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Prolegómenos para la creación de un juramento pedagógico
E INCERTIDUMBRES
Prolegómenos para la creación
DE UN JURAMENTO PEDAGÓGICO
Pólux Alfredo García Cerda*
www.wawasanpendidikan.com El presente escrito es una invitación a toda la comunidad pedagógica de México –y de cualquier rincón del mundo donde se abrace la pedagogía como forma de vida profesional– a reflexionar sobre los fundamentos y compromisos éticos de nuestra actividad.
cuando un profesional despoja de reflexión ética a su quehacer, le da la espalda al deber que adquirió con los miembros de la sociedad que solicitan sus servicios. Quien actúa sin profesionalismo y sin principios éticos se vuelve un pseudoprofesionista, traicionando a la comunidad, a su disciplina y a sí mismo. Debido a que la pedagogía no está exenta de esta cuestión, el compromiso es pensar las implicaciones morales de la profesión siempre presentes. Históricamente, uno de los mecanismos que han suscitado tal reflexión han sido los juramentos, expresiones orales o escritas que simbolizan el reto de un ser humano al brindar un servicio a la comunidad. Con base en lo anterior, nos preguntamos: ¿Existe un juramento que exprese la complejidad ética de la pedagogía como profesión? Si no existe, ¿es posible su creación? ¿Cómo podría ser esto posible?
* Maestro en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); áreas de estudio: Historia de la pedagogía y Filosofía de la educación en México.
Proemio
“Quien fácilmente jura en las cosas de veras, ligeramente jurará burlando; y quien acostumbra a jurar en cosas de burlas, no está en dos dedos de jurar mintiendo”
JUAN LUIS VIVES
Ningún juramento puede ser objeto de broma, del mismo modo en que el trabajo tampoco lo puede ser. El trabajo no es cosa de juego porque éste y aquél se diferencian de la misma manera que el ocio y el negocio. Por lo general, entre el trabajo y el juego solemos erigir una barrera q u e s e p a r a l a s o l e m n i d a d d e u n o y e l a s p e c t o l ú d i -
c o d e o t ro . E n t re u n e x t re m o y o t ro , l o c i e r t o e s q u e e l s e r h u m a n o , a d i f e re n c i a d e l o s a n i m a l e s , e s t á d o t a d o d e r a z ó n suficiente para encontrar sentido al trabajo, pues a través de éste obtiene para sí mismo el sustento, y al hacerlo agrada a los dioses… o al menos así lo pensaba hace muchos siglos un poeta griego, Hesíodo, quien afirmaba que el “trabajo no es ninguna deshonra; la inactividad es una deshonra” (I, 311-312).
Al reflexionar sobre el trabajo nos hemos remontado a los griegos, y no era para menos, pues en aquella civilización tuvo lugar una forma remota de lo que hoy llamamos pedagogía. A lo lejos contemplamos los tiempos de esclavitud que envolvían a los pedagogos ancestrales, encargados de la formación moral del futuro ciudadano griego (Moreno, 2002: 8). Antes de que se constituyera una comunidad profesional de estudiosos de la educación, el camino fue largo y sinuoso alrededor de un vocablo –pedagogía– que ha hermanado diferentes formas de ofrecer un servicio pedagógico a la comunidad. Si todo trabajador que pertenece a una comunidad comparte símbolos que lo identifican frente a otros trabajadores, ¿cuáles son esos símbolos de la comunidad pedagógica?
Según Enrique Moreno y de los Arcos, antes de que se conformaran complejas comunidades profesionales, prevalecían los gremios. Con base en una función social expresa, los trabajadores tenían una organización propia, una relación intensa con el Estado, y un conjunto de mecanismos que les permitían solventar su estilo de vida conservando eficazmente los conocimientos y habilidades propios de su labor. Los conocimientos y habilidades de determinado oficio eran transmitidos en los talleres a la manera de un arte o un secreto, y ello caracterizó por muchos siglos al modelo artesanal (Moreno, 1999: 27-53).
La modernización de las sociedades, paralela a la modernización del trabajo, orientó el mode-
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Antes de que se conformaran complejas comunidades profesionales, prevalecían los gremios
lo artesanal hacia la profesionalización. En esta labor, la escuela tuvo un rol único, pues la profesionalización propició la instauración y organización de la moderna enseñanza escolar. A pesar de que el modelo escolar terminó por sustituir al modelo artesanal, el tiempo no logró extinguir todas las prácticas y elementos constitutivos de este último. Uno de ellos es el juramento, texto que expresa vívidamente el sentido de una labor artesanal en una comunidad. Y es que, como en el epígrafe de Vives, en un juramento, una persona se juega algo más que sus palabras. Ese es el caso de los médicos y el juramento hipocrático.
