Para Lucía y Manuel
El secreto de cave canem Primera edición. Reservados todos los derechos Copyright sobre la presente edición © 2016 Ediciones Fortuna Copyright del texto © 2016 María Luisa Amigo Fernández de Arroyabe Copyright de las ilustraciones © 2016 Jesús Delgado González Diseño de la portada: Jesús Delgado González ISBN: 978-84-945027-5-0 Materias IBIC:YFC-5AH-2ADS Depósito legal: BI-1020/2016 www.edicionesfortuna.com www.facebook.com/edicionesfortuna info@edicionesfortuna.com
Hola: Vas a iniciar la lectura de este libro que cuenta una historia de misterio y aventura. La he imaginado para que disfrutes leyéndola. Pero quiero decirte que el lugar donde se desarrolla existe; está en Bilbao, al lado de la ría y se llama Universidad de Deusto. Se creó hace más de cien años y guarda muchos secretos. Uno de ellos es el que quieren resolver Lucía y Manuel, unos niños que asisten a las colonias de verano que, desde hace algunos años, ofrece la universidad. Ellos dos, junto con Clarita y Leo, los gatos que viven en ella, van a descubrir un secreto bien guardado. La Universidad de Deusto tiene una biblioteca con más de un millón de libros, muchos antiguos, raros y muy valiosos. Durante años han llenado diversas galerías, algunas subterráneas, en el espacio central del edificio centenario. En el relato verás que la Hermandad de Gatos tiene encomendada una misión muy importante relacionada con los libros. No te cuento más. Tendrás que descubrir las pistas que llevan al tesoro. ¡Suerte! Marisa Amigo
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PLANO DE LA UNIVERSIDAD: EL GRAN EDIFICIO 1. La casa de los gatos - 2. La carpintería - 3. Las mimosas - 4. El túnel misterioso 5. La escalera de caracol - 6. La guarida de los sabuesos - 7. Las escaleras cuadradas 8. Las palmeras - 9. El cuarto del hermano portero - 10. El despacho del director de la Biblioteca
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Un descubrimiento extraordinario Un ruido me había despertado. Al principio creí que eran los pájaros de las palmeras. —¡Ya están esos pesados revoloteando! ¡No me dejan dormir! Pero de nuevo algo me hizo levantar la oreja. El ruido venía de más lejos. Bostecé y de un salto me puse en marcha. Había que ir de paseo o de caza, aún no lo sabía. Así que salí de mi casa a olfatear de dónde venía aquel griterío. Vivimos en una casa muy grande desde hace un montón de años. Mi abuela, que siempre está con5
tando viejas historias, dice que nuestra familia es tan antigua como el edificio. A mi abuela le gusta mucho decir eso y yo no sé por qué, pero lo dice muy orgullosa. Me gusta mi casa, porque tiene muchos rincones y no tengo que pelear con mis hermanas cuando me tumbo a dormir. Cada uno tiene su rincón preferido. De pronto me di un susto morrocotudo porque una máquina pasaba a toda velocidad y por poco me lleva por delante. Ese trasto no lo había visto
nunca; lo conducía un hombre y llevaba ladrillos. Desde hace unos días hay mucha gente extraña por aquí. Tengo que tener mucho cuidado. Cuando era más pequeño me asustaban las máquinas de barrer, pero ahora las esquivo rápidamente. Todo esto me lo conozco a la perfección y sé bien por dónde ir para salir al jardín. Me cuelo por las cocinas y en un plis plas estoy en la carpintería. La carpintería es mi segunda casa. Me gusta tumbarme al sol entre la viruta de las maderas. Huele muy bien y está al lado del campo, así que cuando tengo hambre, en un salto me doy un paseo por el monte y si tengo suerte cazo algún ratón, porque las ratas… eso ya es otra cuestión. Son bastante tontas, pero se esconden bien. Mi madre no quiere que lo haga, dice que eso es propio de salvajes y que nosotros somos una familia educada y comemos refinadamente: un plato de pienso y un tazón de leche. Pero a mí me gusta cazar y, sobre todo, comerme los ratones, que están mucho más ricos que el revoltijo ese de pienso. En la carpintería puedo estar horas 7
tumbado. Allí nadie se fija, aunque pasen los chicos por delante; nada, como si no existiera, no me ven. En cambio, si me quedo algún día en las escaleras, alguno se lleva una gran sorpresa. Ya me estoy distrayendo de lo que iba a contar. Eso dice mi madre también, que me despisto y que me olvido de lo que estaba haciendo. Pero no me olvido.Ya sé que estaba contando que un ruido extraño me había espabilado. Así que pasé por las cocinas hasta la carpintería y me di cuenta de que estaba siguiendo una buena pista, porque ahora lo oía mejor: eran voces, unas voces extrañas que no había escuchado nunca. Avancé y me acerqué cautelosamente hasta las mimosas. Entonces empecé a distinguir lo que era aquello: no eran los chicos que pasaban ni los que juegan con la pelota allí en el campo de fútbol. No, eran vocecillas, mucho más divertidas. ¡Eran niños! Pero ¿cómo era posible?, ¿niños en mi casa? Nunca había sido un lugar de niños. Mis padres me lo habían explicado claramente: 8
