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De la pelea al romance con los libros

De la pelea al romance

CON LOS LIBROS

Oswaldo Martín del Campo*

desinformemonos.org El promedio de lectura en México es muy inferior al de otras naciones. Mientras que cada año en Europa las personas leen como mínimo siete libros, por estas latitudes andamos sobre un libro y medio. Es decir, leemos un libro –quizá con mucho esfuerzo– y otro lo dejamos a la mitad. Decenas de preguntas me surgen tras estos datos: ¿será que a los mexicanos nos interesa un libro al año mientras que otro lo odiamos tanto que lo abandonamos a la mitad? ¿El libro que leemos completo lo elegimos, o nos obligamos a leerlo por algún compromiso laboral o escolar? Sea como sea, ¿ese libro que leemos lo disfrutamos? ¿Y qué hay de esa desafiante imagen del libro abandonado a la mitad?, ¿leeremos la siguiente mitad el próximo año? ¿El mexicano carece de tiempo de completar la lectura de dos libros al año? Y así, en los círculos de lectura, bibliotecas, ferias del libro y foros, seguimos preguntándonos por qué los habitantes de esta nación tenemos una relación difícil con los libros.

¿Qué leemos en México?

Supongo que de todo un poco. En las librerías las novelas no abandonan las mesas de novedades, al parecer nos gusta la narrativa. Junto a estos éxitos editoriales aparecen textos que podríamos llamar ensayos o, ya de manera muy condescendiente, libros históricos, periodísticos o –en honor a la verdad– de alto contenido morboso. Sí, esos de escándalos de los personajes de la farándula, políticos, policiales o de las páginas más negras que hemos vivido los mexicanos en los tiempos recientes. También en las mesas de novedades están nuevas ediciones de los autores de enorme reconocimiento –vivos o muertos–. Rara vez, y eso que también es narrativa, encontramos compendios de cuentos –y dije rara vez, no nunca–, y en milagrosas ocasiones, en esas mesas a las que aspira cualquier escritor vivo y cuyos límites hacen una diferencia

* Licenciado en Música por el Centro Cultural Ollin Yoliztli; maestro y doctor en Literatura por el Centro de Cultura Casa Lamm. Conductor de radio, televisión y director de escena. Docente de teatro y literatura en la Universidad Anáhuac.

entre “existir” o no “existir” como escritor reconocido, hay algunos libros de teatro o de poesía. Todos alabamos la poesía, la mayoría de las personas que conozco, lectoras frecuentes o no, aseguran amar la poesía y considerarla importante en el desarrollo de los jóvenes y de los niños. Sin embargo, los números de los cortes de ventas de las librerías y de las editoriales nos revelan que la poesía es lo que menos se vende. De hecho, un fuerte ingreso al que puede aspirar un poeta vendrá de obtener un premio nacional, internacional, de dar conferencias y clases, pero las regalías de un libro de poesía no suelen ser suficientes para sobrevivir un año con los gastos básicos.

En las escuelas de nivel básico se leen los libros de texto y los pequeños asomos de literatura que en ellos aparecen. En las bibliotecas escolares suelen existir un número suficiente de títulos adecuados para los alumnos de una primaria o una secundaria. yudaenaccion.org.pe Durante el bachillerato las cosas se complican mucho para los que no adquirieron hábitos de lectura en la educación básica, ya que, de forma ideal, habría que leer mucho a los clásicos –mucho y a muchos de ellos–. Después, en la universidad vendrán las lecturas especializadas, complejas y de enorme detalle, lecturas que también requerirán habilidades en la síntesis y en las metodologías de investigación.

Y todo lo anterior sólo dentro del panorama de las personas que siguieron una carrera universitaria o una vida académica. ¿Qué hay de los millones de ciudadanos que no terminan la educación básica o de los que tienen un oficio que no se ve afectado por leer o no hacerlo? Podemos imaginar qué lee un maestro de historia, de anatomía, de astronomía o de español, suponemos lo que lee un abogado, un médico o un ingeniero. Pero ¿qué lee un zapatero, un vendedor de frutas, el dependiente de una tienda, un peluquero, el conductor de un autobús, un taxista o, incluso, qué lee un ladrón o un preso? ¿Qué lee un niño? ¿Qué leen los papás de un niño?

