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Sra. Wislawa Szymborska, vivir fue encontrarme con su poesía
El día siguiente que le otorgaran el Premio Nobel de Literatura, viernes 4 de octubre, corrí a la Librería Ramírez por el periódico.
Era el año de 1996, la tarde rosa y los cristales de los autos se ofrecían verdes, como si el mar en su interior guardara los ojos de sus tripulantes como peces dorados.
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Esperaba encontrarme con su poesía.
Apresurado, aparté los signos de la paja húmeda. Le vi en la contraportada (debajo de Rayuela, en La Jornada): Wislawa Szymborska, sonriendo la belleza en la sencilla humildad de sus versos, una mano al pecho –cigarro abajo, la ocasión lo precisa–, que ahora le daban la más alta distinción que pueda aspirar, letra por letra, día tras día, un escritor con alma.
Elegante, hogareña, “una mesa, dos sillas”; extrema en su divina condición de observadora.
En su sencillez doméstica, su alegría un oro dulce: burbujas levitando en la mente después de beber su sidra escrita.
Hace exactamente 8 años que en rosas le enterramos. Febrero, en su día primero. La tristeza de la partida, y un collar vacío sobre la cómoda. Azul entra el viento por la ventana. Sí, soy feliz.
Delfines, libélulas, ciervas con voz de hierba, soles diminutos, nieve en la levedad del invierno..
De los escombros y raídos telones perforados de la barbarie, conozco la difícil bondad en la poesía polaca de la postguerra, desde un justo anticomunista como Czeslaw Milosz, hasta mi romance bardo con Karol Wojtyla, más adelante transformado en la blancura extática de un Juan Pablo II, al que jamás juzgaré, sobre todo porque, atropellado, “el gato fue liberado del infierno de esta época”
Los versos refieren a la realidad, a diferencia de la ensoñación de una ideología que nace de las acrobacias mentales y felinas. Hitler no es la historia que le ayudamos a construir, sino la destrucción de lo poético en todos los hombres ahogados en pólvora en el río de fuego de la Segunda Guerra Mundial. Belzec, Sobibor y Treblinka, la transmutación del mal a conciencia en la literatura de concentración polaca.
De ahí que esperaba encontrarme con su poesía, sí.
“Delfines, libélulas, ciervas con voz de hierba, soles diminutos, nieve en la levedad del invierno…”
Intentaba yo tener la mía, el alma en la rueca cerebral tejiendo pequeños cristales, islas de pensamiento alegre, mezcla adúltera de todo, en la razón científica de un délfico centinela del cosmos.
Hace algunos años le enterramos, y aquí se manifestaba, moviendo todas las pancartas de la ciudad, un frío gris, igual que ahora (cuando yo tengo ganas de fumar y sabemos el destino del monto económico del Nobel: ayudar, discretamente, a otros escritores).
Las estaciones llevan el canto de Kora y traen el de Lucía Prus, las intérpretes musicales de algunos de sus poemas. Ahora mismo, lluvia de por medio, escucho Milosc od pierwszego wejrzenia, “Amor a primera vista”, en la tesitura suave de Zbigniew Preisner –que se puede oír también en la película “Tres colores: Rojo”,de Krzysztof Kieslowski: “Imaginan que como antes no se conocían/ no había sucedido nada entre ellos./ Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos/ en los que hace tiempo podrían haberse cruzado/ (...) Hubo signos, señales, pero qué hacer si no eran comprensibles./ ¿No habrá revoloteado/ una hoja de un hombro a otro/ hace tres años/ o incluso el último martes?”.
Propia, elegante, hogareña, debidamente erguida como la resurrección de la memoria, extrema en su divina condición de observadora.