Es una ley antigua e incontestable que la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Una familia tampoco se genera de manera espontánea, y, Promelsa si trabaja junto con constancia y en armonía, tampoco se destruye: se multiplica. Esta es Una herencia que ilumina la historia de una familia cuyo negocio es la energía y la innovación. Un homenaje a una empresa que brilla donde alumbran las buenas ideas.
José Mallqui Peña y Bertha Naupay Albino, originarios de Huánuco, han dedicado su vida a construir una de las mayores empresas de insumos eléctricos en el Perú. Adelantados a su tiempo, a mediados del siglo XX hicieron de su matrimonio una sociedad entre iguales y convirtieron a su familia en el organigrama de una empresa exitosa y armoniosa. Hoy el emprendimiento que comenzó con una bicicleta, una calculadora mecánica y la certeza de un sueño compartido se perfila como una corporación dedicada a la importación y venta de materiales eléctricos y a la fabricación de transformadores de uso industrial y doméstico. El equipo formado por la familia Mallqui Naupay en su hogar es hoy una empresa con un sistema de gestión de calidad certificada según la Norma ISO 9001:2008. Promelsa celebra hoy su 45º aniversario con este libro que reúne la historia de sus fundadores, la memoria de sus hijos y el testimonio de sus clientes, colaboradores y proveedores. Invierno 2013
Promelsa
Una herencia que ilumina
2013
Créditos
Concepto, Redacción de Contenidos y Diseño: Editorial Etiqueta Negra Edición: Elda Cantú Textos: José Alejandro Castaño Producción: Christian Saurré Fotografía: Musuk Nolte Archivo fotográfico: Familia Mallqui Naupay © Promotores Eléctricos S.A. Av. Nicolás Arriola 899 Santa Catalina, La Victoria, Lima Central: (511) 712-5500 Editorial Etiqueta Negra Calle Federico Virrareal 581, San Isidro, Lima, Perú Teléfonos: (511) 441-3693 / 998441268 /998441696 www.etiquetanegra.com.pe Prepensa e impresión: Iso Print Calle Las Obsidianas 1389, La Victoria, Lima, Perú ISBN: Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2013-16500 ISBN Nº 978-612-46562-0-0 Proyecto Editorial: Nº 11501151300888 Impreso en Perú. Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso escrito de Editorial Etiqueta Negra. Primera edición: Octubre 2013 Tiraje: 1,000 ejemplares
Índice Prólogo
7
Presentación
10
Capítulo I - José Mallqui Peña: La energía de una visión
14
Capítulo II- Bertha Naupay Albino: Un sueño con disciplina eléctrica 32 Capítulo III- Alí Mallqui Naupay: La carga de las oportunidades
50
Capítulo IV- Betty Mallqui Naupay: Una resistencia confiable
64
Capítulo V- Pepe Mallqui Naupay: La transmisión de una chispa
78
Capítulo VI- Gloria Mallqui Naupay: Una fusión de voluntades
92
Capítulo VII- La herencia Mallqui Naupay
106
Línea de tiempo
118
Testimonios
134
Álbum fotográfico
148
El compromiso de hacer las cosas cada vez mejor Prólogo
A José Mallqui Peña lo conocí cuando yo
dio confianza a los incrédulos. Ahí comen-
era candidato a la alcaldía. Él me abrió la
zó nuestra relación. Y he tenido la alegría
puerta de su oficina, interesado en que el
de asistir a la celebración de los cuarenta
distrito cambiara, en que pudiera mejo-
años de su compañía y a la inauguración
rar. Aquella era una época de abandono e
de su sede, el edificio que es símbolo del
indiferencia, de un ánimo resignado que
logro familiar que los Mallqui Naupay han
reclamaba mayores dosis de responsa-
sabido construir a lo largo de una vida.
bilidad ciudadana. Él fue un visionario,
Hay muchos empresarios que desarro-
un empresario comprometido que lideró
llan proyectos exitosos, pero lo que ellos
una actitud ejemplar que otros, por suer-
han hecho en La Victoria es enaltecer a la
te, supieron seguir. En esos días busqué
ciudad y, por supuesto, al país. En su caso
acercarme a los empresarios para expli-
no se trata sólo de que supieron acertar
carles los alcances de una propuesta de
sino, más importante y significativo, que
gobierno que, sobre todo, buscaba crear
lo hicieron con honestidad y pulcritud,
confianza y fortalecer un ánimo de tra-
dos valores que el país urge como práctica
bajo en equipo. Quería que supieran que
cotidiana, como experiencia de vida. Que
las cosas iban a cambiar en La Victoria,
hayan hecho esa inversión tan importan-
donde había tanto por hacer. Precisamen-
te en el local de Nicolás Arriola fue una
te una de mis gestiones iniciales fue que
satisfacción para todos, un voto de con-
las empresas pagaran sus impuestos por
fianza en la idea de un porvenir conjunto,
adelantado, de tal manera que esos recur-
recíproco. Ahora sabemos que no se trata
sos sirvieran para impulsar la agenda de
sólo de erigir una galería de once pisos, o
tareas. José Mallqui Peña fue uno de los
de veinte. Cuentan los cimientos morales
primeros que respondió a ese pedido de
que los soportan. A Promelsa yo le quitaría
apoyo a las finanzas públicas, y su actitud
la letra ‘L’. Es una promesa que se va reali-
inspiró a otros, animó a los indiferentes,
zando. Promesa cumplida.
Alberto Sánchez Aizcorbe Carranza Alcalde del distrito de La Victoria Lima, invierno de 2013 7
A nuestros padres Presentación
Los Mallqui Naupay somos una familia de
balance de resultados de cada uno de estos
negocios. No hemos heredado de nuestros
años no puede expresarse con números,
padres una empresa familiar, sino una
sino en aprendizaje. Fieles a la enseñanza
ética de trabajo. No hemos recibido car-
de nuestros padres, queremos compartir
gos directivos, sino, desde muy jóvenes, el
con otros nuestra experiencia. Esta no es
privilegio de disfrutar al cliente. No hemos
la historia de una corporación triunfado-
forjado un patrimonio, sino un apellido
ra, ni la fábula de cómo José Mallqui Peña
que hoy es sinónimo de esfuerzo. La for-
y Bertha Naupay Albino forjaron desde
tuna que tenemos no se encuentra en los
cero un imperio de componentes eléctri-
edificios construidos con voluntad a través
cos. Tampoco es un manual con la fórmula
de los años. Tampoco está en los catálogos
del éxito empresarial. Estas páginas son
e inventarios de productos que mes a mes
el testimonio de que la prosperidad está
renovamos. Nuestra verdadera fortuna son
al alcance de quien trabaja siempre con
los clientes que durante décadas de rela-
integridad y compromiso. Este libro es un
ción con José Mallqui Importaciones, con
homenaje y un reconocimiento a la visión
Elko y hoy con PROMELSA, han confiado
de nuestros padres que, al criarnos como
en nosotros como compañía, pero también
parte de su equipo, nos han regalado el
como amigos. Son nuestros proveedores,
mejor de los legados: la convicción de que
a quienes conocemos personalmente y a
la familia que trabaja unida multiplica su
quienes visitamos con frecuencia. El activo
capital mucho más allá de un almacén y
más valioso de esta empresa que celebra
encuentra su prestigio en la trascendencia
cuarenta y cinco años lo constituye cada
a través de las generaciones. Lao Tse decía
uno de nuestros colaboradores, a quienes
que la gratitud es la memoria del corazón.
sentimos como parte de nuestra familia
Que sirvan estas palabras como un agra-
y quienes han convertido nuestra filoso-
decimiento a la constancia y al empuje de
fía en el sustento de sus propias familias:
nuestros padres y una lección de vida para
trabajo, constancia, orden y disciplina. El
nuestros hijos y los hijos de sus hijos.
Alí, Betty, Pepe y Gloria Mallqui Naupay Lima, invierno de 2013 10
No hay que temer a la falta de dinero sino a la de espĂritu: la insistencia es moneda que no se gasta.
13
José Mallqui Peña Un hombre que salió a caballo de provincia, repartió cables y bombillas en bicicleta, recorrió el Perú en auto visitando clientes y llegó en primera clase a dos docenas de países.
14
Capítulo I
E
n alguna carretera de Chanchamayo, entre Jauja y La Merced, José Mallqui Peña adivina la cicatriz de la calzada, de pronto borrada por la neblina. El automóvil se detiene con un crujir de las llantas sobre el camino oscuro, serpiente de polvo y tierra. Dos de la mañana. Es una madrugada de 1967 en una provincia selvática al norte del Perú y el auto de la familia Mallqui se detiene. El dueño y gerente de Promotores Eléctricos S.A., Promelsa, una modesta empresa familiar de la capital del Perú, confía su suerte a la brújula del instinto. A los lados del camino hay cruces con los nombres de los muchos que se han ido abajo, al fondo de esas breñas que parecen el espinazo del mismísimo
diablo. Se oyen grillos. Sordomuda la luna y las estrellas, el hombre se persigna. ¿Adónde seguir? Aun de noche, el recorrido que le toma medio día a un bus, él es capaz de recorrerlo en seis horas. Las llantas rastrillan las piedras, sisea la serpiente. Sigue adelante. Piensa en su mujer. Tiene cuatro hijos que lo esperan en casa, el mayor de trece años. Por ahora él mismo, su figura delgada, que no se parece al tamaño de sus ambiciones ni al de sus propósitos, es su único recurso en medio del peligro. Así atravesaría varias veces el Perú: las manos firmes sobre el volante, la maletera llena de muestras de cables e interruptores, la guantera resguardando los pedidos y los pagos, y la intuición como única brújula. José Mallqui Peña, empresario octogenario, cree hoy que sus aventuras siempre fueron un riesgo calculado. No estar tan lejos de las fieras para no verlas, no estar tan cerca para que te coman. «Lo que había que hacer, si era correcto, lo hacía», dice casi medio siglo después de aquella noche en la carretera, una mañana de invierno en que, a pesar del frío y de la llovizna, salió a caminar. Viste un sobretodo gris, guantes de piel y sombrero. «Cuando se es joven —dice— se valen las aventuras. Después ya no». Aquella jornada por la carretera de Chanchamayo fue apenas una de muchas otras. Hoy la mayor aventura que le espera es la jubilación, ver a sus hijos continuar con la que él empezó a cuatrocientos kilómetros de Lima. Será la primera vez en casi setenta años que sus hábitos cambien. O tal vez sólo cambie ese que todavía practica: ir cada día a la oficina, como si acabara de empezar el sueño de fundar su propia compañía distribuidora de insumos eléctricos. Las travesías de José Mallqui Peña comenzaron en los Andes, cuando abandonó La Unión, que forman dos pueblos: Ripán y Aguamiro, en la provincia de Dos de Mayo, departamento de Huánuco, a tres mil doscientos metros sobre el nivel del mar. No obstante ser de estas alturas, el hijo de Saturnino Mallqui y Valentina Peña siempre se sintió extraño en los parajes de la sierra, donde caminar exige a los forasteros un vigor de deportista. Los picos nevados que se asomaban por las ventanas de las casas, que eran el patio de los patios, nunca fueron el límite de sus anhelos. La decisión de marcharse a Lima sonó como un veredicto, la frase más célebre de su hijo más célebre. 17
Tenía diecisiete años y una corazonada: que la vida, al menos la suya, iría por otros caminos. «Más allá, más allá». Eran los años treinta y uno de sus juegos consistía en correr a la par de sus amigos a caballo y ganarles. «A veces nos metíamos en corrales de terneros de lidia y los toreábamos», recuerda ahora, y entorna los ojos para mirar su pasado. «Si le tocas las puntas de los cuernos a los toros estimulas que les crezcan». En eso consistía el juego: en afilar lo que después podría matarte. Fue una escuela donde los desafíos eran parte de la diversión. Hoy, en cambio, «a los niños se les cría en ambientes estériles, muy estructurados y con aversión al riesgo —advierte Darell Hammond, un filántropo y emprendedor social estadounidense—. Por eso fracasamos al cultivar nuevos artistas, pioneros y emprendedores». A José Mallqui Peña, futuro empresario de la electricidad, las horas se le iban en faenas de ‘¡olés!’ infantiles, pero él regresaba a casa con el vértigo intacto. Las flamas de las velas eran entonces las bombillas de las casas y el viento de los Andes la única música nocturna. En las madrugadas, mientras los demás dormían, él soñaba. Sus hermanos eran Sabino, Cuene, María, Casimira, Yico, Julia y Sergia, la mayor, que entonces vivía en Lima y había prometido hospedarlo si decidía jugarse la aventura de irse a la capital. Saturnino Mallqui era zapatero y enseñó el oficio al quinto de sus hijos, que pronto descubrió que ganaba más haciendo herrajes de bronce para las botas de los policías del batallón de caballería. Fue la primera vez que alguien le pagó por un trabajo. En esos años también anduvo con un primo reparando techos, levantando muros. El dinero que ganaba ya lo ahorraba, y un día tuvo el suficiente para emprender el viaje a la capital del Perú de entonces, con siete millones y medio de habitantes, un promedio de casi siete partos por madre, y apenas un tercio de la población alfabetizada. Aunque José Mallqui Peña parecía tener sellado un destino, él escogió otro, y sin ningún antecedente familiar que lo avalara, sin más capital ni herencia que el deseo, se hizo héroe de su propia parábola: de mensajero en bicicleta a dueño fundador de Promelsa, compañía líder en la fabricación, importación y venta de insumos eléctricos. Chofer, aprendiz de vendedor, almacenista, cobrador de facturas, después viajero incansable de su país y del mundo. Empresario ejemplar. José Mallqui Peña salió de su pueblo caminando, con una alforja de ropa y comida. Él recuerda a su padre deseándole suerte y recordándole que trabajara duro y fuera honrado, a su madre dándole la bendición para que lo librara de todo mal y peligro, y recuerda a los niños de la escuela y a su maestra, que fueron a despedirlo. En los pueblos altos de la sierra —adonde nadie viajaba—, la gente no se reunía para ver llegar, sino para ver partir. Así de inusitado parecía aquello, y el muchacho, igual de flaco que su padre, la piel quemada por el sol de las alturas, dijo adiós entre aplausos y rezos, bendiciones al aire. Primero marchó caminando hacia Huánuco, después a caballo. De allí a la capital en bus, al barrio de Lobatón, en Lince, todo escrito en un papelito, la dirección de la casa donde lo hospedaría su hermana. Lince era un distrito que acababa de estrenar su primer alcalde y el flamante Parque de los Bomberos. Tras los 18
Capítulo I
gastos del viaje sabía que llegaría con los bolsillos vacíos. «No hay que temer a la falta de dinero —dice José Mallqui Peña hoy— sino a la de espíritu». Él sonríe bajo el invierno más frío y húmedo de los últimos tiempos. Hoy no le faltan ni el dinero ni el espíritu, pero en 1949 «hacía lo que podía, donde tuviera una oportunidad». Su primer trabajo en Lima fue de zapatero, imitando el oficio heredado por su padre. Después fue peón de construcción. Los fines de semana se iba a jugar fútbol a las explanadas de Jesús María, donde apostaban centavos en partidos no siempre amistosos. Su cuerpo, habituado a las inclemencias de la altura, le otorgaba una ventaja física que lo convertía en un puntero derecho incansable. Su sangre de sierra alta tenía más hemoglobina, y por eso más capacidad para transportar oxígeno a los músculos. Una herencia que le duraría toda la vida. A los setenta y cuatro años, José Mallqui Peña corrió su última carrera de atletismo, una de trece kilómetros, al lado de jovencitos a los que casi les cuadruplicaba la edad, y quizás la voluntad. «Aún hoy su cerebro corre igual de rápido», advierte uno de sus empleados más antiguos, y lo dice como recordando alguna lección todavía reciente en su memoria. José Mallqui Peña usa dos celulares, fija descuentos y ganancias sin ayuda de calculadora y recuerda con precisión fotográfica el orden de sus viajes por el mundo, ciudad por ciudad, como si los viera en un mapa. Semanas antes de cumplir ochenta y cinco años, el fundador de Promelsa despertó a las seis de la mañana como de costumbre y se vistió para hacer una hora de ejercicio en la cinta caminadora. Es una rutina que conserva de su juventud, de cuando bajaba caminando desde su casa hasta La Unión. También de cuando viajaba a visitar clientes en provincia y practicaba tenis antes de empezar la jornada. Charles Duhigg, especialista en negocios y autor de El poder de los hábitos: por qué hacemos lo que hacemos en la vida y los negocios, ha descubierto que los empresarios triunfadores cultivan hábitos en todas las áreas de su vida: «Tenemos sólo veinticuatro horas al día —escribe—, pero lo que parece distinto en las personas de negocios exitosas es que piensan con deliberación sobre sus hábitos, sobre todos aquellos actos que ejercitan la fuerza de voluntad». Aquella mañana su mujer aún dormía, así que José Mallqui Peña se movió a oscuras por la habitación. Entonces se tropezó. Se golpeó la pierna derecha, justo sobre la tibia, la parte que los futbolistas se protegen con canilleras para evitarse un dolor que los sacaría del juego. Pero Mallqui Peña no le contó a nadie en casa del accidente, tampoco a su chofer ni a su secretaria en Promelsa, ni a ninguno de sus hijos cuando entraron a su oficina a saludarlo esa mañana. Fue en la tarde, de regreso en la casa, cuando al fin mencionó el incidente y el dolor. Lo revisaron. La pierna estaba inflamada y debieron drenarla. Nadie que lo vea caminando imagina que aún lleva un vendaje. «Es un atleta que comenzó a jugar tenis a los cincuenta años», recuerda Fabián Ysla, gerente de Philips en el Perú, una de las empresas multinacionales que no sólo vende componentes eléctricos, sino que también se ha propuesto embellecer las 19
Para José Mallqui la energía y la convicción de haber encontrado su camino era tanta, que el antiguo chofer se compró una bicicleta para recorrerlo. Ahí, en el manubrio, colgaba cables, rollos de alambre, cajas, y en pleno verano iba desde el Callao hasta Surquillo, ida y vuelta. Recorría veinte kilómetros de ida, para abastecerse de un proveedor que le daba el mejor precio y veinte kilómetros de regreso para entregar la mercancía. José Mallqui Peña no estaba participando en una carrera, sino que estaba construyéndose una. Las primeras entregas del negocio de José Mallqui Peña se hacían en bicicleta. La mercadería iba en unas bolsas de nylon hechas a medida.
