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LOS INVISIBLES

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Dejanos Ayudarte

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Cuando uno viaja a Europa por primera vez, no alcanzan los ojos para ver tantos museos, tantas mega construcciones, edificios milenarios, tanta gente, afanosas hormiguitas de un MUNDO cosmopolita. No se alcanza a abarcar tantas fuentes impresionantes, tantas esculturas que respiran historia de doctas manos y excelsos espíritus, tantos monumentos portentosos, puentes siderales, y trenes a velocidades alucinantes.

Por: Raquel Pietrobelli

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O sea, el Viejo Mundo es una inmensa Disneylandia… La Cuna de la cultura, las artes, las leyes, la moda, de los inventos, de los teatros más célebres, de los Palacios con Reyes que no son de película, de las iglesias de cúpulas astronómicas.

Pero… Está la otra cara. La que nadie quiere mirar. Ni de soslayo. La que duele. Si es que no somos de piedra. Es la cara de la marginalidad, el desamparo y la miseria. Que te estalla en la mitad de esos días, que deberían ser magníficos e inolvidables: los de tus vacaciones.

Es la cara sucia, oscura y penosa de la vida. La de familias enteras durmiendo en la calle. Son los refugiados de la guerra, los sin nombre, que vinieron huyendo de otros países. Se asientan justamente en pleno centro de las capitales, esperando quizás, que la gente feliz, la que ríe, la que huele a perfume parisino, sea más generosa; allí, cerca de los teatros, donde las luces refulgen un poco más, y las risas son más sonoras, donde la gente se viste lujosamente, y se bajan de autos relucientes, que creíamos que existían solo en las revistas.

Yo los vi, a los Invisibles, cerca del Teatro Ópera de París, donde las luces te hacían parpadear, y el corazón se agitaba, emocionado de ver ese edificio tan estremecedoramente bello. Bajé la mirada y los vi. Tirados como animales, tiritando de frío, con la mirada perdida, llena de oscuros llantos y vergüenzas añejas.

Y me sentí mal. Por haber comido tan bien, por estar tan feliz, por calzar un abrigo tan cálido, por ir luego a dormir a una cama tan mullida, por sentir mi billetera con euros, los suficientes como para terminar felizmente el viaje.

Fue un relámpago tan solo, mis compañeros me tironearon para sacarnos la última selfie. Sonrientes, dichosos. Repetir la foto, hasta sacar la perfecta. La más colorida, la más estridente. La más mentirosa… La de la plenitud misma. La que va a quedar sensacional en el Face. Hasta que los demás nos envidien…

Nadie bajó la vista. Nadie vio a una familia entera tirada en la vereda. Ni vieron a esa anciana, tullida y haraposa, que temblorosa, rogaba una moneda con su mano extendida.

Y nosotros, los turistas, seguimos… Haciendo contorsiones y posturas ridículas, para las instantáneas. Que nos delaten las sonrisas, que denotamos la super alegría y que estamos viviendo en un mundo maravilloso.

Nada vimos. Nada registramos. Nada nos tocó el corazón, ya que nadamos en la triste espesura de las banalidades. Todos pasan al lado de ellos, nadie atina a mirarlos. No existen. Ni hablar de abrir las carteras. ¿Para qué? Si no existen…

Esa noche, antes de dormir, se me encogió un poco el corazón. Pensé en la triste paradoja de la vida. Todos nos deleitamos al ver las antiquísimas iglesias. Admiramos sus vitraux, sus columnas, sus santuarios.

La gente prende velas, se arrodilla, se persigna… Pero es incapaz de dar una limosna. O de bajar la vista y dirigir una palabra, que quizás el otro no entienda… Pero el lenguaje de los ojos buenos, sí que es universal. Las palabras que unen dos corazones, son únicas, y desconocen de escuelas y códigos.

El egoísmo, la individualidad, la indiferencia, la impiedad, la rastrera superficialidad, parecieran ser los únicos padrenuestros de esta época de filosofías light. La incongruencia de estar entre tantas iglesias y tantas oraciones al cielo… Con una humanidad que se deshace en la ignominia del hambre y la desesperanza. Los Invisibles no ven, porque dolorosamente ninguna partícula del mundo les pertenece. Pero nosotros… Nosotros no los vimos porque preferimos hamacarnos en la insoportable levedad del falso oro, los vacuos oropeles, la caducidad efímera de tener unos días de esplendores, el egoísmo de cambiar la vista, para no ver. Es la vieja, detestable ceguera humana. La perversa costumbre de rezar en una iglesia, para hacer las paces con Dios. Sin ver que Dios pudo haber estado tirado allí, haraposo y hambriento, pidiendo unas monedas, o tan solo una mirada de piedad.

EL GRITO

Por: Yuleisy Cruz Lezcano

Estoy gritando sola y no por eso me siento la soledad, mi grito rompe el ojo silencioso de quien mira sin buscar la verdad. Grito sin pensar, pero sé lo que digo, alzando el vaso frío y espumoso, sin un amante y sin un amigo, mi grito tiene algo de asombroso.

Mi grito hecho de días, como un hueso, más que un grito, es un canto espeso abierto a la extensión sin fin de la derrota, con palabras que nadie entiende, con una lingua ignota, mi grito se pierde como eco que flota en un vaso de cerveza y arrastra su voz rota desde los pies hasta la cabeza.

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