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o Dos se miran

CUATRO ESCALONES POR ENCIMA

(O DOS SE MIRAN)

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Pedro Campos Morales

1. EL JOVEN

Punto por punto, con todo detalle, como quieran, ya les cuento. No quedaba ni un dedo de mi cerveza cuando entró el viejo y presentí que la noche aún no había acabado. Pedí otro tubo. Un grupo de cuarentones a mi izquierda. Enfrente, una pared color salmón, fotos de Marilyn, mesas vacías. A mi derecha, la rubia y la morena, ocupando la prolongación del banco de piedra con cojines forrados de cuero en el que yo estaba apoltronado. Frente a ellas, en un rinconcito, a la altura de cuatro escalones por encima de todos nosotros, la mesita

que ocupa el viejo cuando decido reengancharme y pedir la segunda al camarero.

El antro se llamaba Quilombo. Entré allí porque en la Guía del Ocio prometían actuaciones en directo. En mis circunstancias, solo en Barcelona, y con mi carácter, de una timidez enfermiza, consideré este lugar idóneo, entre otras cosas por su cercanía al hotel, para no morirme de pena encerrado en la habitación después de la cena. Un grupo musical tocando en una esquina bien visible y exclusivamente iluminada me ayudaría a fijar la mirada y eludir incómodos encuentros con el prójimo, invariablemente acompañado, que elige los bares para aderezar sus emociones de fin de semana y humillar a seres solitarios con sus regulares y silenciosas ráfagas visuales de superioridad. Era viernes, ¿no?, ayer mismo, tras algo más de veinticuatro horas en Barcelona, aún soportaba los ecos de mis lamentos por el fracaso de la noche del jueves, vine a recoger un premio de poesía y me plantaron como finalista. Diploma y regalo simbólico de fina factura diseñado por artista local tácitamente sublime, no valía ni para ponerlo en el bidé. Caminé muchísimo el viernes, día posterior al evento nocturno. Subí al Tibidabo, atravesé Gracia, todo el Eixample, deambulé por el barrio gótico, por las Ramblas desemboqué en el puerto y hasta me asomé por una ladera del Montjuic. Y en todo el día no pude dejar de preguntarme por qué coño me habían hecho venir desde la otra punta de este país para despacharme con un acto rápido, frío, sin una sola palabra en castellano. Porque no mencionaron mi nombre, alcancé a saber que no gané el premio. Por supuesto, mi dignidad me impidió someterme a la humillante invitación posterior a cava y embutidos. Veinticuatro horas después, poco antes del Quilombo, había llegado a una conclusión: si yo había sido el único finalista en lengua

castellana, estaba claro que me habían utilizado como tapadera, habían abierto su concurso al castellano para captar más participantes y a algún incauto tenían que elegir en esta lengua para cubrir el expediente. La solución al enigma me animó a meterme al Quilombo, no estaba dispuesto a pasar mi segunda y última noche en la metrópolis con la cabeza escondida en un tétrico cuartucho de hotel.

A las diez de la noche el bar estaba casi desierto. A pesar de eso no me pareció malo el panorama, algo frío tal vez, estética retro, música de los 80, no estaba mal. El camarero, sentado en una banqueta al exterior de la barra, me atrapó y amablemente me dirigió a una mesa. La ubicación era perfecta, dominaba casi todos los ángulos del local, aunque de momento, al frente, sólo Marylin en una pared salmón me hiciera compañía. A mi espalda, el cristal de una ventana cerrada que daba a la calle. Mi izquierda y mi derecha ya estaban ocupadas cuando ocupé mi espacio. Primero hice un rápido repaso a mi derecha. La rubia era tímida, la morena más bien al contrario. Conversaban en castellano con algunas frases salpicadas en catalán. La morena, chaqueta corta y forrada, pantalón bombacho con vuelta en las pantorrillas, alpargatas y medias, charlaba, cantaba, brindaba y pedía las copas. Instruía a su amiga, trenca oscura y abierta, blusa estampada, falda de punto, botas altas, en el arte de beber tequila, rituales de sal, chupito y limón, le hablaba de sexo, de temperaturas que los cubatas elevaban a cada sorbo, de masculinidades de belleza gradualmente enriquecida por el alcohol. La rubia reía, bebía al ritmo de su amiga. Yo disfrutaba de la música, bebía cerveza, fumaba, comía palomitas una a una de un tazón. Los cuarentones de mi izquierda hablaban a voces, de películas antiguas, de rock, de Queen, de la Bohemian Rhapsody. Entró un travesti de me-

diana edad, pelucón, labios gruesos, ancho de espaldas, túnica romana, voz recia. Carmen de Mairena, anunciaron los de mi izquierda. Se vino hasta mi mesa, me ofreció flores, dije que para quién, me dijo que para ellas, las que tenía a mi derecha, ellas rieron, yo contesté que no las conocía, que nadie nos había presentado. El travesti se despidió diciéndome que volvería más tarde, a ver si entonces. Me pareció bien. Cualquier anécdota por pequeña que fuese, cualquier cruce de palabras por breve que fuese, me parecían bien. Todo me parecía bien hasta que agoté la cerveza, y entonces apareció el viejo y todo me pareció mejor.