20
Capítulo I
ciudades del país con iluminación especial en plazas públicas. Una estrategia que parece conectada con su cliente y socia estratégica Promelsa, la empresa de la familia Mallqui, cuyo eslogan reza Donde iluminan las nuevas ideas desde hace décadas. Tal vez por ello Promelsa, el sueño de aquel joven que bajó caminando de La Unión, haya encontrado un aliado en Philips, una empresa con ingresos mundiales de más de veinticuatro mil millones de euros al año y que no paga sueldos por trabajo, sino reconocimiento por resultados. «No importan las horas que pasas aquí, importan las ideas a las que logras dar luz», explica Ysla, y dice que José Mallqui Peña ha practicado una lógica empresarial similar. «Sin duda, emprendedores como él son una rareza». ¿De qué marca es la bombilla que carga el hombrecito en el logo de Promelsa? El gerente de Philips en el Perú responde como si fuera una obviedad, después se ríe. Pocos saben que ese dibujo en tinta azul también es obra del director general de la empresa, que lo trazó la primera vez sobre uno de los cuadernos de su hijo mayor, Alí, luego de dibujarle a Simón Bolívar para una tarea escolar. En aquella época no había encontrado aún un equipo de comunicación y marketing, y él todavía ayudaba a sus hijos con las tareas. En Lima, en 1950, José Mallqui Peña decidió que lo que necesitaba era una oportunidad de ascenso social y económico, no sólo dinero para el día a día. A punto del inicio de la mayor oleada migratoria de campesinos a la capital —que en diez años duplicaría su población— supo que no iba a lograrlo remendando techos, enderezando puntillas, entonces se presentó como postulante a la policía. Tenía veinte años y se operó las várices para aprobar el examen médico porque antes le habían dicho que con ellas no lo aceptarían. «Fue allá donde aprendí a manejar automóvil», admitió una tarde en su oficina, adonde aún sigue yendo de terno y sombrero. «Nadie me enseñó. Yo veía la llave puesta y comencé a mover los carros», dijo, y sentenció: «La insistencia es moneda que no se gasta». Frotando esa única moneda en el bolsillo, José Mallqui Peña hacía avanzar y retroceder el auto de la policía, primero con timidez y después con más decisión hasta que se convirtió en un chofer confiable. Pero la policía tampoco fue la respuesta a su pregunta de hacia dónde seguir y renunció después de dos años. «Salíamos muy tarde y yo estaba pensando en casarme y trabajar para mí», explica. Hasta que un aviso en el periódico resultó lo mismo que una chispa de suerte. El dueño de un almacén eléctrico necesitaba los servicios de un chofer con buenas referencias. En esa época, para conseguir el brevete de conductor, el solicitante debía llevar su propio auto. José Mallqui Peña alquiló un taxi. Aquello fue el comienzo de su historia, que avanzaría en auto, él pasajero de sí mismo, lo mismo que su familia. En las mañanas recogía al dueño del almacén en Miraflores. Mientras lo esperaba frente a su casa, en jirón Ayacucho, el chofer veía a la distancia la huaca Pucllana. Después recorrían el camino hasta el centro de Lima. La tienda de aquel hombre tuvo trece empleados hasta que el joven conductor, aburrido de mirar 21
mientras los demás despachaban interruptores y cables, le pidió que también le permitiera vender. «Me dijo que me veía madera —recuerda Mallqui Peña—, pero me advirtió que no me iba a aumentar el sueldo». Sólo recibiría comisiones. Y le impuso otra tarea: entregar la mercancía, ser su propio mensajero. Pronto comenzó a cobrar más que los vendedores experimentados, y el dueño, quizás presionado por algunos de ellos, le redujo el porcentaje de los beneficios. Pero él no se inmutó. Se ganó la confianza de su patrón y empezó a llevar cheques y efectivo a los bancos. Fueron sus primeras lecciones de cómo se administraba un negocio. Tres años después, cuando renunció, ya se había casado y tenía su propia lista de clientes. Era 1955 y Lima todavía no amordazaba de basuras su río Hablador, que parecía seguir contando historias en su paso hacia el mar. En esa época, cuando el billete más valioso del país tenía una estampa de la Patria sentada con un rótulo marrón que rezaba 500 SOLES DE ORO, José Mallqui Peña llevaba a casa setecientos cincuenta soles al mes. Un día tuvo algunas diferencias con el dueño de aquel almacén y presentó su carta de renuncia. La escribió esa misma tarde. Pero no fue una decisión repentina, como una descarga de rudeza. «Es sólo que ahí ya no tenía para dónde más crecer», dice ahora. Había sido chofer, repartidor y uno de los mejores vendedores. Ahora también era esposo y padre. Se había casado un diez de octubre con una joven que también era de Sillapata, cerca de La Unión y a quien había conocido en la capital. Bertha Naupay Albino —dice su marido— siempre fue una mujer de buena energía. Ese elogio, en boca del fundador de una de las compañías de insumos eléctricos más importantes del Perú, es una declaración de amor. Y era tanta la energía, la convicción de haber encontrado su camino, que el antiguo chofer se compró una bicicleta para recorrerlo. Ahí, en el manubrio, colgaba cables, rollos de alambre, cajas, y en pleno verano iba desde el Callao hasta Surquillo, ida y vuelta. Recorría veinte kilómetros de ida, para abastecerse de un proveedor que le daba el mejor precio y veinte kilómetros de regreso para entregar la mercancía. Hay personas que entrenan durante un año entero para hacer maratones de cuarenta kilómetros y colgarse una medalla al cuello. José Mallqui Peña los recorría varias veces a la semana sin vanidad. No estaba participando en una carrera, sino construyéndose una. «Había que pedalear duro», dice hoy, y vuelve a reírse. Hasta que pedalear ya no fue suficiente para sus aspiraciones y fue a buscar trabajo a esas calles del centro de Lima, donde todavía hoy se amontonan las tiendas de suministros eléctricos. De nuevo la suerte, de nuevo una chispa. José Mallqui Peña caminaba por Quilca, recién bajado del tranvía y en la esquina de Pachitea se tropezó con un hombre de origen japonés que en 1956 había abierto una ferretería y al que conocía de sus años de repartidor. Era el señor Moritani, fundador y propietario de una importante proveedora de material eléctrico. Quiso saber adónde se dirigía aquel joven que caminaba como si tuviera prisa. «Le dije que justo iba para un sitio donde me habían ofrecido trabajo como vendedor», recuerda el fundador de Promelsa. El empresario japo22
Capítulo I
nés quiso saber cuánto era el sueldo que le habían prometido, y el joven le dio una cifra con la seguridad de un buen jugador de póquer. «Entonces él me ofreció más y le dije: ‘pero es que allá me van a dar un carro’». Mallqui Peña jamás llegó a tocar la puerta de ninguna tienda para pedir trabajo aquel día. Lo consiguió en una esquina, hablando con el dueño de la empresa donde todavía hoy los empleados repiten como una leyenda que don José Mallqui Peña dio sus primeros pasos en Moritani S.A. Unas semanas después, el nuevo vendedor, que sobresalía entre el ejército de nikkeis que trabajaba con diligencia en aquella casa de iluminación, saludaba en su idioma a los clientes japoneses. «No fue gran cosa. Era cuestión de tener buen oído», dice. En esos días, los locutores de las emisoras de Lima saludaban ohayó gozaimasu a sus oyentes. Y decían konnichiwa y konbanwa antes de anunciar las canciones de moda. Y decían oyasuminasai después de despedir la última emisión de noticias de la noche. Que José Mallqui Peña intercambiara palabras de cortesía con el señor Moritani y algunos compañeros le ganó el respeto en la empresa. Pero cuando aprendió a contar y empezó a recitar los precios en japonés a sus clientes y a mejorarles los precios en ese idioma, se convirtió en uno de los mejores vendedores. Abandonar los días del negocio en bicicleta no era un síntoma de fatiga, sino de madurez. En 1954 había nacido su primer hijo, a quien llamó Alí, «como el protagonista del cuento de Alí Babá y los 40 ladrones», dice el primogénito, y advierte que no fue por el famoso boxeador, cuyos años de gloria vendrían años después, en los sesenta. «A unas calles de la casa estaba el cine Primavera. De niño, mi papá me enseñó a boxear, pero primero me llevó al cine», cuenta el mayor de los cuatro hijos de José Mallqui Peña. Después lo llevaría en la camioneta de Moritani a hacer pedidos. Hoy ese niño es el presidente del directorio de Promelsa. A diferencia de los hijos que entienden el trabajo de su papá como algo que ocurre afuera, en la calle, los Mallqui parecen haberlo entendido de forma diferente, como algo doméstico, como otra de las tareas comunes de la casa, una en la que todos estaban involucrados. «La esposa y los cuatro hijos han sido los dedos de su mano derecha», dice el ingeniero Héctor Suclly, su jefe de vendedores, quien viajó con él en travesías de hasta mil kilómetros por día. «Y era él quien manejaba, al frente de su empresa en el sentido más estricto. Las manos en el timón». Arriba en el techo suena You´ve Got a Friend, de Carole King. Es la música que se oye en las oficinas y los almacenes de Promelsa, Radio Mágica, con boletines informativos cada hora. La empresa que comenzó con un único empleado ahora tiene doscientos cincuenta. Pronto, con la entrada en funcionamiento de una nueva tienda y un centro de acopio, serán casi trescientos. Las noticias no podrían ser mejores, justo cuando la economía de otros países sufre cortocircuitos y se pierden miles de puestos de trabajo. ¿Qué tanto cuenta la buena fortuna en los presentes más auspiciosos? Algunas teorías administrativas sostienen que el éxito empresarial también suele deber un porcentaje a oleadas cíclicas que, cada tanto, sitúan arriba lo que antes estuvo abajo. En el caso de Promelsa, sin embargo, todos parecen coincidir en que más allá de los caprichos de la suerte y las favorables condiciones económi23
cas del país en los últimos años, la tarea se hizo bien desde el principio. «Las compañías que hoy recogen sus frutos debieron sortear épocas muy difíciles. Los años de los apagones, los paros, la zozobra ocasionada por el terrorismo, la hiperinflación, la devaluación», recuerda Myriam Barba, gerente en el Perú de BTicino, una multinacional italiana famosa por sus interruptores de diseño y sus aparatos de iluminación inteligente. «Lo que sostiene los actuales logros de Promelsa son años de esfuerzos y de aciertos muy valiosos». Se sabe: el dedo que aprieta el switch y enciende el foco no suele indagar por la complejidad que hace posible iluminar un cuarto. «Por eso es tan importante el relato de la experiencia. Las nuevas generaciones deben conocer la fortaleza y la pasión de José Mallqui Peña por sacar adelante su empresa, aun siendo un hombre mayor», cree Myriam Barba. En efecto, todavía en 1998, con casi setenta años, el gerente fundador de Promelsa seguía conduciendo hasta Trujillo. A veces lo hacía en compañía de Héctor S. Iglesias, entonces de treinta años y en pleno aprendizaje del credo Mallqui sobre el esfuerzo. ¿De qué hablas con el dueño y gerente de la empresa para la cual trabajas en medio de la monotonía de la Panamericana Norte? «Me contaba de los inicios, cuando su casa era también depósito de mercancía y los tripulantes de los pesqueros japoneses llegaban en las madrugadas a pedirle repuestos eléctricos de urgencia. Don José era el único de toda Lima que los atendía a esas horas, y en pleno invierno», recuerda Iglesias, ahora padre de dos hijos adolescentes y hombre convencido de que la historia del fundador de la compañía para la cual trabaja desde hace diecisiete años formaría un gran libro de superación personal, de fábulas con moraleja que él suele compartir en familia. Por ejemplo, esa del curso de electricidad que hizo José Mallqui Peña por correspondencia y que le exigía comprar una estampilla y pagar el importe de cada lección semanal sobre distribución energética, unidades de medición, diseño de cableados, montaje de piezas, uso de herramientas, técnicas de seguridad industrial, mantenimiento de aparatos. También esa fábula de todos los libros que compró y leyó sobre ventas, marketing, comercio y relaciones humanas, una asignatura que entonces se entendía necesaria y a la que el fundador de Promelsa le dedicó horas de estudio, en ocasiones en la mesa de un comedor de camino, en la habitación de un hostal a medianoche, años después durante sus primeros viajes en avión, mientras cruzaba el océano. Algunos de esos libros permanecen por ahí, en los estantes de su oficina, en la biblioteca de su casa, en los cuartos de sus hijos y nietos. En uno de ellos, titulado Los métodos comerciales modernos, se puede leer: La venta al aire libre difiere de la venta en la tienda en el hecho de que no se pide al cliente que entre en ningún establecimiento, que franquee ninguna puerta, sino que la mercancía se coloca ante sus mismos ojos. […] podemos decir que la venta al aire libre es una especie de emboscada tendida al paso del cliente. 24
París, 2004. Los esposos Mallqui Naupay recibieron un reconocimiento internacional a la excelencia empresarial.
Algunas teorías administrativas sostienen que el éxito empresarial también suele deber un porcentaje a oleadas cíclicas que, cada tanto, sitúa arriba lo que antes estuvo abajo. En el caso de Promelsa, todos parecen coincidir en que más allá de los caprichos de la suerte y las favorables condiciones económicas del país en los últimos años, la tarea se hizo bien desde el principio. Las nuevas generaciones deben conocer la fortaleza y la pasión de José Mallqui Peña por sacar adelante su empresa.
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José Mallqui Peña jamás se acodó detrás de un mostrador a esperar que algún cliente entrara a comprar. Lo suyo era salir a la calle a hacer negocios, estrechar la mano de desconocidos, escuchar lo que tenían que contarle. Sólo entonces se permitía hablar de catálogos o inventarios o modelos y precios. La teoría sobre la ventas dice que un líder es aquel que convierte la calle en su oficina, la persistencia en su vestido, la confianza en sus zapatos. Esa lógica de frases breves resultó tan eficaz, que pronto se ofreció como un modelo de éxito sobre la vida misma. El fundador de Promelsa leía sus lecciones con la disciplina de un alumno disciplinado. Esta clase de venta es una forma de la venta ambulante con la diferencia de que el ambulante, en general, procura dar salida a una mercancía difícilmente vendible y que no busca hacerse con una clientela, sino sólo vender un cierto número de artículos para luego desaparecer. La venta al aire libre, llevada a cabo por un comerciante serio y capaz, debe realizarse con el mismo espíritu de honestidad, responsabilidad y buen trato que la venta que se hace en la propia tienda. Héctor Suclly dice que lo que más aprendió viajando a las provincias con José Mallqui Peña fue su manera de relacionarse con los clientes. «Eran visitas de amistad. Les preguntaba por la esposa, los hijos, la salud de los padres. Recordaba lo que le habían contado hacía meses y se mostraba interesado. No era una pose. Se reía, hablaba, daba consejos. Pasan horas, a veces tantas, que debía volver al otro día. Sólo después era que hablaba de negocios. La gente apreciaba eso». José Mallqui Peña sabía que no sólo se vende un producto, sino una manera de ser. «Un mal trato encarece el precio, un buen trato lo abarata», dice hoy como si fuera algo obvio. En sus visitas a Trujillo, el fundador de Promelsa se levantaba a las cinco de la mañana, jugaba tenis con algún amigo, en ocasiones jugaba dos partidos, hasta las nueve; después se duchaba y se iba a recorrer la ciudad, mapa en mano, para visitar a sus clientes. «En las noches, en el hotel, repasábamos los logros de la jornada, valorábamos los pedidos de material que hubiéramos conseguido y planeábamos las siguientes visitas. Al final, mientras a mí se me cerraban los ojos, él alistaba la ropa para su partido de tenis del día siguiente», cuenta Suclly. Una frase dada por célebre advierte que, mientras buscan la gran felicidad, los hombres se pierden de las pequeñas alegrías. Es una frase atribuida a la novelista norteamericana Pearl S. Buck, premio Nobel de Literatura en 1938. José Mallqui Peña tiene su propia fórmula. Él cree que un hombre sin fe, aunque sea millonario, es pobre, y enseguida recuerda su primer viaje al exterior. Ocurrió en 1973, y fue un recorrido de mes y medio por fábricas de insumos eléctricos en Miami, Nueva York, Toronto, Montreal, Hamburgo, Düsseldorf, Fránkfort, Bremen, Milán, Génova, Madrid, Valencia, Bogotá y Quito. Fue una travesía en clase turista, en una época en que el costo de los pasajes aéreos se calculaba sumando las millas sobre un mapamundi. Durante años una mujer fue la responsable de sus viajes, del nudo de sus conexiones aéreas, que 26
Capítulo I
solían incluir trayectos en trenes y barcos. Si viajar se va a convertir en parte de tus deberes, necesitas un profesional que se encargue, que te haga ir y volver sin tropiezos. Cuando emprendió su primer viaje, de La Unión a Lima, José Mallqui Peña llevaba consigo la dirección de la casa de su hermana y la bendición de su madre. Para los viajes del futuro recurrió a Tika Suárez. Su oficina en Miraflores exhibe carteles de algunos de los destinos más célebres: murallas, pirámides, puentes colgantes, templos, torres, edificios hasta el cielo, «nuestros clientes no son sujetos de mochila», advierte la gerente general de Tika Group, vestida de color oro y rubí conforme a un orden diario de energías y propósitos. Para ella el color que define a José Mallqui Peña es el dorado, y recuerda que los viajes que él iba a encargarle hace cuarenta años no existían como destino. La empresaria dice que organizar esos itinerarios de idas y regresos por medio mundo le tomaba semanas. «Pero su exigencia fue una bendición que nos hizo crecer como compañía de turismo». Tika Suárez cuenta que un día convenció a su mejor cliente para que viajara en primera clase. «Usted va tan lejos a hacer dinero. Necesita llegar descansado, no rendido». Y algo más recuerda que le dijo: «Después de viajar en esas sillas ya no querrá volver a la parte de atrás de los aviones». Gracias a esas maratones de kilómetros que se repetían tres, cuatro veces al año, José Mallqui Peña pudo importar mercancías de Colombia, México, Argentina, Estados Unidos, Canadá, Alemania, Finlandia, Holanda, España, Inglaterra, Italia, Rusia, Japón, India, China, Corea… interruptores, cables, lámparas, medidores, tableros, celdas, herramientas, aislantes, diez mil referencias en su catálogo actual, todo de fábricas que el gerente de Promelsa visitó al menos una vez, y cuyos ingenieros y ensambladores exigió ver en sus puestos de trabajo antes de decidir comprar. Una vez importó hornillas eléctricas de Alemania que fueron un éxito de ventas. «Él es un visionario meticuloso», dice Tika Suárez debajo de la imagen de un tercer ojo, el chakra, que advierte lo esencial, según el credo hinduista. De todos los países que visitó, ¿cuál es el que más recuerda? José Mallqui Peña cuenta que estuvo en dos safaris en Sudáfrica y que una vez comió avestruz. «Esos pájaros se tragan los zapatos de los niños como si fueran plátanos», dice, y hace un gesto con la boca. De todas las cosas que probó, la más extraña fue un ceviche de cola de lagarto, pero no fue al otro lado del mundo sino en el nororiente del Perú, en Iquitos. Cuando empezó a viajar no se preocupó demasiado por aprender a hablar el idioma del país a donde iba. Ante un buen cliente, cualquier vendedor que se respete hará el esfuerzo de comunicarse con él. Lo sabe el hombre que aprendió japonés para ganarse la confianza de sus primeros compradores. Él recuerda la cortesía de los nipones, la hospitalidad de los tailandeses, la capacidad de concentración de los alemanes, que siguen en su labor incluso cuando un visitante curioso se asoma a su mesa de trabajo. «El país que más recuerdo es el país de donde soy: este.», y él, fundador y propietario de su propio sueño, se encoge de hombros. 27
José Mallqui Peña cree que un hombre sin fe, aunque sea millonario, es pobre, y enseguida recuerda su primer viaje al exterior. Ocurrió en 1973 y fue un recorrido de mes y medio por fábricas de insumos eléctricos en Miami, Nueva York, Toronto, Montreal, Hamburgo, Düsseldorf, Fránkfort, Bremen, Milán, Génova, Madrid, Valencia, Bogotá y Ouito. Fue una travesía en clase turista, en una época en que el costo de los pasajes aéreos se calculaba sumando las millas sobre un mapamundi.
Europa. Década de 1970. El fundador de Promelsa emprendió una estrategia de internacionalización desde muy temprano en su carrera.
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Un mal trato hacia el cliente encarece el precio de una mercancía, un buen trato lo abarata. Uno puede cobrar un sol si vende una mercancía, pero mucho más si ofrece una idea o la solución a un problema.
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Bertha Naupay Albino Los negocios familiares se fundan en el hogar: O de c贸mo una joven esposa lleg贸 a presidenta de directorio embalando rollos de cinta de aislar.
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Capítulo II
B
ertha Naupay Albino. Nacida en Sillapata, distrito de la provincia Dos de Mayo, en Huánuco, donde el cielo siempre es azul y las nubes parecen salidas de una centrifugadora de azúcar. Huérfana a los doce años. Criada en Lima por un tío. Primera presidenta del directorio de Promelsa, de donde se jubiló luego de tres décadas de trabajo. Depositaria de la filosofía de la empresa: trabajo, constancia, orden y disciplina. Madre de cuatro hijos. Abuela de doce nietos. Consejera vitalicia. También ella trotamundos. Coleccionista de recuerdos y álbumes de fotos familiares. En una de las imágenes aparece junto a sus hijos, entonces niños: Alí, Betty, José y Gloria. Están frente a un automóvil, quizás un Chevrolet modelo 1950. El viento agita la tela de
los vestidos y oculta la marca. Ríen. Atrás se ven montañas y más cerca, a un costado del camino, un árbol. Son instantáneas en blanco y negro; nada se sabe del color del cielo. «Mi esposo iba a las provincias y visitaba a los clientes, hacía nuevos contactos. Eran viajes de trabajo que convertíamos en paseos cuando lo acompañábamos», recuerda Bertha Naupay Albino. Ella tiene la cabellera de un rojo intenso como sus opiniones y el trato amoroso de una abuela experimentada. Esta, la cuarta de las casas donde ha vivido con José Mallqui Peña, es de dos pisos, pero sólo el primero está ocupado. La primera dirección que compartieron los esposos fue una casita alquilada en el ruidoso distrito de Surquillo, a unos metros del primer negocio que tuvieron: José Mallqui Importaciones. Años despúes, cuando construyeron su primera casa, destinaron la primera planta para la tienda y la tercera para un almacén. En el hogar que habita ahora, ya sin el ruido de los hijos ni el bulto de las cajas de mercancía, hay un jardín cercado por hojas de llamadólar, esa plantita que no tiene olor ni sirve para hacer infusiones, pero que se cree que atrae la fortuna. La esposa de José Mallqui Peña cultiva su jardín con el mismo cuidado que resguarda la memoria de la familia y se ayuda de los álbumes para contarla. La mayoría es de los viajes junto a su marido, de sus recorridos por el mundo cuando los hijos ya no eran niños. En la sala de su casa hay jarrones de China, esculturas de Italia, gobelinos de Francia, porcelanas de Inglaterra, edificios y monumentos en miniatura de Sídney, Berlín, París, Washington, México. En uno de los patios interiores hay dos duendes que acaban de encontrar un tesoro de monedas de oro. Uno lleva anteojos de profesor y le pide a su compañero con el índice pegado a los labios que haga silencio, que no festeje. Ambos sonríen. «Atrás está el arcoíris», dice Bertha Naupay Albino, y su dedo obliga a imaginarlo. Junto a ella, José Mallqui Peña se ha hecho rico, pero no por culpa del albur o de la aventura. La buena suerte —se sabe— es una de muchas monedas. La esposa, que parece conocer su peso en oro, las enumera: disciplina, perseverancia, sencillez, rectitud, honestidad, fortaleza, confianza. Si el arcoíris es suma de colores, la verdadera riqueza quizás lo sea de virtudes. Ellos se casaron en Chosica, en las afueras de Lima, en 1953. Él tenía veinticinco años, ella dieciocho. Se mudaron al distrito de Surquillo, al número 777 de la calle Santa Rosa. Hacía sólo cuatro años que el distrito se había independizado de Miraflores, con el impulso de una ruidosa actividad industrial y comercial que incluía 35
fábricas de vidrio, de ladrillos, de gaseosas y de galletas, y cuatro cines populares. Los recién casados se instalaron a unas cuadras de la flamante municipalidad, inaugurada ese mismo año por Alfonso Barrantes López, tercer alcalde del distrito. La casa era tan pequeña, que cuando acudieron a comprar un refrigerador no tuvieron lugar dónde ponerlo. «Entonces le propuse a un vecino, dueño de un bar, que lo usara en su negocio». Era verano y a cambio lo compartirían: arriba él guardaría las cervezas, abajo ella guardaría la carne, la leche, el pescado. «Está bien soñar. Pero lo que cuenta es hacer», dice la esposa de José Mallqui Peña. En octubre de 2013 celebraron sesenta años de casados. Según la tradición de los aniversarios de boda, el primer año de matrimonio es de papel y el segundo de algodón. Sigue cuero, lino, madera. Recién diez años después, las parejas celebran el de aluminio, esa aleación con la que, pese a su toxicidad, aún se fabrican utensilios de cocina. Los Mallqui Naupay han ido superando los materiales más duros y costosos: plata, perla, rubí, oro, esmeralda. Ya han celebrado su aniversario de diamante. «Es la piedra más resistente», dice la esposa, y exhibe un renovado anillo de bodas, hecho a partir de la fundición del primero, del día en que ella prometió ser compañera fiel más allá de toda adversidad. Después de que se casaron, aquel compromiso religioso y civil se convirtió en una sociedad comercial, una empresa familiar que se prepara para multiplicar su herencia hasta, por lo menos, una tercera generación. Antes de ser presidenta del directorio de Promelsa, antes siquiera de la conformación de la empresa, Bertha Naupay Albino empacaba las mercancías que José Mallqui Peña vendía en sus correrías por las provincias. «Yo embalaba cables, enchufes, bombillas, lámparas, regletas, interruptores». En aquella época, las esposas preparaban el desayuno del marido, planchaban su camisa del día y lo despedían en la puerta antes de ocuparse de los hijos y del resto de tareas de la casa. Bertha Naupay Albino, veinte años recién cumplidos, hacía todo eso y se ponía a esperar a que los buses interprovinciales le trajeran noticias de su esposo. No eran cartas de amor lo que José Mallqui Peña enviaba desde el otro extremo del país. Eran rollos de remisiones de urgencia escritos a mano con los pedidos logrados aquel día. De ese modo, el joven no tenía que esperar a volver a su almacén para surtir la mercancía. Con la ayuda de su esposa, el vendedor se volvió también un proveedor eficiente y cumplidor. Eran días sin más empleados que ellos mismos, y sin teléfono. Ninguno de los dos había cursado ningún seminario de negocios; sin embargo, convirtieron su matrimonio en una operación logística capaz de abastecer velozmente ferreterías en provincias remotas. Compartían el trabajo y la ambición. La semilla del esfuerzo mutuo. En plena época de las simulaciones en tercera dimensión, las mujeres del siglo XXI parecen enfrentarse a una antigua disyuntiva binaria: cultivar una carrera o casarse y criar hijos. Hacer una fortuna o fundar una familia. Manuel Bermejo, un experto en emprendimiento familiar del prestigioso IE Business School de España, asegura que en los negocios familiares de los países latinos, la repartición de labores entre los esposos suele ocurrir de un modo tradicional: los padres proveen y las madres protegen. Los hombres salen a ocuparse de la empresa y 36
Capítulo II
las mujeres se quedan a cuidar a la familia. En el Perú de los años cincuenta, Bertha Naupay Albino —veintitantos años, delgada, el cabello ondulado apenas largo, los ojos siempre interrogativos— no se detuvo a contemplar esa elección. Con José Mallqui Peña tuvo cuatro hijos, aprendió medidas de cable y voltaje de bombillas, atendió siempre su casa, administró las cuentas, corrigió las tareas escolares, se volvió experta en vigilar adolescentes y en administrar un negocio que no paró de crecer y demandar esfuerzo. Hoy ella parece feliz. Muchos de quienes la conocen describen a Bertha Naupay Albino como una señora de carácter enérgico, una mujer de 220 voltios, la carga máxima domiciliaria, dueña de una franqueza sin términos medios. Sin embargo, esa cualidad de su temperamento no parece advertirse en su casa, mientras sonríe y repasa las fotos de sus álbumes. Tampoco cuando recuerda las reuniones que presidía en el directorio de Promelsa, justo en los días en que sus hijos, ya profesionales, asumieron cargos como gerentes de sección. Cualquiera imaginaría que, por tratarse de encuentros a puerta cerrada entre el padre, la madre y los hijos, estarían desprovistos de protocolo, libres de formalidad. Pero era todo lo contrario, recuerda Bertha Naupay Albino, mientras escoge un caramelo del estómago de un gato de porcelana. En una de las actas que ella firmó como presidenta del directorio puede leerse: En cuanto a otros puntos de interés, el gerente general reiteró su preocupación por el reclamo del área de ventas, respecto a los problemas que se tienen con la Empresa X. Es por ello que solicitó al gerente comercial mayor entrega y dedicación a la empresa. Así mismo exhortó a todos los gerentes a cumplir con las labores encomendadas propias de cada cargo. A primera vista se trata de un mensaje en clave corporativa, un rutinario llamado de atención después de una tarea mal ejecutada. Un memorándum interno sobre las prácticas de los gerentes. Pero lo que el acta registra también puede leerse como una anécdota doméstica: es el padre que reprende a uno de sus hijos. Una amonestación asentada por escrito en un libro de pasta dura y una advertencia para el resto de sus hermanos. Promelsa no es un feudo familiar ni una improvisada empresa entre allegados. Se trata de una compañía cuyos socios comparten una consonancia de sangre y apellido. El libro de actas evidencia que los Mallqui Naupay han dejado atrás los días en que atender el negocio del padre era una distracción durante las vacaciones del colegio o una parada obligatoria en las travesías en auto. Antes de la fundación de Promelsa en 1968, Bertha Naupay Albino acompañó a su esposo en sus viajes por carretera, de pueblo en pueblo, de negocio en negocio. Una vez, a finales de 1964, se perdieron en el desierto baldío, en algún lugar al sur del Perú. El camino se había bifurcado lo mismo que el tronco de un árbol. Y ahí se quedaron estacionados un momento, ambos mirando por el parabrisas, sin música ni ruidos, sólo el motor 37
El ingenio y la integridad de los primeros años hoy son sinónimos de innovación y calidad. Las discusiones en la mesa del desayuno se volvieron reuniones de directorio, los recorridos en auto del padre mientras la madre y los chicos embalaban mercancía pasaron a ser estrategias de internacionalización con metas y objetivos compartidos. En los álbunes de Bertha Naupay Albino pueden verse las fotos que constatan esas visitas a centros de negocios y plantas de manufactura que ensamblan las piezas de aparatos eléctricos que luego importarían para comercializar en el Perú. «Por regla general no se compraban insumos de los que no hubiéramos visto cómo se fabricaban. En el papel todo se ve muy bonito, pero la realidad puede ser otra», dice Bertha Naupay Albino. Barcelona, década de 1990. Buscando ofrecer productos de calidad, los esposos Mallqui Naupay visitan la sede de una de las más antiguas fábricas de condensadores para la instalación eléctrica.