En torno a la aplicabilidad de la eutanasia o la interrupción asistida del embarazo, este texto ha suscitado polémicas en las que se interpela no a un médico en particular sino al deber profe1sional de la comunidad médica en general. La
1 “Los deberes profesionales son maneras concretas […] de realizar los valores de la veracidad, de la valentía, de la templanza, de la justicia, de la lealtad y demás virtudes […] La profesión en general es un conjunto de habilidades adquiridas mediante determinado aprendizaje y al servicio de una actividad económica destinada a asegurar y mantener la vida humana” (Larroyo, 1981: 296).
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Juramento hipocrático en manuscrito del siglo XI
polémica sucinta se debe al carácter transhistórico del juramento, es decir, a un texto cuyo contexto se remonta a la época de aquel médico griego, muy distante de la actual, y cuya noción de medicina no corresponde a la noción de la ciencia médica de hoy.
Sin embargo, un aspecto relevante surge a raíz del anterior fenómeno: la reflexión sobre el tipo histórico particular de un médico y su ethos ( L a r ro y o , 1 9 8 1 : 2 9 5 ) e n e l m a rc o d e u n a m o r a l i dad profesional. Trasladando el sentido de este fenómeno a la pedagogía, nos preguntamos: ¿Esta disciplina tiene un texto similar al del juramento hipocrático? De no ser así, ¿a qué se debe?
El desconocimiento de la pedagogía como disciplina y los problemas que acarrea la formación de sus profesionales (Moreno, 2002: 4) son dos signos que muestran el grado de menosprecio y descuido generalizado de los secretos que configuran algo que podríamos denominar el arte de ser pedagogo en estos tiempos. Lejos de comenzar a fijar un discurso por escrito, invitamos al lector a problematizar la posibilidad de un juramento pedagógico que fomente la identificación y la conciencia profesional. En ese sentido, ¿cuál es la viabilidad de diseñar un juramento estrictamente pedagógico?
El origen de una proposición
Un texto que pretende representar la configuración ético-pedagógica de una comunidad profesional suscita una reflexión de carácter deontológico, entendida la deontología como “el estudio de los deberes y derechos de los hombres como profesionales” (Larroyo, 1981: 296). El objeto de dicha reflexión es generar mecanismos para mejorar la simbolización de una conciencia profesional. En todo caso, todo juramento nace de la voluntad de resguardar, unificar y mejorar las relaciones humanas, usando elementos significativos de persuasión.
Existen al menos dos experiencias relacionadas con el juramento que encontramos en las escuelas: 1) En algunas instituciones de educación superior se lleva a cabo una práctica parecida a un juramento, en la cual, al final de un examen profesional, un jurado toma la palabra para indicar al nuevo miembro de una comunidad profesional el compromiso que ha adquirido. Como respuesta, el interpelado suele responder: “Sí, protesto…”. 2) Uno de los protocolos cívicos re- glamentados de una escuela incorporada a la SEP) involucra Secretaría de Educación Pública ( un juramento recitado en colectivo:
“¡Bandera de México!, legado de nuestros héroes, símbolo de la unidad de nuestros padres y de
nuestros hermanos, te prometemos ser siempre fieles a los principios de libertad y de justicia que hacen de nuestra Patria la nación independiente, humana y generosa a la que entregamos nuestra existencia” (Símbolos patrios…, 2018: 13).
En la cultura popular, el juramento ha sido un tema presente en canciones como “Nuestro juramento”, interpretada por Julio Jaramillo: “… hemos jurado amarnos hasta la muerte, y si los muertos aman, después de muertos amarnos más”. De estas experiencias recuperamos tres preguntas que problematizaremos en el resto del artículo: 1) ¿Cuál es el nexo entre la palabra y el juramento?; 2) ¿Puede un juramento ser 2 de una comunidad cualquiera?, o, en símbolo caso de no serlo, ¿puede fomentar la preservación de algún símbolo o símbolos?; y 3) ¿Cuál es el objeto que preserva un juramento profesional?
