Periodico 79

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Campus Universitario

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FACET JURÍDIC Nº 79

Enero-Febrero de 2017

E-mail: facetaj@edileyer.com

Valor $ 7.500

UNIACADEMIA

ISSN 1900-O421

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Independencia y autonomía en el ejercicio de la actividad jurisdiccional Presupuestos para el cabal funcionamiento de la administración de justicia

La independencia y autonomía en el ejercicio de la actividad jurisdiccional son presupuestos esenciales e ineludibles para el cabal funcionamiento de la actividad de administración de justicia, bien sea de carácter permanente o temporal. Esto bajo el entendido que la labor de adjudicación está basada, exclusivamente, en la comparación que realiza el juez entre los hechos y el ordenamiento jurídico aplicable, actividad de la que debe surgir una decisión que sirva a los intereses del Derecho y del orden justo. Es con base en esta perspectiva que el inciso primero del artículo 230 C.P. establece que los jueces, en sus providencias, solo están sometidos al imperio de la ley. La previsión normativa expresa de la independencia y autonomía judicial la presenta el derecho internacional de los derechos humanos. En efecto, el artículo 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, disposición integrante del bloque de constitucionalidad, es específico en prever que “toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter.” De manera similar, el artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el cual también integra el bloque de constitucionalidad, determina que “todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia. Toda persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la substanciación de cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos u obligaciones de carácter civil.” Las condiciones de independencia e imparcialidad de los jueces han sido analizadas por la jurisprudencia constitucional en diversas oportunidades. El aspecto central de este precedente consiste en considerar que tales atributos definen en sí mismos la actividad judicial y son la garantía más importante que tienen los ciudadanos, en términos de confianza en la actividad de adjudicación como instancia pacífica, razonable y definitiva para la solución del conflicto. La independencia e imparcialidad, en ese orden de ideas, refieren a la obligación del juez de resolver los asuntos que se someten a su jurisdicción a partir del Derecho como parámetro objetivo y fun-

dado en el análisis racional y lógico de la evidencia puesta a su consideración. Esto exige, entonces, que el juez esté separado de circunstancias fácticas que desvíen dicho análisis, en las condiciones de objetividad antes señaladas. Como lo ha previsto la jurisprudencia constitucional, “[l]a imparcialidad representa, pues, el principio más depurado de la independencia y la autonomía judiciales o de quien, conforme la Constitución y la ley, le ha sido reconocido un poder de juzgar a otros individuos, pues no sólo lo hace independiente frente a los poderes públicos, sino también, frente a sí mismo (…) se trata de la fórmula con que se recoge la tradición jurídica de la humanidad, desde la cual se ha considerado universalmente como forma de resolver conflictos “la intervención de un tercero, ajeno al conflicto”; pero también se trata de que -aunque con algunas excepciones- los conflictos se resuelvan a través de la manera ofrecida por el Estado, “esto es, mediante la implementación de un proceso adelantado por un juez y con la potestad de hacer cumplir la solución que se impartió al conflicto”. Sin embargo, el mismo precedente ha dejado claro que la independencia e imparcialidad responde, desde una visión contemporánea, no simplemente a la búsqueda de la respuesta única y excluyente que otorgue el derecho legislado a cada supuesto fáctico, sino que es evidente que la labor judicial es esencialmente interpretativa. Esto quiere decir que la independencia e imparcialidad es evaluada en términos de la racionalidad y transparencia del ejercicio hermenéutico del juez. Al respecto, la Corte ha señalado que “la autonomía del juez implica que para el desarrollo de su función institucional, esto es solucionar los conflictos que de acuerdo con su especialidad son sometidos a su conocimiento, deba aplicar el derecho, labor que supone, sin embargo, una o varias operaciones, las cuales se hallan precisamente resguardadas por la garantía de la autonomía funcional. Antes de la adjudicación, el juez atribuye significado a los enunciados normativos, esto es, interpreta los textos en los que aparecen las fuentes. En la gran mayoría de los casos, el juez tendrá la posibilidad de elegir entre dos o más interpretaciones razonables y la autonomía judicial legitima esa elección y protege el criterio interpretativo justificadamente adoptado. (…) Pero no solo la interpretación precede la adjudicación del derecho. Hay también otros actos utilizados en el razonamiento judicial. Antes de aplicar una norma para resolver el caso, el juez también establece jerarquías axiológicas entre principios y pondera su relevancia y peso ocasionales, elige la norma en la

cual se subsumen los hechos, determina la existencia de normas implícitas, derivables solo de un conjunto de disposiciones, etc. Además de esto, al juez en la generalidad de las especialidades le son presentadas pruebas con base en las cuales hallar demostrados los supuestos de hecho que dan lugar a la aplicación de las respectivas reglas, evidencias que, por lo tanto, requieren ser judicialmente valoradas. (…) Tanto en el primer tipo de actuaciones como en la apreciación de los elementos de convicción, el operador judicial está igualmente protegido y le es garantizado un ámbito de independencia.” A partir de estos criterios, el precedente analizado distingue entre dos vertientes en que se expresa la imparcialidad judicial. La primera, de carácter subjetivo, radica en que el juez no debe tener ningún interés personal, directo o indirecto en el asunto, de manera que estos le resulten ajenos y, por lo mismo, no exista ningún factor externo a la valoración judicial para la resolución del caso sometido a la jurisdicción. La segunda, de carácter objetivo, tiene que ver con la necesidad que el caso concreto sea novedoso para el juez, de manera que no haya formulado un juicio concreto sobre el mismo en una oportunidad anterior. En términos de la Corte, “[e]n esa medida la imparcialidad subjetiva garantiza que el juzgador no haya tenido relaciones con las partes del proceso que afecten la formación de su parecer, y la imparcialidad objetiva se refiere al objeto del proceso, y asegura que el encargado de aplicar la ley no haya tenido un contacto previo con el tema a decidir y que por lo tanto se acerque al objeto del mismo sin prevenciones de ánimo”. El contenido expuesto de los principios de independencia e imparcialidad

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2 judicial son compartidos por el derecho internacional de los derechos humanos. En lo que tiene que ver la independencia, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Tribunal Constitucional v. Perú expresó que “uno de los objetivos principales que tiene la separación de los poderes públicos, es la garantía de la independencia de los jueces y, para tales efectos, los diferentes sistemas políticos han ideado procedimientos estrictos, tanto para su nombramiento como para su destitución. Los Principios Básicos de las Naciones Unidas Relativos a la Independencia de la Judicatura, establecen que: La independencia de la judicatura será garantizada por el Estado y proclamada por la Constitución o la legislación del país. Todas las instituciones gubernamentales y de otra índole respetarán y acatarán la independencia de la judicatura.” Asimismo, la concepción objetiva y subjetiva de la imparcialidad, antes explicada, también se refleja en el derecho internacional, particularmente en el ámbito del sistema universal de derechos humanos. Al respecto, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, encargado del monitoreo del cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ha expresado que “[l]a imparcialidad del tribunal y la publicidad de las actuaciones son importantes aspectos del derecho a un juicio justo en el sentido del párrafo 1º del artículo 14. La “imparcialidad” del tribunal supone que los jueces no deben tener ideas preconcebidas en cuanto al asunto de que entiende y que no deben actuar de manera que promuevan los intereses de una de las partes. En los casos en que la ley estipula los motivos para recusar a un juez, corresponde al tribunal considerar ex oficio esos motivos y reemplazar a los miembros del tribunal a los que se haya recusado. Normalmente, no se puede considerar que un juicio viciado por la participación de un juez que, conforme a los estatutos internos, debería haber sido recusado, es un juicio justo o imparcial en el sentido del artículo 14.” Según lo expuesto, la independencia judicial es un requisito esencial de la práctica jurisdiccional en un Estado democrático, a través de la cual se asegura que el juez esté libre de coacción, de cualquier naturaleza e intensidad, en el proceso de adjudicación. Un catálogo comprehensivo sobre los deberes que para el Estado y los particulares se derivan de la independencia judicial se encuentra en los Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura. Si bien este documento no tiene el carácter propio y autónomo de una norma de derecho internacional, en todo caso ha sido utilizado sistemáticamente por tribunales de derechos humanos como criterio interpretativo sobre el contenido y alcance de esta materia. A su vez, la Corte encuentra que dichos Principios guardan unidad de sentido con la manera en que la jurisprudencia constitucional ha contemplado la independencia judicial en el orden jurídico nacional. De allí que conformen un parámetro útil para la comprensión de esta garantía constitucional en el caso del derecho interno. Conforme con este estándar, la independencia del poder judicial se garantiza a partir de los siguientes criterios: 1. La independencia de la judicatura será garantizada por el Estado y proclamada por la Constitución o la legislación del país. Todas las instituciones gubernamentales y de otra índole respetarán y acatarán la independencia de la judicatura. 2. Los jueces resolverán los asuntos que

conozcan con imparcialidad, basándose en los hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes, presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera sectores o por cualquier motivo. 3. La judicatura será competente en todas las cuestiones de índole judicial y tendrá autoridad exclusiva para decidir si una cuestión que le haya sido sometida está dentro de la competencia que le haya atribuido la ley. 4. No se efectuarán intromisiones indebidas o injustificadas en el proceso judicial, ni se someterán a revisión las decisiones judiciales de los tribunales. Este principio se aplicará sin menoscabo de la vía de revisión judicial ni de la mitigación o conmutación de las penas impuestas por la judicatura efectuada por las autoridades administrativas de conformidad con lo dispuesto en la ley. 5. Toda persona tendrá derecho a ser juzgada por los tribunales de justicia ordinarios con arreglo a procedimientos legalmente establecidos. No se crearán tribunales que no apliquen normas procesales debidamente establecidas para sustituir la jurisdicción que corresponda normalmente a los tribunales ordinarios. 6. El principio de la independencia de la judicatura autoriza y obliga a la judicatura a garantizar que el procedimiento judicial se desarrolle conforme a derecho, así como el respeto de los derechos de las partes. 7. El Estado proporcionará recursos adecuados para que la judicatura pueda desempeñar debidamente sus funciones. Ahora bien, la imparcialidad judicial radica en la necesidad que la actividad del juez esté libre de intereses personales o la existencia decisiones previas por parte del mismo funcionario judicial, las cuales vicien o configuren prejuzgamiento frente la potestad de adoptar una decisión objetiva y sujetada exclusivamente a la interpretación del Derecho ante los hechos soportados en el material probatorio correspondiente. El instrumento usualmente utilizado para la evaluación de la imparcialidad del juez es la fijación de un régimen de impedimentos y recusaciones dentro de los procesos judiciales. La jurisprudencia constitucional ha asumido esta materia en varias oportunidades, siendo una de las más recientes la sentencia C-532 de 2015, en la cual la Corte analizó la constitucionalidad de la norma que regula el trámite del recurso de apelación dentro del procedimiento disciplinario, precisamente ante el cargo por presunta afectación del deber de independencia e imparcialidad del funcionario encargado de conocer dicho recurso. Por ende, se hará referencia a las reglas que se extraen de dicho precedente: 1. La previsión de un régimen de impedimentos y recusaciones, tanto en el marco del procedimiento judicial como administrativo, está vinculado con el deber de imparcialidad y transparencia que guía la función pública y, como se ha señalado en precedencia, particularmente la actividad jurisdiccional. Asimismo, este régimen tiene un estrecho vínculo con la protección del derecho al debido proceso, así como la igualdad ante la ley. 2. A pesar de tratarse de mecanismos que guardan unidad de propósito, responden a supuestos diferentes. El impedimento es una expresión oficiosa del funcionario respectivo, el cual “abandona la dirección de un proceso.” En la recusación, en cambio, uno de los sujetos

procesales y ante la negativa del funcionario concernido a formular su impedimento, solicita que se sustraiga del caso. Esto bajo el supuesto que es necesario evaluar “si el interés de quien se acusa de tenerlo es tan fuerte, que despierta en la comunidad una desconfianza objetiva y razonable de que el juez podría no obrar conforme a Derecho por el Derecho mismo, sino por otros intereses personales”. 3. La previsión de normas sobre impedimentos y recusaciones es también desarrollo de obligaciones estatales de derechos humanos, en especial aquellas que vinculan la necesidad de contar con un juez independiente e imparcial a la cláusula de debido proceso. En este sentido, la Sala se remite a las consideraciones hechas en precedencia sobre el contenido y alcance del artículo 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. 4. La jurisprudencia ha sido consistente en concluir que el régimen de impedimentos y recusaciones tiene una importancia central en términos de garantía la imparcialidad del juez. Así por ejemplo, en la sentencia C-019 de 1996, la Corte sostuvo que “[l]as normas que consagran las causales de impedimento y recusación, se han dictado, precisamente, para garantizar la imparcialidad del juez. El que existan las causales, fijadas por la ley y no por el capricho de las partes, garantiza, dentro de lo posible, la imparcialidad del juez y su independencia de toda presión, es decir, que sólo esté sometido al imperio de la ley”. Esta concepción es reiterada en la sentencia C-365 de 2000, la cual resaltó la relación entre el régimen de impedimentos y recusaciones con el derecho al debido proceso. Sobre el particular, expresó que “[e]stas instituciones, de naturaleza eminentemente procedimental, encuentran también fundamento constitucional en el derecho al debido proceso, ya que aquel trámite judicial, adelantando por un juez subjetivamente incompetente, no puede entenderse desarrollado bajo el amparo de la presunción de imparcialidad a la cual se llega, sólo en cuanto sea posible garantizar que el funcionario judicial procede y juzga con absoluta rectitud; esto es, apartado de designios anticipados o prevenciones que, al margen del análisis estrictamente probatorio y legal, puedan favorecer o perjudicar a una de las partes” Conforme a los argumentos expuestos, se tiene que la independencia e imparcialidad son aspectos definitorios del ejercicio de la actividad jurisdiccional. Por lo tanto, es imperativo que el juez ejerza su función sin que medie ningún interés o circunstancia que altere la objetividad en la actividad de adjudicación (imparcialidad subjetiva), o sin que haya prejuzgado sobre el asunto sometido a su jurisdicción (imparcialidad objetiva). De la misma manera, la actividad jurisdiccional debe estar protegida de toda injerencia que altere el análisis judicial, el cual está circunscrito a la confrontación entre el orden jurídico y los hechos del caso, a fin de proponer la solución basada en una interpretación razonable tanto de dichas normas como del material probatorio acreditado en el trámite. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-538 del 5 de octubre de 2016, Exp. D-11287, M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva).


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3 Beca de posgrado

Exigencia de no tener antecedentes penales o disciplinarios como uno de los requisitos de acceso. Constituye una medida legítima desde el punto de vista de la distribución de recursos escasos, pero resulta injustificada e inadecuada respecto de los otros propósitos y desproporcionada en relación con el grupo social excluido de esa oportunidad

Por sentencia C-552 del 12 de octubre de 2016 (M.S. Dra. Gloria Stella Ortiz Delgado), la Corte Constitucional declaró inexequible el numeral 2º del artículo 4º de la Ley 1678 de 2013, “por medio de la cual se garantiza la educación de posgrados al 0.1% de los mejores profesionales graduados en las instituciones de educación superior públicas y privadas del país”. Le correspondió a la Corte resolver dos problemas jurídicos: en primer lugar, si la exigencia a quienes aspiren a becas de posgrado de no tener antecedentes penales o disciplinarios, vulnera el derecho a la educación; en segunda instancia, si vulnera la igualdad una disposición que impide a las personas que tengan antecedentes penales o disciplinarios aspirar a becas de posgrado. La corporación comenzó por resaltar la triple naturaleza que la Constitución le reconoce a la educación, en cuanto es un derecho social prestacional, que conforme a lo ordenado por el artículo 44 y a lo dispuesto en la jurisprudencia constitucional, tiene el carácter de fundamental. A la vez, según lo establece el artículo 67 de la Constitución, la educación es un servicio público prestado tanto por el Estado como por los particulares. Finalmente, también tiene una función social, directamente relacionada con los fines sociales del Estado. De igual modo, observó que el derecho a la educación guarda una estrecha relación con el acceso a medios de subsistencia, tanto para el titular del derecho como para su familia, puesto que constituye un factor determinante de la movilidad social, ya que la educación les permite a las personas alcanzar posiciones más calificadas, con mayores niveles de ingreso, aumentando con ello su bienestar material y prosperidad económica. Además, la educación tiene una estrecha relación con el principio de dignidad humana en un sentido amplio, si se tiene en cuenta que le permite a los individuos no solo a desarrollar sus capacidades sino descubrir y realizar su vocación personal, académica, política, cultural, social y artística. En relación con las becas, la Corte señaló que si bien es uno de los principales instrumentos a través de los cuales del Estado y los particulares promueven la educación entre la población colombiana para personas de escasos recursos, no son prestaciones susceptibles de otorgarse de forma universal como derechos sociales constitucionales. El acceso a las becas de posgrado no hace parte del contenido constitucionalmente protegido del derecho a la educación. Por lo tanto, ni el legislador ni el gobierno, están en la obligación de proveer becas a todas las personas que carezcan de los recursos necesarios para sufragar los gastos de su educación de posgrado. De hecho, la escasez de recursos es solo uno entre múltiples criterios que puede tener en cuenta el Estado en el momento de distribuir recursos escasos para la educación de posgrado. Existen otras barreras geográficas, de género, raciales y culturales que impiden a amplios sectores de la población colombiana accedan a los recursos necesarios para atender a la educación. También, es perfectamente posible que el Congreso o el Gobierno decidan favorecer a algunas personas otorgándoles becas de posgrado con fundamento en el mérito académico o profesional que hayan demostrado, siempre que lo hagan dentro de parámetros de razonabilidad y proporcionalidad. Así mismo, no se puede desconocer que las decisiones relacionadas con el fomento de la educación universitaria de posgrado corresponden a las prioridades de desarrollo definidas por el legislador y el gobierno. Precisó que la Corte ha protegido derechos relacionados con una beca de posgrado, relacionados con la igualdad de condiciones para acceder a ella, el mantenimiento de los requisitos para obtenerla y el debido proceso, más no el acceso obligatorio a una beca como un derecho fundamental. Reiteró que el solo cumplimiento de los requisitos legales y reglamentarios no significa que el aspirante tenga derecho a recibir una beca. Le corresponde al Gobierno Nacional definir el procedimiento de selección de los becarios. La disposición demandada exige que los aspirantes a las becas de posgrado otorgadas en virtud de la Ley 1678 de 2013 no tengan antecedentes penales o disciplinarios. Observó, que el mérito y la escasez de recursos no son los únicos factores que puede tener en cuenta el Gobierno para seleccionar a los becarios, ya que puede diseñar diferentes mecanismos para ponderar esos factores, como también, incluir otros no previstos en la ley. A juicio de la Corte, la exclusión de personas con antecedentes tiene como propósito restringir el acceso a los recursos escasos de los que dispone el Estado para otorgar becas de posgrado, garantizando que este beneficio se otorgue conforme a los méritos de los aspirantes. Sin duda, este propósito de restringir el acceso a recursos escasos para educación de posgrado resulta una finalidad aceptable constitucionalmente, en la medida en que permite que el Gobierno priorice de manera eficiente la utilización de recursos escasos para asignarlos conforme a tres criterios de gran

importancia constitucional: el mérito, las necesidades individuales y las necesidades sociales, Los criterios de restricción le permiten a la administración, en primer lugar, llevar a cabo la asignación de recursos conforme al mérito académico y profesional individual, contribuyendo así a la realización de un principio fundamental del Estado, como lo es el trabajo. Así mismo, le permite la asignación de tales recursos, de acuerdo a las necesidades materiales y demás condiciones socioeconómicas del aspirante, fomentando con ello el principio de solidaridad social con las personas que se encuentran en condiciones de vulnerabilidad. Por último, le permite al Gobierno decidir que áreas del conocimiento privilegia, acorde con las necesidades del país, con lo cual contribuye a la realización del principio de prevalencia del interés general y de la función social de la educación. No obstante, frente al grupo de personas excluidas del acceso a becas de posgrado, esto es aquellas con antecedentes penales y disciplinarios, la finalidad no resulta aceptable constitucionalmente pues parte de una noción perfectista del mérito, que deviene contraria al principio de dignidad humana en el cual está basado nuestro Estado Social de Derecho. A esta noción subyace la idea de que las personas que han cometido un delito doloso, preterintencional o culposo, o una falta disciplinaria, pueden ser estigmatizadas por el Estado, el cual puede impedirles siquiera tener incentivos académicos de por vida. La ausencia de una finalidad constitucionalmente aceptable resulta suficiente para declarar la inconstitucionalidad de la disposición demandada. Sin embargo, la Corte también analizó la adecuación de la medida a los tres objetivos definidos en la misma Ley 1678 de 2013, concluyendo que adicionalmente resulta una medida inadecuada, pues la presencia o ausencia de antecedentes penales disciplinarios del aspirante a la beca de posgrado no tiene ninguna incidencia sobre la asignación eficiente de recursos escasos conforme a los méritos del candidato, ni a sus necesidades socioeconómicas, ni al interés general en desarrollar la investigación en determinadas áreas prioritarias. Adicionalmente, al ponderar la posibilidad de aspirar a una beca y la posibilidad de realización frente la libertad de escoger profesión u oficio y la igualdad de oportunidades de desarrollo académico, profesional y económica, la Corte encontró que la medida resulta desproporcionada, por dos razones: restringe el acceso al mercado laboral a un grupo social objeto de estigmas y prejuicios que obstaculizan su desarrollo individual y porque no distingue entre delitos y faltas más o menos graves, ni entre diferentes situaciones de imputación y de responsabilidad a título de dolo, preterintención y culpa, con lo cual aplica la misma restricción a quienes se encuentran en situaciones significativamente disímiles. Con fundamento en lo expuesto, la Corte procedió a declarar inexequible el numeral 2º del artículo 4º de la Ley 1678 de 2013.

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No. 79 Enero-Febrero de 2017

Director: Dr. Hildebrando Leal Pérez Investigación, diseño y corrección: María Lucía Cañón Otálora, Eliana Sánchez Velásquez, Lina María Fernández Reyes, Diana Mateus, Nohemy Cárdenas Hincapié, Lady Lorena Castañeda Castellanos Una producción LEYER Cra. 4ª No. 16-51 PBX 2821903 Telefax (1) 2822373 www.edileyer.com contacto@edileyer.com Bogotá, D.C. - Colombia

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4 Trabajos prohibidos a las mujeres

Vulneración de la autonomía personal, la libertad de escoger profesión u oficio y la igualdad de oportunidades

La prohibición legal de trabajar en labores mineras subterráneas, en labores peligrosas, insalubres o que requieran grandes esfuerzos, fue declarada inconstitucional por la Corte Constitucional (sentencia C-586 del 26 de octubre de 2016, M.S. Dr. Alberto Rojas Ríos) por vulnerar su autonomía personal, la libertad de profesión y oficio y el derecho a la igualdad de oportunidades para el acceso al trabajo, establecer un trato discriminatorio y por mantener el estereotipo que diferencia entre trabajos para hombres y mujeres. Por tal razón retiró del ordenamiento las expresiones “Las mujeres, sin distinción de edad”, contenidas en el numeral 3 del artículo 242 del Código Sustantivo del Trabajo, como fue reformado el artículo 9º del Decreto 013 de 1967. El problema jurídico que le correspondía resolver a la Corte, radicó en determinar si prohibir a las mujeres “sin distinción de edad” trabajar en labores peligrosas, insalubres o que requieran grandes esfuerzos, así como ser empleadas en labores subterráneas en minas, vulnera el derecho a la igualdad (art. 13 C. Po.), el derecho al trabajo (art. 25 C.Po.) y de la libertad de escoger profesión u oficio (art. 26). En esencia, el actor adujo que la expresión demandada del numeral 3 del artículo 241 del Código Sustantivo del Trabajo, que regula los trabajos prohibidos, establecía una discriminación por razón del sexo, que respondía a patrones culturales de dominación dispuestos en contra de las mujeres, dentro de los que se encontraba el estereotipo que considera a las mujeres como el “sexo débil”, por oposición al “sexo fuerte” que es asignado a los hombres. Igualmente, censuró que los hombres puedan acceder a cualquier clase de trabajo, mientras que a las mujeres se les impida el mismo derecho, por su sola condición sexual. El análisis de la Corte comenzó por considerar el origen de la norma acusada, precisar sus contenidos y en particular, las connotaciones discriminatorias que en ella se dispone. Así, estableció que la norma en sus orígenes tuvo la pretensión de proteger a la mujer trabajadora en actividades riesgosas o peligrosas, impidiéndole trabajar en estas, prohibición que fue objeto de reformas y de declaratorias de inconstitucionalidad como la contenida en la sentencia C-622 de 1997 (trabajo

nocturno de las mujeres en empresas industriales) y que hoy constituye un acto de discriminación y una barrera que les impide acceder al trabajo en condiciones de igualdad a los hombres. Adicionalmente, precisó que la protección y seguridad en el trabajo de mujeres y hombres es un asunto que corresponde a las leyes y los reglamentos, especialmente los que se refieren a la seguridad industrial y los riesgos profesionales. A continuación, la Corporación abordó el estudio de los cuatro componentes que estructuran el derecho a la igualdad, en los términos del artículo 13 de la Constitución, a saber, la igualdad formal conforme al enunciado tradicional según el cual, todas las personas nacen libres iguales ante la ley; la regla de prohibición de trato discriminatorio, fundado en criterios sospechosos como son, sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica; el mandato de promoción de condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y la obligación de adoptar medidas en favor de grupos marginados o discriminados; y el mandato de protección a personas en condiciones de debilidad manifiesta. En el caso concreto, las expresiones demandadas contienen una diferencia de trato basada en el sexo, que es una categoría sospechosa que prima facie configura una vulneración del principio y derecho fundamental a la igualdad, por impedirles a las mujeres el acceso a un cierto tipo de trabajos por su sola condición biológica. Para evaluar el cargo concreto de violación al derecho a la igualdad, la Corte aplicó el test integrado del cual concluyó que la prohibición adoptada por el legislador en el numeral 3 del artículo 242 del Código Sustantivo del Trabajo correspondía a una finalidad legítima desde la perspectiva constitucional, relacionada con la protección de las mujeres y de todas las personas (art. 2 C.Po.) y protecciones específicas relativas a la familia (art. 42 C.Po.), la mujer en estado de gestación o post parto, la mujer cabeza de familia (art. 43 C.Po.) y la protección laboral especial de la mujer y la maternidad (art 53 C.Po.). Sin embargo, encontró que la medida no satisfacía el criterio de necesidad y además resultaba desproporcionada. En efecto, si la finalidad de la prohibición legal era la de proteger a las mujeres

cuando desempeñan actividades que pudiesen afectar su salud, su integridad física o psíquica, existían otras opciones distintas a la prohibición, como la adaptación de medidas legislativas o reglamentarias sobre riesgos profesionales, relacionadas con la prevención y la protección en trabajos insalubres, riesgosos o que entrañen grandes esfuerzos, las que deben resultar adecuadas no solo para las mujeres, sino a todas la personas que desempeñen ese tipo de actividades. No obstante, el legislador decidió adoptar la medida más lesiva, excluyendo a las mujeres de campos laborales en los que puede desempeñarse, propiciando asó condiciones de exclusión, desempleo, pobreza y dependencia económica. La medida tampoco supera la exigencia de proporcionalidad estricta, que consiste en evaluar entre las ventajas y desventajas constitucionales de la misma. En este caso, la prohibición de trabajar a las mujeres en cuatro campos laborales trae como ventajas la realización del derecho a la integridad personal (art. 11 C. Po.) y el mandato de especial protección a la mujer trabajadora previsto en el artículo 53 de la Constitución. Sin embargo, la prohibición también implica la afectación e incluso el sacrificio de derechos constitucionales valiosos como son, el ejercicio de la autonomía personal (art. 16 C.Po.), en la construcción del plan de vida, el acceso al trabajo (art. 25 C.Po.) y la libertad de escoger profesión u oficio (art. 26 C.Po.), toda vez que los hombres podrían trabajar donde quieran, mientras que las mujeres no. Por las razones expuestas, la Corte procedió a declarar inexequibles las expresiones demandadas del numeral 3 del artículo 242 del Código Sustantivo del Trabajo, por vulnerar el derecho a la igualdad de oportunidades de las mujeres para el acceso al trabajo, establecer un trato discriminatorio no justificado y por mantener el estereotipo que diferencia entre trabajos para hombres y trabajos para mujeres, que nutre además el prejuicio de concebir a la mujer como sexo débil. De igual manera, el Tribunal constitucional consideró que también se desconocía la libertad de escoger profesión u oficio, en tanto que la prohibición excedía los límites regulatorios del legislador.

Debido proceso

Tribunales de arbitramento. Normatividad inaplicable

La Corte Constitucional (sentencia SU-556 del 13 de octubre de 2016, M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), debía resolver la acción de tutela instaurada por el Banco de la República contra el laudo proferido el 12 de noviembre de 2014 por el Tribunal de Arbitramento demandado, y la providencia del 8 de julio de 2015, dictada por la Sección Tercera- Subsección C- del Consejo de Estado, que resolvió desfavorablemente el recurso de anulación interpuesto por el Banco de la República contra dicho laudo. El tutelante sostuvo que en el laudo y el fallo cuestionados se vulneraron sus derechos fundamentales al debido proceso y a la igualdad al admitir que la Póliza Global Bancaria suscrita por el Banco de la República con la aseguradora, con vigencia junio de 1999 -junio de 2000, en la cual se aseguró la responsabilidad por los riesgos derivados de los servicios bancarios prestados por el tomador como Banco Central, no cubría el riesgo derivado de sus funciones regulatorias, y en particular no lo amparaba frente a las condenas judiciales dictadas en su contra a consecuencia de la anulación de la Resolución Externa No. 18 de junio 30 de 1995 “por la cual se dictan normas en relación con las corporaciones de ahorro y vivienda”, expedida por su Junta Directiva. La Corte Constitucional concluyó que al Banco de la República se le vulneró su derecho fundamental al debido proceso en el laudo arbitral del 12 de noviembre de 2014. Tras examinar la constitucionalidad del laudo, advirtió que el Tribunal de Arbitramento llegó a la conclusión de que había una duda insuperable en el ámbito de cobertura del amparo de la póliza de indemni-

zación profesional, y que en consecuencia debía aplicarse el artículo 1624 inciso 1º del Código Civil, como consecuencia de defectos trascendentales en su apreciación y razonamiento sobre el contenido del contrato, en la aplicación de la Constitución a la interpretación del negocio jurídico y en la valoración de los medios de prueba. Estos defectos condujeron al Tribunal de Arbitraje a aplicar una norma legal residual cuyo supuesto de hecho es una situación de duda por ambigüedad, a un caso donde era irrazonable el proceso que lo condujo a asumir la existencia de una duda. Por lo cual, en definitiva, el asunto se resolvió con fundamento en una disposición legislativa inaplicable. En contraste, la Corte Constitucional no observó defecto alguno en el fallo de anulación, emitido por la Sección Tercera del Consejo de Estado el 8 de julio de 2015. Por lo anterior, la Sala Plena revocó la sentencia de tutela expedida por la Sección Cuarta del Consejo de Estado el 26 de noviembre de 2015, y concedió el amparo del derecho al debido proceso del Banco de la República. Decidió igualmente dejar sin efectos el laudo proferido el 12 de noviembre de 2014 por el Tribunal de Arbitramento convocado para desatar las diferencias entre el Banco de la República, de un lado, y los coaseguradores, del otro. Finalmente, dadas las reclamaciones en estrados, la Corte declaró que esta decisión no supone el agotamiento de la jurisdicción, del mismo modo que se entiende enervado el término de prescripción de las acciones judicial procedentes para dirimir las diferencias entre las partes del negocio jurídico que originó la controversia arbitral.


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5 Confesión del apoderado judicial

En la demanda, las excepciones, sus contestaciones, la audiencia inicial y la audiencia del proceso verbal sumario contribuye a una finalidad constitucionalmente legítima, cual es el de la efectividad de la administración de justicia y con ella, el logro de un orden justo

Mediante sentencia C-551 del 12 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Jorge Iván Palacio Palacio), la Corte Constitucional declaró exequible la expresión “la cual se entiende otorgada para la demanda y las excepciones, las correspondientes contestaciones, la audiencia inicial y la audiencia del proceso verbal sumario. Cualquier estipulación en contrario se tendrá por no escrita”, contenida en el artículo 193 de la Ley 1564 de 2012. En el presente caso, la Corte debía determinar si la presunción establecida por el legislador consistente en que el apoderado judicial siempre podrá confesar en la demanda y las excepciones, las correspondientes contestaciones, la audiencia inicial y la audiencia del proceso verbal sumario, sin que se pueda establecer estipulación alguna en contra, vulnera el artículo 29 de la Constitución, en la medida en que estaría trasladando incondicionalmente una facultad de disponer del derecho en litigio que solo corresponde al poderdante. Dado el amplio marco de configuración normativa del legislador en materia de procedimientos, la corporación aplicó un nivel de escrutinio leve de la facultad del apoderado, para analizar si resulta razonable y proporcionada a la luz del debido proceso, toda vez que no se aprecia prima facie una amenaza para este derecho que justificara un cuestionamiento más estricto del principio democrático y de la presunción de constitucionalidad de la decisión legislativa. La confesión por apoderado judicial es una de las variantes de un medio probatorio previsto en el ordenamiento, propio de la tradición jurídica de nuestro país y del derecho en general, que se ha contemplado casi sin variación, en diversos estatutos procesales desde el Código Judicial de 1931. Adicionalmente, lo que se demanda no representa ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica, ni afectan a un grupo marginado o discriminado que requiera la aplicación de un juicio más estricto. De igual modo, el precepto no quebranta ninguna prohibición del constituyente. Para la Corte, la presunción establecida por el legislador en el artículo 193 del Código General del Proceso persigue fines legítimos e importantes desde la perspectiva constitucional, en razón a que promueve intereses

públicos valorados por la Carta, como el de garantizar una mayor eficiencia en la administración de justicia. Esta disposición genera una responsabilidad en un grado elevado y un compromiso inescindible -aunque mediara la voluntad de hacerlo- entre la parte y su apoderado respecto de lo que confiesa en ciertas ocasiones que resultan definitorias para el adecuado trámite del proceso, como son las previstas en el artículo demandado. Observó que la eficaz administración de justicia se relaciona íntimamente con la posibilidad de alcanzar los fines del Estado consagrados en el artículo 2º de la Carta, en especial, con el propósito de alcanzar un orden justo. De otra parte, el tribunal constitucional consideró que la medida es adecuada respecto de esa finalidad. Establecer que la confesión por apoderado judicial para las actuaciones procesales enunciadas siempre existe contribuye efectivamente a la finalidad propuesta, toda vez que la demanda, su contestación, la formulación de excepciones, la audiencia inicial y la audiencia en el proceso verbal sumario, son momentos vitales del proceso, que le dan forma y tienen la virtualidad de definirlo, fijando el objeto del litigio, determinando su decurso, permitiendo dar un adecuado tramite a todo el juicio. Sin duda, el compromiso de veracidad que crea la norma avanza efectivamente en el fin propuesto: quien otorga el poder y su apoderado deberán ser especialmente cautos en el proceso, asumirlo con mayor responsabilidad, so pena de confesar lo que no se quiere y respecto de los que no hay posibilidad de retractación y que será tenido como prueba de confesión. El legislador ha considerado, en buen sentido, que las afirmaciones y negaciones realizadas en juicio por el abogado tienen la posibilidad de comprometer probatoriamente la posición de la parte que representan, como consecuencia de la responsabilidad que lleva consigo el mandato y una consecuencia del deber de colaborar con la justicia. La mayor responsabilidad entre cliente y abogado procura que la administración de justicia sea más eficiente, evitando dilaciones injustificadas u obligando que las partes, eventualmente, tengan que probar por otros medios lo que ya se confesó. Por consiguiente, el legislador no excedió su límite de potestad configurativa en el diseño de procesos y por ende, el cargo por vulneración del artículo 29 de la Constitución no estaba llamado a prosperar.

Precios de medicamentos, insumos y dispositivos de servicios de salud Fijados mediante negociaciones centralizadas. Obligatoriedad

Por sentencia C-620 del 10 de noviembre de 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), la Corte Constitucional declaró exequibles los artículos 71 y 72 (inciso cuarto) y condicionalmente exequible el inciso primero del artículo 72 de la Ley 1753 de 2015, en el entendido que el trámite previsto no lesione los elementos de disponibilidad y acceso a medicamentos y dispositivos médicos de la población. En el expediente D-11374, la Sala analizó cuatro cargos de inconstitucionalidad dirigidos contra segmentos de los artículos 71 y 72 de la Ley 1753 de 2015, “por la cual se expide el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 ´Todos por un nuevo País´”. Contra el artículo 71 (parcial) el accionante invocó dos censuras, la primera por desconocimiento del principio de unidad de materia, invocando los artículos 158 y 339 de la Constitución; y, la segunda por violación del principio de libertad económica, invocando los artículos 13 y 333 de la Carta. Contra el inciso primero del artículo 72 el demandante presentó un cargo por violación del derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud con fundamento en los artículos 49 de la Constitución, 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y la Observación 14 de 2000 del Comité del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. El inciso cuarto del artículo 72 fue cuestionado por lesionar el derecho al debido proceso, derechos adquiridos y principio de confianza legítima, en los términos previstos en los artículos 29, 58 y 83 de la Constitución Política. La Corte dividió su estudio en dos partes, una dedicada a la constitucionalidad de los cargos invocados contra el artículo 71 de la Ley del Plan Nacional de Desarrollo, y otra que se enfocó en los dos cargos invocados contra los incisos primero y cuarto del artículo 72 ibídem. En la primera parte, tras efectuar algunas consideraciones sobre el

alcance del derecho a la salud y de la formulación de la política farmacéutica en Colombia, la Corte concluyó que el artículo 71 demandado, que establece que todos los proveedores y compradores de medicamentos, insumos y dispositivos deben efectuar sus transacciones sin sobrepasar el precio derivado de las negociaciones centralizadas de precios, no quebrantaba el principio de unidad de materia; dado que tiene conexión teleológica directa e inmediata con los pilares, estrategias y objetivos del Plan Nacional de Desarrollo. Específicamente con el pilar de equidad, estrategia transversal de movilidad social¸ en el objetivo de promover la seguridad social integral: acceso universal a la salud de calidad, bajo el lineamiento de buscar el fortalecimiento de la sostenibilidad financiera del sistema. Respecto al segundo cargo, la Corte consideró que no se lesionaba la libertad económica de quienes intervienen en la comercialización de medicamentos, dispositivos médicos e insumos con recursos privados, dado que la intervención del Estado en esta materia cuenta con una finalidad legítima, y la medida es potencialmente adecuada para su consecución. En la segunda parte de la sentencia, la Corte estudió la constitucionalidad del inciso primero del artículo 72 de la Ley del Plan Nacional de Desarrollo, que regula dos nuevos requisitos para la expedición del registro sanitario de medicamentos y dispositivos médicos, el análisis del Instituto de Evaluación Tecnológica en Salud (i) y la definición del precio por parte del Ministerio de Salud y protección Social (ii). Se argumentó que los elementos introducidos para la expedición del registro sanitario se justifican en el actual contexto constitucional y legal que regula la protección del derecho a la salud, acudiendo a un importante criterio de costo-efectividad. No obstante, se consideró preciso que para su correcto entendimiento esos requisitos no pueden implicar el establecimiento de una barrera que dificulte o impida la disponibilidad y acceso de nuevas tecnologías.


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6 Viudas y viudos que hayan contraído un nuevo matrimonio No pierden por este hecho su derecho a la pensión de sobrevivientes

Mediante sentencia C-568 del 19 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), la Corte Constitucional declaró inexequibles las expresiones “o cuando la viuda contraiga nuevas nupcias” y “Pero la viuda que contraiga matrimonio recibirá, en sustitución de las pensiones eventuales, una suma global equivalente a tres (3) anualidades de la pensión reconocida”, contenidas en el artículo 62 de la Ley 90 de 1946. En primer término, la Corte definió la procedencia de un pronunciamiento de fondo sobre la norma demandada, no obstante que fue derogada por la Ley 100 de 1993, por cuanto continúa produciendo efectos en la medida que establece una condición resolutoria para mantener el pago de la pensión de sobrevivientes, derecho que como lo ha señalado de manera reiterada la jurisprudencia constitucional, es imprescriptible. Además, realizó la integración de la unidad normativa con la expresión que dispone la asignación a la viuda que contraiga matrimonio de una suma global equivalente a tres anualidades en sustitución de las eventuales pensiones, por guardar una estrecha relación con el concepto de la violación constitucional que se aduce por el demandante. El problema jurídico que le correspondió resolver a la Corte en esta oportunidad, consistió en determinar si la condición de permanecer en estado de viudez para mantener el pago de la mesada pensional impuesta a las mujeres beneficiarias de la pensión de sobrevivientes prevista en el artículo 62 de la Ley 90 de 1946, vulnera los derechos a la igualdad, a la seguridad social en pensiones, al libre desarrollo de la personalidad y el derecho de conformar una familia por la voluntad libre y responsable de los cónyuges que desean celebrar un nuevo contrato matrimonial. En caso afirmativo, se planteaba una segunda cuestión relacionada con la situación de las viudas y viudos a los que les fue suspendido el pago de la mesada de la pensión de sobrevivientes por el hecho de haber contraído nupcias con posterioridad a la entrada en vigencia de la Constitución Política (7 de julio de 1991) y en consecuencia, recibieron una sustitución equivalente a tres (3) anualidades de la pensión reconocida. Después de analizar el contexto histórico en que fueron expedidas las disposiciones examinadas y el desarrollo jurisprudencial en materia de condiciones resolutorias o beneficios económicos que afecten la libre autodeterminación de las mujeres u hombres y los reiterados precedentes relativo a la pensión de sobrevivientes a favor de los viudos, la Corte consideró que la expresión acusada del artículo 62 de la Ley 90 de 1946 y el segmento normativo que se integra son inconstitucionales por vulnerar el derecho a la igualdad de trato legal (art. 13 C.Po.) y a la seguridad social en pensiones (art. 48 C.Po.), tal y como se estableció en las sentencias C-309/96, C-653/97 y C-1050/00, al constatar que la abstención de contraer un segundo matrimonio constituye un estímulo para mantener el pago de la mesada pensional, lo que comporta una intromisión desproporcionada en la autonomía personal, el libre desarrollo de la personalidad (art. 16 C.Po.) y en la libertad de conformar una familia mediante la modalidad del contrato matrimonial (art. 42 C.Po.). Si bien en su momento la condición resolutoria de contraer un nuevo vínculo matrimonial se inspiraba en razones aceptadas en ese contexto histórico y social en que la viuda debía guardar luto al esposo y en razón del sustento que el nuevo consorte debía proveerle, dicha motivación hoy es reprochable por resultar abiertamente discriminatoria de la mujer. Por otro lado, la pensión de viudez como prestación social lleva consigo la garantía de que una vez causada con justo título constituye un derecho del individuo independientemente de los vínculos afectivos que en ejercicio de su autonomía personal desee conformar y de que toda connotación de mendicidad legislativa hacia la mujer es abiertamente inconstitucional. Acorde con los precedentes jurisprudenciales, la Corte precisó que como efecto de la declaración de inexequibilidad, a las viudas y viudos que contrajeron un nuevo matrimonio con posterioridad a la entrada en vigencia de la Constitución Política (7 de julio de 1991) tendrán derecho a que sean restablecidos sus derechos vulnerados, para lo cual podrán reclamar ante las entidades competentes, las mesadas que se causen a partir de la notificación de esta sentencia.

Personas con enfermedad congénita, crónica y degenerativa Solicitudes de pensión. Se debe tener en cuenta todas las semanas de cotización efectuadas al Sistema General de Pensiones

La Corte Constitucional, por sentencia SU-588 del 27 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), determinó que cuando se niega el reconocimiento y pago de la pensión de invalidez a que tiene derecho una persona que padece una enfermedad congénita, crónica o degenerativa que fue calificada con un porcentaje de disminución de capacidad laboral igual o superior al 50%, con fundamento en que no acredita el número de semanas requeridas con anterioridad a la fecha de estructuración de la incapacidad (fecha de nacimiento, una cercana a este momento, la del primer síntoma o la del primer diagnóstico), se vulneran los derechos constitucionales fundamentales a la seguridad social, vida digna y mínimo vital. El fundamento de lo anterior radica en que, al descartar las semanas que la persona cotizó con posterioridad al momento en que le fue fijado como fecha de estructuración de su invalidez, se está excluyendo la posibilidad de que, pese a la enfermedad padecida y atendiendo a las características específicas de cada caso concreto, la persona haya podido trabajar en ejercicio de su capacidad laboral residual y, en esa medida, cotizar al Sistema de Seguridad Social, de acuerdo con lo establecido por la ley. A juicio de la Corte, dicha interpretación de la norma legal puede implicar un desconocimiento de los principios y mandatos constitucionales que velan por la protección de las personas en situación de discapacidad, particularmente, la igualdad, la prohibición de discriminación y la obligación que tiene el Estado de garantizar el pleno ejercicio de cada una de las prerrogativas constitucionales a estas personas. Por tales motivos, las administradoras de fondos de pensiones del régimen solidario de prima media con prestación definida y del régimen de ahorro individual con solidaridad, al momento de estudiar una solicitud pensional de una persona con una enfermedad congénita, crónica y degenerativa deberá tener en cuenta todas las semanas de cotización efectuadas al Sistema General de Pensiones.

Indexación de la primera mesada pensional

El derecho se predica también de las pensiones de sobrevivientes causadas con anterioridad a la Constitución Política de 1991. La prescripción se suspende desde la fecha de la reclamación de dicha indexación

La Corte Constitucional, mediante sentencia SU-542 del 5 de octubre de 2016 (M.S. Dra. Gloria Stella Ortiz Delgado), confirmó parcialmente la sentencia proferida por la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, por medio de la cual se concedió la tutela del derecho a la igualdad, al debido proceso, a la seguridad social y al mínimo vital de la accionante, en cuanto tenía derecho al reajuste de la pensión de sobreviviente que le fue reconocida, de conformidad con lo que ha señalado de manera sostenida por la jurisprudencia constitucional en relación con la aplicación de la indexación de la primera mesada pensional, aún respecto de las pensiones causadas con anterioridad a la Constitución de 1991. Además, la Corte Constitucional dispuso que la prescripción para solicitar dicho reajuste se interrumpió a partir de la presentación de la demanda ordinaria ante el Tribunal Superior de Cali. El tribunal constitucional estableció que en el presente casi se cumplían en debida forma los requisitos genéricos de procedencia de la acción de tutela contra providencia judiciales, a saber: (i) se trata de una cuestión de evidente relevancia constitucional, en cuanto la Corte debía determinar si el precedente jurisprudencial en materia de indexación de la primera mesada de pensiones causadas con anterioridad a la Carta Política de 1991 se extendía a la pensión sustituida cuya base salarial no ha sido actualizada. (ii) se verificó que tanto el beneficiario inicial de la pensión como la accionante quien tiene derecho a la sustitución pensional agotaron los mecanismos juridiciales ordinarios y extraordinarios para reclamar el derecho a la indexación de la primera mesada pensional; (iii) en cuanto a la inmediatez de la acción, encontró que aunque entre la fecha de la sentencia de casación de la Sala Laboral de la Corte Suprema de Justicia (14 de agosto de 2007) y la acción de tutela (20 de octubre de 2014) transcurrieron un poco más de siete años, era claro que conforme a la jurisprudencia, las mesadas pensionales son imprescriptibles y la vulneración del derecho mantiene su carácter de actual, incluso después de varios años y en particular respecto de la salvaguarda del poder adquisitivo de las mesadas (sentencia SU-416/15). A lo anterior se agrega, que la accionante alegó un cambio de jurisprudencia de la Sala Laboral de la Corte Suprema de Justicia y en la Corte Constitucional que se aplica en este caso. (iv) en la demanda de tutela la parte actora identificó de manera razonable y tanto los hechos que a su juicio generaron la vulneración, como los derechos vulnerados, estos son, el derecho al debido proceso y al mantenimiento del poder adquisitivo de la moneda que radica en la violación directa de postulados contenidos en la Constitución Política. (v) las sentencias contra las cuales se dirige la acción de tutela fueron proferidas en el marco de un proceso ordinario laboral y no se refiere a una sentencia de tutela; y (vi) existe legitimación por pasiva en cabeza de la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia y de la Sala Laboral del Tribunal Superior de Cali. De otra parte, la Corte Constitucional constató que en los fallos impugnados por vía de la tutela, se configuraba un defecto por violación directa de la Constitución, específicamente de los artículos 48 y 53 Superiores, que consagran el derecho a mantener el poder adquisitivo de las pensiones. Además, se desconoce el precedente sentado en la sentencia SU-120 de 2003, que estableció la indexación de la primera mesada pensional, el cual debía reiterarse en esta oportunidad.


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Pensión familiar

Sustitución. Beneficiarios. Padres dependientes y hermanos inválidos y dependientes

Mediante sentencia C-658 del 28 de noviembre de 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), la Corte Constitucional declaró la exequibilidad condicionada de las expresiones “y en caso de que no existan hijos beneficiarios con derecho, la pensión familiar se agota y no hay lugar a pensión de sobrevivientes”, contenidas en los artículos 151B y 151C de la Ley 100 de 1993. En el presente caso, le correspondió a la Corte resolver si el legislador incurrió en una omisión legislativa relativa por violación del principio de igualdad al establecer como beneficiarios de la pensión familiar, al cónyuge o compañero (a) permanente supérstite y a los hijos que reúnan los requisitos legales , mientras que para acceder a la sustitución en el caso del fallecimiento de los titulares de la pensión de vejez en los regímenes de prima media (RPM) y de ahorro individual con solidaridad (RAIS) se incluyen, además del cónyuge o compañero (a) supérstite e hijos, a los ascendientes y a los hermanos inválidos dependientes de los causantes. Para resolver el anterior problema jurídico, la Corte aplicó el test integrado de igualdad, con el objeto de verificar si la norma en efecto excluía supuestos que deben ser asimilables, y si existía o no una razón objetiva y suficiente que lo demostrara. De manera previa, reafirmó que dado el amplio margen de configuración normativa concedida al legislador, no era dable pretender asimilar la situación de personas beneficiarias de diferentes regímenes o posiciones prestacionales, habida cuenta que cada uno de ellos cuenta con sus particularidades, beneficios y restricciones, a los que solo puede darse una comprensión adecuada en su propia determinación. A la vez, recordó que en relación con la pensión familiar, la Corporación ha determinado que las parejas interesadas en acceder a este beneficio dentro del régimen de prima media con prestación definida (RPM) no son equiparables a las parejas con similar pretensión dentro del régimen de ahorro individual con solidaridad (RAIS). En el caso concreto, el Tribunal constitucional consideró que no se trataba de establecer la conmensurabilidad de los titulares de la pensión familiar, esto es cónyuges o compañeros permanentes, con los sujetos que tienen derecho a la pensión de vejez, sino de comparar el núcleo familiar al que se les extienden los beneficios en uno y otro caso, situación que tiene que ver con otros elementos propios del derecho a la seguridad social y con la

protección que y el Estado debe a la familia y a las personas en condición de vulnerabilidad. Resaltó, que aún entre regímenes que se han considerado disímiles, como son el RPM y el RAIS en el marco de la Ley 100 de 1993, los beneficiarios de las prestaciones de sobrevivencia y de la sustitución de la pensión son idénticos. Desde esta perspectiva, los grupos en que se funda el cargo por vulneración del derecho a la igualdad son comparables y existe una diferencia de trato que recae específicamente en las categorías de padres dependientes y hermanos inválidos también dependientes, por lo que era viable abordar el juicio específico. Analizados los antecedentes legislativos, la Corte encontró que la discusión parlamentaria, con la participación del Ministro de Hacienda y Crédito Público, giró en torno a la necesidad de avanzar en la satisfacción del derecho a la seguridad social en pensiones de manera sostenible, esto es, atendiendo a la escasez de recursos y con la obligación de no desestabilizar el sistema en el presente ni en el futuro. Aunque estas decisiones de política pública están mediadas por la aplicación de un criterio de justicia distributiva, con limitaciones presupuestales evidentes ante la existencia de una gran cantidad de grupos que exigen protección, se constató la ausencia de una discusión de las razones por las cuales el avance de cobertura previsto en la Ley 1580 de 2012, por la cual se creó la pensión familiar, exigía la restricción de beneficiarios, por lo que es posible que la medida adoptada en la normas demandadas, tenga como fin promover la ampliación de la satisfacción del derecho a la seguridad social sin afectar la sostenibilidad financiera. Para la Corte, la ampliación de la cobertura del derecho a la seguridad social es un fin legítimo, importante e imperioso y requiere estar acompañada de previsiones presupuestales que impidan el colapso del sistema, acorde con el mandato del artículo 48 de la Constitución. En conclusión, la restricción de los beneficiarios de la sustitución de la pensión familiar, en comparación con aquellos previstos para la pensión de vejez en el RPM y el RAIS persigue un fin legítimo desde la perspectiva constitucional y a su vez, la medida resulta adecuada y conducente, en aras de contener el gasto público, pero no necesaria, dado que la Ley 1580 de 2012, por la cual se creó la pensión familiar, prevé otras disposiciones que con efectividad logran la materialización de dicha sostenibilidad, al establecer unos requisitos

y establecer unos topes a la suma que se reconoce como pensión familiar, enfocada a la población más vulnerable. Tampoco, la medida resulta proporcional, puesto que afecta de manera intensa el derecho a la igualdad, la protección que el Estado debe a personas en condiciones de vulnerabilidad y a la familia y lesiona el derecho a la seguridad social en el marco del Estado social y de derecho que debe propender por garantizar la efectividad de los derechos fundamentales. Observó, que si la seguridad social se funda en el principio de solidaridad y ella es predicable frente a la sociedad, pero también frente al grupo familiar, por lo cual resulta extraño el argumento que un grupo reducido se afecte porque debe asegurar la protección de otros de sus miembros. Este argumento tampoco es completamente convincente en el caso de padres y hermanos mayores a los beneficiarios iniciales de la prestación, habida cuenta que bajo condiciones de expectativa de vida la suma cubre la satisfacción del derecho del hijo (o del hermano menor) alcanza para la del padre o hermano mayor, por lo que en términos abstractos, no es de recibo el argumento de la posible afectación de la cobertura que traería un ajuste en el grupo de beneficiarios conforme a los mandatos constitucionales. En consecuencia, aunque en la ampliación de la cobertura del régimen de seguridad social el legislador cuenta con una amplia facultad de configuración y que ante la existencia de recursos escasos deben efectuarse decisiones de política pública que permitan una distribución equitativa y justa dejando por fuera la cobertura de algunas situaciones o grupos, en este caso la exclusión que se verifica es inconstitucional, toda vez que lesiona el deber de protección del Estado a personas en condiciones de debilidad y/o vulnerabilidad, la protección de la familia en el marco del derecho a la seguridad social y por supuesto, el derecho a la igualdad. Por estas razones, la Corte procedió a dictar una sentencia integradora , por medio de la cual las expresiones demandadas de los artículos 151B y 151C de la Ley 100 de 1993, adicionados respectivamente, por los artículos 2 y 3 de la Ley 1580 de 2012, solo son exequibles en la medida en que en el grupo de beneficiarios de la sustitución pensional se entiendan comprendidos, en los términos de subsidiariedad revistos en los artículos 47 y 74 de la Ley 100 de 1993, a los padres dependientes y hermanos inválidos, en condiciones de discapacidad y dependientes.

Indexación pensional Procedencia

La Sala Plena de la Corte Constitucional (sentencia SU-637 del 17 de noviembre de 2016, M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva), concedió el amparo de los derechos a la seguridad social y al mínimo vital del actor, a quien se había negado la aplicación de la fórmula más favorable de indexación de la primera mesada pensional, en contravía de lo consagrado en los artículos 48 y 53 de la Carta Política. En consecuencia, el Tribunal constitucional dejó sin efectos las sentencias proferidas en el proceso ordinario laboral y ordenó a un Banco reconocer y actualizar el salario base para la liquidación de la primera mesada pensional del accionante, utilizando la fórmula empleada por la Corte Constitucional en la sentencia T-098 de 2005. Habida cuenta del régimen compartido entre la pensión de jubilación reconocida por el Banco y la de vejez sufragada por Colpensiones, se deberán efectuar los cálculos a que haya lugar con miras a establecer si se presenta un mayor valor a pagar a cargo del Banco.

La Corte determinó que el mayor valor que el Banco debe pagarle al demandante, si lo hubiere, así como los montos adeudados y actualizados respecto de los cuales no haya operado la prescripción, desde el 13 de diciembre de 2007, fecha en la cual la Sala de Casación Laboral adoptó la misma fórmula de indexación de la pensión aplicada por la Corte Constitucional y el Consejo de Estado. Si bien es cierto que en las sentencias laborales se había aplicado el precedente vigente en la jurisdicción ordinaria para la época en que fueron proferidas, también lo es que a la luz de jurisprudencia posterior, la fórmula que le fue aplicada al accionante implica una vulneración de su derecho fundamental a la seguridad social, por cuanto no permite que su mesada pensional mantenga un valor adquisitivo debidamente actualizado. De este modo, dada la naturaleza de la prestación pensional, esta vulneración es actual y tiende a perpetuarse en el tiempo si no era corregida, por lo cual procedía la acción de tutela impetrada.


