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Desde el silencio V John Kennedy Toole: Rechazo y decepción

del aula

Desde el silencio V

JOHN KENNEDY TOOLE: RECHAZO Y DECEPCIÓN

Gerardo de la Cruz*

www.litteratureetculture.com Cuando en abril de 1981 recibió el Premio Pulitzer La conjura de los necios, una novela satírica que caricaturiza a la clase media de Nueva Orleans de los sesenta, protagonizada por Ignatius J. Reilly, un neurótico holgazán, un narcisista que se cree genial, habían pasado más de diez años desde el suicidio de su autor, John Kennedy Toole. El texto había sido leído con singular atención por uno de los editores más prestigiados de los Estados Unidos, Robert Gottlieb, de Simon & Schuster, quien, aunque reconocía su calidad literaria, le auguraba una pobre venta si no retrabajaba la novela para darle sentido. Ésta es, quizá, la más terrible y común de las tragedias que debe enfrentar un escritor, primerizo o experimentado: el rechazo y la decepción frente al aplastante argumento comercial “no vende”, porque el negocio de una editorial no está en hacer literatura –eso es trabajo del autor–, sino en hacer libros que se vendan y, desde luego, que el público lector, ese ente rebelde, de gusto caprichoso e impredecible, los compre. A lo largo de esta serie hemos visto casos de escritura secreta, de obsesiva perfección artística, de censura y de escapismo; algo de eso comparte la historia de Toole con las anteriores, pero su final adquiere tintes de cruel ironía cuando se comprueba que, si algo tuvo La conjura, fue un éxito comercial inmediato.

El genio de mamá

John Kennedy Toole nació en Nueva Orleans, Louisiana, el 17 de diciembre de 1937. Había llegado a los brazos de su madre, Thelma Ducoing, como llegó La conjura de los necios al público, con diez años de retraso, cuando los médicos le habían asegurado que ya no podría tener hijos. Thelma pertenecía a una de esas familias pione-

* Escritor. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. ras y heroicas de la Louisiana francesa que, al paso de los años, de generación en generación, lo habían ido perdiendo todo, salvo el prestigio del árbol genealógico. En 1922 comenzó a salir con John Dewey Toole, un tipo brillante y encantador, mayor que ella por tres años, que tenía entre sus méritos el haber recibido una beca para estudiar en la Universidad Estatal de Louisiana, en Baton Rouge, por haber ganado un concurso de oratoria, pero la desgracia de habérsele atravesado la Primera Guerra Mundial, enlistarse

en el ejército y abandonar para siempre los estudios, sintiendo que tenía un futuro prometedor como vendedor de refacciones de autos en una de las cadenas más importantes del estado. Cinco años duró el cortejo, y a pesar de todo, el matrimonio agrió la relación en poco tiempo. Thelma, que presumía de su linaje, se sentía superior a los Toole, descendientes de irlandeses inmigrados durante la Gran Hambruna de 1840, y es posible que le exigiera demasiado a su marido, y éste, al no responder a sus expectativas, se fue opacando junto con su futuro prometedor, de tal suerte que, cuando nació su hijo, fue naturalmente desplazado por Thelma. Por otra parte, durante esos primeros diez años de matrimonio, Thelma, que había estudiado Arte dramático y dicción, tuvo el coraje de comenzar a ganarse la vida como maestra, en medio de una sociedad retrógrada que, en el terreno de la enseñanza, a las mujeres casadas sólo les permitía dar clases particulares.

La vida de un niño en el seno de un matrimonio que bordea los cuarenta es muy diferente a la de uno nacido de una pareja veinteañera, empezando por el hecho de que tener un hijo a esa edad –hablamos de finales de los 1930– era visto punto menos que como un milagro. Esta circunstancia reforzó en Thelma la idea de que el pequeño Kenny estaba predestinado. “Y no me equivocaba”, afirmaría en diversas entrevistas años después. Ella se ocupó de darle un sentido artístico a la educación de Ken, y el chico respondió con creces. Tocaba el piano, cantaba, actuaba, hacía imitaciones, apreciaba la música culta, se volvió un lector voraz y, desde luego, comenzó a escribir… Era un estudiante de excelencia y todo lo que Thelma esperaba que fuera. En tanto, su papá se resignó a verlo crecer como quien ve los toros desde la barrera.

