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Aprendamos a ver cine XII

Y ARTESANOS

EL ARTE DE EVADIR LAS MORALEJAS

Luis Ignacio de la Peña

G. W. (Georg Wilhelm) Pabst, de nacionalidad aus-

trohúngara, nació en Rudnitz (hoy parte de la República Checa) en 1885. Desde muy joven se dedicó al teatro. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial se encontraba en Francia, donde fue detenido y recluido en Brest hasta 1919. Al ser liberado fue a Alemania y se inició en el cine como actor, ayudante de dirección y guionista, pero pronto pasó a la dirección.

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Greta Garbo en La calle sin alegría, de 1925.

si algo caracteriza buena parte de las películas mudas de Pabst (y adelanto mi ignorancia respecto a las habladas) es su muy notable afán por no aleccionar o caer en moralismos ramplones a pesar de las apariencias. Su mirada es en realidad la de un ojo frío y preciso que contempla un mundo sumido en el caos económico y moral que dejó como secuela la Primera Guerra Mundial, un universo guiado por el interés y la instauración de apariencias falsas. En general la crítica lo ha asociado al expresionismo, pero si bien el realizador a veces hace uso los recursos de esa escuela, como el empleo de fotografía con marcados claroscuros, Pabst se preocupaba más por los entornos sociales y el estudio de personajes que por los experimentos visuales y la fantasía.

Diez títulos realizó Pabst entre 1923 y 1929, durante su época muda. Por razones de espacio, sólo voy a mencionar uno anterior a sus dos obras más conocidas: La calle sin alegría (Die freudlose Gasse, 1925). La película pretende dar un cuadro del malestar social reinante en Viena después de la Gran Guerra: largas colas de mujeres en espera de poder comprar algunos víveres, ofi cinas donde cunde del chismorreo, comidas insatisfactorias, clases altas cegadas por el lucro, pensionistas condenados al fracaso. Los “villanos” lo mismo pertenecen a las clases bajas (el carnicero prepotente, pero muy obsequioso con los poderosos, y su mujer, dueña de una tienda de ropa y de un cabaret) que forman parte de la aristocracia (el jefe de la ofi cina que trata de acostarse con la empleada, los especu-

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Greta Garbo en una escena de La calle sin alegría, de 1925.

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Escena con el personaje del carnicero en La calle sin alegría, de 1925.

ladores de la bolsa de valores). Además de los elementos de ese contexto social, Pabst se regodea con lo que viene a ser otra de sus características: el retrato de mujeres. No en balde en esta cinta realiza su segundo papel protagónico ni más ni menos que Greta Garbo. La sueca luce tan fría y seca como siempre, y aun cuando la diva no convence como empobrecida hija de un jubilado, Pabst logra darnos imágenes memorables de ella y deslumbra cuando los espejos (y con ellos la cámara) la captan. Otra actriz que también contribuyó a que el realizador lograra magnífi cos personajes femeninos fue Brigitte Helm (la María de Metrópolis, de Lang), que actuó en otras dos películas de Pabst: El amor de Jeanne Ney (Die Liebe der Jeanne Ney, 1927) y Por mal camino (Abwege, 1928).

El gran proyecto mudo de Pabst fue La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929), una adaptación muy libre de una obra de teatro con mismo nombre y una de las obras maestras del cine silente debido a una venturosa conjunción de talentos y personalidades que dieron lo mejor de sí, pues en ella se desarrolla, al grado de que echa chispas, la colaboración entre el director y la actriz Louise Brooks. Hasta entonces Brooks había pasado inadvertida a pesar de ya tener cerca de diez años de experiencia en el medio (y antes como bailarina de la prestigiada compañía Ziegfi eld). Se dice que Pabst originalmente había pensado en Marlene Dietrich para el papel de Lulú, pero el físico más robusto y seco de la diva germana no acababa de convencerlo. Y vaya que tuvo razón. Su elección de Brooks para el papel protagónico fue afortunadísima y el resultado salta a la vista.

La actuación de Brooks, a pesar de la ausencia de voz, corresponde en lo esencial a la de alguien que lo hace para el cine, es decir, a la ejecución de un papel en sentido moderno, capaz de forjar por sí misma la imagen convincente de un personaje, todo a pulso, a golpe de elementos visuales, expresiones corporales, manejo sabio, administrado casi a la perfección, del semblante y las manifestaciones físicas.