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8 Carrera Administrativa en el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República

Administración y vigilancia. Funciones de la comisión de personal Por sentencia C-645 del 23 de noviembre de Presidencia de la República, el cual se encarga y segunda instancia en reclamos por presuntas 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), de la función de asistir al Presidente de la Repú- irregularidades en los concursos (art. 20). La la Corte Constitucional declaró inexequibles los blica, en su calidad de jefe de gobierno, jefe de Corte precisó, que las funciones que habían sido artículos 14, 15, 16 y 18, e inexequibles parcial- Estado y suprema autoridad administrativa, pres- asignadas al Consejo Administrador del Sistema mente los artículos 11, 17 y 20 del Decreto Ley tarle apoyo administrativo y los demás servicios Específico de Carrera deben ser asumidas por la 780 de 2005 “por el cual se establece el Sistema necesarios para el cumplimiento de sus funciones Comisión Nacional del Servicio Civil.”. De otra parte, la Corte declaró la inexequiEspecífico de Carrera para Los Empleados del legales y constitucionales. Su estructura orgánica Departamento Administrativo de la Presidencia y nomenclatura tienen una configuración diferen- bilidad del artículo 16 del Decreto 780 de 2005, te a la de los demás Ministerios y Departamentos por exceder el marco de las facultades extraordide la República”. La Corte resolvió en este caso, dos cargos de Administrativos (Decreto 1680 de 1991). narias conferidas al Presidente de la República La Corte concluyó que en el contexto actual, por el artículo 53 de la Ley 909 de 2005, para inconstitucionalidad formulados contra segmentos de los artículos 14 (parcial) y 15 (parcial) y no es dable conferir la administración y/o la vigi- regular el régimen específico de carrera admi16 del Decreto Ley 780 de 2005, los dos prime- lancia de las carreras específicas, de creación nistrativa del Departamento Administrativo de ros por quebrantar el artículo 130 de la Consti- legal, a órganos diferentes a la Comisión Nacio- la Presidencia de la República, al establecer la tución y el artículo 16, por vulnerar el artículo nal del Servicio Civil, toda vez que ello implica conformación de la comisión de personal, sin 150, numeral 10 de la Carta. En consecuencia, desconocer el mandato previsto en el artículo 130 que se evidenciara la razón por la cual su tratalos problemas jurídicos consistieron en estable- de la Carta Política. En el presente caso, contra- miento en virtud de la especialidad de sus funcer: (i) si el legislador extraordinario vulneró la riando la potestad otorgada por el constituyente ciones, debía ser diferente y en consecuencia, competencia asignada en el artículo 130 de la a dicha Comisión, el legislador extraordinario configuraba una materia objeto de desarrollo por Constitución Política a la Comisión Nacional del decidió conferir la administración de la carrera el legislador extraordinario, cuya competencia Servicio Civil, al disponer la creación de un órga- específica del Departamento Administrativo de se circunscribía al régimen específico de carrera no de administración de la carrera administrati- la Presidencia de la República al Consejo Admi- administrativa en ese Departamento Administrava específica del Departamento Administrativo nistrador del Sistema Específico de Carrera en tivo. La conformación de la Comisión de Persode la Presidencia de la República denominado el Departamento Administrativo de la Presiden- nal que se regula en el artículo 16 del decreto Consejo Administrador del Sistema Específico cia de la República. La creación de este Consejo 780 de 2005, ya estaba prevista en el artículo 16 de Carrera; y (ii) si el legislador extraordinario resulta contraria a la Constitución y por ello el de la Ley 909 de 2004. Por ello, la Corte aclaró excedió las facultades conferidas por el Congreso artículo 14 del Decreto 780 de 2005 fue retirado que la inexequibilidad del artículo 16 no implica de la República en el numeral 6 del artículo 53 del ordenamiento jurídico. Adicionalmente, la Corporación procedió a la eliminación de dicha Comisión dentro de la de la Ley 909 de 2004, “por la cual se expiden estructura del Departamento Administrativo de normas que regulan el empleo público, la carrera integrar la unidad normativa con otras dispoadministrativa, gerencia pública y se dictan otras siciones del Decreto 780 de 2005 y a declarar la Presidencia de la República, sino que exigirá disposiciones”, al haber regulado en el artículo su inexequibilidad, habida cuenta que en ellas su sujeción a lo dispuesto en al normas generales 16 del Decreto 780 de 2005, “Por el cual se esta- también se hacía referencia al Consejo Adminis- de la carrera administrativa y a lo establecido en blece el Sistema Específico de Carrera para los trador del Sistema Específico de Carrera en el el Decreto 780 de 2005, en cuanto sea pertinente. Finalmente, la Corte declaró la inexequibiEmpleados del Departamento Administrativo de Departamento Administrativo de la Presidencia lidad total del artículo 18 del Decreto Ley 780 la Presidencia de la República”, la composición de la República. Tales disposiciones establecían de 2005, integrado también oficiosamente, que de la comisión de personal perteneciente a dicha funciones de este Consejo referentes a la fijación regula la forma de elección de los representantes de los parámetros de evaluación de las capacidaentidad. de los empleados al Consejo Administrador del Para resolver estos cuestionamientos, el des de los concursantes (art. 11, numeral 11.4), el Sistema Específico de Carrera y de la Comisión Tribunal tuvo en cuenta el marco normativo y concepto para prorrogar la vigencia de la lista de de Personal, en la medida en que se declara la elegibles (art. 11, numeral 11.5), la exclusión de jurisprudencial existente en torno a la especificidad del régimen de carrera de los empleados personas de la lista de elegibles, por solicitud de inconstitucionalidad de la creación del primero públicos del Departamento Administrativo de la la Comisión de Personal (art. 17, numeral 17.2) y de la conformación de la segunda.

Indagaciones privadas con fines laborales o comerciales

No pueden implicar la vulneración del derecho a la intimidad. Por tanto, las restricciones a que puedan dar lugar tales indagaciones deben ser razonables y proporcionadas

A través de la sentencia C-602 del 26 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), la Corte Constitucional declaró inexequible la expresión “Sin embargo,” contenida en el segundo inciso del artículo 55 del Decreto Ley 1355 de 1970, y exequible el aparte restante de dicha disposición, en el entendido que el derecho fundamental a la intimidad solo puede ser objeto de restricciones razonables y proporcionadas a la luz del orden constitucional vigente. Le correspondió a la Corte establecer, si el segundo inciso del artículo 55 del Decreto Ley 1355 de 1970, al prever la posibilidad de que los particulares realicen indagaciones con fines laborales o comerciales, desconocía el derecho a la intimidad establecido en el artículo 15 de la Constitución. En primer lugar, este Tribunal concluyó que la expresión “Sin embargo,” resultaba contraria al artículo 15 dado que su inclusión, a continuación del primer inciso del artículo 55 del Decreto Ley

1355 de 1970, podía ser interpretada como una autorización para afectar o desconocer la vida íntima. En segundo lugar, la Corte concluyó que la autorización prevista en la disposición demandada encontraba fundamento en varias disposiciones constitucionales. En esa dirección, advirtió que las indagaciones con fines laborales o comerciales cuentan con un apoyo directo no solo en la cláusula general que ampara el derecho a buscar y recibir información de diversa naturaleza (art. 20), sino también en la protección de los derechos del consumidor (art. 78), en la promoción de la buena fe (art. 83) y en la protección de la libre iniciativa privada, la libre competencia y la empresa como base del desarrollo (333). Igualmente, en algunos casos las actividades de indagación encuentran fundamento en la naturaleza de la actividad que se desarrolla y, en particular, en su calificación como de interés público (art. 335). No obstante lo anterior, consideró que la rea-

lización de tales indagaciones puede, en algunos casos, suscitar conflictos con el derecho fundamental a la intimidad. Advirtió, como consecuencia de ello, que a pesar de que a la Corte no le correspondía ocuparse de identificar en sede de control abstracto, cada una de las soluciones a los diferentes conflictos, era necesario establecer que las actividades de los particulares autorizadas por la norma no podían implicar, bajo ninguna circunstancia la violación del derecho a la intimidad que, conforme a la jurisprudencia de este Tribunal, ampara aquella esfera de la personalidad del individuo que éste ha decidido reservar para sí, ocultándola y liberándola de la injerencia de los demás miembros de la sociedad. En esa medida, estableció que era necesario precisar que el inciso examinado era exequible en el entendido de que el derecho fundamental a la intimidad solo podía ser objeto de restricciones razonables y proporcionadas a la luz del orden constitucional vigente.


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9 Administración y recaudo de las contribuciones parafiscales agropecuarias y pesqueras Habilitación conferida al Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural

Mediante sentencia C-644 del 23 de noviembre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), la Corte Constitucional declaró exequibles los incisos tercero y cuarto del artículo 106 de la Ley 1753 de 2013. El problema jurídico, consistió en determinar si la disposición legal que faculta al Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural para asumir temporalmente la administración de las contribuciones parafiscales, mediante un encargo fiduciario, cuando la entidad encargada de ello no se encuentra en condiciones de garantizar el cumplimiento de las reglas y políticas en la materia, según las razones especiales definidas mediante reglamento, desconoce el principio de reserva legal en materia tributaria (arts. 150.12 y 338 C.Po.) y el derecho al debido proceso (art. 29 C.Po.). A juicio de la Corte, esta medida resulta compatible con la Constitución, puesto que cabe dentro del amplio margen de configuración normativa con que cuenta el Congreso de la República para definir la política tributaria del Estado, establecer los distintos tributos y regular los procedimientos para su recaudo y administración. Al mismo tiempo, no infringe el principio de reserva legal, como quiera que la disposición acusada no alude a ninguno de los elementos esenciales de la obligación tributaria, como son, los sujetos activos y pasivos, el hecho y la base gravable y la tarifa, cuya definición está reservada al legislador. Teniendo en cuenta que se trata de recursos públicos, en el caso de las contribuciones parafiscales, el artículo 29 del Estatuto Orgánico el Presupuesto, prevé que el manejo, administración y ejecución de estos se hará en la forma dispuesta en la ley y se destinarán exclusivamente al objeto establecido en ella. En este precepto, están previstas de forma genérica, las modalidades de administración de recursos parafiscales, tanto por órganos que formen parte del Presupuesto General de la Nación, como por entidades que no estén comprendidas en el mismo. Así mismo, de manera general, la Ley 101 de 1993, adoptó una política de fomento, desarrollo y protección de las actividades agropecuaria y pesquera, dentro de la cual dedicó el Capítulo V al recaudo, administración, destinación y presupuesto de los recursos parafiscales dirigidos a esos sectores, autorizando que

tal administración pueda hacerse por intermedio de sociedades fiduciarias, previo contrato especial con el Gobierno Nacional. En consecuencia, la Corte consideró que bien podía el legislador, establecer una norma que habilitara al Ministerio de Agricultura para asumir temporalmente la administración de una contribución parafiscal y efectuar el recaudo correspondiente, con fundamento en razones especiales definidas mediante reglamento, cuando quiera que la entidad administradora no está en condiciones de garantizar el cumplimiento de las reglas y política que deben regir la contribuciones parafiscales. Además de ser un desarrollo de la función constitucional del Presidente de la República de “Velar por la estricta recaudación y administración de las rentas y caudales públicos y decretar su inversión de acuerdo con las leyes”, el Gobierno en desarrollo de su potestad reglamentaria, puede concretar en un reglamento las situaciones que den lugar a esa intervención transitoria, las cuales no pueden exceder de los lineamientos y parámetros previstos tanto en las leyes especiales que regulan cada contribución parafiscal, como en la Ley 101 de 1993 ya mencionada. En todo caso, esta intervención debe adoptarse mediante acto motivado que está sujeto al control de la jurisdicción contencioso administrativa, para corregir cualquier el abuso en el ejercicio de dicha atribución. Por consiguiente, no se encuentra infracción alguna del principio de reserva legal tributaria. De igual modo, el Tribunal determinó que esta medida concebida para situaciones especiales, no desconocía el debido proceso, teniendo en cuenta que las actuaciones del Gobierno deben regirse por el procedimiento administrativo previsto en el cpaca, por lo que no era necesario que la norma acusada (incisos tercero y cuarto del artículo 106) perteneciente a la actual Ley del Plan Nacional de Desarrollo estableciera un procedimiento especial para esa asunción temporal de la administración y recaudo de contribuciones parafiscales. Por lo tanto, la Corte procedió a declarar la exequibilidad de los incisos tercero y cuarto del artículo 106 de la Ley 1753 de 2015, por los cargos analizados.

Cuidado y custodia de menor cuya madre está recluida en centro carcelario

Puede ser otorgada a la persona que tenga o no vínculos de consanguinidad, que demuestre con suficiencia y rigor, capacidad e idoneidad y lazos estrechos de convivencia, afecto, respeto y solidaridad, protección y asistencia del menor

A través de la sentencia C-569 del 19 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), la Corte Constitucional declaró inexequible la expresión “que acredite vínculo de consanguinidad”, contenida en el parágrafo 1º del artículo 88 de la Ley 1709 de 2014, modificatorio del artículo 153 de la Ley 65 de 1993. La Corte reafirmó el concepto amplio de familia que ha reconocido la jurisprudencia, derivado de los artículos 42 y 44 de la Constitución Política, que debe ser protegida por el Estado como institución básica de la sociedad. Esta protección se hace extensiva a las familias que surgen tanto de vínculos jurídicos, de los que surgen los lazos de consanguinidad, del parentesco que surge con los familiares del cónyuge y del parentesco civil, pero también de situaciones de facto o familias de crianza, atendiendo al concepto sustancial y no formal de familia, que supone la convivencia continua, el afecto, la protección, el auxilio y el respeto mutuos que van consolidando los núcleos familiares de hecho. En el caso concreto, observó que el artículo 35 del Código Civil pretende que los niños y niñas puedan crecer en el seno de un hogar, donde encuentren lazos de amor que les permitan fortalecer su crecimiento y coadyuvar en su desarrollo en condiciones de dignidad, por lo que limitar este derecho únicamente a aquellas personas que se encuentren unidas por un vínculo de consanguinidad al menor, resulta violatoria no solo de su derecho fundamental a la familia, sino que daría un entendimiento tan restringido de ésta en contravía del alcance que tiene el artículo 42 de la Carta y los derechos fundamentales de los niños y niñas consagrados en el artículo 44 superior. La Corte reiteró que el concepto de familia en modo alguno puede asimilarse con el de la consanguinidad, sino que hoy debe abarcar una multiplicidad de realidades sociales que tienen como común denominador los vínculos afectivos, que establecen una comunidad de vida y de cuidado mutuo. Esto transciende esencialmente en el derecho fundamental de los niños y niñas a tener una familia y a no ser separados de ella, en la medida que esta constituye el ambiente natural para su desarrollo armónico y el

pleno ejercicio de sus derechos. Privarse a un menor de crecer en un hogar con vínculos afectivos que lo protejan, lo guíen y permitan la concreción de su dignidad humana, resulta a todas luces contrario a su dignidad y al principio de prevalencia del interés del menor. Para la Corte, si bien es cierto que en principio la limitación que se establece en la disposición acusada a las personas privadas de la libertad podría considerarse razonable y proporcionada, en la medida que se pretende evitar la desintegración y desarticulación de los vínculos filiales más próximos, también lo es que en la ausencia de familiares con vínculos de consanguinidad termina por dejar a los niños y niñas que no pueden permanecer junto a su madre en un centro de reclusión, en un estado de desprotección contrario a los mandatos de los artículos 42 y 44 de la Constitución. A la luz de estos preceptos, la medida resulta desproporcionada, inadecuada e innecesaria, en relación con las limitaciones que genera en el respeto a la dignidad humana, en el derecho a mantener la unidad familiar, configurando además una discriminación de los menores que carecen de un pariente consanguíneo no privado de la libertad, pero cuentan con un familiar con el que tienen un vínculo afectivo y estrecho y que al no ser parientes que acrediten “grado de consanguinidad” no pueden ser puestos bajo su cuidado y protección mientras su madre permanece en el establecimiento carcelario. Por consiguiente, la Corte procedió a declarar inexequible la expresión acusada del 88 de la Ley 1709 de 2014, de modo que ante la ausencia de padre o familiar con vinculo de consanguinidad, o en caso de que la persona recomendada por la progenitora privada de la libertad no cumpla con las condiciones necesarias para ser garante de los derechos de los menores de edad, el juez o la autoridad administrativa competente puedan otorgar la custodia del menor a cualquier persona capaz e idónea (que cuente con lazos de consanguinidad o no), que demuestre con suficiencia y rigor probatorio lazos estrechos de convivencia, afecto, respeto, solidaridad, protección y asistencia, siempre teniendo en cuenta el interés superior del menor.


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10 Inhabilidad intemporal para acceder a los permisos de uso del espectro radioeléctrico Personas que han sido condenadas a penas privativas de la libertad

Por sentencia C-634 del 16 de noviembre de 2016 (M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva), la Corte Constitucional declaró inexequible el numeral cuarto del artículo 14 de la Ley 1431 de 2009. En el presente caso, le correspondió a la Corte definir si la prohibición de conceder permisos para el uso del espectro radioeléctrico a aquellas personas que hayan sido condenadas a penas privativas de la libertad, salvo cuando se trate de delitos políticos o culposos, viola la Constitución, por cuanto tal restricción no cumpliría con un fin constitucionalmente legítimo y en consecuencia, vulneraría la libertad de expresión y resultaría incompatible con el fin resocializador de la pena. En primer término, la Corporación determinó que la restricción señalada cumple con un fin constitucionalmente legítimo, puesto que aunque el Congreso no lo indicó de manera expresa, pudo inferir que la misma se dirige a asegurar la idoneidad de las personas que acceden a permisos para el uso del espectro. Esa fue la conclusión a la que llegó la Corte en la sentencia C-711/96, en la que se declaró exequible una restricción similar referida a la suscripción de contratos para la concesión del servicio público de televisión. En efecto, habida cuenta de la incidencia social que tienen los medios de comunicación en la dinámica de la sociedad, es imperativo que los mismos sean prestados bajo condiciones de calidad técnica y de sus contenidos y que su uso esté unívocamente dirigido a otorgar eficacia material a las libertades de expresión e información. Por ende, no es solo legítimo sino imperativo que el Estado, de conformidad con la competencia que le adscribe el artículo 75 de la Carta Política, ejerza sus potestades de gestión sobre el uso del espectro electromagnético, con el fin de garantizar el pluralismo informativo y la competencia. Estas medidas, sin duda alguna, comprenden dispositivos normativos dirigidos a garantizar la idoneidad de quienes acceden al uso de dicho recurso, en todo caso limitado y sometido al control estatal. No obstante lo anterior, la Corte encontró que la medida no es conducente ni imprescindible para conseguir el fin propuesto. La norma acusada impone una restricción amplia a la libertad de expresión y de información, así como al derecho de fundar medios de comunicación. Observó que se trata de una inhabilidad intemporal para la adquisición de permisos para el uso del espectro radioeléctrico, lo que en la práctica se traduce en la imposibilidad, a perpetuidad, de expresarse a través de los medios que se sirvan de los instrumentos tecnológicos contemporáneos, que en su gran

mayoría se basan en el uso del espectro. La jurisprudencia ha señalado que en principio, la fijación de inhabilidades intemporales no es incompatible con la prohibición constitucional de imprescriptibilidad de las penas, toda vez que no se trata de sanciones sino de condiciones exigidas para el adecuado ejercicio de la función pública o la prestación de servicios públicos. Sin embargo, en el caso analizado, esa condición de perpetuidad de la inhabilidad, la inexistencia de un mecanismo de rehabilitación para el uso del espectro y en especial, la amplitud de la restricción, hace que se muestre desproporcionada, pues por el solo hecho de haber sido condenado por delito doloso, el individuo queda excluido de manera permanente de la posibilidad de usar el uso del espectro, bajo cualquier modalidad de las TIC. De igual modo, la inhabilidad estudiada resulta desproporcionada en tanto es indiscriminada y carece de cualquier mecanismo para evaluar la idoneidad del afectado, distinta a suponer su incapacidad moral por el hecho de haber sido considerado penalmente responsable. Esto al margen de la evaluación sobre la conducta cometida, el cumplimiento de la sanción impuesta, la incidencia del comportamiento penalmente sancionado frente al ejercicio de las libertades de expresión e información y la posibilidad futura de rehabilitar al inhabilitado en la competencia para hacer uso del espectro. Por último, la Corte determinó que la completa ausencia de la idoneidad de la medida legislativa se demuestra por el hecho de que la inhabilidad intemporal descansa en un juicio hipotético y a priori sobre la persona que ha cometido la conducta que fue objeto de reproche penal. Parte de un supuesto inaceptable dentro del Estado constitucional, consistente en que los individuos que han sido condenados penalmente quedan de forma permanente vinculados a la presunción de ilegalidad de sus acciones futuras. Esto va en abierta contradicción con el carácter resocializador de la pena, así como con los fundamentos mismos del modelo democrático, como es la imposibilidad de establecer condiciones jurídicas desfavorables, a partir no de los hechos, sino de las presunciones o los perjuicios, que sirven para edificar restricciones a los derechos constitucionales con vocación de perpetuidad. A su juicio, imposiciones legales de esta naturaleza son abiertamente desproporcionadas e irrazonables. Es evidente que la norma objeto de demanda niega el derecho que tienen las personas condenadas a retornar, luego de cumplir con la pena, a retornar a la vida democrática y al ejercicio de sus derechos.

Prohibiciones a los trabajadores

Consumo de alcohol, narcóticos o cualquier otra droga enervante. Sólo se configura cuando afecte directamente el desempeño laboral del trabajador

Mediante sentencia C-636 del 17 noviembre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), la Corte Constitucional declaró exequible el numeral 2 del artículo 60 del Código Sustantivo del Trabajo, en el entendido que la prohibición allí contemplada solo se configura cuando el consumo de alcohol, narcóticos o cualquier otra droga enervante afecte de manera directa el desempeño laboral del trabajador. Le correspondió a la Corte establecer si la prohibición establecida en la disposición demandada vulneraba el derecho a la igualdad y el derecho al trabajo (artículos 13 y 25 de la Constitución). Al respecto, la acción de inconstitucionalidad argumentaba que la norma demandada establecía una distinción entre trabajadores con enfermedades comunes, por cuanto a las personas con dependencia del consumo de sustancias psicoactivas se les pude despedir con justa causa, a diferencia de lo que sucede con el tratamiento legal a las demás enfermedades comunes. Para resolver el problema planteado, la Corte estableció que el cargo por vulneración del derecho a la igualdad no cumplía con los requisitos de admisibilidad de las acciones de inconstitucionalidad. Específicamente, el cargo carecía del requisito de certeza, en la medida en que confundía normas con contenido jurídico diferente. En particular, señalaba que el incumplimiento de la prohibición del numeral 2 del artículo 60 del Código Sustantivo del Trabajo (CST) da lugar, de

manera automática, al despido con justa causa del trabajador, lo cual resulta impreciso, pues el despido por justa causa es regulado en el artículo 62 de ese mismo código, el cual dispone en su numeral 6 que solo procede el despido con justa causa del trabajador cuando este incumple de manera grave alguna de las prohibiciones del artículo 60 del CST. Por lo tanto, limitó su análisis a la posible vulneración del derecho al trabajo. A continuación, la Corte evaluó la procedencia de la integración de la unidad normativa con la parte del numeral 2 del artículo 60 del CST con la parte no demandada del mismo artículo. Al respecto, la Corte consideró que lo demandado y lo no demandado de dicho numeral comparten el mismo propósito y regulan la misma situación, relacionada con la prohibición a los trabajadores de presentarse al lugar de trabajo habiendo consumido sustancias psicoactivas. Por ello, el cargo de inconstitucionalidad planteado por los demandantes es predicable de la totalidad del numeral 2 del artículo 60 del CST. En el análisis de fondo, la Corte inició por recordar que el derecho al trabajo debe ser realizado en condiciones dignas y justas, según el artículo 25 de la Constitución, lo cual habilita a que se establezcan medidas encaminadas al cumplimiento de este propósito. Una de esas medidas que pueden utilizarse son las prohibiciones a los trabajadores, las cuales tienen una finalidad primordialmente preventiva, con el fin de evitar

situaciones que pongan en riesgo a los trabajadores y que promuevan el adecuado cumplimiento de la labor que desempeñan. Igualmente, advirtió la Corte que tales prohibiciones a los trabajadores, para ser válidas, deben ser respetuosas de los derechos fundamentales de los trabajadores, entre ellos la intimidad y el libre desarrollo de la personalidad (artículos 15 y 16 de la Constitución). Aplicado este razonamiento al caso concreto, la Corte concluyó que la prohibición establecida en el numeral 2 del artículo 60 del CST era demasiado amplia, en el sentido de que establecía la misma prohibición para cualquier persona trabajadora sin consideración, a la labor específica que esta pueda desempeñar. Anotó la Corte que no es válido asumir automáticamente que en todos los casos el consumo de sustancias psicoactivas implique un riesgo el trabajador o sus compañeros de trabajo, ni que afecte negativamente la labor contratada, por lo que la prohibición, tal como estaba prevista, resultaba contraria al artículo 25 de la Constitución. Además, dada su generalidad, podría llegar a afectar la autonomía individual de los trabajadores, reconocida en los artículos 15 y 16 de la Constitución Política. Por lo tanto, la Corte consideró procedente condicionar el alcance de la prohibición prevista en el artículo 60 del CST, para precisar que la prohibición solo será exigible cuando el consumo de sustancias psicoactivas afecte de manera directa el desempeño laboral del trabajador.


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Servicio militar por parte de mujeres Actividades

Por sentencia C-659 del 28 de noviembre de 2016 (M.S. Dr. Aquiles Arrieta Gómez), la Corte Constitucional declaró inexequible la expresión “en tareas de apoyo logístico, administrativo, social, cultural o de defensa de la ecología y el medio ambiente, y en general, de las actividades que contribuyan a la modernización y al desarrollo del país”, contenida en el parágrafo del artículo 10 de la Ley 48 de 1993. Le correspondió a la Corte resolver, si el legislador vulnera el derecho a la igualdad de trato y no discriminación de las mujeres que voluntariamente deciden prestar su servicio militar, al restringir las actividades que pueden desarrollar, a “tareas de apoyo logístico, administrativo, social, cultural o de defensa de la ecología y el medio ambiente, y en general, de las actividades que contribuyan a la modernización y al desarrollo del país “, so pretexto de protegerlas y respetar sus diferencias. En el escrutinio de la medida adoptada en el parágrafo del artículo 10 de la Ley 48 de 1993, la Corte aplicó un test estricto de igualdad, que comprende la valoración constitucional de la idoneidad, necesidad y proporcionalidad estricta del trato distinto previsto en la norma acusada para las mujeres que prestan servicio militar de manera voluntaria. En cuanto a la finalidad de la medida, la Corporación encontró que en la exposición de motivos de la Ley 48 de 1993 no se hizo referencia alguna a la cuestión y en el debate de la ley en el Congreso solo se motivó la posibilidad de que las mujeres participen en el servicio militar de forma voluntaria, de la cual se deduce que la restricción de las actividades que cumplirían se justificaba en (i) la necesidad de proteger los derechos de las mujeres, asignándoles tareas que no pongan en riesgo su vida y su integridad personal y (ii) “cierta tradición de los oficios, que al presente, tiene por mejor habilitados a los varones para el desempeño de las labores de la guerra”. En cuanto al primer argumento, consideró que constituye un fin imperioso, acorde con el deber del Estado de proteger a todas las personas residentes en Colombia (art. 2º C.Po.) y la protección específica prevista para las

mujeres en relación con la familia (art. 42 C-Po,), la mujer en estado de embarazo o post parto (art. 43 C.Po.) y la protección especial a la mujer trabajadora y a la maternidad consagrada en el estatuto del trabajo (art. 53 C.Po.). Ambas finalidades son legítimas e imperiosas desde la perspectiva constitucional, como parte de los fines esenciales del Estado y la efectividad de los derechos de las mujeres. Respecto al segundo argumento relacionado con la eficiencia administrativa en la prestación del servicio militar, en el sentido de garantizar el buen desarrollo de la función militar y policiva, al restringir las actividades de las mujeres en el servicio a ciertas actividades que se considera adecuadas para su sexo, también tiene fundamento constitucional en el artículo 209 de la Carta, que consagra entre otros principios de la función pública, el de la eficiencia administrativa. De otra parte, la Corte constató que la limitación que se examina no está prohibida por la Constitución, de manera que bien podía ser establecida por el legislador en ejercicio de la configuración normativa, de modo que también es una medida legítima. No obstante, la restricción de las actividades que las mujeres que pueden cumplir en el servicio militar resulta innecesaria respecto de la finalidad de protección de los derechos de las mujeres y no contribuye de manera positiva a alcanzar el fin propuesto, puesto que si el servicio militar representa un riesgo para la vida e integridad de las mujeres, es la condición de no obligatoriedad que no está en examen en este caso, la que realmente evita que ellas deban enfrentar dicha amenaza. Por el contrario, si voluntariamente deciden prestar su servicio militar, es en ejercicio de su autonomía que asumen los riesgos inherentes al servicio, que en cualquiera de sus funciones puede acarrear los peligros propios que implica el hacer parte de la Fuerza Pública en una situación de conflicto armado no internacional. De esta forma, la restricción de las actividades no es adecuada, ni conducente, ni mucho menos necesaria para evitar los riesgos a los derechos que acarrea el servicio militar. Para la Corte, la diferenciación estableci-

da en el parágrafo objeto de censura, basada en patrones sociales que destacan las habilidades de los hombres para las actividades de la guerra y en estereotipos culturales que discriminan a las mujeres, configura una evidente infracción a la prohibición de discriminación y de trato distinto no justificado por razones del sexo y una transgresión de compromisos internacionales adquiridos por Colombia que protegen los derechos de las mujeres. A su juicio, este estereotipo que asume que las mujeres están en condición de inferioridad frente a los hombres para desempeñar una tarea, es un criterio reprochable que desatiende toda evidencia científica y social y sirve como excusa para legitimar la perpetuación de prácticas discriminatorias y excluyentes contra las mujeres. No es la ley, ni la jurisprudencia de la Corte, las que deben determinar cuáles oficios son aptos o no para las mujeres. Por el contrario, el derecho a escoger profesión u oficio, al libre desarrollo de la personalidad y a la no discriminación significa, que la Constitución consagra una libertad de decisión que hace parte de la autonomía intangible de cada persona y por ende, de su dignidad humana. Sostuvo, que toda restricción de este círculo fundamental, debe ligarse a una razón irreductible, que en el caso no existe para que la ley determine que las mujeres, por el hecho de ser mujeres, deban estar excluidas de las actividades militares. Finalmente, la limitación de las actividades de las mujeres en el servicio militar no produce ningún beneficio ni para ellas, ni mucho menos para la función administrativa o policial. En cambio, implica la afectación y sacrificio de derechos constitucionales valiosos, por lo que la finalidad no resulta estrictamente proporcional. Por lo expuesto, la Corte procedió a declarar inexequible el aparte demandado que hace parte del parágrafo del artículo 10 de la Ley 48 de 1993, por fundamentarse en un estereotipo abiertamente contrario a la Carta Política, resultar una medida inadecuada para lograr los fines propuestos, desproporcionada frente a los derechos que restringe y en consecuencia, claramente innecesaria.

Manifestaciones culturales con connotaciones religiosas Asignación de recursos públicos

La Corte Constitucional (sentencia C-567 del 19 de octubre de 2016, M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), reiteró que bajo ciertas condiciones es posible salvaguardar, incluso a través de la asignación de finanzas públicas, manifestaciones culturales con connotaciones religiosas, como las procesiones de Semana Santa en Popayán, respecto de las cuales se acreditó suficientemente su valor cultural. En consecuencia, declaró exequible el artículo 4º de la Ley 891 de 2004. La Corte Constitucional debía resolver la acción pública instaurada contra el artículo 4º de la Ley 891 de 2004 ‘Por la cual se declara Patrimonio Cultural Nacional las Procesiones de Semana Santa y el Festival de Música Religiosa de Popayán, departamento del Cauca, se declara monumento Nacional un inmueble urbano, se hace un reconocimiento y se dictan otras disposiciones’. En concepto de la demandante, dicha norma vulnera el Preámbulo y los artículos 1, 2, 13, 19 y 136-4 de la Constitución, por cuanto autoriza a entidades estatales de diversos órdenes a destinar asignaciones presupuestales con el propósito de cumplir los objetivos allí previstos, que básicamente son los de reconocer, exaltar y salvaguardar las Procesiones de Semana Santa en Popayán. De acuerdo con la acción pública, la norma acusada tiene el efecto de financiar y fortalecer un culto religioso, lo cual desconoce los principios de neutralidad religiosa, pluralismo religioso, búsqueda del interés general, igualdad y libertad religiosa, y prohibición de decretar donaciones, gratificaciones, auxilios, indemnizaciones, pensiones u otras erogaciones que no estén destinadas a satisfacer derechos reconocidos por ley preexistente. La Sala Plena examinó los argumentos presentados en la demanda, en las intervenciones escritas y en la audiencia pública celebrada

el 26 de septiembre del presente año, y concluyó que la norma acusada no vulnera las disposiciones constitucionales invocadas. Advirtió que las Procesiones de Semana Santa de Popayán forman parte del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad y de la nación, y que en virtud de la Constitución es deber del Estado adoptar medidas para su salvaguardia, sin que se encuentre descartada en principio la asignación de finanzas públicas. La Corte constató que la subvención de las Procesiones de Semana Santa en Popayán con dineros públicos tiene impacto en un hecho religioso, pero reiteró entonces la jurisprudencia constitucional, según la cual bajo ciertas condiciones es posible salvaguardar, incluso a través de la asignación de finanzas públicas, manifestaciones culturales con connotaciones religiosas. Con arreglo a estas condiciones, el Estado no puede 1) establecer una religión o iglesia oficial; 2) identificarse formal y explícitamente con una iglesia o religión; 3) realizar actos oficiales de adhesión, así sean simbólicos, a una creencia, religión o iglesia; 4) tomar decisiones o medidas que tengan una finalidad religiosa, mucho menos si ella constituye la expresión de una preferencia por alguna iglesia o confesión; 5) adoptar políticas o desarrollar acciones cuyo impacto primordial real sea promover, beneficiar o perjudicar a una religión o iglesia en particular frente a otras igualmente libres ante la ley. Para adoptar normas que autoricen la financiación pública de bienes o manifestaciones asociadas al hecho religioso 6) la medida debe tener una justificación secular importante, verificable, consistente y suficiente y 7) debe ser susceptible de conferirse a otros credos, en igualdad de condiciones. Luego de verificar que la norma cumplía estos requisitos, la Corte la declaró exequible.


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12 Arbitramento

Deber de información de los árbitros y secretarios acerca de circunstancias que puedan generar dudas justificadas de su independencia o imparcialidad y la decisión de reemplazarlos cuando a ello hubiere lugar, adoptada por los demás árbitros o el juez civil del circuito

Por sentencia C-538 del 5 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva), la Corte Constitucional declaró exequibles algunos apartes del artículo 15 de la Ley 1563 de 2012. En el presente caso, le correspondió a la Corte definir (i) si la sola manifestación de las partes de “dudas justificadas” respecto de la imparcialidad o independencia del árbitro, para que se proceda a su relevo por parte de los otros árbitros, cuando así lo consideren, por su indeterminación, vulnera el derecho a la libertad de escogencia de profesión derechos al trabajo y al acceso a cargos públicos, como también, (ii) si el deber de informar por parte de los árbitros y secretarios sobre “cualquiera circunstancia sobrevenida” que pudiere generar en las partes dudas sobre su imparcialidad e independencia, impone un tratamiento discriminatorio injustificado frente a los jueces, quienes solo pueden ser separados del conocimiento de un caso, en virtud de un régimen taxativo de impedimentos y recusaciones. En primer lugar, de una interpretación sistemática de varias normas de la Ley 1563 de 2012, la corporación pudo establecer que el deber de información regulado en el artículo demandado es un trámite diferente al de los impedimentos y recusaciones de los árbitros y secretarios del respectivo tribunal de arbitramento. Para la Corte, el concepto de “dudas justificadas” es compatible con el principio de legalidad. Se trata de un concepto indeterminado, puesto que de la sola literalidad de los vocablos no puede concluirse cuáles serían las dudas de las partes frente a los árbitros y secretarios del tribunal respectivo, pero si es posible concretarlo mediante una interpretación razonable. Contrario a lo planteado por el actor, las dudas injustificadas no versan sobre cualquier razón, sino que tienen un parámetro definido que corresponde al informe presentado por el árbitro o secretario como condición para su designación, acerca de las circunstancias que podrían incidir en su independencia e imparcialidad. Con base en esta información, es que las partes evalúan si ante las dudas justificadas, es o no necesario que los demás árbitros o el juez civil del circuito, según el caso, decidan sobre la remoción del respectivo árbitro o secretario. Si existen otras circunstan-

cias, diferentes a las expresadas en el informe, que a juicio de las partes puedan afectar la independencia e imparcialidad del árbitro o secretario, incidirán en su permanencia en el tribunal si pueden encuadrarse dentro de las causales, estas sí taxativas, de impedimento y recusación. La Corte reiteró que el régimen de impedimentos y recusaciones es una cuestión diferente y separada del deber de información que tienen los árbitros y secretarios del tribunal. En segundo lugar, el tribunal desestimó el argumento del demandante según el cual, la permanencia de los árbitros y los secretarios, en virtud de la norma acusada, quede sometida al capricho de las partes, toda vez que del mismo texto de la disposición se colige que son los demás árbitros y en su defecto el juez civil del circuito, quienes evalúan si las dudas planteadas por las partes son o no justificadas y por esta razón, aptas para motivar el reemplazo del árbitro o secretario respectivo. Indicó, que en todo caso, la resolución sobre tales dudas también se inserta dentro de la naturaleza jurisdiccional del arbitraje, por lo que deberá cumplir con criterios de objetividad e imparcialidad por parte de quien evalúa si debe proceder a la remoción del cargo del árbitro o secretario concernido. En consecuencia, no se evidencia infracción al principio de legalidad, respecto de las circunstancias que motivan la remoción y reemplazo de un árbitro o secretario, que para ejercer sus funciones debe estar libre de cualquiera de ellas que pueda afectar su imparcialidad e independencia. En cuanto a la proporcionalidad de la medida adoptada por el legislador, la Corte encontró que la finalidad que se persigue con la norma acusada, esto es, garantizar la independencia e imparcialidad de los árbitros y secretarios del tribunal, conforma uno de los aspectos definitorios de la función jurisdiccional y por lo tanto es relevante desde la perspectiva constitucional. En esa medida, el deber de los árbitros y secretarios de presentar el informe y la posibilidad de que el mismo sea contrastado por las partes, es idóneo para cumplir con la finalidad propuesta, como quiera que la independencia e imparcialidad se facilita si las partes son previamente informadas

acerca de las cuestiones que puedan afectarlas. Dadas las diferencias existentes entre la actividad judicial pública, exclusiva y permanente que realizan los jueces, frente al carácter excepcional, temporal y previa habilitación de las partes, que efectúan los árbitros, resulta válido un tratamiento diferente respecto de la exigencia de un deber de información solo respecto de los árbitros y secretarios. Observó que mientras los jueces están excluidos de toda actividad profesional que implique la agencia de intereses jurídicos particulares, los árbitros y secretarios usualmente ejercen el litigio y la representación judicial. De allí, que resulta imprescindible que pongan en conocimiento de las partes las circunstancias que derivadas de ese ejercicio, puedan implicar afectación de su independencia e imparcialidad e igualmente, dotar a las partes de la posibilidad de controvertir dicho informe, de manera que esas circunstancias no lleguen a incidir desfavorablemente en el ejercicio de la actividad jurisdiccional que se les asigna de manera excepcional. Es claro, que esa labor de análisis no puede adelantarse a partir de un listado taxativo de causales, puesto que en el ejercicio profesional puede surgir toda suerte de circunstancias que inciden en mayor o menor medida en la independencia e imparcialidad de los árbitros y secretarios designados. Por ende, el criterio de “dudas injustificadas” es lo suficientemente amplio para cobijar estos diferentes supuestos fácticos, sobre los cuales recae un juicio objetivo, realizado por terceros a las partes y al árbitro o secretario. Adicionalmente, advirtió que la legislación nacional adopta el estándar internacional de evaluación de la independencia e imparcialidad, a partir de la definición de circunstancias que puedan constituir dudas justificadas. Por consiguiente, la medida no incorpora un trato discriminatorio injustificado en contra de árbitros y secretarios. Finalmente, la Corte encontró que la medida no afecta los derechos constitucionales a la libertad de escogencia de profesión u oficio, al trabajo y al acceso a cargos públicos. La comprobación de condiciones de idoneidad para el ejercicio de la función jurisdiccional no puede considerarse como una barrera injustificada para el ejercicio de la justicia arbitral.

Proceso penal

Después de formulada la imputación, las víctimas pueden solicitar directamente las medidas provisionales relativas a establecimientos abiertos al público presuntamente dedicados total o parcialmente a actividades delictivas

Por sentencia C-603 del 26 de octubre de 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), la Corte Constitucional declaró exequibles las expresiones “En cualquier momento y antes de presentarse la acusación de la Fiscalía” contenidas en el artículo 91 de la Ley 906 de 2004, en el entendido de que las víctimas pueden solicitar directamente las medidas provisionales allí consignadas cuando acrediten ante el juez un interés específico para obrar, después de la formulación de la imputación. Con fundamento en lo anterior, la Corte concluyó que la pretensión de que las víctimas sean legitimadas para pedir directamente la suspensión de la personería jurídica o el cierre de establecimientos o de locales abiertos al público no afecta la estructura del proceso penal, ni altera la igualdad de armas, ni su carácter adversarial, ni los principios que conforman el debido proceso del imputado. Por el contrario, las víctimas pueden quedar desprotegidas ante omisiones del Fiscal, o ante circunstancias que requieran una actuación urgente y directa en las cuales no sea posible acudir ante

el fiscal del caso, sino inmediatamente ante el juez. Además, se trata de medidas provisionales respecto de las cuales, el imputado puede defenderse de los motivos que la originan y su impacto es proporcionado. En el evento en que se decida imponer estas medida con carácter definitivo, debe haberse agotado previamente un proceso con todas las garantías constitucionales. Constatado que el legislador incurrió en una omisión legislativa relativa que debe ser completada de manera acorde con los derechos fundamentales de la víctima, la Corte procedió a declarar la exequibilidad condicionada la expresión demandada del artículo 91 de la Ley 906 de 2004, de manera que se entienda que después de que se haya formulado la imputación, las víctimas pueden solicitar directamente las medidas provisionales allí consignadas, cuando acrediten ante el juez un interés específico para obrar.


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13 Feminicidio

Móvil del agente al causar la muerte a una mujer “por su condición de ser mujer”, como uno de los elementos esenciales del delito. Circunstancia de agravación

A través de la sentencia C-539 del 5 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva), la Corte Constitucional declaró exequibles la expresión “por su condición de ser mujer” contenida en el artículo 104A; y el literal a) y la expresión “7” contenida en el literal g) del artículo 104B del Código Penal, adicionados por los artículos 2º y 3º de la Ley 1761 de 2015. Le correspondió a la Corte establecer (i) si en la definición de la conducta punible de feminicidio, el legislador incurrió en una vulneración del principio de estricta legalidad penal o tipicidad, toda vez que en concepto de los demandantes, el elemento subjetivo del tipo penal resulta indeterminado, debido a la dificultad para identificar cuándo ha tenido lugar el móvil de causar la muerte a una mujer “por su condición de ser mujer”, como lo establece el artículo 104A del Código Penal; (ii) si la circunstancia de agravación punitiva del delito de feminicidio consistente en que el autor “tenga la calidad de servidor público y desarrolle la conducta punible aprovechándose de esa calidad” (art. 104B, literal a, Código Penal), implicaría una violación de la prohibición del non bis in ídem, por cuanto esta modalidad de feminicidio ocasionada “en aprovechamiento de las relaciones de poder ejercidas sobre la mujer, expresado en la jerarquización personal, económica, sexual, militar, política o sociocultural” ya está prevista en el literal c) del artículo 140A. Los demandantes aducen que la posición de un servidor público frente a cualquier individuo es jerarquizada, de poder, y en consecuencia, los dos enunciados normativos sancionan la misma situación de hecho; y (iii) si el agravante “en situación de indefensión o inferioridad o aprovechándose de esta situación” a la que hace remisión la expresión “7” prevista en el literal g) del artículo 104B es amplia y puede comprender la modalidad de feminicidio consistente en que “la víctima haya sido incomunicada o privada de su libertad de locomoción, cualquiera que sea el tiempo previo a la muerte de aquella, establecida en el literal f) del artículo 104A del Código Penal, por lo cual dos normas sancionan la misma situación de hecho.

En relación con el primer cargo, la Corte advirtió que más que un problema de tipicidad, el cuestionamiento es esencialmente de índole probatoria, ya que hace referencia a la supuesta imposibilidad de comprobación de la motivación. Por esta razón, la expresión “por su condición de ser mujer” no tiene la potencialidad de desconocer el principio de tipicidad. No obstante, advirtió que el elemento motivacional no es accidental al feminicidio, sino que mantiene con este una relación inescindible. El feminicidio está precedido siempre de esa intención, pero al mismo tiempo, es claro que esa intención es inferida y está relacionada de forma necesaria con el contexto de discriminación y sometimiento de la víctima en medio del cual se ejecuta el crimen. Otras condiciones de los feminicidios están relacionados en un contexto cultural basado patrones históricos de dominación y desigualdad, en estereotipos negativos de género, violencia contra la mujer, ideas misóginas de superioridad del hombre, como también, pueden existir situaciones antecedentes o concurrentes de maltratos físicos o sexuales que propician y favorecen la privación de su vida. Cuando un escenario como el anterior se constata, el homicidio de la mujer adquiere con claridad el carácter de feminicidio, pues resulta inequívoco que el victimario actuó por razones de género. En cuanto a los literales impugnados por la supuesta doble sanción por un mismo hecho, la Corte observó que contrario a lo que señalan los demandantes, esas circunstancias objetivamente consideradas como agravantes del feminicidio, no constituyen por sí mismas el delito, sino que solo permiten inferir las razones de género del homicidio de la mujer y conducir a su agravación. Por ello, no puede predicarse una doble incriminación o una doble sanción. Tales circunstancias aportan elementos de juicio para concluir que la muerte fue provocada por motivos de género y confiere al feminicidio el carácter de agravado, lo cual no contraviene la Constitución.

Pensión especial de invalidez

A favor de víctimas del conflicto armado

La Sala Plena de la Corte Constitucional (sentencia SU-587 del 27 de octubre de 2016, M.S. Dr. Luis Guillermo Guerrero Pérez), unificó los criterios conforme a los cuales, se debe proceder al reconocimiento y pago de la pensión especial de invalidez requerida por personas víctimas del conflicto armado interno que cumplan con las condiciones señaladas en la Ley 418 de 1997, a quienes se les hubiere dejado en suspenso su derecho invocando razones de sostenibilidad fiscal o de protección a los recursos parafiscales de la seguridad social, siempre que Colpensiones haya verificado el cumplimiento de los requisitos legales para ser beneficiarios de dicha prestación, en particular, la pérdida de más del 50% de la capacidad laboral como consecuencia de actos ejecutados dentro de ese conflicto armado. Además de confirmar el amparo del derecho de petición concedido por el Juzgado Penal el Circuito Especializado de Manizales a una víctima de una mina antipersona y adicionar la protección de sus derechos al mínimo vital y a la vida digna, con el levantamiento de la decisión de dejar en suspenso el reconocimiento y pago de la pensión especial de invalidez a favor de las víctima de la violencia en los términos del artículo 46 de la Ley 418 de 1997, la Corte adoptó medidas para que el Ministerio del Trabajo, como entidad a la cual se encuentra adscrita el Fondo de Solidaridad Pensional, en el término establecido en esta sentencia, proceda a establecer una nueva fiducia u otra forma de administración financiera en los términos del artículo 25 de la Ley 100 de 1993, mientras no se defina

una fuente distinta, con recursos del Presupuesto General de la Nación, en particular con las partidas destinadas a atender las víctimas del conflicto, cuya identificación debe realizarse por el Ministerio de Hacienda y Crédito Público. Lo anterior, con el fin de asegurar la existencia de un capital que permita cubrir las pensiones especiales de invalidez a favor de las víctimas que sean reconocidas por Colpensiones y que, por ende, excluya el uso de los recursos parafiscales de las subcuentas de solidaridad y subsistencia. La Corporación encontró que no existía razón alguna para que Colpensiones hubiera omitido el reconocimiento y pago de la pensión especial de invalidez requerida por el accionante, según se dispuso en resolución del 23 de diciembre de 1995. En relación con los valores que Colpensiones destine a la cancelación de dicha prestación, se autorizó su derecho a repetir contra el Fondo de Solidaridad Pensional. De igual manera, la Sala Plena de la Corte señaló efectos inter comunis de esta sentencia, por lo que las órdenes que se dan se extendieron a todas las personas víctimas del conflicto armado interno a quienes se les hubiere dejado en suspenso su derecho a la pensión especial de invalidez establecida en el artículo 46 de la Ley 418 de 1997, invocando razones de sostenibilidad o de protección de los recursos parafiscales de la seguridad social, siempre que Colpensiones haya verificado el cumplimiento de los requisitos legales para ser beneficiarios de la pensión especial en mención. Para tal efecto, la Corte precisó que los beneficiarios de esta pensión especial de invalidez deberán solicitar

el levantamiento de la suspensión del reconocimiento y pago de este beneficio, dentro de un plazo y en las condiciones que se precisan en la presente sentencia. Para el efectivo cumplimiento de estas determinaciones, la Corte le ordenó al Ministerio de Hacienda y Crédito Público en un término fijado en la misma sentencia, proceda a realizar los trámites necesarios para disponer de los recursos presupuestales suficientes que permitan financiar la pensión especial de invalidez a favor de las víctimas de la violencia, tarea que deberá ser adelantada de manera coordinada con el Ministerio del Trabajo, con miras a garantizar la efectividad de la prestación reclamada. La Corte reiteró la vigencia de la pensión especial de invalidez a favor de las víctimas del conflicto armado en los términos establecidos en el artículo 46 de la Ley 418 de 1997 y modificada por el artículo 18 de la Ley 782 de 2002, como lo precisó en la sentencia C-707 de 2014. De este modo, se está en presencia de un derecho plenamente exigible para quienes acrediten los requisitos legales de los cuales depende su reconocimiento. Así mismo, advirtió que como lo ha señalado la jurisprudencia, a pesar de su carácter periódico, este beneficio se encuentra excluido de las prestaciones otorgadas en el marco del Sistema General de Pensiones, al tener una naturaleza diferente a las prestaciones que surgen como consecuencia del deber de cotización y por lo tanto se deben administrar de manera separada y distinta de las rentas que componen las subcuentas de solidaridad y subsistencia.


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14 Proceso laboral oral

Restricciones de tiempo y modo en la segunda audiencia. Finalidades de celeridad e inmediación. No vulneran los derechos al debido proceso y acceso a la justicia

Por sentencia C-583 del 26 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Aquiles Arrieta Gómez), la Corte Constitucional declaró exequibles, las expresiones “no podrán”, “sin solución de continuidad”, contenidas en el artículo 5º de la Ley 1149 de 2007; y las expresiones “En el mismo acto”, “o podrá decretar un receso de una (1) hora para proferirla”, contenidas en el artículo 12 la misma ley. El problema jurídico que debía resolver la Corte Constitucional en esta oportunidad, consistió en determinar si el legislador vulneró los derechos al debido proceso y al acceso a la administración de justicia, al limitar a una hora el tiempo concedido para el desarrollo de la audiencia de conclusión y el poder suspenderla y posponerla, por la supuesta afectación que tales restricciones de tiempo y modo imponen a la presentación de los alegatos de conclusión. De manera preliminar la Corte verificó que no existía cosa juzgada constitucional frente a la sentencia C-543 de 2011 que resolvió una demanda en contra de una disposición legal similar. Sin duda, existe relación entre las normas y los cargos analizados en aquella ocasión y los que se deben analizar en la presente, puesto que ambas disposiciones (Ley 1395/10, art. 25 y Ley 1149/07, arts. 5 y 12) están destinadas a brindar celeridad a los procedimientos en el marco de la implementación de la oralidad. Sin embargo, los parámetros normativos tienen diferencias, puesto que en el caso ya decidido se analizó la restricción temporal a la suspensión que el juez puede hacer en la audiencia, antes de dictar su sentencia, mientras que en el presente caso se fundamenta en la duración total de la audiencia y en la supuesta imposibilidad de aplazarla por más de una hora. Si bien ambos supuestos tienen un objeto y fin asimilables, las normas presentan diferencias sustanciales. En primer lugar, el contexto normativo en que se inscribe cada disposición es distinto, toda vez que las normas ya examinadas se refieren a un asunto civil, en el que se debaten intereses privados, mientras que el actual examen se relaciona con la protección de los derechos del trabajador, esto es, la salvaguarda de un derecho fundamental. En segundo lugar, la norma declarada examinada

en la sentencia C-543/11 en cuanto a su proporcionalidad, establece un término máximo de dos (2) horas para el receso de la audiencia, previo al pronunciamiento. En el presente caso, el artículo 5º de la Ley 1149 de 2010 fija un término de receso de una hora, sin establecer ninguna prohibición para que el término sea ampliado o reducido, de modo que es claro que las disposiciones no tienen idéntico contenido normativo. Aunque no había lugar a la existencia de cosa juzgada, la corporación consideró que la sentencia C-543/11 contiene aspectos relevantes para analizar y resolver el presente caso, por lo que constituye un precedente a tomar en cuenta. En concreto, las disposiciones demandadas hacen parte de una reforma parcial del Código Procesal del Trabajo y la Seguridad Social cuya finalidad es promover la celeridad procesal, haciendo efectiva la oralidad. En ese contexto, para la Corte, la prohibición de suspender la audiencia, no extingue el derecho de presentar los alegatos de conclusión que las partes tengan a bien presentar, ni de que sean escuchados y considerados por el juez. Las limitaciones de modo y tiempo en que deben presentarse tales alegatos, se adecuan a las finalidades de celeridad e inmediación que persigue el diseño procesal, pero no se anulan ni restringen. No se está suprimiendo una instancia de defensa, una herramienta legal o un recurso que se tenía y ahora se pierda. Observó que una justicia pronta, cumplida y sustantiva, cuando están en juego los derechos de los trabajadores se acompasa perfectamente con el fin esencial del Estado de garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución, de manera que la celeridad y la inmediación son fines legítimos desde la perspectiva constitucional. Los medios elegidos por el legislador para conseguir en el presente caso tales fines, no se encuentran prohibidos o proscritos. Ninguna disposición de la Carta prohíbe que el legislador diseñe el proceso laboral de primera instancia de tal forma que sea desarrollado en dos (2) audiencias que no puedan ser suspendidas. Las restricciones temporales y de espacios propios de un proceso judicial son herramientas legales legítimas y resultan adecuadas para lograr la celeridad por un lado, evitando

que la audiencia se prolongue indefinidamente y evitando de otro, que el juez se distancie y pierda el contacto directo, completo y presente con las pruebas y alegatos presentados. El efecto logrado con la reforma es que el proceso tiene una duración determinada, célere, en la que el juez participa de forma constante y directa. Una vez iniciada la segunda audiencia, solo puede terminar con una decisión, sin lugar a aplazamiento ni a dilaciones. Sin duda, ello obliga a las partes y al juez a adaptar su proceder, pero cumple con el objetivo de dar celeridad e inmediación al proceso. Por consiguiente, la Corte encontró que la prohibición de suspender las audiencias del proceso laboral ordinario y en particular aquella de trámite y juzgamiento, es una medida razonable constitucionalmente, en tanto busca fines legítimos a través de un medio no prohibido, que es adecuado para lograr alcanzar dichos fines de celeridad e inmediación en la justicia. De igual manera, la disposición de que en el mismo acto se dicte la sentencia y se pueda decretar un receso de una hora para proferirla, a juicio de la Corte, resulta un medio adecuado para alcanzar las finalidades enunciadas, al establecer un término suficientemente amplio para que el juez estructure las conclusiones sobre la audiencia y suficientemente corto para evitar que la audiencia e dilate y así se diluyan las impresiones que en la misma se haya formado el juez. Tal como está diseñada la norma, el receso es una opción para el juez, que puede tomarlo, si así lo requiere, inmediatamente después de concluir con la etapa probatoria y antes de dictar el fallo. Advirtió que el juez como director del proceso, cuando así lo considere estrictamente necesario, podría ampliar o reducir ese término de forma razonable, como lo puede hacer con otros procedimientos en el marco de la autonomía y la flexibilidad que le imprime la reforma. En ese orden, la Corte concluyó que el legislador no vulneró los derechos de acceso a la justicia y al debido proceso al imponer restricciones de modo y tiempo en el proceso laboral oral de primera instancia en dos audiencias, sin la posibilidad de que la segunda audiencia se aplace o suspenda más allá de un receso una hora antes de la decisión.

Saneamiento de nulidad por causa de la falta de jurisdicción o competencia No configura vulneración del debido proceso y del acceso a la justicia

La Corte Constitucional, por sentencia C-537 del 5 de octubre de 2016 (M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo), declaró exequibles: la expresión “Cuando se declare, de oficio o a petición de parte, la falta de jurisdicción o la falta de competencia por los factores subjetivo o funcional. Lo actuado conservará validez, salvo la sentencia que se hubiere proferido que será nula, y el proceso se enviará de inmediato al juez competente Lo actuado con posterioridad a la declaratoria de falta de jurisdicción o de competencia será nulo”, contenida en el artículo 16; la expresión “salvo que se trate de hechos nuevos, no se podrán alegar en las etapas siguientes, sin perjuicio de lo previsto para los recursos de revisión y casación”, contenida en el artículo 132; el artículo 133; el inciso primero del artículo 134; la expresión “ni quien después de ocurrida la causal haya actuado en el proceso sin proponerla”, contenida en el inciso segundo del artículo 135; el parágrafo del artículo 136; el inciso primero y la expresión “La nulidad solo comprenderá la actuación posterior al motivo que la produjo y que resulte afectada por este”, contenida en el inciso segundo del artículo 138 de la Ley 1564 de 2012, (Código General del Proceso). Las normas examinadas regulan diversos aspectos de la validez de actuaciones en los procesos regidos por el Código General del Proceso. Disponen que la falta de jurisdicción y la incompetencia por los factores subjetivo y funcional son improrrogables, lo cual no obsta para que lo actuado por el juez incompetente antes de la declaratoria de nulidad (art.

