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Mónica Rouanetrelato

Animales salvajes

Mamá siempre nos decía que tuviéramos cuidado, que no nos fiáramos de los humanos.

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—Si veis un humano, corred. Corred siempre. Hacedlo en dirección contraria, alejaos lo más posible. Pero, si no tenéis escapatoria, arremeted contra él, derribadlo y luego, escapad.

La verdad es que yo nunca he visto un humano. Mamá dice que he tenido esa suerte. Tampoco es que ella haya visto muchos, esa es la verdad, pero, para uno con el que se encuentra, va y la deja cojita. Dice que en las manos sostenía un palo largo con el que la apuntó. Ella echó a correr y, de pronto, una bola de fuego le desgarró la pata derecha. Se quedó tendida en el suelo, asustada y dolorida, viendo cómo el humano se iba acercando. Entonces el abuelo salió de los arbustos y lo embistió con sus astas.

Ahora dicen los mayores que los humanos han desaparecido.

—Mi padre asegura que no están —dice Corvin—. Se ha aproximado al borde de la carretera y jura que no ha visto pasar ningún coche en toda la mañana.

—Mi madre y el resto de hembras creen que está pasando algo raro. Desde hace semanas, los cielos están más limpios y las aguas discurren más transparentes —respondo.

—Han muerto casi todos —dice un mirlo—. Por un virus o algo así.

ma/ju20 20 Relato Me llamo Mónica Rouanet, nací en Alicante en abril de 1970, y soy descendiente de valencianos y franceses (de ahí mi apellido). Llegué a Madrid a los 7 años después de vivir en Las Palmas de Gran Canaria, Tortosa (Tarragona) y Altea (Alicante), al que considero mi pueblo y al que he regresado en incontables ocasiones. Estudié Filosofía y Letras y me especialicé en Ciencias de la Educación y Psicología. Durante más de 20 años he trabajado en proyectos de intervención integral con personas en riesgo de exclusión social, y durante todo este tiempo no he abandonado mi gran pasión: la escritura. Creo que escribo desde siempre, aunque no recuerdo mis primeros textos. A los 19 años tuve un accidente de coche y perdí la memoria. Al volver a casa desde el hospital encontré entre mis cosas varios cuentos y alguna novela corta escritos por mí. Aquello fue… ¡impresionante! Y, ¿sabéis una cosa? ¡Me gustaron! Así que continué con ello. A veces le dejaba leer mis textos a alguien, otras no. Todavía hoy tengo escondidas en cajones varias páginas que nadie ha leído (¡y casi que me alegro! Se nota que son las primeras). En mi día a día camino por las calles mirando hacia las ventanas, deseando descubrir algo en el interior de las casas ajenas que me permita imaginar la vida de sus ocupantes. Con solo ver una cortina, un cuadro, o una lámpara, mi mente comienza a elucubrar una historia apasionante centrada en los personajes que acabo de crear. Ellos son los auténticos protagonistas de mis novelas, los que, con sus cualidades y defectos, van dando forma a sus propias historias.

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Me lo ha c o n t a d o una paloma de ciudad.

—¿Y si nos acercamos a ver qué pasa? —propone Corvin.

—¿Hasta dónde?

—¡Todo lo que podamos!

Cuando escuchemos el terrible sonido que envuelve la ciudad, ese del que hablan, nos damos la vuelta.

A Corvin le están empezando a salir los cuernos, igual que a mí. Es la primera vez. Duele. Pero eso significa que ya nos estamos haciendo mayores. Pronto dejaremos a las hembras y viviremos nuestra vida. Puede que, incluso, nos peleemos dentro de unos meses por alguna de ellas.

Comienza a correr y yo le sigo.

En unos minutos atravesamos el bosque, cada vez nos acercamos más a la zona prohibida.

—Allí está la carretera —dice Corvin.

Avanzamos despacio, ocultándonos tras los matorrales más altos. La noche también ayuda a volvernos invisibles.

Nunca, ninguno de los dos, habíamos llegado tan lejos.

La carretera es negra. Y dura. Nuestras pezuñas repiquetean por este suelo raro, estoy a punto de caerme. Corvin se burla de mí y volvemos al suelo de tierra que discurre al borde de la carretera. Es mucho más fácil andar por aquí.

Pronto vemos las luces de la ciudad. Son pequeñitas. Se van agrandando a medida que nos acercamos. De ese terrible ruido del que hablaban no hay ni rastro. El silencio es absoluto, tan solo se escuchan nuestros pasos. Llegamos a la primera calle.

—Ten cuidado —le digo a Corvin—. Si ves que alguno de ellos sostiene un palo con el que te apunta, corre.

—Ha dicho el mirlo que están todos muertos.

—El mirlo se pasa el día canturreando, a saber si lo que pía es verdad. Tú, por si acaso, no te fíes de los humanos ni siquiera muertos.

Continuamos avanzando. Las luces que encontramos nos permiten apreciar sus guaridas. Esconden muchos objetos dentro.

¡Cuidado! ¡En aquella luz se ha movido algo!

Corvin y yo nos quedamos rígidos.

—Es solo una cría de humano —dice Corvin.

La cría nos mira. Sus ojos son dulces. Mueve los brazos y sonríe. Un humano grande se agacha y toma a la cría en sus brazos. No se ha dado cuenta de que estamos aquí. Los dos sonríen.

—No parecen tan peligrosos.

En la siguiente luz hay otro humano. Se le ve cansado. Este es viejo.

Corvin se acerca y deja que el humano viejo lo vea. Yo me oculto, por si tuviera que embestir. El humano viejo coge algo pequeño, le cabe en la mano. Saca el brazo de la guarida y la acerca a mi amigo. Son nueces, puedo olerlas desde aquí. Corvin avanza con cautela, los ojos del viejo no parecen peligrosos. Corvin da un paso, luego otro, y otro. Come de la mano del humano.

abaniko 21 Mónica Rouanet —¡Vámonos! —le digo. Corremos por ese suelo tan duro. Corvin se burla de mí. —Eres un miedoso —dice.

Le sigo hasta la siguiente luz. También hay objetos dentro de esa madriguera. Uno de ellos nos hiela la sangre. Sobre un trozo de madera labrada, luce el cráneo de uno de los nuestros. Sus astas relucen.

Corremos como si nos apuntaran con cien palos. Casi sin respiración, llegamos al bosque. —¡Los humanos son animales salvajes!

Deseo que el virus dure mucho tiempo. Solo así estaremos a salvo.

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