Los biógrafos de Kennedy Toole tildan de sofocante y sobreprotectora la relación que tenía

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John Kennedy Toole nació en Nueva Orleans, Louisiana, el 17 de diciembre de 1937

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Thelma Ducoing Colección de fotos: Louisiana Research Collection, Tulane University

Páginas del borrador mecanografiado de La Biblia de neón

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con su madre, incluso hay quienes se refieren a ella con virulencia, como si le hubiera arrebatado a su hijo la fama, y, como en el caso de Kafka, hay que tomarla con reserva y distancia. Las relaciones padres-hijos sin duda son determinantes en la personalidad de estos últimos, pero todas están llenas de matices, con momentos tensos y de confrontación, así como de cosas positivas y luminosas. O no, lo cierto es que la crítica necesita explicar la singularidad como si fuera una anomalía, que, vaya coincidencia, siempre termina echando raíces en alguna discapacidad física, en la falta de habilidades sociales (el escritor en su “torre de marfil” es un ejemplo de ello) o en relaciones conflictivas con los padres. Un escritor con el inmediato éxito que alcanzó Toole no fue la excepción a la regla, y su estrafalaria madre de ochenta años, que hablaba llena de orgullo de la “obra maestra” de su “elegante y educado” hijo, que se jactaba de haberlo criado en el camino correcto, parecía confirmar que la relación entre el protagonista de La conjura de los necios e Irene Reilly, su madre, retrataba precisamente la de Thelma y Ken, pero él mismo desmintió esto, sin que nadie le preguntara:

Hay suficiente y aburrido despliegue de “sí mismo” en las obras publicadas estos días, y no creo que sea una buena idea añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo: no creo ser lo

suficientemente interesante para ello. Sólo puedo hacer lo que este libro representa: escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que he visto y vivido (Gallego, 2011).

El joven escritor

La vocación literaria de John Kennedy Toole se manifestó tempranamente, no como mera distracción o actividad escolar, sino con la seriedad y disciplina que implica concluir un libro y someterlo a concurso. Entre los 15 y 16 años, influido por una de sus autoras predilectas, Flannery O’Connor, escribió La Biblia de neón, su primera novela, protagonizada por un joven adolescente que vive en medio de una familia sureña de los Estados Unidos, oprimida por su comunidad y c o n f ro n t a d a p o r l a t í a M a e , u n a d e s p a r p a j a da señora de sesenta años que se pasea por el pueblo haciendo gala de vestidos provocadores por sus brillantes colores, evocando sus días de gloria como cantante. Una historia que intenta evidenciar a los conservadores sureños y el fanatismo religioso. La trama revela, para un adolescente de 16 años, no sólo el talento del autor sino su olfato crítico y una aguda capacidad de observación, aunque todavía no se atreve a explotar la vena satírica de la que hará gala en La conjura de los necios. El libro no ganó el concurso para el que fue escrito y, creyéndolo un trabajo deficiente, lo abandonó en lo alto de un armario.

A pesar de ello, destacó en varios certámenes literarios del colegio y, al igual que su padre, en concursos de oratoria y de debate. Como estudiante de excelencia que era, le fue concedida una beca para continuar su educación superior en la Universidad Tulane, donde se graduó en Letras, después de un intento fugaz por cursar I n g e n i e r í a , q u e d e s c a r t ó p o r s e n t i r q u e l o a l e j a ba de la cultura. Y enseguida comenzó, a los 22 años, su vida profesional como profesor asistente en la Universidad de Louisiana. Luego optó por una plaza como maestro en el Hunter College, de Nueva York, a donde se trasladó para estudiar un máster en la Universidad de Columbia. Hasta que en 1961 fue reclutado por el Ejército y destacado en Puerto Rico, donde finalmente pudo dedicarse a la obra de su vida, sin preocupaciones económicas y lejos de presiones familiares. El mismo Toole lo cuenta en una carta a su editor:

Durante el día, trabajaba tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un doctorado para hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos (Gallego, 2011).