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Capítulo II
del carro. Era mediodía. Ellos decidieron girar hacia la izquierda. Un rato después llegaron a Pucará, ese sitio que da nombre a los toritos de adobe que se ponen sobre los techos en las casas de la sierra para llamar a la prosperidad. «Vamos hacia Cusco», le dijo José Mallqui Peña a un hombre al borde del camino, mientras su compañera de viaje compraba algo de comer para los dos en una tienda providencial. Habían salido de Arequipa a las cuatro de la mañana. Finalmente llegaron a su destino diecinueve horas después. «Yo le daba de comer mientras él manejaba. No había tiempo para perder», recuerda la esposa. Los copilotos son más que sólo acompañantes. En la cabina de los aviones suelen turnarse el timón, y su lectura de los controles de a bordo es definitiva. En los autos de los rallyes, su tarea consiste en leer el mapa del camino en voz alta y anticiparse a las curvas más cerradas, los baches, los montículos que elevan el carro y hacen inútil la rotación del timón. Bertha Naupay Albino además se aseguraba de que el viaje hacia la prosperidad fuera veloz, o cuando menos constante. En sesenta años ha acompañado a su marido en esa transformación vertiginosa: de repartidor en bicicleta a empresario con carné de viajero frecuente de las rutas aéreas de medio mundo. Por estricta regla, el gerente de Promelsa, cuando fue el padre y después cuando fueron los hijos, debía pedir permiso al directorio para viajar, y esperar su aprobación. Cada recorrido debía estar justificado con un listado de visitas empresa por empresa, lo mismo que de logros. La caligrafía de Bertha Naupay Albino en las actas que ella firmó como presidenta del directorio parece la de una profesora, y aquellas hojas, las de una vieja libreta de notas escolares con calificaciones de excelencia: La agenda es la misma que oportunamente se le entregó a cada director, que es la siguiente: autorizar el viaje del gerente general, José Mallqui Peña y a la administradora, señora Bertha Naupay Albino, al extranjero: Miami, Chicago, Nueva York, Los Ángeles, Seúl, Taiwán, Japón, Honolulú. El Director José Ángel Mallqui Naupay, al fundamentar el punto de la agenda en debate, dijo que proponía al directorio que los mencionados ejecutivos debían viajar […] con fines estrictamente comerciales, con el objetivo de conocer in situ las fábricas de los materiales eléctricos que comercializamos, buscar mejores precios, nuevos productos y financiar líneas de crédito. Ese grado de formalidad y el tono de advertencia del gerente comercial con sus superiores jerárquicos eran parte de un acuerdo familiar que se fue construyendo con los años, desde cuando los hijos eran niños y comenzaron a integrarse a las tareas de la casa y del negocio. «Ellos recibían cinco centavos por cada llave de cuchillo y veinte centavos por cada pantalla con luz fluorescente que lograban ensamblar», dice la madre, como recordando su juego preferido. Y quizás lo era: consistía en aprender lo que después sería norma. Lo que los hijos hacían añadía valor al negocio de la familia. De forma intuitiva, el matrimonio Mallqui Naupay 39
iba siguiendo los pasos que hacen que un negocio de familia perdure. En 2007 un estudio de la London School of Economics de setecientas empresas descubrió que las compañías familiares funcionan mejor cuando cada miembro actúa de manera profesional, separando las emociones y los lazos de afecto de los asuntos de negocios. «Los integrantes tienden a poseer un alto espíritu familiar, están orgullosos de su apellido y comparten un sueño, así como una misión y una visión». Según ese criterio, Promelsa no es sólo el sueño de José Mallqui Peña, ni tampoco resultado de la constancia de Bertha Naupay Albino, ni la herencia de sus cuatro hijos. No es un pasatiempo de verano para los nietos que pasan sus vacaciones de colegio practicando para aprender el negocio. La misión de Promelsa dice, sin tonos de excusa ni emotividad: «Somos una empresa comercializadora de materiales eléctricos y fabricante de productos para la generación, transmisión y distribución de energía eléctrica; con un amplio stock de productos para abastecer en forma oportuna y eficiente a nuestros clientes logrando su satisfacción total». Para lograrlo los hijos ya integrados a tareas administrativas votaban sobre cada una de las decisiones importantes del negocio. De tal forma, un viaje de los padres en la primavera de 1993, según consta en el cuaderno de actas, se aprobó por unanimidad, pero con la advertencia del directorio de que tanto el gerente general como la administradora —es decir papá y mamá— debían cumplir con las visitas programadas en las fechas acordadas. Y añadía: Así mismo se acordó por unanimidad de votos que a su retorno los ejecutivos en referencia deberán presentar un informe pormenorizado de todas las actividades realizadas durante el viaje. La minúscula bodega de la calle Santa Rosa en Surquillo se transformó en una corporación de tres almacenes y una planta industrial, pero no sólo porque los padres trabajaron duro y los hijos siguieron sus pasos, sino también porque todos ellos supieron subordinarse a un principio de decisiones técnicas, apartado de la emotividad familiar. Es decir, supieron resguardar el apellido privilegiando el desempeño como el parentesco más importante. Las aspiraciones de una familia son ahora la visión de una empresa: ser los primeros del Perú en la industria de soluciones eléctricas. El ingenio y la integridad de los primeros años hoy son sinónimos de innovación y calidad. Las discusiones en la mesa del desayuno se volvieron reuniones de directorio, los recorridos en auto del padre mientras la madre y los chicos embalaban mercancía pasaron a ser estrategias de internacionalización con metas y objetivos compartidos. En los álbumes de Bertha Naupay Albino pueden verse las fotos que constatan esas visitas a centros de negocios y plantas de manufactura. A veces los esposos llevan cascos y lentes de protección, están enfundados en overoles, con botas de hule, al lado de obreros que ensamblan las piezas de aparatos eléctricos que 40
Capítulo II
luego importarían para comercializar en el Perú. «Por regla general no se compraban insumos de los que no hubiéramos visto cómo se fabricaban. En el papel todo se ve muy bonito, pero la realidad puede ser otra», dice Bertha Naupay Albino, y su tono recobra el de aquellos años, cuando no había catálogos por internet ni pedidos por fax y ella solía cuestionar que se les otorgaran nuevos créditos a clientes morosos. «José decía que todo el mundo merecía una segunda oportunidad, y él era feliz dando segundas oportunidades. Yo no estaba muy de acuerdo con eso», admite mientras saborea un caramelo de café con forma de un escarabajo. A veces las fotos también son estampas turísticas, momentos de recreo después de las tareas. Se ve a los esposos en Honolulú con collares de flores; en Nueva York, subiendo a la Estatua de la Libertad; en París, bajo la Torre Eiffel; en Pekín, frente a la gran Muralla China; en Magra, afuera del Taj Mahal; en Guiza, en el Valle de las Pirámides; en Hong Kong, en el Pico Victoria; en Tokio, en las calles de Asakusa; en Alaska, sobre un barco, antes de zarpar para avistar osos polares. «Si no fuera por tanto trabajo yo no habría conocido tanto», dice Bertha Naupay Albino, y suspira. Después ríe. «Cuando terminábamos las visitas yo me iba a comprar mis presentes». No todos los recuerdos en su casa son traídos del otro lado del mundo. Algunos son de esos primeros viajes por carretera, cuando su esposo recién comenzaba y ella iba con él. Su historia de los sacrificios y el esfuerzo también tienen episodios de buen humor. Una vez, de regreso de Arequipa, una mujer le regaló un conejo de tamaño natural. Ella lo vio bajo la envoltura, tan fino y brillante, y creyó que era de porcelana, entonces lo empacó en la maleta, protegido entre la ropa. «Cuando lo saqué se había deshecho. ¡Era de chocolate!». Bertha Naupay Albino admite que sus mejores recuerdos son al lado de don José, con quien volvió a casarse en octubre de 2013, en su aniversario de bodas. ¿Cuál es la mayor virtud de un hombre que no para de trabajar? «Él hizo lo que prometió y logró lo que se propuso. Su palabra es un tesoro», responde la esposa frente a un aparador de porcelanas, una de las cuales es un Quijote leyendo un libro de caballería antes de perder la cordura. Ella recuerda que, incluso en las peores circunstancias, José Mallqui Peña no cambió sus maneras, ni siquiera su tono de voz, que es la de un hombre acostumbrado a cumplir su palabra. En lo peor de la amenaza terrorista, de las crisis económicas del país, él siguió levantándose para trabajar con la misma puntualidad, y no dejó de viajar por carretera, visitando sus antiguos clientes, buscando nuevas oportunidades. Esa tenacidad lo salvó, reconoce Bertha Naupay Albino. Esa fe en sí mismo a prueba de todo le permitió sortear desafíos mayores, de esos que no amenazan sólo a un hombre, sino a un país entero. Comentando la exposición del balance, la presidencia dijo que las cifras eran alentadoras, lo cual demostraba que nuestra empresa se mantenía a pesar de la terrible crisis económica por la que atraviesa nuestro país. El directorio, luego de deliberar sobre el estado de pérdidas y ganancias del balance general al 31 de diciembre de 1989, acordó por unanimidad de votos aprobar dicho balance. 41
Esa acta de cierre anual de Promelsa se firmó apenas meses después de que la moneda de la época, el inti, hubiera llegado a una devaluación del 300%, una cifra que afectaba a los importadores del país. La empresa que vendía switches y cables y balastro y tubos lumínicos pasó de pagar quinientos intis por cada dólar de mercancía extranjera a desembolsar dos mil. Pero la moneda más valiosa de la empresa no cotizaba en los mercados extranjeros, sino que era un activo que José Mallqui Peña había depositado en la mente y los bolsillos de su familia: la insistencia, ese arte de capotear la feroz arremetida que tiene a veces la desdicha. De todas las plantas de su casa, la preferida de Bertha Naupay Albino es un árbol de chirimoya que crece en el patio, sobre el césped impecable, a la orilla de un lago en miniatura. Es un arbusto que en época de frío está casi deshojado, sin asomo de grandeza. «Pero da fruto una vez al año. Son un par de chirimoyas grandes y jugosas». Ella escoge a quién regalárselas, y todos en la familia conocen su valor, entienden que es un privilegio que les concederán alguna vez. «Ese árbol viene conmigo desde la otra casa, por eso lo quiero tanto», y hace un gesto con la mano hacia el pasado. La casa de la que habla es la de Monterrico, aquella de la que los hijos se fueron yendo conforme se hicieron grandes, se graduaron de la universidad, se casaron. Era una vivienda de dos mil seiscientos metros cuadrados, demasiado espacio para una cotidianidad de sólo dos. Ella recuerda que recién casada, en la primera vivienda, la de la calle Santa Rosa, con el refrigerador alojado de manera temporal en aquel bar, un pariente le propuso invadir un terreno cercano. Parecía la cosa más fácil. En 1955, con la población de Lima que se duplicaba debido a las migraciones campesinas, asaltar terrenos desolados y levantar en ellos barrios de cartón a toda prisa era una manera de reclamar propiedad sobre algo, aunque fuera así de efímero. Ella se negó a hacerlo. También lo hizo cuando su esposo le propuso mudarse de alquiler para otra vivienda más grande, con el refrigerador en la cocina propia. Sus palabras fueron una sentencia que ahora recuerda con todas sus letras: «De aquí salgo para mi casa. Ni de invasión ni de alquiler. Mía». Y así fue. Su primera casa llegó a ser de tres pisos, en Zárate. El primer piso era una bodega que a veces se llenaba de tantas mercancías que los cables, los tubos, los transformadores, las cajas con bombillas se iban tomando el resto de las habitaciones. La estrechez al fin era evidencia de mayores holguras. En una foto se ve a los cuatro hijos frente a la casa, el mayor de dieciséis años, la calle de polvo, un perrito ahí, mirando al fotógrafo sin ladrar. Bertha Naupay Albino cuenta que sus mascotas siempre fueron perros, nunca gatos. Algunos aparecen en los álbumes familiares. Salchicha, por ejemplo, al que un carro atropelló. Pitufo, que un día se quedó solo porque a su compañera, Pitufina, se la robaron mientras la traían de regreso de la peluquería. Pero la primera que recuerda se llamaba Reina, una pastor alemán entrenada en la policía que, cuando José Mallqui Peña estaba de viaje en las provincias, le llevaba las llaves del negocio a la primera secretaria que tuvieron. La tienda estaba en la misma cuadra de la casa. «Las llevaba en la boca y sólo se las entregaba a ella. José le enseñó ese truco», recuerda la esposa. 42
Capítulo II
Un día un vecino los llamó desde la calle y les advirtió que habían olvidado cerrar las puertas de su almacén. Era muy temprano en la mañana, recién iban a desayunar. Ellos corrieron. Habían arrancado los candados en la noche. Les robaron mercancía, dinero, muebles, exhibidores. Los ladrones no dejaron nada. Pisadas en el suelo, ira, susto «Pero José sólo se lamentó ese día, y ya no más. Habló con sus amigos, con las personas a las que les debía dinero, con las que le debían a él, y fue a los bancos. Muy rápido volvió a llenar el almacén de mercancías», recuerda Bertha Naupay Albino. En esa casa de Surquillo también consiguieron su primer televisor, un modelo alemán de la marca Graetz en torno al cual se reunían a ver en blanco y negro el mundo más lejano. El aparato cupo en la sala porque no tenían mesa, y ellos comían en la cocina, mientras hablaban del presente y del futuro. Ahora, casi sesenta años después, en esa misma dirección, el 777 de la calle Santa Rosa, nadie parece recordar a los Mallqui. En el estrecho corredor dos niñas huyen de un niño con máscara de Spiderman. Afuera de la casa hay luces encendidas, pero todavía no anochece. El dueño del bar con el que la familia compartió su primer refrigerador se llamaba Enrique Gózar. Una mujer cuenta que el hombre murió hace apenas unas semanas. En el local del bar ahora hay una librería y locutorio, más allá una botica llamada San Valentín, patrono de los amores eternos. Y más allá, la Ortopedia Solidaria. Justo en la esquina, donde los niños Mallqui compraban dulces, hay una funeraria. ¿Cómo lograr que los propósitos pervivan en los hijos, que los sueños familiares no mueran? Bertha Naupay Albino cree que ellos siempre se sintieron parte de una historia común, y que por eso entendieron que su patrimonio más importante era permanecer unidos. «Cada uno tuvo su época difícil, de desatención y rebeldía. Yo les insistía en que estudiaran, que ese era su primer trabajo para después tener trabajo», dice la madre, y repite esa verdad común de que el principal capital de una persona no es el dinero que hereda, sino el conocimiento que atesora. «Porque los bolsillos tienen roturas, pero la cabeza no», dice segura. A diferencia de otros niños de su edad, los Mallqui rara vez recibían más dinero del que les daban los padres a sus amigos y compañeros de colegio. Muchas veces, incluso, solían recibir menos. «Ellos jamás preguntaban cuánto les íbamos a pagar por trabajar en vacaciones, o por cumplir con ciertas tareas. Desde niños entendieron que Promelsa era suya», explica la madre, y sentencia con otra de sus frases: «No porque la empresa te pertenezca, el dinero de la caja es tuyo». De nuevo la voz de Bertha Naupay Albino parece recuperar el tono de aquellos años. Se oye severa, sin dudas. Nadie se atrevería a decirle lo contrario. Ella admite que su carácter siempre fue distinto, menos indulgente que el de su esposo, y reconoce que a veces disciplinó a sus hijos con pellizcos, jalándoles las patillas por desobedientes. «José me decía: habla con ellos, mujer». Y ella le respondía que sus medidas eran sólo la consecuencia de un regaño desatendido. 43
En efecto, mientras estaban en la escuela, los cuatro hijos de los Mallqui tenían por trabajo estudiar. Esa era su profesión de entonces. «Yo llegaba de algún viaje con José y lo primero que les preguntaba era por sus deberes de la escuela». A veces, ante faltas que no podían disimularse, la siguiente pregunta era: ‘¿dónde quieres tu chicotazo?’ «Una vez mi Pepe me respondió que en el estómago, y era que se había puesto cartones debajo de la ropa. Caminaba como robot». La madre todavía celebra aquel ingenio suyo, y a continuación dice que el mayor capital que ella y su esposo lograron en la vida son sus hijos y sus nietos. Pero el ingenio y la picardía nunca tuvieron mayor valor en aquella casa que la obediencia y la disciplina. El atributo digno de admirarse —creen los Mallqui— es la inteligencia, no la malicia. Y son tan fáciles de diferenciar, como los colores en los cables de energía: mientras la primera es fruto del acierto, la segunda lo es del revés. Con la inteligencia todos ganan, con la malicia alguien siempre pierde. El arquitecto Alberto Sánchez Aizcorbe, alcalde de La Victoria, el distrito donde Promelsa tiene su sede principal, cree que esa comprensión del mundo también la ha inspirado la esposa de José Mallqui Peña, a quien compara con un motor, una especie de planta de energía gracias a la cual la familia ha podido avanzar, mantener las luces encendidas. «Ella es una mujer de un gran carácter, y lo que hay que reconocer en ella es una capacidad sin la cual todo el crecimiento familiar no habría sido posible. Ellos dos, José y Bertha, han hecho una gran pareja porque han sabido compartir la autoridad que cada uno representa. Esa armonía es ejemplar», cree Sánchez. En la casa de Bertha Naupay Albino, sobre los aparadores, mesitas y repisas, las fotos son de todos ellos en paseos, cumpleaños, en celebraciones del Día del Padre, de la Madre, de sus aniversarios de boda. La esposa de José Mallqui Peña cree que la rectitud es la virtud más fotogénica y la más importante. «Mi familia puede mirar a los ojos de cualquiera», dice. Si la integridad es un cuerpo, una manera de ser, la honradez quizás sea su mejor rostro. Una tarde, durante una sesión de fotos familiares, Bertha Naupay Albino le dice a su esposo que sonría, después pide que le corrijan una de las solapas de su traje. Su jubilación jamás ha sido un impedimento para que siga desarrollando ciertas funciones familiares. Ella está ahí con sus cuatro hijos, Alí, Betty, José y Gloria, perfumados y atareados. Mientras se alternan para posar con ella y con el padre, los gerentes —sus hijos— conversan por teléfono, dan instrucciones, piden favores, hablan entre ellos, precisan fechas de reuniones. Hasta ahora, pese a que todos también son trotamundos, no han hecho un viaje al exterior los cuatro. «Queremos hacer un crucero con la familia completa, los nietos, los esposos, las esposas. Somos veintitrés», dice la abuela. El traje que escogió para estas fotos es azul. «Azul eléctrico, mi color preferido». No podría ser de otro modo. 44
Lima, década de 1960. La primera propiedad de la familia era una vivienda con almacén en el primer piso. A veces atendían de madrugada a los clientes del ramo pesquero.
La primera casa que compraron tuvo tres pisos, en Zárate. El primer piso era un almacén que a veces se llenaba de tantas mercaderías que los tubos, los transformadores, las cajas con bombillas se iban tomando el resto de las habitaciones. La estrechez al fin era evidencia de mayores holguras.
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Libro de actas de directorio: acta de 1993 en la que se autoriza por unanimidad que los gerentes realicen una misi贸n comercial.
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En el sentido de las manecillas del reloj: Primer pasaporte de JosĂŠ Mallqui PeĂąa emitido en 1973. - Detalle del visado para el viaje a la India en el pasaporte de Bertha Naupay Albino. - Recuerdo de la pareja Mallqui Naupay en el Lejano Oriente.
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A veces la mejor manera de salvar un mal negocio es refrendar la confianza: todos somos hijos de las segundas oportunidades.
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AlĂ Mallqui Un joven abandona la universidad, ingresa a una academia militar y aprende inglĂŠs y equitaciĂłn para convertirse en un ingeniero disciplinado que toma las riendas con mano firme y trato amable.