El surgimiento de versiones actualizadas del juramento hipocrático muestra que su comprensión no es producto del azar sino de la reflexión rigurosa. La interpretación de un texto antiguo en un contexto moderno exige conocer en profundidad el lenguaje e historia de la profesión, sus implicaciones éticas y las ideas que pertenecen a un colectivo determinado. Con base en la historización de la necesidad de un juramento pedagógico, apelamos a la construcción de una conciencia profesional.
La educación exige, como cualquier otra de las complicadas actividades humanas […] además de los instrumentos necesarios para su ejecución, una con-
2 Entendemos por símbolo una “señal o alegoría con la cual se significa una cosa” (Larroyo, 1982: 533). El juramento, en tanto símbolo, es un texto que evoca alegóricamente, figuradamente, el ethos pedagógico a través de una conciencia profesional.
Al conjuntar de modo armónico diversos sentidos sobre la profesión, el ethos pedagógico toma la forma de un microcosmos, es decir, la disciplina (el todo) puede ser comprendida a través de un fragmento, en este caso, un juramento.
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Al final de un examen profesional un jurado toma la palabra para expresarle al nuevo miembro de una comunidad profesional el compromiso que ha adquirido
Uno de los protocolos cívicos reglamentados de una escuela incorporada a la SEP involucra un juramento recitado en colectivo
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ciencia clara de lo que se va a hacer y de las condiciones que influyen en el éxito. Esta condición general para toda clase de actividad es quizá más necesaria aún para la actividad educadora en lo particular, porque ésta es una de las más complicadas y más difíciles, y porque trae consigo más grave responsabilidad que ninguna otra. Para satisfacer esta necesidad no bastan pues, tradiciones, ni imitación de ejemplos ajenos, ni máximas o reglas aisladas tomadas tan sólo de la experiencia. Lo que se necesita es un conjunto sistemático de conceptos segu- ros, obtenidos por el estudio de la naturaleza humana y de las causas exteriores que influyen en el desarrollo de la misma. Este conjunto sistemático
[denominado pedagogía filosófica] ha influido […] en la opinión pública, despertando poco a poco lo que podríamos llamar la conciencia pedagógica, que obliga a padres de familia, a los maestros, y en general a todas las personas que desean merecer el atributo de ilustradas, a ocuparse más de lo que acostumbraban en asuntos de educación (Rébsamen, 1998, t. 1: 16).
Aunque la idea rebsameniana de una conciencia pedagógica es más afín a la configuración histórica y epistemológica de la tradición normalista que a la universitaria (Pontón, 2011: 63 y ss.), ciertamente todo pedagogo puede considerarse heredero de aquellos que contribuyeron a la “creación de una pedagogía nacional adaptada a las necesidades de una sociedad que buscaba, en la educación, el afianzamiento de una naciente patria” (Moreno, 1993: 108). Más allá de que los caminos del normalismo y la pedagogía universitaria se bifurcaron desde XX, la profesionalización en mediados del siglo ambas tradiciones es un compromiso compartido paralelo a la recuperación histórica del pensamiento de todo aquel que haya comunicado a la sociedad la necesidad de ampliar la idea de pedagogía, su función y su quehacer. Pero ¿existe algo que impida la construcción de una conciencia pedagógica?
En una conferencia dictada el 16 de mayo de 2014, un empresario discurría sobre “los primeros pasos de la transformación del sistema educativo nacional” y sostenía que la mejor vía para continuar la obra era “obligar el cambio” (Sólo la educación de calidad cambia a México, 01:22-3:38). Este tipo de actos políticos han convencido al pedagogo de convertirse en “un operario anónimo, obligado a incrementar su rendimiento según especificaciones de alto rendimiento y criterio informático” (Torres, 2010: 52). Los pedagogos que han aceptado este discurso confirman el diagnóstico: al quedarse sin palabras, esos profesionales enmudecen, provocando que otros hablen en nombre de la pedagogía, a pesar de que ellos han estudiado sus ideas por muchos años. La mudez conduce a dar la espalda a la historia de la disciplina, porque cuando un pedagogo cede la palabra de esa manera, olvida hablar la lengua de sus ancestros.