La Lulú de Brooks es un ser fi cticio pero vivo, un auténtico personaje que se sacude de los lugares comunes y el cartón piedra. No podía ser para menos, porque se trata de un personaje que encarna la vitalidad que va más allá de los límites estrechos de la moralidad en su sentido más rígido y tonto. Lulú no es mala ni perversa; sería inmoral únicamente en el sentido de que se deja arrastrar por el caudal de la vida sin oponer resistencia y tropieza y choca con los diques, rompeolas y retenes colocados por quienes creen que es posible (y peor, ineludible) controlar los fl ujos y refl ujos del agua. Prácticamente desde la primera escena Lulú aparece como una marejada que anega lo que toca, un imán que suele atraer, pero también rechaza.

Cartel de la película La caja de Pandora, de 1929.

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Louise Brooks interpretó a Lulú en La caja de Pandora, de 1929.

Al principio de la película Lulú pregunta a uno de los personajes: “¿No quieres nada de mí porque no me amas?” De hecho, todos quieren algo de Lulú: amor, compañía, dinero, atenciones, venderla a un burdel de El Cairo. Todos, incluso Geschwits, la lesbiana que termina por contrariar su preferencia sexual para ayudar a la mujer de la que no despega la vista cada vez que aparece en escena. Todos, sin excepción, hasta el receptor de la pregunta, hijo de Schön. “Todos quieren mi sangre y mi vida”, llegará a decir Lulú. ¿Por qué? Porque, otra vez, es el impulso vital que se niega a ponerse cotas, y por ello fascina a quienes la rodean. Entregarse al impulso vital sólo conduce a la muerte, que de todos modos llegaría sin falta. Ése es el sentido que hay que otorgar a la afi rmación de Schön padre: casarse con una mujer como ésa es un suicidio. El impulso vital y lo que arrastra tienen que morir un día.

Que Lulú no sea inmoral lo demuestran los hechos que la llevan a la muerte. Entonces, por primera vez, se prostituye, sin sentido fi gurado, de acuerdo con la primera y más contundente acepción del diccionario de la Real Academia Española. ¿Qué la lleva a tomar proceder tan drástico? Es Navidad y el personaje que ha aparecido como su padre desea comer budín. En esa época en la que la hipocresía se disfraza de “buena voluntad”, coinciden dos desubicados: Lulú y el asesino psicópata, quien un instante antes acaba de comprobar que el Ejército de Salvación no le ofrecerá ninguna respuesta, ningún consuelo. Suele interpretarse que el homicida es Jack el Destripador. No puede afi rmarse de tajo tal cosa. Lo único que aparece en pantalla es un cartel en el que se aconseja a las mujeres que no salgan de noche, pues hay un asesino suelto. En esas circunstancias, los caminos de Lulú y su futuro verdugo se cruzan y suben las escaleras

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Louise Brooks (Lulú).

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Los actores Alice Roberts (Geschwits), Louise Brooks (Lulú) y Fritz Körtner (Dr. Ludwig Schön).

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Louise Brooks (Lulú).

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El actor Gustav Diessl y Louise Brooks en la escena nal de La caja de Pandora en la que Lulú muere.

para consumar el encuentro. Con la navaja presta y ya en la mano, el asesino confi esa que no tiene dinero. Lulú responde que no importa, que de todos modos suba con ella. El gesto desinteresado de la muchacha hace mella en el psicópata, quien afl oja los músculos y la navaja se escurre de su mano. Los dos ceden y se disponen a hacer el amor. El asesino se deja llevar, pero sus ojos descubren un abrecartas en una mesita al lado del diván donde está a punto de besar a Lulú. Su mirada es incapaz de apartarse del brillo de la hoja de metal. Lulú no muere por infringir los preceptos morales impuestos, sino a causa del instinto de destrucción que domina al asesino. Al fi nal de la película la silueta del homicida se pierde en la niebla, y los demás se solazan de felicidad mientras saborean budín.

Durante media película Lulú se pasea impúdica con la espalda desnuda. Más de un despistado habrá esperado que de sus omóplatos surgiera una de dos posibilidades: las alas de pluma delicada, suave, del ángel o las extremidades membranosas, repulsivas del demonio. Ni una ni otra se cumple. Lulú no es otra cosa que una mujer. Ni más ni menos. Una mujer, no obstante, que sin renunciar a las cualidades y armas de su género no se somete a las restricciones y normas establecidas por el mundo masculino, por los que deambulan embutidos y rígidos en sus trajes de etiqueta o se cubren con la toga para ostentar su “dignidad”. En resumen, una mujer que ignora el poder, y si el detentador del poder no puede ejercerlo, carece de sentido, está fuera de lugar, no signifi ca nada, es nada. No en vano la concurrencia femenina de la sala donde juzgan a Lulú por la muerte de Schön padre salta y grita desatada, ante el azoro de los acompañantes hombres incapaces de mantenerla a raya, cuando el abogado defensor solicita que declaren inocente a la acusada.