En efecto, la escritura de su obra capital había comenzado en 1959 y había encontrado el espacio para desarrollarla con plenitud durante su estancia en Puerto Rico, donde Toole gozaba,

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John Kennedy Toole en Washington, D. C., mayo de 1954 Colección de fotos: Louisiana Research Collection, Tulane University

John Kennedy Toole en Puerto Rico Colección de fotos: Louisiana Research Collection, Tulane University

gracias a su grado de supervisor de instructores, de una habitación propia. Un amigo le prestó la máquina de escribir y avanzó con toda libertad en la redacción de esa sarcástica novela. Cuando Toole terminó el servicio militar, “había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente avergonzado”. Hasta que el asesinato de John F. Kennedy, en noviembre de 1963, y el regreso a

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Toole escribe a sus padres en 1962 sobre la muerte de Marilyn Monroe, de la que estaba enamorado

casa lo sumieron en una severa depresión (supongo que llamarse igual que el presidente lo confrontó de alguna manera), aunque pronto se recuperó y en febrero de 1964 logró concluir la primera versión de La conjura, que sería rechazada por todas las editoriales comerciales a las que fue propuesta en su momento, y a lo cual Thelma Toole atribuyó el suicidio de su hijo.

La conjura de los necios y el viaje hacia el suicidio

A su regreso a Nueva Orleans, el panorama que Toole se encontró era ingrato y desfavorable. Su familia atravesaba una dura crisis financiera, los ingresos de Thelma como maestra escaseaban y su padre estaba quedándose sordo y tenía ataques de ansiedad y paranoia. Kennedy tenía que tomar varias decisiones para enfrentar el presente y definir su futuro. Así, aunque sabía que era necesario obtener un doctorado para lograr algo medianamente redituable en su vida profesional, optó por conseguir un trabajo como maestro en un colegio católico para señoritas, algo sin retos, que le exigiera poco; uno de esos trabajos que pueden resultar increíblemente frustrantes cuando las verdaderas ambiciones de uno están en otra parte y pasa el tiempo y nada de lo que uno ha planeado se realiza; un trabajo, no obstante, que le permitía cubrir los gastos de la casa y concentrarse en la escritura de La conjura, sobre la cual había volcado todo su talento y depositaba grandes esperanzas. La primera versión fue enviada a varias casas editoriales, según Toole, pero solamente tomó en cuenta la respuesta de Robert Gottlieb de Simon & Schuster, la editorial donde publicaban varios de los escritores contemporáneos que más habían impresionado a Kennedy. Gottlieb le confirmaba su interés por publicar La conjura, pero tal como estaba, no. Era necesario trabajar el manuscrito.

La era digital ha cambiado esto, pero antes el primer contacto, el único, que tenía un libro con esa entidad llamada lector era el editor. El editor es quien materializa un manuscrito en un libro y desempeña diferentes funciones en su hechura, desde revisar su correcta escritura hasta proponerle cambios de fondo al autor; siempre a la sombra de éste, puede ser el responsable del éxito o el fracaso de una casa editorial, de los aciertos y los grandes tropiezos en su papel de Gran Intérprete de los deseos del lector y Gran Jurado de la literatura. Es una posición demasiado pretenciosa que Robert Gottlieb asumía con l a s u f i c i e n t e d e c i s i ó n c o m o p a r a d e v o l v e r u n manuscrito, y la necesaria humildad como para solicitar una segunda opinión. Y por la interes a n t e c o r re s p o n d e n c i a q u e s o s t u v o c o n To o l e , entre junio de 1964 y enero de 1966, queda claro que su intervención le permitió a Ken advertir y corregir importantes defectos de la obra.