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Capítulo III
T
ocaron la puerta del salón de clase de un grupo de estudiantes de Ingeniería Electromecánica. Lo llamaron por su apellido, una voz imperativa. «¡Mallqui, a la oficina del director!». Fue en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Cuando el primogénito se acercó al despacho, Bertha Naupay Albino estaba ahí, sentada frente al escritorio del ingeniero Rivas, bajo la mirada de varios héroes de la patria que parecían observarla desde sus cuadros, serios, incorruptibles, con ese viento divino que le soplaba los cabellos, las gruesas patillas. Él sintió que iban a fusilarlo. Y sabía por qué. «¿Usted no le ha contado a sus padres lo que pasa, verdad?» Seis meses antes, el hijo
mayor de los esposos José Mallqui Peña y Bertha Naupay Albino había reprobado las asignaturas del programa de Electromecánica por inasistencia. Tenía menos de un año con su primer automóvil, un Hillman modelo 1971 que le regalaron después de que se graduó del colegio. Era un auto amarillo de origen inglés ensamblado en Argentina, un cuatro puertas de mil quinientos centímetros cúbicos, apertura interna del capó, limpiaparabrisas de dos velocidades y asientos delanteros reclinables. Máximo Alí Mallqui Naupay había aprendido a conducir a los once años, cuando acompañaba a su padre a hacer entregas de mercancía en la primera camioneta de la familia. Mientras José Mallqui Peña visitaba clientes y concretaba ventas exitosas, el chico se quedaba esperando en el auto. Un día intentó hacer girar la llave y encendió el motor. Otro día movió la palanca de cambios y pisó con cuidado el acelerador, estirando la pierna hasta el pedal. La camioneta avanzó. Así había comenzado su relación con los autos. Una vez, cuando José Mallqui Peña estaba de viaje, le rogó a uno de los choferes de Promelsa que le permitiera conducir mientras transportaban inventarios. El hijo quería ser como su padre. Y cuando llegó la hora de elegir profesión, lo comprensible era convertir la experiencia práctica del negocio paterno en un título de ingeniero. El primogénito había crecido mirando cómo el negocio prosperaba al mismo tiempo que la familia: cada vez había más clientes, más empleados y más desafíos. Así que cada mañana de aquella primavera de 1971, puntual, sus padres y hermanos lo veían salir rumbo a la universidad, recién bañado, silbando una alegría contagiosa. Lo esperaban cursos de Física y Cálculo. Pero su destino eran billares, el cine, fiestas a mediodía en la playa, reuniones en casa de sus amigos. Y fue inevitable: a mitad del curso, el estudiante Mallqui Naupay, Máximo Alí, ya había reprobado las asignaturas por inasistencia. Así que se retiró del ciclo, recuperó la documentación de su matrícula y decidió volver a postular el siguiente semestre, como si nada hubiera pasado. En el formulario que le pidieron llenar explicó que su familia se mudaría de Lima. El siguiente semestre volvió a rendir el examen de ingreso y al aprobarlo se matriculó como alumno nuevo. Tenía diecisiete años y había decidido ser un hombre a la altura de las expectativas que se tenían de él. Entonces intentó comenzar de cero. 53
Había visto a sus padres levantarse de la adversidad después de aquel robo al almacén José Mallqui Importaciones. Creyó que podía hacer lo mismo y se convirtió en un alumno ejemplar. Jamás faltó a clases y aprobó todos los exámenes. Hasta que le advirtieron que con una declaración de insubsistencia por abandono de programa no había manera de que continuara los estudios. Él hizo como si no escuchara y su nueva terquedad consistió en ir a clases puntual, hasta esa tarde, cuando lo llamaron a la oficina del director del programa. «¿Tiene usted más hijos, señora?», le preguntaron a la madre, con el bolso apretado sobre las piernas. Bertha Naupay Albino dijo que sí, que tenía otro hijo varón y dos hijas. «Pues gástese el dinero en ellos. Este no quiere estudiar. Mándelo a meter pico, lampa, a cualquier cosa», recuerda hoy el ingeniero Alí Mallqui y reconoce que se sintió avergonzado, molesto por esas palabras que desconocían su esfuerzo más reciente. El castigo que le impusieron incluyó no salir en el auto ese resto de año, pero él admite un truco inverosímil: entre él y sus amigos cargaban el Hillman que el padre había parqueado contra la pared del estacionamiento, y así lo ponían en la calle, como si fuera un mueble muy pesado, luego lo empujaban hasta una cuadra de distancia, donde al fin encendían el motor sin que nadie de la casa lo escuchara. «Al regreso, en las madrugadas, el mismo forcejeo», recuerda el hijo, cuyo nombre escogió José Mallqui Peña después de ver la película del leñador que consigue quedarse con el tesoro que escondían los cuarenta ladrones tras ese retruécano del Ábrete sésamo. Alí Babá puede leerse como una moraleja de que la buena fortuna llega a quienes actúan con bondad e ingenio. Pero la historia del mayor de los hermanos Mallqui Naupay no es la de un golpe de suerte, sino de la del peso de la responsabilidad que viene con las oportunidades. Máximo Alí Mallqui Naupay comenzó a estudiar en una escuelita en la calle Huáscar, atrás de la primera casa de alquiler de sus padres, en el 777 de Santa Rosa. El salón de clases era un garaje. Un día el pequeño volvió del nido llorando porque su profesora no le dio permiso para ir al baño. «¡Allá no vuelves!», dijo la madre. Durante el resto del año, Bertha Naupay Albino se convirtió en la maestra de su primer hijo. Se sentó con él cada mañana a repasar el abecedario y las tablas de multiplicar. Unos meses después, cuando ingresó al colegio Independencia, fue el niño más destacado y obtuvo el diploma de honor. «Pero nunca más logré notas sobresalientes. Apenas las necesarias». Aprobaba los cursos y se entretenía memorizando las medidas de los cables entre los que jugaba a esconderse. Cuando algún cliente aparecía por el almacén de Surquillo y preguntaba por un artículo, él sabía dónde encontrarlo, el grosor de los alambres, el voltaje de los convertidores, el número de tornillos que se necesitaban para fijar cierta pieza en la pared, el precio de las mercancías sin necesidad de consultar ningún papel. De esa época recuerda la vez que un carro atropelló a un estudiante en bicicleta. El chico quedó ahí, sobre la calzada, con los cuadernos deshojados, el cuerpo suplicante. Bertha Naupay Albino iba por la acera y vio todo. 54
Capítulo III
Era un alumno del colegio Ricardo Palma, adonde debería el hijo ir a estudiar el siguiente año, pero entonces la madre, aconsejada por las circunstancias, dispuso algo distinto, y el hijo mayor de los Mallqui terminó matriculado en el colegio Alfonso Ugarte, nombrado en honor de aquel acaudalado hijo de comerciantes que fue comandante de la Octava División del Ejército del Sur en la batalla de Arica. Después de su paso por la Facultad de Ingeniería, los padres de Alí Mallqui le dieron opciones: aprender inglés, estudiar Administración, postular a otras universidades. La única condición era que no perdiera el tiempo. Un amigo de la familia, un ejecutivo de General Electric, sugirió que el joven estudiara en Estados Unidos. Sin cumplir veintiún años, ya se había emancipado de los padres. Pero no había sido por rebeldía, sino para convertirse en socio legal de su padre. Un negocio familiar no es lo mismo que una familia de negocios. James B. Wood, vicepresidente de la Clemens Family Corporation, escribe en Family Business Magazine que una familia de negocios «entiende que la armonía doméstica no es una meta, sino un derivado. Cuando el enfoque está en el desempeño, la compañía genera efectivo y después dividendos, distribución y aumento del valor de las acciones, y así es como la mesa queda lista para la satisfacción de los miembros de la familia». Cada uno de los hermanos iría tomando su sitio en la organización, como las piezas de una maquinaria bien aceitada. Que el mayor de ellos viajara a Estados Unidos a estudiar no era un capricho: cada vez tenían más proveedores extranjeros: «Y llega un punto en que los traductores no te sirven. Tienes que entender por ti mismo para decidir bien», dice José Mallqui Peña. El trato personal que le gustaba mantener al patriarca podría beneficiarse con un hijo bilingüe. Así llegó Máximo Alí Mallqui a Nueva York. Aunque el plan inicial era aprender el idioma en Manhattan, pronto surgió la oportunidad de que se inscribiera en una academia militar. Entró al nivel básico de inglés y cursaba también Literatura, Cálculo, Geometría e Historia de Estados Unidos. «Estudiaba hasta la una, dos de la madrugada, hasta tres horas antes de levantarme, con los libros encima de la almohada, y despertaba al compañero de la cama de arriba para preguntarle el significado de alguna palabra que no encontraba en el diccionario». Aquel era un internado lejos de casa, de prados del color de las postales en primavera, sembrado de flores amarillas, las paredes de las construcciones de un blanco sin manchas, en el aire sonido de campanas, el cielo azul, petirrojos en las cuerdas del alumbrado. El único gris era la soledad. El presidente de directorio hoy cree que esa experiencia lo hizo madurar. «Estuve enfermo, muy débil, pero ya estoy mejor gracias a la medicina y los buenos cuidados. El frío ha estado duro pero me he mantenido bien abrigado, haciendo mis deberes», le escribe a su padre en una carta, y le anuncia el envío de unas revistas de materiales eléctricos para que evalúe la importación de algunas mercancías. Después le propone visitar un par de fábricas de la Costa Este durante las vacaciones. 55
Pronto surgió la oportunidad de que Alí Mallqui Naupay se inscribiera en una academia militar. Entró al nivel básico de inglés y cursaba también Cálculo e Historia de Estados Unidos. «Estudiaba hasta la una, dos de la madrugada, con los libros encima de la almohada. Si el frío y el idioma fueron obstáculos, la disciplina militar no sorprendió al joven Mallqui. Desde niño su padre le había enseñado a boxear, y apostaban carreras alrededor de la cancha de fútbol del barrio. Cuerpo que no corre se corroe», decía el padre vestido de atleta, con zapatillas y silbato, y le proponía un reto a su hijo: cincuenta centavos por cada vuelta en el pasamanos. New York State, década de los setenta. El cadete Alí Mallqui Naupay viste el uniforme de la academia en donde aprendió inglés y equitación.
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Capítulo III
Si el frío y el idioma fueron obstáculos, la disciplina militar de aquel lugar no sorprendió al joven Mallqui. Desde niño su padre le había enseñado a boxear, y apostaban carreras alrededor de la cancha de fútbol del barrio, una explanada de tierra amarilla sin líneas de demarcación. Y hacían peleas los dos, simulando los movimientos de un combate, ganchos al estómago, rectos al rostro, quiebres de cintura. En las mañanas, a las cinco de la mañana, salían a trotar, a hacer ejercicios de velocidad y de fuerza. «Un cuerpo que no corre se corroe», decía el padre vestido de atleta, con zapatillas y silbato, y le proponía un reto a su hijo: cincuenta centavos por cada vuelta en el pasamanos. Otro de sus juegos consistía en hacer carreras con Reina, la pastor alemán entrenada en la policía y que iba con él en sus primeras jornadas de ventas por la ciudad. «A veces él nos ganaba a los dos, a Reina y a mí». En su casa, la madre muestra una foto de Alí de ocho años, sobre un caballo de madera, con sombrero y dos pistolas. Después otra foto suya, saltando en una pista de obstáculos sobre Donato, su caballo en la academia militar, con el que ganó premios y trofeos. Cuando le dieron a elegir un deporte en la academia, él optó por la equitación. Pero cuando vio el caballo por primera vez, este era más grande de lo que él había imaginado. Hizo lo mismo que su padre hubiera hecho: guardó la calma frente al desafío y después lo montó. En la foto, él lleva botas y uniforme, la boca abierta, justo después de que el caballo se eleva sobre una barda de madera. «Nosotros estábamos en la tribuna. Fue durante alguna visita. Después podíamos abrazarlo», recuerda la madre. Un buen jinete es un líder capaz de domar a una bestia de media tonelada de peso sin intentar humillarla, acróbata eficiente entre una orden firme y un espoleo amable. No es la fuerza de las manos: el equilibrio lo provee la audacia de las piernas, el cuerpo balanceándose. La reciedumbre de Donato por los aires le representó una valiosa lección a quien estaba destinado a llevar las riendas de la empresa familiar. El salto pronto se completó. Los estudiantes de último año de la New York Military Academy recibían la visita de reclutadores de algunas de las mejores universidades de Estados Unidos. Alí Mallqui empezó a contemplar una de ellas en Connecticut. A las casas de los internos también llegaron sobres con ofertas de programas y catálogos de cursos. José Mallqui Peña estudió algunos de aquellos folletos en Lima. La próxima vez que visitó a su hijo llevaba uno para mostrarle. De entre todas las ofertas de universidades, su padre le propuso estudiar ingeniería en Vermont. Fueron juntos desde Nueva York, cinco horas en auto, como años atrás, cuando él acompañaba al padre a repartir los pedidos del señor Moritani, el negocio donde lo vio hablar japonés y reírse de las respuestas que le daban los clientes, como si se tratara de vecinos de toda la vida. Esa vez, rumbo a Vermont, José Mallqui Peña iba empeñado en convencer a su hijo de que estudiara Ingeniería Eléctrica. Le dijo que aquello le abriría puertas a él y a Promelsa. «Un día tú y tus hermanos se harán cargo, y deben saber y entender y comprender. Esas tres cosas. Ingeniería Eléctrica. Estudia esa carrera, hijo». El hijo mayor admite que no tuvo que pensarlo 57
mucho. Una vez en el campus de la universidad le enseñaron la cara de una montaña que, en invierno, se cubría de nieve y era la mejor pista de esquí de toda la zona. «¡Aquí me quedo!», le dijo al padre. Para él era otra oportunidad de disfrutar ser un hijo obediente. En vacaciones de la universidad, Bertha Naupay Albino y José Mallqui Peña lo visitaban, y los tres se iban en carros de alquiler a fábricas de insumos eléctricos para evaluar mercancías, decidir importaciones y cerrar negocios. A lo que iba aprendiendo en los libros de texto y en los laboratorios, el hijo mayor fue sumando una práctica profesional a la que ninguno de sus demás compañeros parecía tener oportunidad, y en su propia empresa, de la que era accionista desde los dieciocho años y miembro de su consejo directivo. Hasta sus compañeros más adinerados se admiraban de que una historia semejante tuviera como origen una empresa familiar en el Perú, hecha a partir de casi nada, la obstinación de un hombre y de su esposa, de sus hijos. «A veces no es la gente la que habla, sino los prejuicios. Se supone que el éxito no crece así en este lado del mundo». Pero el optimismo y la fe de que las cosas se pueden lograr —dice el general Colin Powell, excanciller de Estados Unidos— multiplican cualquier fuerza, por minúscula que esta sea. Acostumbrado a un clima de exigencia, el tiempo le alcanzó a Alí para hacerse piloto de aviones monomotor. Sin embargo, a pesar de que conducía días enteros por carretera con su padre, y él aceptaba que manejara los trayectos más largos; nunca volaron juntos. Su vuelo más célebre como piloto quizás haya sido el más breve. Fue una tarde en que se deslizó sobre el campus para sorprender a una enamorada, a la que le prometió que surcaría el cielo para verla. Y lo hizo tan bajo que de una de las ventanas agitadas por la vibración del motor alguien memorizó la matrícula del aparato. Lo demás, saber de quién se trataba, fue cuestión de tiempo. «Me impusieron una multa y un llamado de atención, pero por suerte nada más», recuerda Alí Mallqui. Con el tiempo, el futuro empresario fue aprendiendo, igual que su padre, a calcular el riesgo y el alcance de sus aventuras. Hoy es un papá orgulloso de tres hijos bilingües, que, sin embargo, no han sido copilotos infantiles de sus andanzas de negocios. «Pero es que los tiempos son otros ahora», dice con resignación. En aquellas primeras épocas de prosperidad, José Mallqui Peña invitaba a almorzar al joven Alí a los mejores restaurantes de Lima. Él recuerda la Taberna Alemana, frente al Hotel Crillón, y el Chalet Suizo. Allí aprendió a conocer el vino, y compartían langostas enormes y jugosas, con una provisión de panecillos calientes y verduras. Después postres. «¿Qué te parece? ¿Te gusta?», le preguntaba el padre al hijo mientras saboreaba. «Todo esto vale dinero. Lo podrás seguir teniendo si estudias, trabajas duro y eres honesto. Esto nadie lo regala. Depende de tu propio esfuerzo, ¿qué piensas?». José Mallqui Peña se quedaba mirando a su hijo, esperando una respuesta. Esas conversaciones con música de fondo solían tener un gesto previo, un esfuerzo de horas 58
Capítulo III
del hijo con el padre repartiendo mercancías, y en vacaciones del colegio, yendo con él a sus peregrinajes por las provincias. El hijo recuerda que viajaban a Chimbote y que juntos llegaron manejando hasta Tumbes en la frontera con el Ecuador. Las cenas elegantes después de esos recorridos eran otro modo de integrar al hijo al negocio: no sólo le correspondía apoyar en las tareas diarias sino que, desde entonces, participaba de la recompensa del trabajo bien hecho. El dinero —le repetía— es para gastarlo no para malgastarlo. Mientras el padre cerraba negocios, el hijo debía tomar nota, escribir las remisiones y, cuando estaba en casa, ayudar a su mamá a empacar los pedidos con sus hermanos; todos ellos pequeños, pero ya integrados a esa tarea de embalar las mercancías pedidas desde pueblos cuyos nombres fueron memorizando, junto con el de las personas para quienes iban remitidas. «No era que nos impusieran nada. Aquello era parte del juego, de pasar el tiempo juntos», dice Alí Mallqui. La vida como aula de clase. Otra lección sobrevive hasta hoy: una vez, uno de los primeros clientes, Ferretería Sirena, le encargó unas cintas, de las que se usan en instalaciones para unir alambres y aislarlos. José Mallqui Peña apareció con una cinta de marca japonesa que venía en una cajita verde, envuelta en platina. El dueño la rechazó. Le dijeron que los clientes preferían la cinta aislante americana, que se vendía sin embalajes. «La japonesa era de mejor calidad, pero ellos insistieron. Entonces mi papá las sacó de su caja, las desenvolvió una por una, y se las llevó de nuevo». El padre sonríe cuando recuerda cuando llegó con el cargamento otra vez a aquel sitio. «¡De esa queremos!», cuenta que le dijeron, y sus ojos chispean al revivir el momento: «Ah, pero esa vale un sol más por cada carrete», respondió el vendedor. Y ese día, cuando le pagaron, aprendió que se cobra por la mercancía, pero que las ideas también tienen valor. No se trataba sólo de empacar y tomar pedidos, de ser testigo. Aun siendo menores de edad, en época escolar, los hijos de José Mallqui Peña asumían responsabilidades de gente mayor. El primer equipo de cualquier hombre está conformado por aquellos que llevan su apellido. «Cada quien va haciendo lo que puede», recordó el padre afuera de su empresa una tarde, mientras tomaba el lugar de copiloto en que ahora viaja, después de que ya no condujo más. Para poder construir su primer local en Parinacochas, muy cerca del dinámico barrio de Gamarra, la familia debió esperar tres años, hasta que una sentencia judicial ordenó el desalojo de varias familias que habían invadido el terreno. Cuando resultó ese fallo, el padre estaba lejos y el hijo mayor debió hacerse cargo, acompañar al abogado, notificarse e ir al predio a encarar a las personas desalojadas. Había recibido la orden de ayudarlas con sus enseres, los carruajes, los muebles, con los depósitos de chatarra que habían levantado allí, como en una fortaleza. «Todo se hizo sin traumatismo», recuerda el hijo, tanto tiempo después, y su voz de hombre mayor supone una realidad engañosa, porque entonces él mismo era otro muy distinto. Tenía quince años y unos lentes que le daban un aspecto tímido. Pero entre los dedos llevaba el fardo de papeles que le concedían la razón a la familia sobre el predio. Él supo que no podía esperar a que el padre volviera y, sin que nadie se lo dijera, entendió que le correspondía ir a reclamar aquella 59
propiedad. «Nunca nos confió algo que pensara que no pudiéramos hacer», dice Alí, y después le ordena a alguien por teléfono que revise un correo electrónico que acaba de enviarle. «Eso es para hoy», le advierte, y cuelga para atender la siguiente llamada. «Mi papá —dice— nos enseñó un negocio, y más importante que eso: nos enseñó una dignidad por el trabajo y el buen obrar». El jinete que en Nueva York aprendió a soltar y apretar las riendas para dirigir un caballo cinco veces más pesado que él es quien calibra la fuerza de las palabras cuando da instrucciones en la empresa. Ahora, de toda la familia, él es quien más viajes hace, y ordena disponer horarios y trayectos con una meticulosidad de cirujano. «Duermo en los aviones y por eso renuncio a verme las películas o a distraerme con la oferta de juegos o pasatiempos que te ofrecen durante los vuelos. Llegado el momento me obligo a dormir. Y me ducho en los aeropuertos, comienzo mis jornadas de trabajo una vez que aterrizo, por eso dispongo arribos tempranos en la mañana, con salidas tarde en la noche. Visito fábricas, cierro negocios, asisto a ferias y convierto las salas de espera de los aeropuertos en oficinas. Lo mismo hace mi hermano Pepe. Las nuestras tienen que ser carreras cronometradas, de cero tiempo perdido». Es una herencia del padre, que les ha enseñado que las obras hablan más de los hombres que sus palabras. El fundador y propietario de Promelsa sentenció en alguna ocasión: «Las manos son la voz que más importa». Esa lógica insobornable es hechura de José Mallqui Peña, quien enseñó a sus hijos que un gran negocio nunca debe cerrarse por teléfono, y que antes hace falta visitar las oficinas de quienes firman los cheques, y antes, las fábricas de sus productos, y antes, los baños de los obreros que los hacen. En Promelsa creen que quienes compran viajes seducidos sólo por los afiches a color corren el riesgo de desilusionarse, lo mismo que corren el riesgo de quebrarse los que compran, sin verificar, productos por catálogo. Se trata del credo Mallqui para los negocios de importación. Este año Alí ha viajado cuatro veces a China, pero no recuerda haberse tomado una sola foto de turista o haber traído un souvenir. «Después de volar tanto, los recuerdos de los viajes son los logros», dice, sentado atrás de un carro de lunas polarizadas. En el escritorio de su oficina hay un mapa maltrecho del centro de Shanghái y una ruma de fapiào, la palabra en mandarín para factura. En Promelsa también el jefe tiene que rendir cuentas de sus gastos. Después de graduarse de ingeniero eléctrico, Alí comenzó una maestría, pero no pudo terminarla. Cuando apenas llevaba seis meses estudiando, en 1980, Bertha Naupay Albino lo visitó en Estados Unidos y le dijo que ya era tiempo de volver al país. En 1974 habían comprado un porcentaje de Elko, una empresa fabricante de transformadores, pero la situación entre la comunidad industrial y el sindicato se había complicado. Necesitaban ayuda urgente y de confianza. Los indicados eran los dos hijos mayores, a quienes querían encargar el manejo de esa compañía, que comprarían tiempo después. Cuando regresó al Perú y se encargó de Elko, Alí Mallqui tenía veintiocho años. Ahora acaba de cumplir cincuenta y nueve. «Ya ninguno vive en la casa de mis padres, pero ahí nos seguimos reuniendo, como la sede más importante de la empresa. De ahí no nos hemos ido. Ni nos hemos ido ni nos iremos». Son una familia de negocios. 60
Antes de hacer un trato hay que conocer a las personas, conversar con ellas, saber quiénes son. Se fía porque se confía.
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Betty Mallqui La niña que pasaba las vacaciones llenando facturas se convierte en una estudiante que renunció a un viaje en un crucero para encargarse de una fábrica de transformadores eléctricos.
