cancionero secreto de castilla y león

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De todos es conocido el agrado del ser humano por la adivinanza. Desde el albor de la cultura oriental hasta el de la occidental, las personas han gustado del enigma, repitiendo o adaptando su enunciado al mundo inmediato, esto es, a los objetos y recursos que posee o utiliza en su quehacer diario. Ya los antiguos reyes egipcios y babilónicos realizaban concursos de enigmas, en los que el perdedor había de pagar tributos, perdía alguna parte de su cuerpo o, incluso, la propia vida. También en la Biblia se hallan numerosos enigmas, de los que el más conocido fue el que propuso Salomón a los treinta filisteos convidados a un banquete. Los griegos fueron también muy dados a la utilización de ellos, no solo como recurso imaginativo y signo de inteligencia sino como modo de expresión de los oráculos. Baste recordar a este propósito el suicidio de la Esfinge, cuando Edipo supo descifrar el enigma sobre las tres edades del hombre. Los romanos mostraron el mismo interés por estos códigos adivinancísticos que Cicerón, Petronio, Quintiliano o Virgilio, nos dejaron en sus escritos. Esta atracción por el enigma en las antiguas civilizaciones no se manifestaba únicamente como una forma de juego sin más donde el agon, la competición en condiciones de igualdad (es decir, sin crear lenguajes crípticos) predominaba, sino que lo consideraban un juego trascendente en el que la capacidad de imaginar y crear estos códigos metafóricos era signo indudable de inteligencia y creatividad tanto por parte del emisor-creador como del receptor, que también debía dar muestras de ellas adivinando la solución. A su vez, no era, sin duda, únicamente juego de los poderosos sino que el pueblo también poseería estos juegos como forma competitiva de agudeza intelectiva. Aunque fue posteriormente, en la Europa bajomedieval, donde, la importancia de las adivinanzas, se mostró más unida al común de las gentes, como un juego alegre y divertido, popularizándose de tal manera que un mismo enigma, tras las adaptaciones pertinentes, llegará a tener distintos emisores, es decir, se va a producir un mayor trasiego oral (y en algunos casos escrito) de los códigos adivinancísticos, que penetran en las distintas capas sociales, apareciendo una mayor cantidad de adivinanzas con códigos relacionados más directamente con la realidad inmediata, con el ecosistema y los utensilios y recursos materiales con los que conviven y trabajan sus creadores y receptores. Nos encontramos, pues, con dos esferas bien delimitadas de las adivinanzas: una culta, con carácter literario, mediante una serie de recursos en la que predomina como juego serio, y otra popular,

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como juego divertido, que pertenece tanto al mundo infantil como al adulto. Es decir, vamos a tener dos tipos de adivinanzas: la de autor y la anónima, aunque en ambas su fundamento se halla en la arbitrariedad del signo lingüístico, mostrando una impronta poética (con versificación de pareado amétrico, terceto, cuarteta, etc.) y rítmica (marcada por la versificación), con varios niveles de significación, como indican José Luis Gárfer y Concha Fernández en su Adivinancero Popular Español (Fundación Banco Exterior, Madrid, 1987): a) Elementos desorientadores y orientadores, para el receptor sencillo. b) Proceso de camuflaje, para el más intelectual. c) Recursos literarios, para el literato. d) Lo arquetípico y lúdico, para el filósofo. e) El ritmo, para el músico. f) El significado, que se revela gradualmente, para el semántico. Aunque el carácter lúdico es predominante en los códigos adivinancísticos, hay que reparar también en las funciones de carácter pedagógico, didáctico, socializador o endoenculturador, de contenido mítico o religioso e, incluso, ligadas a referentes de tipo sexual que también han poseído en las diversas culturas. En este sentido, tanto en la adivinanza de autor o culta como en la anónima o popular, nos encontramos con un número considerable de ellas que muestran interés por lo que se considera prohibido o inmoral, ocultando un término tabú, y resultan anfibológicas. Tales adivinanzas suelen denominarse picarescas, obscenas o de doble sentido, esto es, admiten dos interpretaciones: una que podemos designar de carácter aparente, a la que el propio enunciado incita y que insinúa siempre lo mismo: el acto sexual o los órganos sexuales de la mujer o del hombre, y otra real, que difiere totalmente de la primera y se presume como la auténtica solución al enigma, resultando generalmente un tanto dificultosa su obtención. La utilización de este tipo de adivinanzas posiblemente ha existido en nuestra cultura occidental desde los griegos y romanos. En las obras de autor, a principios del siglo V, el poeta romano Symposio recoge un muestrario de ellas y, trescientos años más tarde, se encuentran en un códice anglosajón, de manera más ruda, otras series que irán apareciendo a lo largo del tiempo con pequeñas variaciones. Así, nos hallamos en 1365 con las recogidas por el Magister Claretus de Solencia o, en 1470, con diversas colecciones