Qué, qué, qué. Hay una pregunta que me parece más interesante y considero que podremos responderla juntos a través de las siguientes líneas, es el cómo. ¿Cómo leemos?

¿Cómo leemos los mexicanos?

La manera en la que efectuamos las tareas, a veces, tiene más importancia en nuestra vida que los objetivos de dichas tareas. Mucho se dice en la sabiduría popular que lo importante es el subir la montaña y no el llegar o no a la cima. Hay personas –seguro conoce usted a alguna– que no tienen demasiadas habilidades para algo y, a pesar de ello, el goce que les produce la tarea de realizarlo

les ha impedido abandonarlo. Así, existen aquellos que no cocinan los platillos más deliciosos, pero que aman pasar horas en la cocina o intentar una y otra vez con la misma receta. Otros tocan un instrumentos musical con notables problemas y traspiés, pero no lo abandonan por el placer que les produce una sola frase musical bien ejecutada o por la compañía que les hace la música. Yo, por ejemplo, no soy muy hábil al conducir un automóvil, manejo despacio por cierto exceso de precaución y noto cómo los otros conductores se desesperan cuando deben rebasarme o esquivarme; además, como prueba innegable de que no domino el volante, la reversa y estacionarme son todavía para mí un tormento luego de dos décadas de tener licencia para conducir. Y, pese a ello, una de las actividades que más disfruto, que me relaja y que, sin duda puedo decir que amo, es conducir un automóvil.

Si en todos los ejemplos anteriores, incluyéndome, nos dejáramos guiar por obtener resultados excelentes –un platillo delicioso, tocar como un concertista profesional, o llegar a un destino a máxima velocidad en poco tiempo–, es decir, si todo consistiese sólo en alcanzar una meta excelente, es seguro que no realizaríamos ninguna de estas tareas, y con frustración, y cierta ira, las abandonaríamos para no volver a saber de ellas jamás. Llevamos a cabo esas actividades con alegría porque hemos abandonado toda la atención hacia la etapa final, y esa percepción es muy rara en nuestros días en los que la meta, el final, son, casi, la única prueba de éxito. Creo –y tal vez usted coincida conmigo– que muchos mexicanos, consciente o inconscientemente, tenemos la idea de que lo más importante al leer un libro es terminarlo, llegar a la última página a como dé lugar, con aliento o sin él, con disfrute o sin él. Cuántas miles –literal– de veces oímos a nuestro maestro o maestra en la educación básica preguntar con desesperación o inquietud “¿ya terminaron?”. Si a usted, mi respetado amigo, un docente le preguntó alguna vez “¿le gusta la actividad?, ¿la está disfrutando?”, créame, lo envidio.

Pues vaya, yo tengo una postura frente a la lectura, cuestionable, sin duda, pero que muchas personas sostienen en todo el mundo, postura que cada vez, por fortuna, gana más espacio, y que a mí me ha permitido relacionarme con la lectura de un modo que no exagero en llamar placentero, lúdico y mágico. Mi postura es: importa más cómo lees que lo que lees. Y puedo decirlo de otras maneras: No importa la cantidad de lo que lees sino la calidad con la que lees. Una más: Es mejor leer diez veces una sola frase que te cambie la vida que diez libros que detestes. La última, la que puede parecer escandalosa, es: Leer no es llegar al final de los libros.

Leer es un acto creativo

Sí, leer es un acto creativo, lo mismo que dibujar. morelos.gob.mx Puede que haya quien piense que sólo el acto de la escritura está relacionado con la creatividad y no así la lectura, pero en realidad son ambos y la tarea creativa al leer requiere un ritual personal, un método que cada uno debe descubrir y, por tanto, leer es, o debería ser, un ejercicio de la libertad.

