23 minute read
Las efemérides como enemigas de la memoria
antes
DELAULA
Las efemérides
COMOENEMIGASDELAMEMORIA
Collage: Rosa E. González. José Mariano Leyva
Las efemérides, junto con sus héroes,
se enfrentan a una competencia por permanecer dentro del interés colectivo, sin embargo, parcializar la historia destacando sólo las victorias o virtudes de sus personajes ha provocado la apatía y la desmemoria de la mayoría.
Un asunto de personalidad
La identidad de un ser humano está constituida, entre otros componentes, por elementos adquiridos, por características que otras personas nos prestan: rasgos de la madre, gestos del padre, comportamientos que recuerdan al tío. La individualidad de una persona, paradójicamente, depende mucho de la colectividad que la rodea. Las confrontaciones y apropiaciones cincelan el temperamento de cada uno.
El rompecabezas no se limita sólo al ámbito familiar, aunque sea ahí donde se inicie. Para un adolescente, los referentes atractivos (ídolos, fetiches, amuletos) son los componentes principales de sus sentires y pesares. La esfera inmediata (la familiar) se va superando para que el individuo obtenga elementos de otros sitios, socialmente más amplios. Los psicoanalistas lo saben de sobra. Recuerdo que alguna vez uno de ellos dijo: “Hay que dejar que un niño tenga muchas estrellas... la vida ya se encargará de írselas apagando”. La sentencia, a la vez romántica y pesimista, contiene un germen de verdad. Con el tiempo, suelen caer muchos ídolos y prevalecer muchas decepciones. Incluso, si hacemos caso al pionero de la filosofía moderna, Friederich Nietzsche, la historia reciente de la humanidad también ha atravesado por un ocaso de los ídolos.
La visión de Nietzsche ubica el interés que tiene la humanidad del siglo XX en medio de un realismo sin ataduras ideáticas. Sin embargo, éste no debería estacionarse en la desidia. Es necesario aplicarse para encontrar nuevos referentes que seguir. Y para que esta búsqueda sea más o menos fructífera, para no quedar anegados en un lago de apatía (muy propia de perso-
nalidades poco complejas), para poder seguir encontrando referentes externos que nos hagan mella en plena época de la filosofía moderna, es forzosa una relación incesante con argumentos que nos hagan reaccionar, que no nos hundan más en estados de indolencia, que nos provoquen cierta creatividad y análisis. Por lo mismo, los espectros y ambientes culturales terminan siendo de vital importancia para la elaboración de la personalidad, del temperamento individual.
Ahora bien, si un solo individuo, con personalidad propia, teje este laberinto (que ya resulta complejo), podemos imaginar que la personalidad de un país es un asunto bastante más espinoso. El país no tiene voluntad para elegir sus referentes. Por el contrario, le suelen endilgar referencias a partir de sus episodios históricos. En este sentido, es una especie de materia inerte, dispuesta para ser amasada por ciertos portavoces que deciden cuáles son los episodios más importantes que ha tenido y cuáles son desechables. Y existe una pléyade de “especialistas” que moldean la personalidad del país. Esto, por cierto, a veces suele decir más cosas de los endilgadores que del endilgado. De todas formas, los quiebres o marcas de seguimiento temporales en la personalidad de un país suelen convertirse en referencias más o menos aceptadas por los habitantes de ese terruño, quienes, al fin, celebran sus efemérides. Pero incluso la palabra efemérides causa, el día de hoy, reacciones opuestas. Para los más patrioteros (o aquellos que aún están convencidos de que la historia sigue dejando huella en los adolescentes), se convierten en días de sonora reflexión con bombo y platillo. Para los más apáticos (o los embebidos en otro tipo de referentes, alejados de la cultura y la historia), son sólo una molestia.