Gottlieb no quería dejar escapar la novela, pero quería asegurarse de que se vendiera, y por ello trataba de hacerle ver a Toole que su gale-

ría de personajes y episodios no bastaba para convertirla en un libro vendible, le pedía que “le diera sentido”, que tuviera una razón de existir. ¿Qué le pedía exactamente? Para nosotros es difícil entenderlo, pero Toole sí lo comprendió. Lo que el autor había hecho, al parecer, era una sucesión de sketches tragicómicos con personajes pintorescos que se trenzaban en un final abierto. La primera reescritura de la novela le permitió a Toole justificar a sus personajes; la segunda, las subtramas. Sólo faltaba añadir lo fundamental, el sentido último del libro, aún invisible. Seguramente Kennedy Toole se planteó ese problema con seriedad y no supo cómo resolverlo sin traicionar el espíritu del texto, porque su intención era elaborar un retrato de Nueva Orleans, reírse de ese universo y sus personajes absurdos. Toole había pintado una pipa y Gottlieb le pedía que le diera significado a su pintura para poder venderla; pero, citando a Freud, “a veces una pipa es sólo una pipa”.

El título original de la obra es A confederacy of dunces, cuya traducción literal sería Una confederación de tontos, y se desprende de una sentencia de Jonathan Swift: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, es posible reconocerlo por esta señal: todos los tontos se confederan en su contra”. Y ésta es la premisa que da vida al pícaro Ignatius Jacques Reilly, el “verdadero genio” incomprendido que tiene a todos en su contra, enajenado por el mundo moderno –añora la Edad Media–, cuando un día se ve obligado a conseguir trabajo, y desde luego, cada una de sus incursiones en la vida laboral termina siendo un desastre. A lo largo de la historia, el protagonista va interactuando en distintos escenarios de Nueva Orleans con diversos personajes simbólicos, especialmente Irene, su mamá, quien termina solicitando que lo internen en el manicomio, y una chica judía llamada Myrna Minkoff, existencialista, con la que Ignatius se cartea, y a la que Gottlieb le ponía reparos. Explica Toole:

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Robert Gottlieb

No es una autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una

manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas (Gallego, 2011).

El conjunto ofrece una crítica subida de tono de una de las ciudades más icónicas de los Estados Unidos, pero también es un sinsentido manifiesto contra la modernidad. Y como suele s u c e d e r c o n e s t o s e j e rc i c i o s l i t e r a r i o s b i e n e j e cutados, la Nueva Orleans de Toole cobró vida propia en La conjura. Sin saber a ciencia cierta qu é h a c e r p a r a s a t i s f a c e r l a s e x i g e n c i a s d e s u e d i t o r y p u b l i c a r f i n a l m e n t e e l l i b ro , p u s o a d e s c a n s a r l a n o v e l a a l l a d o d e L a B i b l i a d e n e ó n sobre su armario. Mejor dicho, a juzgar por lo que sucedió después, la abandonó. Al paso del tiempo, a decir de sus amigos, su carácter se fue agriando; comenzó a beber más de lo común y aseguraba que le querían robar su obra en Nueva York, mientras en casa buscaba dispositivos para leer el pensamiento.

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Walker Percy Colección de fotos: Louisiana Research Collection, Tulane University

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Primera edición del libro A confederacy of dunces (La conjura de los necios)

Luego, la muerte y su halo de misterio. Al parecer, a principios de 1969 había decidido tomarse una licencia de trabajo, con el riesgo de perder el empleo, lo cual derivó en un fuerte enfrentamiento con Thelma. Al día siguiente, el 20 de enero de 1969, retiró 1500 dólares del banco, regresó a casa por algunos efectos personales, habló con su padre –Thelma no estaba– y se marchó sin decir más. Dos meses después, durante los cuales fue de aquí para allá por la carretera, el 26 de marzo fue hallado muerto en su auto a las afueras de Biloxi, Mississippi; había convertido su viejo Chevrolet en una cámara de gas con una manguera conectada al escape del auto en marcha.