Con base en la afirmación anterior podríamos desarrollar todo un ensayo de cientos de páginas –aunque, en realidad, ya existen textos al respecto–, porque, pese a que no lo parezca, la libertad es un problema o, por decirlo de otro modo, si bien sobrentendemos que la libertad es un derecho humano fundamental, no por ello todos la ejercen o no en el total de aspectos de nuestra vida. Somos esclavos de muchas cosas, como el teléfono celular y sus redes sociales, el trabajo –si lo odiamos–, nuestras deudas adquiridas y sus intereses, a veces incluso de personas queridas –peor si ellas no nos quieren– y, por desgracia, muchos mexicanos crecen con la idea de que leer es un acto de sometimiento, de pérdida de la libertad, de esclavitud y de condena. La condena podemos definirla así: Cualquier libro que se comience debe terminarse. Igual que un preso debe cumplir su sentencia hasta el último día. Y en las prisiones hay reglas de buena conducta que se deben seguir –bueno, lo suponemos–; así, muchos creen que al iniciar la condena de leer hay que seguir reglas establecidas, porque nadie en la cárcel podría ir a su celda a dormir a la hora que quisiera o presentarse en el comedor sólo cuando tenga hambre.

No, no hay libertad. Muchos leen así, con un reglamento impuesto no sé dónde –supongo que en la escuela o en el imaginario académico–. Claro, muchos maestros, con la mejor intención del mundo –pese a que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones–, lo mismo los padres y familiares –aunque nunca lean–, nos piden “cuidar” los libros. ¿Cuidarlos de qué? De nosotros mismos. Bajo esta fórmula la batalla está perdida. Si el libro debe cuidarse de mí, el libro está en mi contra. Sí, sabemos que para muchos –de ninguna manera generalizo– tener un libro en las manos provoca una sensación de pesadez emocional y una voz interna dice: “Qué flojera, ¿cuándo voy a terminar esto?” o, de manera maquiavélica, se preparan para buscar un resumen en el controvertido internet.

Entre las desafortunadas reglas que los bienintencionados nos imponen, podemos encontrar joyas como –desde luego es sarcasmo– “los libros no se rayan”, “los libros no se doblan”, “los libros no se recortan”, “los libros no se maltratan”, “los libros no se ponen en el suelo”. Imagine por un momento que

medium.com esas reglas cambiaran para enunciarse de manera absolutamente contraria. “Los libros se rayan”, “los libros se doblan”, “los libros se recortan”, “los libros maltratados todavía funcionan”, “los libros pueden ponerse en cualquier parte”. Pensaríamos, podría asegurarlo, que los libros son estupendos amigos, pero de verdad, no como frase de promoción de la lectura de algún politiquillo corrupto que no lee ni el Libro vaquero. Con las primeras reglas los libros, en vez de amigos, parecen generales o personas regañonas, y los libros son como los perros, los mejores amigos del hombre. Alguna vez me enseñaron que el amor egoísta era como el de los gatos, que son huraños, independientes y un poco altaneros –además de adorables y seductores–, mientras que el amor incondicional es el que nos dan los perros, que aman con locura y desenfreno a sus dueños y todo les perdonan. Los niños y muchos adultos aman a los perros. Si aceptáramos que los libros nos aman igual que los perros, muchos mexicanos amaríamos con locura la lectura.

Yo soy escritor. Quizá uno muy malo porque no he publicado mucho ni ganado muchos premios, pero escritor al fin y al cabo. Aprendí –y sigo en el aprendizaje– a escribir con la lectura. Y soy un escritor que en la niñez y parte de la adolescencia odió los libros. Sí, me parecían aburridos, insoportables e interminables. El camino para amarlos fue largo y lento. No me quejo, pero si alguien a temprana edad me hubiera hablado diferente de los libros, los habría amado antes. No importa. Esas personas a las que me refiero en la oración anterior existen hoy en día –por fortuna– y las considero indispensables para en realidad sembrar el hábito de la lectura, desde la infancia hasta las personas adultas mayores. Me refiero a los promotores de lectura. Yo no conocí jamás a un promotor de lectura, me encontré con los maestros regañones y hube de descubrir la verdad por mí mismo; por eso que hoy me gusta compartirla.