Si combinamos las dos personalidades anteriores (la de un individuo y la de un país), presenciamos una intersección interesante. ¿En qué medida el temperamento de un país tiene injerencia en un individuo? Desde una óptica institucional, se insiste en decir que mucho; pero queda claro que la vida institucional, sobre todo en las últimas décadas, sólo rasguña de manera tangencial la intimidad de la gran mayoría de los habitantes de un país. Éstos suelen estar saturados de otro tipo de información más veloz, más fragmentada, más fútil. Dicho de otra manera: ¿cómo pretender que un adolescente recuerde y honre un episodio histórico, cuando la televisión o el internet le ofrecen cúmulos de datos ingentes que se suceden unos a otros, en cuestión de horas? ¿Por qué prestaría atención al Pípila, si se encuentra viendo el Top 20 de MTV?, una lista musical que, por cierto, cambiará una y otra vez en cuestión de pocos días, logrando un ritmo frenético a la vez que fugaz. Pero a pesar de la certeza anterior, no hay que ponerse conservadores: MTV no es el único culpable.
La artificiosa personalidad de la patria
País: México. Mes: febrero. En este lapso y espacio tenemos la generosa cantidad de 37 efemérides más o menos reconocidas. Se trata de acontecimientos que alguien consideró memorables, rescató e individualizó; de hechos que traspasaron su condición de incidente histórico (sólo conocido por expertos), para instalarse en la memoria colectiva, aquella que supuestamente tiene una condición más generalizada. Y hay un número de efemérides superior al de los días que componen este mes. Sin embargo, si de la
Intelectuales que dirigieron el movimiento de reforma en 1810. Detalle del mural de la Independencia, Juan O’Gorman, Museo Nacional de Historia.
Historia de México , Tomo 7, Salvat, México, 1978.
cifra total restamos aquellas que no han encontrado un lugar en la memoria del grueso de los habitantes del país, obtenemos un número más modesto. ¿Cuántos recuerdan, por ejemplo, que el 1° de febrero de 1823, Antonio López de Santa Anna se levantó en armas en el puerto de Veracruz, a la vez que lanzó su Plan de Casa Mata? Y el episodio histórico no es menor. Fueron los albores de un proceso, encabezado por un personaje público (por demás interesante), que terminaría sumiendo al país en una vorágine política esquizofrénica (centralismo, republicanismo, conservadores, liberales): el reflejo de un pensamiento individual (el de Santa Anna) que en pleno furor independentista, antimonárquico, se hacía llamar “Su Alteza Serenísima”. Y que, además, en medio de la indecisión política nos llevó a perder la mitad de nuestro territorio. Estamos hablando de uno de los graves fallos que cometieron los protagonistas de un México en ciernes, un país que aún era más un proyecto que una realidad.
Desde un punto de vista alejado de la oficialidad, los monumentos y el patrioterismo, es decir, más humano, la vergüenza que este hecho significa no debería ser motivo suficiente para eliminarlo de la memoria histórica colectiva. Regresando a la comparación país-individuo, si el segundo se dedicara a olvidar por completo sus errores, si sólo tuviera presentes sus aciertos para celebrarlos con trompetas o con papel picado, jamás lograría un estado cercano a la madurez. Sin embargo, aquí entramos a una zona conflictiva. La tendencia de aquellos pensadores que decidieron (en algún momento) obviar los episodios históricos penosos o dolorosos, para resaltar sólo los triunfantes, mostraron sin duda un afán cargado de orgullo, una soberbia basada en visiones históricas parciales. La elección terminó poblando el calendario de eventos tan magnánimos como subjetivos. Se cercenó la mitad de la realidad en aras de un discurso triunfalista. Nos quedamos sólo con hechos históricos revestidos de una pátina broncínea que, al cabo,
resultan soporíferos, dignos de ser ahogados en el lago de la desmemoria. Pero la avalancha de la desmemoria no se detiene en los hechos vergonzosos que quieren ser olvidados, las fechas finales, que tienen un sabor a falsedad, o al menos a artificialidad, también son desterradas de la memoria. Cuando a un proceso histórico se le eliminan los malos momentos, no se alcanza a entender cabalmente qué sucedió. Y cuando algo no se entiende, se olvida.
