Matthew, cuéntame cómo es el cielo

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MATTHEW, CUÉNTAME CÓMO ES EL CIELO



ÍNDICE Prólogo  Nota preliminar de Suzanne Ward

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PRIMERA PARTE  11 Vínculos entre almas  13 Nuestra familia  16 Enfrentándonos a nuestra pérdida  19 Comunión con Matthew  30 SEGUNDA PARTE  37 Primera impresión  39 Cuerpos etéricos  39 El entorno físico  42 Alimentación  43 El cielo en la Tierra  44 Origen  45 Residentes  49 Reuniones  51 Relaciones  54 Amor divino, niños  59 Animales  63 Ángeles, espíritus y guías  66 Oración  71 Tiempo  72 Comunicación entre reinos  74 Comunicación con la Tierra  76 Ubicación  80 Viajes  86 Recreación  89 Edificios  91 Recursos culturales  97 Jesús  100 Educación  101 Música  106 Emociones  108


Empleo  Almas en transición  Suicidio  Adaptación a este reino  Experiencias cercanas a la muerte  Acuerdos prenatales, karma  Registros akáshicos, revisión de la vida  Consejo de Nirvana  Recordando

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GLOSARIO  147


PRIMERA PARTE MATTHEW


VÍNCULOS ENTRE ALMAS Al finalizar la tarde del 17 de abril de 1980, Matthew, de 17 años, estaba conduciendo hacia casa después de un día de trabajo en la finca de su padre en Panamá. Los hombres que lo vieron volcar sobre el asfalto, caer de su Jeep y chocar contra un campo lleno de rocas dijeron que no hubo razón apa­rente para el accidente. El conductor no viajaba con exce­so de velocidad. Tampoco había problemas de tráfico, clima o visibi­lidad, y la carretera estaba en buenas condiciones. Sin embargo, aun así, el accidente ocu­rrió y mi hijo murió en los brazos de sus auxiliadores. Casi catorce años después: Suzanne: Matthew, ¿qué causó el accidente? Matthew: Lo que finalmente conclu­isteis: simplemente me quedé dormido. Por lo menos, esa es la razón por la cual el Jeep se salió de la carretera. Sé que algunos pensáis que si hu­biera estado escuchando la radio, me habría man­ tenido despierto. No, madre, eso no hubiera cambiado nada. Era el contrato de mi alma, era mi momento de par­tir y si no hubiera sido herido de gravedad al destrozar el Jeep, hubiera dejado la vida terrenal de alguna otra manera en esa etapa de mi existencia. El doctor dijo que tus heridas eran tan masivas que no hubieras podido sobrevivir ni habiendo recibido asistencia médica inmediata. Sin embargo, todos los videntes a los que fui me dijeron que no sentiste ningún dolor porque tu espíritu dejó tu cuerpo antes del impacto y fuiste testigo de todo aquello desde arriba. ¿Cómo pueden ser verdad ambas versiones? Los videntes te dijeron lo que yo les pedí que dijeran, y escuchar eso te reconfortó, ¿verdad? Esa era mi intención. No obstante, no fui totalmente exacto cuando te dije que no hubo dolor, porque mi cuerpo sí sintió el im­pacto. Lo que sí es cierto es que mi alma fue liberada de mi cuerpo justo antes de ese momento, para que mi psique no sufriera ningún daño. Si mi alma hubiera permanecido dentro de mi cuerpo, habría quedado seria­ mente dañada antes de llegar aquí. Evitarnos este tipo de trauma es una expresión de la gracia divina. Nos permite una curación y adaptación más fácil y rápida a este lu­gar, no teniendo que pasar por el tratamiento prolongado y com­plejo que se requiere para restaurar un alma dañada