Era robusto, sólido como un tanque, la cara era un ladrillo mate, cuadrada y grande, y grandes las gafas, cuadradas y ahumadas. Se arrellanó en el único rincón encaramado a una altura de cuatro escalones por encima de nosotros, le sirvieron su bebida, en vaso ancho y corto. Se acomodó, empujó la mesita para encajar las piernas, resopló con fuerza, evidentemente venía cansado, encendió un cigarro, descubrió a las dos chicas sentadas a mi derecha, inmediatamente los ojos se le pegaron al cristal de las gafas. No pude evitarlo, me eché a reír apartando de él la mirada. Puse mis ojos en una foto de Marilyn, en una foto de Manhattan, en la vela apagada de un velador vacío, en el cuenco de palomitas en mi mesa, en la punta encendida de mi cigarro, en el vaso de cerveza que me llevé a los labios. Al tiempo que bebía lo volví a mirar. Sus ojos no se habían despegado de las chicas, se trasladaban de una a otra con prisas, como si alguien las fuese a suprimir de un momento a otro, como quien no se atreve a parpadear a la vista de un oasis, se las metía hasta el alma a través de las gafas ahumadas, su boca permanecía inerte, con un ligero temblor involuntario en la sonrisa abierta. No pude dejar de

reír, ocultando mi boca con una mano y el vaso de tubo, miré a las chicas, miré la pared salmón, miré al viejo y entonces se encontraron nuestras miradas. Advirtió que la intensidad de su exploración visual a las chicas me divertía y me sonrió, inclinó la cabeza y torció los ojos en dirección a ellas, buscando mi aprobación. Se la di con una sonrisa, asentí con la cabeza y di un trago a mi cerveza para escapar de su mirada. Es algo que me ocurre con frecuencia y que siempre acaba por hacerme sentir muy solo: como soy incapaz de dar el primer paso para iniciar la comunicación, me paso la vida deseando que tal o cual persona dé ese paso, y en el momento que veo que un individuo amenaza con ello, me da por pensar que me hará perder el rato sin aportarme ninguna experiencia valiosa. En consecuencia, siempre acabo huyendo y arrepentido de la fuga luego.

Aplacé un buen rato la siguiente ojeada al viejo. El local se atestaba de seres reunidos en grupos más o menos numerosos, nunca inferior a dos sujetos, el trasiego me permitía posar mi atención en unos y otros, alejándola del viejo. Al ver que la chica morena se ponía en pie y, bailando sinuosamente, se desembarazaba de su chaqueta, descubriendo una camiseta corta, un ombligo, un escote redondo, muy abultado y muy redondo, volví a mirarle. Ya estaba esperándome, sus ojos brincaban enfebrecidos entre mis ojos y el cuerpo rotundo y canallesco de la morena. Me sonrió y le sonreí. Eché a la chica un vistazo por deferencia a su admirador justo cuando ella llamaba al camarero.

Adivinando que el tipo se pondría pesado me empecé a escabullir mirando a otras personas, entre las sombras móviles poco se veía ya del color salmón de la pared, ya me impacientaba que no diera comienzo la actuación. Por suerte

frente a mí se sentaron dos amigas, la más joven de unos cuarenta años, de pelo corto, expresión melancólica, muy agradable para reposar la vista en algún punto entre sus cejas. Aunque a mi pesar, sin poder contenerme, con regularidad renunciaba a este bonito reposo para lanzar miradas al azar. Ni por un minuto perdí el hilo de lo que a mi derecha ocurría. El camarero sirvió a las chicas dos vasos de tubo con algo color lila en su interior. Las chicas aplaudieron la llegada de sus cuartos o quintos cubatas mientras el camarero, al pasar junto al viejo, era retenido. Por los gestos entendí que el viejo pagaría esas dos consumiciones. El camarero fue a la barra, esperó un tiempo prudencial para después, aprovechando un viaje con la bandeja llena para otros, inclinarse ante las chicas y darles la noticia.

Primero miraron al viejo, hasta entonces no habían advertido su presencia, después se miraron entre ellas, la rubia aguardaba la reacción de la morena, al viejo casi le lloraban los ojos, su sonrisa era la de una marioneta, la de una calavera. La morena resolvió reanudar el diálogo como si no se hubiera producido un paréntesis, mientras hablaba sin parar sutilmente vigilaba los movimientos del camarero. Lo atrapó con una seña cuando éste se deslizaba con los vasos vacíos, le dijo estas copas las pagamos nosotras, y siguió hablando como si no se hubiera producido un segundo paréntesis.

Ya habían visto al viejo, el viejo había entrado en sus vidas y yo decidí recrearme con los acontecimientos que la noche tuviera a bien regalarme, asumí mi papel de observador privilegiado, dejé de mirar al viejo excepto cuando estaba completamente seguro de que no me vería mirarle, si a pesar de esto tropezaba con sus ojos que me buscaban continuamente, yo apartaba los míos. Con las miradas de ellas nunca me encon-

tré, yo era invisible para todos, para las chicas, para la cuarentona de hermosas cejas, insubstancial para todo el bar menos para el viejo, y lo que hasta entonces me había resultado doloroso en aquel momento me pareció perfecto, hasta grandioso, me hallaba sentado en un rincón oscuro de un circo antes del ensayo general, asomado a los camerinos cuando nadie sabe que para mí ya están interpretando, cuando todos actúan sin saber que están actuando y nadie espera críticas ni aplausos, nadie nota que anda en pelotas ante mis narices, indiscutiblemente ésta era la auténtica actuación en directo del Quilombo.