La obstinada Thelma

No quiero imaginar el momento en que la policía se presentó a la puerta de los Toole para informarles de la muerte de su hijo y entregarles la nota de despedida que les había dejado. En un arranque de negación, Thelma d e s t r u y ó e s e m e n s a j e f i n a l y c a l i f i c a r í a s u c o n t e n i d o , t i e m p o d e s p u é s , c o m o “ d e s v a r í o s d e u n loco”. También dejó algunos documentos que la policía de Biloxi archivó, en espera de que los reclamaran, pero cinco meses después un huracán se llevó cuanto John Kennedy Toole dejó como testimonio de su viaje hacia el suicidio.

En 1972 murió su padre, John Dewey, y Thelma y su dolor se quedaron solos. Hasta que recordó el manuscrito de La conjura (no le era desconocido) y se propuso publicarlo. Una y otra vez le dijeron “no”, y con cada negativa “sentía que moría un poco”, pensando cómo se habría sentido Kenny durante el inacabado proceso de edición de su libro, y responsabilizaba a Gottlieb de la muerte de su hijo. Tal vez la intervenc i ó n d e l e d i t o r h a y a a g o b i a d o a l a u t o r, p e ro a decir de éste, fue benéfica para la obra. Sin em-

bargo, todo ese trabajo es posible que haya sido en balde, pues se desconoce cuál versión publicó la señora Toole.

Un día de 1976 Thelma se enteró de que cierto escritor de renombre, Walker Percy, daría una c o n f e re n c i a e n l a U n i v e r s i d a d d e L o y o l a , e n Nueva Orleans, y se le presentó con el manuscrito de Ken bajo el brazo, rogándole que le diera su opinión al respecto: “Soy la madre de este genio –le dijo–, tal vez estoy prejuiciada, pero le aseguro que esta novela es una obra maestra”. Lo que sigue es historia perfectamente consignada en el prólogo de Percy a La conjura de los necios: el escritor comenzó a leer y no tuvo más remedio que admitir que Thelma tenía razón y, durante cuatro años, persiguió la publicación de la obra, que finalmente halló acogida en la imprenta de la Universidad de Louisiana, alma mater de John. El libro que aseguraban que sería un fracaso comercial, se impuso en el mercado editorial y no sólo se convirtió en un inusitado éxito de ventas, tomando en cuenta que provenía de una imprenta universitaria, sino en un clásico contemporáneo de la literatura estadounidense.

C e r t i f i c a d o e l d i f u n t o J o h n K e n n e d y To o l e c o m o b e s t s e l l e r, l a p u b l i c a c i ó n d e L a B i b l i a d e neón en una editorial comercial en 1989 sólo encontró obstáculos legales, puesto que su autor había muerto intestado. Aunque esta victoria ya no pudo saborearla Thelma, muerta a los 83 años en agosto de 1984, fue el último triunfo de los Toole sobre los dictados del mercado.

Escribir a pesar de todo

¿Qué demonio alienta a las personas a seguir escribiendo, a continuar ese diálogo imaginario con su informe lector desde la intimidad de su libreta de apuntes? Creo que no hay respuesta satisfactoria o cabal a esta pregunta. Sin embargo, estas rápidas visitas a la vida de algunos es-

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Thelma Ducoing firmando un ejemplar del libro de su hijo, A confederacy of dunces (La conjura de los necios) Colección de fotos: Louisiana Research Collection, Tulane University

critores publicados póstumamente nos revelan su necesidad imperiosa, urgente, de comunicarse, de transformar la realidad a través de la palabra y el deseo de que otros vean el mundo con los ojos de su imaginación.