En un tono de olvido similar al sufrido por el levantamiento en armas de Santa Anna, se encuentra lo ocurrido el mismo 1° de febrero (ahora de 1848), cuando Estados Unidos, siguiendo al pie de la letra su Destino manifiesto, ganó la guerra declarada a nuestro país. Un acontecimiento que, por vergonzoso, se obvia. Pero eso sí, el 5 del mismo mes se considera altísimo sacrilegio para la patria no recordar la promulgación de la Constitución de 1857, o la de 1917. ¿Cómo pretender que estos últimos eventos permanezcan de una manera natural en la memoria, si el proceso anterior ha sido borrado? La primera constitución jamás se concebirá como un logro importante (digno de guardarse en la memoria), si no se sabe que era, en buena medida, el culminado esfuerzo que daba fin a varios años de posiciones políticas violentamente dispares. Algo parecido sucede con la Carta Magna de 1917, la cual no tiene mucho sentido si no se habla de la terrible guerra civil, de mexicanos aniquilando mexicanos, que significó la Revolución. Si no hay contraste entre los fallos y los logros, las fechas sólo se recordarán gracias a un árido ejercicio de mnemotecnia. Volviendo a lo dicho por aquel psicólogo: en efecto, debe haber muchas estrellas prendidas... pero éstas, sin la posibilidad de ser comparadas con las que ya están apagadas, no son nada. ¿Quién decide qué estrellas han de permanecer en el firmamento histórico? ¿Qué fechas se convierten en efemérides? Porque es iluso decir que forman parte de un acuerdo intrínseco de la memoria colectiva. Si fuera así, los historiadores moriríamos de hambre. Desapareceríamos porque no diríamos nada nuevo (basándonos en lo viejo). Esa memoria caprichosa, con toda probabilidad sólo haría suya una fecha de este mes: el 14. Y esto será por motivos que nada tienen que ver con lo histórico. El proceso de selección de fechas contiene más alevosía de lo que creemos. Aunque el día de hoy, en época de desencantos, ello tampoco resulta una sorpresa. El referéndum corresponde más a los criterios políticos en turno que a un genuino interés histórico. Pero hay que tener cuidado: tampoco se trata de una burda modificación de la balanza. Por fortuna, no hemos vivido temporadas de totalitarismos tan graves en los que se pueda meter mano a la historia de manera impune, movidos por los vientos políticos del momento. Predilecciones hay (basta recordar la controversia anual por lo incluido y lo excluido en los
Antonio López de Santa Anna (1794-1876).
Historia de México , Tomo 7, Salvat, México, 1978.
En este cuadro de 1843 se ve a la patria desencadenada por sus libertadores, Hidalgo e Iturbide, en una “alianza póstuma”, inadmisible por la historia oficial. Casa de Hidalgo, Dolores, Guanajuato.
Historia de México , Tomo 7, Salvat, México, 1978.
libros de historia oficiales), pero hasta el momento no han resultado tan caprichosas, tal vez porque la sucesión de tendencias políticas en nuestros gobiernos no han diferido demasiado entre ellas. Así, lo que se privilegia hasta el cansancio, más que el cambio de tendencia política, es la construcción ideológica de la patria, y con ella, la permanencia del imperio de la simplicidad.
Dos autores pueden ayudarnos a entender esta obsesión por la búsqueda de referentes patrióticos que ensalcen y jamás denosten al país: Octavio Paz y David Brading. De una manera general, en El laberinto de la soledad podemos encontrar esbozado un rasgo de la personalidad del mexicano: sus raíces cortadas de tajo. Un proceso histórico que está cargado de episodios que más de un líder quiere olvidar, que hacen referencia a procesos truncos, no terminados; irrupciones, según Paz, traumáticas. El sometimiento del señorío prehispánico por los españoles y el posterior trueque de valores sociales, religiosos y económicos es un ejemplo. Se trata de una sociedad que avanza para verse descuartizada por un modelo completamente diferente. Y la sensación de ruptura es apoteósica.
La Revolución Mexicana también puede ser vista como otro quiebre. Un sistema de pensamiento (porfirista, liberal, afrancesado, cosmopolita) fue sustituido por otro radicalmente distinto (revolucionario, nacionalista, indigenista, rural). En fin, nuestra historia, a los ojos del premio Nobel, es, en buena medida, una sucesión de quiebres.