133.1), salvo la sentencia, conserve validez (arts. 16 y 38). Al mismo tiempo, prevén que la causal de nulidad no alegada en la etapa procesal en la que ocurrió el vicio, se entenderá saneada (arts. 132 y 133, parágrafo), lo mismo que si la parte actúa después de su ocurrencia, sin proponer la nulidad (art 135). Además, establecen que las nulidades solo pueden alegarse antes de proferirse la sentencia, salvo que el vicio se encuentre en la sentencia misma (art. 134) y prescriben unas causales de nulidad del proceso en las que se encuentra la hipótesis de la actuación del juez, después de declarar la falta de jurisdicción o de competencia (art. 133.1) y una lista de nulidades insaneables, en las que no se incluye la derivada de la falta de competencia del juez, por los factores subjetivo o funcional (art. 136, parágrafo). Los problemas jurídicos que la Corte resolvió en relación con las disposiciones enunciadas, se refirieron a: (i) si permitir que el vicio de incompetencia sea saneable y determinar que conservan su validez las actuaciones anteriores a la declaratoria de nulidad, afecta el derecho a ser juzgado por un juez competente y (ii) si el legislador desconoció el precedente constitucional en materia de la nulidad por incompetencia del juez, al permitir que este vicio sea subsanable. En el presente caso, encontró que no procedía el examen del cargo por violación de los principios de progresividad y no regresividad en la protección de los derechos. El análisis de la Corte partió de que la determinación previa y en abstracto del juez competente para instruir y decidir un asunto es una competencia normativa para cuyo ejercicio el legislador goza de un margen amplio de


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configuración, aunque limitado por: los casos en los que la Constitución directamente establece el juez natural del asunto, la previsión de jurisdicciones especiales -como la indígena- y la razonabilidad y proporcionalidad para sustraer un asunto de la jurisdicción ordinaria, la prohibición de que la determinación del juez competente quede al arbitrio de las partes o del juez, que los particulares sean juzgados por militares (art. 213 C.Po.) o por autoridades administrativas en materia penal (art. 116 C.Po.) y la exclusión de que las violaciones de los derechos humanos sean juzgadas por la justicia penal militar. Así mismo, señaló que el respeto de los fueros constitucionales también hace parte del derecho al juez natural y que esta garantía no puede desligarse de la del derecho a que se cumplan las formas propias de cada juicio. A su vez, el Tribunal reiteró que dentro de ese amplio ámbito de regulación del legislador, está la determinación del régimen jurídico de las nulidades procesales, entre estas, las consecuencias del trámite de la actuación procesal por parte de un juez incompetente. Recordó que la garantía del respecto de las formas propias de cada juicio no significa que cualquier irregularidad procesal conduzca necesariamente a la nulidad de lo actuado, lo que desconocería el carácter instrumental de las formas procesales, cuya fundamento constitucional se encuentra en el deber de dar prevalencia al derecho sustancial sobre el procesal (art. 228), que junto con el derecho al juez natural son instrumentos del derecho fundamental de acceso a la justicia. Solo por excepción, la Constitución toma directamente una decisión en la materia cuando en el inciso final del artículo 29 Superior dispone que “Es nula de pleno derecho, la prueba obtenida con violación del debido proceso”. A juicio de la Corte, las normas demandadas se integran en un sistema que busca la eficacia del acceso a la justicia y del derecho al debido proceso, al darle prevalencia al derecho sustancial sobre el procesal, de modo que el rigor extremo de la aplicación de un trámite procesal no vaya en desmedro de un proceso que cumpla la su finalidad, en un plazo razonable, al tiempo que asegura el acceso a la justicia y una actuación procesal garantista.

De otra parte, la corporación determinó que la conservación de la validez de lo actuado por el juez incompetente o perteneciente a una jurisdicción distinta de la competente –no obstante que, detectado esto el proceso deba pasar a este- salvo la sentencia, fue una decisión adoptada por el legislador pero inspirada de cerca en precedentes jurisprudenciales, los cuales enunció en esta sentencia, entre otras, las sentencias C-037/98, C-662/94, C-227/09 y C-328/15. En esas sentencias, normas similares a las que ahora se acusan, fueron declaradas exequibles, al considerar que no vulneraban ninguna de las garantías del debido proceso, incluida la del juez natural y por el contrario, encontraban sustento en el principio de economía procesal, en el que se basa la institución del saneamiento de nulidades, pues al conservarse la actuación cumplida hasta el momento de declararse la incompetencia y dado el cumplimiento de su finalidad, se evitan dilaciones innecesarias. Para la Corte, tales disposiciones constituyen una manera de conciliar distintos elementos del debido proceso, en pro de su eficacia de conjunto, y la preservación hacia delante de la garantía del juez natural. La misma consideración, se ha tenido en la jurisprudencia, respecto de lo desproporcionada que resultaría para el demandante, no entender interrumpida la prescripción o que opera la caducidad, si la declaración de nulidad por falta de jurisdicción o de competencia cobijara el auto admisorio de la demanda. De igual manera, el tribunal constitucional ha establecido que en caso de rechazo de la demanda por falta de jurisdicción, se enviará al juez con jurisdicción, sin devolver la demanda y sus anexos, al igual que ocurre cuando se rechaza por falta de competencia. En todos los supuestos regulados en las normas legales impugnadas, en el mismo sentido fijado en la jurisprudencia, la Corte encontró que el legislador adoptó medidas para hacer efectivo el derecho al juez natural o competente, así como el acceso a la justicia, sin que su respeto implique el sacrificio de otros elementos del derecho fundamental al debido proceso y de otros imperativos constitucionales. Por lo expuesto, procedió a declarar exequibles los apartes demandados de las normas transcritas.

Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario-inpec

Régimen de personal. Ingreso de guardianes municipales y departamentales al cuerpo de custodia y vigilancia

Mediante sentencia C-534 del 5 de octubre de 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), la Corte Constitucional declaró inexequible el artículo 176 del Decreto Ley 407 de 1994 “por la cual se estableció el régimen de personal del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario”. En el presente caso, la Corte debía definir (i) si el establecimiento de unas condiciones especiales en favor de los guardianes municipales y departamentales, configura una violación de la carrera administrativa y del principio del mérito, al erigirse como barrera para los demás ciudadanos que quieran aspirar a ingresar por concurso a la carrera del Cuerpo de Custodia y Vigilancia Penitenciaria y carcelaria del inpec; (ii) si al fijar una edad mínima más flexible (40 años) que aquella establecida para quienes aspiran a ingresar a la carrera del inpec, que pueden hacerlo solo hasta la edad de 25 años, vulnera el derecho a la igualdad; y (iii) si se desconoció la competencia constitucional de la Comisión Nacional del Servicio Civil prevista en el artículo 130 de la Constitución Política, al conceder a autoridades internas del INPEC, facultades para decidir sobre el ingreso al Cuerpo de Custodia y Vigilancia del Instituto. En primer término, la Corte determinó que el legislador extraordinario vulneró los principios de carrera administrativa, mérito e igualdad de oportunidades para el acceso a cargos públicos (arts. 1º, 2º, 13, 40-7 y 125 C.Po.), al establecer en el artículo 176 del Decreto Ley 407 de 1994, requisitos especiales para un grupo de personas, guardianes municipales y departamentales, con miras a su ingreso a la carrera específica del Cuerpo de Custodia y Vigilancia del inpec, las cuales reemplazan la primera etapa de los cursosconcursos a los que se somete la generalidad de la población que está interesada en el acceso a dicho servicio. Esos requisitos consistentes en (a)

una solicitud del interesado al Director del inpec, (b) evaluación favorable por el Director del establecimiento carcelario correspondiente, (c) más de 5 años de experiencia laboral como guardián municipal o departamental, (d) no superar 40 años de edad, (e) la aceptación de la petición por parte del inpec y (f) la existencia de una vacante, reemplazarían las etapas que se adelantan en la primera fase de selección previa al curso y que se concretan en pruebas psicológicas, de valores, física o entrevista. La corporación reiteró que no es dable homologar requisitos como la experiencia, para efectos de no adelantar en su integridad las etapas de los procesos de selección. Aunado a lo anterior, el tribunal no encontró un motivo razonable que permita dicha excepcionalidad para los guardianes municipales y departamentales, por el contrario, se relievó la necesidad de preservar al máximo el principio del mérito en el ejercicio de una función tan esencial dentro de la estructura estatal, como lo es el tratamiento de las personas que infringen la ley penal y frente a las cuales debe procurarse su resocialización. Para resolver el segundo cargo, la Corte aplicó un test intermedio de igualdad, del cual concluyó que al flexibilizarse el requisito de edad para ingresar al Cuerpo de Custodia y Vigilancia del inpec, en comparación con la generalidad de los ciudadanos interesados en acceder a dicho Cuerpo, si bien puede tener una finalidad legítima desde la perspectiva constitucional como es la de promover el ingreso a esa carrera específica de personas con experiencia, el legislador extraordinario escogió un medio prohibido, esto es, omitir el cumplimiento de todas las etapas de los cursos-concursos para el grupo de guardianes municipales y departamentales. Por último, la corporación estableció que el artículo 176 del Decreto Ley 407 de 1994 también

quebranta el artículo 130 de la Carta Política, en la medida que permite que autoridades diferentes a la Comisión Nacional del Servicio Civil ejerzan la administración y vigilancia de la carrera específica del inpec. La Corte reiteró su jurisprudencia en relación con la facultad reservada a dicha Comisión, para administrar y vigilar las carreras de los servidores públicos, que incluye las carreras específicas creadas por la ley, como lo es la del Cuerpo de Custodia y Vigilancia del inpec. Al respecto, recordó que la salvedad que se hace en el artículo 130 Superior en relación con las “carreras especiales”, alude a la administración de las carreras creadas por la Constitución como la de los servidores públicos de la Rama Judicial, la Fiscalía General de la Nación, la Procuraduría General de la Nación, la Contraloría General de la República, la Registraduría Nacional del Estado Civil, las Fuerzas Militares y la Policía Nacional, para las cuales la misma Carta prevé unos regímenes especiales que se administran por las respectivas entidades. De esta forma, las carreras específicas que se creen por el legislador, no por el constituyente, se someten a la administración y vigilancia de la Comisión Nacional del Servicio Civil (art. 130 C.Po.), que en este caso se elude al conferir a las autoridades del INPEC competencia para determinar las vacantes en las cuales se aceptarán guardianes municipales y departamentales sin atender la primera fase del concurso, lo cual lesiona además, el derecho a la igualdad de oportunidades de los demás interesados en ingresar a la dicha carrera específica (arts. 13 y 40-7 C.Po.) y los principios de carrera administrativa y mérito (arts. 125 C.Po.). Con fundamento en las razones enunciadas, la Corte procedió a declarar inexequible en su integridad, el artículo 176 del Decreto ley 407 de 1994.


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FACET JURÍDIC

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Procedimiento legislativo especial

Para agilizar la implementación del acuerdo final para la terminación del conflicto. Criterios para entender el concepto el concepto de “refrendación popular”

Mediante sentencia C-699 del 13 de diciembre de 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa), la Corte Constitucional declaró exequibles los artículos 1 y 2 (parciales) del Acto Legislativo 1 de 2016. La Corte Constitucional debía resolver la acción pública instaurada contra los artículos 1 y 2 (parciales) del Acto Legislativo 01 de 2016 ‘Por medio del cual se establecen instrumentos jurídicos para facilitar y asegurar la implementación y el desarrollo normativo del acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera’. A juicio del demandante, estas previsiones fueron fruto de un “vicio de competencia” del Congreso, pues como órgano constituido carecía de atribuciones para “sustituir la Constitución”. En su concepto, el artículo 1 (parcial) demandado sustituyó un eje definitorio de la Constitución, expresado en la rigidez de las normas constitucionales, pues alteró el sistema de enmienda constitucional e igualó el procedimiento dispuesto para reformar la Carta con el previsto para expedir normas legales, al exigir solo cuatro debates para ambos. El artículo 2 (parcial), de otro lado, en su criterio no reformó la Constitución sino que atribuyó facultades extraordinarias, y al hacerlo sustituyó el principio de separación de poderes toda vez que la habilitación es general e imprecisa. La Sala Plena de la Corporación observó que la demanda era apta para provocar un fallo de fondo respecto de dos cargos, y procedió a proferirlo. La Corte descartó la integración al juicio de normas no demandadas, por cuanto no se cumplían las condiciones jurídicas para ello. Limitó entonces su pronunciamiento de constitucionalidad a los artículos 1º, en su encabezado y literal f), y 2 (parcial) del Acto legislativo. Aunque el artículo 5º no fue demandado, ni procedía su enjuiciamiento por integración, la Sala consideró necesario interpretarlo, en tanto define las condiciones de vigencia integral del Acto Legislativo 1 de 2016, y determina el contexto en el cual deben entenderse las normas acusadas. Según el artículo 5º referido, el procedimiento legislativo especial previsto en el Acto Legislativo, así como sus demás previsiones, solo entran en vigencia a partir de la “refrendación popular” del acuerdo final. Si bien el orden jurídico no da una definición expresa y cerrada de lo que debe entenderse por refrendación popular, tras una interpretación fundada en todos los elementos constitucionales relevantes, la Corporación concluyó que la refrendación popular debe ser definida dentro del siguiente marco conceptual. La refrendación popular que ponga en vigencia el Acto Legislativo 1 de 2016 debe ser (i) un proceso (ii) en el cual haya participación ciudadana directa, (iii) cuyos resultados deben ser respetados, interpretados y desarrollados de buena fe, en un escenario de búsqueda de mayores consensos, (iv) proceso que puede concluir en virtud de la decisión libre y deliberativa de un órgano revestido de autoridad democrática, (v) sin perjuicio de ulteriores espacios posibles de intervención ciudadana que garanticen una paz “estable y duradera”. Según lo anterior, puede haber refrendación popular con participación ciudadana previa, caso en el cual se le reconoce poder al pueblo para ordenar la readecuación de lo específicamente sometido a su consideración, aunque tras la expresión ciudadana es legítimo que el proceso continúe y concluya en virtud de las competencias de una o más autoridades instituidas que le pongan fin. Cuando una autoridad de esta naturaleza (que puede ser el Congreso de la República) decida conforme a los anteriores principios que el acuerdo final surtió un proceso de refrendación popular, el Acto Legislativo 1 de 2016 entrará en vigencia, sin perjuicio del control constitucional posterior que tendrá lugar cuando los actos especiales respectivos surtan su revisión ante la Corte. El hecho de que esta decisión fije los principios para interpretar la entrada en

vigencia del Acto Legislativo, pero no establezca si se verifican o no, se debe a que para asumir competencias de control sobre el citado acto reformatorio basta con que haya sido promulgado y tenga vocación de entrar en vigor, mas no que además se encuentre vigente. La Corte examinó entonces el primer cargo y consideró que no prosperaba. Advirtió que la aprobación de reformas constitucionales en cuatro debates, con mayoría absoluta y control automático de constitucionalidad, por el procedimiento legislativo especial (pues su objeto es la transición hacia la terminación del conflicto), excepcional (solo para implementar el acuerdo) y transitorio (solo por 6 meses, prorrogable por un periodo igual) hace parte de un mecanismo más amplio, precedido por un proceso de refrendación popular. Este último componente no está presente en el procedimiento de formación de las leyes, y hace más difícil la reforma de la Constitución que la de estas últimas. Cuando todas las piezas de ese mecanismo se articulan puede observarse entonces que: (i) su objetivo es lograr la paz, fin imperioso del orden constitucional a la vez que un modo de conservar su integridad, lo cual es a su turno lo que busca garantizarse con el principio específico de rigidez; (ii) constituye un mecanismo especial, excepcional y transitorio de reforma, que adiciona un procedimiento al previsto en las cláusulas de enmienda constitucional, que no son intangibles; (iii) dentro del marco de la reforma, los procedimientos de expedición de actos legislativos y de leyes se diferencian entre sí por sus distintos niveles de dificultad; (iv) el mecanismo especial de enmienda constitucional mantiene el nivel de resistencia al cambio de las normas constitucionales por encima del de las leyes expedidas fuera del procedimiento abreviado, no petrifica las cláusulas de reforma de la Constitución, no suprime ni reduce drásticamente la diversidad en los mecanismos de enmienda y en sus formas de activación, ni equipara el poder constituyente a la competencia de revisión constitucional. En cuanto al segundo cargo, dirigido contra el artículo 2º, la Corte resolvió, en primer término, que en ejercicio del poder de reforma el Congreso puede delegar funciones legislativas, pero dentro de ciertos límites. Estos no se desbordaron, y no hubo sustitución del principio de separación de poderes, por las siguientes razones. (i) El artículo 2 confiere facultades al Presidente de la República mientras preserva el marco general de las funciones legislativas, y no implica entonces una transferencia de las mismas. El legislador puede reclamar para sí la regulación de un asunto previa o potencialmente regulado por decretos con fuerza de ley, pues la reforma constitucional no se lo impide. E incluso puede después modificar o derogar los decretos con fuerza de ley que expida el Presidente de la República en este contexto. (ii) La habilitación está temporalmente limitada, pues puede ejercerse por un término de 180 días, y se funda en normas transitorias introducidas a la Constitución. La habilitación legislativa extraordinaria cubre un ámbito conceptualmente delimitado de la función legislativa, configurado por el contenido del Acuerdo Final para la terminación del conflicto. Además, no puede extenderse a la expedición de actos legislativos, leyes estatutarias, orgánicas, códigos, leyes que necesitan mayorías calificada o absoluta para su aprobación, ni para decretar impuestos, ni leyes que tengan reserva de ley. (iii) Finalmente, no se suprimen los controles interorgánicos que preservan el equilibrio entre los poderes públicos y aseguran la supremacía constitucional, pues los decretos tienen control constitucional automático y posterior, y el Congreso preserva las competencias de control político y jurisdiccional sobre el Gobierno y el Presidente de la República (CP arts 114, 174 y 178). Por lo mismo, el cargo no prospera.

Estatuto de Profesionalización Docente

No es aplicable a los docentes en los establecimientos educativos estatales que prestan sus servicios a las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras y a aquellas ubicadas en sus territorios

A través de la sentencia C-666 del 30 de noviembre de 2016, la Corte Constitucional declaró exequible condicionalmente el inciso primero del artículo 2º del Decreto Ley 1278 de 2002 siempre y cuando se entienda que el mismo no es aplicable a los docentes en los establecimientos educativos estatales que prestan sus servicios a las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras y a aquellas ubicadas en sus territorios. La Corte Constitucional reafirmó que existe un deber constitucional de incluir a los docentes que prestan sus servicios a las comunidades negras, en un régimen especial que regule las relaciones entre los educadores afrocolombianos y el Estado. Es evidente, que existe una relación inescindible entre la autonomía en materia educativa y la preservación de las culturas negras, raizales, afrocolombianas y palenqueras. Por esta razón y de conformidad con el artículo 21.1 del Convenio 169 de la OIT, las comunidades afrocolombianas tienen derecho a participar en la formulación y ejecución de los programas de educación. Al mismo tiempo, el Estado debe garantizarles la facultad para crear sus propios medios e instituciones educativas, como también, garantizar que las mismas obedezcan a sus culturas y tradiciones (art. 68 C.Po.). A su vez, el Estado debe considerar a los grupos étnicos como sujetos capaces de gestionar sus procesos de formación y de lograr el desarrollo de su potencial de manera autónoma. Además, la realización del principio del pluralismo lleva consigo un deber de difusión de los valores culturales, con un compromiso formal, serio y continuo con la educación de las futuras generaciones de estas comunidades. Al examinar las disposiciones que integran el Decreto 1278 de 2002, por el cual se estableció el Estatuto de Profesionalización Docente, la Corte

concluyó que adolece de una omisión legislativa relativa en relación con los docentes que prestan sus servicios a las comunidades negras, toda vez que no cumplió con su deber de establecer un régimen especial para los mismos. La misma situación fue detectada en relación con los docentes en las comunidades indígenas, por lo que en la sentencia C-208 de 2007, se declaró la exequibilidad condicionada del Decreto 1278 de 2002, en el sentido de excluir su aplicación a tales docentes en cuanto se refiere a situaciones administrativas relacionadas con la vinculación, administración y formación de dicho docentes. En el caso de los docentes de comunidades afrocolombianas la Ley 70 de 1993 no desarrolla de manera íntegra o parcial su relación con el Estado, pues se limita a señalar que el Ministerio de Educación formulará y ejecutará una política de etnoeducación para tales comunidades y creará una comisión pedagógica que la asesorará. Tampoco, la Ley 115 de 1994 regula esas relaciones como lo hace el Decreto Ley 1278 de 2002 con los demás docentes. Por lo expuesto, la Corte procedió a declarar de igual manera, la exequibilidad condicionada del Decreto 1278 de 2002, en el entendido de que no es aplicable a los docentes y directivos de los establecimientos educativos estatales que prestan sus servicios a las comunidades negras. Sin embargo, la procedió a integrar esta Estatuto con la Ley 115 de 1994, en la medida en que en esta ley no hay normas que puedan ajustarse a la situación específica de estas comunidades, por lo que es indispensable que el legislador, como en el caso de los pueblos indígenas, adopte un régimen especial para estos docentes, que atienda a su autonomía en materia educativa y preserva la identidad cultural y étnica protegida por la Constitución.


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Recursos administrados por las cajas de compensación familiar Destinados a financiar régimen subsidiado en salud. Traslado al fosyga

Por sentencia C-665 del 30 de noviembre de 2016 (M.S. Dra. María Victoria Calle Correa) la Corte Constitucional declaró exequible el artículo 80 de la Ley 1769 de 2015. Definida la aptitud de la demanda y la procedencia de un fallo de fondo a pesar de la vigencia transitoria de la Ley 1769 de 2015, por cuanto persisten algunos efectos que ameritaban un pronunciamiento sobre su constitucionalidad, la Corte determinó que le correspondía establecer si el traslado de recursos de las Cajas de Compensación Familiar previsto en la norma desconoce el principio de unidad de materia, en tanto no es una disposición propia del presupuesto del año 2016, lesiona el principio de temporalidad y modifica con carácter permanente, una norma sustantiva. Para resolver estas cuestiones, la Corte precisó en primer término, el contexto normativo en el que se inserta el artículo 80 de la Ley 1769 de 2015, concerniente a la financiación del régimen subsidiado de salud por parte de las Cajas de Compensación Familiar, que se basa en el artículo 217 de la Ley 100 de 1993 y en el artículo 46 de la Ley 1438 de 2011. De un lado, la administración de la contribución creada por el artículo 217 de la Ley 100 de 1993 puede efectuarse directamente por las Cajas de Compensación Familiar o a través del fosyga, en la subcuenta de solidaridad del régimen de subsidios en salud. De otra parte, la contribución prevista en el artículo 46 de la Ley 1438 de 2011 se destina a atender acciones de promoción y prevención en el marco de la estrategia de Atención Primaria de Salud y/o unificar los planes de beneficios, conforme a lo decidido de forma concertada entre el Gobierno Nacional y las Cajas de Compensación y su administración corresponde a estas instituciones, según lo dispuesto en el parágrafo 2º de la norma examinada. Hoy, la destinación de estos recursos se encuentra modificada desde la vigencia de 2015, por cuanto la contribución va dirigida a la financiación del Fondo de Solidaridad de Fomento al Empleo y Protección al Cesante (fosfec) y a reconocer los beneficios de la Ley 1636 de 2013, en sus diferentes modalidades. En ese contexto, el artículo 80 de la Ley 1769 de 2015 “por la cual se decreta el presupuesto de rentas y recursos

de capital y ley de apropiaciones para la vigencia fiscal del 1º de enero al 31 de diciembre de 2016”, prevé que los recursos a los que hace referencia el artículo 46 de la Ley 1438 de 2011 que no se hayan utilizado o transferido para la financiación del Régimen subsidiado en Salud, deben trasladarse al fosyga, o quien haga sus veces, antes del 31 de enero de 2016. La Corte encontró que la disposición acusada, que integra la parte general de la Ley Anual de Presupuesto, sí guarda conexidad temática, sistemática y teleológica, dado que pretende la correcta ejecución del presupuesto, especialmente, frente a la provisión de recursos para el fosyga, conforme a lo dispuesto 2º de la misma ley de presupuesto para la vigencia fiscal de 2016 y en el entendido de que cumple una función macroeconómica en que el gasto social es prioritario, conforme lo establece el artículo 350 de la Constitución, en este caso, con el objeto de atender servicios prioritarios de salud. Aunado a lo anterior, la disposición no excede la vigencia fiscal del año 2016, toda vez que es claro que la aplicación de los recursos debe efectuarse en esta vigencia, imponiéndose incluso, la obligación de transferencia de las Cajas de Compensación al 31 de enero de 2016. La circunstancia de que la norma integre recursos de las vigencias 2012 a 2014 no permite afirmar su aplicación con violación del principio de anualidad. Para la Corte, tampoco se evidencia que mediante la norma acusada se haya desconocido la destinación o el sentido de la norma prevista en el artículo 46 de la Ley 1438 de 2011, en la medida en que es claro que tanto en aquella disposición como en ésta, el destino de los recursos es para la financiación del sistema de seguridad social en salud, dentro del régimen subsidiado. De esta forma, no se lesiona lo dispuesto en relación con la administración de los recursos, ya que una interpretación sistemática de la norma, sumada a la necesidad de materializar su contribución a la financiación del régimen subsidiado, permite admitir que se giren al fosyga, o a quien haga sus veces.

SENA

Participación de un delegado de la Conferencia Episcopal en los consejos directivos nacional y regionales

Mediante sentencia C-664 del 30 de noviembre de 2016 (M. S. Dr. Alejandro Linares Cantillo) la Corte Constitucional declaró inexequibles el numeral 4 del artículo 7º, el numeral 2 del artículo 8º y el artículo 17 de la Ley 119 de 1994. Le correspondió a la Corte determinar, si contraviene el carácter pluralista y laico del Estado colombiano, la libertad religiosa y la igualdad entre las distintas confesiones religiosas, el que el legislador haya incluido un representante de la Conferencia Episcopal, como parte de los Consejos Directivos Nacional y Regionales del sena, Quienes defendieron la constitucionalidad de esa disposición aseguraron que tenía una justificación secular que radicaba en la misión social de la Conferencia Episcopal y en general, de la Iglesia Católica. Además, adujeron que esa participación se explicaba por su experiencia como grandes educadores del país, su importante rol histórico en la educación, a través de un número importante de colegios y universidades pertenecientes a comunidades religiosas católicas o que siendo privados siguen las orientaciones de dicha iglesia. Sin embargo, al examinar el origen de la norma, la Corte encontró que la intención del legislador (Decreto 118 de 1957) fue crear una institución que ofreciera formación técnica al empleado “siempre fundado en los principios sociales, éticos y religiosos, éstos últimos, inspirados siempre en los promulgados por la iglesia católica” y en el Decreto 164 de 1957 que organizó la entidad, se indicó que buscaba formar personas útiles “siempre dentro de los principios de la justicia cristiana”, lo cual fue reiterado expresamente por el artículo 2 del Decreto Ley 312 de 1968. Estas normas anteriores a la Carta de 1991, fueron reformadas mediante el Decreto Ley 2149 de 1992 y posteriormente por la Ley 119 de 1994, que suprimieron la mención a los principios de la justicia cristiana y se agregó la referencia a los valores ecológicos. No obstante, mantuvo la presencia del representante de la Conferencia Episcopal en los consejos directivos del sena. Al constatar que la intención del legislador al incluir a un representante de la Iglesia Católica en la dirección del sena no fue secular, la Corte consideró que las disposiciones legales demandadas resultan contrarias al pluralismo que inspira la Constitución Política de 1991, al buscar una finalidad claramente religiosa. Señaló que estas normas representan una concepción constitucional hoy en día superada, que consideraba a la religión católica como uno de los factores claves de la cohesión de la nación. Recordó que en la Constitución actual, son la supremacía constitucional, así como el respeto

por las diferencias, entre otros, elementos de cohesión social que permiten la convivencia pacífica y el desarrollo libre de potencialidades de todas las personas, alrededor de los valores democráticos de la sociedad civil. Sin desconocer la importancia que tenido en el país la iglesia católica en la educación de los colombianos y en particular, la moral cristiana, la Corte concluyó que este no fue el hecho que condujo al legislador a la expedición de las normas demandadas y no verificó la existencia de una “justificación secular importante, verificable, consistente y suficiente” como la exige la jurisprudencia para determinar la constitucionalidad de una medida relacionada con una determinada iglesia o confesión religiosa. De otra parte, la Corporación determinó que la participación de un representante de la Conferencia Episcopal en los consejos directivos nacional y regionales del sena quebranta la laicidad del Estado colombiano, que implica la separación entre los asuntos de la iglesia y los del Estado. Esta separación garantiza la independencia mutua que no implica la ausencia de relaciones, sin que exista confusión entre las funciones públicas y las funciones clericales. En este sentido, la jurisprudencia ha señalado que las actividades que desarrolle el Estado en relación con la religión debe tener como único fin el establecer los elementos jurídicos y fácticos que garanticen la libertad de conciencia, religión y culto de las personas, sin que tenga fundamento legítimo mezclar las funciones públicas con las que son propias de las instituciones religiosas. La circunstancia de que la participación del representante de la Conferencia Episcopal, conformado por la reunión de los obispos de la Iglesia Católica sea minoritaria y no tiene por sí sola la facultad de tomar decisiones, no atenúa la importancia e injerencia que tiene el ejercicio de funciones directivas de la entidad estatal. Además, los consejos directivos son los encargados de establecer las políticas de funcionamiento de la institución. En cuanto al artículo 17 de la Ley 119 de 1994, la Corte no encontró una contradicción con los principios constitucionales en materia de libertad religiosa y laicidad del Estado colombiano, en la medida en que luego de la declaración de inexequibilidad de la participación de un representante de la Conferencia Episcopal en el Consejo Directivo Nacional del sena, la remisión que allí se hace a la misma composición en los consejos directivos regionales, estará desprovista de ese representante que hacía inconstitucional la intervención de un clérigo en el órgano directivo de una entidad estatal.


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18 Impedimentos y recusaciones

Como garantía de independencia e imparcialidad del funcionario judicial. Causales

¿Incurre el legislador en una omisión legislativa relativa que vulnera los derechos a la igualdad (art. 13 C.P.), la imparcialidad judicial (art. 29 C.P.) y el derecho de acceso a la administración de justicia (art. 229 C.P.), con lo cual a su vez se desconoce el fin esencial del Estado de promover la efectividad de los derechos (art. 2º C.P.), al no contemplar en los artículos 130 de la Ley 1437 de 2011 y 141 de la Ley 1564 de 2012 como causal expresa de impedimento y recusación de los magistrados, jueces y conjueces el haber sido o ser contraparte o apoderado de alguna de las partes? Con el fin de dar respuesta a la cuestión planteada la Sala Plena procederá, en primer lugar, a mencionar brevemente la jurisprudencia constitucional sobre la independencia e imparcialidad del funcionario judicial y su relación con el régimen de impedimentos y recusaciones. En segundo lugar, precisará el contenido de los artículos 141 del Código General del Proceso y 130 de la Ley 1437 de 2011. Luego examinará si en el caso de los artículos cuestionados el legislador incurrió en una omisión legislativa relativa. Los impedimentos y las recusaciones, garantía de independencia e imparcialidad del funcionario judicial La jurisprudencia de esta Corte ha puntualizado que los atributos de independencia e imparcialidad del funcionario judicial forman parte del debido proceso y, por ende, el régimen de impedimentos y recusaciones tiene fundamento constitucional en el artículo 29 de la Constitución, en cuanto proveen a la salvaguarda de tal garantía. La independencia y la imparcialidad judicial, como objetivos superiores, deben ser valoradas desde la óptica de los órganos del poder público -incluyendo la propia administración de justicia-, de los grupos privados y, fundamentalmente, de quienes integran la litis, pues solo así se logra garantizar que las actuaciones judiciales estén ajustadas a los principios de equidad, rectitud, honestidad y moralidad sobre los cuales descansa el ejercicio de la función pública (art. 209 C.P.). La Corte ha explicado claramente la diferencia entre los atributos de independencia e imparcialidad en los siguientes términos: “[la] independencia, como su nombre lo indica, hace alusión a que los funcionarios encargados de administrar justicia no se vean sometidos a presiones, […] a insinuaciones, recomendaciones, exigencias, determinaciones o consejos por parte de otros órganos del poder, inclusive de la misma rama judicial, sin perjuicio del ejercicio legítimo por parte de otras autoridades judiciales de sus competencias constitucionales y legales”. Sobre la imparcialidad, ha señalado que esta “se predica del derecho de igualdad de todas las personas ante la ley (Art. 13 C.P.), garantía de la cual deben gozar todos los ciudadanos frente a quien administra justicia. Se trata de un asunto no sólo de índole moral y ética, en el que la honestidad y la honorabilidad del juez son presupuestos necesarios para que la sociedad confíe en los encargados de definir la responsabilidad de las personas y la vigencia de sus derechos, sino también de responsabilidad judicial”. Dentro de este contexto, la jurisprudencia constitucional le ha reconocido a la noción de imparcialidad, una doble dimensión: (i) subjetiva, esto es, relacionada con “la probidad y la independencia del juez, de manera que éste no se incline intencionadamente para favorecer o perjudicar a alguno de los sujetos procesales, o hacia uno de los aspectos en debate, debiendo declararse impedido, o ser recusado, si se encuentra dentro de cualquiera de las causales previstas al efecto”; y (ii) una dimensión objetiva, “esto es, sin contacto anterior con el thema decidendi, “de modo que se ofrezcan las garantías suficientes, desde un punto de vista funcional y orgánico, para excluir cualquier duda razonable al respecto’”. No se pone con ella en duda la “rectitud personal de los Jueces que lleven a cabo la instrucción” sino atender al hecho natural y obvio de que la instrucción del proceso genera en el funcionario que lo adelante, una afectación de ánimo, por lo cual no es garantista para el inculpado que sea éste mismo quien lo juzgue”. En el ámbito continental, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dado contenido y alcance al concepto de imparcialidad como atributo de la administración de justicia. En el auto 169 de 2009, la Corte Constitucional reprodujo algunos de los apartes más relevantes en este sentido, en los siguientes términos: “La imparcialidad del Tribunal implica que sus integrantes no tengan un interés directo, una posición tomada, una preferencia por alguna de las partes y que no se encuentren involucrados en la controversia. El juez o tribunal debe separarse de una causa sometida a su conocimiento cuando exista algún motivo o duda que vaya en desmedro de la

integridad del Tribunal como un órgano imparcial. En aras de salvaguardar la administración de justicia se debe asegurar que el juez se encuentre libre de todo prejuicio y que no exista temor alguno que ponga en duda el ejercicio de las funciones jurisdiccionales”. Sobre el alcance y los elementos del concepto de imparcialidad el Tribunal Internacional ha señalado que éste “supone que el Tribunal o juez no tiene opiniones preconcebidas sobre el caso sub judice. […] Así mismo, la Comisión Interamericana ha distinguido al igual que otros órganos internacionales de protección de los derechos humanos, dos aspectos de la imparcialidad, un aspecto subjetivo y otro objetivo. El aspecto subjetivo de la imparcialidad del tribunal trata de determinar la convicción personal de un juez en un momento determinado, y la imparcialidad subjetiva de un juez o de un tribunal en un caso concreto se presume mientras no se pruebe lo contrario. Con relación al aspecto objetivo de la imparcialidad, la cidh considera que exige que el Tribunal o juez ofrezca las suficientes garantías que eliminen cualquier duda acerca de la imparcialidad observada en el proceso. Si la imparcialidad personal de un tribunal o juez se presume hasta prueba en contrario, la apreciación objetiva consiste en determinar si independientemente de la conducta personal del juez, ciertos hechos que pueden ser verificados autorizan a sospechar sobre la imparcialidad”. Así mismo, los “Principios Básicos relativos a la independencia de la Judicatura” aprobados por el VII Congreso de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento de la Delincuencia, 1990, señalan que la imparcialidad se refiere, entre otros aspectos, a que el juez no tenga opiniones preconcebidas ni compromisos o tome partido por alguna de las partes en el caso que se le somete. Así, se menciona la perspectiva según la cual la imparcialidad es la actitud sicológica de probidad y rectitud para administrar justicia. Lo anterior, según la jurisprudencia de esta Corporación, explica por qué el legislador, en ejercicio de la facultad de configuración normativa (artículo 150 nums. 1º y 2º C.P.), se vio precisado a incorporar en el ordenamiento jurídico las instituciones procesales de impedimentos y recusaciones, con las cuales se pretende mantener la independencia e imparcialidad del funcionario judicial, quien por un acto voluntario o a petición de parte, debe apartarse del proceso que viene conociendo cuando se configura, para su caso específico, alguna de las causales que se encuentran expresamente descritas en la ley. La Corte diferencia el impedimento de la recusación en que el primero tiene lugar cuando el juez, ex officio, es quien decide abandonar la dirección del proceso, en tanto que la segunda se produce por iniciativa de los sujetos en conflicto, ante la negativa del juez de aceptar su falta de aptitud para decidir el litigio. Entonces, dentro del propósito fundamental de la función judicial de impartir justicia a través de diversos medios, “la administración de justicia debe descansar siempre sobre dos principios básicos que, a su vez, se tornan esenciales: la independencia y la imparcialidad de los jueces”, principios que se garantizan a través de las causales de impedimento y recusación reguladas por el legislador. Asimismo, la jurisprudencia de esta Corporación ha puntualizado que los atributos de independencia e imparcialidad del funcionario judicial están orientados a salvaguardar los principios esenciales de la administración de justicia, y se traducen en un derecho subjetivo de los ciudadanos en la medida que forman parte del debido proceso, establecido en el artículo 29 de la Constitución y en los convenios internacionales sobre Derechos Humanos aprobados por el Estado colombiano. Sobre el particular señaló la Corte: “Los impedimentos constituyen un mecanismo procedimental dirigido a la protección de los principios esenciales de la administración de justicia: la independencia e imparcialidad del juez, que se traducen así mismo en un derecho subjetivo de los ciudadanos, pues una de las esferas esenciales del debido proceso, es la posibilidad del ciudadano de acudir ante un funcionario imparcial para resolver sus controversias. (artículo 29 de la Constitución Política, en concordancia con diversas disposiciones contenidas en instrumentos de derechos humanos, tales como los artículos 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y 10º de la Declaración Universal de Derechos Humanos)”.


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En la sentencia C-881 de 2011, en el marco del estudio de una demanda de inconstitucionalidad presentada contra una expresión del inciso 2º del artículo 335 de la Ley 906 de 2004, el cual establece que el juez que conozca de la preclusión quedará impedido para conocer del juicio, y que perseguía que ese mismo impedimento se hiciera extensivo al fiscal que formula la fallida solicitud, la Corporación se refirió al carácter excepcional de los impedimentos y las recusaciones y, por ende, a la naturaleza taxativa de las causales en que se originan, lo cual exige una interpretación restrictiva de las mismas. Al respecto, señaló: “Técnicamente, el impedimento es una facultad excepcional otorgada al juez para declinar su competencia en un asunto específico, separándose de su conocimiento, cuando considere que existen motivos fundados para que su imparcialidad se encuentre seriamente comprometida. Sin embargo, con el fin de evitar que el impedimento se convierta en una forma de evadir el ejercicio de la tarea esencial del juez, y en una limitación excesiva al derecho fundamental al acceso a la administración de justicia (Artículo 228, C.P.), jurisprudencia coincidente y consolidada de los órganos de cierre de cada jurisdicción, ha determinado que los impedimentos tienen un carácter taxativo y que su interpretación debe efectuarse de forma restringida”. En suma, los impedimentos y las recusaciones son herramientas orientadas a la protección de principios esenciales de la administración de justicia como la independencia y la imparcialidad del funcionario judicial. Estos atributos en cuanto se dirigen a garantizar el debido proceso, tienen su fundamento constitucional en el artículo 29 de la Carta y en los principales convenios internacionales sobre Derechos Humanos adoptados por el Estado colombiano, y se convierten en derechos subjetivos del ciudadano. Las causales de recusación contempladas en los artículos 141 del Código General del Proceso y 130 del Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo El artículo 141 del Código General del Proceso establece las causales de recusación para los magistrados, los jueces y los conjueces, en este último evento en virtud de los artículos 140 ibíd. y 61 de la Ley 270 de 1996. Dicho texto normativo retomó las causales que establecía el artículo 150 del Código de Procedimiento Civil, derogado por el literal c) del artículo 626 del Código General del Proceso, incorporando el entendimiento que la Corte Constitucional le dio a la disposición. Conforme lo establecido en el artículo 140 del Código General del Proceso, cuando concurra alguna de las causales de recusación en los magistrados, los jueces o los conjueces encargados de la decisión de un asunto concreto, deberán declararse impedidos tan pronto como adviertan su existencia, expresando los hechos en que se fundamentan. Por su parte, el artículo 130 del Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo, establece que “[l]os magistrados y jueces deberán declararse impedidos, o serán recusables, en los casos señalados en el artículo 150 del Código de Procedimiento Civil [hoy artículo 141 del Código General del Proceso]” y, además, en los eventos particulares descritos

19 por el mismo texto normativo. El artículo 141 del Código General del Proceso constituye entonces la normativa fundamental en lo que al régimen de impedimentos y recusaciones se refiere, pues integra otros ordenamientos procesales como el establecido en el artículo 130 de Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo, que en su mismo cuerpo incorpora dicha previsión. El legislador no incurrió en una omisión legislativa relativa al determinar las causales de impedimento y recusación en los artículos 130 de la Ley 1437 de 2011 y 141 de la Ley 1564 de 2012. La jurisprudencia constitucional ha sostenido que para definir si el legislador ha incurrido en una omisión relativa es preciso (i) que exista una norma sobre la cual se predique necesariamente el cargo; (ii) que la misma excluya de sus consecuencias jurídicas aquellos casos que, por ser asimilables, tenían que estar contenidos en el texto normativo cuestionado, o que el precepto omita incluir un ingrediente o condición que, de acuerdo con la Constitución, resulta esencial para armonizar el texto legal con los mandatos de la Carta; (iii) que la exclusión de los casos o ingredientes carezca de un principio de razón suficiente; (iv) que la falta de justificación y objetividad genere para los casos excluidos de la regulación legal una desigualdad negativa frente a los que se encuentran amparados por las consecuencias de la norma; y (v) que la omisión sea el resultado del incumplimiento de un deber específico impuesto por el constituyente al legislador. La Corte Constitucional procede entonces a verificar si estos requisitos se cumplen en el presente caso. (i) En primer lugar, la omisión legislativa se predica de los artículos 130 de la Ley 1437 de 2011 y 141 de la Ley 1564 de 2012, y en concepto de la Sala es algo verificable. Ambas disposiciones se refieren a las causales de recusaciones e impedimentos en los procesos regidos por los respectivos estatutos normativos. (ii) Resulta cierto además, como se afirma en la demanda, que las disposiciones normativas acusadas, artículos 130 de la Ley 1437 de 2011 y 141 de la Ley 1564 de 2012, no prevén expresamente como causal de impedimento o recusación de magistrados, jueces y conjueces “haber sido o ser contraparte de alguna de las partes o sus apoderados”. Tal trato es asimismo diverso del conferido en el Código Disciplinario Único (Ley 734 de 2002), el Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004) y el Estatuto de Arbitraje (Ley 1563 de 2012), disposiciones que sí consagran parcialmente la hipótesis reclamada por los demandantes. En efecto, la Ley 734 de 2002 (num. 4º, art. 84) y la Ley 1563 de 2012 (art. 16) establecen como causal de impedimento y recusación para los servidores públicos que ejerzan la acción disciplinaria y para los árbitros y los secretarios, “[h]aber sido apoderado o defensor de alguno de los sujetos procesales o contraparte de cualquiera de ellos,…”. De otro lado, la Ley 906 de 2004 (num. 4º, art. 56) estatuye como causal de impedimento “[q]ue el funcionario judicial haya sido apoderado o defensor de alguna de las partes, o sea o haya sido contraparte de cualquiera de ellos,…”. Es entonces correcto afirmar que se instituye una diferenciación regulatoria entre estas codificaciones y estatutos, de un lado, y los

Códigos General del Proceso y de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo, del otro, en lo que atañe a la consagración de una causal expresa de impedimento y recusación de jueces y conjueces por haber sido o ser contraparte de alguna de las partes o sus apoderados. En estos últimos, vale decir, no está contemplada explícitamente esa causal. (iii) Ahora bien, la omisión legislativa relativa exige además de la ausencia de una hipótesis, un ingrediente o condición en la regulación legal, que la misma carezca de un principio de razón suficiente, situación que debe ser sustentada por los accionantes. En este caso, no obstante, la Corte no se enfrenta a una carencia de justificación suficiente de la configuración legislativa, debidamente probada por los actores. La causal que los demandantes echan de menos en el Código General del Proceso y el Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo está expresamente prevista en el Código Disciplinario Único, en el Código de Procedimiento Penal vigente y en el Estatuto Arbitral. Esa diferente regulación, y la ausencia de una consagración expresa en las normas acusadas de la causal que los actores extrañan, obedecen a un principio de razón suficiente. Para mostrarlo es preciso en primer lugar destacar no solo la diferencia formal entre las regulaciones referidas, sino el contenido material de cada uno de los regímenes de causales de recusaciones e impedimentos que los actores invocan. Aunque en las formas es claro que las normas demandadas no contemplan de modo expreso una causal de recusación contra jueces o conjueces por “haber sido o ser contraparte de alguna de las partes o sus apoderados”, esto en sí mismo no indica que esa causal no esté parcialmente contenida de forma lógica entre las hipótesis expresamente reguladas. En efecto, la causal que los accionantes señalan como ausente de las disposiciones censuradas se refiere a dos situaciones, diferenciables por los tiempos en que están llamadas a ocurrir: “haber sido contraparte de alguna de las partes o de sus apoderados” alude al pasado, mientras “ser contraparte de alguna de las partes o sus apoderados” se refiere al presente, a una situación actual o en curso. Pues bien, como lo señala uno de los intervinientes en este proceso, al menos la segunda parte de la hipótesis que los actores extrañan ya está en parte contenida en el Código General del Proceso, artículo 141 numeral 6, pues establece como causal de recusación e impedimento, la de “[e]xistir pleito pendiente entre el juez, su cónyuge, compañero permanente o alguno de sus parientes indicados en el numeral 3, y cualquiera de las partes, su representante o apoderado”. Se trata sin duda de una regulación distinta en su forma de la que provoca este proceso y aparece en el Código de Procedimiento Penal, el Código Disciplinario Único y el Estatuto Arbitral, pero equivale en parte a lo que los demandantes reclaman, y está prevista en el Código General del Proceso y se aplica por remisión expresa a los procesos regulados por el Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo (cpaca art. 130). Ciertamente, esa causal de recusación general por pleito pendiente solo contiene de forma parcial el caso que los demandantes consideran omitido. Puede decirse entonces que no hay una


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20 causal que comprenda integralmente, en el Código General del Proceso y el Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo, la hipótesis de ser o haber sido contraparte de alguna de las partes o de sus apoderados. No obstante, esto no quiere decir que en la hipótesis de jueces o conjueces que sean o hayan sido contrapartes de las partes o de sus apoderados no puedan plantearse otras causales de recusación, cuando concurran además de esa, otras circunstancias objetivas que erosionen su imparcialidad. Es posible, en primer lugar, que el hecho de ser o haber sido el juez o conjuez contraparte de una de las partes o de sus apoderados en el proceso en curso haya despertado en aquél sentimientos de enemistad grave o amistad íntima para con estas o sus representantes judiciales, caso en el cual podría invocarse la causal del artículo 141 numeral 9 del Código General del Proceso. También puede ocurrir que el juez o conjuez haya sido contraparte de una de las partes en el proceso en curso, pero haya dejado de serlo, caso en el cual podría aplicarse la causal del artículo 141 numeral 12 del Código General del Proceso. Igualmente puede acontecer si el juez o conjuez fue contraparte de una de las partes o sus apoderados en otro proceso, por haber formulado denuncia penal o disciplinaria contra ellos y haber intervenido como parte civil o víctima, pues en esa situación el caso se controlaría por el artículo 141 numeral 8 del Código General del Proceso. Fuera de estas causales, es legalmente admisible que el haber sido contraparte de una de las partes o de sus apoderados genere en el juez o conjuez del caso un “interés directo o indirecto en el proceso”, evento en el cual se aplicaría la causal del artículo 141 numeral 1 del Código General del Proceso. En efecto, la normatividad no hace diferencia entre el tipo de interés, razón por la cual una interpretación puramente literal conduce a entender que el puede ser de cualquier tipo: patrimonial, intelectual o moral. Esta interpretación ha sido aceptada, además, por la jurisprudencia nacional históricamente, pues ella ha admitido que el interés puede ser de diversas clases, entre las cuales ha mencionado el interés moral y el intelectual, además del patrimonial. Desde 1935, la Sala de Negocios Generales de la Corte Suprema de Justicia sostenía, al resolver el impedimento presentado por uno de los Magistrados, que el artículo 435 del

Código Judicial, en tanto no distinguía entre tipos de interés cuando establecía que era suficiente causa de impedimento o recusación “[t] ener interés en el pleito el Juez, o alguno de sus parientes expresado en el numera 1°”, admitía que un interés de orden moral en la decisión también pudiera considerarse causa legítima de impedimento. Sostuvo al respecto que “[l]a ley no distingue la clase de interés que ha de tenerse en cuenta en este caso, y no haciéndose tal distinción, el interés moral queda comprendido en la causal de impedimento”. Pues bien, la posibilidad de recusar a un juez o conjuez por tener interés moral en la decisión, o el imperativo que dichos servidores tienen de declararse impedidos cuando concurra tal circunstancia, constituye una hipótesis de garantía de la imparcialidad judicial cuando no se presente ninguna otra causal de recusación o impedimento, y se configura cuando en quien está llamado ejercer jurisdicción pueda “acreditarse con absoluta claridad la afectación de su fuero interno, o en otras palabras, de su capacidad subjetiva para deliberar y fallar”. En consecuencia, si bien el juez o conjuez que ha sido contraparte de una de las partes o de sus apoderados no puede ser recusado ni puede declararse impedido por ese solo hecho, eso no significa que entonces su situación sea inmune al principio constitucional de imparcialidad (CP art. 29), pues en virtud de este último puede ser apartado del conocimiento del asunto si esa u otra circunstancia despiertan en él un interés moral en la actuación, que realmente afecte su fuero interno o capacidad subjetiva de fallar conforme a derecho, por el derecho mismo. Fuera de esos casos, es verdad que la sola circunstancia de ser o haber sido contraparte de una de las partes o de sus apoderados no constituye una causal objetiva de recusación en los Códigos General del Proceso y de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo. En contraste, esa situación es causal aparentemente objetiva de recusación en los procesos regulados por el Código de Procedimiento Penal y el Código Disciplinario Único. Ahora bien, esa diferencia entre regulaciones, en los términos antes indicados, se puede explicar razonablemente en que esa sola circunstancia puede ser considerada por el legislador como indicador de falta de imparcialidad, pero no necesariamente tiene que configurarse como causa suficien-

te para el efecto. Cuando además de esa situación concurra otra; por ejemplo, enemistad grave o amistad íntima, pleito pendiente, interés moral, o el hecho objetivo de haber sido partes en el mismo proceso o denunciantes en un proceso penal o disciplinario anterior o concomitante, cabe invocar estas últimas causales de recusación o impedimento expresamente previstas en la ley. Sin embargo, cuando no concurre ninguna de estas otras hipótesis, y el juez o conjuez del caso fue contraparte de una de las partes o de sus apoderados, no se ve por qué haya de asumirse necesariamente su falta de imparcialidad. De hecho, aunque el Código de Procedimiento Penal, como lo señalan los actores, contempla expresamente esta causal de impedimento y recusación, lo cual parecería indicar que es de naturaleza objetiva, lo cierto es que la Corte Suprema de Justicia ha señalado que en realidad no lo es sino cuando esa situación se presenta en el mismo proceso en el que el juez está llamado a ejercer funciones jurisdiccionales. En contraste, cuando el juez o conjuez ha sido contraparte de las partes o de sus apoderados en un proceso diferente al que está en curso, la jurisprudencia exige demostrar, además de esa circunstancia, una afectación concreta a la imparcialidad judicial. Es decir, no basta con probar un hecho objetivo, sino que debe acreditarse una duda razonable de afectación subjetiva de quien encarna la autoridad jurisdiccional. En efecto, al menos desde el auto del 4 de septiembre de 1998, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia sostiene que la causal de impedimento y recusación contra el juez por ser o haber sido contraparte de las partes o de sus apoderados “resulta atendible cuando en la misma actuación judicial se presente la circunstancia de que el fallador y uno de los sujetos procesales hayan sido contrapartes. Pero, en tratándose de procesos diferentes, es menester que el funcionario que se declara impedido demuestre que, conforme a las circunstancias que cobijan la relación jurídico-procesal, su imparcialidad y objetividad se van a ver afectadas”. Esta posición se ha reiterado en múltiples ocasiones, y por eso por ejemplo en el auto del 9 de mayo de 2007 de la misma Corporación se dijo al respecto: “…vale reiterar que la jurisprudencia de la Corte ha sido pacífica en torno al concepto de contraparte como motivo excusante para cono-

cer del proceso, pues su alcance implica una doble perspectiva, a saber: “a) Que dicha condición se predique en el mismo proceso, es decir, que el juez que debe resolver el asunto tenga al mismo tiempo la condición de adversario frente a cualquiera de los sujetos procesales. “b) Que esa condición de adversario se presente en otro proceso, evento en el cual ‘deberán examinarse las específicas circunstancias temporales y morales que caracterizan la relación jurídico procesal, y determinar así la incidencia concreta que tal calidad pueda tener en la objetividad e imparcialidad del funcionario”. Como se observa, en realidad, ni siquiera en el proceso regulado por el Código de Procedimiento Penal, en el que se consagra expresamente la causal de recusación e impedimento para jueces y conjueces por ser o haber sido contrapartes de las partes o sus apoderados, esa sola circunstancia es considerada como indicador suficiente de falta de imparcialidad judicial. No advierte la Sala Plena de esta Corporación razón alguna para dudar fundadamente de la imparcialidad de un juez civil o contencioso administrativo, solo por el hecho de haber sido contraparte de las partes o de sus apoderados en procesos diferentes al que está en curso, y con independencia de las circunstancias en que se hubiese desarrollado. La Corte no está entonces ante un caso en el cual la omisión cuestionada, entendida en sentido estricto, carezca de justificación suficiente. Tal omisión se justifica suficientemente en que esa circunstancia objetiva no es en cuanto tal un elemento que baste por sí mismo para demostrar, ausentes otras condiciones, falta de imparcialidad en el juez o conjuez de la causa. (iv) La diferencia regulatoria que se observa entre las normas demandadas y las que contemplan las causales de impedimentos y recusaciones en los Códigos de Procedimiento Penal y Disciplinario Único y en el Estatuto Arbitral no afecta, por otra parte, el derecho a la igualdad de las personas sujetas a procesos regulados en cada uno. El principio de igualdad ciertamente es aplicable al análisis de validez de las reglas que contemplan causales de recusación e impedimento en procesos ordinarios y contenciosoadministrativos. Por ejemplo, en la sentencia C-600 de 2011, la Corte controló la constitucionalidad de dos causales de recusación e impedimento establecidas en el Código


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de Procedimiento Civil, por cuanto contemplaban una hipótesis en la cual figuraban los parientes del juez en primer grado de consanguinidad y no los parientes en grado primero civil (hijo e hija adoptivos y padre o madre adoptantes). La Corte sostuvo que en ese caso se vulneraba el principio de imparcialidad, en concordancia con el de igualdad por cuanto, ante situaciones que contemplaban igual compromiso de la imparcialidad judicial, las disposiciones entonces acusadas ofrecían tratamientos legislativos diferenciados. Por este motivo, condicionó la exequibilidad de las normas controladas, en el entendido de que “incluyen también a los parientes en el grado primero civil (hijo e hija adoptivos y padre o madre adoptantes)”. No obstante, esta Sala discrepa de que el principio de igualdad pueda entenderse como el derecho a un catálogo único de hipótesis uniformes que den lugar recusar o a autorizar a un juez para declararse impedido, con independencia de la clase de proceso de que se trate, o de los bienes jurídicos involucrados. El legislador está expresamente autorizado para “[e]xpedir códigos en todos los ramos de la legislación y reformar sus disposiciones” (CP art. 150 num. 2). Esta competencia comprende la de establecer, dentro de un amplio de margen de configuración, regímenes procesales diferenciados, e incluso la de introducir diferencias dentro de un régimen procesal. Desde luego, el Congreso tiene también ciertos límites en este ejercicio. No puede en principio introducir distinciones fundadas en motivos sospechosos de inconstitucionalidad, como por ejemplo el sexo, la raza, el origen nacional o familiar, la lengua, la religión, la opinión política o filosófica (CP art 13). Tampoco puede establecer diferencias de trato entre regímenes o dentro de un mismo régimen que supongan una discriminación irrazonable para las personas. Pero sí puede configurar esquemas de garantías de imparcialidad que sean diferentes entre sí, según la naturaleza del proceso y de los derechos sustanciales en juego, en tanto esto no suponga una discriminación para las personas o la violación de otro principio constitucional. Cuando el legislador consagra sistemas de recusación e impedimento para el proceso civil o contencioso administrativo, en realidad no está obligado a reproducir exactamente los que consagre para el proceso penal, de tutela, de constitucionalidad o de arbitraje. Las diferencias entre estos regímenes no reflejan por sí mismas una desigualdad de trato entre personas, pues una misma persona puede simultáneamente ser parte de un proceso civil y de un proceso penal, y se le aplicarían las causales de impedimentos y recusaciones en condiciones de igualdad dentro de cada régimen procesal particular. Por eso la Corte ha señalado que al interpretar la Constitución debe tenerse presente que el derecho a la igualdad busca asegurar un tratamiento igual entre personas y no entre regímenes jurídicos o procesos jurisdiccionales: “El principio de igualdad se predica de las personas, no de las leyes. En efecto, cuando se demandan las diferencias entre regímenes establecidos por el legislador, la Corte ha señalado que a las mismas personas se les pueden aplicar ambos regímenes, dependiendo de las circunstancias en que se encuentren y de las decisiones que voluntariamente éstas adopten”. En algunas ocasiones, ciertamente, las diferencias entre regímenes pueden suponer una discriminación objetiva e injustificada entre personas. Pero esa realidad debe ser debidamente demostrada por el actor en cada caso. En la presente ocasión, sin embargo, la Corte no advierte que más allá de la diferencia cierta entre la regulación de las causales de impedimento y recusación de los Códigos General del Proceso y de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo, por una parte, y los Códigos de Procedimiento Penal, Disciplinario Único y Estatuto Arbitral, por otra, se haya demostrado también una discriminación o la vulneración de un principio constitucional. Lo único que se ha verificado es una diferencia entre regímenes, establecidos para procesos diferenciables entre sí por su naturaleza, dentro de cada uno de los cuales se han de aplicar sus causales

propias en condiciones de igualdad. Por lo cual la omisión legislativa que se cuestiona en las normas demandadas no solo no carece de un principio de razón suficiente, sino que en cuanto tal tampoco acarrea la vulneración del derecho a la igualdad o de un principio constitucional distinto. (v) Finalmente, la omisión legislativa relativa que se cuestiona en este caso como inconstitucional no es fruto del incumplimiento de un deber específico impuesto por el constituyente al legislador. Los accionantes dicen que el legislador tenía el deber de garantizar el derecho al debido proceso, y en particular el derecho a no ser juzgado sino por juez imparcial, y deducen de allí que tenía también el deber más específico de contemplar una causal de recusación o impedimento para el juez o conjuez por haber “sido contraparte de alguna de las partes o de sus apoderados”. Ahora bien, aunque es indudable que el legislador tiene en virtud de la Constitución el deber de garantizar la imparcialidad judicial en todos los procesos (CP art 29), la Corte no encuentra que este deber se concrete en el de consagrar necesariamente la hipótesis de recusación e impedimento para jueces y conjueces, en los procesos regulados por los Códigos demandados, por ser o haber sido contrapartes de las partes o sus apoderados. No se pregunta la Corte, en este caso, si forma parte del margen de configuración del legislador contemplar esa hipótesis entre las causales de recusación o impedimento, por ejemplo en el Código de Procedimiento Penal, pues no es ese el objeto de este pronunciamiento. Pero no se observa razón alguna para considerar que la consagración de esa causal, individualmente considerada, sea un deber específico del Congreso. En primer lugar, no hay ninguna cláusula constitucional que lo establezca expresamente. En segundo lugar, tampoco el derecho a la igualdad implica, por las razones antes indicadas, la uniformidad automática de las causales de recusación e impedimento, y la extensión al proceso ordinario o contencioso administrativo del régimen previsto para el proceso penal o para las actuaciones disciplinarias o arbitrales. El de contemplar una causal de recusación e impedimento para los jueces y los conjueces por ser o haber sido contrapartes de alguna de las partes o de sus apoderados no es, por último, un deber específico tácito que se deduzca razonablemente de una lectura integral de la Constitución. Ciertamente, la Constitución garantiza el derecho a la imparcialidad del juez (CP arts. 29 y 228), pero esto no equivale a una configuración concreta y detallada de las causales de recusación e impedimento. Lo que exige este principio es que los sistemas de recusación e impedimento garanticen la imparcialidad judicial, y en los casos relevantes para este proceso, los Códigos Generales del Proceso y de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo ya la garantizan. En efecto, en los procesos regulados por cada una de esas codificaciones, si bien no basta con acreditar el hecho objetivo de que el juez o conjuez sea o haya sido contraparte de las partes o de sus apoderados, este elemento puede articularse con otros para contribuir a demostrar la concurrencia de una causal de recusación o impedimento, como por ejemplo al aducir enemistad grave, amistad íntima, interés moral, o haber sido parte en el mismo proceso o denunciante en un proceso penal o disciplinario anterior o concomitante. A todo lo cuales ha de sumarse que además de estas hay otras hipótesis de recusación e impedimento, contenidas en las normas legales cuestionadas, y que en conjunto ofrecen instrumentos suficientes de imparcialidad para todas las personas. Huelga por último señalar que si quedan dudas relacionadas con la imparcialidad del juez o conjuez, originadas en sus actuaciones institucionales durante el proceso, las mismas pueden sujetarse a control por medio de los recursos ordinarios y extraordinarios de cada régimen procesal, o a la acción de tutela si se dan las condiciones de procedencia para ello, establecidas en la jurisprudencia constitucional. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-496 del 14 de septiembre de 2016, M.S. Dra. María Victoria Calle Correa).