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Capítulo IV
B
etty Mallqui tenía diecisiete años cuando su padre le encargó la tarea de ir al banco y negociar la prórroga de un crédito. Era el Wiese, fundado por los hermanos Augusto N. Wiese y Fernando Wiese, asociado al nacimiento de industrias mineras, pesqueras e inmobiliarias, el más importante del Perú en la segunda mitad del siglo XX. Ella no recuerda cómo iba vestida, sólo que temblaba. Sentía que era muy niña aún para un encargo semejante. En aquella época, los bancos eran edificios imponentes y las personas que los atendían pintaban canas. Se sentó, cruzó las manos sobre las piernas, miró el escritorio del gerente, un hombre de cincuenta años, de una amabilidad protocolaria, distante, calculada. Cuando
su padre visitaba a los clientes en las provincias, la hija lo había visto incontables veces, hablaban de los hijos, de las esposas, del clima, de la comida, del marcador de algún partido de fútbol, de lo intenso del verano, de una caminata por el mar, de lo saludable del ají. A veces llegaban en las noches todos juntos, con su madre y sus hermanos, y esos clientes de su padre los trataban como si fueran familia, se alegraban de verlos, los invitaban a pasar adentro de sus casas, y ellos terminaban jugando con sus hijos y yendo de paseo al otro día. ¿A qué horas los adultos hablan de negocios, de dinero?, ¿en qué momento su padre les cobraba las deudas, les vendía nuevos productos? «Una venta siempre viene después. Primero está la vida», decía José Mallqui Peña, que además creía que un buen cliente es un amigo. Aquella vez, sentada frente al funcionario del banco, Betty Mallqui se detuvo a mirar la foto de la que parecía su esposa y sus hijas. «Qué bellas», dijo, y esperó a que el hombre respondiera. «La familia es un tesoro», habrá sido su siguiente comentario, y una conversación comenzó allí mismo sobre la amistad, la salud, el clima. Contra todo pronóstico, incluso contra su propia desconfianza, la primera de las hijas de José Mallqui Peña, todavía menor de edad y estudiante de colegio, consiguió el aplazamiento que su padre esperaba. Lo único que llevaba era una encomienda y la responsabilidad de la confianza que él había depositado en ella. Betty Mallqui, gerente de finanzas de Promelsa, acaba de llegar a su oficina. Son las nueve de la mañana y la puerta está cerrada. La recepcionista no está en su sitio y ella debe esperar a que alguien le abra la puerta para entrar. Después la mujer, preocupada, querrá saber si la gerente tuvo que esperar mucho tiempo afuera. Sabe que la puntualidad es norma en Promelsa. «Llegar a tiempo es una virtud tan importante como llegar limpio», cree Betty Mallqui. En la narración de los éxitos de la compañía se oyen historias sobre la puntualidad como uno de sus valores corporativos. El contador de la empresa, Wilder Espinoza, recuerda un episodio de hace años, en el local de Parinacochas, cuando sólo eran veinte empleados. José Mallqui Peña se sentaba en la entrada, junto al reloj. Ahí esperaba a los impuntuales. «Era muy vergonzoso encontrarse con el gerente y propietario ahí, en silencio, buscándote la mirada con sus ojos», recuerda el contador, a quien un día descubrieron llegando tarde por tercera vez. El dueño le hizo la cuenta de sus 67
retrasos: «Hoy váyase a su casa y piense si es capaz de corregir ese defecto». Avergonzado, Wilder Espinoza sólo llegó hasta la esquina y decidió regresar, seguro de haber aprendido la lección. «Se me ocurrió volver de inmediato y hacer mis tareas. Nunca más volví a llegar tarde. Me hice tan riguroso como él y sus hijos», dice. En veintiséis años, Wilder Espinoza sólo ha faltado al trabajo cuando murieron sus padres. «Sólo cruzo la puerta tarde cuando salgo, nunca cuando entro». Hoy, cuando los gerentes de Promelsa quieren conocer mejor a un proveedor en potencia, lo citan a primera hora. Betty Mallqui, la segunda hija, dice que eso es lo que más admira de su padre: su capacidad para dar ejemplo. «Él no tenía un trato para unas personas y otro distinto para las demás, como si vistiera dos trajes. Lo que exigía a sus empleados era lo que se exigía a sí mismo. Era el primero en llegar y el último en irse». ¿Cómo era, de joven, su voz? La hija se ríe. Entiende el sentido de la pregunta y admite una respuesta inesperada: «Jamás lo oí gritar». José Mallqui Peña conversaba los elogios y los regaños. Una frase en los catálogos sobre gerentes exitosos dice que el grito más ruidoso es el ejemplo. «Mi papá siempre habló bajito. Eso te exige estar atento. Oír con cuidado». En las transmisiones de competencias deportivas es usual ver al entrenador vociferando para corregir o arengar a los miembros de su equipo. En el box azuzan desde la esquina del ring; en el fútbol gesticulan con los brazos para hacerse notar a la distancia; en el vóleibol gritan por encima de la bulla de las tribunas. José Mallqui Peña es aficionado al tenis, deporte en que el silencio es condición indispensable. Sólo la pelota y el eventual gruñido de los jugadores lo interrumpen. Y los aplausos, después de las jugadas mejor logradas. El tenis es vértigo contenido, y rara vez se ha visto a los jugadores, casi siempre de blanco, enlazados en una riña. Igual que su hermano mayor, Betty Mallqui estaba en el colegio cuando comenzó a trabajar en Promelsa. Una de sus primeras tareas consistía en llenar las letras de cambio para que los clientes las firmaran antes de recibir las mercancías a crédito. «Yo las escribía a máquina porque quería que me quedaran bonitas, pero malogré un montón. Mi susto no era que mi papá me fuera a castigar, sino era defraudarlo». Él jamás le hizo sentir que las tareas que le encomendaban eran una forma de pasar el tiempo, sino un voto de confianza en su competencia. Es un principio general de las relaciones de negocios: para que existan y tengan éxito, es preciso que las partes confíen en la responsabilidad e integridad del otro. El gesto que más recuerda la hija es a su padre hablándole, preguntándole qué había pasado. «Él no te decía: ¡oye, estás haciendo eso mal!, ¡así no es! Él se sentaba y hablaba. Hablaba. Eso podía ser más difícil que si te gritara. Pero la diferencia era que aprendías». La calma parece un distintivo Mallqui. Otro más. Con la empresa en pleno crecimiento, con los dos hijos mayores integrados a sus primeras tareas, José Mallqui Peña contrató a un par de administradores de empresas como gerentes. Pensó que quizás ellos podrían llevar el negocio mejor, cuidar detalles que quizás él no advertía. No fue así. «Yo tenía veinte años y lo veía tan preocupado. En las noches hablaba con mi mamá, en los desayunos se quedaba pensando, angustiado. Y no 68
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dormía bien. Yo lo sentía levantarse, caminar. Algo malo pasaba». Al regreso de sus viajes por las provincias, José Mallqui Peña descubría faltantes de mercancía, documentos pendientes, pagos vencidos, tareas sin terminar. «Estos profesionales, sin sentido de pertenencia, recién llegados, se estaban gastando lo que a mi papá le había costado ya media vida». En las noches, Betty adolescente se soñaba a sí misma como una justiciera del Viejo Oeste. Tanta era su ira, su impotencia. «Cuando al fin los despidió, yo le pregunté por qué no los demandaba, pero él no quiso. No movió un dedo en su contra». Según el credo Mallqui de los negocios, las deudas de la maldad no se quedan sin pagar. «La vida cobra lo que debes», dice todavía su fundador y profeta, tantos años después, ahora al parecer aun más convencido de ese principio según el cual las únicas obligaciones que deben cobrar los hombres son las de dinero. «De las demás se encarga Dios, se encarga la vida». Al parecer, José Mallqui Peña nunca reclamó por las ofensas en su contra. Betty Mallqui también lo recuerda otorgándoles nuevos créditos a personas que antes le quedaron debiendo dinero. La hija insistía, quería saber por qué. También quería aprender. «Su respuesta era que todos somos hijos de las segundas oportunidades». Pero hasta él tenía un límite. Raquel Sánchez es la empleada más antigua de Promelsa. Comenzó en el almacén de Surquillo, en abril de 1967. El dueño, gerente y entonces único empleado, le pidió que escribiera una carta solicitando el trabajo. Esa fue su prueba de ingreso. «Yo tenía una letra bonita, y la hice con mucho cuidado», recuerda Raquel, a quien todos en su familia llaman Gladis desde niña, incluso ella misma. «Eso puse en la carta y él, cuando vio mi libreta electoral, me preguntó: ¿Pero al fin usted cómo se llama?». Ella tenía entonces veinte años y algunas veces abría la tienda cuando José Mallqui Peña estaba de viaje en las provincias. Al desenrollarse, la cortina metálica sacudía el silencio de la mañana como si fuera una tormenta eléctrica. «Era sólo una llave. El negocio era pequeñito y sólo tenía un candado», recuerda atrás del mostrador de la tienda de Parinacochas, entre el ir y venir de vendedores que cargan material, atienden el teléfono, consultan catálogos. Arriba, olvidado quién sabe desde hace cuántos diciembres, hay un muérdago de Navidad. Ella, que vio nacer y crecer a José Mallqui Peña como industrial y comerciante, reconoce en él a un hombre decente, un jefe que nunca tuvo que gritar ni manotear. «Al principio, cuando llamaban de las provincias para pedir mercancías a crédito, tomaba otro teléfono y oía las voces, entonces me decía que sí o me decía que no con la cabeza». Entonces los deudores morosos pedían materiales eléctricos a nombre de otras personas, y daban domicilios que ellos no tenían registrados en los libros. «Él daba segundas oportunidades, pero no terceras», recuerda Raquel Sánchez. En el baño de hombres de la tienda de Promelsa alguien pegó un cartelito con la palabra ‘Honestidad’, así, con la ‘H’ mayúscula. «La disciplina no necesita alaridos», cree la empleada más antigua, ahora pendiente de la notificación de su jubilación, que deberán entregarle antes de que termine el año. Su jubilación llegaría el mismo año que la del fundador. 69
Betty Mallqui Naupay admite que hay un quiebre generacional y que esto le parece comprensible. «Nosotros crecimos en un ambiente distinto, y fuimos parte de un anhelo que imos crecer, hacerse realidad. Nuestros hijos deberán escoger adónde ir, y algunos se quedarán aquí, otros no. Lo importante es que sean felices. El trabajo sin felicidad no es bendición». Esa parece ser la ley de la ida entre los Mallqui Naupay.
Lima. Betty Mallqui Naupay tiene una afición por el baile que su madre alentaba desde niña. Las celebraciones son una oportunidad para estrechar los vínculos familiares.
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Después de que despidió a los dos gerentes, José Mallqui Peña pidió a su esposa que pusiera un escritorio en su oficina, y desde entonces compartieron el despacho de la gerencia, uno al lado del otro. «Ella no sabía tanto de números ni de porcentajes, pero tenía una compresión de los negocios como nadie más, y un sentido de lo correcto y de lo que iba bien o de lo que iba mal. Fue el seguro de vida de mi padre, su sombra en todo». Betty los recuerda hablando, intentando ponerse de acuerdo sobre un descuento en el precio de los materiales para un amigo. Pero Bertha Naupay Albino era firme con los créditos y llevaba un registro cuidadoso de quienes habían incumplido. A José Mallqui Peña lo que le importaba era que no se fueran con la competencia, cuidar la lealtad y la relación con el cliente. Pero su mujer sabía que, a diferencia de sus competidores, ellos ofrecían garantía. Y eso tenía un valor. Una vez José Mallqui Peña descubrió que su contador en Elko —la fábrica de transformadores que compró y que años más tarde sus hijos decidieron fusionar con Promelsa— había dejado de pagar una fortuna en impuestos, a pesar de que año a año se habían destinado los recursos para esa obligación. Fue el año en que Bertha Naupay Albino viajó a Estados Unidos y pidió a su hijo mayor que suspendiera sus estudios de maestría y regresara al país. Su padre ya no sería capaz de estar sólo al frente de todo, le dijo. Estaba claro que algunos de los ojos y las manos que había contratado para que lo ayudaran ahora intentaban burlarlo. El futuro de la empresa estaba en juego. En esos mismos días, Betty planeó un crucero con sus mejores amigas de la universidad. Incluso había logrado convencer a los padres de una de ellas para que le dieran el permiso y el dinero suficiente. «Entonces viene esta situación y entiendes tu lugar. Sin que nadie te lo pida ni te lo recuerde, sabes qué es lo que debes hacer». La hija supo que tenía que ponerse al frente de Elko junto con su hermano. La tranquilidad de su padre lo valía. Las amigas de la gerente de administración todavía no le perdonan que las haya dejado plantadas en aquel crucero. De los hijos de José Mallqui Peña, que parecen haber heredado su habilidad para los carros, Betty es la única que creció con miedo de conducirlos. «Cuando estaba niña casi me atropellan. Crucé la calle y ¡zas!, escuché un ruido. Yo corrí y me escondí debajo de la cama. Mi papá salió porque había gente y gritos. Desde entonces los carros me daban miedo. Y hasta ahora me da susto cruzar la pista». Por suerte —dice ella— el temor de ponerse atrás del volante no lo fue para hacerlo atrás del timón. La experta en finanzas de empresas de la familia Mallqui ya se encargaba de algunas operaciones desde el comienzo de su carrera en la Universidad de Lima, y asumió con tanta determinación su lugar en la empresa que, en plena época de la mayor exigencia académica, llegaba a Promelsa primero que su papá. «Revisaba documentos, las facturas de compra, los asientos de producción, fijaba tareas, horarios. Después me iba a estudiar. ¡Estaba tan emocionada!». ¿Hay un cortocircuito cuando una adolescente disfruta más trabajar que jugar? Betty Mallqui todavía no se explica cómo sus padres lograron que les gustara esa familia con horario de oficina. «En el verano, cuando los demás niños iban a la playa, nosotros íbamos al negocio a trabajar con mis padres —dice la hija, y se ríe—. Y era divertido. Aprendíamos, la pasábamos felices». Sus paseos al mar ocu71
rrían los fines de semana, como hacían los empleados, sólo que ellos aún no cumplían dieciséis años. «Hubo una época en la universidad en que siempre llegaba tarde. Los profesores tomaban la asistencia y llamaban, ¡Mallqui!, ¡Mallqui!, ¡Mallqui! Y era que entre las clases y el trabajo no me alcanzaba el tiempo. Pero me fui organizando. Eso fue parte de la madurez». En su casa, Bertha Naupay Albino conserva una fotografía de su hija con cetro y corona. Tenía dieciocho años, la vida sin peros, o casi ninguno; la cabeza un poco ladeada, la risa y los ojos mirando al mismo lugar en que una voz les pidió hacerlo. Era la reina del Club Huánuco, la tierra de sus padres, de la que se fueron ellos casi a esa misma edad, sin más certezas que los anhelos. ¿Puede haber una metáfora del éxito más simple, más fotogénica? Betty Mallqui dice que ella siempre fue más parecida a su abuela paterna, delgada y con el mismo carácter. Los genes de los Mallqui son bondadosos con la piel de sus rostros, que conservan la firmeza de generaciones criadas en la altura. Pero también comparten una fortaleza silenciosa. «Mi papá es igual: dócil, tranquilo. Siempre respetuoso. Ella me engreía. Me sentaba en sus piernas y me hacía trenzas. Ese calor que yo sentía por ella era especial. Hasta ahora lo recuerdo». De Saturnino Mallqui no recuerda más que el funeral. Dice que cuando era muy niña fue a una misa y vio un cajón. «Me dijeron que ese era mi abuelito». Tampoco recuerda que una vez, cuando sus padres acababan de casarse, José Mallqui Peña le fabricó a mano un par de zapatos rojos que a Bertha Naupay Albino le habían gustado en una revista. En la celebración del Día del Padre de 2013, los hijos de José Mallqui Peña no pudieron hacer la parrillada que suelen hacer al aire libre, como le gusta a él, con el humo dándole sabor al viento. «Fue por ese golpe en la pierna, en la máquina de caminar que tiene en su cuarto. Entonces nos reunimos en la casa los hijos, los nietos, los esposos, comimos chifa, jugamos, estuvimos juntos. Su alegría es ver a su familia completa». Las celebraciones y cumpleaños son el pretexto para que la familia de negocios pase un tiempo sin tener que trabajar. Pero de todos surge siempre una lección. Así sucedió cuando José Mallqui Peña cumplió setenta y ocho años. La familia salió a dar un paseo campestre y el abuelo tropezó al querer saltar desde un pequeño montículo. Las rodillas se le doblaron, se le cayó el bastón. «Pero no pasó nada. Ni se lastimó ni le dolió algo —recuerda la hija—. Ese día terminó normal y contento». A la mañana siguiente, el director general mandó a llamar a los cuatro gerentes que llevan su apellido. Les pidió que se reunieran, les anunció que tenía algo importante que decirles. Ellos se preocuparon. ¿Qué tenía que anunciarles que mereciera esa solemnidad? «Mi mente todavía corre y salta, pero mi cuerpo ya no me responde con la misma rapidez. Les pido que hagan ejercicios, que se mantengan activos, que sean sanos. Miren que yo comía siempre a tiempo, hacía ejercicios, iba al médico, me hacía mis controles. Cuídense, hagan ejercicios». Eso les dijo el padre a los hijos, y aquello se oyó como un anticipo de su herencia, un párrafo de sus convicciones, de su credo vital. Mario Khan lo ha oído por 72
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años, lo mismo que si fuera una profesión de fe: «La salud es una cuenta de ahorro a la que debe abonársele capital todos los días y que no admite ni préstamos ni despilfarros». Khan es internista y el médico personal de José Mallqui Peña, que suele llamarlo antes de cada viaje al exterior para repasar el orden y las dosis de sus medicamentos. «Él tiene sus especialistas y sin embargo le gusta saber qué pienso de los procedimientos a los que se somete. Es un acto de confianza que yo le agradezco», dice Khan con una voz de nieto de su paciente. Oyéndolo por teléfono nadie imaginaría que tiene ochenta y dos años, que juega tenis tres veces por semana, que aún atiende en su propio consultorio y que dicta clases en la universidad a aspirantes a cirujano. Quizás la vitalidad más allá de toda prueba sea condición para ser médico personal de un hombre que rara vez se enferma.«José Mallqui Peña tiene una herencia saludable. Es genéticamente sano», dice Khan, que hace dos días renovó su permiso de conducción sin necesidad de más constancias médicas que su sola presencia. Cuando oyen esa anécdota de la caída de José Mallqui Peña en su cumpleaños setenta y ocho, las personas suelen preguntar a Betty cuál ha sido el secreto para mantenerse unidos, cuál es el nombre del pegamento que usaron sus padres con ellos para que, tantos años después, sigan juntos, los unos dependiendo de los otros, concentrados en lo esencial más allá de las discrepancias cotidianas, del cansancio, de la dañina rutina que va enmoheciendo los afectos como hace el salitre con el postigo de las puertas, las cerraduras de las ventanas, el chasís de los carros, las monedas de las alcancías, ese precio de vivir cerca del mar. «Yo creo que es la confianza. Nosotros somos muy diferentes. Cada uno se ha inclinado por algo específico en la empresa. Y cada uno tiene sus propios talentos. Lo que hicieron nuestros padres fue apoyar esas destrezas y protegerlas brindándoles confianza, otorgándoles deberes. Sin esa fe de ellos en cada uno de nosotros tal vez no seríamos lo que somos. Y nunca nos impusieron nada. Tuvieron la paciencia para irnos dejando ser». Paciencia, autonomía y una visión. Entre los conocidos de la familia, hay uno que ha observado con precisión el modo que tienen de ser. Javier Mosqueira, gerente de división en ABB, una empresa de transformadores eléctricos, dice: «Sin querer el señor Mallqui ha hecho de su familia un organigrama». Y agrega que el mayor es el especialista técnico preocupado de que la operación no falle. Betty es la mujer de los números y el soporte financiero. Pepe es el motor del negocio, el que atiende las relaciones y está pendiente de los clientes. Y la hija menor es experta en administrar a la gente, los recursos humanos. Quizás la adhesión a un sueño ya erigido, y en un sentido así de literal, con almacenes, bodegas, una fábrica y un edificio de seis pisos, sea demasiado peso para la siguiente generación. Lo que fue motivación para los hijos puede ya no serlo para los nietos. La segunda hija admite que hay un quiebre generacional y que esto le parece comprensible. «Nosotros crecimos en un ambiente distinto, y fuimos parte de un anhelo que vimos crecer, hacerse realidad. Nuestros hijos deberán escoger adónde ir, y algunos se quedarán aquí, otros no. Lo importante es que sean felices. El trabajo sin felicidad no es bendición». Esa parece ser la ley de la vida entre los Mallqui. 73
En su casa, doña Bertha Naupay Albino conserva una fotografía de su hija mayor con cetro y corona. Tenía dieciocho años. Era la reina del Club Huánuco, la tierra de sus padres, de la que se fueron ellos casi a esa misma edad, sin más certezas que los anhelos. ¿Puede haber una metáfora del éxito más simple, más fotogénica?
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Década de los setenta. Betty Mallqui Naupay aprendió a equilibrar las relaciones juveniles con un alto sentido de la responsabilidad profesional.
Un buen vendedor se esfuerza por hablar el lenguaje de sus clientes. Un empresario de cierta categorĂa no deberĂa preocuparse por entender el idioma de sus proveedores. Pero llega un punto en que los traductores no sirven para tomar las mejores decisiones.
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José Ángel Mallqui Naupay El hijo que heredó el nombre del padre aprendió que convertirse en emprendedor es un viaje sinuoso en carretera y el éxito se consigue de madrugada, con la paciencia de un pescador.
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e niño estuvo en clases de natación. La piscina donde aprendió a nadar José Ángel Mallqui Naupay quedaba en Matute, en La Victoria, cerca de donde su padre había llevado a su hermano mayor a correr cuando era adolescente. Allí, como si el nombre de ese lugar lo predestinara, pronto comenzó a ganar carreras en el estilo libre, a pesar de que por su estatura y complexión parecía más dotado para ser un buen jugador de fútbol. Su fuerza era sorprendente y en el agua el hijo menor de José Mallqui Peña y Bertha Naupay Albino embestía como un pez. Primero ganó carreras entre sus compañeros de clase, después entre niños de otras escuelas de
natación de la ciudad. Un día se ganó el derecho a participar en un campeonato nacional, el Campo de Marte, en la piscina olímpica. Pero esa mañana no pisó el agua. Cuando él y su madre llegaron, los otros niños estaban ahí haciendo ejercicios de calentamiento, saltando, agitándose, nadando en el aire, moviendo cuellos, brazos y piernas que parecían de atletas. Su madre se negó a que compitiera. Ni siquiera permitió que se quitara la ropa. Un rato después oyó su nombre por los altavoces: ¡Nadador José Ángel Mallqui Naupay, a la pileta! Así tres veces. Nada. «Quizás quiso evitarme una desilusión: no lo sé», imagina él esa respuesta, sentado en la cabecera del directorio de Promelsa, donde se toman las decisiones más importantes de la compañía. Quizás Bertha Naupay Albino pensaba en su esposo, un hombre a quien le molestaba perder. Lo había visto enviar a la cama a su hijo mayor cuando le ganaba en los juegos de mesa con que se distraían en casa. Sabía que de joven, en aquellos partidos de fin de semana, se enorgullecía de que sus goles llevaran a su equipo a la victoria. Esta mañana el tercer hijo viste un suéter sin mangas, zapatos con suela de goma. Huele a perfume, las uñas de las manos lucen impecables. Enseguida se acuerda, como si los recuerdos de su niñez flotaran en agua, que de niño pescaba con su padre en el mar y que eso lo hacía feliz. Pero también en esa estampa hay una lección que siguen empleando en los negocios. Durante los fines de semana del verano, José y Pepe Ángel Mallqui salían a las ocho de la mañana al mar a buscar peces para el resto de la familia. Era una actividad solitaria y en silencio. También infructuosa. Hasta que el padre se cansó de volver a la playa con las manos vacías y fue a buscar a los pescadores de la zona para que le dijeran qué estaban haciendo mal. Ellos le dijeron que la buena pesca ocurría a las cinco de la mañana, difícilmente después. Le dijeron que el sitio que habían elegido para echar los anzuelos estaba demasiado cerca de la playa, donde los peces no se aventuran. «Entonces nos levantábamos mucho antes de que amaneciera y caminábamos unos cuatro kilómetros, bordeando peñas hasta un sitio donde dejábamos caer los anzuelos. Hacía frío, la marea alta. Ahí veíamos salir el sol, los peces picando, picando. Pescábamos pejerreyes y borrachos, grandes en esa época. Gordos». Después volvían a la casa que tenían ahí 81
mismo, en Ancón, y preparaban pez arrebozado para el desayuno, con cebolla en rodajas y ají. Aquel lugar tenía el mismo nombre que ahora parece llevar ese recuerdo: Playa Hermosa. En las tardes jugaban béisbol en una cancha imaginaria cuyas bases demarcaban con toallas y piedras. Tenían un bote inflable con motor y surcaban las olas, y su felicidad de niño no tenía peros. Ya entonces trabajaba con su padre en Promelsa, la compañía de la que ahora es director comercial. Pero fue en aquellos amaneceres pescando que el padre le impartió lecciones que todavía hoy recuerda: si no estás consiguiendo los resultados que esperas, entonces busca a quienes tienen más experiencia que tú y aprende cómo hacen su trabajo. Después imita lo que hacen, aunque al principio eso te imponga trabajar el doble. Pepe Ángel Mallqui reconoce que las clases de natación más importantes las recibió de su padre, que también desde niño lo sumergió de cabeza en la empresa, en su caso, en la bodega, donde las mercancías subían hasta el techo y él curioseaba los anaqueles jugando con espadas hechas de tubos para conexiones eléctricas. Los expertos en estimulación temprana creen que, cuanto más rápido y lúdicamente se integre un niño a actividades de responsabilidad, mayores serán sus logros de adulto. El secreto consiste en dosificar los pinchazos del ingenio paterno. La sobredosis de exigencia es tan dañina como el total desinterés. Se necesita una chispa para encender un motor, pero una descarga súbita puede quemarlo. Y llamarse con el mismo nombre del padre tampoco alivia la carga de expectativa, de comparación permanente. Cuando José Mallqui nació, su padre ya era dueño de su propia compañía, y esta no paraba de crecer, iluminada con la luz de las buenas ideas, como reza el eslogan que él mismo redactó. Y aunque el tercer hijo era homónimo del gerente y propietario tenía prohibido hacer lo que quisiera. Para diferenciarlo convinieron en llamarlo Pepe, y de eso hace tanto tiempo que hasta los proveedores extranjeros, coreanos, chinos, alemanes, le dicen así ‘Pepe’, una palabra que se parece tanto a papá pero que en su caso traduce hijo. Pepe también es un personaje infantil, el grillo reflexivo del cuento, la voz de la conciencia bajo un paraguas de tela de raso. «Él es un hombre justo, con el mismo carácter bondadoso de mi papá», dice Gloria, la menor de los Mallqui. Betty recuerda que de niño también le decían el ‘Dulce’. Era su nombre en clave en las conversaciones de Walkie Talkies, que a veces se sucedían entre el mostrador y el almacén, con él escondido en las pirámides de cables importados de su padre. «Adelante, Pepe el Dulce: confirme su ubicación». Él admite que su lugar preferido en el mundo era la bodega de Promelsa y que le gustaba ver cómo se almacenaban cerros de objetos, cables, tubos, luces, transformadores, bobinas, cajas con letras en tantos idiomas: mandarín, japonés, ruso, portugués. Todo aquello parecían los bártulos de un barco a punto de zarpar. «Siempre fui un joven curioso y me gustaba preguntar cómo funcionaban las cosas, de dónde venían, cuánto habían costado, en cuánto las venderíamos». A veces se iba en uno de los carros repartidores 82
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a entregar las mercancías, y ayudaba a descargarlas. Nadie imaginaba que ese obrero adolescente era en realidad el hijo del dueño. Uno de sus amigos era un conductor, Chucho, que tenía entonces treinta años y se fue de la empresa cuando era un hombre. «Él fue quien me enseñó a conducir. Yo no aprendí solo, a diferencia de mis hermanos», cuenta Pepe. A veces, de regreso a la bodega, Chucho le permitía manejar la camioneta y el hijo se entrenaba como conductor del patrimonio familiar. Sólo una vez ocurrió que fue el padre quien le cedió su puesto. Ocurrió durante un viaje por la sinuosa carretera al Cusco, de curvas sin tregua, en las montañas de cicatrices de antiguos derrumbes que arrastraron casas, carros, árboles, animales, como en los castigos bíblicos. Pepe Ángel Mallqui se reconoce sin la fortaleza de su papá y de su hermano mayor para conducir once horas continuas, por ejemplo entre Lima y Piura, un trayecto de 989 kilómetros que ambos recorrían en un día, sin más compañía que ellos mismos, el hijo a semejanza del padre. «¿Cómo te sientes?», le preguntó José a Pepe, que además solía marearse y pedir bolsas con una resignación de moribundo, el rostro contra la ventanilla, las manos frías. «Bien, voy bien», le respondió, entonces el padre admitió que era él quien se sentía mal, un rasgo de mortalidad que sorprendió al menor de sus hijos. «Maneja tú», le dijo a continuación, y el fundador y gerente de Promelsa se detuvo a un borde de la carretera para cederle su lugar tras del volante. Según los expertos en empresas familiares, uno de los principales conflictos en este tipo de compañías es la reticencia del fundador a delegar funciones. No es un asunto de pérdida de autoridad sino de reconocer que el negocio crecerá más cuando cada uno reconozca sus limitaciones y la capacidad de los más jóvenes para resolver ciertos problemas. «Fue la primera vez y la última», recuerda Pepe mientras gira un poco la silla en la que permanece sentado, en la cabecera del directorio. Hasta allí, apenas audible, llega el ruido de las bocinas de la calle, de carros cuyos conductores insisten en que, de esa manera ruidosa, llegarán más rápido a su destino. Aquella vez, en la carretera, José Mallqui Peña entendió que llegarían más pronto si el hijo tomaba el timón. Empeñarse en lo contrario los habría hecho perder tiempo. Quizás la única colisión que debió sortear José Mallqui Peña durante sus viajes por las provincias ocurrió en compañía de Pepe. Iban en un Dodge GTX, un coche deportivo con la comodidad de uno de lujo. Motor V8 de 318 pulgadas, considerado uno de los más poderosos de la época. El hijo recuerda que su padre atropelló un burro. Todavía era de día y evitarlo con un giro del volante habría salido más costoso. Se habrían volcado. Es que, a la velocidad en que solían viajar, a más de cien kilómetros por hora, los timonazos no eran una opción. «El animal salió volando y las patas golpearon la luna delantera». Quizás fue después de ese incidente que José Mallqui Peña acuñó otras de sus frases memorables: «Si van a correr, asegúrense de que sea sin atropellar a nadie». En el mundo de los negocios, la competencia suele ser feroz y descarnada. Las relaciones 83
En Tokio, Pepe Ángel Mallqui vio a su padre hablando japonés y sonriendo después de inclinar el cuerpo frente a otras personas que le devolvían el gesto con la misma calidez y respeto. Entonces comprobó que en su primer trabajo, en el negocio del señor Moritani, José Mallqui Peña había aprendido japonés. En aquellas reuniones, el fundador de Promelsa les decía a sus socios extranjeros: «Él es mi hijo Pepe. Un día vendrá solo y negociará con ustedes». José Mallqui Peña y José Ángel Mallqui Naupay. Padre e hijo comparten no sólo nombre y apellido sino también el talento para hacer negocios.