La consecuencia a nivel de memoria colectiva no es poca cosa. A falta de referentes tangibles que marquen la permanencia individual o aun colectiva en la historia –un buen ejemplo sería un apellido de rancio abolengo, que indicara la pertenenci a a una antigua familia–, quebrados por los violentos giros de nuestro pasado, los mexicanos suelen tener necesidad de inventárselos. Necesitan crear referentes históricos que otorguen la certeza del pasado remoto o categórico, aunque éste aparezca de manera maniquea o incluso falseada. Estos referentes no aceptan de buena gana los referidos proce-
sos truncos que sólo harían hincapié en la raíz cortada de tajo. Ocasionan el falso sentir de no tener una historia sólida y añeja (como la europea, por ejemplo). Entonces, lo que tenemos por historia es manipulado con constancia para otorgar fulgor.
Brading pormenoriza este proceso en su estudio Los orígenes del nacionalismo mexicano. De entrada, el nacionalismo en México no es tan sencillo, en la medida en que hay más de uno. El autor hace referencia al menos a dos: el propio del criollismo y el revolucionario. Alejados por un siglo, el primero buscaba la creación del país (apenas independizado) y el segundo andaba tras una identidad, una personalidad. Según Brading, este muestrario de referentes (nacionalistas, revolucionarios) sí ha tenido un peso enorme en la “conciencia colectiva”. Sin embargo, es clara su relación con el patriotismo criollo, explotado como paliativo ante el desarraigo que también significó la independencia del país, y el consecuente dejar de ser Nueva España (el apéndice de un reino) para convertirnos en un país con muy pocos referentes propios. El nacionalismo del siglo XX buscó sus raíces en el criollismo del XIX. Para ilustrar de qué tipo de identidad histórica hablamos, así como quiénes fueron los que la elaboraron, nuestro autor habla de dos figuras emblemáticas: Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante. Éste no es el espacio para bosquejar una semblanza de estos pensadores (e ideólogos) del siglo XIX mexicano, pero baste decir que en medio de una frenética búsqueda que incluía pistas de identidad, liberalismo y defensa a ultranza del estado independiente, ambos lideraron a una pléyade de creadores de la historia. La labor de reinventar un pasado se justifica a la distancia. Con pocos elementos tanto históricos como independientes en una sociedad apenas autónoma, la imaginación o exageración de hechos venía a resanar huecos patrióticos. Así, a lo largo del siglo XIX aparecieron figuras románticas (muy acordes al estilo literario decimonónico) que con voluntad y sangre patria resolvían los momentos de crisis. El Pípila reventaba un portón; los Niños Héroes preferían inmolarse antes de ver manchado el lábaro patrio, Hidalgo era un paladín de la libertad. Personajes aminorados en sus defectos (Hidalgo tenía negocios de seda que se vieron minados por las postreras leyes de control de mercancías emitidas en España, y esto fue en buena medida motivo suficiente para rebelarse; Guadalupe Victoria no sabía leer ni escribir...), o incluso actores históricos que con mucha probabilidad jamás existieron, pero que colmaban de sustancia a la novísima historia nacional.
La creación de estos seres míticos, junto con las fechas en las que realizaron sus enormes hazañas, tuvo buena acogida en aquel siglo. A pesar de que se trataba de una historia reciente, los receptores que escuchaban estas fábulas las creían. Los jóvenes, sin duda, se identificaban con ellas, y con la necesidad de inmolarse por su país en ciernes. Un efecto parecido sucedió, a principios del siglo XX, cuando el renovado nacionalismo creó toda una parafernalia obrera y campesina. La nueva visión del pasado, recreadocon imaginación ideológica, incluía grandes murales marxistas, novelas que rescataban el folclor para acrecentarlo con dimensiones autóctonas que siempre eran buenas. El indígena se presentaba a modo de buen salvaje mexicano, la revuelta social, como dadora de justicia. Y por un tiempo también surtió efecto. Pero ese fulgor histórico, manejado como por alquimistas en busca del brillo más cegador, fue perdiendo su poder para maravillar conforme el siglo XX avanzó.