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que son utilizadas como recreación en las cortes renacentistas, y a mediados del siglo XVI nos encontramos con los relatos de Straparola que, utilizando el cuento, presenta al final del mismo una adivinanza cuya solución real difiere de la supuesta por los lectores. Estas adivinanzas de Straparola gozaron de gran popularidad en toda Europa y también en España (aunque, como es sabido, en estas tierras no se tratara el tema del sexo de forma tan abierta, al menos aparentemente). Así, el Cancionero General recopilado por Hernando del Castillo en 1511, en la sección de preguntas y respuestas, presenta adivinanzas cuyo escrupuloso estudio nos mostraría una tendencia a provocar una respuesta maliciosa. Pongamos, por ejemplo, la de Quirós (156r), que queda sin respuesta aunque presumimos que pueda ser la tierra: Quál es la cosa quégendra y es biva y defpués de muerto bevimos con ello y no es animal, ni pudo fer fello porques de materia muy in fenfitiva No escasean los ejemplos, aunque en este caso sean copilados de la sabiduría popular, como el recogido por Gonzalo Correas en 1616, en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales: Mi tía está tendida, y mi tío va y viene y metido se lo tiene, siendo la respuesta, tal y como él indica: la artesa y el puño entrando y saliendo en la masa, hiñendo. O Cristóbal Pérez de Herrera que en 1618 publica una serie de enigmas, entre los cuales podemos hallar algunos en los que cabe el doble sentido, tal y como podemos observar en este, cuya solución es el candil: Aunque parezco mulato mucho privo con mujeres porque tengo garabato; cuando vivo doy haberes y cuando caigo me mato. Un minucioso estudio de las obras de los diversos autores que sobre enigmas y adivinanzas han escrito nos permitiría, tal vez, sacar a la luz varios de ellos con este carácter de enigma o adivinanza de doble sentido. Gonzalo de Berceo, El Libro de Apolonio, La doncella Teodor, el Arcipreste de Hita, don Juan Manuel, el Marqués de Santillana, el Arcipreste de Talavera, Respuesta a las cuatrocientas preguntas del almirante don Fadrique, Juan de Mena,

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Jorge Manrique, el Cancionero de Baena, el Cancionero de Stúñiga, Gil Vicente, Juan del Enzina, Sebastián de Horozco, Juan de Timoneda, Baltasar de Alcázar, Gaspar Gil Polo, Cristóbal Pérez de Herrera, Miguel de Cervantes, Luis de Góngora, Lope de Vega, Alonso de Ledesma, Francisco de Quevedo, Fernán Caballero, Antonio Machado y Álvarez, etc., son autores u obras que deberían ser estudiados a este propósito y arrojarían tal vez resultados. La colección que ahora presentamos de adivinanzas obscenas, picantes, de doble sentido o de picardía (pues de las cuatro formas las han calificado los informantes de los que las hemos recopilado) trata de recoger aquellas de carácter popular que, por lo general, se han hallado proscritas bien por la censura, que prohibía su publicación, bien por los propios estudiosos, habitualmente eruditos, que, al presentar unos temas excesivamente atrevidos, vulgares o groseros, y debido a un mal entendido pudor, se mostraban reticentes y melindrosos a la hora de presentarlas como materiales recogidos de la boca del pueblo, unas veces, omitiéndolas sin más y otras, utilizando signos entorpecedores que incluso excitaban aún más la imaginación de los lectores. Por suerte, esta situación ha cambiado y si bien es cierto que, a veces, dada la transmutación del lenguaje oral (en el que fueron creadas) al lenguaje escrito, resulta incómoda su presentación, más cierto es que como estudiosos fieles a la transmisión tradicional, debemos reflejarlas tal y como el saber popular las presenta. No es que por su contenido (el cual, como dicho queda, nos remite al acto sexual o a las partes sexuales correspondientes del ser humano) podamos herir la sensibilidad del lector o tratemos con estas palabras de excusarnos ante el lector bien hablado, sino que, como veremos, lo que en sus enunciados parece obscenidad no es más que un juego con el que la voz popular espolea la imaginación y provoca la risa, el divertimento, que propina, por parte de los receptores, las respuestas que suelen acompañar a tales adivinanzas. Divertimento que se ha dado en lugares o tiempos de tertulia o reunión familiar o de amigos y que ha permitido que transitaran oralmente, de boca en boca, por todas las capas sociales, e incluso por aquellos que se consideraban letrados y hombres de buenas costumbres, pues otra vez debemos recordar que no han sido pocos los literatos que, o bien las han creado, o bien las han reproducido en sus obras.