Se trata, insisto, de un personaje-imagen memorable, perdurable, construido con trazos vi-

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Louise Brooks había pasado inadvertida hasta que actuó en La caja de Pandora, de 1929.

suales sólidos, contundentes. La película misma parece tener conciencia de ello y ofrece un juego de imágenes paralelo, pero en sentido opuesto. Conforme se nos cuenta la historia de Lulú, que se dirige a la muerte, es decir, a ser desdibujada, borrada, a trechos surgen otras imágenes que la refl ejan y van ganando precisión. Primero son los fi gurines de modas, con trajes, se dice explícitamente, que se verían muy bien en Lulú. Después serán las fotografías que el dueño del burdel de El Cairo examina y, no resulta claro si por estupidez o mezquino dolo comercial, califi ca a la mujer que muestran como material común y corriente. Por último, tenemos el espejo que fi el le devuelve su propia imagen, el rostro en el que la mano defi ne y precisa los rasgos, mientras recibe un reproche: “¿Para qué te maquillas si todo está perdido?”

Georg Wilhelm Pabst, 1885-1967.

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En su siguiente película, Diario de una muchacha perdida (Tagebuch einer Verlorenen, 1929) vuelve contar con la presencia de Brooks en el papel principal. Esta vez su personaje no resulta tan creíble como en La caja de Pandora, aunque tampoco puede decirse que se trata de un absoluto miscast. No funciona mientras tiene que interpretar a una joven inocente, pero en cuanto se tiene que enfrentar al mundo desde el reformatorio y la casa de citas, una vez que la falsa inocencia queda a un lado, tenemos a una Brooks deslumbrante y una historia que de nueva cuenta habla de la supremacía de los intereses, la codicia y la miopía moral. Como en otras películas de Pabst, el fi nal parece ajustarse a las normas y reencaminar todo por la buena senda. En el fondo, los espectadores atentos han percibido que los argumentos contra las convenciones sociales expuestos son más fuertes que cualquier solución obligada, que los elementos críticos que conforman la narración resultan más sólidos que cualquier moraleja, que la ambigüedad de la exposición mina las conclusiones precariamente contundentes (el fi nal de Por mal camino, por ejemplo, a pesar de la aparente reconciliación matrimonial, deja la sensación de que Irene siempre será impulsiva e insatisfecha, como denota su gesto de partir en dos una rebanada de pastel en la escena anterior, donde el artistaamante y ella descubren que en realidad no hay interés mutuo).

La última película muda de Pabst (dirigida sólo a medias) fue El infi erno blanco de Pitz Palau (Die weiße Hölle vom Piz Palü, 1929), un melodrama de aventuras en la que actúan el aviador de la Primera Guerra Mundial Ernst Udet (cuyo récord de batalla sólo fue superado por el Barón Rojo) y la futura cineasta y promotora nazi Leni Riefenstahl. Después realizó, entre otras, alegatos pacifi stas (Frente Occidental 1918, de 1930, y Camaradería, de 1931), una versión muy libre de La ópera de tres centavos (Die 3GroschenOper, 1931), unas Aventuras de don Quijote (1933) y dos cintas durante el gobierno nazi (Pabst fue el único cineasta prestigioso que permaneció en Alemania durante el régimen de Hitler, por razones personales, no políticas, según declaró): Comediantes (Komödianten, 1941) y Paracelso (Paracelsus, 1943), que al parecer no son propaganda descarada como las dos obras maestras de Riefenstahl. Al terminar la Segunda Guerra, Pabst estuvo al frente de otra docena de películas y también puso en escena varias óperas en Italia. Queda como asignatura pendiente (al menos para mí) asomarse a su cine hablado, y aunque no volvió a recuperar la celebridad que le dieron sus dos cintas con Louise Brooks, no debe ser tampoco desdeñable, si se piensa que El proceso (Der Prozeß,1948) le hizo ganar el premio a la mejor dirección en el Festival de Venecia. En 1956 se retiró como director de cine y su muerte ocurrió en 1967, en Viena, a los 81 años.

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