El entorno del país necesariamente cambió de un siglo a otro. Los héroes de oropel que se
Collage: Rosa E. González.
Bart Simpson y Spiderman son personajes que resultan atractivos para los jóvenes, pues reflejan, en buena medida, los valores de nuestra sociedad.
insertaban en una realidad específica, logrando suspiros de orgullo, fueron olvidados por nuevos personajes, datos y situaciones que comenzaban a llenar el ideal nacional (aunque cada vez menos nacionalista). El cine, la televisión, la música contemporánea, y más tarde los videojuegos o el internet, tuvieron mucho que ver. Los intereses juveniles se alejaron de los referentes nacionales, que tiempo atrás podían resultar tan falsos como atractivos resultaron después Mario Bros., Spider Man o Hi-5. El sarcasmo inducido por el exceso de información también colaboró para mutar los símbolos de identidad y de idolatría. Las nuevas generaciones se volvieron, además de informadas (o por lo mismo), descreídas, es decir, dotadas de percepciones más agudas (aunque no necesariamente más instruidas), paulatinos quiebres de tabúes, moralidades más laxas, ambiciones materiales más rotundas. A esto contribuyó una fe religiosa resquebrajada, que ya parecía exagerada en su liturgia, y que sólo fue el inicio de otras crisis de fe: ideológicas, políticas, familiares. Se trata del espectro de productos mediáticos universales, que también han afectado la íntima vida moral de varios países, incluido el nuestro, que van de las caricaturas de los Picapiedra a los Simpson, de la música de Abba al gangsta rap, del (ahora) cándido escándalo de El último tango en París, de Bernardo Bertolucci, a la brutal Viólame, de Virginie Despentes.
Así, las efemérides, junto con sus héroes, se enfrentan a una competencia librada para atraer la atención de la memoria. La historia (creada a partir de resoluciones categóricas) tiene un nuevo problema que reside en cómo permanecer dentro del interés colectivo.
La primera parte de este inconveniente es que frente a un mundo desinteresado por la cultura, la historia se vuelve ajena y complicada como un oráculo inexpugnable. Sin ese interés, el conjunto histórico se torna bastante más confuso. La segunda parte de la misma dificultad reside en que la historia no se ve como un proceso sino como eventos que, por falta de sagacidad, se presentan desconectados, sin interrelación, ya decididos. Sin embargo, juntando ambas partes se puede vislumbrar una solución para que el individuo moderno se interese un poco más en su pasado. Extrañamente, se trataría de complicar un poco más la historia para generar interés. Cualquier relato lineal (de cine, literatura o historia) provoca somnolencia. Un personaje que tiene todo resuelto, del que sabemos con exactitud cómo va a actuar y, para colmo, cuál será su destino, provoca aversión. ¿Para qué leer su historia si ya sabemos que el resultado final será una estatua de bronce en medio de los árboles de una plaza? Un personaje contradictorio, que empata sus intereses per-
sonales con los del proceso de su propia realidad, logra mayor interés. Los intereses personales del protagonista se empatan a su vez con los del espectador (o del escucha o del alumno). Establecer que cierta fecha concreta fue el parteaguas de una historia es tan quimérico como aburrido. Ignorar procesos complejos conlleva a un pasatiempo tan atractivo como observar un muro liso y blanco. En el argumento completo se encuentra el atractivo. Y en este sentido, la historia tiene mucho que aprender de la literatura. Aunque una buena indagación histórica que no se encubra, que se exponga, suele ser suficiente.