y devol­verle su plena capacidad de funcionamiento. Así que llegué en buenas condiciones psíquicas. Puesto que tu intención era reconfortarme, ¿por qué después de morir esperaste nueve meses para entrar en contacto conmigo en sueños? El vidente con quien hablé, poco después de tu muerte, me dijo que no estabas listo para comu­nicarte conmigo. Sus palabras exactas fueron: “Está en des­canso profundo, reevaluando la decisión que tomó de irse”, y dijo que me darías una señal inequívoca cuando estuvieses listo. Yo interpreté que esa señal fue el sueño que tuve. Tuviste razón al pensar que aquel sueño era mi señal, pero el vidente también habría podido decirte que yo estaba deprimido. Madre, en­contré dificultades que no esperaba, y mis primeros meses aquí fueron totalmente improductivos. Fue un tiem­po muy estresante emocionalmente. ¡Pero quiero que sepas que el proceso de adaptación aquí no tiene que ser de esa manera! Como cualquier otra alma que llega, fui recibido afectuosamente y me ofrecieron toda la ayuda y consuelo posible durante esos meses. Nada podía aliviar mi preocupación por la reacción de mi familia al haber abandonado la vida en la Tierra. No conté con la posibilidad de arrepentirme del acuerdo familiar prenatal que tomamos respecto a de­jarme ir a tan temprana edad. Porque cuando hicimos ese acuerdo, no anticipamos la intensidad y duración real del dolor y sufrimiento familiar. En este reino sentimos lo que nuestras almas que­ridas están sintiendo en la Tierra. Nunca deseé volver, pero vuestro dolor me mantuvo cerca de vosotros du­rante los primeros meses. Estuve tan paralizado como tú, hasta que fui capaz de dejar atrás la pena de la familia y aceptar completamente mi partida, de acuerdo con nuestro pacto. No sé nada sobre esos “acuerdos familiares prenatales” de los que me hablas, y siento que te hayamos afectado de la forma en que lo hicimos. ¡Pero por supuesto que sentíamos dolor, Matthew! ¿De qué otra manera esperabas que reaccionáramos al perderte? Madre, querida, no estoy criticando tus sentimientos. Solamente estoy explicando mi iniciación aquí. No se trata de lo que yo esperaba. Lo que ocurrió fue que el do­lor de todos fue mucho mayor que el que previmos cuando hicimos el acuerdo. ¿Cómo puede un acuerdo ser tan inconcebiblemente cruel como para no considerar el dolor de tu familia al perderte?


Un acuerdo prenatal no es nunca una condena o una imposición impersonal. Nuestro acuer­do fue hecho por todos nosotros a un nivel espiritual. Anteriormente, ha­bíamos compartido algunas vidas y durante esas experiencias habíamos ganado fuerza emocional. Nos elegimos para ser una familia, porque cada uno se en­contraría con las situaciones y condiciones que necesi­tábamos para avanzar en nuestro crecimiento espiri­tual. El crecimiento espiritual es la razón principal de nuestra vida en la Tierra. Cuando tuvimos nuestras conversaciones en el nivel espiritual, todos pensamos que mi partida adelantada sería gestionada de una manera saludable y beneficiosa para todas nuestras misiones indivi­duales de vida. Aunque eso no es lo que suce­dió. Sentir tanto dolor no fue saludable. ¿Qué es el sufrimiento “saludable”? Es permitir que tu fuerza espiritual deje partir a tu ser querido hacia su nueva vida. Cuan­do continúas agonizando por lo que llamamos muer­te o pérdida de esa persona, tu alma se mantiene unida a la suya. Nuestros lazos en la pena son tan fuertes como nuestros lazos en el amor, y aquí ambos producen poderosos efectos en nosotros. La energía car­ gada negativamente por una pena prolongada nos impide avanzar en nuestra evolución espiritual, mientras la energía positiva del amor ilumina nuestro camino espiritual y acelera nuestro crecimiento. ¡Por supuesto que echáis de menos la cercanía física! Cuando hay amor, no hay forma de evitar ese dolor natural de la partida. ¡Pero si lo aceptas, obtendrás la for­taleza espiritual del amor compartido, en vez de los efectos dañinos de la pena compartida! Y sabrás que un sufrimiento “saludable” por tu parte también nos ayuda a nosotros. Si tus lazos conmigo permanecen tan fuertes, Matthew, ¿cómo vas a tener una vida normal e independiente ahí? Madre, es igual que cuando amamos a otros en nuestras vidas en la Tierra y al mismo tiempo disfrutamos de otros aspectos de la vida. ¡Cuando finalmente empecé a seguir adelante, fue porque me liberé del sufrimiento y la pena que vosotros sentíais, no porque hubiera dejado de amaros lo más mínimo! ¡Nuestros lazos de amor son tan fuer­tes como siempre! En cuanto a mi vida aquí —una vez que dejé que siguiera avanzando su curso— ¡ha sido maravillo­sa! Tengo buenos amigos y almas especialmente que­ridas. Mi trabajo es inmensamente gratificante. Dis­fruto de los deportes y de actividades de esparcimiento, y estudio y trabajo como solía hacerlo. Ahora tengo esta co­munión contigo, tal y como los videntes te anunciaron.