El camarero no se arriesgó a notificar al viejo el rechazo de las chicas. Pasó de largo, el viejo le miró inquisitivo, adelantó un poco el cuerpo hacia él, indeciso. Retiré de él la vigilancia hasta que, como en los mejores circos, reapareció el travesti.

Se vino derechito hacia mí. El viejo, tan enfrascado estaba en las formas de la morena, no le vio desfilar a su lado. El travesti me preguntó, y ahora. En algún lado un grupo de adolescentes se carcajeaba a coro. Contesté, con resignada mueca teatral, que aún no las conocía. Oí la voz del viejo, llamaba a grandes voces al travesti, con una sola vocal. El travesti se le fue sin pensarlo. El viejo manoteó, extendió dos dedos al mismo tiempo que dos parejas jóvenes pedían permiso para sentarse a la mesa de las chicas. El travesti se acercó en pleno revuelo de banquetas movidas, de abrigos apelotonándose en un rincón, entregó una rosa a la rubia, otra rosa a una de las chicas recién llegadas. Intuí excitado la confusión consiguiente. La rubia no se atrevió a agarrar la flor, la dejó sobre la mesa, necesitaba la venia de su amiga, por el contrario la chica recién llegada, sintiéndose segura con su novio junto a ella, la aceptó instintivamente, interrogó al travesti con un gesto de los hombros, éste señaló al viejo. El viejo, perturbado, re-

accionó con agilidad, señaló imperiosamente a la morena, el travesti separó otra rosa de su racimo, la tendió a la morena, la morena dijo qué coño y tomó la flor, la rubia inmediatamente de la mesa recogió la suya. Las dos miraron al viejo de reojo, no le enviaron ni un guiño de agradecimiento, ni una sonrisa, unas cejas levantadas en señal de reconocimiento, juntaron sus cabezas frente con frente y rieron. El travesti subió los cuatro escalones, gesticuló junto al viejo. Vi al viejo negar con la cabeza, vi al travesti bajar los cuatro escalones con la cara encendida, rubor natural bajo mantos de maquillaje, en un solo movimiento que parecía coreografiado de las manos de las chicas arrebató las tres rosas, la rubia y la morena rieron con más ganas, la chica recién llegada buscaba en los ojos de su novio una aclaración, el novio quiso amenazar al viejo con una sonrisa tan imprecisa que parecía a punto de romper a llorar. El travesti se esfumó, por primera vez el viejo no miraba fijamente a las chicas.

Ofreciéndole mi perfil intuí que acechaba mi atención, y se la di, volví hacia él la cara. Estaba muy serio, el rostro congestionado, dio una calada agresiva al cigarro y me hizo una señal con la mano, ven, me ordenaba, con una sacudida de la cabeza le dije no. Ven, me repitió con la mano, esta vez reforzando su petición con una inclinación del cráneo. No, le dije con la cabeza, y moví mi mano para decirle ven tú si quieres. Con cabeza y manos me dijo no, ven. Ahora sólo con una mano le dije no, ven tú si quieres, y como vi que perseveraba, torcí la cabeza hacia otra parte, di un buche a la cerveza, una calada al cigarro, le volví a mirar, ya me esperaba, me repitió las mismas manotadas, los mismos cabeceos. Ahí fue cuando levanté las dos manos para decirle no y decirle se acabó, para señalarle a las chicas y decirle no, para señalarle a él y decirle puertas,

lárgate ya, mamarracho, mi mano derecha extendida sobre el canto de mi mano izquierda, los dedos de ésta apuntando a la puerta de la calle.

Detuvo sus mímicas, se quedó contemplándome, llevándose la bebida a la boca, bebió sin dejar de mirarme. Giré la cabeza y miré al grupo de adolescentes que antes oí reír, miré la foto de Marilyn, la pared salmón por encima de las cabezas y las sombras, la mujer de cuarenta, pelo corto, cejas perfectas, que escuchaba, fumando, los problemas de su amiga. Apagué el cigarro, encendí otro, me eché a la boca unas palomitas, la rubia y la morena se pusieron en pie, se vistieron, la una chaqueta, trenca la otra, subieron los cuatro escalones bajo la urgente mirada del viejo, que ya no sonreía. Aparté otra vez mis ojos de él, cuando volví a echar una ojeada a su rincón, el viejo ya no estaba.

Mi cerveza se acababa. Al vuelo, pregunté al camarero qué tipo de música daban en directo. Rumbas. Di el último buche a la última cerveza. Para mí la actuación había concluido. Iba a ponerme en pie cuando oí unos gritos. La rubia y la morena entraban al bar y asaltaban la mesita que antes ocupó el viejo. Gritaban de alegría, se habían quitado de encima al plasta, bailaban sentadas a cuatro escalones por encima de todos los demás. Me sentí muy a gusto. Uno de los chavales del grupo de adolescentes me pidió un cigarro. Mientras se lo daba, uno de sus amigos me sacudía con el brazo mirando a las chicas, la morena sacudía sus pechos, exteriorizaba su libertad, el muchacho me dijo algo en catalán que no entendí pero no hizo falta aclarar. Ahora las chicas tenían admiradores más apropiados.