Ya en la adolescencia comencé con las comedias de Molière. ¿Por qué comencé a leer teatro? Porque fui al teatro. Asistí a una función de El avaro, dirigida por el célebre José Solé y protagonizada por un actor cuestionable para ese clásico de la dramaturgia: Rafael Inclán. Inclán, un emblema del cine de ficheras, protagonizaba un clásico y lo hacía de manera magistral, un Harpagón de cátedra. Y ver a ese actor que se asociaba con el cine de baja calidad enunciar los textos de la más alta factura que se han escrito me reveló la humanidad de la

literatura. La literatura no es para un grupo especial de personas ni habla sólo de las maravillas de la humanidad. Luego de esa experiencia leí todas las comedias de Molière que me fue posible y reía sin parar. Pero hay algo que me hace recordar esas horas de lectura con un enorme deleite: todas las interminables imágenes que pasaban por mi cabeza al leer los textos y crear mis propias producciones de esos dramas. No por casualidad, entonces, he vivido muchos años del escenario, del teatro y de la ópera. Amé, en verdad amé, aquellos libros de comedia al grado que terminaron por definir mi vida y vociones.

Y años más tarde, en la biblioteca de Mireya Cueto –mi inagotable referencia–, al hojear sus libros, me encontré innumerables rayones y notas, algunos realizados con lápiz, otros con tinta e, incluso, algunos con marcatextos sobre ediciones originales. Había páginas dobladas en lugares donde existía algo importante para recordar y algunos dibujos sencillos en no pocas secciones de los libros. Varias de las imágenes que decoraban la casa de Mireya habían formado parte de un libro y ahora eran admiradas por horas, días y meses por aquellos que visitaban su casa.

En mis años de maestría conocí a una amiga, Rita, con quien trabajaba en la Secretaría de Educación Pública y a veces me invitaba a trabajar en su hermosa casa porfiriana de la calle de Zacatecas en la colonia Roma. Para organizar sus sesiones de estudio e investigación, Rita, una mujer brillante de más de setenta años, recopilaba todos los libros que consideraba que le serían útiles y después los colocaba en el suelo y los distribuía para consultar cualquiera de ellos en el momento necesario. Es obvio que ella también se sentaba en el suelo y me hacía sentir que estaba realizando con ella alguna tarea en equipo para alguna asignatura de la secundaria.

Cuando Mireya o Rita me prestaron libros –que sí devolví–, me encontré con sus notas al leerlos y, entonces, mi diálogo mental de lectura ya no sólo era con el autor, sino también con mis amigas, quienes coincidían con algunas ideas del texto, planteaban dudas, se manifestaban en desacuerdo o, incluso, sin miedo, mejoraban dichas ideas al replantearlas.

Fue entonces, hasta mis años de estudios de licenciatura, cuando me armé de valor para replantear mi manera de leer, porque la frase “leer es un acto creativo, lo mismo que dibujar” no es mía, es de un maestro de la Universidad Autónoma Metropolitana, del cual sólo recuerdo su apellido, Kuri, y que me enseñaba alguna materia teórica cuando intenté formarme como diseñador gráfico. La frase salió a colación porque los alumnos de la carrera de Diseño se quejaban con el profesor por dejarnos demasiado material para leer. Cuando le escuché decir aquellas palabras, muchos años de sostener una técnica de lectura se cayeron por la borda. Que me dijeran que leer era crear causó una explosión en mi cabeza, porque crear era una actividad a la que estaba más acostumbrado y que relacionaba mucho con el placer. Y en ninguna parte había

aprendido a crear, fui autodidacta en ese aspecto. Ya escribía mucho por esos años, teatro y poesía principalmente. Es posible que aquellos escritos hayan sido de una calidad muy pobre, pero comencé a generar oficio y placer. Me reía al escribir las escenas de mis obras y siempre escuchaba mi música favorita; trataba de plasmar los estímulos musicales en los diálogos y en los versos. Ese era mi ritual. Escribía mejor por las mañanas que por las tardes o las noches. Tampoco sabía nada de actuación o de producción teatral y tuve que aprender a raíz de muchos errores.

