SER MADRE. Lucas Berruezo

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SER MADRE Lucas Berruezo

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SER MADRE Lucas Berruezo

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© Lucas Berruezo Editor: Ediciones Erradícame Diseño y diagramación: Ediciones Erradícame Ilustración de portada: ilustración de Les fleurs du mal de Charles Baudelaire (1900) autor Carlos Schwabe


Si seguía así, iba a terminar de almorzar para la hora de merendar. Pendeja de mierda, siempre lo mismo, con sus caprichos y sus «yo quiero hacer lo que quiera». Obvio que no decía eso, tenía sólo siete meses y no pronunciaba más que algunas sí­ labas sin sentido, pero detrás de su llanto, de su correr la cabeza cuando la cuchara se acercaba, estaba esa postura egoísta y malcriada. ―Dale, Manu ―dijo ella con toda la paciencia de la que era capaz―. Comé. Acercó la cuchara con la sopa, pero Manu se mantuvo en su postura y corrió la cara con deter­ minación al tiempo que soltaba uno de sus estri­ dentes «Ahhhhhhh». Ella (Claudia Denis, que hasta un año atrás había trabajado como supervisora de ventas en un local de ropa en Ciudadela, y que ahora estaba cansada, podrida de todo y de todos) revoleó la cuchara. El ruido que hizo al dar contra la pared 5


fue seco, apenas un «pack», y la marca de sopa que dejó se veía desde donde estaba. Manuela la miraba, sorprendida y con cara de alelada. ―¡Pendeja de mierda! ―le gritó Claudia a la cara. Manuela dio un pequeño respingo, como si en vez de gritarle le hubiese pinchado un piececito con un alfiler, y sus facciones comenzaron a de­ formarse lentamente, encogiéndose hasta que el puchero estuvo a la vista. El llanto irrumpió ape­ nas segundos después, cuando su cara ya estaba completamente roja. Claudia cerró los ojos y se llevó las manos hacia sus orejas. No podía ser tan malcriada la pendeja de mier­ da. Y pensar que ella había sido feliz. Nunca había pedido tanto. Se conformaba con estar desde la mañana hasta la noche en el local, de lunes a sá­ bado, atendiendo la caja y ayudando (cuando no retando) a las vendedoras. Además, y esto era lo mejor de lo mejor, el local le hacía hasta un 75% de descuento en la compra de mercadería. Práctica­ mente se la regalaban. No era una ropa de gran calidad, pero zafaba, y a ella le venía de diez. Pero entonces pasó lo del embarazo. Primero pensó en abortar, pero Manuel le había dicho que podían 6


manejarlo juntos. Manuel… Claro, él siguió con su vida normal, con su trabajo. No tuvo que renun­ ciar a nada. Manuel ya vivía solo para entonces, y lo único que hizo fue decirle a ella que se fuera a vivir con él. Ahora, incluso, tenía una mujer que le lavaba y planchaba la ropa y que lo esperaba con la comida calentita. Él sí la había hecho bien. Total, había sido ella la que se había ido de la casa de sus viejos (donde tenía todo servido), la que había te­ nido que renunciar a su trabajo y la que tenía que pasar todo el día con Manuela. El llanto se metía entre sus manos como si en realidad proviniera de su misma cabeza. No se callaba. No se callaba. La pendeja no se callaba. Claudia abrió los ojos y vio la cara roja de su hija, con la boca desdentada en un rictus de furia y sus dos bracitos elevados en una extraña y enclen­ que posición de crucificado. Volvió a cerrar los ojos, apretándolos con fuer­ za. Pero el sonido seguía metiéndosele entre los dedos, por algún puto lado… Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhh… ―Basta… Basta… Basta… ―murmuró. Negaba con la cabeza, como si su negativa a es­ cuchar pudiera servir para algo. Pero no servía 7


para nada. Como no había servido de nada plan­ tearle a Manuel la posibilidad de hacerse un abor­ to. Manuel había decidido por ella, y ahora estaba trabajando lo más pancho, esperando volver a su casa para encontrar la ropa limpia, la comida he­ cha y a la nena durmiendo, cansada después de haber estado llorando durante todo el putísimo día. ―Hijo de puta. Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhh... ―Basta… Basta… Basta… Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhh… ―¡Basta! ¡Basta, hija de puta, basta! Estiró la mano derecha y agarró el bracito iz­ quierdo de su hija. La nena empezó a gritar más, cosa que Claudia misma no habría creído posible. Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhhhh…Ahhhhhhh… ―¡¡¡Bastaaaaaaa!!! Entonces se movió. Se puso de pie, agarró a su hija por las axilas, la llevó en alzas hasta la cocina y miró la pileta. Le iba a dar una buena mojada, para que se calmara. Su madre le había contado más de una vez que, cuando ella era chiquita, solían implementar las «duchas frías» cuando se ponía «loquita». Pero de reojo vio la heladera, a su izquierda, ese aparato enorme que Miguel había 8


comprado en cuotas (ni siquiera había pagado la mitad todavía) porque «una familia se merecía un lugar digno donde guardar su alimento». La miró por unos segundos. Era realmente grande, con su puerta de color gris metalizado y su exuberante freezer que, irónicamente, apenas guardaba un par de churrascos. Acomodó a Manuela en su costado derecho y, con la mano izquierda, abrió el freezer. Una nube blanca se disipó con rapidez, dejando ver el inte­ rior prácticamente vacío. Con la tranquilidad pro­ pia de quien encontró la solución a un problema que lo tenía nervioso, Claudia volvió a agarrar a Manuela con las dos manos y la metió. Aunque un poco apretada, entraba justo, al menos en el com­ partimiento superior (en el inferior estaban los dos churrascos). Cerró la puerta con lentitud. El mecanismo de la heladera hizo ese sonido que siempre suelen hacer cuando se cierra la puerta, una especie de «Shhhhhhhhhh». Manuela se quejó un poco, casi nada. Se podría decir que inmediatamente se calló. Claudia respiró hondo, largó el aire y volvió a respirar. Miró a su alrededor. Paz. Silencio. Caminó finalmente hasta el living, se acercó al 9


equipo de música y lo encendió. Había un CD de Daddy Yankee, que comenzó automáticamente.

Sígueme y te sigo mami pa la rumba es que nos vamos, bebiendo nos olvidamos del mal de amor que nos han causado.

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