Me levanté, me puse el abrigo, pasó el camarero, le pagué, subí los cuatro escalones y no pude controlar un arrebato que alzó y desplazó por un instante mis toneladas de timidez, fue

para mí toda una heroicidad inclinarme hacia la rubia y la morena y decirles no os habéis dado cuenta, pero os he quitado de encima al plasta. La rubia dijo gracias, y su sonrisa era generosa, pero no logré permanecer junto a ellas la fracción de segundo necesaria para generar la posibilidad de una conversación. Mientras salía hacia la calle, en mi espalda sentí las miradas de los chavales. Con toda seguridad se preguntaban qué les había dicho a las chicas.

Y no me queda mucho más por contarles. Volví al hotel. No tenía sueño. Como luego sucedió, sabía que caería rendido nada más acostarme, pero estaba en Barcelona y siempre me ocurre en las grandes ciudades que me entristece irme pronto a la cama. En mi habitación prohibían fumar, pensé que podría haber detectores de humo que escupirían agua si encendía un pitillo, de modo que salí al balcón para echar el último cigarro. Hacía frío, sí, con el abrigo puesto cerré la puerta desde el exterior para mantener caliente la habitación. Tuve suerte, sólo tenían balcón los pisos desde el mío hacia abajo, desde la mitad del edificio hacia arriba únicamente había ventanas. La vista era estupenda, una quinta planta en plena Diagonal, aunque muy grande el estruendo de coches. Al otro lado de la avenida, en un bloque de viviendas de fachadas lujosas, se encendió una luz. Una mujer entraba a su dormitorio dejando caer la toalla que envolvía su cuerpo. Desnuda, abrió un armario, sacó una percha de la que colgaba un vestido, lo examinó a la luz, volvió a meterlo, repitió la operación con dos o tres vestidos más, dejó uno sobre la cama. Miró hacia mi balcón, quizá vio el brillo de la colilla encendida, pero no pareció importarle, confieso que esta actitud me puso nervioso y me retuvo en el balcón más de la cuenta, me volvió la espalda, se inclinó ante una

cómoda, sacó ropa interior de unos cajones. Se miró al espejo y, mirándose se reclinó en la cómoda, se apoyó en ella cruzando los muslos, los brazos, encajando entre ellos los pechos, levantando la barbilla, echando hacia atrás la cabeza, sacudiendo el pelo mojado. Mirándose se separó de la cómoda, se inclinó a un lado, al otro, midió la curva de una y la otra cadera, se palpó los pechos, se puso la ropa interior, se probó un vestido. Se miró en el espejo, por delante, de perfil, por detrás torciendo el cuello, adosando la planta del pie izquierdo sobre la cara interior de la rodilla derecha estudió el dibujo que proyectaba la caída del tejido sobre sus muslos. Ustedes querían detalles y yo se los doy. Se quitó el vestido, lo metió en el armario, sacó otro, se lo puso, no sé cuántas veces repitió el ejercicio. Pude fumarme hasta tres cigarros, terminé por aburrirme y me metí en la habitación, me desnudé, me acosté, creo que me dormí enseguida.

Tuve una pesadilla, en ella me despertaba en esa misma cama, el viejo inclinaba sus gafas, su sonrisa, sobre mi cabeza, gritaba está aquí, verdad, está aquí, y trataba de apartar la sábana que me cubría. Yo no podía hablar, quería gritar pero no podía, quería decirle que se equivocaba, que se largara, que nos dejara en paz a mí y a las chicas, pero la voz se negaba a salir de mi garganta. Desperté sudando. Antes de verla sentí su calor, encendí la luz y allí estaba, a mi lado, en la cama, encima de la sábana, vestida aunque con la chaqueta abierta, la camiseta alzada hasta la mitad de su espalda, sin color en el rostro, o con un color impropio de una cara humana, verde violáceo, púrpura azulado, con todo detalle, como me han pedido.

Y esto es todo, no sé más, no hice ninguna llamada, no he hablado con nadie desde que llegué a Barcelona, yo no la maté, más no puedo contarles.

2. EL VIEJO

Tú ya me conoces, qué quieres que te diga, soy un viejo triste, rancio, ocioso, sabes que hace poco me dieron la patada, y no la última patada, mi mujer me la da todos los días, me echa de mi casa para perderme de vista, puedo evaporarme dos días enteros y ella ni se entera, mis hijas no me toleran, a mis nietos ni les veo la cara, la pensión de policía no da para mucho, ya te enterarás, aunque tampoco me hace falta, de vez en cuando un trago, alguna puta, ganduleo por Barcelona como alma en pena, la conozco, a Barcelona, en cada una de sus esquinas, en cada calle, cada tugurio, conozco a sus putas, a sus chulos, a sus traficantes, los garitos de inmigrantes, las tascas de los estibadores, los pubs de niñas pijas, todos los antros y toda la carroña, la chusma de esta maravillosa ciudad. Me paso los días pateándome los barrios, las avenidas, las noches confinado en bares visitados por pelanduscas, no creas que voy mucho con ellas, me contento con mirarlas, puedo pasarme toda una noche mirando a una puta, las conozco bien, sé quiénes son, las detecto, las respiro desde que entro a un recinto cerrado, se mezclan con los demás, se incorporan a sus charlas, a sus ocios noctámbulos, comparten sus bebidas, sus risas, hasta sus inquietudes pasajeras, son putas ocasionales, reptiles camuflados, cachos de mierda por un rato disfrazados de niñas simpáticas. De muchas de ellas conservo los números de teléfono, de algunas por asuntos profesionales, de otras por guardarme el recuerdo de algún restregón, por soñar con la repetición de un polvo sobre un cuerpo joven y entregado. Pequeñas manías a las que no renuncié cuando me jubilaron. Mala suerte.