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El corpus de adivinanzas que recogemos forma parte de las más de mil que venimos recopilando desde los años ochenta del pasado siglo mediante un trabajo de campo en el que los informantes, al igual que nos cantaban un romance o una canción de trabajo, nos narraban un cuento o nos referían un trabalenguas, un dicho o un refrán, también sacaban a colación las adivinanzas, tanto las que ellos consideraban “de niños” como aquellas otras que, con cierto pudor, calificaban de “picantes” o “de picardía”. Estas, generalmente, surgían en los momentos más distendidos cuando la grabadora, que tanta prevención suele producir al entrevistado, era apagada, y se originaba una mayor confianza, aunque no son pocas las recogidas en momentos de conversación y diversión en tertulias y reuniones, tanto en las casas como en los bares. Los informantes son personas cuya edad, en el momento de la recogida, solía transpasar los cuarenta años. Predomina el sexo femenino en la recopilación realizada con grabadora y de forma más sistematizada, y el masculino en los momentos de diversión en cantinas o bares. A su vez, en el caso de la mujer, solía ser una persona dicharachera, ingeniosa, de la cual las demás mujeres esperaban este tipo de “chascarrillos picantes”, pues su forma de proceder habitual daba pie a esta pauta de alusiones jocosas y pizpiretas. No es fácil hallar la solución en este corpus de adivinanzas, pues, en algunos casos, la respuesta trata de objetos que, pertenecientes a épocas pretéritas, en la actualidad se encuentran en desuso (veánse, por ejemplo, las adivinanzas número 20, 77 y 116); en otros, la dificultad obedece a que la respuesta no es concordante con la utilización actual del objeto (así, por ejemplo, la adivinanza número 221). Tal es la antigüedad de muchas de ellas, que han permanecido sin variaciones sustanciales en la voz popular, al margen de los cambios sociales o tecnológicos. Si observamos sus rasgos formales y los temas a los que se refiere su solución “real”, nos daremos cuenta de que existe un proceso de metaforización en ella, que parte de los utensilios y cosas cotidianas de un determinado momento y desemboca en la dimensión material del amor, es decir, en los aspectos puramente fisiológicos de éste, presentados de un modo descarado, insolente y provocativo, como contrapunto a la norma, a la corrección, al recato, a las buenas costumbres y, en definitiva, a la moral imperante. Se eluden así, pensamos, las proscripciones o vetos sobre la mención directa de determinadas realidades impuestos

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por la norma social, el dogma o la moralina machacona. Pues es de todos conocido que la mezquindad de ciertas gentes les hace pensar que la ocultación de las cosas supone la negación de su existencia. Por lo demás, no nos encontramos ante adivinanzas cuyo valor resida en una rica utilización de palabras que, mediante la metáfora, describan los órganos sexuales o el acto sexual (como puede ocurrir en las adivinanzas cultas de este tipo, sobre todo las del Siglo de Oro), sino que en ellas la semejanza física o una determinada acción mostrada en el conjunto de la adivinanza dan lugar a imaginarse lo que no es, lo que aparenta, presentándose como un significado inmediato relacionado con lo erótico. Vayan, pues, estas adivinanzas a todos aquellos que, empapados de voluptuosidad o de la espontánea agudeza, sin saber lo que es la paronomasia, el quiasmo, la hipérbole, la aliteración o el calambur, las propagaron y transmitieron cuando estaban vedadas por la imprenta y aun la propia voz humana, debido a su carácter descomedido y procaz.

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