En términos de Rébsamen, se ha omitido la responsabilidad de estudiar los asuntos educativos, lo cual ha conducido a relegar el compromiso con la creación de una conciencia pedagógica. La mudez es sinónimo de traición a los que han contribuido al estudio de los asuntos educativos. El mayor obstáculo es no tener palabra, en dos sentidos: una mudez en la que se usan discursos ajenos a la tradición pedagógica nacional, y una traición en la que se relega dicha tradición. Por ende, los textos que han sido transmitidos a la comunidad pedagógica quedan en desuso o se declaran obsoletos. Para oponerse a la mudez hay que dar la palabra, o, mejor dicho, es necesario darnos la palabra. Dar la palabra equivale a prometer, pero toda promesa interpela a una voluntad de autorrealización:
Cumpliendo la promesa, [el ser humano] no sólo rescata mediante una realización verdadera lo que había anticipado como promesa en un momento anterior, sino que simultáneamente se transforma a sí mismo, se eleva por encima de su existencia “natural” sujeta al cambio de sus sentimientos e inclinaciones, y se convierte en una persona moral. Adquiere identidad en sentido riguroso y, viceversa, pierde ese ser él mismo y se hunde en la vaguedad de una existencia desvalida cuando traiciona sus promesas […] Es ésta la forma última y más elevada en que tiene lugar la autorrealización del hombre a través del lenguaje (Bollnow, 1974: 204).
Toda transformación de sí mismo, incluso la acción educadora, exige una fuerza vital, una fuente inagotable que la impulse. Al respecto,
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El amor pedagógico es la fuerza vital que del encauzamiento humano que tiene lugar en el mundo de la necesidad y la contingencia
muchos personajes de la pedagogía han pensado sobre la naturaleza de esa fuerza; algunos han mostrado una fuerte inclinación, casi mística, hacia un fenómeno volitivo desinteresado como motor de toda acción educadora:
El amor del pedagogo es un amor para todos los e d u c a n d o s , s i n p re d i l e c c i o n e s , e s e l “ e ro s p a i dikós”; es para todos y para cada uno; es un amor para el conjunto y por esto es impersonal, y al mismo tiempo para cada uno y por esto es personal, [por ello] es un amor a un ideal que se tiene acerca de cómo debe ser el niño o el joven, es moldear al niño o al joven de acuerdo con ese ideal (Cobo, 1960: 149).
E l a m o r p e d a g ó g i c o e s l a f u e r z a v i t a l d e l e n c a u z a m i e n t o h u m a n o q u e t i e n e l u g a r e n e l m u n d o d e l a n e c e s i d a d y l a c o n t i n g e n c i a . C o n s i d e r a n d o t a l a m o r c o m o l o m á s d e s e a b l e e n e l pedagogo, ¿cómo puede alcanzar el amor peda- gógico la mejor y más proporcionada de sus promesas, aquella que pueda ser afín a cualquier pedagogo? Si entendemos la prudencia como “el modo de realizar con oportunidad y tino las propensiones” (Ruiz, 1986: 63), vemos que ella es inherente a una promesa. Hoy, cuando la comunidad pedagógica se enfrenta a una moralidad profesional signada por la falta de palabra, se debe evitar un amor pedagógico equívoco y disoluto. En su lugar, una promesa prudente por amor pedagógico aspira a la autenticidad:
Para el auténtico amor, la fidelidad resulta tan natural que formularla deviene un contrasentido. Es una necesidad de la propia abundancia. Faltar a ella es simplemente monstruoso o aun inconcebible. Y la infidelidad llega a ser, en toda su significación, el pecado contra la naturaleza –contra la propia naturaleza–, el pecado contra el espíritu, el único irreparable que no admite perdón… Incurrir en él es la forma más grave de suicidio, el aniquilamiento del propio ser (Xirau, 2001, t. 1: 247).
La falta de palabra en la comunidad pedagógica jamás justificará una infidelidad a la palabra que los ancestros transmitieron y cedieron a s u s h e re d e ro s . E s a t r a n s m i s i ó n n o p u e d e t e n e r l u g a r si en la comunidad profesional impera el desconocimiento de su pasado. Aunque apelamos a una conciencia histórica que salvaguarde la palabra pedagógica, primero hay que reflexionar, ¿cómo llegó tal comunidad a quedarse sin palabra? Indaguemos en el pasado pedagógico nacional y encontremos señales que permitan comprender cómo se ha llegado a este punto.
México comienza su camino educativo en el siglo XIX, aquel que viera nacer a nuestra disciplina. A la sazón, ¿cuál era la incidencia social del pedagogo y qué palabras empleaba para hablar de los asuntos de la educación?