Entonces, ¿no dirías que esta es una vida “nor­mal e independiente”? ¡Yo diría que sí! Sí, querido, suena como una vida completa, una bue­ na vida, y, naturalmente, estoy feliz por eso. Pero todavía te echamos de menos, Matthew. ¿Por qué tu muerte a tan temprana edad tuvo que ser parte de nuestro acuerdo familiar? No puedo creer que alguna vez haya estado de acuerdo con eso. Lo estuviste, madre. Nunca formaría parte del acuerdo familiar nada que no fuera absolutamente necesario para la experiencia de todos. Por el momen­to, por favor, dejémoslo ahí.

NUESTRA FAMILIA Desde el inicio, la vida de Matthew era una cele­bración de independencia. Así me lo hizo saber des­de el primer momento en que lo sostuve en brazos, y lo respeté a través de sus años en la Tierra. Fue el tercero de mis cuatro hijos, y nació cuando Eric tenía cuatro y Betsy, casi tres. Mis hijos mayores estaban tan ocupados el uno con el otro que en muy pocas ocasiones mostraban interés en su hermano pequeño. Por ello, durante casi dos años, Matthew y yo estuvimos la mayor parte del tiempo solos, excepto por la presencia de nuestro noble perro spa­niel “Freckles”, con quien tuvo la misma relación de cariño que tendría con nuestros futuros perros. Matthew era peculiarmente serio y observador hasta que comenzó a hablar, poco antes de cum­plir dos años —justo cuando su hermano pequeño Michael cumplió dos meses—. Yo hablaba con él continuamente, pero él simplemente escuchaba en silencio. Su papá pensaba que era retrasado, pero yo sabía que no lo era. Cuando le decía que tenía que tratar a los animales y a todas las personas cariñosamente o que podíamos ver a Dios por todas partes y alrededor de nosotros, él parecía absorber mis palabras como si su vida dependiese de poder repetirlas. Cuando los temas y mi tono de voz eran alegres, su sonrisa cautivadora se inclinaba hacia arriba y sus ojos grises bri­llaban, como si guardaran un travieso secreto. No me sorprendió que una vez que Matthew comen­zó a hablar, se comunicara con oraciones completas, y pronto dio opiniones —a veces sorprenden­temente maduras y sabias— sobre cualquier tema a todo el que le escuchara.