Durante mis excursiones nunca tomo rumbo fijo, siempre elijo un objetivo, alguien que me parezca interesante, ése

es mi norte, a veces un ser tan anodino que me tendrá horas arrastrándome por lugares soporíferos hasta hacerme desertar con una frustración que me arde en las tripas. Ese tipo de individuos me empuja habitualmente a acostarme con una puta. En ocasiones sigo a alguien durante dos, tres días, otras veces le dejo marchar a los cinco minutos, desvío mi ternura hacia otra presa más prometedora y me entrego a ella o bien me dejo caer en un banco para esperarla. Puedo esperar en un banco, de madera o de piedra, durante horas, nunca me resfrío, no siento frío ni el calor me hace sudar, al acecho de otras vidas me mantengo tan insensible como cuarenta años atrás. Por lo general mis objetivos son hombres, las mujeres me cansan, son más constantes, más previsibles, más repetitivas, los hombres a menudo me sorprenden, puedo escoger a un tío con cara de ratón de biblioteca que remata su jornada en un callejón dando de hostias a un camello, a un ejecutivo llorando de risa ante un guiñol callejero para niños. A éste le conocí en un acto cultural.

Le pillé a las ocho de la tarde, recorría varias veces la misma calle arriba y abajo, miraba el reloj, era evidente que esperaba a alguien o una hora determinada para entrar a algún sitio. Observé que lo miraba todo, que le gustaba mirar a la gente, los escaparates no despertaban su interés, ni los puestos en la calle, tendría que andarme con cuidado si no quería que me pescara rondándole. Vestía bien, todo de negro, no llevaba corbata, desabrochado el botón superior de la camisa, abrigo corto, pelo lacio, con greñas hasta los hombros, gafas, perilla bien recortada, no era comercial, no estaba allí para hacer negocios, tampoco esperaba la llegada de nadie, de eso ya estaba seguro pues recorría la calle de punta a punta y desde un extremo no se alcanzaba a ver el otro. Por su aspecto

perfectamente se podía creer que iba al teatro, pero en tal caso bien podría estar esperando la hora de la función en la misma puerta, indudablemente su destino era un lugar donde le esperaban y no quería presentarse con antelación, por lo tanto no se trataba de la visita a un familiar o un amigo. Concluí que entraría a un lugar donde le resultaría desagradable reunirse con quien o quienes fuesen antes de tiempo.

Recorrí la calle a diez metros por detrás de él, registrando sus movimientos, analizando el más ligero de los desplazamientos, escrutando las repentinas y casi imperceptibles aceleraciones, evolucionando con él y amagando, maniobrando en paralelo con sus maniobras para no dejarme engañar, para no dejar escapar sus cavilaciones, sus titubeos, sus dudas, sus tanteos, sus indecisiones. Siempre caminaba por el mismo lado de la calle, era razonable deducir que ese lado era el opuesto al lugar de su cita. Cuando iba a alcanzar un extremo, me colaba en una tienda o en un portal, esperaba un tiempo y salía, él ya marchaba en sentido contrario, miraba a las personas que pasaban a su lado, también fugazmente algún puesto ambulante, sin detenerse miró la hora y volvió ligeramente la cabeza hacia la otra acera. Ahí le trinqué. En el otro lado había un edificio viejo, un portalón, cuando se alejó crucé la calle, entré, en una pared del vestíbulo se ponía nombre al local, Centre d’Estudis Literaris de Barcelona. En la pared de enfrente, un tablón de anuncios con la nota de un evento, en catalán y en castellano, dijous 14, a les 20.30, lliurament de premis dels XXXV Certàmens de Poesia i Contes Centre d’Estudis Literaris de Barcelona. Era jueves, 14, sin duda ésta era la meta del joven, accedí a una pequeña sala de teatro y me senté al fondo, en una butaca alejada del escenario, donde no me delataba el resplandor de los focos.