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22 Privación de la libertad en salas de retenidos de la Policía Nacional No puede sobrepasar las 36 horas

Las salas de retenidos de la Policía Nacional son establecimientos de reclusión según los artículos 20 y 21 de la Ley 65 de 1993, modificados por los artículos 11 y 12 de la Ley 1709 de 2014. De conformidad a estas disposiciones las cárceles y pabellones de detención preventiva son establecimientos con un régimen de reclusión cerrado “Estos establecimientos están dirigidos exclusivamente a la atención de personas en detención preventiva en los términos del artículo 17 de la Ley 65 de 1993, los cuales están a cargo de las entidades territoriales.”. En las salas de retenidos de la Policía Nacional y de los demás organismos de seguridad no pueden permanecer retenidas las personas por más de 36 horas. Sobre este tema, el artículo 21 de la Ley 1709 de 2014 que adiciona el artículo 28A a la Ley 65 de 1993, indica que la detención en Unidad de Reacción Inmediata (uri) o unidad similar (salas de retenidos) no podrá superar las treinta y seis (36) horas. Por su parte, el artículo 28 de la Carta Política determina en su inciso segundo que “La persona detenida preventivamente será puesta a disposición del juez competente dentro de las treinta y seis horas siguientes, para que éste adopte la decisión correspondiente en el término que establezca la ley.”. Por su parte, la Corte Constitucional en la Sentencia T-847 de 2000, refiriéndose a las salas de retenidos de la policía manifestó: “En sus salas de retenidos solo deben permanecer las personas hasta por un máximo de treinta y seis (36) horas, mientras son puestas nuevamente en libertad o se ponen a disposición de la autoridad judicial competente. Así, esas dependencias no cuentan con las facilidades requeridas para atender a las condiciones mínimas de vida que deben garantizarse en las cárceles: alimentación, visitas, sanidad, seguridad interna para los detenidos con distintas calidades, etc.; como las personas no deben permanecer en esas salas de retenidos por lapsos mayores al mencionado, la precaria dotación de las Estaciones de Policía y sedes de los otros organismos de seguridad, no representan un peligro grave para los derechos fundamentales de quienes son llevados allí de manera eminentemente transitoria; pero si la estadía de esas personas se prolonga por semanas, meses y años, el Estado que debe garantizarles unas condiciones dignas, necesariamente faltará a tal deber, y el juez de amparo que verifique tal irregularidad debe otorgar la tutela y ordenar lo que proceda para ponerle fin.” En esos lugares no se pueden mezclar a los privados de la libertad que tienen distintas calidades, es decir, no puede retenerse en una misma celda o en las mismas condiciones a un sindicado y a un condenado, pues ello quebrantaría abiertamente la presunción de inocencia del sindicado o detenido preventivamente. En la Sentencia T-153 de 1998, la Corte Constitucional al respecto manifestó que: “el derecho a la presunción de inocencia se quebranta en la medida en que se mezcla a los sindicados con los condenados y en que no se establecen condiciones especiales, más benévolas, para la reclusión de los primeros”. La Constitución Política de Colombia en su artículo 12 prohíbe que cualquier persona sea sometida a tratos crueles e inhumanos, prohibición que se vulnera por las condiciones de reclusión en las que se encuentran las personas privadas de su libertad en la Estación Policía Norte de Bucaramanga. Al respecto, esta Corte ha señalado que “nuestra constitución prohíbe expresamente en su artículo 12 el sometimiento de cualquier persona a tortura y tratos crueles, inhumanos o degradantes. Esto es así, porque el respeto por la dignidad humana es el principio sobre el cual se basa todo nuestro ordenamiento jurídico, que además, garantiza la protección a la integridad de todas las personas”. En el mismo sentido, se ha indicado que la prohibición de someter a las personas a tratos crueles e inhumanos también está consagrada en los siguientes instrumentos internacionales: la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana de Derechos humanos, y así como en la Convención de las Naciones Unidas contra la tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes y la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la Tortura. Estos mecanismos internacionales estipulan que la prohibición de tratos crueles e inhumanos no permite excepción alguna por lo cual se “ha llevado a la comunidad internacional a reconocer que se trata de una norma de ius cogens, es decir, de un mandato imperativo de derecho

internacional que no admite acuerdo en contrario, excepciones ni derogaciones por parte de los Estados, quienes están en el deber inaplazable e ineludible de dar cumplimiento a sus obligaciones en la materia”. Igualmente, se ha señalado que la Comisión Interamericana en el caso Luís Lizardo Cabrera, al referirse a la Comisión Europea de Derechos Humanos manifestó: “trato inhumano es aquel que deliberadamente causa un severo sufrimiento mental o psicológico, el cual, dada la situación particular, es injustificable” y que “el tratamiento o castigo de un individuo puede ser degradante si se le humilla severamente ante otros o se lo compele a actuar contra sus deseos o su conciencia”. Así mismo, esta Corporación ha manifestado que la Corte y la Comisión Europea de Derechos Humanos han estipulado dos principios para interpretar la prohibición de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes: “(i) el nivel mínimo de gravedad y (ii) la apreciación relativa de ese mínimo. Según el primero para que un trato pueda ser considerado inhumano o degradante debe sobrepasar un determinado grado de severidad, y ese umbral permite también distinguir entre tortura y tratos crueles inhumanos o degradantes”. Al respecto, la Corte Constitucional en Sentencia T-1030 de 2003 decidió una acción de tutela referente a la situación de los internos que habían denunciado que el día en el que llegaban a ese pabellón eran rapados en sus cabezas y sindicados y condenados eran obligados a utilizar el mismo uniforme que no era conveniente para el clima del Establecimiento debido al clima ya que era de manga corta. En esa ocasión la Corte indicó que dicho corte de cabello era un trato cruel y degradante al afectar de manera desproporcionada los derechos a la dignidad humana y a la identidad personal de las personas recluidas, condiciones que se agravaban por la baja temperatura del lugar. En otra oportunidad, esta Corte mediante la Sentencia T-648 de 2005 se pronunció sobre el caso de un recluso que había sufrido de aislamiento durante 6 meses seguidos como una medida de seguridad preventiva por haber participado en una riña. Al realizarse una visita al lugar de reclusión se pudo evidenciar que la celda en donde fue aislado estaba en peores condiciones que las de los otros reclusos y que estuvo también incomunicado de su familia y del mundo exterior. De conformidad con lo anterior, se reitera que la prohibición de tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, implica para el Estado responsabilidades de prevención, investigación y garantías de no repetición frente a las víctimas. Por lo tanto el Estado no puede permitir que estas conductas se adelanten en ninguna parte del territorio nacional, menos aún en centros de reclusión en donde su vigilancia y responsabilidad son mayores. En el caso puesto a consideración de la Corte, se pone de presente que en la Estación de Policía actualmente el número de personas retenidas es de 143, entre las cuales se encuentran condenados por delitos o detenidos con medida preventiva intramural o domiciliaria. Lo anterior, sin perjuicio de los internos que pudieran haber ingresado durante el trámite de esta acción, tras la etapa probatoria. En suma, se concluye que en las salas de retención transitoria de esta estación se mezclan detenidos que ostentan distintas calidades procesales, por lo que se vulneran los derechos de a no ser sometidos a tratos crueles e inhumanos y a la presunción de inocencia de aquellos que no estando condenados por delitos tras sentencia ejecutoriada, comparten las mismas condiciones de privación de la libertad que los que sí tienen esas calidades. Las personas privadas de la libertad que se encuentran retenidas en la Estación de Policía, que excedan la capacidad de las tres salas de retención transitorias que allí funcionan y, además, cuya custodia este a cargo del inpec deberán ser trasladadas a Establecimientos Penitenciarios y Carcelarios del municipio o de los municipios ubicados en departamentos aledaños, en aras de proteger sus derechos fundamentales a la dignidad humana, a la integridad personal, a la salud, a la familia y a la salubridad de las personas que se encuentran privadas de la libertad en ese lugar, pues tales garantías se encuentran vulneradas y altamente amenazadas, como se verá más adelante. No desconoce este Alto Tribunal el actual hacinamiento que se vive en los Establecimientos Penitenciarios y Carcelarios del país, pues es una realidad que afecta cada vez más y en mayor medida las garantías constitucionales de la población carcelaria. No obstante, y como ya lo dijera esta


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Corporación en la Sentencia T-1077 de 2001, la crisis carcelaria no se erige como una excepción a la protección de las garantías ius fundamentales de los sindicados y condenados, máxime cuando es tan evidente la vulneración, como en el caso que nos ocupa, donde por un lado decenas de reclusos deben permanecer en un parqueadero totalmente ajeno a lo que debería ser una sala de retención que dignifique la humanidad de los reos, y por el otro, donde casi 70 internos deben compartir tres celdas con una capacidad de cinco (5) personas cada una. Ahora, tratándose del traslado de internos, el Código Penitenciario y Carcelario dispone en su artículo 73 que la entidad facultada para dicha labor es la Dirección del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario por decisión propia, motivada o por solicitud formulada ante ella. En ese sentido, encuentra esta Corporación que dentro de las causales de traslado establecidas en el artículo 75 de la Ley 65 de 1993 y que aplican al presente caso, se encuentran: (i) el estado de salud de los internos; (ii) la falta de elementos adecuados para el tratamiento médico; (iii) motivos de orden interno del establecimiento; (iv) cuando sea necesario para descongestionar el establecimiento, en este punto la sobrepoblación de la estación es más que evidente pues cuenta con tres celdas capacitadas físicamente para cinco (5) personas, y en la actualidad se tiene noticia de 143 retenidos en ese lugar; (v) y cuando sea necesario por razones de seguridad de los internos.

La necesidad del traslado de los internos de la Estación de Policía es contingente, pues el hacinamiento que allí se padece además de afectar directamente los derechos fundamentales de los privados de la libertad, va en contravía directa de la función de la pena y su finalidad intrínseca. En ese sentido, el artículo 9º de la Ley 65 de 1993, no por nada estableció que “La pena tiene función protectora y preventiva, pero su fin fundamental es la resocialización”. Es por ello que en honor a esa finalidad resocializadora es menester trasladar a los internos de la estación de policía, pues no hacerlo devendría en una restricción exagerada de los derechos del condenado y en una visión meramente retributiva del derecho penal. Ahora, si bien es cierto que la privación de la libertad se da como consecuencia de la comisión de conductas punibles, dentro de la potestad otorgada al Estado para restringir derechos como la libertad, tal limitación no implica la vulneración o restricción de otras garantías fundamentales como la dignidad, humana o el derecho a la salud, máxime si se tiene en consideración el especial estado de sujeción que los detenidos tienen frente al Estado. En este momento, es importante traer a colación lo decidido por la Corte Constitucional en un caso muy similar al aquí planteado, ordenó: “(…) al Ministerio de Justicia y del Derecho y al Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario que, si aún no lo han hecho, en un término razonable que en ningún caso puede superar los diez (10) días contados a partir de la notificación de esta providencia, procedan a trasladar

a las personas sindicadas y condenadas que se encuentren en las salas de retenidos de las Estaciones de Policía de Santafé de Bogotá, el das, la dijin, la sijin, y el cti, a los centros carcelarios en los que, de acuerdo con la Constitución y la ley, deben permanecer hasta que la autoridad judicial competente ordene ponerlas en libertad.” Como consecuencia de lo ya expuesto, esta Corporación ordenará a la Dirección del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario que, proceda a trasladar las personas privadas de la libertad de la Estación de Policía, cuya custodia esté en titularidad del inpec, a Establecimientos Penitenciarios y Carcelarios del Municipio o de los municipios ubicados en departamentos aledaños, para lo cual deberá tener en cuenta las reglas de equilibrio y equilibrio decreciente señaladas en la sentencia T-388 de 2013. En este sentido, tal como exige esa sentencia, en el caso de que alguno de los establecimientos esté en una situación de hacinamiento “sólo se podrá autorizar el ingreso de personas al centro de reclusión si y sólo sí (i) el número de personas que ingresan es igual o menor al número de personas que salgan del establecimiento de reclusión, durante la semana anterior, por la razón que sea (por ejemplo, a causa de un traslado o por obtener la libertad), y (ii) el número de personas del establecimiento ha ido disminuyendo constantemente, de acuerdo con las expectativas y las proyecciones esperadas”. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia T-276 del 25 de mayo de 2016, exp. T-5.256.449, M.S. Dr. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub).

Control político y control público

A cargo del Congreso de la República. Referencia a las citaciones de alcaldes y gobernadores

El control político apunta a toda actividad del órgano colegiado de representación popular tendiente a pedir cuentas, debatir, cuestionar o examinar la gestión y actividades del “gobierno y la administración” (art. 114 C.Po.), en la medida que sus actuaciones tengan repercusiones sobre el interés general. De otra parte, el control público se focaliza en una posibilidad de emplazamiento “a cualquier persona, natural o jurídica” (art. 137 C.Po.) con miras a que rinda declaraciones sobre hechos relacionados directamente con el ejercicio de funciones que de ordinario cumplen las comisiones permanentes de cada una de las cámaras, obteniendo por esa vía información que cualifique la función parlamentaria. En este caso, las declaraciones que se realizan en el marco del artículo 137 de la Constitución no están dirigidas propiamente a efectuar una censura o juicio sobre el ejercicio de una función o el desarrollo de una actividad, pues es imposible que ello pueda realizarse respecto de particulares. No obstante, cuando se trata de servidores del Estado, el control público puede llegar a derivar en la existencia de responsabilidades de diversa índole, incluso de naturaleza política, cuya investigación o trámite debe ser, entonces, puesto en conocimiento de las autoridades competentes. De ello se sigue, que el control político también se diferencia en la forma que opera -citaciones a sesiones reservadas de las comisiones, formulación previa de cuestionarios que se deben responder por escrito y oralmente en la sesión correspondiente al debate- y de las consecuencias que se derivan de su ejercicio, en la medida en que puede concluir en la separación

del funcionario por la vía de la moción de censura. Por su parte, el control público dispone de dos herramientas para asegurar la obtención de la información que lo justifica: (i) en los casos en que la persona citada no asista sin excusa o cuando la misma es ajena a la controversia de tipo material (vgr. problemas de agenda), más allá de la posibilidad de reprogramar la diligencia, la comisión está facultada para imponer, con sujeción al debido proceso la sanción de desacato y (ii) en el caso de que la persona citada se excuse por razones sustantivas, ya sean de orden constitucional o legal y la comisión insistiere en su llamado, le corresponde a la Corte Constitucional resolver si dicha excusa está justificada o por el contrario, la persona o funcionario citado debe comparecer a la comisión que lo emplaza a suministrar determinada información. Adicionalmente, el trato de las citaciones a los alcaldes y gobernadores no es el mismo que se predica respecto del Gobierno Nacional. En efecto, no solo el esquema institucional asigna como función ordinaria e los ministros atender las citaciones que se realizan por el Congreso (art. 208 C.Po.), sino que además, este último tiene la condición de foro natural en el que se debate la gestión o la formulación de alcance nacional (arts. 114 y 115 C.Po.). De esta forma, las materias sobre las cuales tendría competencia el Congreso frente a los alcaldes y gobernadores tienen que reflejar un interés nacional , pues si se trata de asuntos que son de la exclusiva órbita local, el control le corresponde a las corporaciones públicas del orden territorial,

para lo cual, la respectiva comisión permanente deberá indicar en la citación los argumentos que justifican que el debate es de interés nacional y que las preguntas guardan relación directa e inmediata con el mismo. Las citaciones que cumplen con los requisitos expuestos se tornan de forzoso cumplimiento para las autoridades citadas, las cuales tiene un deber de asistencia que se rige por el principio de inmediación, por virtud del cual el funcionario emplazado es quien debe acudir personalmente a cumplir con el compromiso asignado por el Congreso. Por tal razón y según lo prevé el artículo 137 de la Carta, ante la renuencia del citado a comparecer, la comisión permanente puede sancionarlo por desacato. Esto le resta valor a las explicaciones vinculadas con la afectación de su jornada de trabajo, ya que, por una parte, la existencia del control parlamentario se entiende como una función inherente al Estado democrático de derecho, cuyo desarrollo le otorga legitimidad al poder público; y por la otra, su ejercicio juega un rol determinante en el esquema de equilibrio de poderes. Por consiguiente, si bien demanda del Congreso de la República un juicio razonado y razonable en la activación de sus controles, no por ello el tiempo que se destina para cumplir las citaciones realizadas, así involucre una parte importante de la jornada de trabajo, puede ser considerada como una excusa válida para no concurrir a las sesiones permanentes. (Cfr. Corte Constitucional, Auto 543 del 9 de noviembre de 2016).


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24 Principio de legalidad

Frente a los conceptos jurídicos indeterminados

El principio de legalidad define a los órdenes jurídicos y vincula a la definición del Derecho con el régimen democrático. En esencia, con base en este principio, las actuaciones del Estado o aquellas de los particulares que tengan significancia legal, se gobiernan a través de reglas previamente dispuestas, suficientemente conocidas y establecidas por órganos representativos con un origen democrático directo o indirecto. Este principio, como es bien conocido, es uno de los pilares sobre los que se sustenta la cláusula del debido proceso y, de una manera más amplia, todo Estado constitucional y democrático. Acerca de este grado de máxima importancia del principio de legalidad, la Corte ha considerado que opera con una doble función. De un lado, sirve de marco para la acción estatal, definiendo las reglas sustantivas y de procedimiento que guían su actuación y, del otro, protege la cláusula de libertad, en tanto opera como parámetro a las personas para definir qué conductas son compatibles o no con el orden normativo, así como las consecuencias jurídicas predicables de tales acciones. Para esta Corporación, el principio de legalidad “se articula de manera directa con varias exigencias de la Constitución Política. Constituye una de las formas más importantes de aseguramiento de la libertad en tanto impide realizar intervenciones que la restrinjan sino existe una disposición que así lo autorice (principio de legalidad como forma de proteger la libertad). Adicionalmente, en tanto la ley a la que se somete el ejercicio de la función pública ha sido aprobada por órganos suficientemente representativos, se asegura el carácter democrático del Estado (principio de legalidad como forma de proteger la democracia). Igualmente, el principio de legalidad constituye un referente ineludible a efectos de orientar las actividades de los organismos a los que les han sido asignadas funciones de control respecto del comportamiento de las autoridades públicas (principio de legalidad como forma de garantizar el ejercicio de control y la atribución de responsabilidades).” El principio de legalidad, asimismo, es uno de los rasgos característicos para la conformación del Estado liberal democrático, el cual busca regular la vida social y las relaciones entre el Estado y los ciudadanos conforme a un parámetro objetivo, conocido y fruto de la deliberación pública. La ley, entonces, sirve como marco para la validez y funcionamiento del aparato estatal, así como para la garantía para los ciudadanos, en términos de delimitación del grado de interferencia de los órganos públicos en el ámbito privado. Sobre este particular, la sentencia C-355 de 2008 ofrece una explicación comprehensiva sobre la materia, que por su importancia se transcribe in extenso: “Así, el principio de legalidad se configura como un elemento esencial del Estado de Derecho, de forma tal que es presupuesto de los otros elementos que lo integran. Este principio surge debido a la confluencia de dos postulados básicos de la ideología liberal: de una parte, la intención de establecer un gobierno de leyes, no de hombres (governmet of laws, not of men), esto es, “un sistema de gobierno que rechace las decisiones subjetivas y arbitrarias del monarca por un régimen de dominación objetiva, igualitaria y previsible, basado en normas generales” (…), y de otra, el postulado de la ley como expresión de la soberanía popular, el principio democráti-

co, según el cual la soberanía está en cabeza del pueblo y se expresa mediante la decisión de sus representantes, en la ley. El principio de legalidad, en palabras sencillas, en sus orígenes, consistió tan sólo en la sujeción de toda actividad estatal a un sistema objetivo, igualitario y previsible de normas jurídicas de carácter general emanadas del órgano de representación popular. Al respecto, no se puede perder de vista que el principio de legalidad ha sido objeto de diferentes construcciones dogmáticas, siendo un concepto evolutivo. Así, en algunos casos se consideró a la ley como fundamento previo y necesario de toda actividad estatal (vinculación positiva), en donde siempre se requiere de una ley habilitadora para que aquélla se pueda desarrollar válidamente, o como simple límite externo o frontera de las competencias estatales, en la medida en que el Estado puede realizar con discrecionalidad su actividad, salvo en las áreas en donde exista una regulación legal (vinculación negativa). Una segunda forma de concebir el principio de legalidad implica reconocer que los demás poderes, en ausencia de regulación constitucional, están sometidos a lo que establezca el legislador. En tal sentido, el principio de legalidad implica la sujeción plena de la administración, y de los demás poderes públicos, a la ley, tanto cuando realiza actos concretos como cuando, en ejercicio de su potestad reglamentaria, establece las normas a las que, en lo sucesivo, ella habrá de sujetarse. Al respecto, cabe precisar que este segundo entendimiento del principio de legalidad no riñe, de manera alguna, con la supremacía constitucional. En efecto, en un Estado de Derecho, la Constitución es norma jurídica vinculante, poseyendo todos sus preceptos eficacia normativa. Todas sus normas poseen una específica eficacia directa derivada de su condición de lex superior, esto es, la eficacia condicionante de la validez de todas las normas de rango inferior y de interpretación de las mismas. De acuerdo con la estructura de cada uno de sus preceptos es posible determinar si se trata de una norma completa, es decir, que no precisa de operaciones de concreción normativa para ser aplicable, como es el caso de las disposiciones sobre derechos fundamentales, así como la mayor parte de las organizativas. De igual manera, existen otras normas constitucionales provistas de eficacia inmediata, aunque indirecta, como son los principios que no precisan de desarrollo ni concreción alguna; al ser reglas interpretativas y estructurales, su empleo siempre tiene lugar a propósito de la aplicación de cualquiera otra norma. Desde esta perspectiva, el principio de legalidad exige que la actividad estatal tenga como fundamento la Constitución, pero el hecho de que todas las normas constitucionales tengan eficacia interpretativa, sean normas jurídicas superiores y en ese sentido condicionen la validez de todas las disposiciones de rango inferior, no significa que la norma constitucional pueda ser realizada en todos los casos directamente,

sin mediación de la ley, como fundamento de la actividad reglamentaria del Ejecutivo u otras autoridades, ya que, si bien hay normas que son autoejecutables y no precisan mediación legal, existen otras con distinta eficacia interpretativa, como es el caso de los fines, valores y principios constitucionales” El principio de legalidad debe acompasarse, a su vez, con la generalidad como atributo del derecho legislado y con las limitaciones que impone el uso del lenguaje natural en los órdenes normativos. Por ende, lo que se exige a partir de este principio es que las actuaciones con relevancia jurídica estén suficientemente reguladas, con un nivel de precisión que resultará más exigente de forma directamente proporcional al grado de afectación que la norma imponga a los derechos constitucionales. En este orden de ideas, en el ámbito del derecho penal resultará exigible la mayor precisión posible en la definición de las conductas criminales y las sanciones punibles, siendo aceptable un mayor grado de generalidad en el derecho sancionador y así sucesivamente para las diferentes ramas de la legislación. Por ende, la eficacia del principio de legalidad no exige necesariamente y en todas las circunstancias o tipos de regulación, cumplir con una pretensión de detalle y exhaustividad en la regulación de los hechos con significación jurídica y sus consecuencias normativas. Sin embargo, es claro que esta flexibilidad no puede llegar al punto de permitir, desde la Constitución, regulaciones insuficientes, que otorguen incertidumbre al ejercicio de las funciones del Estado o de quienes ejercen actividades de relevancia jurídica. Como se indicó en la sentencia C-414 de 2012, antes citada, “[u] na regulación resultará deficiente en aquellos eventos en los cuales el ejercicio de las actividades a cargo de la autoridad pública titular de la función carezca de parámetros que la orienten y permitan prever, con seguridad suficiente, la dirección que puede adoptar la conducta del servidor público que la concreta. La deficiencia de la regulación legislativa estará determinada también en función del área que se regula, de manera tal que no se podrá establecer idéntico estándar cuando se trata de regular el ejercicio de la función de una autoridad judicial en materia penal o tributaria, que cuando ello se haga, por ejemplo, respecto de una autoridad municipal en materia de control del espacio público. Así mismo, podrán existir diferencias respecto del grado de exhaustividad de la regulación de la función cuando se trate de entidades públicas o cuando se refiere a particulares a quienes se atribuye una función de tal naturaleza dado que, en el primer caso, existe previamente una regulación amplia sobre su modo de actuar al paso que, en el segundo, esa regulación podría ser escasa.” Para lo que interesa en esta sentencia, resulta necesario precisar la noción de conceptos jurídicos indeterminados, esto es, aquellos que de su tenor literal no encuentran definido su alcance, sino que el mismo es establecido al momento de su aplicación por el intérprete.


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Sobre esta materia, la jurisprudencia constitucional ha establecido que tales conceptos no están proscritos en el orden jurídico, sino que antes bien es aceptable que los mismos se prevean, pues otorgan la necesaria flexibilidad y adaptabilidad al derecho legislado, en aquellos ámbitos de regulación donde no resulta jurídica o fácticamente viable prever disposiciones taxativas. Sin embargo, su aplicación no confiere potestades arbitrarias al intérprete, puesto que el resultado del ejercicio hermenéutico deberá en todo caso (i) ser razonable y proporcional; (ii) otorgar eficacia al valor justicia; y (iii) no negar ni restringir injustificadamente principios y derechos constitucionales. Para la Corte, “[l]a jurisprudencia ha considerado que el lenguaje jurídico puede presentar indefiniciones tal y como sucede en el lenguaje ordinario, y estas indeterminaciones no son en sí mismas inconstitucionales siempre que de las mismas no se desprenda una negación o restricción injustificada de los principios y derechos constitucionales. Adicionalmente, la Corte ha reiterado que la indeterminación no puede examinarse en abstracto sino en un contexto para determinar su admisibilidad. De otro lado, es necesario evaluar su impacto en los principios y derechos descartando los efectos que supongan restricciones injustificadas. Finalmente, se ha señalado que una disposición no será inconstitucional si es posible superar la indeterminación de un concepto a partir de los elementos de juicio que ofrece el propio ordenamiento.” Con base en este precedente, la Corte ha concluido que las reglas aplicables a los conceptos jurídicos indeterminados, en particular de cara a la posibilidad que establezcan restricciones a los derechos y libertades constitucionales, son las siguientes: 1. Los conceptos jurídicos indeterminados no suponen la discrecionalidad de las autoridades, puesto que implican clasificar una situación para tomar una única medida apropiada o justa. 2. Si bien se admite cierto grado de indeterminación y ambigüedad en

el lenguaje jurídico, y no obstante no todo concepto jurídico indeterminado sea per se inconstitucional, el legislador debe evitar emplear palabras y conceptos que impliquen un grado de ambigüedad tal, que afecten la certeza del derecho y lleven a una interpretación absolutamente discrecional de la autoridad a quien corresponde aplicar determinada disposición, especialmente cuando se trata de normas que restringen el derecho a la libertad en sus múltiples expresiones. 3. Cuando sea posible esclarecer un concepto jurídico indeterminado, a partir de las herramientas hermenéuticas que ofrece el propio ordenamiento, la disposición no será inconstitucional. Por el contrario, si el concepto es tan abierto que no puede ser concretado en forma razonable, se desconoce el principio de legalidad. 4. En materia sancionatoria, ya sea penal o disciplinaria, la exigencia de certeza sobre el supuesto de hecho de una norma es mayor, puesto que la aplicación de la misma puede implicar una afectación más profunda de los derechos y libertades constitucionalmente protegidas. En conclusión, la Sala advierte que es posible hacer compatibles el principio de legalidad y la previsión en la legislación de conceptos jurídicos indeterminados. Para este fin, es necesario que exista algún parámetro, este sí identificable, que permita al intérprete dotar de sentido unívoco a dichos conceptos. En caso que esta labor no sea viable, entonces se estará ante el desconocimiento del principio de legalidad y, por lo mismo, la inconstitucionalidad del concepto correspondiente. Asimismo, la labor interpretativa frente a los conceptos jurídicos indeterminados no puede ser arbitraria, sino que debe estar basada en la doble obligación de mostrarse razonable, así como compatible con la vigencia de los principios y valores constitucionales. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-538 del 5 de octubre de 2016, Exp. D-11287, M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva).

Concepto de violación

En acciones de inconstitucionalidad. Exigencias

Al presentar el concepto de violación, el actor debe exponer razones claras, ciertas, específicas, pertinentes y suficientes. La Corte refiriéndose al contenido de los argumentos aptos para incoar la acción de inconstitucionalidad, ha expresado: “La efectividad del derecho político depende, como lo ha dicho esta Corporación, de que las razones presentadas por el actor sean claras, ciertas, específicas, pertinentes y suficientes. De lo contrario, la Corte terminará inhibiéndose, circunstancia que frustra “la expectativa legítima de los demandantes de recibir un pronunciamiento de fondo por parte de la Corte Constitucional”. La claridad de la demanda es un requisito indispensable para establecer la conducencia del concepto de la violación, pues aunque “el carácter popular de la acción de inconstitucionalidad, [por regla general], releva al ciudadano que la ejerce de hacer una exposición erudita y técnica sobre las razones de oposición entre la norma que acusa y el Estatuto Fundamental”, no lo excusa del deber de seguir un hilo conductor en la argumentación que permita al lector comprender el contenido de su demanda y las justificaciones en las que se basa. Adicionalmente, las razones que respaldan los cargos de inconstitucionalidad sean ciertas significa que la demanda recaiga sobre una proposición jurídica real y existente “y no simplemente [sobre una] deducida por el actor, o implícita” e incluso sobre otras normas vigentes que, en todo caso, no son el objeto concreto de la demanda. Así, el ejercicio de la acción pública de inconstitucionalidad supone la confrontación del texto constitucional con una norma legal que tiene un contenido verificable a partir de la interpretación de su propio texto; “esa técnica de control difiere,

entonces, de aquella [otra] encaminada a establecer proposiciones inexistentes, que no han sido suministradas por el legislador, para pretender deducir la inconstitucionalidad de las mismas cuando del texto normativo no se desprenden”. De otra parte, las razones son específicas si definen con claridad la manera como la disposición acusada desconoce o vulnera la Carta Política a través “de la formulación de por lo menos un cargo constitucional concreto contra la norma demandada”. El juicio de constitucionalidad se fundamenta en la necesidad de establecer si realmente existe una oposición objetiva y verificable entre el contenido de la ley y el texto de la Constitución Política, resultando inadmisible que se deba resolver sobre su inexequibilidad a partir de argumentos “vagos, indeterminados, indirectos, abstractos y globales” que no se relacionan concreta y directamente con las disposiciones que se acusan. Sin duda, esta omisión de concretar la acusación impide que se desarrolle la discusión propia del juicio de constitucionalidad. La pertinencia también es un elemento esencial de las razones que se exponen en la demanda de inconstitucionalidad. Esto quiere decir que el reproche formulado por el peticionario debe ser de naturaleza constitucional, es decir, fundado en la apreciación del contenido de una norma Superior que se expone y se enfrenta al precepto demandado. En este orden de ideas, son inaceptables los argumentos que se formulan a partir de consideraciones puramente legales y doctrinarias, o aquellos otros que se limitan a expresar puntos de vista subjetivos en los que “el demandante en realidad no está acusando el contenido de la norma sino que está utilizando la acción pública para resolver un problema particular, como podría ser

la indebida aplicación de la disposición en un caso específico”; tampoco prosperarán las acusaciones que fundan el reparo contra la norma demandada en un análisis de conveniencia, calificándola “de inocua, innecesaria, o reiterativa” a partir de una valoración parcial de sus efectos. Finalmente, la suficiencia que se predica de las razones de la demanda de inconstitucionalidad guarda relación, en primer lugar, con la exposición de todos los elementos de juicio (argumentativos y probatorios) necesarios para iniciar el estudio de constitucionalidad respecto del precepto objeto de reproche; así, por ejemplo, cuando se estime que el trámite impuesto por la Constitución para la expedición del acto demandado ha sido quebrantado, se tendrá que referir de qué procedimiento se trata y en qué consistió su vulneración (artículo 2 numeral 4 del Decreto 2067 de 1991), circunstancia que supone una referencia mínima a los hechos que ilustre a la Corte sobre la fundamentación de tales asertos, así no se aporten todas las pruebas y éstas sean tan sólo pedidas por el demandante. Por otra parte, la suficiencia del razonamiento apela directamente al alcance persuasivo de la demanda, esto es, a la presentación de argumentos que, aunque no logren prime facie convencer al magistrado de que la norma es contraria a la Constitución, si despiertan una duda mínima sobre la constitucionalidad de la norma impugnada, de tal manera que inicia realmente un proceso dirigido a desvirtuar la presunción de constitucionalidad que ampara a toda norma legal y hace necesario un pronunciamiento por parte de la Corte Constitucional”. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-551 del 12 de octubre de 2016, exp. D-11304, M.S. Dr. Jorge Iván Palacio Palacio).


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Pensión de invalidez

Requisitos y beneficiarios de este derecho. Acumulación del tiempo y semanas cotizadas durante la prestación del servicio militar obligatorio con tiempo cotizado en el Sistema General de Pensiones

1. La Corte Constitucional ha definido la pensión de invalidez como una compensación económica tendiente a resguardar las necesidades básicas de aquellas personas cuya capacidad laboral se ve disminuida, como una fuente de ingreso para solventar una vida en condiciones de dignidad. Este derecho adquiere una connotación especial al buscar preservar los derechos de los sujetos de especial protección como las personas que tienen una disminución física, sensorial o psiquiátrica. La Ley 100 de 1993 “por la cual se crea el sistema de seguridad social integral y se dictan otras disposiciones”, en el capítulo III, regula lo relativo a la pensión de invalidez por riesgo común. En el 38 dispuso que se considera una persona inválida cuando por “cualquier causa de origen no profesional, no provocada intencionalmente, hubiere perdido el 50% o más de su capacidad laboral”. El artículo 39 de la Ley 100 de 1993, modificado por el artículo 1º de la Ley 860 de 2003, estableció que para el reconocimiento de la pensión de invalidez se requiere: “(i) haber cotizado cincuenta (50) semanas dentro de los últimos tres (3) años anteriores a la fecha de estructuración. “(ii) una fidelidad de cotización al sistema no menor al veinte por ciento (20%) del tiempo transcurrido entre el momento en que la persona cumplió 20 años y la fecha de calificación de la invalidez. “Parágrafo 1o. Los menores de veinte (20) años de edad sólo deberán acreditar que han cotizado veintiséis (26) semanas en el último año inmediatamente anterior al hecho causante de su invalidez o su declaratoria. “Parágrafo 2o. Cuando el afiliado haya cotizado por lo menos el 75% de las semanas mínimas requeridas para acceder a la pensión de vejez, solo se requerirá que haya cotizado 25 semanas en los últimos tres (3) años.” La Corte Constitucional se pronunció sobre la constitucionalidad del artículo 1 de la Ley 860 de 2003 en la sentencia C-428 de 2009. En esta ocasión, estimó que el requisito de fidelidad de cotización al sistema -del 20% para el reconocimiento de la pensión de invalidez- contradecía el principio de progresividad de los derechos económicos, sociales y culturales, entre el cual se encuentra el derecho a la seguridad social. En virtud de lo anterior, la Sala Plena concluyó “que el requisito de fidelidad contemplado en la norma analizada, tanto en su numeral 1° como en el 2°, deben ser declarados inexequibles puesto que no se logró desvirtuar la presunción de regresividad y justificar la necesidad de la medida de acuerdo con los fines perseguidos por la misma”. Siguiendo la misma línea, la sentencia C-556 de 2009 declaró inexequible los literales a) y b) del artículo 12 de la Ley 797 de 2003, que también establecían requisitos de fidelidad al sistema. De conformidad con lo señalado previamente la disposición aplicable en la actualidad tiene el siguiente texto: “Artículo 39. Requisitos para obtener la pensión de invalidez. Tendrá derecho a la pensión de invalidez el afiliado al sistema que conforme a lo dispuesto en el artículo anterior sea declarado inválido y acredite las siguientes condiciones: “1. Invalidez causada por enfermedad: Que

haya cotizado cincuenta (50) semanas dentro de los últimos tres (3) años inmediatamente anteriores a la fecha de estructuración. “2. Invalidez causada por accidente: Que haya cotizado cincuenta (50) semanas dentro de los últimos tres (3) años inmediatamente anteriores al hecho causante de la misma. “Parágrafo 2º. Cuando el afiliado haya cotizado por lo menos el 75% de las semanas mínimas requeridas para acceder a la pensión de vejez, solo se requerirá que haya cotizado 25 semanas en los últimos tres (3) años.” En suma para acceder a la pensión de invalidez es necesario que el afiliado acredite una pérdida de la capacidad laboral igual o superior al 50% y que haya cotizado 50 semanas dentro de los 3 años anteriores a la fecha de estructuración. De forma particular, cuando el peticionario tiene 20 años o menos deberá demostrar que cotizó al menos 26 semanas en el año inmediatamente anterior al suceso que le originó la invalidez y cuando haya cotizado el 75% de las semanas requeridas para la pensión de vejez solo necesitará acreditar que cotizó 25 semanas en los últimos 3 años. 2. La Ley 2 de 1945 “por la cual se reorganiza la carrera de Oficiales del Ejército, se señalan prestaciones sociales para los empleados civiles del ramo de Guerra y se dictan otras disposiciones sobre prestaciones sociales a los individuos de tropa”, en la sección II que versa sobre el retiro de oficiales y sus prestaciones, en el artículo 46 dispuso que el “tiempo de servicio, para todos los efectos, se liquida a partir de la fecha del ingreso al Ejército, en cualquier grado, inclusive como soldados y los dos últimos años de permanencia en la Escuela Militar de Cadetes.” Al respecto, la jurisprudencia constitucional ha considerado que la disposición mencionada le reconocía a todos los integrantes de las fuerzas militares, incluso a los soldados, el derecho a contabilizar para el cálculo de la pensión de vejez el tiempo destinado a dicha labor, desde el mismo momento del ingreso. La Ley 2 de 1945 fue derogada por la Ley 126 de 1959 y el Decreto Ley 2339 de 1971. Posteriormente, el Decreto Ley 2400 de 1968, en el artículo 24, dispuso: “Cuando un empleado del servicio civil es llamado a prestar el servicio militar obligatorio, sus condiciones como empleado en el momento de ser llamado a filas no sufrirán ninguna alteración, quedará exento de todas las obligaciones anexas al servicio civil y no tendrá derecho a recibir remuneración. Terminado el servicio militar será reintegrado a su empleo. Para efectos de cesantía y pensión de retiro no se considera interrumpido el trabajo de los empleados que sean llamados a prestar servicio militar obligatorio. (…)”.. El Decreto Ley 2400 de 1968 reglamentado por el Decreto 1950 de 1973, señaló en el artículo 101 que el tiempo de servicio militar debía ser tenido en cuenta para efectos de cesantía, pensión de jubilación o de vejez y prima de antigüedad. La Constitución Política de Colombia, en el artículo 216 consagra la obligación de los colombianos de tomar las armas cuando las necesidades públicas así lo exijan. Las condiciones eximentes de la prestación del servicio militar, así como sus prerrogativas, serán previstas por la ley. En desarrollo del mencionado mandato cons-

titucional, la Ley 48 de 1993 que regula el servicio de reclutamiento y movilización, en su artículo 40 reza: “Artículo 40. Todo colombiano que haya prestado el servicio militar obligatorio tendrá los siguientes derechos: a. En las entidades del Estado de cualquier orden el tiempo de servicio militar le será computado para efectos de cesantía, pensión de jubilación, de vejez y prima de antigüedad en los términos de la ley; (…)”. La sentencia T-063 de 2013 analizó el caso de una persona con más de setenta años de edad y con una pérdida de la capacidad laboral superior al 50%, a quien el ISS no le tenía en cuenta el tiempo correspondiente a la prestación del servicio militar obligatorio. En este caso, la Corte le ordenó a la accionada liquidar y pagar la pensión de vejez incluyendo las semanas correspondientes a la prestación del servicio militar obligatorio. Después de analizar las normas que establecen los beneficios para las personas que prestaron el servicio militar obligatorio concluyó que “desde el año de 1945 se estableció un régimen de carácter legal y reglamentario, en el que se reconoce la obligación de tener en cuenta el tiempo de prestación del servicio militar obligatorio para el cálculo de varias prestaciones sociales, entre ellas la pensión de vejez. Este régimen se mantuvo con la expedición de la Constitución Política de 1991, en la que se dispuso el deber del legislador de reconocer prerrogativas a quienes prestan dicho servicio y así se consagró en el artículo 40 de la Ley 48 de 1993.” A su vez, la sentencia T-510 de 2014 estudio el caso de un ciudadano que tenía una pérdida de la capacidad laboral del 56.75% y solicitaba a la entidad accionada el reconocimiento y pago de la pensión de invalidez teniendo en cuenta las cotizaciones realizadas durante la prestación del servicio militar obligatorio. Al respecto, dicha providencia aseveró que la Corte Constitucional había establecido que “no existe una razón objetiva para excluir a las pensiones que se someten al principio de cotización efectiva del reconocimiento del tiempo prestado en el servicio militar conforme al artículo 40 de la Ley 48 de 1993.” De igual manera, la sentencia T-739 de 2014, analizó una acción de tutela contra providencia judicial en la que concluyó que se vulneró el derecho al debido proceso del actor por defecto sustantivo, puesto que en la sentencia reprochada se pasó por alto la normatividad aplicable al caso, esto es, el artículo 40 de la Ley 48 de 1993, según la cual, todo colombiano que haya prestado el servicio militar obligatorio, tiene derecho a que este tiempo le sea computado para efectos de pensión de jubilación y vejez. La Corte sostuvo que “el beneficio en comento se traduce en el derecho de cualquier colombiano a que, habiendo prestado el servicio militar obligatorio y solicitado su derecho pensional ante una entidad pública, le sea tenido en cuenta ese tiempo como útil o válido para acceder a la pensión. Adicional a ello, esta Corte considera que en concordancia con el principio de favorabilidad, este beneficio se aplica, incluso, en los casos en los cuales la prestación del servicio militar se realizó con anterioridad a la entrada en vigencia de la norma. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia T-413 del 8 de agosto de 2016, exp. T-5.489.862, M.S. Dr. Alejandro Linares Cantillo).


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27 Demandas de inconstitucionalidad Condiciones argumentativas

La jurisprudencia constitucional, en específico aquella establecida con la sentencia C-1052 de 2001, ha fijado un precedente reiterado y estable acerca de las condiciones argumentativas mínimas que deben cumplir las demandas de constitucionalidad. Este precedente ha considerado que, debido a que la acción pública de inconstitucionalidad es expresión de la democracia participativa y pluralista, se requiere de condiciones argumentativas mínimas que permitan la discusión entre diversas posturas y que, a su vez, informen a la Corte sobre el contenido y alcance del problema jurídico constitucional que se somete a su decisión. Este ejercicio de deliberación, entonces, depende de que se esté ante un debate jurídico genuino, pues de lo contrario no podrá adoptarse una resolución de fondo por parte de la Sala. Sobre este particular, la jurisprudencia constitucional ha sostenido que “[p]ara que pueda trabarse un debate de esta naturaleza, es preciso que la demanda reúna unos contenidos indispensables, los cuales son precisamente aquellos contemplados por la disposición a la que antes se hizo referencia. Esta exigencia no puede entenderse como una limitación desproporcionada al ejercicio del ius postulandi sino, por el contrario, como una carga de necesario cumplimiento para que el procedimiento de control llegue a buen término, pues de lo que se trata es que el demandante cumpla con unos deberes mínimos de comunicación y argumentación que ilustren a la Corte sobre la disposición acusada, los preceptos constitucionales que resultan vulnerados, el concepto de dicha violación y la razón por la cual la Corte es competente para pronunciarse sobre la materia.” En este mismo sentido, la Corte ha enfatizado el vínculo entre los requisitos mínimos argumentativos y la participación democrática que precede a la acción pública de inconstitucionalidad. Sobre este particular, se ha considerado que la exigencia de tales requisitos no constituye una restricción al ciudadano de su derecho a “participar en la defensa de la supremacía de la Constitución, ‘sino que por el contrario, hace eficaz el diálogo entre el ciudadano, las autoridades estatales comprometidas en la expedición o aplicación de las normas demandadas y el juez competente para juzgarlas a la luz del Ordenamiento Superior. El objetivo de tales exigencias en la argumentación, no es otro que garantizar la autorrestricción judicial y un debate constitucional en el que el demandante y no el juez sea quien defina el ámbito del control constitucional.” La exigencia de dichos requisitos mínimos también opera, como se ha señalado, como un mecanismo de autorrestricción judicial. El control de constitucionalidad es, en el caso de la acción pública, de carácter rogado y, por ende, los cargos propuestos delimitan el ámbito de decisión de la Corte. Por lo tanto, esta Corporación está limitada para asumir nuevos asuntos que no han sido propuestos por el demandante o, menos aún, puede construir acusaciones nuevas. En términos simples, la Corte tiene vedado suplir la acción del demandante, bien sea en el perfeccionamiento de una argumentación deficiente o en la formulación de nuevos cargos de inconstitucionalidad, no contenidos en el líbelo.

De la misma forma, la previsión de los requisitos argumentativos de la demanda de constitucionalidad está vinculada con la vigencia del principio de separación de poderes, el sistema de frenos y contrapesos, y la presunción de constitucionalidad de las leyes. En la medida en que las leyes son productos de la actividad democrática deliberativa del Congreso, están amparadas por la presunción de ser compatibles con la Constitución. Esta presunción solo puede ser derrotada a través del ejercicio del control de constitucionalidad que, en el caso de aquellas normas susceptibles de la acción pública, supone la existencia de una acusación concreta que demuestre la oposición entre el precepto legal y la Carta Política. Esta condición exige, por ejemplo, que el cargo cuente con condiciones de certeza y especificidad. Así, la Corte ha señalado que la certeza de los argumentos del cargo de inconstitucionalidad “no radica en la lectura de la disposición que se considere contradice la Constitución, sino en la precisión de los hechos que desconocen lo preceptuado por la norma parámetro, razón por la cual existe una carga de diligencia del accionante que quiere controvertir la validez de la ley, en el sentido de demostrar sin lugar a duda alguna la veracidad de los hechos que sustentan sus afirmaciones. Cuando falta certeza respecto de algún hecho debe privilegiarse la validez de la ley elaborada por el Congreso de la República -indubio pro legislatoris-, pues es la que resulta acorde con la presunción de constitucionalidad que se predica de la misma”. Esta exigencia, más que una carga injustificada al demandante, delimita el ámbito de acción de la Corte y, en consecuencia, evita que el control de constitucionalidad se torne en una intrusión injustificada en el ejercicio general de la competencia de producción legislativa, al menos en aquellos escenarios de escrutinio judicial distintos al control previo, automático y oficioso. El control de constitucionalidad reside en la tensión entre democracia y su índole contramayoritaria, lo que obliga a que tenga un carácter eminentemente restringido. Esa limitación la otorga, entre otros elementos, la definición específica y por parte del demandante de los cargos de constitucionalidad. La jurisprudencia constitucional ha definido estos requisitos, en cualquier caso, como condiciones esenciales, proporcionadas con el carácter público de la acción de inconstitucionalidad. No suponen en modo alguno la adopción de una técnica específica, sino simplemente unos requerimientos argumentativos indispensables para que pueda evidenciarse una acusación jurídico constitucional objetiva y verificable. La jurisprudencia constitucional ha construido reglas suficientemente definidas sobre las condiciones de claridad, certeza, especificidad, pertinencia y suficiencia que deben cumplir las razones que fundamentan el cargo de constitucionalidad. 1. La claridad de un cargo se predica cuando la demanda contiene una coherencia argumentativa tal que permite a la Corte identificar con nitidez el contenido de la censura y su justificación. Aunque como se ha indicado, debido al carácter público de la acción de inconstitucionalidad no resulta exigible la adopción de una técnica espe-

cífica, como sí sucede en otros procedimientos judiciales, no por ello el demandante se encuentra relevado de presentar las razones que sustentan los cargos propuestos de modo tal que sean plenamente comprensibles. 2. La certeza de los argumentos de inconstitucionalidad hace referencia a que los cargos se dirijan contra una proposición normativa efectivamente contenida en la disposición acusada y no sobre una distinta, inferida por el demandante, implícita o que hace parte de normas que no fueron objeto de demanda. Lo que exige este requisito, entonces, es que el cargo de inconstitucionalidad cuestione un contenido legal verificable a partir de la interpretación del texto acusado. 3. El requisito de especificidad resulta acreditado cuando la demanda contiene al menos un cargo concreto, de naturaleza constitucional, en contra de las normas que se advierten contrarias a la Carta Política. Este requisito refiere, en estas condiciones, a que los argumentos expuestos por el demandante sean precisos, ello en el entendido que “el juicio de constitucionalidad se fundamenta en la necesidad de establecer si realmente existe una oposición objetiva y verificable entre el contenido de la ley y el texto de la Constitución Política, resultando inadmisible que se deba resolver sobre su inexequibilidad a partir de argumentos “vagos, indeterminados, indirectos, abstractos y globales” que no se relacionan concreta y directamente con las disposiciones que se acusan. Sin duda, esta omisión de concretar la acusación impide que se desarrolle la discusión propia del juicio de constitucionalidad” 4. Las razones que sustentan el concepto de la violación son pertinentes en tanto estén construidas con base en argumentos de índole constitucional, esto es, fundados “en la apreciación del contenido de una norma Superior que se expone y se enfrenta al precepto demandado”. En ese sentido, cargos que se sustenten en simples consideraciones legales o doctrinarias; la interpretación subjetiva de las normas acusadas por parte del demandante y a partir de su aplicación en un problema particular y concreto; o el análisis sobre la conveniencia de las disposiciones consideradas inconstitucionales, entre otras censuras, incumplen con el requisito de pertinencia del cargo de inconstitucionalidad. 5. Por último, la condición de suficiencia ha sido definida por la jurisprudencia como la necesidad que las razones de inconstitucionalidad guarden relación “en primer lugar, con la exposición de todos los elementos de juicio (argumentativos y probatorios) necesarios para iniciar el estudio de constitucionalidad respecto del precepto objeto de reproche; (…) Por otra parte, la suficiencia del razonamiento apela directamente al alcance persuasivo de la demanda, esto es, a la presentación de argumentos que, aunque no logren prime facie convencer al magistrado de que la norma es contraria a la Constitución, si despiertan una duda mínima sobre la constitucionalidad de la norma impugnada, de tal manera que inicia realmente un proceso dirigido a desvirtuar la presunción de constitucionalidad que ampara a toda norma legal y hace necesario un pronunciamiento por parte de la Corte Constitucional”. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-585 del 26 de octubre de 2016, M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva).