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Capítulo V
humanas son evaluadas con signos de dólares, los contratos legales valen más que la palabra empeñada y la lealtad es una moneda de poco valor. Pero no para José Mallqui Peña, que cuidaba a cada contacto como se cuida a un amigo y a cada venta como si de ella dependiera su empresa. Ahora los viajes transatlánticos de Pepe Ángel Mallqui suelen demorarse once días, lo justo para asistir a los salones internacionales de insumos eléctricos, estudiar los catálogos de las empresas participantes y visitar un par de fábricas cercanas al epicentro de las ferias. Antes, sin el recurso de las exhibiciones colectivas, los recorridos debían hacerse país por país, ciudad por ciudad, fábrica por fábrica. Gastaban dinero y zapatos. Aquello era extenuante, pero José Mallqui Peña tenía un lema: «Ninguna fábrica está muy lejos para no conocerla, no importa que esté en Japón». El primer viaje internacional de Pepe con su padre, en 1985, les tomó un mes y medio día. Él recuerda que esa vez, para llegar a Tokio, debieron ir hasta a Alaska por culpa de una restricción impuesta a las aerolíneas norteamericanas, que no tenían permiso de sobrevolar el espacio aéreo de Corea del Norte. Mientras habla Pepe Ángel Mallqui hace un avión con los dedos y traza una parábola en el aire de aquel trayecto por medio mundo. En Tokio vio a su padre hablando japonés y sonriendo después de inclinar el cuerpo frente a otras personas que le devolvían el gesto con la misma calidez y respeto. Entonces, tan lejos, comprobó la leyenda de que en su primer trabajo, en el negocio del señor Moritani, José Mallqui Peña había aprendido japonés. La palabra que más recuerda ahora Pepe es waribiki, que se traduce como descuento, y que su padre repetía cuando se sentaba a negociar con los empresarios en sus oficinas impecables. El hijo, por iniciativa propia, agregó una palabra corta y sonora: moto, que significa más. Moto warikiki —decía Pepe— y los empresarios japoneses no podían evitar reírse porque esa combinación no existe en su idioma de cinco vocales y dieciséis consonantes. Unos ciento treinta millones de personas hablan japonés en el mundo y, contra toda incredulidad, José Mallqui Peña. ¡Anatano kenko ni!, les decía él mientras brindaban con sake, después de cerrar la compra de insumos y antes de emprender el regreso a casa, Kaeri michi. Ellos respondían ¡Itterasshai!, e inclinaban el cuerpo y sonreían. Los insumos eléctricos fabricados en Japón son de excelente calidad, «pero hoy sus precios son inalcanzables», se lamenta el director comercial de Promelsa, que hace un par de años no visita a los antiguos socios a los que su padre les decía: «Él es mi hijo Pepe. Un día vendrá solo y negociará con ustedes». El actual protocolo de familia, diseñado por José Mallqui Peña y sus hijos, también es como una carta oficial de presentación para los nietos, la tercera generación. Aquello pretende facilitar el camino a los más jóvenes, a quienes se les exige las credenciales correctas antes de poder vincularse a Promelsa, como esa, por ejemplo, de haber alcanzado la excelencia académica. Lo mismo que los herederos de un empresario japonés promedio, el título más importante para un nieto de José Mallqui Peña es el de su maestría, no el de su parentesco. 85
Quizás no sea una casualidad que el único idioma extranjero que el fundador y gerente de Promelsa se atrevió a hablar de corrido fuera el japonés, el de esos hombres disciplinados que suelen honrar su palabra y cuyo modelo de creación de empresas se convirtió en una marca registrada, no sólo para gerentes y economistas de todo el mundo, sino también para los gurúes de la motivación y del emprendimiento familiar. «La palabra de José Mallqui Peña vale por mil firmas», cree Tika Suárez, la gerente de la empresa que se encargó de sus itinerarios alrededor del mundo. «Si él te decía que no, era no. Si te decía que sí, era sí. Parecía un samurái, un hombre distinto al promedio». Distinto, sin duda, al resto de sus compañeros en la empresa Moritani, donde después de convertirse en uno de los mejores vendedores, se acercó con respeto al dueño para pedirle permiso para importar algunas mercancías que el empresario japonés no incluía en su catálogo. La única condición que le pusieron fue que no hiciera negocios durante sus horas de trabajo. Y lo cumplió hasta que un día, agobiado entre su empleo y su incipiente negocio, entregó un pedido a destiempo. El cliente le dijo: «No se puede estar en la misa y tocar la campana». José Mallqui Peña quería seguir siendo un empleado responsable, pero también poder dedicar más tiempo a sus importaciones. Así que dio las gracias a los Moritani y se despidió: domo arigato gozaimasu. Poco después comenzó a construir un prestigio que llevaba su nombre: José Mallqui Importaciones. Pepe Ángel Mallqui admite que la fama sobre la rectitud de su padre los precede y que ellos suelen encontrarse con personas que la elogian y la atestiguan con hechos ocurridos hace años, pero contados con la emoción de un episodio reciente. El caso de Juan Mesa es apenas uno de tantos. Él es un empresario de edad mediana, dueño de su propio negocio de insumos eléctricos, a quien se encontró de casualidad en una reunión de negocios. «¡Gracias a las ideas que nos dio su papá, pudimos seguir adelante! ¡Él nos inspiró!», le dijo el hombre al menor de los varones Mallqui una mañana, y le preguntó por la salud del padre, si aún jugaba tenis, si seguía visitando a los clientes hasta las provincias más apartadas, y le mandó saludos y un mensaje de gratitud: «¡Dígale que gracias por las lecciones que nos dio!». Se trata de un suceso repetido, dice Pepe. Cuando su padre visitaba a los clientes en las provincias era frecuente que le pidieran consejo sobre los negocios, pero también sobre la vida. «Entonces él les decía a los dueños que emplearan a sus esposas, que no las dejaran en la casa cocinando, lavando ropa. Él les contaba que no hay mejor socia que la mujer propia». Hoy la teoría administrativa sabe que en países como el Perú, casi la mitad de los negocios familiares no incluye mujeres en su junta directiva. En eso José Mallqui Peña era un visionario que predicaba con el ejemplo a sus clientes. «También les sugería que involucraran a los hijos, les explicaba cómo enseñarles, cómo instruirlos sobre el negocio y darles responsabilidades poco a poco. Él decía que familia que trabaja unida permanece unida. Y la gente lo escuchaba». José Mallqui Peña dice hoy que si no hubiera sido empresario del ramo 86
Capítulo V
eléctrico tal vez le habría gustado ser dueño de una agencia de viajes. Pero también podría haberse convertido en un gurú de negocios. A donde quiera que iba, llevaba mercancía y consejos. Lo primero también lo ofrecían sus competidores. Lo segundo era su sello personal. Otra de sus lecciones frecuentes era sobre el ahorro. Si por cada vez que entregó ese consejo hubiera regalado una alcancía, cientos de familias a lo largo de la costa y de la sierra habrían recibido una cajita con esa ranura para las monedas y los billetes que José Mallqui Peña veía como una sonrisa sin dientes. Pepe y Alí recuerdan que sus alcancías de niños eran metálicas, con una cerradura, y que sólo podía abrirlas un empleado bancario, quien, después de contar el dinero, lo consignaba en una cuenta a nombre de cada hijo. «Se ahorra para guardar, no para gastar», decía el padre cada vez que les entregaba algunas monedas por embalar mercancía o por algún logro deportivo. El menor de los varones Mallqui no siempre hizo caso. Él recuerda que algunas de las monedas que el padre le daba por armar piezas eléctricas, y que eran para guardar en su alcancía, se las gastó comprando dulces y juguetes en la tienda de la esquina. Ahora Pepe Ángel Mallqui es el encargado de buscar los mejores precios entre las empresas fabricantes de los insumos que importan, y cada moneda tiene un valor que, multiplicado o restado tantas veces, suma fortunas. Sus aciertos, lo mismo que sus desaciertos, pueden ser la diferencia entre la luz o la oscuridad. «Cada año hacemos una proyección de las ferias y los países que visitaremos. Todo depende de las fluctuaciones económicas, del comportamiento del dólar, las reservas de mercancía, las necesidades de los clientes, la economía de los países fabricantes. Lo que hoy es bonito mañana es feo, y al revés. Todo eso hay que saberlo». Pepe Ángel Mallqui atiende una llamada en uno de sus dos celulares. Es su hija mayor, Gladis Mallqui, de veintidós años, que parece dudar sobre cómo seguir hacia una dirección en la que la esperan. El padre la guía, le recita nombres de calles, esquinas, tiendas, colores de paredes y puertas, después le anuncia que verá un grifo que la hija todavía no encuentra. «Ahí gira a la izquierda y sigue derecho. Pégate a la izquierda. No temas», le dice, con la certeza de tener la razón, aun sin estar ahí, a su lado. Parece tener un mapa en la cabeza. Es lo que otros llaman visión. Quizás se trate de un don heredado. Él cuenta que una vez se le pinchó una llanta al carro en el que viajaba con sus padres y sus hermanos. Era una camioneta 4x4 último modelo y José Mallqui Peña dispuso la herramienta para cambiar la pieza estropeada, pero entonces no supo cómo hacerlo. Algo le impedía desmontarla, un giro de tuerca, un mecanismo oculto bajo la carrocería, quizás un botón en el tablero de mandos. Después de una hora de intentos fallidos bajo el sol del verano parecía que, por primera vez, la familia quedaría varada al borde de la carretera, esperando que alguien los ayudara a resolver lo que ellos mismos no habían podido. «Nos tocó quedarnos aquí», declaró el padre con el rostro sudoroso, la voz impaciente, entonces el menor de sus hijos, que había permanecido en silencio, 87
observando a él y a su hermano mayor, pidió permiso para intentar algo, un gesto que ahora él mismo no recuerda, pero que fue la llave de aquel episodio. «Hasta mi madre me miró incrédula: ¿Cómo iba a saber yo, el menor de los hijos, lo que había que hacer? De pronto es que, tal vez, andando con los conductores, había visto cómo hacerlo. Entonces les expliqué y la llanta cayó redonda», recuerda Pepe, y a continuación atiende una llamada en su celular en la que, otra vez, guía a alguien hasta el lugar en que lo esperan. De todas las virtudes de su padre, él reconoce que la confianza, esa cualidad para creer más allá de las dudas, es una de sus mayores herencias. Una vez una empresa multinacional convenció a siete de los mejores empleados de Promelsa para que renunciaran y se llevaran consigo algo de la información más valiosa de José Mallqui Peña: la lista de los clientes en las provincias, los precios de las mercancías, los descuentos y el estado de la cartera. Fue un momento en el que las luces de la compañía parpadearon, pero apenas un instante. El fundador y gerente salió enseguida en dirección de los pueblos que ya conocía de memoria, al norte y al sur, y se reunió con cada cliente, grande y pequeño, antiguo y reciente, y les explicó la situación: a cada uno le ofreció un descuento adicional, los asesoró como al principio y les tomó nuevos pedidos. «De cada negocio salió con sus talonarios de remisiones llenitos. No sólo conjuró el riesgo, sino que, además, vendió más», dice Pepe Ángel Mallqui con un tono de orgullo que casi hace aplaudir al que lo escucha. «Y todo eso fue capaz de hacerlo sin perder la compostura, sin insultar a nadie, sin ser agresivo o indecente». Años después varios de esos empleados quisieron regresar a trabajar a Promelsa, y José Mallqui Peña los aceptó de nuevo sin recordarles ningún episodio indeseable, sin avergonzarlos, seguro de que ese gesto de confianza los comprometía a conseguir mayores resultados. Ahora algunos están a punto de jubilarse. El hijo menor de José Mallqui Peña, que se graduó de administrador de empresas, admite que las enseñanzas de su carrera como empresario las comenzó con su padre, cuando era niño, antes de aprender a leer y a escribir. Él recuerda otro episodio en el que el talante personal de José Mallqui Peña resultó su mejor jugada: un par de años después de haber abierto su primer almacén le robaron toda la mercancía y su reacción, después de comprar nuevos candados para las puertas, fue visitar a los acreedores para anunciarles que se tardaría un poco más en pagarles, pero que lo haría de todas maneras. Y otra vez, cuando sospechó que algún empleado estaba llevándose el inventario para revenderlo, no profirió amenazas iracundas de que iría a la policía. Mejor, más eficiente, fue que él mismo recuperó lo hurtado con discreción y firmeza. En las mañanas, a las cinco en punto, José Mallqui Peña se iba a jugar tenis, entonces su saque tenía la rudeza de los gritos que jamás profería. El poder de la energía eléctrica —recuerda Pepe Ángel Mallqui— depende de su voltaje, pero también de la eficacia con que se produzca, transporte y dosifique. «No es alumbrar mucho una vez y fundirse. Eso no sirve», sentencia. Después de todo, lo sabe él, su padre es el hombrecito en el logo de Promelsa, ¿quién más? Incansable y eficaz, tantos años después, el sujeto de las ideas más brillantes, las que iluminan la vida. 88
Las Ăşnicas deudas que deben cobrar los hombres son las de dinero. De las demĂĄs se encarga Dios.
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Gloria Mallqui De la cortes铆a telef贸nica a la justicia en la mesa de directorio. O de c贸mo la recepcionista sustituta aprendi贸 a cobrar cuentas sin perder la sonrisa y a conservar la unidad de la empresa familiar con un voto.
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Capítulo VI
G
loria Mallqui esperaba afuera de sus oficinas a los deudores morosos de Promelsa. A veces se quedaba todo el día, dentro de su automóvil, aguardando a que aparecieran los señores que debían dinero a su padre. Cuando al fin los veía llegar, llamaba a sus secretarias y les pedía que los pusiera al teléfono. —Señorita, ya le dije que el gerente no está. Si regresa le doy su recado. —Acabo de verlo entrar al edificio. Lleva terno gris. Póngalo al teléfono, por favor. Era 1984. El primer celular de la historia pesaba 780 gramos, era análogo y medía treinta y tres centímetros. El Motorola Dyna Tac 8000X tenía el tamaño de un za-
pato, y costaba cuatro mil dólares, lo mismo que un automóvil. Si aun, a pesar de la descripción que probaba que los había visto, las secretarias insistían en negar a los gerentes, Gloria Mallqui iba hasta sus oficinas y se sentaba a esperar a que salieran. La joven de apenas diecinueve años, una estudiante vestida a la última moda y de semblante rígido, aguardaba en silencio. Entonces aquellos hombres que le doblaban la edad no tenían más remedio que darle la cara y excusarse. Pero lo que parecía un encuentro enojoso, de justificados reclamos, terminaba siendo una conversación amigable, con preguntas del tipo: ¿Cómo podemos ayudarlo a ponerse al día con sus obligaciones? Siete años después, Robert Sutton, un profesor de Stanford y gurú de la administración, estudió a docenas de responsables de cobranza y descubrió que los más exitosos en su trabajo eran los mismos que transmitían urgencia y empatía a la vez, un método que Gloria Mallqui descubrió por sí sola en los primeros meses de la universidad. Años después ella sería la encargada de cobrar los créditos vencidos de Promelsa y la única responsable de denegar o autorizar la entrega de mercancía a pagos diferidos. A veces ocurría lo insospechado y un cliente moroso recibía un nuevo anticipo de material eléctrico. «Hay raras ocasiones en que la mejor manera de salvar un mal negocio es ofrecer una segunda oportunidad», solía repetir José Mallqui Peña a su hija menor, entonces de veintitrés años. Cuando Gloria Mallqui nació, Promelsa ya existía, y su niñez y adolescencia estuvieron rodeadas del éxito empresarial de su padre, que solía cargarla en la espalda y hablarle imitando la voz de un pato. Con ella no se sentó a hacer tareas porque los viajes ocupaban gran parte de sus días. De eso se acuerda ella. Y que un día se perdió, desde la mañana hasta la noche. Tenía tres años. Estaba en la puerta de la casa, que también era la puerta del almacén de José Mallqui Importaciones, en el distrito de Zárate. Sostenía un par de monedas que había tomado de la billetera de su mamá. Dos niñas le preguntaron para qué era ese dinero. Ella respondió que para unos dulces, entonces le dijeron que fueran juntas a comprarlos. Un rato después, ninguna supo cómo regresar y terminaron en la casa de las niñas, mayores que ella, e hijas de un policía cuya esposa se agarraba la cabeza con las manos sin saber qué hacer, adónde llevar a esa niña con 95
los dedos pegajosos de golosinas. Tarde en la noche, cuando su marido llegó del trabajo, en la radio anunciaron que había una niña perdida y su foto estaba en la comisaría. Así supieron adónde debían devolverla. «Después de eso mi mamá ya no me dejaba sola. Me dijo: tienes que estar pegada a mí, juiciosa, no perderte nunca más». Desde entonces Bertha Naupay Albino llevaba a su hija mientras hacía diligencias en bancos y oficinas. «Yo me quedaba ahí calladita, a su lado, viendo y oyendo». También Gloria Mallqui, lo mismo que sus hermanos, vivió la experiencia de Promelsa como lección cotidiana. Mientras recibía su papilla cucharada por cucharada, su mamá hablaba de tareas pendientes, pagar dineros, negociar nuevos créditos, firmar documentos, entregar mercancías. El suceso de un diente flojo ocurría mientras su padre despachaba un pedido de alambres y tuberías para un barco atunero. ¿Cómo crece una niña cuya sopa diaria es el esfuerzo en familia? Su primer trabajo en Promelsa ocurría en las vacaciones del colegio. Era la asistente de la recepcionista, un cargo imaginado, una excusa que le daba derecho a un lugar con escritorio, horario y responsabilidades. En aquella época, sus dos hermanos mayores ya se encargaban de la fábrica de generadores eléctricos. Y mientras las demás niñas de su curso se iban a la playa toda la semana, ella se iba a trabajar de lunes a viernes, de nueve a seis, con una hora para almorzar. Su tarea consistía en engrapar facturas, ahí, al lado de la recepcionista, que una vez se enfermó. «Entonces yo me encargué del teléfono». La había escuchado repetir lo mismo docenas de veces. «Puse la voz así, toda sensual: Promelsa buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo?». Y los clientes, algunos impacientes por aquella voz que sonaba a inexperiencia, le exigían saber su nombre. Ella sufría porque sabía que su deber era que el cliente se sintiera importante, no informarle que ella era la hija menor del dueño. Su siguiente puesto fue en el mostrador de ventas, donde atendía a los clientes de a pie y sus pedidos a toda prisa. Cuando se graduó del colegio decidió que estudiaría Administración de Empresas. Todavía en esos años, sus hermanos, su mamá y su papá, salían en las mañanas en el mismo carro rumbo al trabajo, como en un paseo familiar. «En una época tenía clases de inglés de seis a ocho de la mañana, y me iba a Promelsa, trabajaba hasta las cinco de la tarde, después iba a clases en la univesidad hasta las diez de la noche. Era durísimo, pero eran los años del sacrificio. Todos debimos pasar por ellos», recuerda Gloria Mallqui en su oficina. Su despacho es idéntico a los de sus hermanos y cada uno se sitúa un piso por encima del siguiente, como si los hubiera diseñado un arquitecto consciente de que la jerarquía no excluye la igualdad. Sobre su escritorio hay documentos que no serán importantes hasta que tengan su firma. En la biblioteca se ven fotos de ella con sus hijas en la cubierta de barcos por el Caribe, el mar verdeazulado y transparente. «Cuando cumplí quince años hice un crucero con mi madre. Entonces dije: cuando tenga mis hijas vendré con ellas». Hoy tiene dos hijas y ya hizo cuatro viajes de los que alguna vez anunció que haría. 96
Capítulo VI
Pese a sus muchos viajes, Gloria quizás sea, de los hijos de José Mallqui Peña, la de menos vueltas al mundo. Mientras sus hermanos se encargaron desde muy jóvenes de importar mercancías y venderlas por todo el país, el trabajo de ella consistió en ocuparse del soporte administrativo y contable de ese esfuerzo. «No se trata de quién hace más sino de quién hace mejor», también solía decir el fundador y dueño de Promelsa. Cuando se vincularon como jefes de dependencia, conforme a sus títulos universitarios, la responsabilidad de las decisiones fue de los hijos, de nadie más. Después de que cada uno se ganara su nombramiento, el padre jamás los desautorizó. Sabía que los había educado bien, los había visto embalar encomiendas y pasar las navidades haciendo inventarios. Había recibido sus notas del colegio y asistido a sus graduaciones. Ninguno de los trabajadores de Promelsa podía acusarlo de nepotismo. Habían cargado cajas y llenado facturas y respondido teléfonos junto con ellos, con los mismos horarios y la misma paga. «Si yo le negaba un nuevo crédito a un deudor moroso, incluso a amigos suyos de toda la vida, él no venía a ordenarme lo contrario, ni aunque ellos se lo pidieran. Les decía: ‘ahora Gloria está a cargo, yo no puedo hacer nada’». Según la profesión de fe de José Mallqui Peña, la confianza en sus hijos no era gesto simulado, como las llaves que les regalan a los niños, que son de verdad, pero que nada abren. «Se fía porque se confía», decía él. En 1999 su credo fue puesto a prueba como nunca antes. Betty y Alí, sus hijos mayores, estaban a cargo de la fábrica de transformadores Elko, esos dispositivos que se usan para convertir la energía de alta tensión en energía de baja tensión. Sin ellos las cargas de electricidad que llegan a un barrio serían tan poderosas que no podrían usarse en las casas. Conectar un electrodoméstico a un enchufe en la pared sería como hacerlo a la cola de un rayo. Pero el negocio no iba bien, a pesar de que el mercado de los transformadores era uno de los de mayor crecimiento en el Perú. A un año del publicitado cambio del milenio, del fin del mundo, del colapso de las computadoras, la familia debía decidir si salvaban a Elko fusionándola con Promelsa y encaraban en una sola compañía una época todavía convulsionada por los fantasmas de la recesión económica, la hiperinflación, las devaluaciones, las moratorias en los pagos de la deuda externa. Mientras los hijos mayores eran partidarios de la fusión, José Mallqui Peña y Bertha Naupay Albino se oponían. Ellos querían fortalecer a Elko, pero mantenerla autónoma, jugándose su suerte sin afectar a Promelsa, sin arriesgar su solidez económica, conseguida después de treinta años de aciertos empresariales. La familia se reunió en el directorio para decidir el rumbo de sus negocios. Con la votación dos contra dos, la hija menor tenía la llave, y la usó. «Al final somos hermanos. Está bien que nos fusionemos para poder levantar la fábrica». Hoy Promelsa es dueña de una de las productoras de transformadores y complementos eléctricos más importantes del Perú. Los hijos de José Mallqui Peña acertaron, y el padre estuvo ahí para verlo y aplaudirlo. 97
Cuando Gloria Mallqui nació, Promelsa ya existía. Su niñez estuvo rodeada del éxito empresarial de su padre. Su primer trabajo ocurría en las vacaciones del colegio. Era asistente de la recepcionista. Algunos clientes impacientes por aquella voz que sonaba a inexperiencia le exigían saber su nombre. Ella sufría porque sabía que su deber era que el cliente se sintiera importante, no informarle que ella era la hija menor del dueño. «Eran los años del sacrificio. Todos debimos pasar por ellos», recuerda Gloria Mallqui en su oficina, idéntica a la de sus hermanos y cada una en un piso por encima del siguiente, como diseñada por un arquitecto consciente de que la jerarquía no excluye la igualdad. Gloria Mallqui Naupay creció durante la bonanza de Promelsa. Cuando se le presentaron oportunidades fuera de la empresa apostó por el patrimonio familiar.