—A esta casa vienen chicos y chicas a estudiar y vosotros no podéis distraerles. Así que lo que tenéis que hacer es pasar desapercibidos. Y eso hacemos siempre. Como si no los viéramos; pasamos rápidamente y hacemos nuestro trabajo por la noche. Nuestro trabajo es la misión de la familia. Mi abuela nos lo recuerda cada dos por tres, como si tuviéramos una memoria de ratón. Mira que se pone pesada: que si tenemos una tarea que realizar, que si somos herederos de una larga tradi9
ción, que si de nuestro olfato depende que todo esté en orden… Le gusta pasarnos revista y recordarnos todo ese rollo. Pero a mí no se me olvida, porque lo que más me gusta es salir de cacería. Mi abuela lo llama cumplir la misión. Y es que mi abuela es como un general. Le gustan esas cosas y se pone muy seria cuando nos las recuerda. Pero sigo, que me voy de nuevo por las ramas. Cuando llegué al jardín, me subí a una mimosa para otear mejor el panorama. Entonces los vi claramente: unos niños estaban jugando. ¡Niños! ¡Niños, de verdad! Me quedé sorprendido porque nunca había niños allí; solo estudiantes que, como dice mi madre, vienen a estudiar y van a lo suyo. Los niños llevaban unas camisetas iguales, pero no podía saber qué ponía porque sé leer un poquito, pero muy poquito. Mi hermana sí sabe, porque le ha enseñado mi abuela. A mí también me enseñó, pero como soy más vago casi se me ha olvidado. ¡Ya sé —pensé— iré a buscarla! 10
Me bajé de un salto y me fui otra vez hasta nuestra casa. Bueno, no sé si me entendéis porque mi casa es todo el edificio, el jardín, todos los rincones que recorro con mi padre. Sé que tiene un nombre y se llama Universidad de Deusto. Como dice mi abuela, es nuestra casa desde generaciones. Pero mi casa, donde duermo, está debajo de las escaleras. Allí tengo mi rincón y un escondite que solo conoce mi hermana Clara. Seguro que mi hermana se está lavando todavía —pensé—, porque mi hermana Clara es una presumida y tarda un montón en lavarse y peinarse.Yo no me lavo y me da igual, aunque si mi madre se entera me riñe. Efectivamente, Clara estaba pasándose la lengua una y otra vez por sus manos, limpiándose sus uñas y se había puesto un lazo entre las dos orejas. ¡Las chicas! ¡Puf! —¡Clara, corre, date prisa, ven conmigo que te quiero enseñar algo extraordinario! 11
—¿Qué es? —Porque es presumida, pero también muy curiosa. —Hay unos niños en el jardín, ven vamos a verlos. Clara dio un salto y en un voleo estábamos los dos subidos en las mimosas observando lo que pasaba. Nos quedamos quietos y mudos. Algunos niños jugaban, otros estaban a un lado mirando. —Clara, ¿tú crees que querrán jugar con nosotros? —No sé, a mí me gustaría mucho. —¡Vamos! Saltamos del árbol y nos acercamos despacio con un poco de cuidado porque nunca se sabe. Una niña nos descubrió enseguida y se nos quedó mirando. No estaba asustada, sonreía. Así que continuamos acercándonos. La niña llevaba una coleta con otro lazo como mi hermana y tenía los ojos azules como ella; los míos son amarillos y un poco verdosos. Por la noche son dos focos de luz y 12
me ayudan a cazar. Claro que mi abuela ya me había explicado que los niños no salen de cacería como nosotros. Entonces ocurrió. Un niño que estaba un poco más alejado dio un grito y se puso a chillar: —¡Esos gatos vienen a arañarnos! —Y nos apuntaba con el dedo, poniendo una cara enloquecida como si hubiera visto vampiros o yo que sé. Todos los niños se pararon a mirarnos. Yo vi a uno que se agachó y cogió una piedra. No lo dudé. —¡Vamos, Clara, corre! Antes de que la piedra nos llegara, ya estábamos de nuevo en las mimosas. —¡Qué brutos! ¡No nos han dejado ni llegar! ¡Vaya modo de recibirnos! Clara se echó a llorar. Siempre le pasa, es muy sentida. —¡Yo solo quería jugar, no iba a arañar a nadie! —Pues claro, tonta, no llores. Solo queríamos jugar, pero ese niño no sé qué idea tendrá de nosotros que se ha puesto a gritar como un estúpido. 14
—Una niña nos sonreía, ¿la has visto? —Sí, claro que la he visto. Será nuestra amiga, ya verás. No llores, que mamá te lo va a notar y ya sabes que no le gusta nada que seas una llorica. —Pero yo solo quería jugar… —Venga, vamos a casa.
