León, donde supongo alguien se hará cargo de vosotros, no debéis separaros de Mercedes ni de mí —les advirtió Eulalia mientras Sancho se restregaba los ojos con el dorso de sus sucias manos e intentaba sorber los mocos secos por la nariz. Enseguida recogieron la tienda y las vituallas y se pusieron en camino. Poco después de levantar el campamento, el toque de una campana anunciaba que el rey y toda su corte iniciaban la marcha. Una avanzadilla de soldados les abrían paso. Detrás del cortejo desfilaba el grueso del ejército, integrado por caballeros y sus inseparables escuderos, infantes, arqueros, ballesteros y lanceros. Por último, cerrando la comitiva, la intendencia de apoyo y todos cuantos acompañaban a los combatientes: comerciantes, especuladores, rateros, tahúres, carniceros, armeros, herreros, pícaros, bufones y, por supuesto, los carros que transportaban la tienda y los enseres de las prostitutas. En ese último carromato se acomodaron Griselda y Sancho.


22

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

En unos pocos días de penoso transitar por los polvorientos caminos cercanos a la frontera sur del reino de León, la comitiva real atisbó por fin la ciudad de Benavente. Como había ocurrido en las anteriores villas o pequeñas poblaciones por las que habían transitado, en la recientemente declarada como «nueva ciudad de Benavente» las gentes ocupadas de la intendencia y acompañantes de los ejércitos acamparon fuera del recinto amurallado. Allí detuvieron sus carruajes e instalaron sus tiendas, en una explanada arbolada existente entre las murallas del viejo alcázar y el río Esla. Eulalia colocaba parte de sus enseres en el lugar que habitualmente ocupaba en la tienda que algunas gentes llamaban «de la felicidad» cuando se percató de que por las inmediaciones de aquella parte del campamento merodeaba el joven hidalgo que unos días antes había estado indagando por la disponibilidad de Griselda. Estaba claro que se había quedado prendado de los encantos de la muchacha. —¿Qué andas buscando por aquí? —preguntó encarándose con Enrique Suárez, que ese era el nombre del hidalgo—. Ayer fornicasteis con una de mis mancebas, ¿y hoy quieres otra vez? —Poco te importa lo que ando buscando. Además, tú no eres la madre de la muchacha. Y, bien pensado, si viaja en vuestro carro y duerme en la misma tienda, tal vez sea una puta como tú —contestó el joven de manera altiva y desafiante. —Tan solo es una niña. ¡Si osáis forzar a Griselda os denuncio ante el merino de la ciudad y ante el alférez de su majestad! —No creo que el merino mayor otorgue ningún crédito a la denuncia de una prostituta. Es más, puedo ser yo quien te denuncie por apropiarte de dos pequeños que no te pertenecen. Lo que tú quieres es guardártela y así poder entregársela a un hombre rico para que la desflore y ganarte tus buenos dineros. Eulalia lo miró con tanto odio que el hidalgo terminó por marcharse. La monotonía reinaba en el campamento asentado a orillas del Esla. En espera de que el rey se decidiera a emprender el camino de regreso a León, los caballeros e hidalgos ordenaban a sus escuderos que mantuviesen sus monturas bien alimentadas y limpias mientras que los arqueros, ballesteros y lanceros hacían lo propio con sus