¡O témpora! ¡o mores! Allá en nuestras mocedades, los que tuvimos un abuelo o abuela en cuyas venas circulaba la sangre del Cid Campeador o de don Pelayo, oíamos de vez en cuando los nombres sonoros de: el pedagogo, el maestro, el maestro de escuela, y muy frecuentemente el escuelero, nombre que nos servía de coco al salir de los labios del portero socarrón o de la recamarera indígena. Más de una vez oímos también aquella blasfemia filantrópica que ajaba la noble profesión de primeras letras, y nos estremecíamos de niños al considerar que la necesidad de completar la obra del Creador nos haría caer bajo la férula de un hombre caribe, que fue capaz de hacer la última droga que se le hace al diablo...! ¡Cáspita! […] Y luego, saque usted en limpio que el susodicho hombre está constantemente acompañado de un cortejo encantador, compuesto de disciplinas, palmetas, cepos, calabozos y orejas de burro, ¡para coronar la noble frente de la obra más perfecta de la creación! Pues así ni más ni menos era como se nos representaba al pedagogo (Frías y Soto, 2013: 390).
Esta decrépita silueta de un ser que empeñaba su palabra al mismísimo belcebú es la del pedagogo como escuelero. En esta labor titánica tuvieron los normalistas contemporáneos a Rébsamen para erradicar tan deleznable juicio. La consigna era volver científica una labor de esc u e l e ro q u e e r a m e r a m e n t e m e c á n i c a y b a s t a n te improvisada. La formación pedagógica debía perfeccionarse con un plan de estudios completo. Por ello, Ezequiel Chávez proponía fundar en la Escuela Nacional Preparatoria un laboratorio de Psicología en los siguientes términos:
… anexo á la clase de esta materia y destinado sobre todo á estudiar científicamente los efectos psíquicos de la enseñanza, según los diversos caracteres de los alumnos, á fin de mejorar la educación. Un laboratorio de esta naturaleza, que también sería utilísimo en las Escuelas Normales de Profesores, constituiría el más eficaz auxiliar para el desenvolvimiento de la Pedología, de la ciencia cuyo arte relativo es la Pedagogía (Chávez apud Sierra et al., 2005: 578).
Pero el pedagogo formado por doctrinas científicas de avanzada no fue menos señalado por pensadores como Antonio Caso. Nuestro filósofo-educador se sorprendía al ver a los primeros pedagogos, es decir, a los normalistas que dejaron de ser maestros empíricos. Ante su lividez social y desahucio moral, Caso se horrorizaba por el tipo de formación científica que estaban recibiendo:
Desde que […] hube de pasar por la llamada enseñanza secundaria, cobré un santo horror hacia la pedagogía, presuntuosa ciencia de crear maestros. Saber o ciencia que sólo tendría importancia si se obligara a los que por pedagogos se tienen, a leer por sí mismos, y no en miserables epítomes, unos cuantos libros clásicos de educación filosófica que son los que merecen ser leídos: los Diálogos de Platón, que ningún profesor de moral lee; los Ensayos de Montaigne, que me cuesta mucho trabajo pensar que hayan sido leídos por los
profesores normales; el Emilio de Rousseau, la Pedagogía de Herbart, el Ensayo de Spencer, los maravillosos libros de Ellen Key (Caso, 1957: 154).
La severidad del relato pone a pensar qué tanto la mudez y la traición han acompañado la actual formación pedagógica. Más allá de la obstinación de algunos por el “prestigio intelectual” de las palabras (Díaz-Barriga, 1989: 28), la deuda es densa ante las palabras de Ezequiel Chávez y todo aquel que soñaba con un cuerpo formal de profesionales capacitados teórica y metodológicamente para estudiar el fenómeno educativo. Lo cierto es que la comunidad pedagógica debe prometer librarse de la traición y la mudez del mismo modo en que Samuel Ramos procedía cuando levantaba sus plegarias al cielo de la cultura nacional diciendo: “Del siglo XIX líbranos señor” (Ramos, 1990, t. 1: 3). Actualmente, nuestra promesa debería decir: “De la traición y la mudez, líbranos Caso”, porque un juramento pedagógico debe ser “vehículo de la idea y el sentimiento y no de la retórica manifestación carente de sentido” (Caso, 1987: 89). El estudio p ro f e s i o n a l d e l a e d u c a c i ó n , c u y a f o r m a c i ó n de profesionales nació bajo el signo del equívoco, la poca claridad de ideas y falta de amor a la profesión, siempre ha tenido detractores, parecidos a los que tuvo la Escuela de Altos Estudios, sobre todo en quienes la veían como un símbolo del viejo régimen (Ducoing, 1990: 94-140).