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Me llamo Leonardo Cuando nací mi madre quería llamarme Picolino. Decía que mi hocico era muy pequeño y que seguramente tendría muy buen olfato. Pero mi abuela se opuso; dijo que de ninguna manera me podía poner ese nombre tan vulgar como si fuera un gato callejero. Así que se propuso buscar uno apropiado. Estuvo unos días paseándose por los libros, mirando y mirando hasta encontrar el nombre. Lo encontró en un libro que tenía muchos dibujos y que hablaba de un señor inventor que se llamaba Leonardo. A mi abuela le encantó: sonaba muy bien y algo le hacía 16
suponer que al ponerme ese nombre yo iba a ser tan importante como aquel señor. Nuestra abuela es muy elegante y le entusiasma todo lo francés. Yo no sé muy bien qué es eso, pero se lo he oído decir muchas veces. Que si ella nació en Francia, que si son muy refinados, que si tienen unos nombres muy bonitos… Mi hermana Clara en realidad se llama Marie Claire, pero todos le llamamos Clara o Clarita. ¡Otro invento de mi abuela! Que si la niña tiene que tener un nombre original, que si mírala que hociquito tiene… Cuando nació se puso tan pesada que a mi madre no le quedó otro remedio que aceptar aquel nombre bastante rimbombante. Eso sí muy pronto lo arregló a su manera y ella le llama Clarita. A mi padre esas cosas le dan igual; él a lo suyo. Eso de los nombres no le importa nada. Bueno, pues ya me estoy despistando. Yo iba a contar que aquel día me levanté más temprano que otras veces y fui a despertar a Clara. Estaba dormida; se acurruca como un ovillo y 17
con la cola se tapa hasta los ojos. Me gusta hacerla rabiar y le hago cosquillas con sus propios pelitos, hasta que la despierto. Pero nunca se enfada. Clara me quiere mucho y yo sé que me admira porque soy el hermano mayor, pero eso nunca lo reconoce. —¿Vamos a ver si hoy también están los niños? Dio un salto y se bebió el tazón de leche rápidamente. —¡En marcha! Ese día el gran edificio estaba lleno de gente, pero nosotros sabemos pasar sin que nos vean y pronto nos situamos en las mimosas. Allí estaban otra vez, sí. Los niños habían vuelto o no se habían ido, eso no lo sabíamos. —Clara, mira, allí está el niño chillón. Allí estaba el tontito aquel, que había gritado como un poseso. —Mira, Leo, y en aquel lado la niña que nos sonreía. Está jugando con una pelota. —Vamos a ponernos más cerca de ella. Clara no es tan valiente como yo, pero cuando 18
está conmigo no le importa arriesgarse y siempre me sigue. Así que bajamos de las mimosas despacito y nos acercamos un poco más a los niños, pero con cuidado por si nos llegaba otra piedra del salvaje aquel. En esas estábamos, oteando el panorama, cuando de pronto el niño chillón se acercó a la niña que nos había sonreído y le quitó la pelota con la que estaba jugando. —¿Has visto? ¡Vamos a darle un susto a ese, pero ahora de verdad!