CAPÍTULO I

23

armas. En aquellas prolongadas paradas sin guerrear era cuando mayor demanda tenían las prostitutas. Desde la de mayor edad a la más joven del grupo, todas veían incrementar sus ingresos y su trabajo de manera considerable. También Eulalia se entregaba a su labor sin descanso, y, mientras satisfacía los deseos sexuales a un lancero que se hallaba bajo las órdenes de aquel hidalgo que tanto interés mostrara por Griselda, este la tomó por el brazo y la condujo, sin que ella pudiera oponer resistencia, a un lugar apartado de la tienda de la felicidad muy cerca de la orilla del río. —¡No grites y no te pasará nada! —le advirtió Enrique, al tiempo que poco a poco separaba su mano derecha de la boca de la niña. —¡Socorro! —gritó Griselda revolviéndose y pataleando en un intento por liberarse de la claras intenciones del hidalgo. —No chilles, que será peor para ti. Nadie vendrá en tú auxilio: soy un soldado del rey —volvió a taparle la boca con su mano derecha. El hombre la llevó en volandas tras unos matorrales. Cuando la tuvo fuera del alcance de la vista de la mayoría de los integrantes del campamento comenzó a quitarle la ropa. Griselda se defendía en un intento inútil por zafarse de aquel que pretendía arrebatarle por la fuerza su castidad. Pero nada podía hacer contra la fuerza bruta del que en aquellos momentos la tenía entre sus muslos intentando desnudarla por completo. De nada sirvieron los forcejeos y apretar sus piernas una contra otra. Al cabo de unos instantes aquel hombre consiguió su objetivo y la desfloró entre desgarradores gritos de dolor y de pánico. Antes de levantarse, Enrique arrancó del cuello de Griselda el amuleto que no hacía demasiado tiempo había pertenecido a su padre. —¡No, el medallón no! ¡No me lo quites! —Esta insignia pertenece a nuestro rey, no a una pordiosera cómo tú —dijo con desdén. —¡Era de mi padre! —Ahora ya no, ahora es mía —le dijo mientras abandonaba el lugar dejando a la pequeña retorciéndose de dolor. Griselda recordaba con enorme desconsuelo lo que Eulalia le había advertido en más de una ocasión los últimos días: que no se


24

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

apartara demasiado de la tienda, que desconfiara de cualquier hombre que se acercara con promesas u ofertas de comida. Ahora temía encontrarse con Eulalia. No sabía cómo iba a reaccionar por no haber hecho caso y apartarse de la tienda. Se acercó con sigilo y se acurrucó a un lado de la puerta de entrada. No quería que la viera en aquellas condiciones. No quería que su hermano se enterase de que había sido violada. Pero, por encima de todo, no quería que Sancho supiese que aquel hidalgo que la había forzado también le había arrebatado el amuleto que perteneció al padre de ambos. —¿Qué haces ahí, Griselda? ¿Te ocurre algo? —le preguntó Eulalia en un tono de voz que denotaba preocupación. Griselda levantó sus ojos sin pronunciar ni una sílaba. Solo miraba y lloraba. Lloraba en silencio con el deseo de ahogar en su pecho la pena y la tristeza que la embargaban. No se sentía con fuerzas suficientes para contestar las preguntas que su protectora le había formulado. Las palabras que quería pronunciar se quedaban ahogadas en su pecho. Una inmensa angustia impedía que llegaran a su boca. —¿Ha ocurrido? —preguntó Eulalia inquieta. —Sí —afirmó con una leve inclinación de cabeza. Eulalia se mordió la lengua y realizó unas cuantas respiraciones profundas para reprimir la rabia que en aquellos momentos sentía. Pensó en la venganza y cómo ejecutarla. Pensó pagarle con la misma moneda contratando a otro hombre más fuerte que él para que lo forzara. Pero se sentía confusa y no era capaz de razonar con coherencia. Aquel animal la había engañado. Le había tendido una trampa enviando a un lancero a fornicar con ella para, mientras la mantenía ocupada, apoderarse de la pequeña Griselda y violarla sin que la niña pudiera hacer nada por evitarlo. —Mejor será que te sosiegues y pienses cómo aplicar un escarmiento a ese animal —se decía mientras tomaba a la pequeña de la mano y la introducía en el interior de la tienda para lavarle la sangre seca que aún permanecía entre sus piernas. —¡Escúchame bien! —gritó Eulalia agachada frente la niña y mirándola a los ojos—. Por nada del mundo te separes de aquí. Pasados unos días ese animal volverá a por ti. En cuanto veas que se acerca,