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Capítulo VI
Los hijos menores suelen quejarse de que no les pusieron demasiada atención, los mayores de que se les exigió más que a los demás. Gloria Mallqui siempre ha creído que José Mallqui Peña es una persona justa. Cuando vendieron la última casa donde vivieron los cuatro hijos, los padres repartieron el dinero de la venta entre todos. Ella cree que, de haber perseverado en aquella antigua vocación de policía, su padre habría hecho un buen trabajo. «Seguro se habría ganado el aprecio y el respeto de muchas personas por su sentido de lo correcto, pero también la enemistad de otras gentes». Es una máxima de los gurús del liderazgo que las mejores decisiones no siempre son las más populares. El primer punto del decálogo del general Powell, el militar de mayor rango en Estados Unidos durante la Guerra del Golfo, dice que tomar decisiones responsables suele enfadar a los demás. La ética de José Mallqui Peña es así de testaruda a pesar de su carácter apacible. Por eso a Gloria Mallqui lo único que la desconcierta de imaginar a su padre como policía es que no cree que sería capaz de llevar un arma. «Creo que habría ido por ahí desarmado, con su sola autoridad», cree ella. La única noticia que tiene de que su padre haya dado una tunda a alguno de sus hermanos es una historia antigua. Sucedió en el almacén de Surquillo cuando Alí trepó sobre unos rollos de cable naval. «Su reacción fue culpa del susto y de la necesidad de que su hijo entendiera el riesgo al que se expuso», lo disculpa Gloria mientras lo observa en una foto, al lado de su mamá, ambos sonriendo, el día que inauguraron la sede de Promelsa en Nicolás Arriola. Su papá lleva terno y sombrero, y un bastón de madera que le entregaron de regalo, con aplicaciones de plata martillada, el cayado del fundador. Ella también se ve en la foto, al lado de sus hermanos, aplaudiendo, y en frente de todos ellos un pastel. «La recompensa por hacer lo correcto siempre es dulce», les insistía José Mallqui Peña a sus hijos. Durante algún tiempo, Gloria Mallqui contempló la posibilidad de estudiar en el extranjero, como su hermano mayor. Pero que la hija menor se marchara lejos no era una idea que compartieran los padres. La oportunidad de vivir fuera llegó cuando un enamorado le propuso que se fueran a vivir a Estados Unidos. Él era médico y acababa de ganarse una beca para especializarse en cirugía de corazón abierto, entonces le propuso que se casaran, pero fue ella la que no tuvo corazón para irse. «Mi futuro allá era convertirme en ama de casa, en la esposa de un hombre que me impondría su sueño, y yo tenía uno aquí». Igual que a sus otros hijos, su padre jamás le impuso ninguna decisión. Tenía el encanto del vendedor suave y respetuoso. «Él me decía que pensara bien antes de decidir». El departamento de disciplina lo manejaba Bertha Naupay Albino. «Si yo llegaba y le decía que iría al cine esa misma tarde, mi mamá no me dejaba. Me decía: a mí avísame tres días antes». Los permisos se tenían que pedir con anticipación. No había concesiones con ella por ser la más pequeña. Aunque no le tocó que su padre dibujara en sus cuadernos como con Alí y Bety, ni viajar a provincia sola con él como Pepe, heredó la misma lógica familiar para los negocios. 99
Gloria Mallqui recuerda a una muñeca que llevaba al colegio y que dejaba tocar a sus compañeras a cambio de golosinas y porciones de comida. «Era muy bonita y no sé por qué se me ocurrió plantear esa transacción. ¿Quieres cargar a mi muñeca?, dame de tu pollo. ¿Quieres arrullarla?, dame de tu caramelo». De mano en mano el juguete fue perdiendo su lucimiento mientras Gloria Mallqui se llenaba los bolsillos de golosinas. Ahora se ríe. Ella cree que la imaginación sin un propósito es como un bombillo en su caja. «Hace falta un sentido, y después disciplina, y persistencia, y planeación, y cumplimiento de metas, y más y más trabajo. Fue lo que nos enseñó mi papá». Bertha Naupay Albino la escucha y asiente con un movimiento de la cabeza. Sonríe orgullosa. Algo más parece común entre los hijos Mallqui Naupay: lo mismo que su padre, cada uno aprendió a conducir automóvil por su cuenta. Primero mirándolo a él, después tomando los carros a riesgo, en travesías de parqueadero. El ejemplo ha sido una de las lecciones que mejor han aprendido los hijos. De algún modo, ninguno parecía tener la suficiente paciencia para enseñar al hermano menor, ni el tiempo tampoco, entre los estudios, el trabajo y los momentos de recreo. Gloria admite que con ella todo fue un poco más fácil porque el primer carro en que se puso tras el volante era automático, sin más complejidad que saber ir sin estrellarse. Parece cierto que entre los Mallqui conducir es un verbo que se conjuga en singular, mientras se mira y se aprende de los demás. Pero era el padre el que siempre manejaba cuando iban juntos. Rara vez cedió ese sitio, el de piloto. Sólo después de los setenta y seis años aceptó ocupar el puesto al lado derecho de la palanca de cambios. A sus ochenta y cuatro años, José Mallqui Peña volverá a soltar el timón y se prepara para la sucesión, tal y como han acordado después de diseñar un protocolo familiar para asegurar que las siguientes generaciones sigan disfrutando de los beneficios del legado de Promelsa. Durante las travesías a las provincias, ellos abrían un poco las ventanillas de la camioneta para que entrara aire, pero entonces se llenaban el cabello de polvo amarillo, el rostro, la ropa. Los caminos no eran asfaltados y las piedras del desierto sonaban como lluvia bajo las llantas. «Llegábamos tiesos, listos para el baño», recuerda la hija menor de los Mallqui. A veces se detenían al lado de algún paisaje y se tomaban fotografías en las que posaban sonrientes, la madre y el padre turnándose su lugar al lado de los hijos. «Alquilábamos caballos o burritos donde se podía, en alguna casita donde los hubiera. Ninguno sentíamos que estábamos en otra cosa que no fuera paseando. Pero sí: además estábamos aprendiendo montones de cosas sobre la empresa y el negocio». El aprendizaje no siempre fue así de feliz. Bertha Naupay Albino recuerda a su hija menor llorando, como cuando era una niña de diez años, diciéndole que no iba a ser capaz, que la venta de insumos eléctricos estaba llena de catálogos imposibles, con nombres y cifras y claves y voltajes y amperios, y planos que parecían jeroglíficos. Cuando estaba en la 100
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universidad, ella pensó en dejar los estudios y dedicarse a vender ropa, como hacía una de sus compañeras, a la que parecía irle muy bien. «Yo le pregunté: ¿quieres ser vendedora ambulante?, porque es lo que serás si no terminas tus estudios». La madre le propuso que, una vez que se graduara, mirara la posibilidad de hacerse importadora de textiles, entonces ella la ayudaría a fundar su propia empresa, y abrirían una tienda, y dispondría de un horario para trabajar y otro para descansar. «Si vas a soñar, suéñalo en grande», recuerda que le dijo la madre. Pero la certeza de Bertha Naupay Albino era otra; ahora la confiesa: que una vez se familiarizara con las especificaciones técnicas, con la letra más pequeña de los empaques, la energía del negocio de los insumos eléctricos también se le metería por los dedos a la hija menor, y ya no querría irse. Y así fue. «Yo no me imagino haciendo otra cosa. Nosotros siempre fuimos esto que somos, y es una bendición, un privilegio». Pero hasta esa palabra cargada de derechos impone responsabilidades a los herederos, que tienen prohibido usar los bienes de Promelsa en asuntos personales, ni siquiera una mudanza. «Yo no puedo pedir uno de los camiones para transportar mis muebles, no importa si es domingo. Cada quien debe asumir sus gastos por fuera de la compañía», explica Gloria. Se trata de una ecuación simple, una lógica simple de sumas sin divisiones, como la primera calculadora de José Mallqui Peña. Era alemana, de acero, marca Schubert, de un modelo célebre que ahora se ofrece en internet como pieza de museo. Su mecanismo se basaba en una rueda dentada que giraba en función de las operaciones básicas. «Sumar y restar en esa máquina era fácil, y multiplicar. Dividir era lo difícil», reconoce Alí Mallqui, que vio muchas veces a su padre hacer girar la manivela en su primer almacén. Aunque parecen un invento de la era electrónica, las calculadoras tuvieron su origen en el siglo XVII, cuando se construyeron los primeros aparatos que adicionaban, solo eso, pensados para aliviar el trabajo de las personas dedicadas a trabajos de contabilidad: los comerciantes, los que mucho vendían. «Si uno iba a agregar sólo tenía que girar la palanca hacia adelante. Si iba a quitar, hacia atrás. Dividir exigía giros en ambas direcciones, entonces todo se complicaba», recuerda Gloria Mallqui de la legendaria calculadora de su papá que ella nunca tuvo que usar. Tal vez sea verdad que la operación básica de quienes atesoran sus sueños sea la suma. Se sabe que el hombre más rico del mundo, Carlos Slim, sólo tiene una calculadora sobre su escritorio. Gloria Mallqui y su familia lo saben de memoria: el trabajo, los años, la persistencia, las horas de descanso postegadas, las jornadas sin tregua. «No llegamos hasta aquí sin pagar un esfuerzo y una voluntad. Es una vida de entrega y de constancia. Muchas manos haciendo fuerza en la misma dirección», dice la hija, y muestra los dedos, que se parecen a los de su mamá, justo a su lado en esa sesión fotográfica donde los miembros de la familia Mallqui Naupay posan y después de cada flash cambian de puesto. Pero no importa el lugar que ocupen. El orden no cambiará nada. 101
Lima, fines de la década de los ochenta. Graduación de Gloria Mallqui Naupay. La madre enseñó a sus hijos que los bolsillos podían romperse pero los conocimientos jamás se perdían.
Los hijos menores suelen quejarse de que no les pusieron demasiada atención, los mayores de que se les exigió más que a los demás. Gloria Mallqui siempre ha creído que José Mallqui Peña es una persona justa. Ella cree que, de haber perseverado en aquella antigua vocación de policía, su padre habría hecho un buen trabajo. «Se habría ganado el aprecio y el respeto de las personas por su sentido de lo correcto, pero también la enemistad de otras gentes». Es una máxima de los gurús del liderazgo que las mejores decisiones no siempre son las más populares.
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Los lujos cuestan. Se consiguen trabajando duro y con honestidad. El dinero se gasta, no se malgasta.
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En una familia de negocios el privilegio está en el mérito propio No hay vacantes para herederos. (O de por qué para trabajar en Promelsa los nietos deben presentar hoja de vida, hablar más de dos idiomas y estudiar en el extranjero).
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Capítulo VII
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osé Mallqui Peña suele llamar a su primera nieta para felicitarla por sus logros en la multinacional de telefonía en la que es ejecutiva. Le da consejos sobre cómo incrementar la venta de celulares que ofrece. Y siempre le pregunta cuándo irá a trabajar a Promelsa. Pero aquello todavía no es posible. Lo sabe el abuelo de sobra. Ljubitza Darinka Frkovich Mallqui, hija de Betty Mallqui, la nieta mayor de la familia, acaba de cumplir veintiséis años y no se parece a la reciedumbre de tantas consonantes en su nombre. Es delgada, de gesto curioso y atento. Entre los Mallqui se dice que de los doce nietos es la más parecida a su abuelo, que tiene el mismo carácter conciliador y hasta sus mismos gestos. «Mi abuelito me llama y me dice qué hacer, dónde prestar más atención, qué decir a los clientes». Ljubitza se graduó en
Administración de Empresas en la Universidad de Lima, adonde ingresó con honores. Ahora es consultora de la misma compañía de los dos teléfonos celulares que su abuelo carga en el bolsillo del pantalón. Y cuando él la llama para darle consejos de venta, la joven licenciada los pone en práctica. Su casa está en una calle enrevesada, una en la que se extravían incluso los taxistas y a la que consigues llegar después de un acertijo de giros a la derecha. Es un apartamento con un balcón a la calle y macetas de jardín, ahora en el invierno sin plantas ni flores. En la mesa de la sala hay un portarretratos con una foto de ella y su esposo el día en que se casaron. Parecen los personajes de su propio cuento de hadas. Sonríen, nariz con nariz, los dedos entrelazados. También hay un álbum con las fotos de la fiesta, pero no se ve a los abuelos, sólo a los amigos que cantan y bailan, los novios en el centro, manos en alto, las luces reflejadas en el champán. Risas. En unos días, Ljubitza irá a Miami con su esposo, a su regreso viajará a Punta Sal y luego irá sola a Punta Cana, en República Dominicana, el tercer viaje con el que su compañía la premia por ventas récord de teléfonos de última generación. José Mallqui Peña la llamó para felicitarla, después, otra vez, le preguntó cuándo iría a trabajar a Promelsa. Pero aquello no es posible. Lo sabe el abuelo. A mediados de la primera década del siglo XXI, la familia Mallqui Naupay convino un protocolo que impone restricciones y obligaciones a los nietos. Pueden trabajar en la empresa familiar durante las vacaciones del colegio y hacer prácticas de la universidad, pero para vincularse como empleados deben haber obtenido una maestría en el extranjero y tener cinco años de experiencia profesional en otra compañía. Sólo entonces pueden postular sus hojas de vida, pero eso tampoco les asegura que ingresen. Antes debe haber una vacante y vencer a los demás aspirantes al cargo. Parece una jugada maestra del fundador y de sus hijos, que se saben de memoria el largo camino que debieron recorrer. «De niña oí la historia del protocolo, pero cuando me gradué mi madre me lo explicó con detalle», dice Ljubitza mientras bebe agua fría en la sala de su casa. Afuera se oyen tordos, esos pájaros negros que emiten un sonido parecido a las consolas de los videojuegos. Ella dice que le parece bien que a la nueva generación se les exija tanto. 109
La Universidad de Harvard afirma que seis de cada diez compañías en el mundo son empresas familiares, es decir, en teoría, la mayoría de la economía global depende de una esfera doméstica, de un universo de aciertos entre padres, hijos, hermanos, nietos, justo entre las personas con el mayor parentesco físico y emocional. ¿Cuáles son las normas que rigen un vínculo semejante? Según la teoría del credo Mallqui, la consanguinidad es apenas la carta de invitación a un baile en el que los participantes están obligados a vestir un traje específico y a guardar formas que no admiten discusión. «Las empresas familiares afrontan desafíos propios de su naturaleza: encontrar capital para crecer sin debilitar su control, resolver el cambio generacional y anticipar las exigencias y desafíos del proceso de globalización económica», advierte el informe ‘La empresa familiar en América Latina’, realizado en 2011 mediante un cuestionario en línea a casi novecientas firmas de siete países, incluido el Perú. Para enfrentar ese desafío, Promelsa se ha unido a la Asociación de Empresas Familiares del Perú e integró a la gerencia a un equipo de profesionales que no llevan su apellido pero que comparten la visión de la compañía. Casi dos terceras partes de las empresas familiares del país están bajo el control de su primera generación y el 21% de la segunda. Los problemas parecen agravarse con la tercera: sólo cuatro de cien negocios familiares sobreviven hasta un consorcio de primos. Con Alí, Betty, Pepe y Gloria Mallqui Naupay convertidos en padres de hijos en plena formación universitaria, el tránsito hacia ese porcentaje visiblemente menor, de los nietos herederos, es el más reciente acierto familiar. «Mi papá fue el primero en hablar de un protocolo para asegurar la continuidad de la compañía en términos de exigencia, es decir, del alto desempeño académico de sus herederos», reconoce Alí Mallqui, cuyo hijo mayor, de veintiséis años, ahora trabaja y estudia una maestría en control y protección de sistemas de potencia en Canadá, habla francés, inglés y mandarín. Cuando tuvo su primera tienda, el dueño y fundador de Promelsa fue a donde su antiguo jefe, el señor Moritani, y le pidió que le prestara algunas mercancías para ocupar los espacios vacíos de sus repisas. «Nadie quiere comprar en un almacén donde hay poco que ofrecer», le dijo José Mallqui a su jefe de entonces, el hombre que le permitió importar los primeros productos eléctricos para que los vendiera en sus horas de descanso. «La escasez es el lenguaje de los escasos, la fortuna de los afortunados», reza un antiguo proverbio japonés. Los expertos en retail, a su vez, repiten que la experiencia de un cliente comienza cuando entra a la tienda. En ese momento se determina su actitud para comprar. Lo principal es que la mercancía esté bien iluminada. En el caso de la empresa de la familia Mallqui, la mercancía misma es la que ilumina y deslumbra. Un visitante a Promelsa atraviesa la puerta y se encuentra dentro de una moderna e inmaculada caja de luz en medio del bullicio. La actual sede del corporativo familiar fue diseñada por el arquitecto Alejandro Krateil, el mismo que diseñó el Hotel Hilton, el más moderno de Lima. El edificio, ubicado en Nicolás Arriola y que en 2010 demandó una inversión de cuatro millones de dólares, tiene un showroom en el que se exhiben, bajo juego de luces y música de fondo, las quince mil referencias 110
Capítulo VII
de productos que ofrece la empresa. Es todo lo que ahora pueden conocer los nietos, ninguno de los cuales parece imaginar que en realidad todo comenzó en un pequeño cobertizo con una puerta metálica, un escritorio, una calculadora, rollos de cable y una bicicleta como único medio de transporte. Mauro Tosi, CEO de ERC Highlight, empresa italiana fabricante de insumos eléctricos cuyo lema es La iluminación es nuestra inspiración, reconoce que pocas empresas familiares logran consolidar un éxito semejante al de Promelsa. «Nosotros viajamos para la inauguración de su sede en Lima, y nos sorprendió su tamaño. Ni siquiera otras compañías de países ricos tienen una sede tan moderna. Estar allí y ver el progreso de José Mallqui Peña y de sus hijos nos alegró mucho», dice Tosi desde su oficina en Parré, provincia de Bérgamo, a ochenta kilómetros de Milán, adonde viajó el dueño y fundador de Promelsa para comprarles lámparas y transformadores. Conoce a los Mallqui desde hace quince años y recuerda una cosa: «Él se sentaba a ver nuestro catálogo producto por producto y hacía preguntas de cada uno. Sus hijos heredaron esa misma manera minuciosa de hacer negocios». El resto de sus clientes —dice— hace pedidos por email o por teléfono. Pero los legados no se continúan sólo a fuerza de repetir la historia del origen. Es preciso planear para el futuro. Sólo cuatro de cada diez empresas familiares en el Perú cuentan con un protocolo familiar, una suerte de brújula y mapa de ruta para que los nietos sepan adónde ir incluso cuando los padres y los abuelos hayan abandonado el timón. José Mallqui Peña, experto en insumos de transmisión eléctrica, sabe que la herencia financiera contiene un voltaje eventualmente peligroso y que, para recibirla, hay que servirse de un equipamiento adecuado. Lo mismo que un obrero en una torre de energía, los herederos están obligados a un entrenamiento formal, y después a un examen de aptitudes. Los apellidos no aseguran una escarapela como ejecutivos de Promelsa a ninguno de los doce nietos de los esposos Mallqui Naupay. En las últimas décadas, José Mallqui Peña ha visto cómo los negocios de algunos de sus mejores amigos van apagándose, como si, con su partida, se llevaran algún secreto. Pero el fundador de Promelsa no cree en las fórmulas ocultas. En vez de eso cree en el valor de la planeación. Según la teoría, el contenido básico de un protocolo de continuidad debe incluir los valores y la visión de la compañía, una guía de normas y condiciones de acceso, una política de dividendos y distribución de la propiedad, y un régimen de conducta. El consejo de familia, que José Mallqui Peña adoptó desde antes de que sus hijos se vincularan como ejecutivos de Promelsa, desde cuando eran niños y debían decidir sus asientos en los viajes más largos, es el escenario que aconsejan los expertos como lugar de deliberación y toma de decisiones: «Desempeña un papel similar al que realiza la junta directiva en el ámbito de la empresa. También ejerce el rol de formador de las futuras generaciones y de transmisión del sentido de trascendencia». Estos consejos de familia sirven también para resolver conflictos y promover la confianza sin romper los roles corporativos. Además, «la familia propietaria podrá mantenerse alineada en la construcción de 111
A mediados de la primera década del siglo XXI, la familia Mallqui Naupay convino en un protocolo que impone restricciones y obligaciones a los nietos. Pueden trabajar en la empresa familiar durante las vacaciones del colegio y hacer prácticas de la universidad, pero para vincularse como empleados deben haber obtenido una maestría en el extranjero y tener cinco años de experiencia profesional en otra compañía. Sólo entonces pueden postular sus hojas de vida, pero eso tampoco les asegura que ingresen. Antes debe haber una vacante y vencer a los demás aspirantes al cargo. Parece una jugada maestra del fundador y de sus hijos, que se saben de memoria el largo camino que debieron recorrer. José Mallqui Peña sabe que la mejor herencia que pueden recibir sus nietos es la de cultivar su talento y demostrar el mérito propio.