Después vino el desafiante momento de tomar una pluma y disponerme a leer un libro y rayarlo sobre las ideas que más llamaran mi atención. La lectura se convirtió en una experiencia placentera y emocionante. Y no exagero ni hablo en sentido figurado. Remarcar una idea que me parecía brillante era como tomar una taza de café junto al autor. Escribir mis ideas sobre las páginas o doblar donde sabía que podría llegar rápido a determinado pensamiento me llenaba de una emoción importante. Para describirlo de otra manera, esa forma creativa de leer me recordaba los momentos en los que deseas mucho acercarte a una persona que parece inalcanzable y un día, finalmente, la puedes tocar y pasar tiempo con ella. Aprendí que se puede leer en la penumbra de la noche, acostarse en la tarde y que no importa que el sueño sólo te deje leer una página o que se pude leer sobre la cama con las piernas apoyadas en la pared. Aprendí, pues, que leer nos puede volver creadores a todos y que así como existen muchas reglas chocantes para leer, reglas que se parecen más a recetas de cocina –como “lea quince minutos al día” o “lea algo que le requiera concentración”–, también hay reglas que usted puede descubrir y aplicar.

Locas recomendaciones

Busque usted imágenes de varios escritores en sus estudios o en sus sesiones de trabajo, encontrará, a la par de los clichés del escritor en su máquina de escribir rodeado de libros, a personajes como Roald Dahl –amado por todos– en un cómodo sillón, con una mesita encima y los pies cobijados, al lado de sus teléfonos. Y de Ray Bradbury en medio de una habitación repleta de objetos extraños que le generaban ideas para sus fabulosas historias. ¿Quiere rayar sus libros? Ráyelos, puede usar pluma, lápiz, plumones, crayones, marcadores, carbón, pasteles, pinceles o hasta rímel para las pestañas. Subraye esas frases que le

morelos.gob.mx

Shutterstock enriquecerán la vida y a las que habrá que volver en un momento de emergencia. Porque esas frases que usted eligió, amigo o amiga, quedarán grabadas en su interior y representan –sin importarme que megalopolismx.com se oiga cursi– el único tesoro que le acompañará toda la vida y que nada, absolutamente nada, ni una bala calibre 38, podrá arrebatarle, a diferencia de su casa, su trabajo, sus ahorros, su auto, sus amigos, su pareja, sus hijos o su prestigio. Los libros le mostrarán su riqueza interior e insondable. Doble las páginas de los libros, porque ese doblez será su llave para entrar a la habitación de la luz; de no hacer el doblez por pereza, no volverá a buscar esa habitación representada por los párrafos de un libro. O use etiquetas, hay de muchos tamaños y colores y convierten a los libros en la perpetua fotografía de una fiesta llena de confeti o fuegos artificiales.

Y puedo mencionarle más cosas que se vale hacer al leer. Si a usted le encanta la música, ponga música al leer, hay gente que puede con ambas cosas. O quizá le gusta la música de su voz o resaltar la música que ya está en el texto y le place leer en voz alta, no sienta pena y ¡hágalo! Lea en voz alta, cambie de timbre en cada personaje e impregne de emoción la lectura; párese, use un disfraz, camine, corra, súbase a una silla, acuéstese y tóquese lo que quiera tocarse. Y hay más. Si un libro no le gusta, abandónelo sin remordimiento, no llegue al final ni a la mitad, aunque sus amigos le digan que es un texto maravilloso. Sigo. Puede empezar un libro por donde quiera, lea sólo el último capítulo si así lo desea o consulte el índice y vaya sólo a lo que le llame la atención. Leer es jugar. Busque las reglas de su propio juego. Es más, la lectura es una tarea en la que se puede ser infiel: lea muchos libros al mismo tiempo aunque no termine ninguno, no pasa nada, lo único que pasa es que lo mucho o poco que lea se vuelve una experiencia significativa y no un bla-bla-bla que pasa por horas, días y semanas en su cabeza. Dibuje en los márgenes del libro lo que la lectura le inspira, yo qué sé, sólo espero que se anime a encontrar su camino como lector, lea cinco minutos o cinco horas al día, lea en el baño –aunque no lo recomiendan los médicos–, lea en el transporte, oiga en el auto un audiolibro, lea en las vacaciones, en la soledad de un café, después de hacer el amor –o antes o al hacerlo– o lea a escondidas por lo disparatado que puede resultar su forma de leer, pero lea, porque usted merece preservar los milenios de sabiduría que ha cultivado su especie. Usted es digno de ello.

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