CAPÍTULO I

25

grita. Grita fuerte. Que te oiga todo el mundo en este campamento. Pero, sobre todo, que te oiga yo. ¿Me entiendes? —Sí —asintió con voz temblorosa y la mirada clavada en el suelo. En los momentos de confusión en los que se encontraba, Griselda no sabía valorar qué era lo que mayor sufrimiento le producía, si el dolor físico por la manera con que aquel hombre la había privado de su inocencia o lo que le había arrebatado. Además de su virginidad, aquel hombre la había despojado de todo cuanto de valor poseían entre ella y su hermano. —A ver si pronto reanudamos el camino y regresamos a León —se lamentó Eulalia—. Supongo que allí alguien se hará cargo de vosotros. —Mi madre tenía un hermano que vivía en los arrabales, muy cerca de la muralla este —por fin Griselda levantó los ojos del suelo. —Cuando lleguemos, si es que alguna vez lo hacemos, buscaremos a ese hermano de vuestra madre —quiso animar a la pequeña—. ¿Crees que sabréis llegar al poblado donde vive? —Sí, creo que sí —afirmó la muchacha dibujando en su cara una sombra de duda. Los días transcurrieron iguales y, después de una prolongada estancia en las inmediaciones de Benavente, más de lo que en las tropas de su majestad era habitual, a finales del mes de junio, el rey, con todo su séquito, salió del recinto amurallado de la antigua Malgrat para dirigirse, ya sin hacer más paradas que las propias para el descanso diario, a la capital legionense, a no más de tres jornadas de distancia para los que realizaban el camino a pie o conduciendo pesados carros y una sola para el propio monarca, su corte, su séquito y los soldados que les daban escolta. Por fin la cabecera de la expedición vislumbró las altas torres de la iglesia de San Marcelo, que se hallaba fuera del recinto amurallado, y las del monasterio de San Isidoro. Poco después de media tarde la comitiva real pasaba el río Bernesga por el viejo puente situado muy cerca de la casa de los santiaguistas, para desde aquel punto dirigirse por la rúa Nova a las inmediaciones del monasterio de San Isidoro. Allí, frente a la entrada del panteón real, se hallaba el palacio del rey Fernando. Esa noche la


26

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

retaguardia de la comitiva la pasaría en la vecina población de Ardón, muy cerca del Esla. —¿Os acordaréis de donde mora ese que decís que es hermano de vuestra difunta madre? —les preguntó Eulalia una vez más. —Yo creo que sí —contestó la muchacha—. Antes vivía cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Mercado. —Lo difícil no será dar con él —murmuró Eulalia en bajo tono de voz—. Más complicado me parece que quiera hacerse cargo de vosotros. Griselda bajó la cabeza al oír aquellas últimas palabras. Desde que tuvo conocimiento de la muerte de su padre, ella no había hecho otra cosa que pensar en si el único familiar que tenían los acogería. —No os apuréis —trató de animarlos—. Si ese familiar de vuestra madre no se hace cargo de vosotros, otro lo hará. Los dos hermanos se durmieron pensando en cómo sería al día siguiente la acogida por parte de su tío. En la memoria de la muchacha permanecía el vago recuerdo de una ocasión en la que, en vida de su madre, las dos visitaron la herrería que este tenía más allá del arrabal de los francos. Si conseguían llegar al domicilio de Rodrigo, que ese era el nombre con el que lo recordaban, y este se avenía a acogerlos en su casa durante tres o cuatro años, al menos no pasarían hambre. Por fin llegó el momento en que debían afrontar la última etapa del largo camino que los conduciría a la ciudad de León. Los más afortunados de los integrantes de aquel contingente de intendentes entrarían en la ciudad intramuros, unos por la puerta de la rúa Nova y otros por Puerta Cauriense. Los carros que transportaban a las gentes del más bajo estatus social, así como los artesanos de menor cualificación, los rateros, las prostitutas, mendigos y algunos clérigos, tendrían que bordear la muralla por la parte de poniente para llegar cada uno a su destino. El que transportaba a Eulalia y los niños pasó cerca de la iglesia de Santa María del Mercado con dirección al arrabal del Santo Sepulcro. Se encontraban en el barrio de los francos y una gran cantidad de gentes que presentaban aspecto diferente a lo que ellos estaban acostumbrados a ver llamó la atención de la prostituta, que pensó para sí