Después de 1917, el proyecto educativo organizado por el partido que institucionalizó el movimiento revolucionario exigía otro horizonte, al cual Ramos demandaba reconocerle y expurgarle lo que denominaba “el sentimiento de inferioridad”. En cierto sentido, tal obra todavía era incierta:
Sin duda que no es fácil establecer en detalle los métodos apropiados a ese fin. Éste es un asunto técnico de la competencia de los pedagogos bien preparados que sean al mismo tiempo bue-
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Antonio Caso, filósofo-educador
nos psicólogos. Es indispensable que el maestro mexicano sea un poco experto en la “cura de almas” (Ramos, 1990, t. 1: 158).
La ausencia de lo que Ramos llamaba orientadores sistemáticos de la educación, aunada al descuido de la cultura nacional, sirvió en buena medida para que Francisco Larroyo coronara una obra ya cultivada por sus maestros Caso y Ramos. El Colegio de Pedagogía operó como una idea más que viable en 1955. Había terminado una fase de defensa que Larroyo emprendió contra los que, de un modo u otro, seguían viendo al pedagogo como “escuelero” o “acomplejado”:
Hubo una época en que se consideró que la pedagogía en la Universidad significaba una especie de competencia con los estudios pedagógicos que se imparten en instituciones dependientes de
la Secretaría de Educación Pública. Esta supuesta idea trajo consigo una serie de problemas y de celos que impidieron el desarrollo paralelo de la pedagogía en estas dos dependencias gubernamentales. Hoy por hoy se ha llegado a entender con claridad el problema. La Secretaría de Educación Pública debe entregarse con afán renovado a los estudios de la pedagogía de la Escuela Primaria y Secundaria; pero la propia Secretaría no tiene los medios, ni es de su incumbencia el estudio de l a p e d a g o g í a u n i v e r s i t a r i a . E s a l a U n i v e r s i d a d a la que compete este estudio tanto por el nivel académico que exige, cuanto por los materiales que en la Universidad se dispone para emprender faena tan delicada. Bajo este signo, en efecto, nace el problema de una pedagogía universitaria con una tarea distintiva de la que pueda tener la Secretaría de Educación Pública. Es recomendable, claro está, que la investigación pedagógica en la Secretaría de Educación Pública y en la Universidad se apoyen mutuamente; pero precisa especializar la tarea; lo que traerá consigo importantes ventajas tanto para una dependencia como para la otra (Larroyo, 1958: 95-96).
Desde ese momento, la tarea fue nunca más incidir en la mudez y la traición. Tal fue el compromiso que Larroyo heredó a todo aquel que estudie la pedagogía y la educación en México. Pero los estudios pedagógicos aún necesitan mejorarse, y sus egresados, saber dar su palabra. En ese sentido, ¿qué elementos retomar pa- ra jurar amor pedagógico, prometer amor a la p ro f e s i ó n y u n a c o n c i e n c i a p e d a g ó g i c a p a r a l o s a s u n t o s e d u c a t i v o s ? L o s e c o s d e e s c u e l e ro acomplejado están más presentes que nunca ahora que avasalla la crisis pedagógica. Resulta muy plausible acudir al consejo de nuestro ya mencionado poeta griego:
Pues esta ley impuso a los hombres el Cronión: a los peces, fieras y aves voladoras, comerse los unos a los otros, ya que no existe justicia entre ellos; a los hombres, en cambio, les dio la justicia que es mucho mejor. Y así, si alguien quiere proclamar lo justo a conciencia, a él le concede prosperidad Zeus de amplia mirada; mas el que con sus testimonios perjura voluntariamente y con ultraje de la justicia causa algún daño irreparable, de éste queda luego una estirpe cada vez más oscura, en tanto que se hace mejor la descendencia del varón de recto juramento (Hesíodo, I: 275-287).