Cuando Matthew tenía tres años, nos mudamos de Miami a Panamá. Fue una mudanza por motivos de trabajo que llevó al padre de los niños de nuevo a su lugar de nacimiento. Supuso integrarnos en una familia grande y atenta y en un ambiente multicultural que influyó en posteriores decisiones en nuestras vidas. En su nuevo ambiente, Matthew prosperó en su particular mez­cla bilingüe de actividad dinámica + introspección e imaginación. Su profesora de primaria me citó molesta porque Matthew había convertido los números de su examen de matemáticas en dibujos de flores. A lo largo de los años esos pequeños dibujos fueron evolucionando a panorámicas surrealistas, naves es­ paciales y seres extraños sobre tableros de arte entremezclados con los contenidos de sus cuadernos de secundaria. Hasta su última hora en la Tierra, Matthew tuvo una vida plena. Él y Eric descubrían e inventaban aven­ turas juntos. Dominaban maniobras complicadas en patinetes y motocicletas, y Matthew jugaba al baloncesto, tenis y fút­ bol. Su hermano menor, Michael, no era tan bueno en los deportes como él, pero aun así, era el tercero de los hermanos Ward. Cuando llegaron a adolescentes, el trío se había convertido en personas muy valoradas en las fiestas y en aliados formidables, dignos de confianza. En aquella época, los ni­ños viajaron frecuentemente de la casa de su padre en Panamá hasta mi lugar de residencia en Estados Unidos. El divorcio había ter­minado con la estabilidad geográfica de nuestra familia y con la de sus vidas. Dos años después de la separación, el mis­mo mes en que Matthew cumplió diez años, los niños y yo nos mudamos de Panamá a Virginia, cerca de Washing­ton DC. Fue la primera de varias mudanzas relacionadas con mi trabajo. Los niños tuvieron que madurar deprisa. Debido a las dificultades familiares, Eric consi­ guió rápidamente su permiso de conducir, Betsy se autonombró ayu­ dante de su madre y consejera de sus hermanos, Matthew se convirtió en un cocinero innovador y en un comprador astuto, y Michael escribía menús y listas de la compra. Todos estábamos orgullosos de nuestro hogar, don­dequiera que este estuviera. Los chicos participaban con entu­siasmo en la restauración y decoración, y realizaban tareas domésticas, aunque estas quizás con menos ganas. También se convirtieron en ávidos fanáticos de los Miami Dolphins debido a sus raíces, puesto que los niños habían nacido allí. Incluso sin la presencia de su padre, los niños y yo éramos una familia sana, sólidos en espíritu. Sin em­bargo, esos años migratorios de nuestras vidas presen­taron desafíos y retos para todos nosotros, y finalmente acabé quedándome sola. Primero, se mudó Eric de nuevo a Panamá para acabar


el último año de secundaria y más ade­lante, compatibilizó el trabajo y los estudios en la universi­dad. Al año siguiente, Betsy se matriculó en la universi­dad, en Virginia. Para evitar más interrupciones escolares a causa de mis traslados, Matthew y Michael fueron a un internado en Florida, cerca de mi madre y otros fami­liares, y, posteriormente, también regresaron a Panamá para terminar sus estudios secundarios. Durante nuestra separación geográfica, resultó de vital importancia para mis sentimientos maternales poder visualizar a mis hijos en sus entornos. Había vivido y visitado los lugares donde estaba cada uno de ellos, por lo que estaba familiarizada con sus ambientes y compañías. Podía imaginarlos estudiando y socializando; surfeando, conduciendo motos y charlan­do; trabajando en diversas responsabilidades; sentados en la mesa del comedor de su padre y su madrastra. A pe­sar de que mis hijos estaban lejos de mí, a través de innumerables imágenes mentales de ellos, yo era aún una especie de espectadora o participante de sus ac­tividades diarias. Mi toma de conciencia de estar unidos inseparablemente por lazos de amor, me permitía sentirme cerca de ellos durante los numerosos períodos que estuvi­mos separados. El 16 de abril de 1980, Matthew estaba en Pana­má. Se había graduado un semestre antes de tiempo y estaba trabajando en la finca de especias de su padre. Iba a venir a vivir conmigo a Philadelphia, donde yo me había mudado menos de cuatro meses antes. Las cartas de Matthew eran sobre todo informes entusiastas sobre las responsabilidades que su padre le había confiado, que estaban retrasando su partida varias se­manas más allá de sus planes iniciales. Más adelante me enteraría de que él y Betsy tenían otro plan: sor­prenderme el fin de semana del día de la madre. Sin embargo, esa noche en que Matthew me llamó para desearme feliz cumpleaños con retraso, yo le regañé por haberse olvidado de su pobre y vieja madre. Me dijo: “Pienso en ti todos los días y te amo todos los días, y siempre lo haré. No lo olvides nunca”. La noche siguiente el padre de Matthew llamó para decirme que nuestro hijo había muerto.



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