Cuando él entró ya había gente en la sala, muchos viejos, algunos jóvenes, unos pocos niños, al parecer se fallaba la versión infantil del concurso. Se sentó con cautela a la mitad del patio de butacas. El acto se ventiló rápido, se designó a los finalistas, mi muchacho subió dócilmente a recoger su diploma, el hecho me cogió dormitando y no capté su nombre, lo cual no tuvo más importancia que una ligera herida en mi amor propio de espía gastado. Se nombró a los ganadores, se cerró el acto y salió en seguida de allí, desechando el convite. Mejor así, más fácil para mí. Le seguí, Barcelona siempre tiene gente en sus calles, las calles son rectas y facilitan el seguimiento discreto. A los veinte minutos entró a un hotel, en la mitad de la Diagonal. Me fumé un cigarro, comprobé que tenía suficiente dinero en efectivo, después entré, pedí una habitación, subí, me di una ducha, medité durante unos minutos si me apetecía llamar a una puta, sus vocecillas gemían desde la agenda de mi teléfono móvil, abrí la ventana, a saber por qué en los hoteles la calefacción siempre está demasiado alta, encendí un cigarro y me asomé a la Diagonal, en el edificio de enfrente había luces encendidas, familias cenando en distintas habitaciones, hombres y mujeres y televisores, entre el jaleo del tráfico oí una tos, miré hacia abajo, curiosamente había balcones un piso por debajo de mí, este detalle me habría fastidiado mucho si no hubiera descubierto que quien tosía ahí abajo era él, el joven que se quedó sin premio, fumaba lúgubremente apoyado en la balaustrada de piedra, mirando al frente. Me corrieron hormigas en el estómago, una pequeña conmoción en el bajo vientre, una sensación de triunfo que no experimentaba desde niño, le tenía localizado, justo una planta por debajo de la mía. Para solemnizar la ocasión, dejé caer ceniza de mi colilla sobre su cabeza, cerré la ventana y me fui a cenar.

Me levanté temprano, me busqué un cafetería estratégica, a pocos metros frente al hotel, allí tuve que esperar dos horas hasta verle salir. Lo escolté durante todo el día, me hizo feliz que aún no abandonara Barcelona, desde el móvil llamé al hotel para reservarme otra noche. No me aburrió. Se adivinaba que desconocía la ciudad, de un bolsillo del abrigo le sobresalía una pequeña revista. Me agotó, deambuló tanto que dos veces tuve calambres en las piernas, pero no quise dejar que se me escurriera, le seguí por media ciudad, le gustaban los exteriores, rara vez entraba a una tienda. Las esquinas de Gaudí, los monumentos sólo los contemplaba desde fuera, comía en terrazas aunque el día se nublaba a ratos, para descansar elegía lugares concurridos, miraba a las mujeres, sin descaro, con mucho disimulo, se detuvo ante el Museo Erótico pero no se aventuró a entrar e incluso se retiró avergonzado cuando uno de los porteros se dirigía a él. Me gustaba, era como yo, sólo que más apocado, era la sombra de un lobo estepario, a lo largo del día no hizo una llamada telefónica, ni siquiera vi que llevara móvil, tampoco anillo de casado. Era escritor y en su cara tenía pintado el fracaso, eso me lo hacía muy cercano.

Al anochecer volvió al hotel. Yo subí a mi habitación, me duché y verifiqué una vez más su afición a fumar acodado en el balcón. La misma cafetería me sirvió para retomar la persecución. Buscó un restaurante para cenar, no tuvo nada fácil encontrar uno donde permitieran fumar, frente al restaurante me encontré un portalito sombrío donde esperar escondido. Cuando salió, se guardaba la revista en el bolsillo, pude distinguir que era una guía para moverse por la ciudad, miraba un plano, intentaba orientarse. Después de un par de vacilaciones, a sólo una manzana dio con el Quilombo.

Nunca hubiera imaginado que escogería ese bar, no era su estilo, no era el estilo que había exhibido para mí durante veinticuatro horas, pero me alegré mucho, es más, me entusiasmé mucho. Conocía bien el bar, di por terminadas muchas noches allí antes de tirarme a una furcia, el bar era frecuentado por ellas, las jóvenes, esas que sólo un ojo experto como el mío detecta, yo conocía bien ese bar y conocía bien a sus putas. A punto estuve de unirme a la fiesta en ese mismo momento pero el estómago me recordó que no había cenado. Antes de buscar un servicio de comida rápida me asomé al Quilombo para cerciorarme de que mi amigo se instalaba allí. A través de una ventana, a espaldas de él, vi que el camarero le servía una cerveza, a su lado había dos jovencitas, probablemente dos de mis putillas. Cuando volví con la barriga llena y me senté en mi rincón favorito, encima de la escalera, desde donde podía ver cada cara, cada gesto, cada mirada, reconocí con una satisfacción inmensa a una de las chicas sentadas junto a mi amigo, era Lydia, con i griega, mi morenita Lydia, así la almacenaba en mi teléfono móvil, LYDIA MORENITA, para diferenciarla de la otra Lidia, pelirroja, con i latina, famosa en el Eixample y con veinte años más que ésta. A la amiguita rubia de Lydia no la conocía, no era puta, estaba claro, todavía no, pero con un poco de vocación y esfuerzo algún día lo sería, las imaginé a las dos desnudas en mi cama del hotel, comiéndomelas a bocaditos chicos, oyendo sus risas lozanas, retozando para contentar mi alma, hasta que me di cuenta de que llevaba un rato mirándolas embelesado, con mi bebida en la mano y una sonrisa alucinada. Torcí los ojos, sin mover ningún otro músculo, y me encontré con la cara del tipo, mantuve la sonrisa, de oreja a oreja, mirándolo a él y mirando a las niñas sin mover más que las córneas por detrás de las gafas, él se moría de risa