La injuria tiene una vía ancha y autodestructiva que siempre amenaza la formación de cada miembro de la comunidad pedagógica. Siendo así, ¿a quiénes hemos de jurar para no llegar a tan embarazosa situación? La conciencia pedagógica ha de saber escuchar su voz pitagórica interna al igual que lo hizo Vasconcelos hace muchos años: “1. Honra primeramente a los dioses inmortales, según están establecidos y ordenados por la ley. Respeta el juramento con toda suerte de religión. Honra después a los genios de bondad y luz” (2012: 27). La pregunta se replantea: ¿Quiénes serían hoy nuestros dioses inmortales, esas entidades a las que acudiríamos cuando todo estuviera perdido?
Cuando en el presente escasea la generación de nuevas ideas que ayuden a comprender mejor el fenómeno educativo, queda la opción de echar la mirada al pasado. Pero ¿quiénes son esos ancestros o clásicos que podrían ser parte de una conciencia pedagógica? Quirón, Isócrates, P l u t a rc o , Q u i n t i l i a n o , C l e m e n t e d e A l e j a n d r í a , J u a n L u i s Vi v e s , J u a n A m ó s C o m e n i o , I m m a n u e l K a n t , J o h a n n H e i n r i c h P e s t a l o z z i , J o h a n n F r i e d r i c h H e r b a r t , M a n u e l F l o re s , L u i s R u i z … y un largo etcétera. Más allá de considerar estos nombres, y muchos más, ¿depositaríamos en ellos la esperanza de un porvenir profesional halagüeño? Si en un juramento predomina gran carga simbólica de unión gremial en la diferencia de perspectivas, y su finalidad podría dirigirse a
“expresar por medio de algo corpóreo y vivible, el significado de lo incorpóreo e invisible” (Caso, 1987: 86-87), entonces, ¿a qué debemos ligarlo en cuanto a la construcción de una conciencia pedagógica sino al estudio de nuestros clásicos, aquellos que amaron a la pedagogía como ninguna otra persona en la historia de la humanidad? A ellos, todos nuestro respeto.
Conclusiones
Frente a la falta de palabra, a nuestra comunidad y a los clásicos, la misión es evitar falsear las palabras pedagógicas heredadas. En oposición a ello, resta tributar humildad y respeto a quienes dieron su vida por comprender el arte de ser pedagogo y la posibilidad de una comunidad profesional. Un juramento en honor a nuestros clásicos anhela corporizar el espíritu que ha movido a los ancestros a pensar los problemas educativos de su tiempo.
Es válido recuperar el nexo de las palabras y el provenir profesional, a cambio de un juramento cuyo contenido sea una promesa personal para contrarrestar la disolución de la comunidad que lo formó. La promesa de mejora profesional, con base en el estudio de los clásicos, hace suyo el crisol de la honestidad intelectual, apartándose de la traición y la mudez.
Ahora bien, ¿la promesa permitirá resguardar y escribir una historia de amor, de amor pedagógico, que compagina el estudio de los clásicos y la exigencia de actualizar sus ideas para clarificar los problemas educativos de hoy? Eso depende de quien promete y tiene la voluntad de salvar los símbolos que lo identifican con su co- munidad, evitando las sombras que rondan su d e s i n t e g r a c i ó n . D e a h í l o n e c e s a r i o d e q u e u n p r u d e n t e amor pedagógico supere la falta de palabra. El riguroso cuidado de las palabras per- mitirá profesar un amor pedagógico que recupere la dignidad al jurar. Porque si no juráramos por un amor así, ¿por qué más se habría de jurar?
Cuando el horizonte del ethos pedagógico se incline por la mesura en la diversidad de estilos de vida, triunfará la coexistencia, la fidelidad y e l c u m p l i m i e n t o d e l a p a l a b r a j u r a d a . L a d e t e r m i n a c i ó n d e l t i e m p o i d ó n e o p a r a p ro m e t e r, a n t e l a c o m u n i d a d y a n t e s í m i s m o s , f a c i l i t a r á l a e l e c c i ó n e n t re e l c a m i n o l l a n o d e l c h a r l a t á n y el angosto del profesionista. La sociedad entera y los centros de formación pedagógica se enorgullecerán al decir que se ha formado un pedagogo amoroso de su profesión, asiduo al sendero largo y empinado que exige la virtud, como dijera Hesíodo (I: 288-289). Por esta razón, aquí hemos alentado el inicio de un diálogo en el que se exhorte a la creación de un juramento pedagógico. ¿Hasta cuándo la comunidad pondrá sobre la mesa una promesa de ser pedagogos verdaderos?
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Francisco Larroyo, filósofo y docente universitario
Referencias
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