LA ABUELA TITA. Diego M. Rotondo

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Diego M. Rotondo

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Diego M. Rotondo

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© Diego M. Rotondo, 2017 Editor: Ediciones Erradícame Diseño y diagramación: Ediciones Erradícame


Yo nací durante una de las peores tormentas que hubo en Buenos Aires en la década de los 70. Era una noche de enero de 1974, la temperatura había superado los 39 grados y los noticieros pronosticaban un evento meteorológico sin precedentes. Dicen que el cielo se puso de color cárdeno con matices rojizos, y que el primer trueno fue seguido por un aguacero pocas veces visto. En una hora llovió lo que solía llover en seis meses. Los truenos caían a intervalos de tres segundos, parecía un bombardeo. La clínica estaba inundada, las luces se apagaban y encendían con cada estallido. Las calles se habían convertido en ríos, los autos flotaban a la deriva y la gente se refugiaba bajo toldos y balcones con el agua hasta las rodillas. Justo

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en el instante en el que mi madre me daba a luz, la sala de partos se quedó a oscuras. Una enfermera tuvo que asistir al doctor con una linterna para que pudiera sacarme. Papá llegó a tiempo porque se habían suspendido las carreras de caballos. Mis hermanas, que llevaban un rato en la clínica, chapoteaban por los pasillos y decidían cuál sería mi nombre. Mamá les había suplicado que lo eligieran ellas, ya que mi padre pretendía llamarme Adolfo. Estábamos en la planta baja, y el agua, además de entrar por la calle, bajaba desde los pisos superiores por las escaleras, como una cascada. En el momento en que mi llanto cesó, la lluvia también acabó súbitamente. El último familiar en llegar a la clínica fue la abuela Tita. El agua ya se había escurrido por los desagües y el cielo comenzaba a lle­ narse de estrellas. La abuela entró arrastrando su estridente carrito de las compras, llegó hasta la puerta de la habitación y le preguntó a mi padre: «¿Y nene?... ¿te salió blanquito o negrito?». Por lo general, a la familia de un recién nacido le preocupa saber si el chico nació sano, sin problemas mentales o

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anomalías físicas. A Doña Tita le interesaba mi color; le preocupaba bastante que tuviese la piel trigueña de su nuera. Mi padre se enojó y le impidió entrar a la habitación por un buen rato. La abuela se sentó en la sala de espera y se puso a comer caramelos. «Vaffanculo… ¿qué tiene de malo saber si è bianco o è nero?…», murmuró. Cuando mi madre y Tita se conocieron, dos años antes de que yo naciera, enseguida supieron que serían enemigas. Lo que a mi abuela le parecía pintoresco a mi madre le parecía feo, de mal gusto. Tita consideraba a su nuera una negra del campo y ésta la consideraba a ella una tana bruta. Mientras que mamá era una mujer de ideas demo­ cráticas, la abuela exponía su obstinado fascismo cada vez que tenía ocasión. Solía decir que lo mejor que le había pasado a Italia había sido Mussolini... Estos comentarios enfurecían a mi madre, pero no discutía de política con ella porque decía que era gastar pólvora en chimangos... Conmigo la relación fue diferente, la abuela me quería y me mimaba, como salí blan­

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quito… Tita vivía en la casa del fondo, todas las tardes me invitaba para contarme un cuento y dormir la siesta. Desde los 3 a los 5 años la abuela siempre me contó el mismo cuento: Caperucita. No se sabía otro, por eso cada semana iba cambiando el argumento para no aburrirme. En realidad nunca me contó la historia original, no le gustaba que el lobo se comiera a la abuela, esa parte la omitía. Los domingos, como era costumbre en las familias tanas, nos reuníamos a comer pasta. La abuela preparaba unos sombreritos de masa y sémola que eran deliciosos, ella los llamaba cappellettis, pero no se parecían en nada a los cappellettis italianos, ni siquiera tenían relleno. Tita empezaba a preparar la masa y el estofado a las 8 de la mañana. Sobre la 1 del mediodía ya toda la familia estaba sentada rodeando una larga mesa, ansiosa por degustar el manjar. Nunca éramos menos de 15 personas. La pasta de la abuela era irresistible, tíos y primos venían desde los rincones más alejados de la ciudad para disfrutarla. Hasta mamá gozaba de la comilona; los almuerzos de domingo eran