Pienso en la secreta literatura de Emily Dickinson, t o t a l m e n t e a j e n a a l a m a q u i n a r i a d e l mercado editorial, en contacto permanente y armonioso con la poesía; en la aciaga persecución de la perfección artística de Franz Kafka, cuyas inseguridades y exigencias alentaban su deseo d e re d u c i r a c e n i z a s c u a n t o h a b í a e s c r i t o ; e n el desafortunado caso de Sigizmund Krzhizhanovsky, resignándose a las sombras, cuya obra m a g n í f i c a a p e n a s c o m i e n z a a c o n o c e r s e , t r a s h a b e r sido archivada por su escasa “utilidad social” durante el régimen soviético; en la optimista rebeldía de Anne Frank, que en medio de su tragedia encontró en la escritura una forma de sobrevivir a la persecución y al olvido; en el d e s a s o s i e g o d e To o l e y s u d e s c o n c i e r t o f re n t e a una obra que debía reescribir para que fuera

rentable, sometido por el juicio tramposo de la maquinaria comercial. ¿Cuántas páginas maravillosas de autores con historias similares se habrán perdido? Quizás en algunos años nos enteremos de nuevos casos de letras rescatadas del silencio al que fueron condenadas por sus autores o las circunstancias; quizá pocas incidan en la historia de la literatura, que es incidir en la historia de la humanidad; pero estoy convencido de que todas, si sabemos leerlas, si estamos dispuestos a escuchar a sus autores, alimentarán nuestro espíritu.

Querido lector:

Los libros son hijos inmortales que desafían a sus progenitores. Platón

Descubro, estimado lector, que he ido habituándome al agitado ritmo de la vida oficinesca, adaptación de la que no me creía capaz. No hay duda, desde luego, de que en mi breve carrera en Levy Pants, Limitada, he logrado introducir varias innovaciones prácticas y eficientes. Los lectores que sean también trabajadores administrativos y estén leyendo este penetrante diario en el descanso del café, o en otra circunstancia similar, deberían tomar buena nota de una o dos de mis innovaciones. Dirijo también estos comentarios a los funcionarios y a los ricachos en general.

He dado en llegar a la oficina una hora más tarde de lo que allí se me espera. En consecuencia, me encuentro muchísimo más reposado y fresco cuando llego, y evito esa primera hora lúgubre de la jornada laboral en la que los sentidos y el cuerpo entorpecidos aún por el sueño convierten cualquier tarea en una penitencia. Considero que, al llegar más tarde, mejora notablemente la calidad del trabajo que realizo.

De momento, debo mantener en secreto la innovación que he introducido en relación con el sistema de archivado, pues es revolucionaria, y he de comprobar los resultados antes de revelarla. En teoría, la innovación es magnífica. Sin embargo, he de decir que esos papeles viejos y amarillentos que se guardan en los archivos constituyen un peligroso riesgo de incendio. Un aspecto más especial, que quizá no tenga aplicación en todos los casos, es que mis archivos son, al parecer, domicilio de insectos y animales diversos. La peste bubónica es algo que resultaba natural en la Edad Media. Pero creo que contraerla en este espantoso siglo tan sólo resultaría ridículo. La conjura de los necios (fragmento)

Referencias

GALLEGO, S. (2011). Cartas cruzadas. Correspondencia entre

John Kennedy Toole y Robert Gottlieb. En: El Malpensante, mayo [en línea]: <elmalpensante.com/articulo/1907/ cartas-cruzadas> [consultado: 22 de febrero de 2021]. TOOLE, J. K. (2007). La Biblia de neón. Introducción de W. Kenneth Holditch, traducción de Jordi Fibla Feito. Barcelona:

Anagrama. (1992). La conjura de los necios. Prólogo de Walker Percy, traducción de Ángela Pérez y José Manuel Álvarez.

Barcelona: Anagrama.

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