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28 Indagaciones preliminares adelantas por la Contraloría General de la República Valor probatorio ante la Fiscalía

El artículo 271 de la Constitución Política consagra una cláusula procesal específica que establece, expresamente, que “[l]os resultados de las indagaciones preliminares adelantadas por la Contraloría tendrán valor probatorio ante la Fiscalía General de la Nación y el juez competente”. Esta norma, de carácter superior, tuvo su origen en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, oportunidad en la que, inicialmente, a la par que se concibió la idea de crear una jurisdicción especial para la investigación y juzgamiento de los delitos contra el patrimonio del Estado -de carácter imprescriptible-, se pretendió que “las investigaciones y tareas fiscalizadoras de la Contraloría se consideraran en (sic) plena prueba en los procesos penales vinculados a las infracciones del gasto público”. La primera de tales aspiraciones normativas no llegó a feliz término, por respeto al principio de igualdad ante la ley -entre los perseguidos por infracciones contra el patrimonio público y los investigados por cualquier otro injusto- y debido a que se advirtió la incoherencia resultante de que la plenaria hubiera aprobado previamente la creación de la Fiscalía General de la Nación, como órgano encargado de la persecución penal de todas las conductas punibles -salvo las de naturaleza castrense-. La segunda, por su parte, cuya consagración constitucional había encontrado obstáculos en la comisión redactora, porque a ese cuerpo colegiado le pareció “redundante” que las pruebas practicadas por la Contraloría pudieran tener mérito probatorio ante la jurisdicción especializada por crear, finalmente fue aprobada con algunas modificaciones. Es así como, tras precisar que era menos “complicado” aludir a “los resultados de la investigación de la Contraloría” y no a “las investigaciones y tareas fiscalizadoras de la Contraloría” y cambiar la expresión “plena prueba” por la de “valor probatorio”, se aclaró que los aludidos resultados tendrían mérito suasorio ante la Fiscalía General de la Nación. La siguiente fue la redacción preliminar de la disposición: Artículo quinto, la ley establecerá una jurisdicción penal especializada en el juzgamiento de los delitos, cometidos contra el patrimonio del Estado, los resultados de las indagaciones preliminares adelantadas por la Contraloría tendrán valor probatorio ante la Fiscalía General de la Nación. Finalmente, luego de abandonar la idea de la creación de la mentada jurisdicción penal especializada, al fragmento normativo restante, que iría a constituir el definitivo, consagrado en el artículo 271 Superior, solo se agregó que esos resultados no solo deberían tener valor probatorio ante la Fiscalía sino también ante el juez competente. Lo anterior significa que, el constituyente de 1991 le confirió a las conclusiones de las investigaciones preliminares adelantadas por el órgano de control fiscal, el alcance de medio probatorio, de tal forma que, por disposición constitucional, los funcionarios judiciales están obligados a evaluarlas de igual manera que lo harían en torno a cualquiera de los instrumentos de prueba, descritos en el artículo 233 del Estatuto Adjetivo Penal de 2000 -canon 382 de la Ley 906 de 2004-, a efecto de acreditar los elementos constitutivos de la conducta punible, la responsabilidad del procesado, las causales de agravación y atenuación punitiva, las que excluyen la responsabilidad y la naturaleza y cuantía de los perjuicios. Nótese cómo el querer del constituyente estuvo marcado por la intención de dotar de una espe-

cial connotación probatoria a las conclusiones de las investigaciones de la Contraloría, de tal suerte que sirvieran de bastión cognoscitivo a los funcionarios encargados de adelantar la instrucción y el juzgamiento ordinario penal. En efecto, dada la indiscutible especificidad de las pesquisas obtenidas por el órgano contralor durante la etapa de indagación preliminar a la hora de detectar irregularidades en la gestión fiscal que pudieren comprometer el patrimonio público y el valor suasorio concreto que el referido canon 271 Superior le confirió a los resultados obtenidos en esa labor investigativa, se debe concluir, fundadamente, que ellos están en capacidad de verter al proceso penal, junto con los medios de prueba recaudados por el órgano investigador tendientes a ratificar esa información del ente contralor, el sustento suasorio indispensable para emitir fallo condenatorio. Recuérdese que, en el ámbito del control fiscal, la indagación preliminar procede cuando no existe certeza del hecho y, consecuente con ello, la apertura del diligenciamiento formal por parte de la Contraloría está condicionada a que los resultados de dicha investigación permitan verificar la competencia del órgano fiscalizador, la ocurrencia de la conducta y su afectación al patrimonio estatal, la entidad afectada y los servidores públicos y/o particulares que hayan causado el detrimento o intervenido o contribuido a él (artículo 39 de la Ley 610 de 2000, “por la cual se establece el trámite de los procesos de responsabilidad fiscal de competencia de las contralorías”). Así las cosas, las impresiones de las indagaciones preliminares del ente de control fiscal, que dan cuenta de conductas aflictivas del erario público, no solo sirven para continuar con el juicio fiscal a cargo de esa entidad sino como fundamento suasorio autónomo de orden constitucional en la causa penal. En punto del carácter probatorio de dichas conclusiones del ente de control fiscal diverso al de los informes de policía judicial, en pretérita oportunidad la Sala resaltó (CSJ AP2812-2015): Empero, cuando el demandante sostiene que sin el informe en cuestión las pesquisas de la Fiscalía hubiesen quedado apenas en su fase germinal, pues, “solo” contaba con el informe de la Contraloría sobre “simples irregularidades contractuales”, desconoce abiertamente el contenido y efectos probatorios específicos del trabajo de auditoría realizado por la Contraloría, cuyos resultados dieron origen a la denuncia penal. Pero, además, ignora la esencia jurídica y material del medio en cuestión -informe de Contraloría-, para superlativizar un informe de Policía Judicial que, finalmente, no hace más que reiterar lo consignado en aquel, y minimizar las otras pruebas -de carácter testimonial-, que corroboran el hecho objetivo de incumplimiento del contrato. A este efecto, resulta bastante infortunado hermanar el informe de policía judicial con aquel expedido por la Contraloría, bajo el supuesto argumental que, como la Contraloría ejerce funciones de policía judicial, corre la misma suerte de lo consignado en el artículo 314 de la Ley 600 de 2000, en cuanto contempla que las actividades previas a la judicialización del caso, realizadas por la policía judicial: “sólo podrán servir como criterios orientadores de la investigación”, Pasa por alto el recurrente, que lo adelantado por la Contraloría en la alcaldía, a efectos de auditar los contratos, no corresponde a las tareas de policía judicial que defiere a esa institución el numeral 1 del artículo 312 de la Ley 600 de

2000 (por lo demás, específicamente limitadas a “asuntos de su competencia”), sino a la vigilancia de la gestión fiscal de la administración, que expresamente le atribuye el artículo 267 de la Carta Política. Precisamente, el artículo 271 de la Constitución Política colombiana, otorga valor probatorio a esos informes, cuando especifica: “los resultados de las indagaciones preliminares adelantadas por la Contraloría tendrán valor probatorio ante la Fiscalía General de la Nación y el juez competente” Ya la Corte, así mismo, se pronunció sobre el valor probatorio de dichos informes, sin que el demandante exponga algún argumento que permita verificar por qué en el caso examinado los documentos en cuestión se apartan de la norma constitucional citada. Examinado el contenido del informe trasladado por la Contraloría Departamental de Cundinamarca a la justicia penal, se concluye indubitable que del mismo no se desprenden, como lo pretende hacer ver el impugnante “simples irregularidades contractuales”. Huelga señalar que si la Contraloría decidió dar traslado del hallazgo de auditoría a la Fiscalía, es porque precisamente advierte la comisión de conductas punibles. No cabe duda, pues, del valor probatorio autónomo y eficiente de los informes preliminares de la Contraloría en materia penal; pero, ello no los convierte en plena prueba del acontecer delictivo, aspecto éste suficientemente discernido por los creadores del artículo 271 Superior, quienes modificaron el proyecto constitucional, justamente, para quitarle tal connotación y conferirle solamente la de instrumento cognoscitivo. De esta manera, lo deseable es que las conclusiones que, de forma preliminar, obtenga el ente de control fiscal, sean corroboradas por otros medios de prueba, que permitan dilucidar la materialidad de la conducta punible y la responsabilidad del encausado en la misma, para lo cual, se ofrece relevante recaudar, en lo posible, el expediente administrativo correspondiente y conocer el resultado final de la investigación del órgano contralor consignado en el fallo con o sin responsabilidad fiscal o por lo menos en el auto de imputación de responsabilidad fiscal. Y es que avalar que los resultados de una indagación preliminar de la Contraloría, pueda servir de plena y única prueba de la materialidad de la conducta punible y de la participación del encausado en el mismo, supondría llegar al absurdo de admitir que ante la mera probabilidad de compromiso de un funcionario o particular -gestor o custodio de recursos estatales- en el detrimento patrimonial de los bienes públicos, advertida apenas, entonces, como una hipótesis por parte del aludido ente de control, sea posible que, sin recaudar otros medios de prueba durante la investigación y juzgamiento por parte de la jurisdicción ordinaria penal, tendientes a corroborar si el injusto existió y si el presunto responsable la ejecutó, se llegue a la imposición de condena penal. Lo anterior, implicaría admitir que basta con la sola incriminación preliminar de la Contraloría para entender debidamente acreditado el delito y su responsable. Razonar como lo propone el libelista, conllevaría, por ende, a un nítido desconocimiento del derecho al debido proceso, a la infracción del principio de presunción de inocencia y, sobre todo, al debilitamiento de la autonomía reconocida legal y jurisprudencialmente a los dos modelos sancionatorios: penal y fiscal. Recuérdese que, el parágrafo 1º del artículo 4º de la Ley 610 de 2000, establece que “la respon-


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sabilidad fiscal es autónoma e independiente y se entiende sin perjuicio de cualquier otra clase de responsabilidad”. En similar sentido, la Corte ha razonado que las “tareas que cumple la Contraloría se ejercen con absoluta independencia de las acciones penales y disciplinarias que pudieren surgir de las actuaciones y omisiones de los servidores públicos. Por ello, no necesariamente deben converger en el mismo sentido los resultados de los procesos que adelante cada autoridad competente, dentro del ámbito de sus funciones.” (CSJ AP, 23 ene. 2001, rad. 17.089). Además, si las conclusiones del informe preliminar bastaran, a manera de plena prueba, para afirmar la responsabilidad penal del inculpado, el juez penal quedaría convertido en un simple fedatario de las estimaciones esgrimidas por el ente de control fiscal -incluso en su fase más primige-

nia-, lo cual tornaría inane o superfluo el inicio de cualquier investigación penal porque con antelación ya se conocería su resultado, obligatoriamente condenatorio, así como banal cualquier esfuerzo defensivo por rebatirlas. De otro lado, es importante precisar que, contrario a lo estimado por las instancias y por el demandante, por más que dichas conclusiones preliminares de la Contraloría, dada la especialidad de la materia investigada, tengan un alto contenido técnico, no gozan del carácter de prueba pericial y, por ende, no están sometidas a las ritualidades propias del título VI, capítulo III, artículos 249 a 258 de la Ley 600 de 2000. En efecto, como se esgrimió atrás, los resultados de las indagaciones preliminares del ente de control fiscal, son prueba autónoma de carácter constitucional en los supuestos de detrimentos patrimoniales del Estado. (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, sentencia SP-13790 del 5 de octubre de 2016, Rad. 41.781, M.S. Dr. Eyder Patiño Cabrera).

Indemnización moratoria

Por no pago de salarios, prestaciones e indemnizaciones

La absolución de la indemnización moratoria, cuando se discute la existencia de un contrato de trabajo, no depende del desconocimiento del mismo por la parte convocada a juicio al dar contestación al escrito inaugural del proceso, negación que incluso puede ser corroborada con la prueba de los respectivos contratos. Ni la condena de esta sanción pende exclusivamente de la declaración de su existencia que efectúe el juzgador en la sentencia que ponga fin a la instancia. Lo anterior porque en ambos casos, se requiere de un riguroso examen de la conducta del empleador, a la luz de la valoración probatoria sobre las circunstancias que efectivamente rodearon el desarrollo del vínculo, a fin de poder definir si la postura de éste resulta o no fundada, y su proceder de buena o mala fe. De suerte que la buena o mala fe fluye, en estricto rigor, de otros tantos aspectos que giran alrededor de la conducta del empleador que asumió en su condición de deudor obligado; vale decir, además de declarar la existencia de un contrato de trabajo, el fallador debe contemplar las pruebas pertinentes para auscultar dentro de ellas, la presencia de los argumentos valederos que sirvan para abstenerse o no de imponer la sanción. Es que si el juzgador condena al pago de la indemnización moratoria únicamente sobre la base de la señalada declaratoria de existencia de un contrato laboral o simplemente por el no pago de salarios o prestaciones sociales, o para el sector oficial también por la no cancelación de una indemnización, sin más miramientos y análisis, como sucedió en el asunto bajo examen que el Tribunal parte del supuesto normativo que esa sanción se aplica de manera “automática e inflexible” haciendo presumir la mala fe, crea una regla general equivocada, por la potísima razón de que aplica la norma de manera automática o maquinal, cuando su deber, conforme a la ley, estriba, se reitera, en realizar un estudio serio en torno a la conducta asumida por el deudor, esto es, en relación a los actos y comportamientos del empleador moroso que permitan descalificar o no su proceder. En cuanto a la manera como los juzgadores deben apreciar la conducta del empleador, de cara a la imposición de la sanción por mora y a la inexistencia de parámetros o reglas absolutos, esta Corporación en sentencia de la CSJ SL ,13 abr. 2005, rad. 24397, explicó: deben los jueces valorar ante todo la conducta asumida por el empleador que no satisface a la extinción del vínculo laboral las obligaciones a su cargo, valoración que debe hacerse desde luego con los medios probatorios específicos del proceso que se examina...”, como lo dejó sentado en la sentencia del 15 de julio de 1994, radicación 6658. “Así, pues, en materia de la indemnización moratoria no hay reglas absolutas que fatal u objetivamente determinen cuando un empleador es de buena o de mala fe. Sólo el análisis particular de cada caso en concreto y sobre las pruebas allegadas en forma regular y oportuna, podrá esclarecer lo uno o lo otro. En ese sentido se pronunció igualmente la Corporación en providencia del 30 de mayo de 1994, con radicación 6666, en la cual dejó consignado que: ‘Los jueces laborales deben entonces valorar en cada caso, sin esquemas preestablecidos, la conducta del empleador renuente al pago de los salarios y prestaciones debidos a la terminación del vínculo laboral, para deducir si existen motivos serios y atendibles que lo exoneren de la sanción moratoria...’. De ahí que el juez de alzada, al concluir que por la circunstancia de la declaratoria de la existencia de una relación laboral y el no pago de acreencias laborales, era suficiente para condenar al I.S.S. a la sanción moratoria prevista en el artículo 1° del D. 797 de 1949, desvió la verdadera inteligencia que le corresponde a este precepto legal aplicable al asunto sometido a escrutinio de la Corte, si se tiene en consideración la correcta interpretación de tal norma conforme a su genuino y cabal sentido, que se desprende de lo asentado y de las enseñanzas jurisprudenciales que se acaban de transcribir. Pero también la Colegiatura se equivocó al concluir que “máxime cuando dentro de las normas que consagran derechos laborales a favor de los trabajadores oficiales se encuentra establecida la indemnización moratoria sin otro miramiento que el no pago de las respectivas acreencias, que

en el caso de autos brillan por su ausencia”, porque pese a efectuar otras consideraciones, terminó aplicando de manera automática la norma bajo estudio, que conduce inevitablemente a tener también por mal apreciada la prueba documental denunciada, ello únicamente frente a la súplica de la indemnización moratoria. Por último, debe decirse, que el Tribunal igualmente erró al inferir que la “mala fe se presume” de cara a la imposición de la indemnización moratoria, pues está posición doctrinal se revaluó, tal como se dejó sentado en la sentencia de la CSJ SL, 21 sep. 2010, rad. 32416, en la que se puntualizó: Por lo demás, cabe anotar que si bien es cierto en algún momento del desarrollo de su jurisprudencia esta Sala de la Corte consideró que, de cara a la imposición de la sanción por mora en el empleador incumplido existía una presunción de mala fe, ese discernimiento no es el que en la actualidad orienta sus decisiones, porque, pese a que mantiene su inveterado y pacífico criterio sobre la carga del empleador para exonerarse de la sanción por mora, de probar que su conducta o misiva en el pago de salarios y prestaciones sociales al terminar el contrato estuvo asistida de buena fe, considera que ello en modo alguno supone la existencia de una presunción de mala fe, porque de las normas que regulan la señalada sanción moratoria no es dable extraer una presunción concebida en tales términos, postura que, ha dicho, se acompasa con el artículo 83 de la Carta Política. Así en la sentencia del 7 de julio de 2009, radicación 36821, la Corte precisó lo que a continuación se trascribe: “La indemnización moratoria -consagrada en el artículo 65 del Código Sustantivo del Trabajo, par a el caso de los trabajadores particulares; y en el 1 del Decreto 797 de 1949, para el de los trabajadores oficiales -es una figura jurídico -labor al que ha merecido el discernimiento reflexivo y crítico de la jurisprudencia del trabajo y de la seguridad social, que ha decantado su doctrina en torno a las sendas que deben seguirse para el combate de la sentencia que la haya impuesto o dejado de imponer en un caso determinado, al igual que las modalidades de violación que deben emplearse. “En ese sentido, esta Sala de la Corte, al acoger el criterio jurisprudencial expuesto desde el Tribunal Supremo del Trabajo, que ha devenido sólido, por sus notas de pacífico, reiterado y un informe, h a precisado que la sanción moratoria no es una respuesta judicial automática frente al hecho objetivo de que el empleador, al terminar el contrato de trabajo, no cubra al trabajador los salarios, prestaciones sociales e indemnizaciones (estas últimas, sólo en la hipótesis de los trabajado res oficiales) que le adeuda. “Es decir, la sola deuda de tales conceptos no abre paso a la imposición judicial de la carga moratoria. Es deber ineludible del juez estudiar el material probatorio de autos, en el horizonte de establecer si en el proceso obra prueba de circunstancias que revelen buena fe en el comportamiento del empleador de no pagarlos. “El recto entendimiento de las normas legales consagratorias de la indemnización moratoria enseña que su aplicación no es mecánica axiomática, sino que debe estar precedida de una indagación de la conducta del deudor. “Sólo como f ruto de esa labor de exploración de tal comportamiento, le es dable al juez fulminar o no condena contra el empleador. Si tal análisis de muestra que éste tuvo razones serias y atendibles, que le generaron el convencimiento sincero y honesto de no deber, o que justifiquen su incumplimiento, el administrador de justicia lo exonerará de la carga moratoria, desde luego que la buena f e no puede merecer una sanción, en tanto que, como paradigma de la vida en sociedad, informa y guía el obrar de los hombres. “De suerte que la indemnización moratoria procede cuando, después del examen del material probatorio, el juez concluye que el empleador no estuvo asistido de buena fe. (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Laboral, sentencia SL-11436 del 29 de junio de 2016, rad. 45536, M.S. Dr. Gerardo Botero Zuluaga).


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FACET JURÍDIC

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Sistema de seguridad social en salud

Responsabilidad por daños ocasionados a los usuarios

1. Naturaleza En la responsabilidad civil que surge de los daños ocasionados a los usuarios del sistema de seguridad social en salud, el objeto, fundamento y características del servicio de salud; la afiliación al sistema; la forma de pago y monto de las cotizaciones; el régimen de beneficios; las garantías y deberes de los usuarios; los deberes de los empleadores; la dirección, administración y financiación del sistema; su organización, control y vigilancia; y, en fin, todo lo concerniente a las obligaciones y derechos de los integrantes del sistema, sean prestadores o usuarios, está regulado por el Título II (artículos 152 y siguientes) de la Ley 100 de 1993 y disposiciones modificatorias y complementarias. Poco queda a la iniciativa privada de las partes, salvo la posibilidad de escoger la entidad promotora de salud a la que tienen que afiliarse, así como la de acudir a la institución prestadora de su preferencia cuando ello es posible según las condiciones de oferta de servicios (artículo 153-4, ejusdem). El artículo 153-2 de la Ley 100 consagra la obligación para todos los habitantes del país de afiliarse al sistema general de seguridad social en salud, por lo que todo empleador tiene la obligación de afiliar a sus trabajadores al sistema. De igual manera, los trabajadores independientes o contratistas están obligados a cotizar al régimen contributivo en salud. A su turno, el artículo 157 ejusdem establece los tipos de participantes en el sistema de salud, siendo éstos los afiliados mediante el régimen contributivo, los afiliados mediante el régimen subsidiado, y los participantes sin capacidad de pago que están vinculados en forma temporal mientras logran afiliarse al régimen subsidiado. Por su parte, el artículo 183 de ese estatuto prohíbe a las entidades promotoras de salud terminar en forma unilateral la “relación contractual” con sus afiliados o negar la afiliación a quien desee ingresar al régimen. No solo la afiliación es un acto obligatorio para la población con capacidad de pago y para las EPS, sino que el monto y forma de hacer las cotizaciones también lo son, en la medida que están preestablecidos por la ley y sobre tales aspectos no existe ningún poder de negociación. De igual modo, el régimen de beneficios es inmodificable por el querer de las partes, de suerte que es muy poco lo que queda al arbitrio de la voluntad. La afiliación se produce por una sola vez, sin que ese acto esté sujeto a negociaciones o acuerdos de ninguna especie, y a partir de ese momento los participantes del sistema no pierden tal calidad, siendo beneficiarios de todas las prestaciones asistenciales consagradas en la ley, por lo que el vínculo legal que surge del sistema de seguridad social en salud comporta una relación legal permanente. Esta relación jurídica -se reitera- se establece por una sola vez y para siempre entre el usuario y el sistema de seguridad social en salud, mas no con una empresa o entidad específica. Como participantes del sistema de seguridad social en salud, las personas esperan una eficiente prestación del servicio que pagan mensualmente mediante un aporte económico individual o familiar financiado directamente por el afiliado, o en concurrencia entre éste y su empleador; o bien a través de una cotización subsidiada total o parcialmente con recursos fiscales o de solidaridad. En su condición de clientes del sistema, los pacientes se presentan ante las instituciones prestadoras del servicio de salud en calidad de usuarios del servicio público de salud que administran y promueven las entidades de la seguridad social, por lo que el vínculo jurídico que surge entre los usuarios y el sistema de salud entraña una relación especial de origen legal y reglamentario.

2. La imputación del daño a las empresas promotoras de salud, a las instituciones prestadoras del servicio y a sus agentes. Se ha afirmado líneas arriba que la atribución de un daño a un sujeto como obra suya va más allá del concepto de causalidad física y se inserta en un contexto de imputación en virtud de la identificación de los deberes de acción que el ordenamiento impone a las personas. Uno de esos deberes es el que la Ley 100 de 1993 les asigna a las empresas promotoras de salud, cuya “función básica será organizar y garantizar, directa o indirectamente, la prestación del plan de salud obligatorio a los afiliados (…)”. (Art. 177). Además de las funciones señaladas en esa y en otras disposiciones, las eps tienen como principal misión organizar y garantizar la atención de calidad del servicio de salud de los usuarios, por lo que los daños que éstos sufran con ocasión de la prestación de ese servicio les son imputables a aquéllas como suyos, independientemente del posterior juicio de reproche culpabilístico que llegue a realizar el juez y en el que se definirá finalmente su responsabilidad civil. Luego de quedar probado en un proceso que el daño sufrido por el paciente se originó en los servicios prestados por la eps a la que se encuentra afiliado, es posible atribuir tal perjuicio a la empresa promotora de salud como obra suya, debiendo responder patrimonialmente si confluyen en su cuenta los demás elementos de la responsabilidad civil. Por supuesto que si se prueba que el perjuicio se produjo por fuera del marco funcional que la ley impone a la empresa promotora, quedará desvirtuado el juicio de atribución del hecho a la eps, lo que podría ocurrir, por ejemplo, si la atención brindada al cliente fue por cuenta de otra eps o por cuenta de servicios particulares; si la lesión a la integridad personal del paciente no es atribuible al quebrantamiento del deber de acción que la ley impone a la empresa sino a otra razón determinante; o, en fin, si se demuestra que el daño fue el resultado de una causa extraña o de la conducta exclusiva de la víctima. De igual modo, el artículo 185 de la Ley 100 de 1993 establece que “son funciones de las instituciones prestadoras de servicios de salud prestar los servicios en su nivel de atención correspondiente a los afiliados y beneficiarios dentro de los parámetros y principios señalados en la presente ley”. La función que la ley asigna a las ips las convierte en guardianas de la atención que prestan a sus clientes, por lo que habrán de responder de manera solidaria si se demuestran en el proceso los demás elementos de la responsabilidad a su cargo, toda vez que las normas del sistema de seguridad social les imponen ese deber de prestación del servicio. El juicio de imputación del hecho como obra de las instituciones prestadoras del servicio de salud quedará desvirtuado si se prueba que el daño no se produjo por el quebrantamiento de los deberes legales de actuación de la ips, sino a otra razón, como por ejemplo a una deficiencia organizativa, administrativa o presupuestal de la eps; a la conducta de uno o varios agentes particulares por fuera del marco funcional de la ips; o, en fin, a la intervención jurídicamente relevante de un tercero, de la propia víctima o a un caso fortuito. La atención médica de hoy en día requiere habitualmente que los pacientes sean atendidos por varios médicos y especialistas en distintas áreas, incluyendo atención primaria, ambulatoria especializada, de urgencias, quirúrgica, cuidados intensivos y rehabilitación. Los usuarios de la salud se mueven regularmente entre áreas

de diagnóstico y tratamiento que pueden incluir varios turnos de personas por día, por lo que el número de agentes que están a cargo de su atención puede ser sorprendentemente alto. Todas esas personas podrían tener un influjo decisivo en el desenvolvimiento causal del resultado lesivo; sin embargo, para el derecho civil no es necesario, ni posible, ni útil realizar un cálculo matemático del porcentaje de intervención de cada elemento de la organización en la producción física del evento adverso. Para atribuir la autoría a los miembros particulares, basta con seleccionar las operaciones que el juez considera significativas o relevantes para endilgar el resultado a uno o varios miembros de la organización, tal como se dijo en páginas precedentes (punto 3.2). De manera que para imputar responsabilidad a los agentes singulares de la organización, el juez habrá de tomar en cuenta sólo aquellas acciones, omisiones o procesos individuales que según su marco valorativo incidieron de manera preponderante en el daño sufrido por el usuario y cargarlos a la cuenta de aquellos sujetos que tuvieron control o dominio en la producción del mismo. De este modo se atribuye el hecho dañoso a un agente determinado, quien responderá en forma solidaria con la eps y la ips, siempre que confluyan en ellos todos los elementos de la responsabilidad civil. El agente médico singular se exonerará del juicio de imputación del hecho como suyo siempre que se demuestre en el proceso que no tenía un deber de cuidado en la atención que brindó al paciente, lo que ocurre, por ejemplo, cuando su intervención no fue jurídicamente relevante o estuvo amparada en una causal de justificación de su conducta; cuando el daño se debió al quebrantamiento de una obligación de acción de la eps o de la ips y no a la desatención del deber personal de actuar; o cuando no intervino de ninguna manera ni tenía el deber jurídico de hacerlo. Así, por ejemplo, si se demuestra en el proceso que el evento adverso se produjo por falencias organizacionales; errores de coordinación administrativa; políticas empresariales que limitan al médico en la utilización del tiempo que requiere para brindar una atención de calidad al usuario; o restringen su autonomía para prescribir los procedimientos, medicamentos o tratamientos que se requieren para la recuperación de la salud del usuario, tales como exámenes de laboratorio, imágenes diagnósticas o ecografías, tomografías axiales computarizadas, etc., o cualquier otra razón atribuible a las empresas promotoras o a las instituciones prestadoras del servicio de salud, entonces los agentes médicos quedarán exonerados de responsabilidad porque el daño ocasionado al cliente del sistema de salud no podrá considerarse como obra suya sino de la estructura organizacional. 3. La diligencia y cuidado de las instituciones prestadoras del servicio de salud y sus agentes. La atribución de un hecho lesivo a un agente u organización como suyo es necesario pero no suficiente para endilgar responsabilidad civil, como se ha explicado extensamente con anterioridad. Para esto es preciso, además, que el daño sea el resultado de una conducta jurídicamente reprochable en términos culpabilísticos. La prudencia en el ámbito de la prestación del servicio de salud es el término medio en las acciones y operaciones profesionales, es no obrar por exceso ni por defecto según los estándares aceptados en los procedimientos y la práctica científica de una época y lugar determinados. De igual modo se ha explicado que para la atribución de responsabilidad organizacional no basta con analizar la conducta aislada de los elementos del sistema, sino que debe valorarse el nivel organizativo como un todo.


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FACET JURÍDIC

La culpa de la persona jurídica se establece en el marco de una unidad de acción selectivamente relevante que tiene en cuenta los flujos de la comunicación entre los miembros del sistema. Por ello, el juicio de reproche ha de tomar en consideración, además de las acciones y omisiones organizativas, las fallas de comunicación del equipo de salud que originan eventos adversos cuando tales falencias podían preverse y fueron el resultado de la infracción de deberes objetivos de cuidado. Según los estándares aceptados en la práctica profesional de la salud, los problemas de comunicación entre los proveedores de atención médica y entre ellos y sus pacientes afectan seriamente el desenvolvimiento de la atención y son una de las principales causas de responsabilidad por negligencia médica. (Fabián Vítolo, Problemas de comunicación en el equipo de salud, Biblioteca virtual Noble, 2011). De acuerdo a la literatura especializada en el tema de calidad total de los servicios de salud, el quiebre en la comunicación genera más daños de gravedad a los usuarios que otros factores de riesgo como la pobre capacitación técnica de los agentes de salud, la insuficiente evaluación del paciente y la falta de personal necesario para cumplir las tareas. (Ibid). Los cortocircuitos en la comunicación durante el proceso de atención pueden presentarse en los pases o remisiones del paciente de un profesional a otro; cuando se imparten órdenes; cuando se transfiere responsabilidad entre efectores; cuando se prescriben las fórmulas médicas; cuando el paciente es dado de alta; cuando se dan indicaciones a sus familiares (o se omiten) sobre los cuidados y tratamientos que han de realizarse en el hogar; etc., en cuyos casos es posible que el profesional brinde al paciente una atención inmediata adecuada para su dolencia y, sin embargo, ocasione errores de comunicación que repercuten en eventos adversos por quebrantar las normas y estándares sobre el correcto manejo de la información. El numeral 9º del artículo 153 de la Ley 100 de 1993 consagra entre las normas rectoras del servicio público de salud la garantía a los usuarios de una atención de calidad, oportuna, personalizada, humanizada, integral y continua de acuerdo a los estándares profesionales. Y para lograr una atención segura y de calidad es imprescindible la capacidad de la organización para transmitir información a otros prestadores, entre su personal, y entre éstos y los pacientes y sus familiares. La atención de calidad, oportuna, humanizada, continua, integral y personalizada hace parte de lo que la literatura médica denomina “cultura de seguridad del paciente”, que por estar suficientemente admitida como factor asociado a la salud del usuario y por ser un mandato impuesto por la Ley 100 de 1993, es de imperiosa observancia y acatamiento por parte de las empresas promotoras e instituciones prestadoras del servicio de salud, por lo que su infracción lleva implícita la culpa de la organización cuando tal omisión tiene la virtualidad de repercutir en los eventos adversos. Según los expertos en la materia, existe una cultura de seguridad “cuando hay un esfuerzo organizacional centrado en salvaguardar el bienestar de los pacientes, que cuenta con el compromiso del personal y la jefatura. Todos los involucrados asumen la responsabilidad de la seguridad del paciente y su familia, y el personal de salud se siente seguro al comunicar instancias que comprometen el cuidado de un paciente o la ocurrencia de situaciones adversas”. (Barbara Soule. Seguridad del paciente). Para poder realizar un trabajo eficaz, óptimo y conforme a los estándares de la ciencia, las organizaciones proveedoras de servicios médicos tienen el deber legal de implementar la cultura de seguridad del paciente. Esta es una de las operaciones empresariales más importantes para la disminución de errores médicos, y es una variable que cobra gran fuerza en la valoración que el juez civil realiza acerca de la diligencia y el cuidado que debió tener la entidad sobre un proceso respecto del cual ejercía control. “Una cultura de seguridad del paciente implica liderazgo, trabajo en equipo y colaboración, prácticas basadas en la evidencia, comunicación efectiva, aprendizaje, mediciones, una cultura de trato justo, pensamiento sistémico, factores humanos y una política de tolerancia cero”. (Ibid). Los flujos eficientes de información son absolutamente importantes para lograr una atención integral, continua y de calidad según los estándares del ámbito médico; siendo la historia clínica uno de los instrumentos más valiosos -si no el más preciado de todos- para efectos de transmitir una correcta información que redunda directamente en la salud del usuario. Tan importante como los conocimientos médicos y la pericia profesional al momento de aplicarlos, es la transmisión óptima de ese conocimiento al equipo de trabajo, al paciente y a su familia. Lo anterior no solo se debe a la garantía del derecho fundamental a la información, sino, principalmente, a que un quiebre en la comunicación de los profesionales de la salud aumenta enormemente las probabilidades de errores previsibles que la organización tenía el deber de evitar. Ello no es algo que traspase las posibilidades cognoscitivas de los miembros de la empresa de salud ni es una política que la organización puede adoptar o inobservar a su antojo, sino que es una verdadera obligación jurídica. En efecto, la Resolución número 1995 de 1999 emanada del Ministerio de Salud, por la cual se establecen normas para el manejo de la historia clínica, define este instrumento como un documento “en el cual se registran cronológicamente las condiciones de salud del paciente, los actos médicos y los demás procedimientos ejecutados por el equipo de salud que interviene en su atención”.

31 Con el fin de lograr la eficiente transmisión de la información consignada en la historia clínica, el artículo 5º ejusdem dispone que este documento “debe diligenciarse en forma clara, legible, sin tachones, enmendaduras, intercalaciones, sin dejar espacios en blanco y sin utilizar siglas. Cada anotación debe llevar la fecha y hora en la que se realiza, con el nombre completo y firma del autor de la misma”. La violación de estas normas técnicas lleva implícita la culpa de la organización sanitaria cuando los daños ocasionados a los usuarios del sistema de salud pueden estar razonablemente relacionados con brechas en la comunicación que resultan del diligenciamiento y manejo inadecuado de la historia clínica. Así, no consignar en forma clara, precisa y según los estándares legales y técnicos los resultados obtenidos por el médico en un diagnóstico inicial, aumenta las probabilidades de que ante la presencia de un error, el profesional que atiende al paciente en una oportunidad futura persista en tal equívoco, y de esa forma se aumente la cadena de errores constitutivos de culpa por no actuar de conformidad con las pautas establecidas para la prevención, disminución y erradicación de eventos adversos. En un sentido similar, el ocultamiento de los errores propios o ajenos detectados en los diagnósticos, tratamientos o procedimientos que realizan los profesionales de la salud aumenta considerablemente las posibilidades de que el error inicial se incremente por una conducta negligente. Mientras que el descubrimiento y la denuncia oportuna de tales errores demuestran una conducta prudente, honesta y ética encaminada a la disminución de los daños y a una atención humana, continua, integral y de calidad, como lo ordena la ley. “…ninguno de los operadores sanitarios podrá excusarse y liberarse de responsabilidad con el argumento simplista de que “ fue el otro quien lo hizo”, puesto que existe una responsabilidad conjunta y solidaria en virtud de la cual se exige al último que haya intervenido en la prestación del servicio mayor diligencia que al anterior facultativo, con el fin de revertir el efecto dañoso que el “error” antecedente hubiese causado”. (Gustavo LópezMuñoz y Larraz. El error sanitario. Madrid, 2003. p. 21). Es posible, entonces, que un diagnóstico o tratamiento parezca adecuado si se lo examina de manera aislada; pero que si se analiza en un contexto organizacional, haya sido defectuoso según los estándares médicos por la negligencia del profesional al no fijarse en el diagnóstico o tratamiento que hizo el médico que atendió al paciente en una oportunidad anterior y que estaba consignado en la historia clínica, infringiendo de ese modo los deberes de cuidado propios y organizacionales. La complejidad de las enfermedades y la fragilidad de la salud humana muchas veces se traducen en errores o eventos adversos no culposos, pero no hacer nada para evitar la aparición o repetición de tales fallas siendo previsibles y teniendo el personal médico la oportunidad y el deber legal de evitarlas, es constitutivo de culpa. Los errores y fallas médicas no son obra del infortunio sino procesos atribuibles a la organización y al equipo médico; y si bien es cierto que muchos de esos defectos no son previsibles ni producto de la negligencia o descuido, no lo es menos que tantos otros se pueden evitar con un mínimo de prudencia, diligencia o cuidado según los estándares de buenas prácticas de la profesión. El error al que aquí se alude es el “error negligente”, “más claro aún: el que se origina cuando se quiebran por el agente causante del error los criterios y niveles exigibles y esperables de conducta profesional sanitaria y que, además, como consecuencia del cual se produce [o ha existido el riesgo de que se produzca] en el paciente un efecto lesivo y/o perjudicial. El hecho de que la medicina sea, aún en nuestros días de gran progreso tecnológico, más un arte que una ciencia dura como, por ejemplo, la matemática, la física, la química y que, debido al factor reaccional propio de cada enfermo no pueda predecirse un resultado exacto del tratamiento prescrito para curar una enfermedad o dolencia, no significa que el “error”, dentro del contexto sanitario en que nos movemos, sea permisible ni tolerable. Muy al contrario, la propia inexactitud e impredecibilidad de las ciencias médicas actuales exigen el agotamiento, la extenuación de la diligencia, de la actividad personal y de la prestación de todos los medios de diagnóstico y tratamiento disponibles, precisamente con el fin de reducir al mínimo posible y tolerable ese margen de inseguridad sobre los resultados”. (Gustavo López-Muñoz y Larraz. El error sanitario. Madrid, 2003. p. 20). La culpa de las entidades del sistema de salud y de sus agentes, en suma, se examina en forma individual y en conjunto a la luz de los parámetros objetivos que existen para regular la conducta de los agentes particulares y su interacción con los demás elementos del sistema. El juicio de reproche respecto de cada uno de ellos quedará rebatido siempre que se demuestre su debida diligencia y cuidado en la atención prestada al usuario. La responsabilidad civil derivada de los daños sufridos por los usuarios del sistema de seguridad social en salud, en razón y con ocasión de la deficiente prestación del servicio -se reitera- se desvirtúa de la misma manera para las eps, las ips o cada uno de sus agentes, esto es mediante la demostración de una causa extraña como el caso fortuito, el hecho de un tercero que el demandado no tenía la obligación de evitar y la culpa exclusiva de la víctima; o la debida diligencia y cuidado de la organización o de sus elementos humanos al no infringir sus deberes objetivos de prudencia”. (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, sentencia SC-13925 del 24 de agosto de 2016, Rad. 0500131-03-003-2005-00174-01, M.S. Dr. Ariel Salazar Ramírez).


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32 Ejecuciones extrajudiciales

Responsabilidad agravada del Estado por violaciones graves de los derechos humanos

En aquellos casos sometidos al conocimiento del juez contencioso administrativo, en los cuales se encuentren configuradas violaciones graves o sistemáticas a derechos humanos o al derecho internacional humanitario, específicamente, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, resulta procedente -y en los términos de la Convención Americana, obligada- la declaratoria de la “responsabilidad agravada del Estado colombiano”, habida consideración de la naturaleza de las normas imperativas de ius cogens que resulten vulneradas, amén de que la Corte idh ha realizado un desarrollo jurisprudencial en tal sentido que resulta vinculante para los jueces colombianos. En relación con el contenido y alcance del concepto de responsabilidad agravada del Estado, la Sala en sentencia del 27 de abril de la presente anualidad, precisó lo siguiente: “El juez de lo contencioso administrativo es, a su vez, juez de convencionalidad en el ordenamiento interno, es decir un juez que integra la normatividad interna con los estándares y reglas de protección del sidh y que, por lo mismo, tiene como deber no solo verificar el cumplimiento de las obligaciones internacionales de respeto y garantía de los derechos humanos por parte de las autoridades públicas internas, sino, también, fundamentar, a partir de esa clase de normas supraconstitucionales, el juicio de responsabilidad estatal, cuando se produzca un daño antijurídico derivado de la vulneración grave y sistemática de derechos humanos. “(…). En línea con el anterior razonamiento, viene a ser claro que en un determinado caso, en el cual se acrediten violaciones graves a derechos humanos que impliquen la infracción flagrante y sistemática de normas ius cogens, (delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra), los jueces colombianos pueden y deben, por una parte, llevar a cabo un análisis de convencionalidad sobre la conducta del Estado, de lo cual se podría concluir

por un lado, un quebrantamiento normativo internacional, y por otro lado, tienen la posibilidad de declarar en esos eventos -al igual que lo ha hecho la Corte Interamericana de Derechos Humanos-, la configuración de la responsabilidad internacional agravada. En este punto, la Sala estima necesario precisar a efecto de resaltar que no en todo caso de violación de derechos humanos viene a ser procedente una declaración como la que acaba de indicarse, toda vez que una declaratoria de responsabilidad de esa índole sólo resulta procedente en aquellos casos en los cuales concurran los siguientes elementos: - Que las acciones/omisiones que hayan generado el daño constituyan violaciones graves o flagrantes de normas imperativas de derecho internacional de ius cogens, específicamente, delitos de lesa humanidad y/o crímenes de guerra y; - Que tales violaciones sean atribuibles o imputables, según las normas del derecho interno e internacional, al Estado colombiano”. Así, pues, la Sala ha concluido sobre la necesidad de establecer una diferenciación entre las denominadas fallas o faltas administrativas a partir del examen de la naturaleza misma de las normas o derechos infringidos, pues, a pesar que desde el punto de vista del título de imputación -falla del servicio-, el juicio de responsabilidad tendría un mismo fundamento jurídico -el desconocimiento de un deber jurídico-, lo cierto es que tales violaciones graves a derechos humanos o al derecho internacional humanitario merecen, como es natural entenderlo, un juicio de recriminación más riguroso que aquel que pueda hacerse respecto de casos relacionados con otro tipo de hechos que no tengan esa connotación. (Cfr. Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección Tercera, sentencia del 14 de septiembre de 2016, Rad. 25000-23-26-000-2001-01825-02 (34349)B, C.S. Dr. Hernán Andrade Rincón).

El concepto de docente en el marco del derecho a la pensión gracia Elementos interpretativos

Se hace necesario exponer brevemente, que presupuestos hermenéuticos deben tomarse en cuenta para reconocer el derecho a la pensión gracia. En primera medida, ésta Corporación considera que cualquier juicio sobre derechos pensionales proporcional y razonable, tiene como máximas finalidades, tanto garantizar los derechos fundamentales de las personas derivados de la dignidad humana, como atender las obligaciones prestacionales del Estado con miras a concretar el mandato social, inserto en el preámbulo de la Constitución. Un juicio adecuado con las finalidades constitucionales, tiene en cuenta que la existencia de un contenido prestacional en las obligaciones del Estado, no se puede traducir en hacer de manera anárquica una adjudicación de derechos sociales, en vista de que “la individualización de los derechos sociales, económicos y culturales, no puede hacerse al margen de la ley y de las posibilidades financieras del Estado”. Ello implica que las categorías hermenéuticas de análisis para estudiar las normas que rigen la pensión gracia, y otros derechos de orbita social y económica que impliquen una asignación pensional estatal, no se pueden tender a ampliar el marco de su imperio, en razón a que existe una prohibición expresa del Constituyente de otorgar más de una asignación pensional que debe ser interpretada en armonía con el principio de solidaridad, y sostenibilidad fiscal. Lo anterior, es aún más evidente dentro del régimen de la pensión gracia, pues obedeciendo a la filosofía que la Ley 114 de 1913, la naturaleza de ésta prestación es excepcional, de allí que devenga una interpretación restrictiva en el campo de su aplicación, donde la asignación de estos derechos pensionales debe circunscribirse únicamente a los supuestos fácticos y jurídicos contemplados por las normas que rigen la prestación. En consecuencia, consideramos que el juicio adecuado y razonable para el reconocimiento del beneficio pensional de gracia, se encuentra encaminado a garantizar que de manera previa a otorgar una pensión, que se llenen de manera objetiva el pleno de los requisitos legales y reglamentarios que acrediten que el docente debe obtener la prestación, esto, sin exceder el marco de las normas excepcionales sobre los requisitos para acceder a esta prestación. En este contexto, considera la Sala que contrario a lo solicitado por el demandante, con respecto a la interpretación amplia, se omitirá cualquier tipo de hermenéutica que rebase los contenidos legales en perjuicio de los derechos pensionales de las futuras generaciones, y en contra de los valores de sostenibilidad fiscal, solidaridad y legalidad en la asignación de derechos pensionales. Por esta razón, se dará completa observancia a los presupuestos contenidos en el Estatuto del Docente y la Ley 37 de 1933, donde se fijan los requisitos para acceder a esta prestación.

Alcance del concepto de docente en el caso concreto Ahora, en la medida en que es necesario, generar un entendimiento sobre la observancia de los requisitos para acceder al beneficio pensional, la Sala procederá a estudiar el concepto legal de docente y entrará a analizar si en el caso en concreto, los servicios prestados por la demandante se ajustan a los presupuestos normativos que componen la naturaleza de la profesión de docente. En este orden de ideas, para desarrollar el concepto legal de docente, la metodología hermenéutica del artículo 28 de la Ley 57 de 1887 resulta idónea, en el entendido que “Las palabras de la ley se entenderán en su sentido natural y obvio, según el uso general de las mismas palabras; pero cuando el legislador las haya definido expresamente para ciertas materias, se les dará en éstas su significado legal.” En éste punto encontramos que legalmente el significado de la acepción docente es el esbozado el artículo 2º de Decreto 2277 de 1979 donde se preceptúa que: “Las personas que ejercen la profesión docente se denominan genéricamente educadores. Se entiende por profesión docente el ejercicio de la enseñanza en planteles oficiales y no oficiales de educación en los distintos niveles de que trata este Decreto. Igualmente incluye esta definición a los docentes que ejercen funciones de dirección y coordinación de los planteles educativos, de supervisión e inspección escolar, de programación y capacitación educativa, de conserjería y orientación de educandos, de educación especial, de alfabetización de adultos y demás actividades de educación formal autorizadas por el Ministerio de Educación Nacional, en los términos que determine el reglamento ejecutivo.” “(…)”. Brevemente, podríamos señalar, que, el legislador extraordinario consideró que el docente es genéricamente quién “desempeña el ejercicio de la enseñanza en los planteles autorizados por el ministerio de educación nacional, y bajo lo contemplado dentro de la Ley y el reglamento, generando así una cláusula estricta de remisión. Ahora, esta cláusula de sujeción legal y reglamentaria, en donde se describe el concepto de docente, y se remiten sus vacíos a la Ley, se hizo en oposición a un entendimiento manejado al arbitrio de quién pretendiera tener de forma ilícita los beneficios de un educador sin serlo. Aquí el legislador extraordinario permitió que la Ley en sentido formal o material llenara de contenido la noción de educador, precisando quién es considerado docente para el estudio de la pensión gracia y limitando el sistema para que éste no se desborde con significados diversos y contradictorios. A dicho propósito, la noción de docente se ha ampliado desde el espectro


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legal, pero nunca desde el jurisprudencial o doctrinal, esto se hace evidente en artículo 6 de la Ley 116 de 1928 ya que éste incluyó dentro de los acreedores de la pensión gracia a: docentes normales e instructores públicos; de la misma forma, el artículo 32 del Decreto 2277 de 1979 amplió el espectro del servicio público educativo a: directores, coordinadores, rectores, directores de planteles educativos e inspectores de educación; finalmente la Ley 37 1933 incluyó a los “maestros que hayan completado los años de servicios señalados por la ley, en establecimientos de enseñanza secundaria” En este sentido, podríamos afirmar que el concepto de educador abarca el ejercicio de la enseñanza, las funciones de dirección y coordinación de los planteles educativos, de supervisión e inspección escolar, de programación y capacitación educativa, de primaria o secundaria, de conserjería y orientación de educandos, de educación especial, de alfabetización de adultos y demás actividades de educación, e incluye dentro de su imperio a profesores normales e instructores públicos, directores, coordinadores, rectores, y directores de planteles educativos e inspectores de educación; sin que se tienda a expandir su marco interpretativo, desde instituciones ajenas a la ley. La Jurisprudencia de esta Corporación en su interpretación sobre el Estatuto del Docente ha llegado a la misma conclusión, en cuanto no excede la Ley, para otorgar derechos pensionales. Veamos: “(…)” “conforme a la perceptiva reseñada, la profesión docente no se predica exclusivamente de quienes ejercen la enseñanza en los planteles oficiales y no oficiales de educación en los distintos niveles, comprende otros destinos que sean desempeñados por personal docente”. “La anterior norma es de una claridad meridiana, que no admite ningún tipo de duda, en el sentido de que se aplica a todos los docentes que ejercen funciones de dirección y coordinación de los planteles educativos, de supervisión e inspección escolar, de programación y capacitación educativa, de consejería y orientación de educandos, de educación especial, de educación de adultos y demás actividades de educación formal autorizadas por el Ministerio de Educación Nacional “(…)” “ Para mayor comprensión, indica la Sala que el concepto y la función de docencia de cara a la pensión gracia se encuentra delimitado de forma espacio-temporal. Desde el punto de vista espacial, encontramos que las funciones de enseñanza se tienen que prestar en establecimientos educativos oficiales o no oficiales que hagan parte del sistema educativo nacional y que estén autorizados por el Ministerio de Educación Nacional. Sentencias como la del 22 de noviembre del 2012, han encontrado asidero en el mentado criterio y lo han incluido como categoría de análisis en los siguientes términos: Ahora bien, la Ley 114 de 1913 y demás normas que la desarrollan, establecen como beneficiarios de la pensión gracia a aquellos docentes que estuvieron vinculados como maestros o docentes en escuelas primarias oficiales, en enseñanza secundaria, normalista o como inspectores de instrucción pública, en colegios de carácter departamental o municipal o que se hayan visto afectados en el proceso de nacionalización. Con base en el anterior presupuesto, se puede observar que cuando se creó el Idipron mediante el Acuerdo 80 de 1967, la finalidad de dicho instituto era la de fomentar el desarrollo integral del niño y la juventud. Dada esa naturaleza y la finalidad que se persiguió con dicha institución distrital, no podría entenderse que aquellos educadores que hayan prestado

sus servicios sean beneficiarios de la Ley 114 de 1913, pues según el acuerdo antes referido dicha institución no era un establecimiento educativo de carácter oficial, en tanto el Concejo Distrital no lo concibió de esa manera, ni impartía programas en la formación básica primaria o secundaria. No obstante, con la expedición del Decreto 2277 de 1979, el cual reguló y definió la profesión docente, puede afirmarse que aquellas personas que ejercen la labor de la enseñanza en planteles oficiales y no oficiales lo hacen en condición de profesional docente. Es decir que a partir de que fue expedido el Decreto 2277 se podría catalogar a los educadores que impartían enseñanza en el Idipron corno docentes, pues esa fue la finalidad del legislador extraordinario de entrar a regular la profesión docente en planteles oficiales y no oficiales en el sistema educativo nacional. Es así, que al Idipron mediante las Resoluciones 105721 del 28 de julio de 1978 y 21191 del 19 de noviembre de 1980, expedidas por el Ministerio de Educación, se le aprobaron los grados de educación básica y educación media vocacional académica, calificando el servicio de bachillerato de dicho instituto como “un plantel del orden oficial de nivel distrital. De lo expuesto se puede entender que las labores que desempeñaban aquellos educadores en el Idipron, no tenían la virtualidad de ser calificadas como docencia del nivel oficial, pues dicha institución no tenía la calidad de establecimiento oficial y no impartía programas a nivel de primaria y secundaria; ya a partir de que entró a regir el Decreto 2277 de 1979 y se aprobaron sus programas de bachillerato académico, cambió la condición de su profesorado, quienes a partir de ese momento ostentan la calidad de docentes del a(sic) nivel Distrital, y por tanto, podría entenderse que sean beneficiarios de la pensión gracia”. De manera similar, existe un criterio temporal reiterado por la Ley 114 de 1913 y la Jurisprudencia de ésta Corporación, que si bien no delimita ontológicamente quién puede ser considerado por la ley como docente, demarca la operancia y la titularidad de los derechos pensionales en el tiempo, y marca el nacimiento del derecho pensional y el alcance de las expectativas jurídicas. Cabe anotar que como no es este el objeto de la controversia basta con citar algunas Sentencias donde éste se ha aplicado con observancia a las fuentes formales del derecho. Finalmente, después de hacer una exposición breve de la noción legal y jurisprudencial de docente, este Juez Colegiado observa que el sistema normativo que rodea al concepto de educador no obsta para que se procure desnaturalizar el sentido formal de la docencia como labor formativa contenida en la ley, y permitir que abruptamente se procure incluir dentro de este status a otro tipo de funcionarios, sin que la Ley en sentido formal o material lo autoricen. Por ello la Jurisprudencia tiene la tarea ética y social de orientar a los operadores jurídicos en la empresa de mantener una aplicación armónica y recta de los conceptos, sin desviar el sentido natural y legal de las instituciones. En tal virtud, considera ésta Corporación que en aras de un juicio razonable y proporcional, se deberá analizar de manera integral si los cargos y las funciones prestadas se ajustan al concepto legal de docencia y a los supuestos ya expuestos. (Cfr. Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección Segunda, sentencia del 15 de septiembre de 2016, Rad. 25000-23-42-0002013-06310-01 (3633-14), C.S. Dra. Sandra Lisset Ibarra Vélez).

Acción de dominio

Presupuestos. Identificación del bien objeto de reivindicación

Respecto de la mencionada acción, el artículo 946 del Código Civil estatuye que “es la que tiene el dueño de una cosa singular, de que no está en posesión, para que el poseedor de ella sea condenado a restituirla”, procediendo también de conformidad con el precepto 949 ídem, respecto de “una cuota determinada pro indiviso de una cosa singular”, y a tenor del artículo 950 ibídem, cuando se disputa el derecho de dominio, el autorizado para promover la señalada acción, es el titular de “la propiedad plena o nuda, absoluta o fiduciaria de la cosa”, y de acuerdo con el 952 del citado ordenamiento, ha de convocarse para enfrentarla al “actual poseedor”. La jurisprudencia de la Corte Suprema ha reiterado que para el éxito de la “pretensión reivindicatoria” deben concurrir y demostrarse los siguientes supuestos: (i) “derecho de dominio” en cabeza del actor; (ii) posesión material ejercida por el demandado sobre “cosa corporal, raíz o mueble”, y que la misma sea singular o una cuota determinada de ella susceptible de reivindicación; (iii) identidad entre el “bien mueble o inmueble” reclamado por quien acciona, y el detentado por el convocado al litigio (CSJ SC, 8 abr. 2014, rad. 2006-00639-01). Al confrontar las inferencias que el Tribunal extrajo del acervo probatorio con el contenido material de los medios de convicción, tomando en cuenta las críticas de la censura, se constata la existencia del error de hecho denunciado por los recurrentes, toda vez que en el proceso obran elementos de persuasión demostrativos del requisito de identidad entre la cosa reclamada por los reivindicantes y el bien que el convocado alegó poseer. El mencionado requisito, tratándose de bienes inmuebles, se considera

satisfecho cuando no exista duda acerca de que lo poseído por el accionado, corresponde total o parcialmente al predio de propiedad del actor en reivindicación, según la descripción contenida en el título registrado, y lo expresado en el libelo introductorio del juicio. Sobre el particular, esta Corporación sostuvo: La identidad simplemente llama a constatar la coincidencia entre todo o parte del bien cuya restitución reclama el demandante en su condición de dueño, con el que efectivamente posee el demandado; y si apenas resulta afectada en esa correlación una porción del mismo, simplemente se impone aplicar lo dispuesto en el artículo 305 del C. de P. C., según el cual ‘si lo pedido por el demandante excede de lo probado, se le reconocerá solamente lo último’. (…) Es decir, uniendo ambos requisitos, la cosa singular debe ser una misma, sea en todo o en parte, tanto aquella respecto de la cual el demandante alega dominio, como la que posee materialmente el demandado a quien aquél le reclama la restitución. La singularidad ni la identidad, pues, desmerece por el hecho de que el demandante haya singularizado un predio del cual apenas parcialmente ejerce posesión el demandado; tal presupuesto no se verifica entre lo que se demanda y lo que se otorga en la sentencia, sino entre la cosa de la cual afirma y demuestra dominio el actor y lo que respecto de ella posee el demandado (CSJ SC, 25 Nov. 2002, Rad. 7698; CSJ SC, 13 Oct. 2011, Rad. 2002-00530-01). (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, sentencia SC-16282 del 11 de noviembre de 2016, M.S. Dr. Ariel Salazar Ramírez).