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Capítulo VII
un proyecto común a lo largo de varias generaciones», advierte el informe ‘La empresa familiar en América Latina’. Los Mallqui lo saben de sobra: fue así como tomaron una decisión crucial del negocio en 1999, cuando fusionaron por unanimidad a la fábrica Elko –que los hijos mayores dirigían– con el resto de Promelsa. En algún momento, basado en su propia experiencia de viajes por el mundo y las provincias, oyendo a tantas personas, siendo testigo de experiencias de éxito y fracaso, y estudiando en los libros de administración que leyó uno tras otro, José Mallqui Peña supo que, sin la experiencia cotidiana de sus fundadores, el legado de las empresas familiares debe garantizarse mediante un documento de obligatorio cumplimiento, una especie de testamento de buena voluntad. «Los bolsillos terminan por romperse, pero el carácter no», cree el fundador y dueño de Promelsa. Sólo trece de cada cien empresas familiares en el Perú implementan un protocolo de transición, catorce creen que no lo necesitan y diez ni siquiera conocen el concepto. Los nietos menores de José Mallqui Peña no saben nada de estas estadísticas, y quizás no vayan a tener que preocuparse por ellas. Cuando tenía nueve años, Gladys Mallqui, la hija mayor de Pepe Ángel Mallqui, debió hacer un árbol genealógico para una tarea del colegio. Ella recuerda que entrevistó a su abuelo, quien le contó de su travesía desde Huánuco hasta Lima, de sus padres y sus hermanos; de cómo salió desde esas alturas de los Andes hasta el mar, primero caminando, luego a caballo, luego en bus. Ahora, trece años después, ella recuerda un nombre de ese árbol que dibujó a colores: Saturnino, el de su bisabuelo, pero sólo porque –reconoce– tiene algo de sonido a planeta lejano. Pronto terminará el sexto ciclo de Administración de Empresas en la Universidad de Lima. ¿Cuál es la virtud que más admira la nieta de un hombre que casi parece un monumento de sí mismo, alguien del que todos hablan con veneración y gratitud, del que se cuelgan retratos y se repiten sus pensamientos como citas célebres? Melissa cree que su actitud más ejemplar es la persistencia, su sentido del deber. «Mi abuelito no falta al trabajo, allá va todos los días. A la edad que tiene, él podría estar en su casa, descansando o viajando, excusándose, pero sigue al frente de lo que fue capaz de construir», dice la nieta. En la casa de Gladys Mallqui hay un órgano con dos hileras de teclas que ella tocaba de niña, canciones infantiles en un instrumento que parece más afín a las melodías de las películas de espanto. «Pero un día jugando con mis hermanos se rompió una tecla, entonces ya no lo toqué más». José Mallqui Peña dejó de tocar el arpa cuando abandonó La Unión y emprendió la aventura más grande de su vida. La nieta admite que su vida ha sido un cuento feliz, de risas y privilegios, de viajes con su familia al exterior sin las limitaciones que le tocaron a su abuelo, o a su papá, que se tomaron fotos en monumentos y parques de Europa sólo después de haber cumplido con un listado de tareas en oficinas y fábricas. Un lugar común sobre la enseñanza dice que las limitaciones y los reveses ayudan a construir el carácter de los jóvenes y los prepara para la rudeza de la vida adulta. «Enseña más la necesidad que la universidad», reza un dicho popular. Pepe Ángel Mallqui sabe que el afecto y la alegría no riñen con la formación del carácter, por el 113
contrario, compartidas en dosis diarias, blindan contra la dispersión y la holgazanería. «Los hijos deben ser felices, y deben aprender a hacerlo con orden y voluntad», cree el padre. La misma enseñanza alegre de José Mallqui Peña que cuando tenía un buen día de ventas en el negocio volvía con hamburguesas del Tip Top para todos a la casa de Surquillo y que más tarde invitaba a sus hijos mayores a cenas con langosta. Cuando Gladys Mallqui se gradúe en Administración de Empresas ya sabe que irá a Europa y quizás estudie una maestría en Alemania, país que su papá le aconsejó por su exigencia académica y el alto sentido del trabajo en sus empresas. Lo sabe él, Pepe Ángel Mallqui, que ha visitado sus fábricas de insumos eléctricos, visto a sus obreros y negociado con sus gerentes. «Iría a España, pero eso sería una decisión fácil, un esfuerzo menor», admite Gladys Mallqui en el mismo tono en que hablan sus abuelos, sus padres, sus tíos, sus primos, como si fueran miembros de un coro cuyas voces, tan distintas, dirigiera un director. «El ejemplo es la música que más inspira», reza otro dicho popular. Melissa Rivera de dieciséis años es hija de Gloria Mallqui. Quizás cuando salga del colegio estudie Derecho, pero no lo sabe. «En todo caso no será nada con números», dice. El año pasado, ella y sus primos, y sus abuelos, fueron a Huánuco en carro, a la tierra donde todo comenzó, y visitaron a una de las hermanas de José Mallqui que aún vive allí, entonces oyeron otra vez esa historia de su familia, el árbol frondoso que ahora son, cuyas raíces están sembradas en esos parajes despoblados de la sierra, a tres mil doscientos metros sobre el nivel del mar, con los picos nevados a lo lejos. «Los padres endulzamos en los hijos lo que antes fue amargo para nosotros», admite Gloria Mallqui en su oficina una tarde mientras contemplaba una foto de sus hijas comiendo helado. Al parecer lo que antes alcanzaba a las generaciones previas deja de ser suficiente para las generaciones siguientes. «Nosotros pagamos nuestro sueño con un talento y unos esfuerzos muy grandes, pero todo eso quizás ya no alcance. Nuestros hijos y nietos estarán obligados a ser mejores, a entender más, a ser más grandes y capaces», cree Alí Mallqui. En efecto, la ausencia de talento entre sus miembros es uno de los tres principales temores de las empresas familiares de América Latina, incluso más que las disputas por herencia, cargas impositivas, inseguridad jurídica y muerte inesperada de uno de los propietarios. «Mi abuelito me llama a preguntarme las calificaciones del colegio, y lo mismo a mis hermanos y a mis primos. Así es todo el tiempo», cuenta Melissa. De todos los recuerdos e imágenes que Ljubitza Darinka tiene de su abuelo ella ya escogió su preferido. Hace poco fue de visita a la empresa y lo encontró en su oficina: «Estaba sentado, de frente en su escritorio, dormido, la cabeza inclinada, las manos cruzadas. ‘Abuelito’ —le dije— ‘abuelito’. Él despertó y me sonrió». El descanso sin sobresaltos es merecimiento de un hombre que ha invertido su vida construyendo el futuro de los suyos. Pero sólo puede ser tan plácido como el de José Mallqui Peña con la certeza de que sus ideas seguirán iluminando a su descendencia; no importa los años que pasen. 114
La ausencia de talento entre sus miembros es uno de los tres principales temores de las empresas familiares de América Latina, incluso más que las disputas por herencia, inseguridad jurídica y muerte inesperada de uno de los propietarios. Sólo cuatro de cada diez empresas familiares en el Perú cuentan con un protocolo familiar, una suerte de mapa de ruta para que los nietos sepan adónde ir incluso cuando los padres y abuelos hayan abandonado el timón. Los apellidos no aseguran una escarapela como ejecutivos de Promelsa a ninguno de los doce nietos de los esposos Mallqui Naupay. El matrimonio Mallqui Naupay celebra sus bodas de oro rodeado de sus doce nietos.
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Lo que hacen las manos son la voz que mรกs importa.
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La historia en imรกgenes
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1929
1949
Nace José Mallqui Peña en el distrito de La Unión, en Huánuco. Su padre le enseña el oficio de zapatero y por sí solo aprende a fabricar herrajes.
José Mallqui Peña se muda a Lima, donde una de sus hermanas lo acoge. Su primer trabajo fue como ayudante de construcción. Después fue chofer de un oficial de la policía.
1953
1954
José Mallqui Peña contrae matrimonio con Bertha Naupay Albino en la Municipalidad de Breña. La familia se establece en Santa Rosa 777, Surquillo.
Nace Alí Mallqui Naupay. Pasa sus primeros años jugando entre rollos de cable y esperando a su padre en la camioneta de reparto mientras visita clientes.
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1955
1956
José Mallqui Peña empieza a trabajar por su cuenta. Su recorrido incluye viajes del Callao a Surquillo. Viaja en bicicleta.
La empresa Moritani contrata a José Mallqui Peña como repartidor. Ahí conoce la industria de los insumos eléctricos y aprende a venderlos.
1958
1959
Nace Betty Mallqui Naupay, futura gerente de finanzas de Promelsa. Su primer trabajo en José Mallqui Importaciones fue detrás del mostrador atendiendo a pequeños clientes.
Con ayuda de su esposa, y en su tiempo libre, José Mallqui Peña empieza a importar de Alemania materiales eléctricos por su cuenta.
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1960
1962
José Mallqui Importaciones abre sus puertas en Santa Rosa 765, Surquillo.
El negocio José Mallqui Importaciones estrena una línea telefónica (55-54-59), que reemplaza a un vendedor y un cobrador.
1961
1965
Nace José Ángel Mallqui Naupay. Junto con el nombre de su padre, heredará su talento para hacer negocios. De niño viaja en el camión que reparte los pedidos de mercancía por los distritos de Lima.
La familia Mallqui Naupay y el negocio familiar se mudan de Surquillo a Zárate, a una casa cuyo primer piso funciona como almacén.
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1965
1966
Nace Gloria Luz Mallqui Naupay, la hija menor y futura gerente de administración de Promelsa. Uno de sus primeros trabajos fue como asistente de recepcionista.
José Mallqui Peña compra su primer automóvil último modelo, un Dodge Plymouth.
1968
1971
Días después del cumpleaños número 39 de José Mallqui Peña, se funda Promelsa. Ese mismo año, antes del golpe de Juan Velasco Alvarado, la empresa adquiere un terreno en avenida Parinacochas.
Promelsa se muda al local en Parinacochas, en el distrito de La Victoria, donde funciona hasta la fecha.
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1973
1974
José Mallqui Peña adquiere una participación de 15% en Elko Peruana, una fábrica de transformadores eléctricos que tenía problemas económicos pero un gran potencial de crecimiento.
Durante un viaje a Alemania, el primero de sus viajes internacionales, decide importar al Perú hornillas de cocinas eléctricas.
1977
1980
La familia Mallqui adquiere el 100% de las acciones de Elko, la fábrica de transformadores eléctricos. Por instrucciones del padre, Alí y Betty, los hijos mayores, quedarán al frente de la empresa tres años más tarde.
Un proveedor de Nueva York invita a José Mallqui Peña al U.S. Open, al enfrentamiento entre John McEnroe y Guillermo Vilas. Poco después el gerente de Promelsa compra su primera raqueta de tenis, deporte que .jugará durante más de veinte años.
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1986
1999
La tercera generaci贸n comienza con el nacimiento de la primera nieta. Hoy son doce los descendientes de los hermanos Mallqui Naupay.
En una reuni贸n de directorio se decide por unanimidad la fusi贸n de Promelco y Promelsa. A partir de entonces los cuatro hermanos Mallqui Naupay son parte de la misma organizaci贸n. La fecha pactada para la entrada en vigencia es 01/09/99
2010
2011
Promelsa inaugura un edificio corporativo en la avenida Nicolás Arriola, en el distrito de La Victoria. El catálogo de mercancía, que es de 15.000 productos, se exhibe en un moderno showroom, en el primer piso de la edificación.
Los hermanos Mallqui Naupay ponen en marcha un protocolo familiar para asegurar la continuidad de Promelsa. Empiezan a reclutar talento externo y a reglamentar la participación de la siguiente generación en el negocio. Para trabajar en Promelsa, si lo desean, deberán postular como cualquier candidato.
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La recompensa por hacer lo correcto siempre es dulce.
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Testimonios
«Promelsa es uno de los líderes, y lo son no porque se lo hayan regalado sino porque han trabajado muy fuerte, han ido innovando, profesionalizándose. Conocen este mercado mejor que nadie. De hecho, cuando nuestra empresa compra materiales eléctricos no se puede dejar de pedir una oferta a ellos porque son un referente no sólo de buen precio sino también de garantía de calidad. Es una empresa seria que te va a cumplir.Yo veía una ferretería de material eléctrico muy ordenada, y trabajaba él con sus hijos desde muy jovencitos, hijos excelentes muy trabajadores. También se han hecho profesionales. José Mallqui Peña es un emprendedor. Hay muchos emprendedores pero pocos tienen ese trato tan educado, de caballero. Un gentleman, como dicen. Muy cariñoso. Compartimos muchas ideas como comparten dos padres que aman a sus hijos, a sus nietos y quieren ver que lo que han trabajado trascienda a la familia. Me da mucho orgullo que sean mis amigos. Veo que los hijos siguen la ruta del padre y de la madre. Porque el señor Mallqui es un gran hombre, pero detrás siempre hay una mujer igual, y estoy seguro de que la señora Bertha ha sido su cómplice». Samuel Dyer Presidente de directorio de Grupo Dyer Coriat (D&C) Presidente de directorio de la Asosiación de Empresas Familiares del Perú (Lima) 135
«El señor Mallqui ha creado un nuevo modelo de empresa. Es un visionario: ha sabido proyectar a Promelsa hacia el futuro. Desde un inicio, él hizo del cliente un aliado, de un extraño su amigo. No se trata sólo de una persona que sabe negociar, sino de alguien que se compromete contigo y con tus sueños como profesional. Tiene la capacidad de entender a las personas, y, al mismo tiempo, comprender el mundo de las ventas. Conversar con Mallqui es asistir a una clase maestra de la vida y los negocios. Cuando hablas con él, sientes que te estás enriqueciendo como persona». Jaime Cossio Gerente general de Compañía Eléctrica Ingenieros S.R.L. (Cusco)
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«José Mallqui es un empresario obsesionado con el progreso. Admiro su capacidad y su modestia de querer aprender siempre y, de ese modo, enriquecer su negocio. Si hay algo que nunca dejó de hacer, es aprender. Hasta hoy tiene la curiosidad de conocer cosas nuevas. Incluso ahora que le tocaría enseñar a los demás, Mallqui parece un niño que quiere seguir aprendiendo». Raúl Angulo Importaciones Thomas (Áncash)
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«Conozco al señor Mallqui hace veinticinco años. Quizá una de sus mayores virtudes sea que nunca hizo ninguna distinción sobre a quién le vendía. Él sabía que debía ofrecer los productos tanto a empresas grandes como a pequeñas. Todos siempre lo recibieron muy bien por la amabilidad y alegría con la que trata a las personas. Hoy mantiene una buena relación con sus amigos porque siempre está atento a sus vidas. Los llama para saludar, los ayuda en sus trabajos y, sobre todo, le encanta dar consejos. A mí siempre me ofrece un consejo para mejorar en mi trabajo. Es un consejero de los negocios. Un amigo que sabe cómo hacer de ti un mejor profesional». Celia Bazán de Durán Simec Suministros Integrales S.A.C. (Chimbote)
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«El señor Mallqui es una persona acertada en sus decisiones. Siempre tiene la razón, y eso lo ha convertido en un gran empresario. El secreto de su éxito es el orden y su tremendo espíritu de trabajo. Empezó desde cero y nunca renunció a su sueño de escalar hasta la cima de su negocio. Hoy, junto con su familia, ha forjado una de las empresas más importantes del Perú. No siempre se ven casos de empresas familiares exitosas, felices y con ganas de seguir trabajando unidas. Eso lo ha cosechado Mallqui con su capacidad de hacer sentir a los demás cómodos y felices a su lado». Lizardo Marreros Góngora Técnica Electromecánica (Loreto)
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«El ideal de todo empresario es que –como dice la teoría– primero le crean, después lo respeten y, después de una vida de aciertos, lo quieran. Lograr eso es muy difícil, y la mayoría de empresarios sólo logran lo primero, muy pocos lo segundo y casi ninguno lo tercero. El caso de José Mallqui Peña, fundador de su propia empresa, es ejemplar. Pregúntale a cualquiera que haya tenido cercanía comercial con su empresa, ahora o antes, y te dirán lo mismo: que a él se le cree, se le respeta y se le quiere. Él es un hombre admirable, y su legado empresarial es, al mismo tiempo, un legado de vida. A mí me parece que esa es su mayor riqueza: es una persona íntegra. Un hombre a prueba de inconsistencias». Fabián Ysla Gerente de Philips en el Perú (Lima)
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«Conozco a Pepe Mallqui desde 1959, antes de que yo estudiara Medicina, cuando me dedicaba a vender radios de transistores. Después hemos jugado al tenis durante años. Una vez tuve que pedirle un favor excepcional y corrió a ayudarme de una forma muy generosa. Lo que está haciendo ahora con su negocio es una especie de blindaje para asegurarse de que la mayor virtud de los nietos que quieran trabajar en Promelsa no sea ser hijos de los dueños. Lo admiro como empresario y como padre, pero sobre todo como amigo. Para mí eso lo hace una persona ejemplar, un hombre íntegro». Mario Khan Médico de cabecera de José Mallqui Peña y amigo de la familia (Lima)
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«El señor José Mallqui es uno de los primeros empresarios del Perú en venta de materiales eléctricos de alta y baja tensión. Ha resuelto muchos problemas eléctricos a nivel nacional. Gracias a él ingresé al mundo de los negocios eléctricos, porque me impulsó a trabajar: él como mayorista y yo como minorista. Es un gran amigo empresario en todos los niveles. Muy respetable». Agustín Benites Vidal BG Electricistas Industriales (Trujillo)
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«José Mallqui Peña es uno de los emprendedores notables del país, salido desde abajo, hombre formado por su sociedad natal. Un hombre de trabajo, inteligente, provinciano. Los que lo formaron a él no fueron profesionales o universitarios sino gente común y corriente. Así somos la gente de provincia, especialmente la gente que estamos con ochenta, setenta años. Hemos recibido esa formación de la sociedad. No sé dónde ha estudiado ni qué ha estudiado, pero tiene muy buena formación, y eso es producto de su familia, de su entorno, de su nacimiento, de su pueblo. Producto de eso es Promelsa. Eso es consecuencia de su educación, de su formación, de su base familiar. No es la enseñanza universitaria. Seguramente, por su cuenta, también ha leído buenos libros, y eso es importante. En la vida el progreso de la persona, su familia y la sociedad no siempre sale de las universidades. Sale de la enseñanza de las personas emprendedoras que sirven de ejemplo para otros, como José Mallqui Peña». Aniceto Irbargüen Manufacturas Metálicas S.R.L. (Lima)
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«Al señor Mallqui le importan las personas. Más que el descuento, que la línea o el producto, a él le interesa con quién está tratando y así toma una decisión. Ese es un pilar de la forma como Promelsa hace negocios: la confianza, la relación personal, el vínculo entre la empresa proveedora y Promelsa. Eso les ha permitido establecer relaciones a largo plazo. Don José Mallqui Peña ha cultivado vínculos personales con los dueños o los responsables de las empresas. Esta es la clave de su éxito». Javier Mosqueira Gerente de división de ABB, S.A. (Lima)
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«Conocimos al señor Mallqui hace quince años, a través de otra empresa italiana que tenía relación con ellos y los conocía y consideraba de confianza. El recuerdo que tengo de él y de su hijo era que en cada visita de ellos constantemente verificaban con nosotros los catálogos. Y veían artículo por artículo para encontrar las novedades que ellos pudieran llevar. Eso es muy poco común, y casi nadie lo hace. Cuando visitamos su edificio nuevo quedamos muy contentos y muy impresionados de lo que habían hecho en tan poco tiempo. No había visto algo así entre nuestros clientes de América Latina». Mauro Tosi Chief Executive Officer, ERC Highlight (Italia)
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Está bien soñar. Pero lo que cuenta es hacer.
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Recuerdos familiares
En el sentido de las manecillas del reloj: Don José 1992 • Don José en el showroom de la Av. Nicolás Arriola • Frente a la sede central de Promelsa antes de la remodelación • Rodeados de sus compañeros de juventud • Pareja Mallqui Naupay
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En el sentido de las manecillas del reloj: Celebración de las bodas de oro, matrimonio Mallqui Naupay • Esposos Mallqui Naupay con el primer hijo, Alí Mallqui Naupay • Don José en viaje de negocios • Esposos Mallqui Naupay • Matrimonio don José y doña Bertha
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En el sentido de las manecillas del reloj: En los jardines del palacio imperial en Japón • La pareja en uno de sus tantos viajes al exterior • Doña Bertha Naupay Albino con Pitufo, su mascota • Pareja Mallqui Naupay brindando en un viaje de negocios • Doña Bertha Naupay Albino, 1992
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En el sentido de las manecillas del reloj: Al volante de su Ford Mustang • Acompañando al escuadrón de policía motorizada • Posando con los nietos mayores, Ljubitza y Carlos, hijos de Betty y Alí, respectivamente • Esposos Mallqui Naupay en China
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En el sentido de las manecillas del reloj: Familia Mallqui Naupay en brindis • Alí Mallqui Naupay en la academia militar montando a Donatto, Nueva York • Los pequeños Betty y Pepe Mallqui en un día de playa • Don José y Alí Mallqui, su primer hijo • Pepe Mallqui y su padre en su viaje a China
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En el sentido de las manecillas del reloj: Hermanos Mallqui en evento corporativo Promelsa • Doña Bertha y sus cuatro hijos posando para la cámara de don José • Madre e hijo: doña Bertha y Pepe Mallqui • Don José al lado de la novia, su hija Betty Mallqui • Alí Mallqui acompañado por su madre en la graduación de la academia militar
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En el sentido de las manecillas del reloj: Don José en un día de deporte • Visita de rutina al médico • Don José participando de una maratón • Alí, Pepe y Gloria acompañando a su padre en un partido de tenis
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En el sentido de las manecillas del reloj: Don José en su viaje a la India • Doña Bertha en China, 1977 • Pareja Mallqui Naupay en su viaje a Hawái, 1983 • Don José y doña Bertha en viaje de negocios • Alí Mallqui acompañando a sus padres. Detrás el Taj Mahal, India
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En el sentido de las manecillas del reloj: Celebrando los 25 años de matrimonio. Esposos Mallqui Naupay e hijos • Inauguración del nuevo local en Trujillo, 2011 • Discurso de don José por el 39° aniversario de Promelsa • Familia Mallqui recibiendo la certificación ISO 9001:2008.
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En el sentido de las manecillas del reloj: Nietos cantando en el agasajo de la madre huanuqueña, 2003 • Almuerzo familiar • Reunión familiar, abuelos, hijos y nietos • Don José y su nieta mayor Ljubitza Frkovich en celebración del Día del Trabajo 2008
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