y me hizo muy feliz. Había estado todo un día persiguiendo a ese tío, llegando a sentir que le dominaba, que yo le marcaba los pasos, y ahora, en un afortunado despiste, me pilla con cara de cretino y se descojona de mí. Le sigo sonriendo, él asiente con la cabeza mientras continúa riendo, sus ojos me responden que sí, que están buenas las niñas, son ojos inteligentes aunque en este contexto completamente inútiles, su talento tiene otro espacio, éste es el mío, sólo yo sé lo guarra que es mi morenita, él cree, no alcanza a más, que es una niñita de barrios bajos con mucho el júbilo y la alegría de vivir. Él aparta la mirada cada vez que le miro. Quiere pasarlo bien a mi costa pero sin comprometerse. Me digo voy a jugar un poco, mi pequeña Lydia no me ha visto aún, creo que no me reconocerá, se me antoja confirmarlo. Espero a que sirvan otra copa a las niñas y entretanto cortejo a mi caballerete, siente mi inspección visual y no quiere sufrirla de frente, desvía sus ojos a la pared, a los retratos, a las dos divorciadas que se le han sentado cerca. De pronto, mi morena se pone en pie, pegando voces, declamando o coreando alguna canción, siempre dirigiéndose a la rubia, dando unas sacudidas depravadas se quita una prenda, las tetas le bailan desacompasadas con el resto de su cuerpo, sé cómo son esas tetas, qué tacto retienen, qué calenturas abarcan, su dureza y maleabilidad, no podré recordar su sabor, en realidad todas estas frescas saben igual, están firmes pero manoseadas, como estatuas florentinas, no tienen aristas, frías como mármol, tiernas y gastadas. Ahora me mira Lydia cuando se inclina en la rinconera para dejar la prenda, sus ojos se cruzan con los míos, a la mitad del recorrido que los de ella hacen en busca del camarero que un segundo después pasa a mi lado, y ya confirmo, no me ha reconocido, y si lo ha hecho no dirá nada a su amiga, la rubia tiene cara de no

saber todavía con quién se las gasta, ni siquiera mi morenita se lo dirá a sí misma, si es que me reconoció, las que son como esta Lydia pueden acostarse cien veces con el mismo hombre sin darse por enteradas, por renovadas, por trilladas, ignorándolo, desechándolo, olvidando su jeta en cuanto abandonan la habitación, gracias a esta habilidad dentro de diez años Lydia será una mujer respetable, bien casada, con niños, con carrera, no recordará lo putísima que fue, las caras de los hombres como yo que ya se encontrarán bajo tierra, mi sonrisa, mis lágrimas agradecidas entre sus lindas tetas.

Pide mi morena al camarero dos perfecte amor, o perfecto amor, no sé si en catalán, en francés o en español, mis ojos se topan con los del capullo al que estuve acorralando todo el día para acabar en el mismo maldito sitio de siempre, le sonrío sin atenuar la intensidad de mi mirada, él me devuelve el guiño, me juzga inferior a él y por eso se me hace el cómplice. Así y todo, me sigue cayendo simpático. Pasa el camarero junto a mí, sirve las copas a las niñas, cócteles de no sé qué, líquidos morados, joder si está buena la rubia con todo lo cortadita que es y esas botazas que lleva que le tienen que rozar la entrepierna, vuelve el camarero a toda prisa, le agarro del brazo, le señalo la mesa de las niñas, yo pago las copas, le digo, el camarero va a la barra, mi amiguete me mira de reojo, yo sigo sonriendo a mis niñas hasta que vuelve el camarero, descarga su bandeja por las mesas, se agacha junto a mis niñas, les susurra, se levanta y se aleja, las niñas me miran, se miran, me miran otra vez, les sonrío, a la muy asquerosa de la Lydia ni ahora le da por reconocerme, sigue hablando a la otra como si nada, me toman por un viejo verde como tantos, mejor así, mi amigo es feliz pensando de mí lo mismo que ellas. Pasa el camarero de nuevo, Lydia lo reclama, le dice algo que no logro

oír, busco la ayuda de mi compinche, no me la da, sé que él ha oído qué dijo Lydia al camarero, pero él me rehúye, mira a otro lado, han rechazado mi invitación, lo sé, de acuerdo, pero me gustaría que él me ayudara, que al menos se compadezca de mí, no lo hace y me molesta, por un momento me siento inseguro, cuando pasa junto a mí el camarero, sin mirarme, dudo, estoy a punto de detenerle, preguntarle, pero dudo, y en la duda se me escapa hacia la barra.

Reclamo la mirada de ese joven, no me la da, mantengo mi sonrisa, miro a mis niñas, la rubia a veces me lanza un reojo, la otra, más consciente de mi presencia, ni me mira, habla, canta, baila sentada, reajusta en la camisa sus grandes tetas. Hasta aquí había sido un juego, pero ya de verdad se me empezaba a abrir el apetito y con mi morenita no lo tenía nada difícil. El bar se había llenado, había gente de pie, por unos momentos perdí de vista a mi amigo bebedor de cerveza, aproveché la oportunidad para sacar el móvil, su teléfono seguía en mi agenda, Lydia Morenita, como un apellido cachondo, me dieron ganas de llamarla por teléfono, sólo para verla sacar su móvil y contestarme sin saber que yo le hablaba desde unos escalones más arriba. No lo hice, guardé el móvil, junto a la mesa de mi escritorcillo estaba la Manuela, el maricón más chivato del barrio, la locaza con ínfulas, reinona de cabaret y minorista de rosas y jazmines. Mi muchachote negaba con la cabeza y suavizaba con una sonrisa su negativa. Grité por encima del bullicio, el travestón subió hasta mi mesa, tenso, me conocía y yo a él pero no lo manifestábamos, le dije dos rosas para esas dos, él bajó los escalones y de pronto se rompió todo el encanto. Tan sólo diez segundos atrás mis niñas gozaban solitas en su mesa y ahora las importunaba un tumulto de niñatos agitándose en torno a ellas y desplazándolas en sus