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Responsabilidad civil extracontractual Estructuración. Respecto de personas jurídicas

En el derecho romano clásico nunca existió una cláusula general de responsabilidad civil, y ni siquiera en la última época del derecho justinianeo se concibió un principio superior que contuviera todas las situaciones dañosas que se pueden presentar en la práctica y las sancionara con una consecuencia general de responsabilidad. La regla alterum non laedere (no dañes a nadie), atribuida a Ulpiano, se entendió como un precepto de la moralidad, mas no como una norma jurídica fundante de la obligación de resarcir los daños causados de manera injusta. Los delitos privados del antiguo ius civile solo producían una responsabilidad por dolo ( furtum, iniuria, arboribus succisis) o una responsabilidad sin culpa, pero jamás una responsabilidad por culpa, tal como se la considera en la actualidad. La lex Aquiliana -de origen delictual- comprendía unas pocas figuras particulares o casuistas y no exigía la culpa como requisito del daño sino que contenía el término genérico de iniuria (damnum iniuria datum), el cual presuponía una especie de imputabilidad que daba por admitida la presencia del elemento subjetivo del delito al no ser el hecho que lo causa ajeno al sujeto. (Andrés Bello, Derecho romano. Caracas: 1981, pp. 169 y ss.) Como obligaciones quasi ex delicto únicamente eran consideradas por el derecho pretoriano el caso del juez que dicta una sentencia inicua por simple falta, el daño causado por objetos que caen desde lo alto a un lugar por donde el público tiene la costumbre de pasar, y el daño causado a un pasajero o viajero por pérdida de las pertenencias que tenía en el barco o la posada. (Ibid, p. 179). Ni la ley, ni los cuasicontratos, ni los cuasidelitos eran en el período clásico fuente formal de derecho. La prueba de ello se encuentra en la división tripartita de las obligaciones según Gayo, para quien “las obligaciones nacen o de un contrato, o de un delito, o por cierto derecho propio, según las varias especies de causas”. (Institutas III, 91; citado en el Digesto 44, 7, 1). Por ‘varias especies de causas’ (variae causarum figurae) no entendía Gayo nada más que la aceptación de una herencia gravada con legados per damnationem o con deudas, la gestión tutelar, la gestión de negocios ajenos y el pago de lo no debido. (Digesto 44, 7,1). De manera que al no ser la ley ni el cuasidelito fuentes formales de obligaciones, no pudo existir un concepto abstracto de culpa tal como la conocemos en la actualidad, ni

mucho menos una cláusula general de responsabilidad. La noción de la culpa -sostienen Mazeaud y Tuncsiempre fue en Roma un concepto huidizo, en tanto que la necesidad de una ‘falta’ jamás fue planteada en su conjunto. (Tratado teórico y práctico… t.I, v.I, p. 44). La división tripartita de Gayo pasó a ser cuádruple en el derecho justinianeo: “La siguiente división se determina en cuatro especies: pues, o nacen de un contrato, o de un cuasi contrato, o de un delito, o de un cuasi delito”. (Institutas de Justiniano III, 13, 2). En la mentalidad postclásica aún no había cabida para una obligación que pudiese producirse por sí misma (ope legis) sin la voluntad de la persona que ha de ser vinculada, por lo que faltarían muchos siglos de evolución jurídica para que la ley fuera considerada fuente formal de obligaciones. Es cierto que la condictio ex lege generaba obligaciones que no dependían de un acto de parte, pero los compiladores justinianeos no le atribuyeron el rango de fuente formal pues nunca se desligaron de la concepción clásica antes descrita. (Emilio Betti. Teoría general de las obligaciones, t. II. Madrid: Ed. revista de derecho privado, 1970, p. 34 y ss.). No fue sino en el período del derecho común -que va desde el siglo xiv hasta la codificación- cuando los juristas comenzaron a hablar de un principio fundante de la responsabilidad civil, influidos por la filosofía iusnaturalista, la teología escolástica y la necesidad de justificar la legislación de los príncipes de los estados nacionales emergentes. domat dedicó en su obra pocas páginas a los cuasidelitos, ejemplificándolos “como si por una imprudencia se arroja por la ventana una cosa con la que se manche un vestido de una persona que esté debajo; si unos animales mal guardados causan algún daño; si se ocasiona un incendio por efecto de poca precaución; si un edificio que amenaza ruina por no haberse reparado oportunamente se desploma sobre otro y causa en él algún daño”. (Las leyes civiles en su orden natural. t. II. Bogotá: abc-Arché, 2015, p. 73). El jurisconsulto francés acuñó la cláusula general de responsabilidad, aludiendo a otras especies de daños causados por faltas en que no hay crimen ni delito, en los siguientes términos: “Todas las pérdidas y todos los daños que puedan sobrevenir por obra de alguna persona, sea por imprudencia, ligereza o ignorancia de lo que debe saber, o por faltas semejantes, por más leves que sean,

deben ser indemnizadas por aquel cuya imprudencia o falta haya dado lugar a ellos; pues son un mal que ha hecho aún cuando no tuviese intención de dañar. Así, aquel que jugando imprudentemente a la barra en un lugar peligroso para los transeúntes, hiere a alguno, quedará responsable del mal que habrá ocasionado”. (Ibid. p. 83). pothier siguió en este punto las enseñanzas de Domat, lo que significó el abandono definitivo de la noción romana de daño fundada en situaciones casuistas y típicas. Sin embargo, en la obra de aquél no hubo un desarrollo profuso del instituto de la responsabilidad extracontractual, y sólo le dedicó unos pocos párrafos a la figura de los delitos y cuasi-delitos como fuentes de obligaciones, definiendo este último como “el hecho por el cual una persona, sin malignidad, sino por imprudencia que no es excusable, causa algún daño a otro”. (Tratado de las obligaciones. Buenos Aires: Ed. Atalaya, 1947. p. 72). “El antiguo derecho francés -explican mazeaud y tunc- podrá establecer así, y con ello se distingue muy claramente del derecho romano, un principio general de responsabilidad civil, apartarse de procedimiento que consiste en enumerar los casos en los cuales la composición es obligatoria. En efecto, desde el momento en que admite que la acción de la víctima no se le concede para castigar al autor del daño, para ejercer la venganza, se es conducido necesariamente a establecer el principio fundamental de que un daño cualquiera, causado con una culpa cualquiera, da lugar a reparación”. (Op. cit. p. 51). 2. La cláusula general de responsabilidad extracontractual La regla “neminen laede”, que en el derecho romano clásico era un simple precepto no obligacional, adquirió en la modernidad la categoría de principio jurídico, entendiéndose en adelante como “a nadie hagas algo injusto”, y abandonándose la traducción latina que literalmente significaba “no dañes a nadie”. Así, al explicar las diferentes especies de leyes y su naturaleza, domat enseñaba que la regla “no dañar a nadie” es un principio general del derecho natural, aplicable a toda clase de materias. (Op. cit. t, I, p. 97) Posteriormente kant, en su Introducción a la Doctrina del Derecho, aludió al referido principio como una lex iuridica. (Metafísica de las costumbres. Barcelona: Altaya, 1993. p. 47). Con el iusnaturalismo moderno se afirma, en términos generales,

que todo daño realizado con culpa debe ser resarcido, idea que influyó sobre el Código de Napoleón y las legislaciones que en él se inspiraron. La cláusula abstracta de la responsabilidad se presentó desde entonces en toda su transparencia como lesión de derecho ajeno imputable al agente. En la concepción de la responsabilidad civil que se impuso en las codificaciones del siglo XIX, hay lugar a reparación siempre que se vulnere injustamente un bien tutelado por el ordenamiento jurídico. En ese orden, está obligado a indemnizar el que con dolo o culpa lesiona la integridad personal, la libertad, el buen nombre, la propiedad u otro bien jurídico ajeno. El postulado alterum non laedere, en su acepción moderna, es una limitación a la libertad de acción, porque su quebranto apareja una relación obligatoria entre quien produce el daño y quien lo sufre, es decir que concede a la víctima la facultad de reclamar al agente dañador el restablecimiento del bien jurídico vulnerado. Un bien está jurídicamente resguardado cuando está dotado de una tutela y congruo tratamiento por el ordenamiento positivo, es decir cuando está amparado por una acción civil para reclamar su protección judicial, lo que significa que ostenta un valor para el derecho y un interés para su titular. Se trata de cargar el perjuicio sufrido por la víctima a una persona que queda obligada a indemnizar las pérdidas antijurídicas que se le atribuyen, en razón de la exigencia general de respeto y conservación de la esfera de intereses ajenos. La responsabilidad civil, por tanto, tiene por finalidad imponer a un agente la obligación de resarcir el daño que se le imputa cuando están presentes ciertas circunstancias preestablecidas por el ordenamiento jurídico. 3. Elementos de la responsabilidad civil Los requisitos que la ley exige para que el perjuicio que sufre una persona pase a ser responsabilidad de otra son: la presencia de un daño jurídicamente relevante; que éste sea normativamente atribuible al agente a quien se demanda la reparación; y que la conducta generadora del daño sea jurídicamente reprochable (en los casos de responsabilidad común por los delitos y las culpas). 3.1. El daño jurídicamente relevante El sufrimiento de un mal, menoscabo o detrimento en sentido ‘natural’ no es motivo suficiente para considerar la presencia de un daño resarcible, pues debe tratarse de una


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lesión a un bien jurídico que goza de protección constitucional o legal, de suerte que dicha trasgresión faculta a su titular para exigir su indemnización por la vía judicial, es decir que el bien vulnerado ha de tener un valor para el derecho, y tal situación se deduce del amparo que el ordenamiento le otorga. El criterio para establecer la existencia del daño es, entonces, normativo; lo que quiere decir que los valores, principios y reglas del propio sistema jurídico dictan las pautas para determinar lo que debe considerarse como daño. El daño o perjuicio no es solamente una afectación a la esfera externa del sujeto (como por ejemplo un detrimento patrimonial) o una vivencia subjetiva (verbi gratia un intenso sufrimiento psicológico), porque para que tales repercusiones alcancen el estatus de daños resarcibles, deben haber sido valoradas previamente por el ordenamiento jurídico como dignas de protección jurídica y de indemnización. “Por la facilidad con que puede apreciarse -explica Adriano de Cupis-, el daño es objeto del conocimiento común. Pero además de ser un fenómeno físico, puede integrar un fenómeno jurídico, es decir, susceptible de ser jurídicamente calificado y, desde este punto de vista, entra en los dominios del estudio de los juristas. (…) En cuanto hecho jurídico, el daño constituye, como se ha expresado, una especie del daño entendido simplemente como fenómeno de orden físico. El que no todos los fenómenos del orden físico obtengan relevancia jurídica, es un principio general válido también en lo concerniente al daño. El derecho elige los hechos que quiere investir de una calificación propia; (…) La elección recae, ante todo, en el daño ocasionado por un acto humano antijurídico, y es éste, precisamente, su aspecto visible. (…) La antijuridicidad no es más que expresión del valor preferente reconocido por el derecho a un interés opuesto, por lo general tomando en cuenta la apreciación dominante en la conciencia social”. (El daño. Barcelona: Bosch, 1975, pp. 81, 84 y 85). Las pautas para atribuir a un hecho la categoría de daño jurídicamente relevante se determinan de acuerdo con los valores y principios del ordenamiento jurídico, sin que sea posible acoger dicha noción bajo una definición legal omnicomprensiva. (Juan A. García Amado. Razones para una teoría normativista de la RCE, en La filosofía de la responsabilidad civil. Bogotá: U. Externado de Colombia, 2013, p. 257). Memórese -según se explicó en el capítulo anterior- que la responsabilidad civil moderna se fundamenta en una cláusula general y abstracta de responsabilidad, que a diferencia de las figuras casuistas de la tradición romana concibe como daño toda lesión a un bien jurídico ajeno. Lo anterior no puede entenderse como una identificación del daño antijurídico con la conducta antijurídica, pues lo que caracteriza a la noción de daño no es la mera infracción de un deber jurídico, sino las repercusiones que la conducta antijurídica apareja en el menoscabo de los bienes ajenos, lo cual es sustancialmente distinto. Los bienes o intereses protegidos por el derecho no están tipificados en todos los casos, pues la voluntad del legislador ha sido siempre -según una tradición que se remonta a los orígenes de la codificación- dejar abierta tal posibilidad para que sean los jueces quienes determinen en cada situación concreta qué eventos o consecuencias son dignos de ser considerados como daños resarcibles. Por ello los jueces de la República “detentan un poder discrecional de gran trascendencia, en cuanto a la valoración del merecimiento de tutela del interés vulnerado”. (Giovanna Visintini. ¿Qué es la responsabilidad civil? Bogotá: U. Externado de Colombia. 2015, p. 101). La jurisprudencia ha sido, entonces, la encargada de concretar el alcance de la noción de daño y su tipología en cada momento histórico, de conformidad con los valores y principios en que se funda el sistema jurídico vigente y atendiendo al postulado de la reparación integral del perjuicio; lo que impide que se queden sin resarcimiento los bienes jurídicos tutelados por el ordenamiento constitucional y legal imperante. Ejemplo de ello es la consagración progresiva del daño moral, a la vida de relación y a los bienes jurídicos de rango constitucional como categorías autónomas de perjuicio indemnizable, los cuales fueron tenidos en cuenta por el sistema de la responsabilidad civil únicamente desde su incorporación por parte de la jurisprudencia, pues antes de dichas innovaciones simplemente no generaban la obligación de indemnizar. En este punto cabe aclarar que para el derecho civil los preceptos constitucionales que tutelan bienes jurídicos particulares no son meros moldes arquetípicos o parámetros de interpretación, ni tan sólo principios que contienen mandatos de optimización que deben ser cumplidos en la medida de lo posible. Para el derecho civil, un derecho fundamental es un bien jurídico que goza de protección por el ordenamiento positivo, por lo que posee contenido sustancial y su quebranto apareja la consecuente indemnización de perjuicios en razón del postulado general de no causar daño a la persona o los bienes ajenos. La integridad personal y familiar, la libertad, la privacidad, el honor y el buen nombre son bienes jurídicos tutelados por el ordenamiento positivo,

35 cuya violación entraña la correlativa obligación de indemnizarlos, siempre que se prueben los demás requisitos que exige la ley para que surja la responsabilidad extracontractual, claro está. De ahí que los bienes jurídicos tutelados por el derecho civil no se limitan a los de estirpe patrimonial, porque la afectación de los intereses superiores de los ciudadanos hace necesaria la intervención del derecho privado para indemnizarlos, pues de otro modo los bienes jurídicos protegidos por la Constitución y por los tratados internacionales suscritos por Colombia que reconocen derechos fundamentales, no tendrían protección efectiva en esta área del derecho. Es, entonces, perfectamente admisible y necesaria la reparación de los daños ocasionados a los bienes superiores, en cuyo caso la consecuencia lesiva (violación del bien jurídico) no puede confundirse con la conducta reprochable (cuyo demérito no consiste en la mera lesión del bien resguardado sino en la infracción de los deberes objetivos de prudencia que el ordenamiento establece para evitar producir daños). No hay, por tanto, ninguna razón para excluir del merecimiento indemnizatorio a esta tipología de daño, pues lo contrario supondría una visión reduccionista para la cual sólo serían dignas de resarcimiento las repercusiones económicas o patrimoniales, dejando los bienes superiores por fuera de lo que es objeto de tutela civil. La inclusión de los bienes superiores como objeto de merecimiento indemnizatorio es una consecuencia de la constitucionalización del ordenamiento jurídico, que supone la omnipresencia de la Carta Superior en la resolución de los conflictos de todas las jurisdicciones, mas no como un principio ponderable sino como una ley con valor normativo: “Un ordenamiento jurídico constitucionalizado se caracteriza por una Constitución extremadamente invasora, entrometida (…), capaz de condicionar tanto la legislación como la jurisprudencia y el estilo doctrinal, la acción de los actores políticos, así como las relaciones sociales”. (Riccardo Guastini, La constitucionalización del ordenamiento jurídico. En: Miguel Carbonell, Neoconstitucionalismo(s). Madrid: Trotta, 2009. p. 49). A diferencia de la concepción liberal clásica del constitucionalismo, según la cual los principios generales no eran susceptibles de aplicación inmediata puesto que exigían interpretación y concretización por obra del legislador, en el neoconstitucionalismo contemporáneo los principios generales y las normas programáticas sí pueden producir efectos directos y ser aplicados por cualquier juez en ocasión de cualquier controversia. “Uno de los elementos esenciales del proceso de constitucionalización es precisamente la difusión, en el seno de la cultura jurídica, de la idea opuesta [al constitucionalismo clásico], es decir, de la idea de que toda norma constitucional -independientemente de su estructura o de su contenido normativo- es una norma jurídica genuina, vinculante y susceptible de producir efectos jurídicos”. (Ibid. p. 53). En suma, por cuanto los bienes jurídicos protegidos por la Constitución y la ley son objeto de protección por el derecho civil, su vulneración apareja el consecuente resarcimiento en virtud del principio de reparación integral de los perjuicios. De ahí que la explicación exclusivamente naturalista del daño deba ser completada por una concepción normativa que se fundamenta en los requerimientos actuales de la sociedad, es decir en la utilidad protectora de los bienes jurídicos de la persona mediante una indemnización como corrección o rectificación, ya sea material o simbólica. 3.2. La atribución del daño a un agente. El daño jurídicamente relevante debe ser atribuido al agente como obra suya, pero no como simple causalidad natural, sino como mecanismo de imputación de la acción (o inactividad) a un sujeto. No puede desconocerse que la ‘causalidad natural’ es uno de los elementos que el juez suele tomar en cuenta para hacer la labor de atribución de un hecho a un sujeto; sin embargo, la valoración de un hecho como causa física de un efecto es sólo un aspecto de la imputación. Cuando en el lenguaje común y corriente se toma un hecho como generador de una consecuencia jurídica, normalmente se está en presencia de un concepto normativo y no naturalista de causa, sin que esta distinción se haga explícita en la mayoría de los casos por fuerza de la costumbre. Al respecto, Goldenberg explica: “No debe perderse de vista el dato esencial de que, aun cuando el hecho causa y el hecho resultado pertenecen al mundo de la realidad natural, el proceso causal va a ser en definitiva estimado de consuno con una norma positiva dotada de un juicio de valor, que servirá de parámetro para mensurar jurídicamente ese encadenamiento de sucesos. Para la debida comprensión del problema, ambos niveles no deben confundirse. De este modo, las consecuencias de un hecho no serán las mismas desde el punto de vista empírico que con relación al área de la juridicidad. En el iter del suceder causal el plexo jurídico sólo toma en cuenta aquellos efectos que


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36 conceptúa relevantes en cuanto pueden ser objeto de atribución normativa, de conformidad con las pautas predeterminadas legalmente, desinteresándose de los demás eslabones de la cadena de hechos que no por ello dejan de tener, en el plexo ontológico, la calidad de “consecuencias”“. (La relación de causalidad en la responsabilidad civil. Buenos Aires: Editorial Astrea, 2011, p. 8). La imputación, por tanto, parte de un objeto del mundo material o de una situación dada pero no se agota en tales hechos, sino que se configura al momento de juzgar: el hecho jurídico que da origen a la responsabilidad extracontractual sólo adquiere tal estatus en el momento de hacer la atribución. El imputante, al aislar una acción entre el flujo causal de los fenómenos, la valora, le imprime sentido con base en sus preconcepciones jurídicas, y esa valoración es lo que le permite seleccionar un hecho relevante según el sistema normativo para efectos de cargarlo a un agente como suyo y no a otra causa. Esta causalidad adecuada -explica karl Larenz- “expresa cuál es la necesaria delimitación de las consecuencias imputables, aunque bajo el falso ropaje de una “teoría de la causalidad”. (…) El efecto más lejano de cierta acción es únicamente “adecuado” cuando esta acción ha sido apropiada para la producción del resultado obtenido en circunstancias normales y no sólo en circunstancias especialmente peculiares completamente inverosímiles que han de quedar fuera de toda consideración según el curso normal de las cosas. (…) Al responsable del hecho solamente le pueden ser imputadas y tenidas en cuenta en la determinación del daño aquellas consecuencias “adecuadas” al hecho generador de la responsabilidad”. (Derecho de obligaciones. Tomo I. Madrid: Editorial Revista de Derecho Privado, 1958. p. 200). Por tal razón, la causalidad adecuada que ha sido adoptada por nuestra jurisprudencia como explicación para la atribución de un daño a la conducta de un agente, debe ser entendida en términos de ‘causa jurídica’ o imputación, y no simplemente como un nexo de causalidad natural. (Hans Kelsen, Teoría Pura del Derecho. México: Porrúa, 2009. p. 90). La ‘causa jurídica’ o imputación es el razonamiento por medio del cual se atribuye el resultado dañoso a un agente a partir de un marco de sentido jurídico. Mediante la imputación del hecho se elabora un juicio que permite considerar a alguien como artífice de una acción (u omisión), sin hacer aún ningún juicio de reproche. “A través de un acto semejante se considera al agente como autor del efecto, y éste, junto con la acción misma, pueden imputársele, cuando se conoce previamente la ley en virtud de la cual pesa sobre ellos una obligación”. (Immanuel Kant, Op. cit. p. 30). A partir de entonces la conducta a la que se atribuye la consecuencia lesiva asume el significado de hecho jurídicamente relevante imputable a un agente que tenía el deber de actuar de acuerdo con la función que el ordenamiento le asigna (imputatio facti), pero aún no se dice nada sobre cómo debió ser esa acción u omisión (imputatio iuris), ni sobre cuál es la consecuencia jurídica que ha de imponerse en virtud de la constatación del supuesto de hecho previsto en la norma (applicatio legis). Tal valoración no corresponde a un proceso de subsunción del hecho en la ley, toda vez que las pautas jurídicas de conducta son preconcepciones hermenéuticas que permiten apreciar un dato como hecho jurídico atribuible a un agente. Estas

pautas establecidas por el ordenamiento jurídico impiden que la imputación sea un proceso arbitrario, pues a ellas se ajustan tanto la valoración que hace el juez de un evento, como la conducta del autor. La imputación jurídica del hecho, en suma, es el razonamiento que abre la vía para imponer consecuencias jurídicas al artífice por sus actos, mas no es la subsunción lógica que impone la sanción prevista en la ley al caso concreto. Estas consideraciones tienen una inestimable repercusión práctica en el ámbito de la valoración probatoria, dado que el objeto de la imputación -el hecho que se atribuye a un agente- generalmente no se prueba directamente sino que requiere la elaboración de hipótesis inferenciales con base en probabilidades. De ahí que con cierta frecuencia se nieguen demandas de responsabilidad civil por no acreditarse en el proceso un “nexo causal” que es difícil demostrar porque no existe como hecho de la naturaleza, dado que la atribución de un hecho a un agente se determina a partir de la identificación de las funciones sociales y profesionales que el ordenamiento impone a las personas, sobre todo cuando se trata de probar omisiones o ‘causación por medio de otro’; lo que a menudo se traduce en una exigencia de prueba diabólica que no logra solucionarse con la imposición a una de las partes de la obligación de aportación de pruebas, pues el problema no es sólo de aducción de pruebas sino, principalmente, de falta de comprensión sobre cómo se debe probar la imputación y la culpabilidad. Los datos provenientes de la percepción directa tales como la presencia de una persona en un lugar y momento determinado, la exteriorización de sus acciones, la tenencia de objetos, la emisión de sonidos, la lesión a otra persona corpore corpori o bien mediante instrumentos, etc., son eventos o estados de cosas que se pueden probar directamente porque producen sensaciones. Pero la valoración de tales situaciones como hechos jurídicamente relevantes, es decir dotados de significado para el juzgador, y su relación de sentido jurídico con el resultado dañoso, son juicios de imputación que no se prueban directamente, sino que se atribuyen y se valoran mediante inferencias racionales, presunciones judiciales o indicios. Para establecer si una conducta (activa u omisiva) se puede atribuir a un agente hay que partir de categorías jurídicas como el deber de actuar, las acciones y omisiones relevantes, la posición de garante, el concepto de ‘guardián de la cosa’, las obligaciones de seguridad, etc. (que no llevan implícitos juicios de reproche), las cuales no se constatan directamente sino que se atribuyen a partir de un marco de sentido jurídico que permite la construcción de pruebas inferenciales. Es posible percibir a los individuos y algunas de sus acciones, pero el estatus de éstas como hechos jurídicos y su relación con un agente no son verificables por los órganos de los sentidos; tanto más si se trata de omisiones o de ‘causación indirecta’, pues entre la pasividad de un sujeto y el deber de evitar un resultado no existe ninguna conexión de causalidad natural. Únicamente si se reemplaza esa inactividad por la idea de un deber jurídico de actuar es posible imprimir mayor claridad y precisión a los conceptos de la comisión por omisión y la lesión por medio de otro. La prueba de la imputación del hecho a un agente no se puede establecer únicamente a partir del análisis de la ‘causalidad natural pura’, porque las explicaciones físicas o mecánicas del comportamiento generador de un resultado no

siempre son distinciones indiscutibles en el lenguaje jurídico, y nunca lo son en materia de omisiones y responsabilidad indirecta. Ello no quiere decir que se tenga que prescindir de los aportes técnicos de determinación de causalidad natural, sino que detrás de tales datos de la experiencia hay construcciones lingüísticas o de sentido jurídico por parte de quien los observa y valora. Aunque la causalidad natural no puede excluirse por completo del juicio de imputación, hay que tener presente que ella no es absoluta ni constituye todo el proceso de atribución de un hecho a un agente, porque la cualidad de artífice se encuentra prefigurada por una concepción normativa, o sea que cada comportamiento es valorado dentro de un horizonte de conductas que se erige como patrón selectivamente relevante. Existe una diferencia fundamental entre el principio de causalidad y el de razón suficiente, toda vez que el primero busca el origen material de un hecho, en tanto que el segundo se pregunta por qué un resultado puede ser atribuido a una acción dentro de un marco de valores preestablecidos. En el primer caso se habla de relaciones causales, en el segundo de explicaciones de razón. Las relaciones causales parten de regularidades detectadas en la ocurrencia de los fenómenos, con base en las cuales la ciencia construye generalizaciones inductivas a partir de la observación, el análisis estadístico y el cálculo de probabilidades. Las explicaciones de razón expresan una correspondencia no necesariamente causal entre dos hechos, de suerte que la presencia de uno de ellos lleva al juez a inferir la existencia de otro según un marco de sentido jurídico que otorga validez a dicha correlación que puede ser con o sin causalidad (esto último ocurre en materia de omisiones, por ejemplo). De manera que una persona puede originar un hecho desencadenante de un daño y, sin embargo, el nexo causal por sí solo resulta irrelevante para endilgarle ese hecho como suyo; como bien puede ocurrir que la autoría del hecho lesivo deba ser asumida por quien no tuvo ninguna intervención o injerencia física en el flujo de eventos que ocasionaron el daño. La atribución de un resultado lesivo a un sujeto, en suma, no depende en todos los casos de la producción física del perjuicio, porque el hecho de que una persona ocasione directamente un daño a otra no siempre es necesario y nunca es suficiente para cargárselo a su cuenta como suyo. Aunque la relación causal aporta algo a la fórmula de imputación en la medida en que constituye una conexión frecuente o probable entre la conducta del agente y el daño sufrido por la víctima, no explica satisfactoriamente por qué aquél puede ser reputado artífice. La persona obligada a indemnizar es usualmente, pero no siempre, el ejecutor material del perjuicio. Lo anterior explica por qué es posible imputar la agencia del daño a una persona que no tuvo ninguna participación en el flujo causal que lo desencadenó, como cuando se atribuye el hecho al heredero o a quien recibe provecho del dolo ajeno (artículo 2343 del Código Civil); a quien está a cargo del menor impúber o discapacitado causante del daño, siempre que pueda imputársele negligencia (2346); a quien está llamado a reparar el daño cometido por aquellos que estuvieren a su cuidado (2347); al empleador por los daños causados por sus empleados (2349); al dueño del animal domesticado (2353); o al tenedor de animal fiero (2354), en cuyos casos


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el hecho generador del daño se atribuye con base en criterios jurídicos y no de causación natural. De igual modo, es posible endilgar la autoría de un hecho por las abstenciones cuando el agente tenía el deber legal de actuar para evitar una consecuencia dañosa, lo cual no puede ser explicado por una ‘causalidad’ desprovista de componentes normativos porque las omisiones no son eventos sino ausencia de éstos, es decir que no generan relaciones de causalidad natural. Es un principio general que no hay responsabilidad civil por las inactividades salvo que el demandado se encuentre bajo un deber legal preexistente o tenga la posición de garante respecto de quien sufre el perjuicio. No está de más aclarar que esta imputación no lleva implícito el reproche de la conducta por haber creado un riesgo jurídicamente desvalorado y realizado en el resultado concreto típico, tal como se la suele entender en la dogmática del derecho penal, para cuya determinación la división entre la imputatio facti e imputatio iuris carece de toda importancia. De ahí que nada tiene que ver con la ‘teoría de la imputación objetiva’ que se ha desarrollado en aquella área recientemente. “En particular, lo que se viene incluyendo hoy en día dentro de la llamada “imputación objetiva” es un juicio que, en realidad, difiere de lo que la doctrina de la imputación entiende por ésta. En concreto, la llamada “imputación objetiva” en las actuales teorías del delito no constituye, propiamente, lo que durante siglos se ha venido entendiendo por tal, sino un conjunto de operaciones de interpretación y subsunción. (…) Así, en primer lugar, cuando para la imputación objetiva se exige la creación de un riesgo típicamente relevante (o jurídicamente desaprobado), no puede pasarse por alto que dicho riesgo es considerado como típico, esto es, como expresión del contenido de una norma. Lo cual supone haber interpretado ésta y subsumir en ella el hecho. (…) Además, en segundo lugar, al prestar atención a las habituales operaciones de concreción de la llamada “imputación objetiva”, se constata que a menudo se trata de reducciones teleológicas (fin de protección de la norma), de interpretaciones restrictivas (para excluir como típico lo adecuado socialmente o lo considerado irrelevante por insignificante). Dicho modo de proceder muestra que nos hallamos ante lo que la metodología jurídica considera interpretación y aplicación del Derecho. Por decirlo en forma más explícita: en la doctrina de la imputación objetiva de las teorías del delito al uso se lleva a cabo una operación que no es, en propiedad, imputación, sino un juicio de valoración de un hecho previamente imputado. Brevemente: la doctrina de la imputación objetiva no sería propiamente imputación, sino interpretación y subsunción”. (Pablo Sánchez-Ostiz. Imputación y teoría del delito. Buenos Aires: Edit. B de f., 2008. p. 482). Por cuanto la “imputación objetiva penal” es, en últimas, el juicio de desaprobación de la conducta a partir de la descripción contenida en un tipo penal, y en materia de responsabilidad extracontractual no existe esa censura previamente incorporada a una norma típica; entonces es teórica y prácticamente imposible cualquier intento de aplicar la denominada “teoría de la imputación objetiva” al campo civil. Criterios propios de la teoría del delito penal, tales como la creación de un riesgo no permitido, el fin de protección de la norma, la prohibición de regreso, etc., no son compatibles con el marco de sentido jurídico de esta área del derecho, circunscrita a indemnizar integralmente los daños ocasionados bajo las circunstancias propias del instituto de la responsabilidad extracontractual. La imputación a la que aquí se alude es el juicio sobre la cuestión de cómo atribuir un hecho a un sujeto (imputatio facti o de primer nivel), tal como se ha concebido en la dogmática civil con profundo arraigo en la tradición privatista, que la entiende como una operación constitutiva de la relación jurídica entre un agente y un resultado. La imputatio facti permite afirmar que un sujeto es el artífice de una acción (apreciación de sentido de un hecho), pero nada dice acerca de la corrección o incorrección de dicha acción según se adecue o no a un deber objetivo de cuidado o prudencia. (Karl Larenz, Op. cit. p. 201). Las pautas de atribución de un hecho a un agente, en suma, se infieren a partir de los deberes de acción que impone el ordenamiento jurídico, como por ejemplo las normas de familia que asignan obligaciones de ayuda mutua entre los cónyuges; o a los padres, tutores y curadores hacia los hijos u otros sujetos bajo su cuidado; los deberes de protección a cargo del empleador; las obligaciones de seguridad de los establecimientos comerciales y hospitalarios; la obligación de prestación de una atención en salud de calidad que la Ley 100 de 1993 impuso a las organizaciones proveedoras de servicios médicos; las situaciones que consagran los artículos 2343 y siguientes del Código Civil; o las que ha establecido la jurisprudencia, tales como el concepto de ‘guardián de la cosa’. En virtud de tales deberes la imputabilidad (posibilidad de atribución de los hechos) se generaliza en procesos abstractos de institucionalización de

37 expectativas que hacen factible que las selecciones sean pertinentes o aplicables a todos los sujetos que están en situaciones similares. Esta preconcepción se requiere, inclusive, para la determinación de la responsabilidad objetiva, pues no es posible atribuir un resultado lesivo a un artífice ‘como suyo’ si el ordenamiento no permite hacer esa atribución. Para que el juez declare que un hecho es obra de un agente, deberá estar probado en el proceso (sin importar a quien corresponda aportar la prueba), que el hecho desencadenante del daño ocurrió bajo su esfera de control y que actuó o dejó de actuar teniendo el deber jurídico de evitar el daño. El juicio de imputación del hecho quedará desvirtuado si se demuestra que el demandado no tenía tal deber de actuación. Por supuesto que la causalidad natural desempeñará un papel importante en los eventos en los que se debate una responsabilidad directa por acción, en cuyo caso la atribución del hecho al convocado a juicio se podría refutar si se demuestra que su conducta no produjo el daño (no teniendo el deber jurídico de evitarlo), sino que éste se debió a una causa extraña a su obrar, como por ejemplo un caso fortuito, el acto de un tercero o el acto de la propia víctima. 3.3. El juicio de reproche culpabilístico. En lo que respecta al componente subjetivo de la responsabilidad (exigible en los casos de responsabilidad por culpabilidad), no basta que la acción generadora del daño se atribuya al artífice como obra suya (imputatio facti), sino que hace falta entrar a valorar si esa conducta es meritoria o demeritoria de conformidad con lo que la ley exige (imputatio iuris). También en materia de culpabilidad, el dolo y la culpa se imputan a partir de un marco de sentido jurídico que valora la conducta concreta del agente, pero no se “constatan” mediante pruebas directas. La culpa de la responsabilidad extracontractual no es un objeto de la naturaleza ni una vivencia subjetiva que pueda ser percibida o sentida, sino que surge de una situación concreta que es valorada a partir de sus posibilidades de realización (como capacidad, potencia o previsibilidad): el reproche civil no radica en haber actuado mal sino en no actuar conforme al estándar de prudencia exigible, habiendo tenido la posibilidad de hacerlo. “La culpa civil -explica Barros Bourie- es esencialmente un juicio de ilicitud acerca de la conducta y no respecto de un estado de ánimo. (…) el juicio de disvalor no recae en el sujeto sino en su conducta, de modo que son irrelevantes las peculiaridades subjetivas del agente”. (Tratado de responsabilidad extracontractual. Santiago de Chile, 2009. p. 78). Esta culpa se diferencia sustancialmente de la culpa subjetiva, autónoma o espiritualizada acuñada por la filosofía moderna y que sigue las máximas internas de la moral; pues en materia de responsabilidad extracontractual la conexión psíquica o componente anímico del sujeto con lo obrado resulta irrelevante. El fundamento de la culpabilidad civil no reside ni puede residir en la doctrina del libre albedrío que presupone suprema autonomía o plena conciencia para determinarse según la regla moral que el hombre se dicta a sí mismo. En la responsabilidad civil, ser libre significa tener capacidad de adoptar pautas de acción, es decir contar con la potencialidad para emplear reglas objetivas de comportamiento que obligan a quien las incumple o desconoce. Desde luego que la atribución de responsabilidad civil presupone un destinatario libre, pero esa libertad no es concebida como voluntariedad, representatividad o conciencia de la ilicitud, sino simplemente como posibilidad de elección entre varias opciones según unas reglas de conducta social institucionalizada, independientemente del grado de conciencia que el agente tiene sobre las consecuencias jurídicas que podría acarrear el quebranto de tales reglas. La circunstancia de que los menores de diez años y las personas con discapacidad mental no sean sujetos pasibles del juicio de reproche culpabilístico según la ley civil (art. 2346), no se debe a que no puedan representarse las consecuencias de su obrar (pues eventualmente sí podrían hacerlo), sino a que la ley civil presume iuris et de iure que no tienen la posibilidad de adecuar su conducta a los parámetros socialmente exigibles. La libertad que exige la culpabilidad civil sólo requiere que el artífice cuente con la posibilidad de conocer las circunstancias del obrar por motivos razonables (previsibilidad), pero no que se haya representado las consecuencias de su conducta (falta de previsión), por lo que la culpa que resulta suficiente para endilgar responsabilidad civil es la culpa sin representación, pues de otro modo no tendría cabida en ella la impericia o completa ignorancia acerca de lo que debe saberse en un contexto específico de acción. Es cierto que la culpa con representación y el dolo son fuentes de responsabilidad civil, pero su relevancia en esta área del derecho no consiste en su grado de culpabilidad cualificada o máxima, sino en que tales conductas superan el nivel de culpa media. Una vez alcanzado este umbral de culpa media, es posible atribuir el juicio de reproche civil, pues la cul-


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38 pabilidad extracontractual no admite graduación en la medida que para imponer la obligación de indemnizar no interesa la magnitud de dicho reproche subjetivo, ni siquiera en los eventos en que la imprudencia de la víctima concurre con la del agente en el desencadenamiento del daño, en cuyos casos esta Corte -al igual que la mayor parte de la doctrina contemporánea- ha sostenido desde hace varios años que la reducción de la indemnización prevista en el artículo 2357 del Código Civil se valora en términos de “coparticipación causal”, es decir que se determina con base en criterios de imputación del hecho y no de “compensación de culpas” como ocurría en el pasado. (CSJ, SC del 16 de diciembre de 2010. Exp.: 11001-3103-008-1989-00042-01). A diferencia de la condena penal en la que el juez tiene en cuenta la magnitud del juicio de reproche para efectos de mayor o menor punibilidad en la determinación cualitativa y cuantitativa de la pena (artículo 54 Código Penal); para otorgar mecanismos sustitutivos de la pena privativa de libertad (Art. 63); y aún para tasar la indemnización por daños (Art. 97), la culpabilidad civil opera en una lógica binaria, en la que basta traspasar el umbral de culpa media del buen padre de familia para ser culpable y obligado a reparar integralmente el perjuicio, siempre que se prueben los demás elementos de la responsabilidad, claro está. La culpa extracontractual no admite graduación, por lo que no son aceptables los distintos niveles de culpa que para la celebración de negocios acuñó la tradición romana, recogidos en el artículo 63 de nuestro ordenamiento civil. Memórese -según se dijo en el recuento histórico de esta parte motiva- que la responsabilidad civil extracontractual no deriva en sentido estricto de las fuentes romanas de las obligaciones. Y según se explicó en párrafos precedentes, la culpabilidad que le es inherente no coincide con el reproche subjetivo propio de la moralidad, para la que sí es importante la intensidad del juicio de desvalor. La culpabilidad -se reitera- no implica suprema autonomía para determinarse (voluntariedad) sino potencialidad o capacidad para obrar por motivos razonables (volición), o sea por razones atendibles según el sujeto que imputa (juez) de conformidad con los valores del sistema de derecho civil de cada época y lugar. De ahí que la situación psicológica del agente respecto de su conducta como generadora de un daño resulta irrelevante para decidir sobre su culpabilidad. En resumen, es posible reprochar un hecho a un sujeto porque tal hecho es producto de su libertad. La libertad en materia extracontractual significa que el artífice ha de contar con alternativas de decisión o poder de control de la situación, es decir que se trata de una libertad entendida como volición. Luego, el agente no responde de aquello en lo que no participa con esta libertad mínima, porque entonces el resultado no podría imputársele sino que sería causa extraña. Estas son las condiciones de realización de la atribución de culpabilidad pero no son la culpa misma, pues ésta se patentiza en la valoración de la conducta como falta de prudencia. La culpa civil es falta de prudencia. En la tradición filosófica que se remonta a Aristóteles, la prudencia no es una virtud del carácter o la moralidad (ética), sino del intelecto o razón (dianoética). “Parece propio del hombre prudente -afirma el Estagirita- el ser capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo para vivir bien en general. (…)

Llamamos prudentes a los que, para alcanzar algún bien, razonan adecuadamente. Un hombre que delibera rectamente puede ser prudente en términos generales. (…) La prudencia, entonces, es por necesidad un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno para el hombre”. (Ética a Nicómaco, Libro VI. Madrid: Editorial Gredos, 1988, p. 275). Por medio de la prudencia, entendida como cálculo razonable o discernimiento, se obtienen los mejores resultados en un contexto específico de acción. La prudencia no es algo abstracto, teórico, metafísico o idealizado, sino la acción concreta y estratégica que se requiere para la obtención de un resultado deseable; es, en suma, la recta razón o el justo medio en las materias o labores prácticas: es cautela, diligencia, moderación, sensatez o buen juicio. El parámetro para medir la prudencia es el hombre prudente en su desenvolvimiento social y no una idea abstracta. (Pierre Aubenque. La prudencia en Aristóteles. Barcelona: Grijalbo, 1999. pp. 50, 63, 77, 79). La falta de prudencia o moderación es el obrar por exceso o por defecto: por defecto, cuando se incurre en desidia, descuido, negligencia, ignorancia, despreocupación o impericia; por exceso, cuando se actúa con precipitación, impertinencia, necedad, atrevimiento, temeridad, indiscreción, insensatez, irreflexión o ligereza. La inobservancia de reglas o normas preestablecidas de conducta es imprudencia in re ipsa, es decir que implica un juicio automático de culpa cuando tiene una correlación jurídica con el daño resarcible. La culpa civil no es un error esporádico respecto a los resultados obtenidos (que no tendría relevancia jurídica en la responsabilidad por culpabilidad), sino un error o anomalía que surge de la comparación de la conducta pasada con el estándar de conducta jurídicamente aceptado. La repetición o persistencia en el error puede dar lugar a culpa en la medida que aumenta las posibilidades de calcular razonablemente la inadecuación de la conducta a los parámetros sociales, técnicos, científicos o profesionales jurídicamente exigibles. De esto eran conscientes los antiguos autores latinos, siendo ello, precisamente, lo que quiso significar Cicerón en su frase: “Cuiusvis hominis est errare: nullius nisi insipientis in errore perseverare” (Es propio de los hombres errar, pero sólo del ignorante perseverar en el error) [Filípica XII 5]. Muchos siglos después, Agustín de Hipona citó en sus Sermones una frase similar: “Humanum fuit errare, diabolicum est per animositatem in errore manere” (Fue propio del hombre errar, pero permanecer en él por orgullo es malvado). Si bien es cierto, entonces, que cometer errores es excusable, la permanencia obstinada en ellos puede convertirse en negligencia cuando el agente no realiza las actuaciones socialmente exigibles en un contexto determinado. Luego, la máxima que dice que el error no genera culpa no es absoluta. La culpa civil, en suma, se concreta en un error de cálculo frente a lo que es objetivamente previsible. Si el actor previó o no que su conducta podía derivar en un evento dañoso es irrelevante para efectos de alcanzar el nivel de culpa sin representación. Lo importante es que haya actuado (o dejado de actuar) por fuera del rango de sus posibilidades de acción respecto de lo que está jurídicamente permitido. Sólo así se logra entender el factor de reproche subjetivo de la responsabilidad civil como una postura del entendimiento y no como voluntariedad de la conducta moral.

La culpa civil sólo logra configurarse cuando se verifican las posibilidades reales que el agente tuvo al ejecutar su conducta. Luego, no hay culpa extracontractual cuando el daño ha acontecido en circunstancias tales que el agente no tuvo la oportunidad de prever (se reitera que no interesa si en efecto las previó o no), es decir cuando no tuvo la opción de evitar el daño. “La previsibilidad no hace referencia a un fenómeno psicológico, sino a aquello que debió ser previsto, atendidas las circunstancias. (…) No hay culpa cuando el hecho no pudo razonablemente ser previsto. (…) El deber concreto de cuidado sólo puede ser determinado sobre la base del contexto de la conducta (lugar, medios, riesgos, costos, naturaleza de la actividad emprendida, derechos e intereses en juego)”. (Barros Bourie, Tratado de responsabilidad extracontractual. pp. 86, 90). El agente es destinatario de un reproche de culpabilidad en cuanto tiene la aptitud de actuar mediante pautas de acción, es decir de modo racional. La racionalidad de su conducta se determina en la distinción de las reglas que establecen el estándar de imputación jurídica (que describen el patrón de hombre razonable o prudente), por un lado, y la propia conducta del agente, por otro. Los parámetros que rigen la conducta del agente normalmente no están positivizados, salvo algunos casos de reglamentaciones administrativas, como por ejemplo las normas de tránsito; las normas sobre calidad total del servicio de salud; las guías y protocolos médicos de los servicios seccionales de salud de los municipios; las reglamentaciones sobre calidad de las construcciones y sismorresistencia, para evitar que las construcciones causen daños a terceros, etc. La violación de tales pautas, como ya se dijo, lleva implícita la culpa siempre que su inobservancia tenga una correlación jurídica con el evento lesivo. La función de estas reglas no es imponer consecuencias en el sistema de la responsabilidad extracontractual pues sus efectos se circunscriben al ámbito profesional, técnico o científico para el que están destinadas a regir; de ahí que el juicio de atribución de culpabilidad que se hace con base en las mismas no obedece a un mecanismo de subsunción o applicatio legis ad factum, sino a un proceso hermenéutico que toma como tertium comparationis las reglas de experiencia, de ciencia y de técnica propias del contexto en que el imputado se desenvuelve, con el fin de valorar su conducta a la luz de los estándares de prudencia. Tales estándares pueden demostrarse por cualquier medio de prueba legalmente admisible o, inclusive, no requerir prueba cuando se trata de hechos notorios, lo que acontece cuando los parámetros de conducta socialmente exigibles son tan evidentes, que toda persona de mediano entendimiento tiene la posibilidad de conocerlos. Por ejemplo: el ciclista que va a toda velocidad por un sendero peatonal y atropella a un peatón por no tener cuidado. El deber de cuidado que se exige a todo el que conduce una bicicleta es algo tan ostensible que no es necesario que esté en ninguna reglamentación; de ahí que no requiera prueba por ser un hecho notorio. Estas reglas ofrecen al juez una escala de medición para enfrentarse en retrospectiva (valoración de lo realizado) a la conducta que el ordenamiento habría esperado (confía) que el sujeto adoptara. Únicamente si se prueba en el proceso la existencia de tales pautas de conducta y que el demandado las infringió habiendo tenido la


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posibilidad de actuar conforme a lo que el ordenamiento esperaba de él, es posible imputar culpabilidad. Tal juicio de reproche se descarta, naturalmente, si se demuestra que la conducta del convocado a juicio fue prudente, es decir que obró de conformidad con el deber de diligencia y cuidado que le asiste. La culpa como falta de prudencia, en suma, es meramente pragmática en la medida que se basa en la experiencia de lo que en cada caso concreto resulta más eficaz para impedir la producción de los daños, es decir en la facultad de autocontrol del sujeto. Tal factor de reproche, en sentido normativo, es el producto de la confrontación del resultado acaecido con el resultado que se exige al sujeto como destinatario de las reglas de conducta de cada ámbito social o profesional. Con ello se descartan todas aquellas visiones plagadas de connotaciones voluntaristas o psicologistas como el engaño, el fraude, la mala fe, la mala conciencia, la intención de perjudicar, la representación del resultado, la falta de previsión de las consecuencias, etc., que no son esenciales a la culpa de la responsabilidad civil extracontractual. La adecuación de la culpabilidad civil a valores jurídicos permite comprender que la visión naturalista o psicologista de las instituciones jurídicas no es la única posible y, por el contrario, se debe ampliar hacia un enfoque normativo. La anterior elucidación es de suma importancia porque permite distinguir la culpa civil de todo aquello que no le es predicable, con lo cual se gana poder explicativo, se fijan pautas para saber qué pruebas tiene que valorar el juez en la construcción del juicio de reproche, y se refuerzan las bases para comprender, a la luz de un criterio más racional, el fundamento de la culpabilidad de las personas jurídicas o sistemas no psíquicos, que hasta ahora no ha sido suficientemente esclarecido por seguir anclados en el paradigma de la conciencia. Estas explicaciones no producen ninguna variación en la interpretación de las normas que rigen la responsabilidad civil, ni mucho menos alteran los márgenes de lo imputable según el ordenamiento positivo, pues tan sólo introducen un mayor grado de rigurosidad conceptual para afianzar las estructuras dogmáticas de esta área del derecho, facilitar la búsqueda de la verdad y evitar inconsistencias en la motivación de las sentencias, lo que se traduce en mayores garantías para las partes. 4. El fundamento de la responsabilidad directa de las personas jurídicas. La filosofía moral valora la conducta del sujeto a la luz de un enfo-

39 que voluntarista, es decir que funda su juicio de reproche en la facultad del ser humano para actuar según su libre albedrío, sabiendo lo que es moralmente bueno o malo para sí y para sus semejantes. Esta doctrina de la responsabilidad moral no resulta idónea para explicar la atribución de responsabilidad civil por violación de bienes jurídicos ajenos, como quedó demostrado en el punto anterior. Tampoco responde los problemas que se presentan en la labor de atribución de culpa directa a las personas jurídicas o sistemas no psíquicos, pues es evidente que ellas no poseen voluntariedad ni autoconciencia; por lo que han fracasado todos los intentos que hasta ahora se han hecho para explicar la imputación de responsabilidad subjetiva a tales entes a partir de su asimilación con las personas naturales. La responsabilidad directa de las personas jurídicas no se deduce únicamente de la valoración de la conducta de los individuos de la especie humana que las conforman (aunque tales conductas suelen tenerse en cuenta); ni mucho menos se puede inferir a partir de una disminución de las exigencias probatorias en sede procesal, pues tales respuestas no resuelven el problema en su real dimensión y, de hecho, ni siquiera alcanzan a plantearlo de manera satisfactoria. Hasta ahora se ha explicado la responsabilidad civil de los entes colectivos a partir de distintas posiciones, la primera de las cuales correspondió a la responsabilidad “indirecta” o “por el hecho ajeno”, que trataba de conectar la conducta lesiva de la persona física con los poderes de dirección y control de los administradores, o con sus defectos de vigilancia. Esta solución no era más que una proyección de la imputación individual a los entes colectivos, pues a la culpa del artífice directo del daño se sumaba la propia culpa del directivo por haber hecho una mala elección o vigilancia, lo que se estimaba suficiente para atribuir a la persona moral la responsabilidad por el hecho del subordinado. En realidad, si bien se mira, no se trata de una culpa indirecta o mediata del ente colectivo en la producción del perjuicio, sino de la propia culpa del directivo por el hecho de haber contratado al agente dañador o por no vigilarlo como debía. Según este enfoque, la culpa del empleado se comunicaba al empleador por una razón distinta a la producción del daño, lo que a simple vista dista mucho de una verdadera culpabilidad del ente colectivo por la realización del perjuicio, tanto así que la persona moral podía desvirtuar la presunción de culpa si

demostraba que el agente causante del daño no estaba bajo su vigilancia y cuidado, o si a pesar de la autoridad y el cuidado que su calidad le confería no habría podido impedir el hecho dañoso. Esta concepción confundía la atribución del daño al ente colectivo con su culpabilidad, la cual no quedaba en modo alguno demostrada. Si la persona jurídica tiene el deber de control y vigilancia sobre sus dependientes, ello es una obligación que el ordenamiento le asigna y que puede dar lugar a la imputatio facti, pero nada dice aún respecto del juicio de reproche sobre la actuación u omisión generadora de la lesión. Esta doctrina fue abandonada desde mediados del siglo pasado, al considerar la Corte que “en tratándose de la responsabilidad civil extracontractual de personas jurídicas (...), no existe realmente la debilidad de autoridad o la ausencia de vigilancia o cuidado que figura indefectiblemente como elemento constitucional de la responsabilidad por el hecho ajeno, ya que la calidad de ficticias que a ellas corresponde no permite en verdad establecer la dualidad personal entre la entidad misma y su representante legal que se confunden en la actividad de la gestión”. (G.J.I. XLVIII, 656/57). Una vez revaluada la teoría de la responsabilidad indirecta de los entes morales, se fue dando paso a la doctrina de la responsabilidad directa; desplazándose en tal forma de los artículos 2347 y 2349 al campo del 2341 del Código Civil. En relación con esta clase de responsabilidad, nació por obra de la jurisprudencia la tesis llamada ‘organicista’, según la cual la persona jurídica incurría en responsabilidad directa cuando los daños eran producidos por sus órganos directivos -directores o ejecutores de su voluntad-, y en responsabilidad indirecta en los restantes eventos. El enfoque organicista asimilaba las personas jurídicas a seres biológicos u orgánicos con libertad de acción, voluntariedad y conciencia encarnada en las instancias directivas, mientras que el personal subordinado u operario únicamente podía desempeñar las labores preordenadas por aquella especie de ‘cerebro’, por lo que sólo comprometían indirectamente al órgano cuando el daño era ocasionado en seguimiento de las órdenes impartidas por los administradores. Esta explicación, aunque cumplía una función de ilustración pedagógica, no era una representación idónea de las organizaciones, por lo que no debe exagerarse su justo valor y alcance en la realidad. Es una verdad ostensible que las personas jurídicas estructuradas en forma de sistemas organizativos no están

concebidas a imagen y semejanza del hombre, ni actúan igual que él; por lo que no es acertado fundar la responsabilidad civil de tales entes a partir de su analogía con los sistemas biológicos. El enfoque organicista, en suma, no explicaba las cuestiones concernientes a la responsabilidad directa de los entes colectivos, dado que, en últimas, atribuía la culpa al directivo que dio la orden o dejó de darla, o bien a los subalternos, pero no directamente a la persona moral como obra suya reprochable. Tampoco existe ningún motivo razonable para variar la posición de la entidad jurídica frente a los actos lesivos de quienes ejecutan sus funciones por el simple hecho de que éstos desempeñen labores de dirección o de subordinación, puesto que al fin de cuentas todos ellos cooperan al logro de los objetivos de la persona moral, independientemente de las calidades u oficios que realicen. A partir de la sentencia de 30 de junio de 1962 (G.J. t, XCIC), ratificada en fallos posteriores, se abandonó esa corriente jurisprudencial, al entender la Corte que la responsabilidad extracontractual de las personas jurídicas es directa, cualquiera que sea la posición de sus agentes productores del daño dentro de la organización. En concreto sostuvo: “Al amparo de la doctrina de la responsabilidad directa que por su vigor jurídico la Corte conserva y reitera hoy, procede afirmar pues, que cuando se demanda a una persona moral para el pago de los perjuicios ocasionados por el hecho culposo de sus subalternos, ejecutado en ejercicio de sus funciones o con ocasión de éstas, no se demanda al ente jurídico como tercero obligado a responder de los actos de sus dependientes, sino a él como directamente responsable del daño. (…). Tratándose pues, en tal supuesto, de una responsabilidad directa y no indirecta, lo pertinente es hacer actuar en el caso litigado, para darle la debida solución, la preceptiva legal contenida en el artículo 2341 del Código Civil y no la descrita en los textos 2347 y 2349 ejusdem”. (SC del 17 de abril de 1975). El demandado en este tipo de acción no se exime de culpa si demuestra que el agente causante del daño no estaba bajo su vigilancia y cuidado, o si a pesar de la autoridad y el cuidado que su calidad le confiere no habría podido impedir el hecho dañoso, pues estas situaciones son irrelevantes en tratándose de la responsabilidad directa de los entes morales. De ahí que se dijera que en esta última “la entidad moral se redime de la carga de resarcir el daño, probando el caso fortuito, el hecho de tercero o la culpa exclusi-


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40 va de la víctima”. (Sentencia de casación de 28 de octubre de 1975). Tal postura es más sencilla y consistente que las anteriores, aunque no está exenta de críticas justificadas, puesto que aún no ha explicado las diferencias que hay entre la culpa de la persona jurídica y la atribución del hecho dañoso como suyo. Según algunos autores, parecería que esta culpa es objetiva o se presume una vez probada la responsabilidad del agente, pues no está claro de qué manera la organización puede demostrar su propia diligencia y cuidado para librarse de la atribución de culpabilidad, toda vez que -según la jurisprudencia que se acaba de citar- la persona moral sólo se exime de responsabilidad con la prueba de una causa extraña. Estas dificultades teóricas no son exclusivas de la jurisprudencia nacional sino que subyacen a la teoría de la responsabilidad civil, como bien lo ha anotado la doctrina comparada; siendo de uso frecuente omitir cualquier referencia textual a la culpa o, a lo sumo, mencionándola como un mero homenaje a la tradición, sin que la motivación de las decisiones judiciales se detenga a reflexionar sobre el aludido punto. Al respecto, Giovanna Visintini comenta: “Por lo tanto, aplicando la disposición mencionada, el hecho ilícito del empleado, o, como también se lo llama, del encargado, determina la responsabilidad de quien confirió el encargo, a raíz de que este es el titular de la actividad en el ejercicio de la cual él contrata trabajadores, y no porque esté en condiciones de vigilarlos, o de escogerlos en el momento de la contratación. De allí que quien confirió el encargo responde porque asume el riesgo de una iniciativa económica, y no porque se le pueda atribuir una culpa en la elección o en la vigilancia sobre el encargado. Por lo visto, a través de la evolución jurisprudencial, la norma ha sido adaptada a nuevas funciones, llegando a pertenecer al sistema de responsabilidad objetiva y a reflejar el modelo teórico elaborado por la doctrina, acorde con el cual la empresa que en el ámbito de su organización ocasiona perjuicios con cierta regularidad, debe asumir el riesgo correspondiente y traducirlo en un costo. En efecto, la razón que justifica la asunción de la responsabilidad por parte del empresario por el hecho ilícito de su obrero o empleado se halla en un principio económico, o mejor dicho en la teoría de la distribución de costos y beneficios”. (¿Qué es la responsabilidad civil? Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2015. p. 194). La anterior postura, sustentada en la responsabilidad objetiva, es insostenible en nuestro ordenamiento jurídico, toda vez que el régimen general de responsabilidad civil presupone la culpa como elemento esencial e imprescindible (Art. 2341). Llegados a este punto, podría pensarse erróneamente que la responsabilidad directa de los entes morales es teóricamente injustificable, pues ninguna de las explicaciones mencionadas resuelve el problema de la culpa directa de la persona jurídica en la producción de daños ocasionados en despliegue de su función o con ocasión de ella. Las dificultades para explicar y probar la responsabilidad directa de las personas jurídicas surgen del prejuicio de concebirlas como entes semejantes a los organismos psíquicos o humanos, pasando por alto que los sistemas supraindividuales tienen una estructura, organización, fines y procesos de acción y comunicación completamente distintos a los de sus elementos humanos.