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como una tregua entre ellas. A mí me gustaba acompañar a la abuela mientras cocinaba, solía dejarme mojar un pedazo de pan en el estofado para que le diera el visto bueno. Tita hablaba todo el tiempo mitad en español y mitad en italiano, siempre que iba a comer a su casa me decía: «¡Mangia che ti fa bene!». La abuela tenía una relación particular con el abuelo Jaime: en pocas palabras, lo tenía cagando. Él no se rebelaba contra ella porque conocía su temperamento explosivo. Las pocas veces que había osado llevarle la contra se había ligado un sartenazo en la cabeza. Jaime era tierno conmigo, pero si la abuela estaba enojada por algo que yo había hecho, entonces él también fingía enojarse. Una tarde Tita había discutido con mamá, esa noche fui a visitarla y me trató bastante mal. Los abuelos cenaban en silencio cuando me asomé por la ventana de la cocina pensando darles una sorpresa. Al verme bajaron la mirada y siguieron en sus asuntos. Les pregunté qué pasaba y ellos no me contestaron; insistí y Tita empezó a hablar pestes de mamá. Volví a casa llorando, enojado, pensando en no visitarlos

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nunca más. Al otro día mamá arrojó una maceta en el patio de la abuela, era una hortensia que le había regalado ella cuando aún no se odiaban tanto. La maceta se hizo pedazos contra el piso y desparramó tierra por todos lados. La abuela salió a los gritos, puteando en italiano. Mamá, desde el balcón, la increpó por haberme maltratado. Durante un rato cruzaron puteadas: Tita barría el pa­ tio y mamá la amenazaba con tirarle otra maceta, pero esta vez por la cabeza. Era un ida y vuelta de injurias: «¡Vieja chota!», «¡Nera di merda!», «¡Tana bruta!», «¡Figlia di puttana!», etc. Antes de que mi madre per­ diese el control y le tirase otra maceta, la agarré del brazo y la arrastré adentro. Cuando mi padre se enteraba de las peleas siempre culpaba a mi madre, tratándola de intolerante con una anciana; eso provocaba fuertes discusiones entre ellos. Varias de las peleas más feroces que tuvieron mis padres fueron incitadas por la abuela Tita. Ella en el fondo deseaba que papá se divorciase, sabía que él tenía una amante caucásica y eso la ponía feliz. En varias ocasiones hizo mención de esa mujer delante de mí, diciendo que era

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mejor que mi madre. Eso me sacaba de quicio y me hacía odiarla. Un día a mamá se le dio por hacer brownies. Había conseguido la receta y estuvo horas preparándolos. El olor a chocolate me hizo salir de mi habitación y correr a la cocina. Me acerqué a ella y le pedí uno, recién los sacaba del horno. «No son para vos…», me contestó. «¿Y para quién son?», le pregunté. «Para tu abuelita…». Mi madre había cocinado los brownies para hacer las paces con la abuela. Eso me alegró, sin embargo, no entendí por qué no podía probarlos. Cuando sacó la última tanda del horno, los colocó en una bandeja y me dijo que se los bajara a la abuela, recalcando que no me comiera ninguno, que ella estaría mirándome desde arriba. Yo bajé la escalera, crucé el patio y le toqué la puerta a la abuela. Ella salió y cuando olió la fuente se le formó una gran sonrisa. «Te los hizo mamá para que se amiguen…», le dije. Tita me quitó la fuente de las manos y me invitó a pasar, en ese momento mamá gritó desde el balcón: «Ahora no puede, tenemos que ir a comprar unas cosas…». Me despedí de

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la abuela con un beso y regresé a casa. Tita estuvo una semana con fiebre, diarrea y vómitos, y por supuesto le echó la culpa a los brownies. El abuelo no los había probado porque era diabético. El médico sabía que a Doña Tita le gustaba acompañar los dulces con whisky y le había advertido que esa costumbre tarde o temprano le jugaría una mala pasada. «No fue el whisky…», dijo la abuela, «fue la negra…». Mi madre nunca me dijo qué le había echado a los brownies. ¿Les pusiste veneno?, le pregunté una vez. Ella sonrío sutilmente y no me contestó. Cuando el abuelo estiró la pata, Tita se volvió más huraña de lo que ya era. Dejó de salir a la calle y pasaba todo el día pintando muebles o tejiendo. Papá le compraba sus masas finas preferidas y ella se las comía del tirón, siempre bajándolas con whisky. La abuela dejó de hacer la pasta de los domingos, dijo que estaba cansada, que sin Jaime ya no tenía sentido. Mamá se amigó con ella,

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pasaban muchas horas juntas tomando mate, jugando al Chinchón o regando las plantas. Dos años después del fallecimiento del abuelo, Tita se enfermó de alzhéimer. Fue una época oscura, ningún familiar se ofrecía a cuidarla. A mi padre le deprimía verla así; mis tíos hablaban de internarla en algún geriátrico, pero no se decidían por temas económicos. Durante sus últimos meses la única persona que se preocupó realmente por la abuela fue mi madre. La cuidaba, la limpiaba y le cocinaba. Papá lloró cuando la abuela murió. Fue la única vez que lo vi llorar. La enterraron al lado del abuelo. Durante varios meses, además de llevarle flores a la tumba, le dejaba una bolsa de sus caramelos favoritos y una petaca de whisky.

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