Sin embargo, la historia vista como algo lineal y terminante es un mal extendido. Como si no nos pudiéramos deshacer de la herencia que David Brading analiza, aquella que todavía, y de manera única, desea lo contundente para reforzar su personalidad como país, pero que sacrifica la complejidad en su exposición y la indagación en su método. En este sentido, aún somos como los criollos de 1825, que buscaban sacar a la historia datos que los enorgullecieran, aunque fueran exagerados o ilusorios. Demasiadas academias de historia, excesivas clases en las aulas se siguen rigiendo por esa búsqueda del nacionalismo artificial o perennemente triunfante. Buscan la construcción ideológica del país a partir de hechos rotundos y terminantes. Y la reacción final provoca un efecto opuesto. Es una historia que deja de interesar, que apela a una atención que está demasiado entretenida con otros productos del ocio más seductores. Con el arcaico método de enseñanza y aprehensión históricas sólo obtenemos seres apáticos y alérgicos a su propia memoria, a su propio pasado. De esa forma, jamás habrá una memoria colectiva lo suficientemente fuerte como para crear una identidad nacional. Se desea con énfasis un método cuyo resultado es el contrario al que se desea. Es una paradoja.
Y ahí están el grueso de las efemérides (y su tratamiento) para demostrarlo. Cuando la historia se complica y se enriquece comienza a prescindir, justamente, de las efemérides, en la medida en que éstas suelen ser un artificio para otorgar más que claridad, simplicidad, y en esa tarea desaparece el conjunto explicativo para quedarse con una mísera y estéril muestra. La próxima celebración del centenario de la Revolución y bicentenario de la Independencia apuntan hacia el mismo lado. El concepto de Patria regresa vigorizado en sus pilares más fundamentalistas, no como análisis de una personalidad, sino como devoción de fe. Y esta alquimia es más nociva en tiempos de crisis de fe. La historia resulta más tangible cuando se le observa en su más completa extensión, no cuando su papel primordial implica engalanar a las instituciones. Con este enfoque, retomando por enésima vez a los mismos personajes y los mismos discursos, todos los centenarios y bicentenarios caerán tan pesados como el plomo. Sólo lograrán el incremento de una condición: el alejamiento por fastidio.
Escape de las efemérides
Tampoco es exacto suponer que el individuo contemporáneo ha perdido por completo el interés por la historia. A la fecha, la historia puede venderse como un producto mercadotécnico que, bajo ciertos criterios, logra sugestivas regalías. El día de hoy las novelas históricas que, generalmente por encargo, se realizan sobre personajes bien conocidos como Emiliano Zapata o Pancho Villa, suelen constituir una fórmula de venta que reditúa bastante. Estos encargos no son pedidos a historiadores. Se les solicitan a aquellos escritores que, más que profundidad,
www.farm3.static.flickr.com
FuenteBicentenario. Una de las obras que se han realizado para conmemorar los 200 años de la Independencia de México. Paseo de la Reforma, Ciudad de México.
logran historias atractivas, sugerentes. En principio no es mala idea: la historia, aun la más visitada y menos reveladora, adquiere renovados aires por una pluma que entrega, en la fecha pedida, un relato entretenido.
Sin embargo, esta premisa no se aleja mucho de las invenciones ficticias que desde el siglo XIX ideaban Teresa de Mier o Bustamante para henchir la jactancia patria. Por principio de cuentas, los giros que se le dan a la historia, curiosamente no corresponden a su naturaleza histórica. En segundo término, son obras que no responden a un deseo personal del autor –la inquietud que se siente por un personaje histórico, por ejemplo, al grado de escribir sobre él para entenderlo mejor–, sino a un encargo mercadotécnico que responde a que mucha gente aún desea leer cierto tipo de historia. Y en tercer lugar se encuentra el aligeramiento (opuesto a la complicación mencionada líneas arriba) de la historia. Justamente, volverla más entretenida que analítica. Este proceso de simplificación estuvo presente en la creación de héroes míticos en el siglo XIX, en donde un titán era el único responsable de un hecho nacional, movido por impulsos castos, honestos y patrios. Un hombre sintetizaba todo un proceso histórico complejo. Y esa fórmula, cargada de patrioterismo y simplificación, lograba el consenso y la alegre aceptación de muchos. El día de hoy, ni los sentimientos patrióticos, ni la simple identificación nacionalista son las metas a seguir. Lo anterior fue sustituido por la identificación comercial (de un público amplio) que logra elevadas ventas. En este sentido, todavía se busca el consenso, pero de otro tipo, uno logrado a partir del acercamiento de los héroes o eventos a un mayor número de gente.