El mayor impedimento para entender la culpa directa de los entes colectivos por los daños que ocasionan sus procesos organizacionales radica en un obstáculo epistemológico y no en una imposibilidad teórico-práctica. El obstáculo consiste, como ya se demostró, en creer que la culpabilidad civil se origina en la libertad como voluntariedad, autoconciencia o moralidad, lo cual no es más que un rezago de la doctrina teológica del libre albedrío que presupone la consciencia del obrar, extraña por completo al derecho de la responsabilidad civil extracontractual. De manera incomprensible, se ha partido de la idea de voluntariedad para explicar una culpa que no es en modo alguno voluntaria, aunque requiera un mínimo de volición o capacidad para identificar patrones de comportamiento coordinados a fin de evitar producir daños, lo que implica una racionalidad que no es exclusiva de los seres humanos. 5. La responsabilidad sistémica de las personas jurídicas La responsabilidad de las personas jurídicas es directa y tiene su fundamento normativo en el artículo 2341 del Código Civil, tal como lo ha afirmado la jurisprudencia de esta Corte desde mediados del siglo pasado. Los seres humanos son sistemas psíquicos, las personas jurídicas estructuradas en forma de organizaciones son sistemas compuestos por personas naturales, pero no son únicamente una suma o agrupación de personas naturales. De hecho, los sistemas organizativos se definen a partir de su diferenciación con el entorno y con los elementos que los conforman; por ello sus procesos, actuaciones, métodos, estructuras y fines no son los mismos ni coinciden con los de sus miembros o elementos. De ahí que en tratándose de la responsabilidad de las personas jurídicas constituidas en forma de sistema, como lo son las entidades de la seguridad social en salud, lo primero que hay que hacer es adentrarse en el análisis del funcionamiento y estructura de dicho sistema, pues es la única forma de establecer el origen de la responsabilidad, su fundamento y los límites entre la responsabilidad del ente colectivo y la de cada uno de sus miembros. Según se explicó en el capítulo anterior, la dogmática del siglo XIX permitió atribuir responsabilidad extracontractual al ente colectivo mediante la previa imputación del daño a un agente determinado, lo que implicaba desconocer la realidad de los procesos organizacionales del mundo de hoy, que suelen ocasionar daños a terceros mediante culpa o infracción de deberes de cuidado propios de la persona jurídica, aun cuando no sea posible atribuir el origen de la anomalía o hacer el juicio de reproche a un individuo en concreto. Cierto es que los sistemas organizativos sólo pueden tomar decisiones y actuar a través de los seres humanos que los conforman, pero de ahí a dar por sentado que sólo son imputables las personas naturales hay una enorme distancia. Una cosa es que los procesos organizacionales con aptitud de ocasionar daños a terceros necesiten de la intervención humana para su realización, y otra bien distinta que esos procesos sólo sean atribuibles a los miembros de la organización en tanto individuos de la especie humana. Es factible -y de hecho ocurre con frecuenciaque no sea posible realizar un juicio de reproche culpabilístico a un individuo determinado o a varios de ellos como generadores del daño, pero

que sí estén probados todos los elementos para endilgar responsabilidad a la persona jurídica por fallas, anomalías, imperfecciones, errores de cálculo o de comunicación, y, en fin, violación de los deberes de cuidado de la propia organización, perfectamente identificables, constatables y reprochables, lo que impide considerarlos como “anónimos”. En la actividad empresarial contemporánea, un daño a un bien jurídico ajeno no sólo puede originarse como resultado de la ejecución de las decisiones administrativas o del despliegue de conductas adoptadas por la cadena jerárquica, sino que puede deberse a falencias de planeación, de control, de organización, de coordinación, de disposición de recursos, de utilización de la tecnología, de flujos en la comunicación, de falta de políticas de prevención, entre otras variables que deben quedar plenamente identificadas para efectos de asignación de responsabilidad, pero que no siempre son atribuibles a uno o varios individuos determinados, por lo que el funcionamiento de la organización no se mide según las nociones tradicionales extraídas del paradigma de la conciencia y la voluntariedad moral del ser humano. A fin de establecer lo que se entiende por ‘conducta empresarial’ generadora de responsabilidad civil, es preciso tener una comprensión básica del funcionamiento de las organizaciones y de la forma en que éstas toman decisiones con relevancia jurídica, pues sería un error intentar obtener una formulación teórica de aquel concepto sin detenerse a analizar las explicaciones que se apoyan en los datos de la experiencia, en la medida que la realidad empresarial ha cambiado sustancialmente desde cuando se expidieron las normas que fundamentan el régimen general de responsabilidad civil, por lo que el simple hecho de copiar las formas antiguas no resulta satisfactorio para solucionar los problemas actuales. La teoría clásica de la administración partía del enfoque organicista, es decir que concebía las organizaciones a partir de una analogía con los seres biológicos. Esta teoría propugnaba la racionalización del trabajo; la sustitución del criterio individual del trabajador y de su capacidad de improvisación por la planificación de métodos basados en procesos científicos; el control del trabajo según las normas establecidas y los planes previstos por los órganos de dirección; la selección científica y la preparación de los trabajadores para que produjeran más y mejor; la asignación diferenciada de tareas, funciones y responsabilidades para lograr la disciplina en la ejecución del trabajo; y la dirección y vigilancia estricta de las labores según un diseño planificado. Poca libertad e iniciativa quedaba al empleado, quien era considerado como un simple operario o complemento de la maquinaria que obedecía estrictamente las órdenes dadas en una cadena de autoridad claramente definida y conocida por todos desde la cima de la organización hasta cada individuo subordinado. Este enfoque permitía reconocer una línea de mando claramente establecida en la que cada empleado recibía órdenes de un superior, por lo que existía una cabeza y un plan para cada grupo de actividades con un mismo objetivo. La empresa se consideraba como una estructura en la que cada pieza estaba distribuida de manera rígida y estática según unos principios normativos que decían cómo debían hacerse las cosas y quién debía hacerlas, es decir que indicaban cómo debería operar una organización que idealmente se asimilaba a una entidad anatómica viva pero no explicaba mucho acerca de su real funcionamiento.


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La manera de entender la estructura empresarial estaba influida por antiguos modelos formales y centralizados tales como la organización militar y eclesiástica, con base en los cuales se llegó a sostener que la responsabilidad de la persona jurídica derivaba de la voluntad exteriorizada por sus órganos de dirección y control, así como de la conducta de sus subordinados cuando cometían daños en razón del seguimiento y aplicación de las políticas y objetivos empresariales. La aludida teoría se empleó en el pasado para atribuir responsabilidad a la persona jurídica por falta de diligencia y cuidado en la selección y supervisión de sus trabajadores, por interpretación extensiva de los artículos 2347 y 2349 del Código Civil, establecidos exclusivamente para regular relaciones de dependencia simples y directas entre personas naturales, tales como padres e hijos menores, tutores o curadores y pupilos, directores de colegios y sus discípulos, artesanos y aprendices, o amos y sirvientes. Tales normas presuponen un vínculo de subordinación y dependencia que únicamente puede entenderse en el contexto histórico del derecho romano para el que el paterfamilias, el tutor, el curador, el maestro y el amo ejercían la vigilancia y custodia de quienes estaban bajo su potestad, entendiéndose que el hecho de éstos generalmente era responsabilidad de aquéllos. Sin embargo, no es acertado ampliar el ámbito de aplicación de aquellas normas a un contexto de responsabilidad corporativa, pues los hechos en que ésta se funda son completamente distintos a los de la responsabilidad derivada de la culpa in vigilando propia de la responsabilidad de los padres, maestros, amos (hoy empleadores) y demás personas naturales llamadas a responder por el hecho de un tercero que está bajo su dependencia y cuidado, por lo que no es admisible extender los efectos de los artículos 2347 y 2349 del Código Civil a circunstancias fácticas ajenas a los supuestos de hecho contenidos en esas disposiciones. En las relaciones de producción premodernas primaba un vínculo de estrecha dependencia entre el aprendiz y su maestro artesano, o entre el criado y su amo, por lo que era apenas esperable que los señores (domini) respondieran por los daños causados por sus siervos, dada la autoridad y cuidado que su calidad cuasipaternal les confería. Una prueba de esto se halla en la definición de familia que consagra el Código Civil, según la cual ésta comprende, además de la mujer y los hijos, “el número de sirvientes necesario para la familia” (Art. 874), lo cual sólo puede entenderse si se tiene en cuenta que hasta hace muy poco tiempo las empresas eran, esencialmente, organizaciones familiares. Es cierto que tal definición no se adecua al concepto contemporáneo de familia, como también lo es que las palabras “sirviente”, “criado” y “amo” poseen en la actualidad una connotación peyorativa (Corte Constitucional, C-1235 de 2005). No obstante, el aludido anacronismo deja en evidencia que el legislador patrio de 1887 no se refirió, ni pudo referirse, en los artículos 2347 y 2349 del Código Civil a la responsabilidad civil de las organizaciones empresariales de hoy en día. La simple interpolación, interposición o reemplazo de palabras que hizo la jurisprudencia constitucional de los términos “sirviente o criado” por “trabajador”, y “amo” por “empleado”, cumplió la finalidad de eliminar la carga de discriminación e indignidad que aquellos conceptos entrañaban; pero en ningún caso podría entenderse que tal suplantación de vocablos tiene la aptitud de extender la responsabilidad indirecta a las personas jurídicas. La responsabilidad por el hecho ajeno consagrada en los artículos 2347 y 2349 de la ley sustancial, se estructura sobre el deber de vigilancia que la norma impone a los padres, tutores, curadores, directores de colegios y escuelas, y empresarios sobre sus hijos, pupilos, artesanos, aprendices y dependientes, respectivamente. En estos eventos la ley establece que los primeros, debido a la posición dominante que les otorga su autoridad, tienen el deber de impedir que los segundos actúen en forma imprudente, de suerte que si la conducta de éstos genera algún tipo de daño, la ley presume que ello acontece por desatender u omitir su función de buenos vigilantes. El reproche de culpabilidad no se circunscribe en estos casos a analizar si hubo o no culpa en la producción del daño, sino a valorar la vigilancia que el superior ejerce sobre quien está bajo su cuidado. En cambio, en el esquema de producción contemporáneo, influido por una economía mercado en la que tienen lugar actividades empresariales a gran escala, no hay ninguna razón para exigir a las empresas un deber de vigilancia sobre la conducta de sus subordinados para efectos de deducir responsabilidad directa por los daños causados a terceros, toda vez que esta responsabilidad no surge de la falta de vigilancia de los directivos sobre los trabajadores, sino de la culpa de la persona jurídica por la realización de sus procesos organizativos, de la cual se puede eximir si demuestra los mismos

41 supuestos de hecho que pueden esgrimir las personas naturales, esto es el caso fortuito, el hecho de un tercero, la culpa exclusiva de la víctima, y la diligencia y cuidado socialmente esperables. Hoy en día no es posible exigirle a una empresa que adopte una determinada política de control de personal, de imposición de disciplina o planificación de métodos, dado que ello está reservado al libre designio de la organización según la racionalidad pragmática o estratégica que desee implementar en el modelo de producción adoptado o, inclusive, por factores externos que escapan a su facultad de decisión. Cada empresa sabrá, según su propia estructura organizacional, si ejerce o no vigilancia sobre sus trabajadores y en qué medida lo hace, sin que el derecho civil tenga ningún poder de injerencia en el moldeamiento de esa relación. Lo anterior se evidencia en la atención que las instituciones prestadoras del servicio de salud brindan a sus clientes, para lo cual contratan personal administrativo, médico y paramédico (agentes) cuyas acciones no pueden ser verificadas por el centro de decisión (principal). En este caso se produce una situación de asimetría de la información que pone en desventaja al principal, porque una vez establecido el vínculo contractual, el principal no puede verificar, observar o vigilar la acción que el agente realiza, o no tiene forma de controlar perfectamente esa decisión. La institución podrá instaurar rigurosos procesos de selección de personal, establecer planes de acción previos, capacitar o instruir a sus agentes, implementar modelos de acción, protocolos de atención o instructivos de decisión; podrá, incluso, ejercer un control posterior mediante auditorías. Pero lo que no podrá hacer jamás, porque escapa totalmente a sus posibilidades reales, es controlar, vigilar, observar o verificar por completo la labor desempeñada por sus agentes al momento de brindar la atención al cliente. La responsabilidad del principal, por tanto, no puede depender de unas variables altamente difusas y borrosas que están más allá de sus facultades materiales. Para efectos de atribuir responsabilidad patrimonial a una persona jurídica organizativa por los perjuicios causados a terceros en despliegue o con ocasión de su función, al derecho no le interesa si el agente dañador está sujeto a vigilancia, control y dirección; ni el grado de autoridad o cuidado al que está sometido; ni el eventual beneficio que el servicio del trabajador reporte al principal; o si el auxiliar acata las instrucciones de su superior o actúa en contravía de ellas; o si la empresa recibe un beneficio económico (o pérdidas) del trabajo de sus auxiliares. Es más, ni siquiera en todos los casos es exigible la falta de cuidado atribuible a una persona natural determinada, porque lo que realmente interesa para efectos de endilgar responsabilidad directa al ente colectivo es que el perjuicio se origine en los procesos y mecanismos organizacionales constitutivos de la culpa in operando, es decir que la lesión a un bien jurídico ajeno se produzca como resultado del despliegue de los procesos empresariales y que éstos sean jurídicamente reprochables por infringir los deberes objetivos de cuidado; lo cual no sólo se da en seguimiento de las políticas, objetivos, misiones o visiones organizacionales, o en acatamiento de las instrucciones impartidas por los superiores. En los años recientes, la teoría y práctica de la administración ha experimentado cambios sustanciales desde un enfoque de sistemas que permite identificar las operaciones no como actos de voluntad de los individuos sino como procesos que surgen como un todo organizado, compuesto por distintos elementos identificables a partir de la distinción con el entorno donde operan. Las organizaciones se consideran sistemas en continua interacción con el entorno, lo que permite identificar las variables internas y externas que tienen impacto sobre las acciones y decisiones administrativas y el desempeño organizacional en cada situación específica. Las funciones de un sistema dependen de su estructura y organización, y atienden a las condiciones de la realidad, por lo que son contingentes y variables según las circunstancias particulares de las empresas, lo que permite atribuir responsabilidad a la persona jurídica de conformidad con los fines implícitos en cada proceso, los flujos de comunicación de los distintos elementos, los factores de decisión y la ejecución de las técnicas de producción o prestación del servicio. El diseño organizativo está profundamente afectado por la tecnología que utiliza la organización, siendo una especie de esta tecnología el conocimiento que tienen las personas naturales que forman parte de la empresa. La organización es un sistema complejo que se define como un conjunto de elementos interrelacionados para alcanzar un objetivo o lograr un fin. “Un sistema puede ser definido como un complejo de elementos interactuantes”. (Ludwig Von Bertalanffy. Teoría general de los sistemas. México: FCE, 2014. p. 56). Tales elementos son interdependientes, por lo que no basta estudiarlos aisladamente. No obstante, para la identificación de


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42 una unidad de acción susceptible de imputación no es posible abarcar la totalidad de las relaciones o condiciones de contorno dentro del sistema complejo, por lo que se presenta la necesidad de introducir criterios de selección según el marco de valores del ordenamiento jurídico. En la atención a un cliente del sistema de salud, por ejemplo, es poco probable que la responsabilidad se deduzca de la conducta de un individuo o que surja en un único instante, a menos, claro está, que el daño se pueda imputar a una acción u omisión específica, lo que casi nunca ocurre. Generalmente acontece que desde que el paciente entra en contacto con el sistema sanitario para obtener el restablecimiento de su salud, es atendido por agentes administrativos, médicos, paramédicos y coordinadores, que interactúan entre sí y con el paciente y su familia, a fin de lograr el propósito esperado mediante la ejecución de procesos de diagnóstico, tratamiento, quirúrgicos, de recuperación, seguimiento, control de resultados y los demás que se estimen necesarios según el estado de la ciencia, quedando un gran número de estos procesos determinados por la estructura misma y no solo por sus elementos. (Rolando García. Sistemas complejos. Barcelona: Gedisa, 2013. p, 52). La estructura establece una articulación entre todos sus elementos, los cuales están suficientemente bien diferenciados como para ser considerados unidades de análisis cuyas propiedades integrales y relaciones mutuas definen las características del sistema total. Las funciones de los elementos del sistema son diferenciables pero no independientes o aisladas, por lo que cada uno de éstos se define en relación con los otros. El sistema, a su vez, está inmerso en una realidad más amplia con la cual interactúa, y que influye en mayor o menor medida en el éxito de los procesos. En el análisis de un sistema complejo existen dos niveles de descripción: el de los procesos llevados a cabo por cada elemento del sistema y el de los procesos que tienen lugar en el sistema como un todo, y que están determinados por las interrelaciones entre los elementos. La identificación del proceso unitario a partir del cual se deduce responsabilidad por deficiente prestación del servicio de salud depende de la especificación de un fragmento espaciotemporal en el que se seleccionan los elementos, las decisiones, las operaciones y los flujos de comunicación correspondientes a cada proceso con relevancia para incidir en el resultado final que se investiga, por fuera del cual quedarán otros tantos que el observador considera intrascendentes. Esta selección permite atribuir las consecuencias de la negligencia únicamente a los factores que tuvieron una injerencia o correlación preponderante en su producción, evitando atribuir responsabilidad a los elementos o variables irrelevantes. De ese modo el juicio de reproche puede recaer sobre la organización; sobre uno o algunos de sus elementos humanos; sobre la organización y uno o alguno de sus elementos, en forma solidaria cuando se cumplen los presupuestos del artículo 2344 del Código Civil; o no recaer sobre ninguno de ellos, según las circunstancias del caso. Todos ellos, tanto el sistema en conjunto como cada uno de sus miembros, tienen las mismas posibilidades de exonerarse de responsabilidad mediante la prueba del caso fortuito, el hecho de un tercero, la culpa exclusiva de la víctima, o la debida diligencia y cuidado.

La información que está al alcance de cada organización pasa a desempeñar un papel trascendental al momento de atribuir responsabilidad, porque frente a un dominio de información incompleta o asimétrica que altera el desempeño de la empresa y afecta el equilibrio de la competencia perfecta, no es posible exigir el cumplimiento de estándares de responsabilidad basados en una racionalidad ideal máxima. Por ello, la violación del estándar de conducta exigible sólo puede determinarse a partir de un parámetro de diligencia adecuada en relación con el sector de la vida o del tráfico en que se produce el acontecimiento dañoso, lo que permite identificar la culpa de la organización. 6. La responsabilidad civil de las entidades del sistema de seguridad social en salud. Hasta hace solo un par de décadas era frecuente que los pacientes acudieran voluntariamente al médico que por su grado de cercanía o por su fama les generaba la confianza suficiente para poner en sus manos la cura de su salud. Era, por lo general, el médico de la familia, “de cabecera”, de la localidad o, en fin, el profesional con quien los pacientes podían establecer una relación de proximidad personal que caracterizaba la atención médica destinada a tratar o curar una dolencia específica. De ahí que el vínculo jurídico que nacía entre el médico y su paciente fuera considerado como un contrato bilateral, principal, de ejecución instantánea, la mayoría de las veces intuito personae, consensual, conmutativo y de libre discusión. Como este vínculo jurídico surgía por la voluntad de ambas partes, el médico respondía por los daños que causaba al paciente en razón del incumplimiento de las estipulaciones pactadas en el convenio celebrado. De igual manera respondía por las acciones u omisiones culposas del personal que estaba a su cargo, siempre y cuando tales perjuicios ocurrieran en el ámbito de sus funciones, es decir, en razón y con ocasión de la prestación del servicio médico. Esta especie de responsabilidad, simple por demás, no ha desaparecido del todo, pero hay que reconocer que cada vez se encuentra más en desuso, sobre todo después de la entrada en vigencia del sistema general de seguridad social en salud (Ley 100 de 1993), a partir del cual la prestación de los servicios médicos dejó de ser una labor individual para convertirse en una actividad empresarial, colectiva e institucional, que abrió paso a lo que hoy se denomina “macro medicina”, en la que el enfermo ya no es considerado un paciente sino un cliente más dentro del engranaje económico que mueven grandes organizaciones, y en la que el usuario no acude ante su médico de confianza sino ante una estructura corporativa que relegó el factor intuito personae a su más mínima expresión. La masificación del servicio de salud trajo consigo la despersonalización de la responsabilidad civil médica, que ahora no sólo se puede originar en la culpa del facultativo sino en la propia culpa organizacional, en muchos casos no atribuible a un agente determinado. Asimismo, los grandes adelantos de la ciencia moderna, el aumento de los aciertos terapéuticos, el uso de nuevas tecnologías, los resultados demostrados por la práctica de la medicina preventiva, el progreso de la medicina de precisión y la terapia dirigida cuando ello es posible, y la masificación del servicio de salud como produc-

to de consumo, han hecho de la medicina una disciplina sofisticada, en la que se ha acumulado una enorme fuente de pronósticos, diagnósticos, tratamientos y procedimientos fidedignos según el buen hacer profesional, que la han elevado a los más altos niveles y minimizan el ámbito de lo fortuito porque acrecientan el margen de lo previsible, sin que ello signifique que las circunstancias atribuibles a la fatalidad hayan desaparecido por completo. De ahí que tanto las entidades promotoras e instituciones prestadoras de salud como los profesionales que fungen como agentes suyos, están cada vez más inmersos en un contexto de responsabilidad, porque entre mayor es el saber científico, la actualización de los conocimientos, el poder de predicción de los resultados y el dominio de las consecuencias, se incrementa el grado de exigencia ética y jurídica que se hace a las empresas y agentes prestadores del servicio de salud. Es esperable que a mayor comprensión sobre los procedimientos y técnicas idóneas que rigen un ámbito especializado de la ciencia, más grande es el poder de control sobre el mismo y mayores las posibilidades de evitar resultados adversos, lo que aumenta el grado de exigencia de responsabilidad. Aunque el sistema de seguridad social está orientado por el principio de la solidaridad, ello no significa que la medicina sea una actividad de caridad o beneficencia, pues las entidades promotoras y prestadoras del servicio están organizadas bajo un modelo de economía de mercado en el que los afiliados al régimen contributivo y sus empleadores tienen que pagar por el servicio que reciben; mientras que en el régimen subsidiado los afiliados pagan una cotización que se financia con ingresos fiscales o de la solidaridad, lo que convierte al cliente en acreedor del derecho a una asistencia sanitaria de calidad “en la atención oportuna, personalizada, humanizada, integral, continua y de acuerdo con estándares aceptados en procedimientos y práctica profesional.” (Ley 100 de 1993, artículo 153, numeral 9°) El rompimiento de los moldes clásicos en los que se enmarcaba el ejercicio de la medicina como profesión liberal, caracterizada por las obligaciones emanadas de la relación médico-paciente, ha hecho que el esquema de la responsabilidad civil fundado en la culpa individual se muestre insuficiente frente a las reclamaciones por daños a la salud producidos por la estructura organizacional de las entidades del sistema de seguridad social, pues bajo este nuevo modelo surge una amplia gama de problemas que ameritan una solución distinta a la luz del paradigma de sistemas. No es posible, entonces, decidir las controversias jurídicas que involucran la responsabilidad de los médicos y de la estructura del sistema de seguridad social en salud bajo una interpretación tradicional del derecho civil concebida para endilgar responsabilidad en el ámbito exclusivo de las relaciones médicas interpersonales. Bajo este nuevo enfoque, el primer punto que toca analizar -porque de él depende el tratamiento y la solución que se le dé al problema jurídico planteado- es el concerniente a la naturaleza jurídica de la obligación de la cual surge la responsabilidad que se reclama. (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, sentencia SC-13925 del 24 de agosto de 2016, Rad. 05001-31-03-003-2005-00174-01, M.S. Dr. Ariel Salazar Ramírez).


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43 Acciones públicas de inconstitucionalidad Razonabilidad de las cargas mínimas

¿Debe la Corte Constitucional conocer una acción de inconstitucionalidad que fue admitida para ser resuelta de fondo, teniendo en cuenta le mediana existencia de un cargo de inconstitucionalidad identificable que podría dar lugar a la aplicación del principio pro actione (a favor de la acción), a pesar de que la demanda no cumple con los mínimos requisitos fijados por la regulación y la ley? 1. La respuesta a esta cuestión es afirmativa. Salvo que existan razones realmente poderosas para que la Corte Constitucional entre a considerar una demanda que no cumple los requisitos mínimos exigidos (por ejemplo, porque se trata de una cuestión que compromete claramente derechos constitucionales, en especial en ámbitos que reclaman la atención preferente de la Corte, o porque se trate de una demanda presentada por sujetos de especial protección constitucional, con relación al goce efectivo de sus derechos fundamentales), no le corresponde a la Corte suplantar a los ciudadanos y a las ciudadanas en el ejercicio de sus derechos políticos, al cuestionar la Constitucionalidad de una ley. Recientemente dijo la Corte al respecto, “La inhibición implica un impacto sobre el derecho al acceso a la justicia de una persona a la cual un magistrado le ha admitido una demanda, pues para ella hay una legítima expectativa de que existirá una decisión de fondo. Sin embargo, las decisiones de admisión y de inhibición tienen importantes diferencias, entre las cuales destaca la autoridad que las decreta. En el primer caso le corresponde al magistrado sustanciador, mientras que en el segundo, a la Sala Plena de la Corte; de manera que las decisiones y aplicación del derecho que haga aquél son independientes y autónomas de las que haga ésta. “[…] No obstante, el principal aspecto a tener en cuenta frente a una inhibición desde la perspectiva del acceso a la justicia, es que la acción pública y el debate constitucional quedan abiertos, no solo para la persona que en concreto haya ejercido la acción y que puede volver a hacerlo, sino para cualquier otro ciudadano o ciudadana que también crea que existe una tensión entre las normas legales acusadas y la Constitución, pero que es posible plantear el debate con base en mejores argumentos. Conocer de fondo demandas de baja calidad, en pro de la defensa del acceso a la justicia de una única persona, puede llevar a cerrar un debate de constitucionalidad de forma definitiva, afectando en un grado notable, el acceso a la justicia de las demás personas. […] Por último, afirmar que la Sala Plena de esta Corporación no pueda tomar la decisión de inhibición ante una demanda ya admitida, implicaría restringir irrazonablemente el derecho de las personas e intervinientes que solicitan en los debates de constitucionalidad que la Corte se inhiba”. 2. El control constitucional es un mecanismo esencial en el Estado Social de Derecho para garantizar la integridad y la supremacía de la Carta Fundamental. Su ejercicio supone una gran responsabili-

dad, en especial en contextos como el colombiano, donde toda persona en su condición de ciudadano puede cuestionar cualquier ley del Congreso de la República o cualquier norma que tenga fuerza de ley. Los cuestionamientos de constitucionalidad pueden dar lugar a decidir con fuerza de cosa juzgada y de modo definitivo si una norma aplicable a todas las personas se aparta de la Constitución. 3. Una mirada al derecho comparado permite evidenciar la magnitud del poder político que representa contar con una acción pública de inconstitucionalidad. Así, por ejemplo, en un sistema de control concentrado y abstracto establecido en países como Austria, Alemania, España, Francia y Portugal, la acción de inconstitucionalidad solo puede ser presentada por órganos específicos del poder público y bajo el cumplimiento de estrictos requisitos, teniendo en cuenta efectos erga omnes (para todos) que tienen dichas decisiones. En sistemas constitucionales de control difuso y concreto, como Estados Unidos y Argentina, el control puede ser ejercido por todos los jueces sin la exigencia de requisitos muy estrictos, pero sus efectos son únicamente para las partes del caso (inter partes), en sentido estricto. Por su parte, sistemas mixtos que combinan un control difuso y concreto (que puede ser aplicado por los jueces en procesos particulares), con uno concentrado (ejercido ante el máximo tribunal constitucional), pueden ser de dos tipos cerrados o abiertos. (i) En Italia y Costa Rica se consagra un control concentrado con efectos erga omnes en cabeza de los tribunales constitucionales que solo puede ser iniciado por una serie de organismos, junto a un sistema de cuestiones de legitimidad constitucional que pueden presentarse en el trámite de un juicio y con efectos inter partes. (ii) Otros países como Colombia, Ecuador, Nicaragua, Bolivia y El Salvador adoptan un modelo mixto abierto que combina un control concentrado y abstracto en cabeza de una corte especializada con un control difuso y concreto de constitucionalidad en el que cualquier autoridad puede dejar de aplicar la ley u otra norma jurídica por ser contraria a la Constitución. Sin embargo, al tener efectos erga omnes este sistema exige un mínimo de requisitos formales y por ello se requiere la presentación de una demanda o acción, cuyas condiciones son contempladas en leyes especiales. 4. De esta manera, se puede evidenciar que entre mayor alcance tengan los efectos del control, también deben ser mayores los requisitos para poder ejercerlo, pues las decisiones que tengan efectos erga omnes pueden afectar a toda la comunidad, por lo cual por regla general los sistemas de control concentrado resultan más estrictos que los de control difuso. Por su parte, los sistemas mixtos, al compartir características de ambos modelos, deben lograr un equilibrio entre la necesidad de establecer un grado de requisitos mínimos para el ejercicio de la acción que a su vez no constituyan una barrera para que cualquier ciudadano pueda iniciarla.

5. En Colombia la acción de inconstitucionalidad que permite un control abstracto de constitucionalidad de la ley, esto es, sin haber referencia a caso particular alguno, tiene carácter público desde 1910. Desde 1991 se le reconoce, además su condición de derecho político constitucional fundamental. Por tanto, es una acción que puede ser presentada por cualquier ciudadano, no sólo en representación de sus propios intereses, sino los de todas las personas. Por ello, la sola inconformidad del ciudadano no es suficiente para hacer que operen los mecanismos de control de constitucionalidad, que requieren un elemental soporte argumentativo expresado ante el juez. Por ello, si bien no pueden exigirse requisitos formalistas estrictos, que impidan el acceso a la justicia de los ciudadanos, el objeto de la acción y la argumentación de los cargos deben estar claramente delimitados para permitir un estudio de la constitucionalidad de la norma a partir de éstos. Si no cumplen los requisitos mínimos reconocidos y reiterados por la jurisprudencia, la Corte tendría que entrar a suplirlos, lo cual implicaría un control oficioso de constitucionalidad. 6. Así pues, la exigencia de unos requisitos mínimos frente a la acción de inconstitucionalidad es legítima, pues ésta puede ser limitada como sucede con otros derechos de participación y además ello no se considera irrazonable al menos por dos (2) razones: (i) El impacto sobre el acceso a la justicia no es grave en la medida en que la persona puede presentar otra demanda de constitucionalidad teniendo en cuenta que la decisión de inadmisión o inhibición no tiene efectos de cosa juzgada. (ii) Se salvaguarda el derecho a la administración de justicia de otras personas que deseen presentar otra demanda contra las mismas normas disposiciones. En este sentido, el principio pro actione no puede llevar a que se declare la exequibilidad ante una demanda que no presente suficientes argumentos, cerrando la puerta para que otro ciudadano presente una acción que sí cumpla con las condiciones para revisarla. 7. Por los anteriores motivos, la Corte concluye que pese a haberse admitido la demanda para analizar en detalle si efectivamente se estructuraba un cargo de constitucionalidad, en este momento se ha verificado que ni siquiera es posible analizarla en aplicación del principio pro actione debido a que: (i) existe un problema en la identificación de la norma legal acusada y de la norma constitucional empleada como parámetro de comparación, (ii) se identifica un trato distinto pero no se señalan las razones por las que sería irrazonable y (iii) la confusión afecta materialmente la demanda, pues se cuela profundamente en sus consideraciones, por lo cual si se pretende hacer un análisis de constitucionalidad la Corte tendría que entrar a suplirlas, lo cual implicaría un control oficioso. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-584 del 26 de octubre de 2016, M.S. Dr. Aquiles Arrieta Gómez).


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Prueba de refutación

Configuración en el proceso penal

La prueba de refutación únicamente está prevista en el artículo 362 del C.P.P. Conforme a esta disposición, a diferencia del orden de presentación de los demás medios de convicción, las pruebas de refutación de la defensa deberán ser practicadas antes que las ofrecidas por la Fiscalía. Pese a esta mínima regulación, la oportunidad, admisibilidad y papel de la prueba de refutación pueden ser reconstruidos a partir de su objeto en el debate probatorio del juicio oral. En un auto de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, mencionada por varios intervinientes, se llevó a cabo un detenido análisis de la prueba de refutación que, por su relevancia, se estima pertinente transcribir a continuación, en varios de sus párrafos. La mencionada Corporación sostuvo que la prueba de refutación: Resulta ser independiente y diferente a las enunciadas por las partes para llevar al juicio oral en la fase preparatoria del proceso con el fin de sustentar sus pretensiones. La prueba refutada se practica en el juicio oral a petición de una de las partes y es ofrecida, descubierta y solicitada en la fase probatoria ordinaria de la actuación procesal (audiencia preparatoria, a menos que sea sobreviniente y deba cumplirse ese rito en el juicio oral). Con ellas, cualquiera sea su naturaleza o especie, se busca sustentar las pretensiones expresadas en la teoría del caso o en los descargos, por tanto su objeto versa sobre aspectos principales de la controversia procesal, probatoria, jurídica y sobre los hechos objeto del juicio y que dieron lugar al adelantamiento de la causa penal. En tanto que la prueba de refutación es un medio diferente al refutado y se dirige directamente a controvertir, rebatir, contradecir o impugnar aspectos novedosos e imprevistos y relevantes, suministrados por los medios de conocimiento practicados en el juicio oral a petición de la contraparte para sustentar su pretensión. Dicho de otra manera, la prueba de refutación tiene por objeto cuestionar un medio refutado, en aspectos relativos a la veracidad, autenticidad o integridad, pero con las connotaciones de ser la primera de las citadas directa, novedosa, trascendente, conocida a través de un medio suministrado por la contraparte en la audiencia pública, para contradecir otra prueba y no el tema principal del litigio penal. (…) No debe olvidarse que las pruebas de refutación han de tener un sustrato de novedad respecto de su propósito para que no terminen sustituyendo las que se propusieron por las partes en la fase ordinaria del proceso como demostrativas del objeto del juicio, ni tampoco puede aquella desplazar lo que debe hacerse conforme a su objeto específico a través de otros medios, con los que no se puede confundir la refutación examinada. De acuerdo con lo anterior, las pruebas descubiertas y solicitadas por la Fiscalía y la defensa y, es necesario añadir, por la víctima, en la audiencia preparatoria, con el fin de ser practicadas en el juicio oral, son sustancialmente diferentes a las pruebas de refutación, desde el punto de vista de su objeto. Mientras que las primeras buscan demostrar la teoría del caso de la parte que las solicita y las circunstancias que estructuran la responsabilidad penal del acusado o tienden a desvirtuarla, el objeto de las pruebas de refutación es el conjunto de elementos que permiten controvertir

el mérito probatorio de otras pruebas. La parte que ofrece la prueba de refutación tiene el propósito de atacar la credibilidad de elementos de convicción previamente practicados por su adversario. La evidencia de refutación puede poner de tela de juicio la veracidad, autenticidad o la integridad del elemento de convicción que precedentemente ha desfilado en el juicio público. A su vez, los aspectos de la evidencia contra los cuales se dirige la censura, por un lado, deben haber tenido la potencialidad de demostrar un hecho o circunstancia relevante para los resultados del juicio y, por el otro, tienen que haber sido sorpresivos o, de alguna manera, imprevistos para la parte que propone el elemento de refutación, pues de allí surge la necesidad de solicitarlo en ese instante y no antes, en la preparación del juicio oral. Según la providencia en cita, precisamente otro de los elementos que caracteriza la prueba en examen es el momento en que puede ser solicitada: La oportunidad procesal para advertir la necesidad de aducir prueba de refutación es el juicio oral, por ser este el momento en el que el aporte de información con la prueba practicada puede suministrar datos razonablemente no previsibles antes, lo que constituye uno los requisitos esenciales que justifican la autorización de la citada prueba. El ofrecimiento de la prueba de refutación señalada (juicio oral) no requiere protocolos especiales de descubrimiento, debe sí solicitarse durante el recaudo de la prueba refutada y, en todo caso, si es procedente tiene que autorizarse y en lo posible practicarse inmediatamente después que culmine la introducción del medio a contradecir. (…) La prueba de refutación es un evento excepcional, en el que el solicitante deberá demostrar su necesidad, conducencia, pertinencia y utilidad, de conformidad con la naturaleza y fines que en esta providencia se le han asignado a dicho medio, que no son los mismos de la prueba del caso ni de las pretensiones de las partes en el proceso. Por tanto, sería inadmisible la prueba de refutación que se postule en una fase procesal que no le corresponde, que no se enmarque en los motivos referidos en el párrafo anterior, que obedezca a causas atribuibles a la parte por deficiencias u omisiones en el rol que cumple en el proceso, o por el impacto negativo que su aceptación acarree, o su escaso valor probatorio respecto de los efectos sobre la apreciación de la prueba cuestionada o cuando su finalidad es dilatar el procedimiento o sea extemporánea su solicitud. Conforme a lo expuesto, la prueba de refutación solo puede ser solicitada en desarrollo del juicio oral, por cuanto precisamente su objeto es controvertir el contenido de una prueba practicada, momentos antes, en esa audiencia. La justificación de la prueba de refutación está ligada al surgimiento de información, datos o hechos importantes, no conocidos por la parte afectada antes de la práctica de la respectiva evidencia. Por ello, solo en este trámite, en que se hace público el contenido específico de las pruebas, pueden las partes ofrecer otras evidencias orientadas a derrumbar su valor probatorio. De ahí que, en lo posible, deben ser utilizadas inmediatamente después de ser practicada la prueba cuya verosimilitud se pretende rebatir. En correspondencia, de acuerdo con la providencia citada, la prueba de refutación no puede ser lógicamente pedida en una etapa diferente. Tampoco puede serlo con la intención de remediar errores u olvidos en la petición de pruebas, cumplida en la fase preparatoria y destinada al tema principal del juicio oral. Por otro lado, la parte que postula la prueba de refutación debe sustentar su admisibilidad con base en los criterios establecidos en la ley procesal penal, es decir, debe justificar su

necesidad, conducencia, pertinencia y utilidad, a la luz de sus fines y su objeto. En definitiva, de acuerdo con el auto referenciado, la novedad, el objeto específico y el momento procesal son las características que distinguen las pruebas de refutación del otro conjunto de pruebas, orientado a alimentar el debate probatorio y acreditar una determinada teoría, ya sea de responsabilidad o inocencia del acusado. La novedad se predica de los aspectos de hecho, potencialmente probados por otros elementos, que pretenden rebatirse con la evidencia de refutación. Conviene precisar también lo siguiente. Mediante la prueba de refutación se pretende restar capacidad demostrativa a otros elementos de conocimiento. Sin embargo, para hacerlo, la parte que la propone no demuestra una hipótesis más sostenible que aquella que resulta acreditada con la prueba a controvertirse. La prueba de refutación no propone una “verdad paralela” a la que eventualmente muestra la evidencia que se ataca. En la práctica, esa estrategia podría conducir a disminuir la credibilidad de los medios de convicción censurados. Indirectamente, una versión más consistente de lo sucedido puede hacer menos verosímil la opuesta. Sin embargo, este no es el sentido de la prueba de refutación. Por ello, en rigor, la prueba de refutación no es solo genéricamente una prueba orientada a restar mérito probatorio a otra. La prueba de refutación está destinada específicamente a mostrar por qué otra prueba tiene concretos problemas que impiden creer en lo que indica. Esto captura bien la idea de que la prueba de refutación puede ser considerada una “prueba especial”, en el sentido de que recae sobre otra prueba, no sobre los hechos del caso. Su objetivo no es, como el de todas las demás evidencias, acreditar hechos tendientes a demostrar la responsabilidad penal del acusado, o a descartarla, sino a evidenciar que, a su vez, otras pruebas no son creíbles. Están instituidas en función de persuadir al juez para que no tenga por cierto lo que ellas indican, no a persuadirlo sobre la ocurrencia, o no, de hechos relativos a la responsabilidad del procesado. La prueba de refutación, en consecuencia, pretende demostrar, por ejemplo, que un testigo no estaba en capacidad de percibir, recordar o comunicar lo que declaró; que poseía prejuicios, intereses o tenía motivos para estar parcializado; que se trata de un testigo mendaz, entre otras circunstancias. Debe ser claro, por otra parte, que la prueba de refutación no se dirige a cuestionar únicamente pruebas testimoniales sino de cualquier tipo, pese a que por lo común son utilizadas para refutar las declaraciones de testigos. La prueba de refutación, en suma, intenta poner de manifiesto al juez que la fuerza persuasiva de otro elemento es débil o nula porque un hecho o circunstancia específica le resta verosimilitud. Las evidencias de refutación son diferentes de los medios autorizados para impugnar la credibilidad del testigo, en los términos del artículo 403 c.p.p., pues si bien estos sirven a los fines de controvertir el mérito del testimonio o de quien rinde la declaración, han sido obtenidos en la investigación o descubiertos por la contraparte y por eso pueden ser empleados con dicho propósito en el contrainterrogatorio. Tales elementos, por consiguiente, están a disposición de la parte que los utiliza, antes de que el testigo impugnado rinda su interrogatorio directo. Esto no ocurre con la prueba de refutación, la cual solamente puede ser ofrecida una vez se ha practicado la evidencia que se busca rebatir. Por otro lado, mientras que la impugnación de la credibilidad de los testigos se realiza mediante la técnica del contrainterrogatorio, conforme a las reglas previstas en los artículos 393 y 391 incisos 2º y 4º C.P.P., la prueba de refutación se introduce


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a través del interrogatorio directo y, en general, se somete a las mismas reglas que las demás evidencias solicitadas por la parte que la ofrece. Así mismo, la referida impugnación es propia de la prueba testimonial, está dirigida a restar crédito a un declarante, mientras que, como se indicó, la prueba de refutación puede estar orientada a atacar la solidez de medios de prueba diferentes a los testimoniales. Conviene recabar en que la prueba de refutación únicamente puede ser solicitada y decretada en el juicio oral, pues solamente allí se vierte el contenido de las evidencias cuya credibilidad se ataca y, en especial, porque solo en ese momento adquiere sentido. Mediante la prueba de refutación se pretende demostrar al juez que una prueba carece de valor probatorio, por medio de la demostración de un hecho que lleva a esa conclusión. No obstante, antes del juicio oral son inciertas las pruebas que efectivamente se practicarán, dado que las partes pueden renunciar a los elementos debidamente descubiertos y solicitados y se desconocen los exactos términos de las teorías del caso que buscarán demostrar. Por lo anterior, no es posible determinar de forma precedente a dicha audiencia la pertinencia, necesidad, conducencia y utilidad de una prueba de refutación, pues tampoco se conoce aquello que se podrá refutar. El objeto de la prueba de refutación es otra prueba, la cual no alcanza ese carácter sino en el escenario del juicio oral. Antes de que esto ocurra, en suma, la prueba de refutación no cobrará razón de ser. De igual forma, en materia de prueba testimonial, el hecho, la situación o circunstancia que comporta la pérdida de capacidad demostrativa del testigo pueden ser demostrados en el juicio oral, mediante la mencionada figura de la impugnación de la credibilidad del testigo (art. 403 c.p.p) o, simplemente, a través del contrainterrogatorio (arts. 393 y 391 incisos 2º y 4º c.p.p), sin tener que recurrirse a la prueba de refutación. En efecto, la utilización de la prueba de refutación destinada a derrumbar la verosimilitud de un testigo depende, entre otras, de una condición. Su procedencia supone que el declarante en cuestión, examinado mediante el contrainterrogatorio o la modalidad de la impugnación de su credibilidad, no reconozca el hecho o circunstancia que destruye su propio valor demostrativo. Si el testigo los admite, no hay lugar a la prueba de refutación, pues claramente habrá perdido su objeto.

En consecuencia, la prueba de refutación es lógicamente dependiente de la práctica de las demás evidencias y, en especial, de las que constituyen el objeto de la refutación; en el caso de la prueba testimonial, además, depende de que los factores que atentan contra la veracidad de los testigos no hayan quedado demostrados antes con base en la figura de la impugnación de su credibilidad o por medio del contrainterrogatorio. Por todo lo anterior, solamente en el juicio oral, luego de lo indicado, las partes que las pretendan están en posibilidad de solicitar las pruebas de refutación y de sustentar su admisibilidad, con arreglo a los correspondientes criterios establecidos en el Código de Procedimiento Penal. En síntesis, la prueba de refutación se caracteriza por los siguientes elementos: (i) su objeto es controvertir la solidez y credibilidad de otra prueba, mostrar que otra prueba no es creíble, no acreditar la responsabilidad del acusado ni descartarla. (ii) Únicamente puede ser solicitada y decretada en el juicio oral, pues solo a partir del resultado de la práctica de la prueba que se pretende rebatir adquiere razón de ser. (iii) Este resultado de la prueba, dado que se conoce solo en la citada audiencia, es naturalmente imprevisto. (iv) Debe estar orientada a disminuir valor probatorio a un elemento que, a su vez, potencialmente demuestre hechos relevantes para los resultados del juicio. (v) Su admisibilidad depende de su necesidad, conducencia, pertinencia y utilidad, determinadas a la luz de su objeto. (vi) Las pruebas de refutación son diferentes de los medios empleados para impugnar la credibilidad del testigo, por cuanto (a) estos se encuentran a disposición de la parte que los utiliza antes de que se practica la prueba que se ataca, en tanto la evidencia de refutación solo surge con posterioridad; (b) mientras que la citada impugnación se realiza a través del contrainterrogatorio, la prueba de refutación se introduce por medio del interrogatorio directo, y (c) la impugnación solo controvierte la prueba testimonial, mientras que la prueba de refutación puede atacar la solidez de otros medios de prueba. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-473 del 31 de agosto de 2016, exp. D-11256, M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva).

Testimonio del acusado Como prueba de cargo

Aunque el testimonio del procesado es un medio de prueba, constituye una manifestación del derecho a la defensa material, y eso lo distingue de la prueba testimonial en términos generales considerada, lo que impone dispensarle un trato jurídico diferenciado en algunos aspectos vinculados con su decreto, por ejemplo, permitiendo su práctica aun cuando no haya sido descubierta y solicitada en el estadio procesal ordinario previsto para ello. En razón de las especiales características de las que está revestida la declaración ofrecida por el incriminado, también resulta admisible que el tratamiento diferenciado se extienda a algunos aspectos de su práctica, que puede llevarse a cabo en condiciones distintas de las previstas para los testimonios comunes. En efecto, aunque la declaración de la persona juzgada es también un medio de prueba y su producción, al tenor del artículo 394 de la Ley 906 de 2004, debe efectuarse “de acuerdo a las reglas previstas” en esa codificación, lo cierto es que la posibilidad que le asiste al imputado de declarar encierra la cristalización de un conjunto de derechos y garantías que deben respetarse a cabalidad. En ese sentido, la Corporación sostuvo en el aludido pronunciamiento: “Como particularidades, el dicho del imputado en la Ley 906 de 2004 se caracteriza porque i) el juramento rendido previo a atestar, de acuerdo con lo decidido por la Corte Constitucional en sentencia C-782 de 2005, “no tendrá efectos penales adversos respecto de la declaración sobre su propia conducta”; ii) el acusado puede ser interrogado, contrainterrogado y puede abstenerse de contestar las preguntas formuladas por su propio defensor, incluso, las que en desarrollo del contra interrogatorio efectúe la Fiscalía; iii) se le permite, conforme el artículo 396 de la Ley 906 de 2004 y a diferencia de los testigos comunes, presenciar el debate probatorio antes de rendir declaración; iv) no está permitida su conducción

forzosa a efectos de que rinda testimonio, pues deponer o abstenerse de hacerlo es una decisión suya a la que no puede ser obligado; v) el incriminado es el sujeto pasivo de la investigación, tiene amparo de autoincriminación y derecho a la asistencia técnica”. Esas distinciones entre los testimonios ordinarios y el que rinde el sujeto pasivo de la acción penal se justifican en la estrecha relación existente entre la renuncia del derecho a guardar silencio, el derecho a la no autoincriminación, el derecho a ser oído y el ejercicio de la defensa material, que se verían menoscabados si, por ejemplo, aquél fuese compelido a contestar todas las preguntas formuladas en el interrogatorio o el contrainterrogatorio, se le negase la posibilidad de presenciar el debate probatorio para orientar su propia declaración con miras a lograr el mejor resultado posible para sus intereses, o se le obligase a comparecer para rendir testimonio en contra de su voluntad. Pero la Sala no advierte que la plena indemnidad de los derechos referidos conduzca a negar a la Fiscalía la posibilidad de reclamar el interrogatorio directo en la declaración ofrecida por el acusado, con el propósito de explorarlo sin las limitaciones inherentes al contrainterrogatorio previstas en el artículo 393 de la Ley 906 de 2004. Dicho de otra manera, no se observa que las peculiaridades del testimonio del procesado permitan sustentar un tratamiento diferenciado en lo que respecta a la posibilidad de tenerlo como testigo común a las partes, pues de ello no se sigue la limitación, afectación o deterioro de las garantías del incriminado. Si, como lo ha sostenido la Sala, “la Ley 906 de 2004 autoriza el interrogatorio directo a un mismo testigo por ambas partes, a quienes se les ha de dar igual trato jurídico, bajo el supuesto que cada uno debe presentarse al juez de conocimiento en la audiencia preparatoria con la motivación que justifique la admisibilidad, pertinencia, conducencia, utilidad, licitud y necesi-

dad, en los términos que ha quedado explicado en esta providencia”, esa pauta debe aplicarse al acusado cuando acude al juicio oral en condición de testigo. Se impone dar un tratamiento distinto a la declaración de la persona investigada cuando aplicarle las reglas previstas para los demás medios de prueba comporta la lesión de derechos y garantías fundamentales del incriminado, pero ello no sucede cuando se decreta el interrogatorio directo para la Fiscalía como consecuencia de haber sido autorizado como prueba a petición de aquél. Mediante su propio testimonio, el individuo sujeto a juzgamiento materializa los derechos a ser oído, a la defensa material, a la contradicción, a la igualdad de derechos, deberes y obligaciones, los cuales no se ven limitados cuando se le permite a la Fiscalía formular interrogatorio directo, según se explica en esta providencia. 2. La declaración rendida en juicio oral por parte del sujeto pasivo de la acción penal es, ya se dijo, un medio de defensa, pero también un medio de prueba, y ello significa que las afirmaciones, negaciones y explicaciones que ofrezca en la vista pública tienen mérito probatorio, deben ser apreciadas en conjunto por el fallador en los términos del artículo 380 de la Ley 906 de 2004 y a partir de ellas puede sustentarse la decisión de fondo, cualquiera que sea su sentido. Desde esa óptica, el dicho del acusado puede tener por objeto circunstancias o hechos de interés para la defensa, pero también algunos que sirvan para sustentar la teoría del caso de la Fiscalía, y siendo así, ésta debe estar facultada para explorarlo, porque las partes al interior del proceso penal tienen derecho a solicitar y practicar las pruebas que requieran para acreditar sus respectivas pretensiones. (Cfr. Corte Suprema de Justicia,

Sala de Casación Penal, Providencia AP-7066 del 16 de agosto de 2016, Rad. 41.198, M.S. Dr. Eugenio Fernández Carlier).


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Justicia arbitral Naturaleza

El artículo 116 de la Constitución determina quiénes están investidos de la autoridad de administrar justicia. De manera permanente y como función pública lo hacen esta Corte, la Corte Suprema de Justicia, la Comisión Nacional de Disciplina Judicial, la Fiscalía General de la Nación, los tribunales y los jueces, al igual que la justicia penal militar. También se reconoce al Congreso la competencia para asumir determinadas funciones judiciales. De manera excepcional, con base en la misma norma constitucional confiere la función jurisdiccional a otras instancias en dos supuestos: El primero a favor de las autoridades administrativas, siempre y cuando (i) se trate de materias precisas; y (ii) estas excluyan la investigación y juzgamiento de delitos. El segundo, a favor de los particulares, siempre de manera transitoria y para los fines de (i) servir como jurados en las causas criminales; (ii) ejercer la actividad de conciliadores; o (iii) obrar como árbitros, habilitados por las partes para proferir fallos en derecho o en equidad, conforme lo estipule la ley. El arbitraje, en ese orden de ideas, es un mecanismo alternativo de solución de controversias, al cual optan las partes con el fin de excluir su conflicto de la justicia ordinaria y someterlo, con fuerza de cosa juzgada, a particulares temporalmente investidos de la función jurisdiccional para decidir ese caso específico. En términos del artículo 1º de la Ley acusada, el arbitraje se define como un mecanismo alternativo de solución de conflictos mediante el cual las partes defieren a árbitros la solución de una controversia relativa a asuntos de libre disposición o aquellos que la ley autorice. Este mecanismo está guiado por los principios y reglas de imparcialidad, idoneidad, celeridad, igualdad, oralidad, publicidad y contradicción. Las características jurídicas esenciales del arbitraje han sido tratadas por la jurisprudencia constitucional en diversas decisiones. A fin de sintetizar este precedente, se hará uso de la exposición planteada en la sentencia C-974 de 2014, la cual analizó la constitucionalidad de la ley aprobatoria del Acuerdo de Servicios Aéreos con el Gobierno de la República de Turquía. Esta normatividad plantea un capítulo sobre solución de controversias relativas a la aplicación del tratado internacional, en el cual se contempla el arbitraje para ese propósito. En la medida en que dicha decisión recapituló las diferentes decisiones de la Corte sobre esta materia, resulta útil para la identificación de las reglas jurisprudenciales pertinentes para resolver los problemas jurídicos base de esta decisión. El arbitraje es un método alternativo de carácter heterocompositivo, en el cual un tercero soluciona el diferendo entre dos o más partes, las cuales invisten a los árbitros para el ejercicio de la misión jurisdiccional. En ese sentido, la doctrina ha señalado que el arbitraje implica un ejercicio de la actividad judicial, habilitada por el pacto arbitral suscrito entre las partes y respecto de una controversia que estas confían a un tercero imparcial, por fuera del sistema público y permanente de administración de justicia. En términos de la jurisprudencia, el arbitraje “consiste en un mecanismo jurídico en virtud del cual las partes en conflicto deciden someter sus diferencias a la decisión de un tercero, aceptando anticipadamente sujetarse a lo que allí se adopte. Adicionalmente, la doctrina constitucional lo ha definido: como aquel por medio del cual una persona o varias a nombre del estado, en ejercicio de una competencia atribuida por éste y consultando solo el interés superior del orden jurídico y la justicia, definen el derecho aplicable a un evento concreto, luego de haber comprobado los hechos y de inferir una consecuencia jurídica, cuyo rasgo esencial es el efecto del tránsito a cosa juzgada”. La naturaleza jurídica del arbitraje se define a partir de dos teorías extremas, las cuales son sintetizadas en una versión intermedia, acogida por el ordenamiento jurídico colombiano. La teoría voluntarista o contractualista, la cual se centra en considerar que el acuerdo arbitral tiene la naturaleza propia de un contrato de derecho privado, que encuentra su origen exclusivamente en la voluntad de las partes y no de las autoridades del Estado. Con base en doctrina sobre la materia, la sentencia C-947 de 2014 caracteriza esta concepción voluntarista del arbitraje al fundamentarla en que proviene de un acuerdo de voluntades privado; el vínculo entre las partes es contractual; el árbitro no tiene poder de coacción; la obligatoriedad del laudo es la misma que la de los contratos; y la aprobación posterior del laudo tiene el carácter propio de un acto administrativo. La segunda postura extrema hace equivalente al arbitraje a un proceso judicial. En ese sentido, su origen no es el contrato que realizan las partes, sino el ejercicio de una verdadera actividad jurisdiccional. Es por esta razón que lo decidido en el laudo hace tránsito a cosa juzgada y, por lo mismo, tiene efectos de ejecutoriedad. La teoría mixta parte de reconocer que el reconocimiento de la justicia arbitral opera por ministerio de la ley, la cual también fija cuál es el procedimiento aplicable. Con todo, la habilitación de la actividad jurisdiccional de los árbitros sí tiene origen en el compromiso o pacto entre las partes que deciden, en el ejercicio de su voluntad, someter el asunto al conocimiento de dichos terceros y no a la jurisdicción común. En términos de la sentencia C-947 de 2014 “la teoría mixta se sitúa en el intermedio de los voluntaristas y los procesalistas, pues se fundamenta en el reconocimiento de que la ley es la que le otorga valor de ejecutividad al laudo arbitral y determina el proce-

dimiento que debe utilizarse en juicio. De otro lado, es el acuerdo de voluntades privado de las partes en conflicto la que habilita la solución arbitral. Con cita de Silva Melero, el profesor Hernando Morales Molina identificó tres (3) momentos del arbitraje que describen la teoría ecléctica o mixta: i) aquel en que las partes perfeccionan el contrato privado de compromiso; ii) la generación del vínculo entre litigantes y el árbitro que se asemeja al contrato de mandato; y iii) el ejercicio por parte de los árbitros de la actividad pública de juzgar.” Como se explicó en el fundamento jurídico 14 de esta sentencia, el artículo 116 C.P. reconoce, bajo condiciones de excepcionalidad y temporalidad, a la justicia arbitral. En ese sentido, es posible considerar que el actual modelo constitucional en cuanto al arbitraje adopta la postura mixta, puesto que (i) somete la justicia arbitral a la regulación legal del Estado, por ejemplo excluyendo determinadas materias de dicho mecanismo de resolución de conflictos, o fijando el procedimiento aplicable al tribunal de arbitramento; y simultáneamente (ii) acepta que la activación de dicho mecanismo exige la preexistencia de un pacto arbitral a través del cual las partes habiliten la actividad jurisdiccional de los árbitros. Esto implica que el ejercicio de la justicia arbitral debe cumplir con los postulados propios del derecho al debido proceso, puesto que ello no solo es imprescindible en términos de vigencia de los derechos fundamentales, sino también implícito a la naturaleza jurisdiccional del arbitraje. Sobre este particular, la sentencia en comento destaca cómo “…es claro que en el arbitraje debe respetarse el derecho al debido proceso, puesto que para este Tribunal, las partes al atribuir la solución de un conflicto al arbitraje deben actuar “… dentro de los presupuestos y pautas del debido proceso con unos límites en el tiempo, fijados -según lo dicho- por las propias partes y por la ley a falta de lo que éstas dispongan” || Bajo esta misma línea, estableció la Corte que a la ley le corresponde determinar: i) los asuntos y la forma en que los particulares pueden administrar justicia en la condición de árbitros; ii) los límites y términos en que los árbitros están habilitados para administrar justicia, y iii) sus funciones y facultades, que son las mismas que tienen los jueces.” En este mismo sentido, la jurisprudencia constitucional ha dispuesto que la aceptación de la validez de la justicia arbitral debe, en todo caso, reconocer la vigencia de la jurisdicción pública y permanente del Estado. Así, “el arbitraje no solamente guarda relación con el debido proceso, sino que además en su establecimiento debe garantizarse el acceso a la administración de justicia, razón por la cual, están proscritos constitucionalmente acuerdos privados que prohíban de manera absoluta acudir a la justicia ordinaria o impongan sanciones, cargas desproporcionadas o irrealizables que constituyen una barrera para su acceso.” Las características esenciales del arbitraje, según el precedente expuesto, son la voluntariedad, la temporalidad, la excepcionalidad y su naturaleza procesal. 1. La voluntariedad se basa en reconocer que la activación de la justicia arbitral en cada caso concreto es una variable dependiente del acuerdo previo, libre y voluntario de las partes de someter a los árbitros la solución del caso. Como se indica en la sentencia C-947 de 2014 “al ser un instrumento jurídico que desplaza a la jurisdicción ordinaria en el conocimiento de ciertos asuntos, “… tiene que partir de la base de que es la voluntad de las partes en conflicto, potencial o actual, la que habilita a los árbitros para actuar”. En ese orden de ideas, “… es deber de las partes, con el propósito de dotar de eficacia a sus determinaciones, establecer con precisión los efectos que se siguen de acudir a la justicia arbitral y conocer las consecuencias jurídicas y económicas subsiguientes a su decisión; sólo así se puede hablar de un verdadero acuerdo.” 2. La temporalidad significa en que la actividad jurisdiccional encomendada a los árbitros es de carácter transitorio y está circunscrita a la decisión del caso sometido por la partes a estos. Por ende, en modo alguno desplaza de forma permanente la función estatal de adjudicación. 3. La excepcionalidad radica en el carácter limitado de los asuntos que pueden ser sometidos a la justicia arbitral. En efecto, solo aquellos bienes jurídicos que puedan ser sujetos de transacción pueden someterse a este mecanismo, resultando inejecutables los pactos arbitrales que dispongan la inclusión de asuntos diferentes, como son aquellos relacionados con la garantía de los derechos fundamentales. En estos casos, la competencia privativa de adjudicación corresponde a los jueces. 4. Finalmente, el carácter procesal del arbitraje tiene que ver con la sujeción del mecanismo a las reglas previas en la Constitución y la ley, en particular las garantías que integran la cláusula del debido proceso. Por ende, en el arbitraje tendrá que garantizarse los derechos de contradicción y defensa, la publicación de las actuaciones, la existencia de un procedimiento previo y conocido por las partes, la adecuada valoración de la prueba, la igualdad de oportunidades para las partes, etc. Además, otra de las cautelas que debe ser eficaz al interior de la justicia arbitral es la garantía de independencia e imparcialidad de los árbitros. Sin embargo, habida cuenta la importancia de este asunto para resolución de los cargos contenidos en la demanda de la referencia, la materia será analizada a continuación y de manera separada.