CAPÍTULO I

27

en el enorme cambio que había experimentado aquel suburbio desde que partió acompañando a los ejércitos del rey. Durante unos instantes circularon por una amplia vía que debía sacarlos de aquel poblado. —Estas gentes son raras, no hablan como nosotros —observó Griselda al ver en una pequeña plaza un grupo de peregrinos descansando de la etapa que ese día los había llevado a las puertas de la capital legionense. —Creo que son francos. Cuando partimos a la campaña del rey Fernando no había tantos como ahora —le contestó Eulalia, pensando que, si se establecía en aquel lugar, haría buen negocio, con la enorme afluencia de esas masas venidas de otros reinos. —¿Y tendremos que vivir con esos que no hablan nuestra lengua? —preguntó Sancho. —Unos continuarán el camino que vienen siguiendo y otros se quedarán entre nosotros —le contestó Griselda. —¿Su camino? ¿Hacia dónde? —insistió. —Son peregrinos que vienen de tierras muy lejanas y se dirigen a Compostela —intervino Eulalia. El muchacho se encogió de hombros y siguió su senda cabizbajo. Ya faltaba poco, las torres de la iglesia del Santo Sepulcro así lo indicaban, y, si a Griselda no la traicionaba su memoria, no muy lejos de aquel lugar encontrarían la herrería. En efecto, después de unos minutos la niña la reconoció, y así se lo hizo saber a su protectora. —Buscamos a Rodrigo —se adelantó Eulalia dirigiéndose a un muchacho mayor que Griselda. —Es mi padre —fue todo lo que contestó mientras entraba en el interior de la fragua tan pronto como reveló que era hijo del herrero. Al instante, un hombre de mediana edad ataviado con los ropajes propios del oficio que ejercía se presentó ante Eulalia y los dos hermanos. —¿Cuál es el animal que pretendéis herrar? —preguntó sin reparar en los muchachos. —No se trata de herrar a ningún animal. Desde hace más de un mes cargo con estos dos que dicen ser vuestros sobrinos. El herrero hizo un exagerado gesto de extrañeza.


28

LAS MUJERES DE ALFONSO IX DE LEÓN

—Yo tenía una hermana que murió hace algo más de tres años —aceptó—. Pero mi hermana solo tenía una hija, así que debe de tratarse de un error. —Mi madre se llamaba Olvido y estaba casada con Sancho Sánchez, hidalgo que luchaba bajo el estandarte del conde Gómez González de Traba —Griselda dio un paso hacia delante. —¿Y qué queréis de mí? Cuando lo necesité no quisisteis saber nada de este pobre herrero, y ahora… —preguntó Rodrigo intuyendo el motivo de la visita. —Como sabéis, nuestra madre murió, y, hace poco más de un mes, a nuestro padre lo mataron en la última batalla que libró su majestad, y… no tenemos adonde ir —volvió a hablar Griselda. —Yo no puedo hacerme cargo de dos bocas más; bastante tengo con alimentar las de mis hijos. —Aunque el pequeño no os resulte de mucha ayuda, la muchacha podrá hacerse cargo de las labores de la casa —terció Eulalia en la conversación—. No permitáis que esta pobre tome el camino que he seguido yo. —¿Quién sois vos? ¿Por qué os habéis hecho cargo de estos niños? —preguntó Rodrigo poniendo especial énfasis en sus palabras. —Digamos que… he intentado redimir mis pecados ayudando a dos huérfanos que no tenían adonde ir —quiso revelar a aquel hombre lo que hacía sin pronunciar el nombre de su profesión. —¿Y por qué no seguís redimiendo vuestros pecados y continuáis haciéndoos cargo de ellos? —No creo que yo sea buen ejemplo. No es conveniente que vivan conmigo: creedme. Eulalia tomó al herrero por uno de sus brazos y lo apartó de la curiosa mirada de los niños. —¿Permitiríais que los hijos de vuestra hermana vivan en la casa de una puta? —le preguntó en voz baja. Rodrigo se encontraba confuso. La presencia de la muchacha no le vendría nada mal. También él había perdido a su esposa hacía tres años cuando alumbró al último de sus vástagos. Pero Sancho aún tendría que cumplir otros cuatro o cinco años para que pudiera serle útil en la herrería.


