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Sobre nosotros, los resentidos

De mis primeras memorias a la fecha no recuerdo un día que haya salido a la calle en mi país de origen, México, en el que no haya recibido miradas que me incomoden.

Recuerdo las caminatas de la mano de mi padre, quien siempre fue una figura confusa para mí. Más allá de nuestra turbulenta relación, dada por muchos temas, siempre me sentí con un cierto grado de ansiedad cuando transitaba por el espacio público al lado de ese hombre que comparte la mitad de la autoría física de mi persona. Muchos factores llevaron al término de nuestra relación; de algunos he hablado, de otros hablaré y muchos otros nunca tocaré por respeto a los buenos recuerdos. Si bien hay cosas que llegan a un final accidentado, no todo lo que tiene que terminar es malo ni todo lo malo siempre lo fue.

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Siempre le tuve admiración a mi padre. Fue una figura que, si bien me intimidaba, me aportó mucha seguridad en ciertos aspectos. Me llevó de la mano hasta mis 12 años a la entrada del colegio aunque a esa edad ya no era necesario y era incluso contraproducente dentro de los marcos de la masculinidad. Esos momentos me eran incómodos pero los recuerdo ahora con un cierto añoro en ocasiones en que necesito reafirmar mi identidad. Al final pienso que a pesar de que el tiempo pase siempre volvemos a nuestra infancia, somos distintos pero iguales.

Pasados mis dos años, algo sucedió que lo llevó a usar las vestimentas tradicionales de su cultura. Abandonó los jeans que usó durante décadas y volvió a esos trajes que se llaman «grand boubou» en la África francófona. Le tengo mucha admiración por ese gesto, ya que, asumir esa decisión en un país con el grado de racismo que México padece, aunado al hecho de que la población afromexicana quedó diluida en esta sociedad, significaba aceptar que la miradas, ya de por sí cargadas, siempre se iban a dirigir a él. No me queda claro por qué lo hizo y aunque sospecho que sus motivos no fueron únicamente culturales, lo respeto.

Recuerdo todo tipo de miradas: curiosas, invasivas, de admiración, burlonas, temerosas, lascivas… muchas miradas. Lastimosamente, no siempre se quedaba en eso porque nunca faltan transgresores imprudentes y hubo algunos casos de violencia. El número no es realmente lo que importa sino más bien el sentimiento. La empatía es una virtud que es escasa entre los seres humanos, hay que decirlo. Es quizás por ello que pasamos tanto tiempo simulándola, porque sabemos que es necesaria pero nos demanda cuestionarnos profundamente y no siempre es fácil. En el momento en que la tecnología incorporó las cámaras a nuestros teléfonos y por ende a nuestros bolsillos, tomarle fotos a mi padre se convirtió en una actividad recurrente en el espacio público. Si bien los zoológicos humanos se abolieron hace un siglo, las costumbres decimonónicas persiguen el comportamiento de las personas.

Imágenes cortesía de Toumani Camara Velázquez

Así pues, pasar un domingo con mi padre, ir a comer al restaurante más próximo de su departamento fue durante muchos años una actividad que me generaba mucha incomodidad no solo por nosotros y nuestros problemas, sino por el peso del entorno en ellos. El espacio público puede, en teoría, ser transitado por todos pero la interacción con este siempre queda condicionada al género, al color de piel, a la orientación sexual, a la religión y otros aspectos culturales. Aunque algunos adeptos al liberalismo insistan en convencerse de que la relación con la violencia es una cuestión individual, que uno puede definirse por ejemplo como un hombre feminista porque considera que no padece de prejuicios ni comportamientos violentos hacia las mujeres, los problemas de discriminación no recaen en el juicio de un individuo, son sistémicos. No hace falta que una persona ahorque a otra durante 10 minutos en el espacio público para que se pueda denunciar racismo, no hace falta una muerte para perpetrar un acto de una violencia asesina. Hace falta una mirada, unas palabras, un gesto burlón cargado de historia para sofocar la libertad del otro.

Lee la historia completa de Toumani en nuestro ejemplar.

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