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El deber de información como garantía de imparcialidad e independencia de los árbitros Se ha explicado en fundamentos jurídicos anteriores que la garantía de independencia e imparcialidad es uno de los aspectos definitorios, si no el más importante, de la actividad jurisdiccional. Esto bajo el entendido que se confiere a los jueces la competencia de resolver los conflictos entre los individuos a partir de la aplicación del Derecho y la prevalencia del valor constitucional de la preservación del orden justo. Una actividad de esta naturaleza solo puede realizarse cabalmente si el juez no está sometido a presiones externas y, además, su juicio no ha sido alterado por un interés en el caso o el previo conocimiento del mismo. También se señaló en el apartado anterior que dentro de las características esenciales del arbitraje está su concepción como procedimiento, lo cual implica que dentro de dicho mecanismo deben respetarse y protegerse las garantías propias del derecho al debido proceso. Esto a través de instancias que, entre otras finalidades, salvaguarden la independencia e imparcialidad de quienes ejercen excepcional y transitoriamente la actividad jurisdiccional. Uno de esos instrumentos es el deber de información de los árbitros hacia las partes, regulado en la norma acusada, la cual ya ha sido objeto de control de constitucionalidad en la sentencia C-305 de 2013, la cual estudió la exequibilidad de varias normas del Estatuto de Arbitraje, entre ellas el artículo 15 demandado. La Corte desestimó el cargo propuesto, según el cual la disposición era incompatible con el principio de buena fe, al partir de la base que los árbitros y secretarios no era sujetos de una presunción de transparencia, autonomía e idoneidad para el ejercicio de la función arbitral. A este respecto, se encuentra que esta decisión se concentró en un cargo diferente al ahora analizado y sus efectos estuvieron circunscritos a esa materia, lo que implica la inexistencia de cosa juzgada constitucional para el presente asunto. Para resolver esta cuestión, la Sala partió de considerar que en la medida en que la justicia arbitral está guiada por los principios de imparcialidad e independencia, las normas dirigidas a satisfacer dichos principios estaban, de suyo, incluidas dentro del amplio margen de configuración legislativa en materia de procedimientos judiciales. En términos del fallo citado, “el deber de información busca garantizar la imparcialidad y la independencia de árbitros y secretarios, proveyéndose al efecto una regulación aplicable al arbitraje que comporta la administración de justicia de manera transitoria o temporal y que ameritó un tratamiento distinto del correspondiente a la administración de justicia que se presta de manera permanente, lo cual se inscribe dentro de las posibilidades que al legislador le brinda su potestad de configuración.” Luego de ello, puso de presente que la jurisprudencia constitucional ha

sostenido que la imposición de requisitos o condiciones para la imparcialidad en el ejercicio de las funciones públicas no atenta per se contra el principio de buena fe. Para la Corte, este principio no puede comprenderse bajo una visión maximalista, que impida al ordenamiento jurídico prever herramientas para la evaluación de las condiciones necesarias para el ejercicio de las actividades estatales o de aquellas funciones públicas que excepcionalmente se asignan a los particulares, como sucede en el caso de la justicia arbitral. Así, se consideró que “la interpretación de la actora se basa en la consideración aislada del artículo 83 de la Carta, al cual le da un alcance absoluto que la Corte no comparte, pues “el principio de buena fe no equivale a una barrera infranqueable que pueda aducirse para impedir la eficaz protección del interés público y de los derechos colectivos a la moralidad administrativa y a la integridad del patrimonio público, pues, como también lo ha puesto de presente, la protección del interés general y del bien común, que son también postulados fundamentales en el Estado Social de Derecho, imponen al mencionado principio límites y condicionamientos que son constitucionalmente válidos”. || Si el principio de buena fe tuviera el carácter absoluto que le atribuye la demandante la legislación que se expidiera con un propósito preventivo sería inconstitucional y, entonces, cabría concluir “que todo el código penal viola la Constitución porque la ley presume que los ciudadanos puedan cometer delitos”. Tampoco podría el legislador establecer presunciones de mala fe, como lo ha hecho sin quebrantar la Carta, pues “en situaciones concretas”, la buena fe admite prueba en contrario y “en ese sentido es viable que el legislador excepcionalmente establezca presunciones de mala fe, señalando las circunstancias ante las cuales ellas proceden”.” Con base en lo expuesto, la Corte concluyó que la norma era constitucional, pues el legislador está habilitado para “ponderar circunstancias, prevenir situaciones o procurar mediante la ley la corrección de prácticas o conductas anómalas, mediante el establecimiento de requisitos o de obligaciones que, además, contribuyan a la realización de otros principios, o derechos o finalidades constitucionales, como la imparcialidad, la independencia, el debido proceso o la buena marcha de la administración.” Con base en lo expuesto, se tiene que la Corte ha concluido que el deber de información previsto en la norma demandada es un instrumento dirigido a la garantía de independencia e imparcialidad de los árbitros y secretarios del tribunal de arbitraje. Por esta razón, una previsión de esta naturaleza es constitucional, en tanto suple objetivos importantes para la Carta Política, que definen la actividad jurisdiccional encomendada a los particulares que ejercen la justicia arbitral. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia C-538 del 5 de octubre de 2016, Exp. D-11287, M.S. Dr. Luis Ernesto Vargas Silva).

Juez imparcial

Como principio fundamental del debido proceso

En una ya larga serie de resoluciones ha declarado este Tribunal, en efecto, que el derecho constitucional a un proceso con todas las garantías (art. 24.2 de la Norma fundamental) asegura, entre otras, la de la imparcialidad del juzgador, garantía ésta indisociable, en el ámbito penal, de la preservación del principio acusatorio e inherente también, con carácter general, a la constitución de nuestra comunidad en Estado de Derecho (art. 1.1 c.e.). Otro tanto exige, en definitiva, el art. 6.1 del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, con arreglo a cuyas determinaciones han de ser interpretadas las normas constitucionales declarativas de derechos (art. 10.2 C.E.). Las causas legales de abstención y de recusación se ordenan -así lo hemos afirmado también- a preservar en el proceso tal imparcialidad , subjetiva y objetiva, del juzgador (stc 145/1988 fundamento jurídico 5º). Importa recordar también el sentido constitucional que tiene, en el proceso penal, la imparcialidad objetiva, única que aquí interesa. Tal sentido no es otro que el de asegurar que los Jueces y Magistrados que intervengan en la resolución de la causa se acerquen a la misma sin prevenciones ni prejuicios que en su ánimo pudieran quizá existir a raíz de una relación o contacto previos con el objeto del proceso, por haber sido instructores de la causa (sstc 145 / 1988, 164 / 1988, 11/1989, 106/1989, 55/1990, 98/1990, 138/1991, 151/1991, 113/1992 y 136/1992), por haber ostentado, con anterioridad, la condición de acusadores (STC 180/1991) o, en fin, por su previa intervención en otra instancia del proceso (stc230/1992). Tales son los supuestos de imparcialidad objetiva hasta ahora considerados en la jurisprudencia constitucional, si bien nuestra legislación extiende a otras hipótesis -a otros casos de previa relación con el objeto de la causa- la garantía que consideramos (arts. 219 l.o.p.j. y 54 l.e.crim.). Ante cualquiera de estos supuestos legales procede, así, la abstención del Juez y cabe, también, su recusación; remedios, uno y otro, que sirven para asegurar de este modo la exigencia de imparcialidad del Juez que se deriva del art. 24.2 c.e. y la confianza misma de los justiciables (ante todo de los acusados: STC 136/1992) en una justicia objetiva y libre, por lo tanto, de toda sombra de prejuicio o prevención. Lo que ni nuestra legislación contempla, ni la jurisprudencia de este

Tribunal ha considerado hasta ahora es, desde luego, una hipotética causa de abstención como la que el Juez cuestionante echa en falta en la normativa aplicable, regulación que, por ello, estima incompleta a la luz del derecho fundamental de referencia. A este respecto, la Constitución, ciertamente, no enumera, en concreto, las causas de abstención y recusación que permitan preservar el derecho a un proceso con todas las garantías reconocido en el art. 24.2: pero ello no significa que el legislador quede libre de cualquier vínculo jurídico constitucional a la hora de articular ese derecho, que comprende, como se ha dicho, la preservación de la imparcialidad judicial. La Constitución impone determinados condicionamientos al legislador que ha de ordenar esas causas de abstención y recusación, condicionamientos que derivan del contenido esencial de los derechos reconocidos en el art. 24.2º C.E., a la luz de los mandatos del art. 10.2º C.E., y, en relación con el mismo, de los pronunciamientos de los órganos jurisdiccionales llamados a interpretar y aplicar los tratados y convenios internacionales suscritos por España en materia de derechos fundamentales y libertades públicas. Con relación a esos mandatos, y en lo que aquí importa, baste decir que tales pronunciamientos jurisdiccionales (los dictados, en especial, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) pueden llegar a identificar supuestos de abstención y de recusación hasta hoy no contemplados en nuestra legislación, hipótesis ante la cual cabría sostener la exigencia de una acomodación del Derecho español al precepto internacional de este modo interpretado por el órgano competente para ello. Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que la cuestión planteada no se fundamenta en resolución jurisdiccional alguna dictada en aplicación de los convenios o tratados a que se refiere el art. 10.2º. Ha de observarse, a estos efectos, que en el supuesto que presenta alguna similitud con el ahora planteado (Asunto Ringeisen, Sentencia de 16 de julio de 1971), el Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirmó que “no puede mantenerse como regla general, resultante de la obligación de imparcialidad, que un Tribunal superior que anule una decisión administrativa o judicial, tenga la obligación de reenviar el caso a una autoridad jurisdiccional distinta, o a un órgano de esa autoridad compuesto en forma distinta”. (Cfr. Tribunal Supremo Español, Sala Penal, providencia STS-4081 del 14 de septiembre de 2016, M.S Dr. Antonio del Moral García).


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Pruebas penales

Conexión de antijuridicidad o prohibición de valoración

La conexión de antijuridicidad, también denominada prohibición de valoración, supone el establecimiento o determinación de un enlace jurídico entre una prueba y otra, de tal manera que, declarada la nulidad de la primera, se produce en la segunda una conexión que impide que pueda ser tomada en consideración por el Tribunal sentenciador a los efectos de enervar la presunción de inocencia del acusado. La prohibición de valoración se encuentra anclada constitucionalmente en el derecho a un juicio con todas las garantías, que impide la utilización de un medio probatorio en cuya obtención se haya producido una vulneración de derechos constitucionales, y su concreción legal se establece en el art. 11.1 -inciso segundo- de la Ley Orgánica del Poder Judicial, por el que “no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”. Ahora bien el efecto de las pruebas derivadas de la vulneración de un derecho constitucional de forma directa e indirecta, tiene una significación jurídica diferente, según la doctrina de la conexión de antijuridicidad. En principio, no podrán ser valoradas -si se quiere, no surtirán efecto, en la terminología legal- aquellas pruebas cuyo contenido derive directamente de la violación constitucional. Por ejemplo, en el caso de que se declare la infracción del derecho al secreto de las comunicaciones, no es valorable el contenido directo de tales escuchas, es decir, las propias conversaciones que se hayan captado mediante algún procedimiento de interceptación anticonstitucional. En el supuesto de que lo conculcado sea la inviolabilidad del domicilio, no podrá ser valorado el hallazgo obtenido de esta fuente espuria. La significación de la prohibición de valoración de las pruebas obtenidas indirectamente es más complicado, y ha de ser referido a las pruebas obtenidas mediante la utilización de fuentes de información procedentes de pruebas ilícitas, siempre que exista entre ellas una conexión de antijuridicidad, es decir que no concurran supuestos de desconexión como el hallazgo casual, el descubrimiento inevitable o la flagrancia delictiva, entre otros. En cuanto a su naturaleza, la conexión entre unas y otras pruebas, no es un hecho, sino un juicio de experiencia acerca del grado de conexión que determina la pertinencia o impertinencia de la prueba cuestionada. El mecanismo de conexión/desconexión se corresponde a un control, al que ha de proceder el órgano judicial que ha de valorar el conjunto o cuadro del material probatorio en el proceso penal de referencia. Para determinar si existe o no esa conexión de antijuridicidad, el Tribunal Constitucional ha establecido una doble perspectiva de análisis: una perspectiva interna, que atiende a la índole y características de la vulneración del derecho constitucional violado. Por ejemplo, en el caso actual, ha de atenderse al derecho al secreto de las comunicaciones en la prueba originaria (qué garantías de la injerencia en el derecho se han visto menoscabadas y en qué forma), así como al resultado inmediato de la infracción (el conocimiento adquirido a través de la injerencia practicada inconstitucionalmente). Por otro lado, una perspectiva externa, que atiende a las necesidades esenciales de tutela que la realidad y efectividad del derecho conculcado exige. Pero todo ello, teniendo en consideración que estas dos perspectivas son complementarias, pues sólo si la prueba refleja resulta jurídicamente ajena a la vulneración del derecho y la prohibición de valorarla no viene exigida por las necesidades esenciales de tutela del mismo, cabrá entender que su efectiva apreciación es constitucionalmente legítima, al no incidir negativamente sobre ninguno de los dos aspectos que configuran el contenido del derecho fundamental sustantivo (SSTS de esta Sala núm. 320/2011, de 22 de abril, y núm. 988/2011, de 30 de septiembre, en síntesis, que resumen el estado actual de la cuestión en esta Sala, conforme a la doctrina constitucional). 2. En la doctrina clásica de esta Sala (SSTS 18 y 23 de abril de 1997, núm. 501/97 y 538/97, entre otras) puede apreciarse un criterio más exigente o expansivo en la aplicación de este efecto reflejo al señalar que: “El art. 11.1 de la L.O.P.J. dispone que “en todo tipo de procedimientos no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”.La prohibición de la prueba constitucionalmente ilícita y de su efecto reflejo pretende otorgar el máximo de protección a los derechos fundamentales constitucionalmente garantizados y, al mismo tiempo, ejercer un efecto disuasorio de conductas anticonstitucionales en los agentes encargados de la investigación criminal (“Deterrence effect”). La prohibición alcanza tanto a la prueba en cuya obtención se haya vulnerado un derecho fundamental como a aquellas otras que, habiéndose

obtenido lícitamente, se basan, apoyan o deriven de la anterior, (“directa o indirectamente”), pues sólo de este modo se asegura que la prueba ilícita inicial no surta efecto alguno en el proceso. Prohibir el uso directo de estos medios probatorios y tolerar su aprovechamiento indirecto constituiría una proclamación vacía de contenido efectivo, e incluso una incitación a la utilización de procedimientos inconstitucionales que, indirectamente, surtirían efecto. Los frutos del árbol envenenado deben estar, y están (art. 11.1 de la L.O.P.J.), jurídicamente contaminados. El efecto expansivo prevenido en el art. 11.1 de la L.O.P.J. únicamente faculta para valorar pruebas independientes, es decir que no tengan conexión causal con la ilícitamente practicada, debiéndose poner especial atención en no confundir “prueba diferente” (pero derivada), con “prueba independiente” (sin conexión causal)”. Este criterio que excluye excepciones en la aplicación de la regla de exclusión de la prueba ilícita, directa y refleja, acogido por la doctrina inicial del Tribunal Supremo, anterior al desarrollo de la doctrina de la conexión de antijuridicidad por el Tribunal Constitucional, es el defendido actualmente por la doctrina mayoritaria. 3. Sin embargo la jurisprudencia posterior del Tribunal Constitucional, a partir del Pleno reflejado en la STC 81/98, corrigió este criterio, al desarrollar la doctrina de la conexión de antijuridicidad, a la que nos acabamos de referir al sintetizar la doctrina actual de esta Sala. De esta doctrina constitucional se deduce que el efecto anulatorio no se deriva sin más de la conexión causal o natural entre la prueba ilícita y la prueba derivada, sino de la conexión jurídica entre ambas, o conexión de antijuridicidad, que exige un examen complejo y preciso que va más allá de la mera relación de causalidad natural. La importante sentencia 81/1988, de 2 de abril, dictada por el Pleno del Tribunal Constitucional, estableció que las pruebas reflejas son, desde un punto de vista intrínseco, constitucionalmente legítimas. Por ello, para concluir que la prohibición de valoración se extiende también a ellas, habrá de precisarse que se hallan vinculadas a las que vulneraron el derecho fundamental sustantivo de modo directo, esto es, habrá que establecer un nexo entre unas y otras que permita afirmar que la ilegitimidad constitucional de las primeras se extiende también a las segundas (conexión de antijuridicidad). En la presencia o ausencia de esa conexión reside, pues, la ratio de la interdicción de valoración de las pruebas obtenidas a partir del conocimiento derivado de otras que vulneran el derecho al secreto de las comunicaciones. Para tratar de determinar si esa conexión de antijuridicidad existe o no, hemos de analizar, según el Tribunal Constitucional cuya doctrina en esta materia nos vincula (art 5 1º LOPJ), en primer término la índole y características de la vulneración del derecho al secreto de las comunicaciones materializadas en la prueba originaria, así como su resultado, con el fin de determinar si, desde un punto de vista interno, su inconstitucionalidad se transmite o no a la prueba obtenida por derivación de aquélla; pero, también hemos de considerar, desde una perspectiva que pudiéramos denominar externa, las necesidades esenciales de tutela que la realidad y efectividad del derecho al secreto de las comunicaciones exige. Estas dos perspectivas, como ya se ha expresado, son complementarias, pues sólo si la prueba refleja resulta jurídicamente ajena a la vulneración del derecho y la prohibición de valorarla no viene exigida por las necesidades esenciales de tutela del mismo cabrá entender que su efectiva apreciación es constitucionalmente legítima, al no incidir negativamente sobre ninguno de los aspectos que configuran el contenido del derecho fundamental sustantivo (STC 81/98). La valoración de esta doctrina matizada -se dice en la sentencia 511/2015, de 21-7, exige efectuar un excurso de derecho comparado, como ya hemos efectuado en otras sentencias de esta Sala para constatar si en el espacio europeo, en el que necesariamente nos movemos, la regla de la eficacia indirecta de la exclusión probatoria de la prueba ilícita se aplica de una forma rígida o extensiva o más bien matizada, conforme a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional. Pues bien, sin necesidad de una profundización doctrinal que haría excesivamente prolija esta resolución, y reproduciendo lo ya expuesto en sentencias anteriores de esta Sala, es fácil constatar que en los países de nuestro entorno la eficacia indirecta de la prueba ilícita no se aplica de forma absoluta o ilimitada, sino en una forma matizada muy próxima a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional. Así por ejemplo, en Portugal, donde la regla de exclusión de la prueba ilícita está incorporada a la propia Constitución (art 32), el denominado


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“efeito-a- distancia”, o efecto reflejo de la nulidad en otras pruebas derivadas, está matizado por la singularidad del caso, el tipo de prohibición de prueba vulnerado, la naturaleza e importancia del derecho en conflicto, el bien jurídico o interés sacrificado, el sujeto pasivo de la vulneración, etc. En Italia, donde la regla de la “inutilizzabilitá” de las pruebas obtenidas quebrantando prohibiciones legales fue incorporada al art 191 del Códice di Procedura Penale de 1988, la polémica figura de la “inutilizzabilitá derivata” se aplica también de forma matizada. La ausencia de una normativa específica sobre la propagación de la nulidad, salvo en materia de secreto de Estado (Ley 3 de Agosto de 2007) da lugar a soluciones jurisprudenciales muy variadas. Como ejemplo de exclusión de la ineficacia derivada puede citarse la Sentencia de la Corte de Casación, Cass. Sec.VI, de 27 de marzo de 2009. Algo similar se aprecia en la práctica procesal francesa con el “principio de lealtad en la aportación de la prueba”, en la alemana, en la que se aplica la “teoría de la ponderación de intereses” por la que la vulneración de una prohibición probatoria no conlleva necesariamente la prohibición de utilización de la prueba derivada (“fernwirkung des Beweisverbots”), en función de la gravedad del hecho y el peso de la infracción procesal concreta, o en el sistema procesal penal holandés en el que la ilicitud probatoria se intro-

dujo en 1996 en el art 359 del Código de Procedimiento Procesal, pero en el que la calificación de una prueba como derivada de otra prueba ilícita no acarrea necesariamente la aplicación de una regla de exclusión, aplicándose los principios de proporcionalidad y subsidiariedad. Y si acudimos fuera del espacio judicial europeo, al propio Tribunal Supremo norteamericano, pionero en la aplicación de esta doctrina (“fruits of the poisonous tree”), es indudable que resoluciones como Hudson vs. Michigan, o Herring vs. United States, han atenuado mucho los efectos de la “exclusionary rule”. Aun sin compartir, obviamente, esta regresión últimamente citada, es claro que la aplicación absolutamente ilimitada de la regla de la contaminación de los frutos del árbol prohibido carece en el sistema procesal penal actual de referentes en el Derecho Comparado, por lo que la aplicación de la doctrina matizada del Tribunal Constitucional a través de la teoría de la conexión de antijuridicidad resulta lo más coherente con el modelo procesal penal vigente en los países de nuestro entorno. (Cfr. Tribunal Supremo Español, Sala Penal, providencia del 15 de julio de 2016, M.S. Dr. Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre).

Restricción de la libertad personal Fundamentación

1. Concepto y alcance del derecho a la libertad personal. El derecho a la libertad personal comprende “la posibilidad y el ejercicio positivo de todas las acciones dirigidas a desarrollar las aptitudes y elecciones individuales que no pugnen con los derechos de los demás ni entrañen abuso de los propios, como la proscripción de todo acto de coerción física o moral que interfiera o suprima la autonomía de la persona sojuzgándola, sustituyéndola, oprimiéndola o reduciéndola indebidamente”. En este sentido, implica que todo individuo puede optar autónomamente por el comportamiento que considere conveniente en su relación con los demás, siempre y cuando no lesione los derechos de terceros ni el orden jurídico. La libertad personal es un principio y un derecho fundante del Estado Social de Derecho cuya importancia se reconoce en diversas normas constitucionales: (i) en el Preámbulo de la Carta como uno de los bienes que se debe asegurar a los integrantes de la Nación; (ii) en el artículo 2º se establece como fin esencial del Estado el de garantizar la efectividad de los principios, y de los derechos consagrados en la Constitución, asignando a las autoridades el deber de protegerlos; y (iii) en el artículo 28 se consagra expresamente que “Toda persona es libre” y contempla una serie de garantías que buscan asegurar el ejercicio legítimo del derecho y el adecuado control al abuso del poder, como el derecho a ser detenido por motivos previamente definidos por el legislador y en virtud de mandamiento escrito de autoridad judicial competente. Al igual que la dignidad humana y la igualdad, la libertad tiene una naturaleza polivalente en el ordenamiento jurídico colombiano, pues se trata de manera simultánea de un valor, un principio y, a su vez, muchos de sus ámbitos específicos son reconocidos como derechos fundamentales plasmados en el texto constitucional: (i) En primer lugar, el Preámbulo de la Constitución señala la libertad como un valor superior del ordenamiento jurídico, en esta proclamación se ha visto el reconocimiento de una directriz orientadora en el sentido que “la filosofía que informa la Carta Política del 91 es libertaria y democrática y no autoritaria y mucho menos totalitaria”. Por su parte, el artículo 2º de la Constitución indica que las autoridades están instituidas para proteger a las personas residentes en Colombia en su vida, honra, bienes y demás derechos y libertades. Desde esta perspectiva: “la libertad se configura como un contenido axiológico rector del sistema normativo y de la actuación de los servidores públicos, del cual, en todo caso, también se desprenden consecuencias normativas en la interpretación y aplicación, no sólo del texto constitucional, sino del conjunto de preceptos que conforman el ordenamiento jurídico colombiano, que deben ser leídos siempre en clave libertaria”. (ii) Así mismo, la Corte Constitucional ha reconocido la existencia de un principio general de libertad que autoriza a los particulares a llevar a cabo las actividades que la ley no prohíba o cuyo ejercicio no está subordinado a requisitos o condiciones determinadas, el cual estaría reconocido por el artículo 6º de la Constitución, se trataría entonces de la norma de cierre del ordenamiento jurídico, que tendría la estructura deóntica de un permiso.

Pero también se ha visto en el artículo 13 Superior, el origen de este principio general de libertad el cual según la jurisprudencia constitucional es el fundamento del derecho de toda persona a tomar decisiones que determinen el curso de su vida. (iii) A su vez, la Constitución reconoce numerosos derechos de libertad, especialmente en el Capítulo I del Título II, tales como el libre desarrollo de la personalidad (art. 16), la libertad de conciencia (art. 18), la libertad de cultos (art. 19), la libertad de expresión y de información (art. 20). 2. Fundamento constitucional de la limitación de la libertad. El derecho a la libertad personal, no obstante, ser reconocido como elemento básico y estructural del Estado de Derecho, no tiene un carácter absoluto e ilimitado. Como en el caso de los demás derechos fundamentales, el Constituyente no concibió en efecto la libertad individual a la manera de un derecho inmune a cualquier forma de restricción. En este sentido, la Corte ha advertido también que en algunas ocasiones el interés superior de la sociedad exige la privación o restricción de la libertad personal, la cual en todo caso no puede ser arbitraria, por lo cual, la propia Constitución consagra una serie de garantías que fijan las condiciones en las cuales la limitación del derecho puede llegar a darse. Estas garantías están estructuradas en forma de reglas, encaminadas a delimitar de manera estricta la actividad del Estado frente a esta libertad fundamental. Por lo anterior, el ordenamiento jurídico contempla la posibilidad de proferir medidas restrictivas de la libertad, siempre y cuando obedezcan a mandatos legales previamente definidos. La restricción del derecho a la libertad debe estar entonces, plenamente justificada en el cumplimiento de fines necesarios para la protección de derechos o bienes constitucionales y, además, ser notoriamente útil y manifiestamente indispensable para el logro de tales objetivos. De otro lado, se requiere que el efecto negativo sobre la libertad que se restringe, sea notablemente mitigado con el beneficio constitucional que se alcanza a raíz de su restricción. Todo lo anterior, por supuesto, siempre que no se afecte el núcleo esencial del citado derecho. El derecho penal como límite racional a la privación de la libertad en el Estado Social de Derecho. Durante siglos el poder punitivo fue el principal mecanismo para el dominio irracional de los pueblos y el castigo de quienes no compartían las ideas de los gobernantes. El aparato de la justicia era utilizado por la voluntad del monarca para sancionar cualquier tipo de desobediencia y los jueces eran simplemente súbditos de los tiranos. Sin embargo, surgieron voces que buscaban acallar los excesos y controlar el abuso de los poderosos mediante el establecimiento de unas garantías mínimas que limitaran la privación de la libertad de las personas, cuyos principales pilares se encuentran a lo largo de toda la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: (i) la exigencia de lesividad de los delitos, (ii) el principio de legalidad, (iii) la necesidad de la pena y (iv) la presunción de inocencia, los cuales aún se mantienen como algunas de las garantías irrenunciables para cualquier Estado de Derecho. Con fundamento en estos principios, se redactaron numerosos Códigos


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50 Penales y de Procedimiento Penal en Europa y Latinoamérica que buscaron establecer reglas claras para impedir la arbitrariedad y los abusos en el poder punitivo. El Derecho Penal moderno no surgió entonces como una máquina de castigo, sino por el contrario, como un conjunto de garantías mínimas que no solamente buscan tutelar a la sociedad del delito, sino también proteger al acusado de la venganza privada y de los abusos del poder punitivo del Estado. Dentro de tales garantías se destacan: (i) la exigencia de la existencia de un delito para la aplicación de una pena (nulla poena sine crimine); (ii) el principio de legalidad (nullum crimen sine lege); (iii) el principio de necesidad (nulla lex poenalis sine necessitate); (iv) el principio de lesividad (nulla necessitas sine iniuria); (v) el Derecho Penal de acto (nullainiuria sine actione); (vi) el principio de culpabilidad (nulla actio sine culpa); (vii) el principio de jurisdiccionalidad (nulla culpa sine iudicio); (viii) el principio acusatorio (nullum iudicium sine accusatione); (ix) el debido proceso probatorio (nulla accusatio sine probatione); y (x) el derecho a la defensa (nulla probatio sine defensione). En este sentido, la Carta Política consagra un sistema completo de garantías penales sustanciales para garantizar los derechos de los individuos que constituyen los fundamentos constitucionales del derecho penal: En primer lugar, el principio de legalidad, derivado del Estado de Derecho, de acuerdo con el cual, cuando haya lugar a una limitación, los requisitos deberán ser fijados por la ley, ya que al ser una libertad personal, la Constitución establece una estricta reserva legal: En segundo lugar, se encuentra la exclusiva protección de bienes jurídicos, derivado del carácter social del Estado, de acuerdo con el cual, el derecho penal está instituido exclusivamente para la protección de bienes jurídicos, es decir, para la protección de valores esenciales de la sociedad. Este principio inspira la necesidad de la intervención penal relacionada a su vez con su carácter subsidiario, fragmentario y de última ratio del Derecho penal, también derivado del carácter social del Estado. De acuerdo al principio de subsidiariedad “se ha de recurrir primero y siempre a otros controles menos gravosos existentes dentro del sistema estatal antes de utilizar el penal”; según el principio de última ratio “el Estado solo puede recurrir a él cuando hayan fallado todos los demás controles” y finalmente, en virtud del principio de fragmentariedad “el Derecho penal solamente puede aplicarse a los ataques más graves frente a los bienes jurídicos”. En tercer lugar, el principio de culpabilidad, relacionado con el carácter democrático de Estado y derivado del artículo 29 de la Carta Política, y que en nuestro ordenamiento tiene las siguientes consecuencias: (i) El Derecho penal de acto, por el cual “sólo se permite castigar al hombre por lo que hace, por su conducta social, y no por lo que es, ni por lo que desea, piensa o siente”. (ii) El principio según el cual no hay acción sin voluntad, que exige la configuración del elemento subjetivo del delito. De acuerdo al mismo,

ningún hecho o comportamiento humano es valorado como acción, sino es el fruto de una decisión; por tanto, no puede ser castigado si no es intencional, esto es, realizado con conciencia y voluntad por una persona capaz de comprender y de querer. (iii) El grado de culpabilidad es uno de los criterios básicos de imposición de la pena, de tal manera que a su autor se le impone una sanción, mayor o menor, atendiendo a la entidad del juicio de exigibilidad, es decir, la pena debe ser proporcional al grado de culpabilidad. En cuarto lugar, los principios de racionabilidad y proporcionalidad en materia penal, de acuerdo con los cuales deben ponderarse las finalidades de prevención y represión del delito con derechos fundamentales de las personas, como el derecho a la libertad y al debido proceso. En quinto lugar, la finalidad preventiva del derecho penal, en virtud de la cual la privación de la libertad en un Estado Social de Derecho debe cumplir con sus finalidades constitucionales: (i) La prevención general negativa busca generar una impresión para que todos los ciudadanos no cometan delitos mediante la disuasión de futuros autores, por lo cual, la pena “debe tener efectos disuasivos, ya que la ley penal pretende “que los asociados se abstengan de realizar el comportamiento delictivo so pena de incurrir en la imposición de sanciones”. (ii) La prevención especial negativa señala que la pena puede tener también como misión impedir que el delincuente cometa nuevos crímenes contra la sociedad. (iii) La prevención especial positiva señala, por su parte, que la función de la pena es la reintegración del individuo a la sociedad, también llamada resocialización, en virtud de la cual la sanción “debe buscar la resocialización del condenado, obviamente dentro del respeto de su autonomía y dignidad, pues el objeto del derecho penal en un Estado social de derecho no es excluir al infractor del pacto social, sino buscar su reinserción en el mismo”. (iv) La prevención general positiva admite que la finalidad de la pena es el reconocimiento de la norma con el objeto de restablecer la vigencia de la misma afectada por el delito. En un Estado Social de Derecho, la retribución no constituye una finalidad de la ejecución de la pena sino un límite para la determinación de su modalidad y medida, aplicable en virtud del principio de culpabilidad según el cual “la pena tampoco puede sobrepasar en su duración la medida de la culpabilidad”. Finalmente, encontramos el bloque de constitucionalidad y otras normas constitucionales que deben ser tenidas en cuenta en la redacción de las normas penales Estas garantías son esenciales en el Estado Social de Derecho y por ello no puede renunciarse a su aplicación para reforzar la seguridad cognitiva de la sociedad frente a individuos considerados peligrosos, pues ello desconoce profundamente la dignidad humana, la presunción de inocencia y desarrolla un Derecho penal de autor prohibido por la Constitución. (Cfr. Corte Constitucional, sentencia T-276 del 25 de mayo de 2016, exp. T-5.256.449, M.S. Dr. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub).

Acción de tutela

Solo procede de manera subsidiaria cuando no existen mecanismos judiciales ordinarios de defensa o ante un perjuicio irremediable

La Sala Plena de la Corte Constitucional (Auto 588 del 30 de noviembre de 2016, M.S. Dr. Aquiles Arrieta Gómez), declaró la nulidad de la Sentencia T-288 de 2013, por cuanto desconoció de manera evidente la regla jurisprudencial según la cual, la acción de tutela es un mecanismo subsidiario y por lo tanto, solo procede cuando se han agotado todos los medios ordinarios de defensa judicial a los que tiene acceso el solicitante o cuando existiendo esos medios, se demuestre que los mismos carecen de eficacia para precaver la ocurrencia de un perjuicio irremediable que afecte gravemente los derechos fundamentales del actor. Mediante la Sentencia T-288 de 2013 se había concedido la tutela a pesar de ser claro que existían varios mecanismos ordinarios de defensa en cabeza del actor (incluyendo la excepción de cosa juzgada y el recurso de anulación del laudo arbitral), y a pesar de haber intentado uno de esos medios antes de la emisión de la Sentencia T-288 de 2013, cuál era el recurso de anulación del laudo. En el fallo que se anula, no se analizó siquiera sumariamente, cómo esos medios de defensa judicial eran ineficaces para lograr la protección de los derechos fundamentales de la sociedad accionante. Por estas razones, la Sentencia T-288 de 2013 incurrió en una violación evidente del debido proceso de los intervinientes que al implicar un desconocimiento flagrante de las subreglas constitucionales sobre procedencia de la acción de tutela, puede tener además un efecto nocivo no solo de los derechos fundamentales de las partes en el proceso, sino también frente a

los demás ciudadanos titulares de la acción, que podrían verse afectados por la existencia en el mundo jurídico de una decisión abiertamente contraria a la jurisprudencia clara, pacífica y decantada de esta Corporación. A juicio de la Corte, la afectación del debido proceso es ostensible, pues se desconoció de manera contraevidente el carácter subsidiario de la acción de tutela, al tiempo que no se acreditó que existiere, en ningún caso, un perjuicio irremediable. Así mismo, tal afectación fue probada, pues a pesar de existir varias providencias que hubieran llevado a la Corte a la misma conclusión a la que arribó en esta oportunidad, las invocadas por el solicitante permiten establecer la existencia de una regla jurisprudencial clara y precisa, cuyo desconocimiento es contundente, a partir del simple contraste de los textos con los contenidos en la sentencia T-288 de 2013. De igual modo, la afectación es significativa, puesto que se desconoció una tesis que la Corte ha sostenido desde un comienzo de manera invariable, como es, la de la obligatoriedad de acreditar la existencia de un perjuicio irremediable, cuando quiera que se instaure la acción de tutela existiendo mecanismos judiciales ordinarios con vocación de lograr un efecto análogo. Por último, la Corte encontró que también la afectación es transcendental, como quiera que, de no haberse desconocido el precedente, la Sala habría tenido que verificar primero la ineficacia de los instrumentos ordinarios de defensa del accionante, ante el riesgo inminente de ocurrencia de un perjuicio irremediable, antes de poder entrar a conocer del fondo del asunto.


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Servicio militar obligatorio

El tiempo de servicio en el Sistema General de Pensiones

Con la intención de estimular e incentivar el cumplimiento del deber ciudadano de prestar el servicio militar obligatorio, la L. 48/1993 estableció una serie de beneficios y privilegios en favor de los jóvenes que prestaran este servicio. Dentro de estas ventajas, se dispuso en el literal a) del art. 40 de esta ley que el tiempo de servicio militar obligatorio sería computado para efectos de la “pensión de jubilación de vejez”. La anterior previsión no genera mayores discusiones en la jurisprudencia del trabajo, en tratándose de pensiones de jubilación o de vejez, al punto que esta Corporación ha aceptado que el tiempo del servicio militar obligatorio debe tenerse en cuenta para las pensiones de jubilación de las leyes 33/1985 y 71/1998. De igual modo, su convalidación ha sido admitida para la pensión de vejez de la L. 100/1993, en el entendido que el sistema integral de seguridad social posibilita “que ese tiempo sea computado en cualquiera de los dos regímenes previstos en la Ley 100, siendo de cargo de la entidad pública respectiva o de la Nación según el caso, el traslado de los recursos necesarios para convalidar esos tiempos frente a la seguridad social de conformidad con la ley, es decir, mediante la expedición de un bono o título pensional” (CSJ SL, 19 oct. 2011, rad. 41672; CSJ SL, 21 mar. 2012, rad. 42849). Sin embargo, habida cuenta que la redacción de la norma en cita, prima facie, limita su ámbito de actuación a la “pensión de jubilación de vejez”, surge la duda respecto a si el tiempo de servicio militar obligatorio es computable para otros efectos pensionales distintos de la jubilación o vejez, por ejemplo, para prestaciones de sobrevivencia, como acontece en este asunto. En aras de dilucidar este problema, es oportuno recordar, en primer lugar, que la L. 48/1993 fue concebida con anterioridad a la entrada en vigencia del sistema integral de seguridad social. Por esta razón, su análisis interpretativo debe realizarse con sujeción a los objetivos, principios y contenidos de la L. 100/1993, en la cual se inserta y articula, para ser parte de un conjunto normativo de protección social, basado en unos principios de relevancia especial. Particularmente, son dos principios los que entran en juego al momento del análisis del art. 40 de la L. 48/1993, a saber: el principio de universalidad y el de integralidad; el primero de orden constitucional y legal, y el segundo de desarrollo legal. Así, de acuerdo con el art. 2º de la L. 100/1993, el sistema de seguridad social es universal en la medida que dispensa una protección, por igual, a todas las personas, y es integral, en tanto cobija todas las contingencias que afectan la salud, condiciones de vida y capacidad económica de los habitantes. En concreción del principio de universalidad del sistema general de pensiones, el literal f) del art. 13 de la L. 100/1993 consagró la posibilidad de sumar y darle valor a todas “las semanas cotizadas con anterioridad a la vigencia de la presente ley, al Instituto de Seguros Sociales o a cualquier caja, fondo o entidad del sector público o privado, o el tiempo de servicio como servidores públicos, cualquiera sea el número de semanas cotizadas o el tiempo de servicio”. Conforme a esto, las fronteras impuestas por los anteriores regímenes pensionales, que coexistían dispersamente y condicionaban la validez de los tiempos laborados a situaciones tales como que hubieran sido objeto de aportes, laborados en determinados sectores o entidades, cotizados a específicos entes previsionales, entre otros, son eliminadas, para, en su lugar, tomar como referente de construcción de la pensión la prestación del servicio en cuanto tal. De ahí que, al suprimir estas barreras, que obstaculizaban la adquisición del derecho pensional, la L. 100/1993 se erija en un estatuto normativo inclusivo, anti clasista y unificador de regímenes pensionales, como se expresa en su art. 6º, al prescribir que “el Sistema de Seguridad Social Integral está instituido para unificar la normatividad”. Por consiguiente, frente a esta clara pretensión de universalidad, integración e inclusión, donde todos los tiempos de servicio suman para “el reconocimiento de las pensiones y prestaciones contempladas en los dos regímenes” (art. 13 L. 100/1993), en la actualidad la limitación impuesta en el art. 40 de

la L. 40/1993, carece de una justificación objetiva y valorativa que la respalde. Anticipándonos a una réplica que puede surgir en el sentido que las personas que prestan el servicio militar obligatorio, no desempeñan propiamente un servicio público, cabe contraargumentar que el cumplimiento de esta obligación constitucional, si bien no genera un vínculo laboral de empleado o un contrato de trabajo con el Estado, ello no significa que sea ajena a los intereses generales, como para decir que el tiempo dedicado a la Fuerza Pública no encaja en la hipótesis del literal f) del art. 13 de la L. 100/1993. Al respecto, vale decir, que en el estado de cosas presente, es innegable que este tiempo de servicios, de especial consideración constitucional en razón de la importancia que reviste para la defensa de la independencia del Estado y su soberanía, y el mantenimiento de la sociedad organizada, tiene una connotación claramente pública y, por tanto, de servicio público. Por tal razón, no hay motivos fundados para circunscribir la regla de derecho del literal f) del art. 13 de la L. 100/1993, a los empleados públicos o trabajadores oficiales y, por esa vía, excluir el servicio militar obligatorio para efecto de las prestaciones que concede el sistema en función de los servicios efectivamente prestados, so pretexto de una interpretación literal y restrictiva de disposiciones que gozan de amplitud semántica y vocación de evolución según los nuevos contextos normativos y sociales en que se desenvuelvan. Adicionalmente, no puede pasarse por alto que en el marco de las prestaciones fundamentales del sistema de seguridad social, las interpretaciones normativas que realicen las instituciones y los jueces, deben atender, primordialmente, a dos principios: (i) pro homine, en cuya virtud el intérprete debe acoger el sentido más extensivo de un texto normativo, cuando se trata de la realización y efectivización de derechos fundamentales; y (ii) de integralidad, que presupuesta que la seguridad social brinda “cobertura de todas las contingencias que afectan la salud, la capacidad económica y en general las condiciones de vida de toda la población” (art. 2º L. 100/1993). Lo anterior quiere decir que las lagunas axiológicas que susciten los textos normativos, cuandoquiera que éstos se enfrenten a problemas de incompatibilidad entre su contenido y determinados valores o principios de un sistema, como ocurrente en este asunto, donde se presenta una divergencia entre el art. 40 de la L. 48/1993 y los principios fundantes del sistema general de seguridad social, deben resolverse a través de un ejercicio hermenéutico amplio o extensivo. Desde este punto de vista, a juicio de la Sala, la mejor solución interpretativa es aquella según la cual el art. 40 de la L. 48/1993, no solo cobija las pensiones de jubilación o vejez, sino también las de sobrevivencia e invalidez, en el entendido que la protección en pensiones que ofrece la L. 100/1993 abarca tres ámbitos: vejez, invalidez y muerte; de manera que, no es apropiado limitar la norma a solo uno, como si el ser humano pudiera fraccionarse en su integridad. Por todo lo anterior, el Tribunal no se equivocó al asumir con arreglo a la L. 48/1993 que el tiempo de servicio militar obligatorio puede sumarse para la pensión de sobrevivientes, puesto que desde la perspectiva de los derechos fundamentales con que deben ser abordados problemas jurídicos de este talante, la mejor interpretación, es aquella conforme a la cual el tiempo de servicio militar obligatorio tiene valor en el marco de las prestaciones pensionales del sistema de seguridad social. Por último, no sobra precisar que, en estos casos, la Nación debe concurrir a la financiación de la pensión, mediante un bono pensional por el tiempo de servicio militar obligatorio. Así lo prevé el literal b) del art. 115 de la L. 100/1993 al señalar que tendrán derecho a un bono pensional los afiliados que con anterioridad a su ingreso al régimen de ahorro individual con solidaridad, “hubiesen estado vinculados al Estado o a sus entidades descentralizadas como servidores públicos”. (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Laboral, sentencia SL-11188 del 3 de agosto de 2016, rad. 47354, M.S. Dra. Clara Cecilia Dueñas Quevedo).

Acción pensional

Término para reclamar o ejercerla

El derecho a la pensión en sí mismo no es prescriptible, pero sí lo son las distintas mesadas pensionales. Efectuada la aclaración anterior, se tiene que le asiste entera razón a la entidad recurrente, pues, en efecto, el art. 36 de la Ley 90 de 1946 que reza: «La acción para el reconocimiento de una pensión prescribe en cuatro (4) años; la acción para el reconocimiento de las demás prestaciones y el derecho a cobrar cualquier subsidio o pensión ya reconocidos prescribe en un (1) año», no es la norma que gobierna el tema que se debate, ya que tal regulación imperó pero frente a las reclamaciones surtidas directamente ante el Instituto de Seguros Sociales, pues en lo que atañe a las reclamaciones judiciales fue derogado por el art. 151 del C.P.T. y la S.S. En efecto, el precepto legal aplicable corresponde al citado artículo 151, que regula expresamente la prescripción para las acciones judiciales, en cuanto establece que las mismas prescribirán en tres (3) años, que se contarán desde que la respectiva obligación se haya hecho exigible. De suerte que, el término de prescripción consagrado en la Ley 90 de 1946 art. 36, debe entenderse derogado para las acciones de índole judicial por el mencionado artículo 151 del CPT y SS. (Decreto 2158 de 1948), tal como lo dejó sentado la Sala en sentencia de la CSJ SL, 3 ago. 2010, rad. 36131, que puntualizó: Acusa la censura al Tribunal por haber infringido directamente

el artículo 36 de la Ley 90 de 1946. Olvida que el término de prescripción ahí consagrado fue derogado por el artículo 151 del Código Procesal del Trabajo y de la Seguridad Social, de manera que el ad quem no pudo quebrantar esa disposición legal. Al punto esta Sala de la Corte, en sentencia del 22 de julio de 2003, Rad. 19.796, adoctrinó: “Así mismo, tampoco es acertada la inferencia del Tribunal en el sentido de que el término de prescripción aplicable al caso es el artículo 36 de la Ley 90 de 1946, pues para la Corporación dicho precepto quedó derogado por el artículo 151 del que ahora se denomina Código de Procedimiento Laboral y de la Seguridad Social, ya que no puede perderse de vista que esta norma estipula que ‘las acciones que emanen de las leyes sociales prescribirán en tres años’, y entre tal tipo de leyes indiscutiblemente están las que contienen el derecho pensional de la demandante génesis del litigio. Y por ello es equivocado el razonamiento de la mayoría del Tribunal cuando sostiene que prevalece la primera norma legal antes citada” En consecuencia, el término de prescripción aplicable es de tres (3) años con arreglo en la norma procedimental en comento, y no de cuatro (4) años como lo infirmó equivocadamente el fallador de alzada. (Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Laboral, sentencia SL-12856 del 19 de julio de 2016, rad. 47099, M.S. Dr. Gerardo Botero Zuluaga).


A

FACET JURÍDIC

52 DERECHO PROCESAL CIVIL

PRÁCTICA GENERAL DE DERECHO

-PARTE GENERAL Y PRUEBAS-

Producción conjunta

Alfonso Rivera Martínez

En su 32 edición, esta obra, de producción conjunta, contiene minutas y modelos en materia civil, laboral, agraria, minera, familia, notarial, policiva, comercial, tributaria, ambiental, disciplinaria, procesal civil, constitucional, administrativa, contratación estatal, procedimiento laboral, procesal administrativa, procedimientos educativos, procedimiento penal acusatorio, servicios públicos domiciliarios, procesos y procedimientos mercantiles, acciones de tutela, cumplimiento, populares y de grupo. El escrito contiene en sus modelos más importantes notas explicativas, ya de carácter legislativo, doctrinario o jurisprudencial dirigidas a lograr un mejor entendimiento de la temática tratada.

Esta obra teórico-práctica, trata, en una primera parte las siguientes temáticas: La administración de justicia en materia civil, la jurisdicción y competencia, el derecho de postulación, las partes, representantes e intervención de terceros, el ejercicio de la acción procesal y la defensa del demandado, las audiencias y diligencias, las formas procesales, los incidentes y nulidades, las providencias, sus notificaciones y recursos procesales, las costas y multas y los mecanismos alternativos de resolución de conflictos. En una segunda parte se trata el régimen probatorio, examinado desde el punto de vista general y de cada una de las pruebas en particular. Ambas partes con diferentes modelos prácticos en las materias tratadas.

32 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-579-3, precio: $395.000

19 ed., 2017, 17x24cms., Pasta dura, ISBN: 978-958-769-583-0, precio: $230.000

DERECHO PROCESAL CIVIL

DERECHO LABORAL APLICADO

-PARTE ESPECIAL-

Germán Isaza Cadavid Esta obra abarca gran parte del derecho laboral, en sus diferentes facetas: Derecho laboral general (Trabajo y derecho laboral. Reglamentos de trabajo. Derecho laboral individual. Prestaciones sociales. Menor trabajador). Derecho de asociación sindical y su organización (Conflictos, convenciones y pactos colectivos de trabajo). Régimen de Seguridad Social y de Pensiones (Seguridad Social. Régimen de Seguridad Social en Salud. Sistema General de Pensiones. Sistema General de Riesgos Laborales. Protección a la maternidad). Derecho procesal laboral (Ejercicio y prescripción de acciones laborales. Jurisdicción, competencia y administración de justicia laboral. Proceso laboral. Proceso ordinario y procesos laborales especiales). Es una obra complementada con una parte práctica relacionada con los distintos temas tratados. 21 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-582-3, precio: $210.000

Alfonso Rivera Martínez Obra teórico-práctica, que inicia con el objeto y la división de los procesos, para posteriormente entrar al estudio de los procesos declarativos (verbales, de expropiación, de deslinde y amojonamiento, divisorio y monitorio), el proceso ejecutivo (el título ejecutivo y sus fuentes, el mandamiento ejecutivo, las excepciones, las medidas ejecutivas o cautelares, el remate de bienes y pago al acreedor y el proceso ejecutivo con garantía real), los procesos de liquidación (de sucesión, liquidación de sociedades conyugales o patrimoniales por causa distinta de la muerte de los cónyuges o compañeros permanentes, y nulidad, disolución y liquidación de sociedades), los procesos de jurisdicción voluntaria, la adopción y los procesos de insolvencia (de persona natural no comerciante y de insolvencia empresarial o comercial). La obra presenta una serie de modelos que complementan la materia tratada. 19 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-584-7, precio: $240.000

DERECHO DE SOCIEDADES COMERCIALES PARTES GENERAL Y ESPECIAL Teórico-Práctico

PROCEDIMIENTO DE FAMILIA Y DEL MENOR

Hildebrando Leal Pérez La obra muestra en una primera parte temas relacionados con la teoría general de las sociedades mercantiles, el contrato social, los aportes, el capital, las utilidades, las reuniones, la administración de la sociedad, su transformación, fusión, escisión, disolución y liquidación. En segundo lugar la obra estudia las sociedades mercantiles en particular: Colectiva, comanditaria, de responsabilidad limitada, anónima, de economía mixta, las sociedades extranjeras, mercantil de hecho, empresa unipersonal, por acciones simplificada y las sociedades mercantiles en el sistema financiero. Finaliza con algunos modelos prácticos de sociedades comerciales. 14 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-586-1, precio: $230.000

María Cristina Escudero Alzate La vigésima tercera edición de esta obra se desarrolló conforme con el Código General del Proceso. Su estudio fue dividido en nueve títulos, a saber: la jurisdicción de familia y los organismos de protección del menor y la familia, el estado civil de las personas, el derecho matrimonial (el matrimonio, la disolución e interrupción del matrimonio, el régimen patrimonial de los cónyuges y el régimen de las uniones maritales de hecho), al derecho de filiación, los alimentos, la protección de personas con discapacidad mental y representación legal de incapaces emancipados, el derecho herencial, las donaciones y el derecho de infantes y adolescentes. Se complementa la obra con una parte práctica que desarrolla la temática tratada. 23 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-580-9, precio: $240.000

PROCEDIMIENTO NOTARIAL Y REGISTRAL

Nicolás Vargas Otálora Se trata de un escrito teórico práctico. Esta obra estudia, en primer lugar, la función, ejercicio y organización notarial, su desarrollo en materia de bienes inmuebles. En segundo término, la obra se dedica al estudio del registro de instrumentos públicos. Trata, en tercer lugar, los procesos notariales, es decir, el matrimonio civil, la separación de bienes, las declaraciones extraprocesales, la insinuación de donaciones, el régimen de propiedad horizontal y el patrimonio de familia, la liquidación de herencias, entre otros. Continúa, en cuarto lugar, el estudio del registro del estado civil de las personas. 23 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-585-4, precio: $115.000

LA JURISPRUDENCIA Y EL PRECEDENTE EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

MANUAL DE SUCESIONES TEÓRICO-PRÁCTICO

Juan Carlos Mora Barrera La obra inicia con una teoría básica del derecho sucesoral (naturaleza, contenido y sujetos del derecho herencial), para continuar con la sucesión testamentaria (testamento, testador y formas de testar, revocación y reforma del testamento, asignaciones testamentarias, acrecimiento y sustitución), la sucesión intestada (apertura de la sucesión: Medidas cautelares en materia sucesoral, aceptación y repudio de la herencia, herencia yacente y administración de la herencia, el proceso sucesoral). Concluye con las acciones del heredero y los derechos sucesorales en uniones maritales de hecho y la liquidación de herencias por el trámite notarial. Se complementa este manual con una importante muestra de modelos en materia sucesoral. 12 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-588-5, precio: $95.000

CONSTRUCCIÓN METODOLÓGICA PARA UNA ADECUADA APLICACIÓN JUDICIAL

Isnardo Jaimes Jaimes

Faceta Jurídica

Esta obra estudia el precedente y la jurisprudencia, categorías e instituciones que son sustancialmente diferentes, siendo este aspecto esclarecido en este escrito. La obra se dirige de manera específica a los operadores judiciales, quienes al momento de resolver un caso se enfrentan a la labor de fortalecer el principio de seguridad jurídica y a encontrar una solución justa en sus fallos, con el fin de construir una integración interpretativa de la ley. 1 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura, ISBN: 978-958-769-489-5, precio: $45.000

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MANUAL DE CONTRATOS

Hildebrando Leal Pérez Esta obra, dividida en dos volúmenes, estudia, en el Tomo I, la teoría general del contrato, los contratos de compraventa, permuta, arrendamiento, depósito, mandato, mutuo, comodato, cesión, aleatorios, de garantía y los cuasicontratos. Por su parte, el Tomo II referencia los contratos de transporte, sociedad, seguros, bancarios, fiducia, leasing, factoring, suministro, emisión de bonos y forward. 2 ed., 2017, 17x24cms., pasta dura Tomo I: ISBN: 978-958-769-591-5, precio: $195.000 Tomo II: ISBN: 978-958-769-592-2, precio: $150.000

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