CAPÍTULO I

29

—No sé si en realidad sois hijos de mi hermana Olvido —dijo Rodrigo después de pensarlo durante unos instantes—. ¿No me engañaréis? —No os engañamos —dijo Griselda—. Mi madre tenía un lunar aquí, como este —señaló con su dedo índice detrás del lóbulo de la oreja derecha. ¿Os acordáis vos de esa marca? —Veré dónde puedo acomodaros. Pero tendréis que trabajar si queréis comer —dijo después de comprobar que sus ojos comenzaban a humedecerse. —Yo tengo intención de instalarme en el arrabal de los francos —apuntó Eulalia—. Si puedo serviros de ayuda... —Os lo agradezco, pero no creo que el local que pensáis regentar sea el más adecuado para los menores. —Del lugar entiendo que no queráis fiaros —dijo Eulalia altiva—. Pero de mí sí podéis. —No pretendo ofenderos; en realidad no me queda más que mostraros mi gratitud —se disculpó Rodrigo mirando a Eulalia a los ojos y al mismo tiempo pensando para sí que era una verdadera lástima que aquella mujer fuera una ramera. Después de todo, llevaba más de tres años viudo y la casa necesitaba una mujer que pusiera orden. A Griselda le embargó una enorme tristeza al ver partir con dirección al arrabal de los francos a la que durante algo más de un mes se había ocupado de ella y de su hermano. Le había tomado cariño. No solo por haberlos acogido en la tienda de la felicidad, por haberlos alimentado y alojado, sino porque recordaba la expresión de rabia mostrada por Eulalia cuando la había visto acurrucada a la puerta de la tienda el día en que aquel animal la había violado cerca del Esla. Había oído hablar de las prostitutas siempre en términos despectivos, incluso la habían prevenido, alertándola de las artes que utilizaba esa clase de mujeres para engatusar a los hombres; pero a lo largo de su corta existencia ella no había conocido mujer más bondadosa y generosa que Eulalia.



ÍNDICE

NOTA DEL AUTOR

..................................... 7

CAPÍTULO I

........................................... 11

CAPÍTULO II

........................................... 31

CAPÍTULO III

........................................... 59

CAPÍTULO IV

........................................... 139

CAPÍTULO V

........................................... 283

CAPÍTULO VI

........................................... 333

CAPÍTULO VII ........................................... 441 CAPÍTULO VIII ........................................... 465 CAPÍTULO IX

........................................... 483

CAPÍTULO X

........................................... 575

EPíLOGO

........................................... 607


«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» © de los textos, Miguel Ángel Mendoza Nava © de la edición, EDICIONES DUERNA Diagramación y portada: contactovisual.es ISBN: 978-84-943432-6-1 Depósito legal: LE-167-2016 Impreso en España - Printed in Spain



A través de dos historias paralelas, una ficticia y la otra basada en hechos y personajes históricos, el autor nos va introduciendo en una época en la que el reino de León brillaba con luz propia entre los reinos cristianos peninsulares. Las fuertes tensiones reinantes en la corte leonesa por hacerse con el trono del reino legionense a la muerte del rey Fernando II, desatan ódio e intrigas en el palacio real leonés. La corona se la disputan Urraca López de Haro, última esposa del viejo rey y el infante Alfonso, futuro Alfonso IX. Estas luchas internas darán paso a una sucesión de enfrentamientos, lealtades inquebrantables, traiciones y amoríos, salpicados por la aparición de unos misteriosos monjes cistercienses que ofrecen al veterano rey un documento fraudulento con el que dispensar su matrimonio tantas veces negado por la curia vaticana y con el que poder desposar a Urraca que desde hacía ya cuatro años se había incorporado a la corte, hacen que esta novela resulte amena, a la vez que ilustrativa. La curia de Carrión, la Carta Magna leonesa de 1188, los continuos enfrentamientos mantenidos con su primo el rey de Castilla por el control de la franja fronteriza de ambos territorios, la contundente derrota sufrida por su primo Alfonso VIII de Castilla en la batalla de Alarcos en la que el leonés se negó a participar, los tratados de Tordehumos y Cabreros, la consagración de la catedral de Compostela, la batalla de la Navas de Tolosa en la que también rehusó su participación, y una buena colección de amoríos del rey leonés con infinidad de mujeres que calentaron su cama, después de que el papa, Celestino III le obligara a repudiar a su primera esposa, Teresa de Portugal, e Inocencio III hiciera lo propio con Berenguela de Castilla, segunda esposa del joven rey legionense, se mezclan con otros personajes y acontecimientos históricos y de ficción.

ISBN: 978-84-943432-6-1


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.