Clara y yo nos entendemos muy bien y no nos hacen falta muchas palabras para lanzarnos a la acción. En pocos segundos estábamos los dos delante del niño arqueados y enseñándole las uñas. Clara sabe poner los bigotes tan tiesos, que asusta a cualquiera. El niño soltó la pelota y muerto de miedo salió pitando como si le persiguiera una rata gigantesca. Esta vez no gritó, desapareció, lo que facilitó mucho las cosas. La niña se puso muy contenta y se acercó a nosotros. —Gracias —dijo muy satisfecha de nuevo con su pelota—. Me llamo Lucía.Y ¿vosotros? —Yo me llamo Leo —dije—.Y ella es Clara. —Os vi ayer, cuando estabais en el árbol y el niño ese lo estropeó todo. ¿Vivís aquí? —Sí, vivimos aquí. ¿Quieres ver nuestra casa? —Me gustaría mucho. —Pues vamos —dije yo. —Esperad un poco, que voy a avisar a mi hermano Manuel. 20
Manuel llegó enseguida. —Hola, estaba jugando al fútbol, pero ya estaba cansado. Me ha contado Lucía lo que ha pasado y que nos vais a llevar a vuestra casa. —Sí, pero hay que tener cuidado. Nos pusimos en marcha; teníamos que andar mucho más despacio que cuando vamos Clara y yo, saltando por las ramas. Llegamos al callejón detrás de las cocinas y les advertí: —Ojito, por aquí hay que ir con cuidado, porque si nos ven por la mañana, nos dan un escobazo. Solo podemos estar aquí cuando se han ido todos. Yo iba en cabeza, luego Manuel y Lucía y cerraba la fila Clara. En las cocinas había ajetreo y muchos chicos estaban sentados allí al lado comiendo. Mi padre dice que vienen a estudiar, pero siempre están ahí. Como de costumbre nadie se fijó en nosotros. —Atención, este paso es peligroso, hay mucha gente. ¡Seguidme! 21
Pasamos sin problema. Llegamos a las grandes escaleras y nos colamos rápidamente por el hueco que conduce a nuestra casa. A Manuel le costó un poco pasar, porque es un chico grande, pero como es delgadito pronto se metió. Manuel y Lucía se quedaron asombrados al ver nuestra casa: —¡Si es un palacio! —dijo Lucía. Nuestra casa está debajo de la gran escalera y es tan grande como ella, solo que al revés, por los lados es más bajita, pero en el centro, sí, debe ser como un palacio, como decía Lucía.Yo nunca he visto un palacio de verdad, aunque mi abuela me enseñó una vez un libro de castillos y palacios. Mi abuela estaba dando clase de música a mis hermanas pequeñas, Antonieta y Françoise. —¡Oh, qué niños tan monos! Seguramente ellos saben solfeo también —dijo mi abuela. —Bueno, un poquito —contestó Lucía—. Mi hermano toca la flauta. 22
—¡Eso quiero yo que estudie Leonardo! Ya empezaba con la tabarra. Mira que se pone pesada mi abuela: que si el solfeo se aprende para toda la vida, que tocar la flauta es como ir al bosque... y dale que te pego. Pero a mí, no me interesa nada, ni el solfeo ni el trasto ese. Así que en cuanto se despistó mirando a mis hermanas aproveché. —¡Vamos, deprisa! Yo quería que se alejaran de mi abuela, porque cuando se pone a hablar no calla y si es de música, tiene para rato. 23
—Venid, vamos hasta mi cuarto, que os voy a enseñar una cosa. —¿Qué es? —preguntó Manuel con curiosidad. De mi escondite favorito saqué el mapa y se lo enseñé.Yo ya sabía que podía confiar en ellos. Tengo un buen olfato para darme cuenta de quiénes son de confianza. —Es el mapa de un tesoro —dijo Lucía rápidamente. —Sí, eso es —les confirmé. Manuel se quedó mirándolo fijamente. —Yo creo que es un plano. Yo he visto uno de una ciudad, una vez que fuimos de viaje —dijo Manuel—. Tiene unos signos, pero no sé… Se quedó un poco pensativo, dándole vueltas para observarlo bien desde todos los lados. Yo tenía aquel mapa bien guardado, porque sabía que era algo importante. Pero era muy complicado para mí, que casi no sé leer, a pesar de mi abuela. Quizá Manuel podía leer aquello, aunque tenía signos raros y jeroglíficos. 25
—¿Tú sabes leer? —Pues claro —dijo Manuel—. Yo tengo diez años y Lucía, que tiene ocho, también sabe. Me parece que a Manuel no le gustó mi pregunta, porque se puso serio, un poco ofendido. Igual es que para ellos es más fácil, porque yo me armo un lío con las palabras. Si sabía leer, igual entendía aquel mapa. —¿Y entiendes los jeroglíficos? —Me gustan mucho. —Entonces podremos descubrir el tesoro —añadió Clara. A Clara se le iluminaron los ojos. Habíamos mirado muchas veces el mapa aquel pero nada, no lo entendíamos. Con ellos sería distinto. Me puse muy contento y empecé a hacer planes. —¿Venís mañana? —les pregunté. —Sí, mañana y al otro… —contestó Manuel—, vendremos muchos días a las colonias. Me habría puesto a dar saltos como cuando cazo una ratilla, pero no lo hice por si se asustaban. En26
seguida lo planeé todo y les dije: —Os vamos a buscar donde estabais hoy y venimos aquí para descifrar el mapa. —¡Sí, sí, vale! —dijeron los dos—. Pero ahora tenemos que volver, porque si descubren que no estamos jugando fuera se va a armar una gorda —explicó Manuel. —Os acompañamos hasta las mimosas —propuse. Salimos sin que mi abuela se diera cuenta y, enseguida, Manuel y Lucía llegaron donde estaban sus compañeros.
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