Lástima que para lograrlo se decida reducir el nivel de discusión hasta volverlo algo “entretenido”, a partir de la banalización, en vez de hacer lo contrario. Sin embargo, y a pesar de lo anterior, el hecho de que existan libros así es un buen punto de partida para el acercamiento a la historia, pero no debería ser la meta final. El
dilema no es sencillo. Habría que preguntarse qué se entiende por entretenimiento el día de hoy. ¿Qué nos entretiene? Al respecto, Enrique Serna (quien publicó una novela histórica compleja y atractiva sobre aquel Santa Anna olvidado de las efemérides) nos dice: “‘Yo voy al cine a pasar un buen rato, no a deprimirme’, responden nueve de cada diez adultos cuando alguien les recomienda una película triste o perturbadora”. Al parecer, mientras el entretenimiento se aleja cada vez más del acto de pensar, se acerca más al morbo, a la violencia, al chisme, a los impulsos más primitivos. Va de acuerdo con una programación televisiva nacional que sabe ya a viejo por sus propuestas elementales, pero que sigue atrayendo a multitudes. Y éste es un camino que atrae pero que no edifica desde ningún concepto cultural. Un círculo vicioso en donde se cultivan espectadores cada vez más acostumbrados al entretenimiento ligero (o brutal), y que cada día tienen menos elementos culturales que les resulten atractivos por la trivialización generalizada de los contenidos mediáticos. A ellos, cualquier rasgo de historia, cultura y análisis racional les suena incomprensible y poco atractivo.
Así, la posibilidad de que la historia se vuelva atractiva a partir del análisis se convierte en un suceso más y más lejano. Una solución plausible se encuentra detenida entre la versión acartonada del patriotismo y la oferta banal del entretenimiento. Cuando se le pinta de una u otra, tiende a ser olvidada o a ser recordada sólo por elementos ajenos a ella misma. Es la necedad de investirla con aparatos que jamás producirán un interés genuino por la propia historia. Llegados a este punto, de manera inevitable debemos hablar de valores. Los empresarios jamás se tomarán la molestia de velar por los intereses culturales de un país. Esto sólo sucedería si las materias históricas (o incluso culturales), sin modificar su naturaleza, fueran “rentables”. Como esto no sucede, la gran mayoría de los empresarios apunta sus baterías hacia objetivos más simples: que la masa consuma. Sin embargo, de la misma manera es necesario preguntarse cuántos maestros conocen el universo de valores de un adolescente el día de hoy. ¿Saben cuáles son los videojuegos que juegan, los filmes que ven, los programas televisivos que los convierten en adictos? Porque su “cultura” se basa precisamente en todos estos elementos culturales. Y la única manera de revertir la tendencia de un mundo con valores cada vez más superficiales, como el morbo, la obtención de fama y el dinero rápido, es conociendo los parámetros en los que un individuo moderno se mueve, no para copiarlos y aplicarlos a la historia, sino para idear una alternativa histórica que llame la atención.
De otra forma, habrá dos personalidades que terminarán siendo endebles, básicas, apáticas, displicentes: la del país en que vivimos y la de las personas que lo habitamos.
Bibliografía AA.VV., Historia general de México, El Colegio de
México, México, 1988, vol. 2. BRADING, David, Los orígenes del nacionalimso mexicano,
Ediciones ERA, México, 2000, 142 pp. COSÍO Villegas, Daniel, La constitución de 1857 y sus críticos, SepSetentas, México, 1973, 205 pp. MATUTE, Álvaro (coord.), Antología. México en el siglo
XIX. Fuentes e interpretaciones históricas, Lecturas
Universtarias, núm. 12, UNAM, México, 1993, 564 pp. SERNA, Enrique, Giros negros, Cal y Arena, México, 2008, 242 pp. YÁNEZ, Agustín, Santa Anna: espectro de una sociedad,
FCE, México, 1993, 337 pp.