asientos. La maricona le dio una flor a mi rubita, otra flor a una niñata extraña. Sin abrir la boca, me cagué en sus muertos, mi escritor fracasado columpiaba la cabeza para buscar mi reacción entre las cabezas de los demás, el maricón se volvió hacia mí, la rubita había dejado su rosa en la mesa, esperaba la orden de mi morenita. Tratando de aguantar la sonrisa, hice gestos al maricón para que ofreciera otra flor a mi Lydia. Así lo hizo, mi niña la aceptó, qué coño, dijo, se lo leí en los labios, en sus frescos labios infantiles, enarboló la rosa hacia mí, me la brindó, si sabré yo lo puta que es, la rubia cogió la suya e imitó el ademán, iba para puta, sin remedio, su amiga la arrastraría. El maricón no perdió ripio, se vino para mí y me pidió dieciocho euros, el muy hijo de puta pretendía cobrarme parte del polvo. Las vi reírse, a mis niñas, la niñata intrusa miraba al novio niñato, el novio me miraba a mí, la Manuela me repitió dieciocho euros las tres rosas y, cagándome en todos sus muertos, sólo abrí la boca para decirle recoge las flores y que te den por ese puto culo. No sé qué decía mientras recogía con toda su rabia homosexual, porque yo miraba a mis niñas, mis dos niñas se reían de mí, sin mirarme, y mi amiguete, más allá, sin mirarme me veía.

Clavé los ojos en él, en algún momento tropezaría con ellos. Yo ya no podía sonreír, necesitaba un amigo, ya estoy viejo, ese cabrón no sabía que para mí él hoy significaba algo, un solo día de persecución me permitía conocer de él cosas que quizá ni él mismo conocía, gestos sutiles en los que nunca reparó, ritmos, algún temblor, una contracción insistente, incertidumbres, gustos en lo que se refiere a caras, tetas, culos. Le cacé la mirada y le hice una seña, le pedí ven, siéntate conmigo. Por señas se negó, me dijo que me acercara yo a él, eso no lo pude entender, no lo encajé, ¿ahora resulta que era or-

gulloso?, le insistí, él insistió en su negativa, apartó la mirada, cuando se la volví a cazar le pedí ven, siéntate conmigo, y por señas me mandó al carajo, a freír espárragos, con una espesura de gestos enmarañados, brazos, cabeza y manos, haciéndose un lío, me exigió, a mí, que las dejara en paz, a mis niñas, me ordenó con sus manos que me largara, me echaba, a mí, del Quilombo. Y ya no me miró más, incluso volteó todo el cuerpo para darme a entender que se cerraba la comunicación.

Bebo, apuro mi whisky, no puedo dejar de mirarle, estúpido escritorzuelo, pusilánime y encima insolente. A qué esos aires de suficiencia, esos ojillos teatralizados de mirada intensa que se mueven aquí y allá para obsequiarnos con su limitada inteligencia. Apuro mi whisky mirándole sólo a él, en el último trago veo que mi morenita Lydia y su amiga la rubia se visten, salen del bar. Me pongo en pie, me visto, no dejo de mirarle ni un momento, en ningún momento él me mira, fuma, bebe, ni siquiera me ve pagar, las señoritas pagaron sus copas, confirmado, ya lo sabía, él no se vuelve para verme salir del bar.

Doy una vuelta a la manzana, regreso al Quilombo por una calle lateral. A través de la ventana puedo ver su cabeza desde atrás, se está quedando calvo, ahora sí mira en la dirección de la mesa que yo ocupaba, acerco mi cara al cristal, lo que veo no me sorprende, mis niñas han vuelto, las veo bailar, la primera borrachera de la rubita, mi morenita está desatada, se ha librado de un viejo verde, esta noche no va de puta sino de inocente, todos los machos las miran, mi escritorcillo también, le veo sonreír, medio perfil desde atrás, termina su cerveza, se levanta, se mete en su abrigo, sube los escalones, se dobla ante mis niñas, como en una reverencia, les dice algo, ellas le atienden, muy educadas con él, muy adultas, los ma-

chos que las miraban observan la escena, envidiosos, creen que las está ligando, pero mi muchacho tiene más clase, o más bien es tonto del culo, les suelta lo que sea, con todo el poderío de su ingenio, para encaminarse hacia la puerta del bar y hacer mutis como un héroe anónimo.

No necesito ir tras él, sé que va a refugiarse en el hotel, ha vivido emociones demasiado intensas como para continuar la juerga, como buen poeta romántico se retira a lo grande, en el momento que para él es el punto culminante de la aventura, para poder seguir soñando, para soñar con qué pudo ser, dando conscientemente la espalda a lo que podría haber sido, con o sin mi colaboración. Ya no estoy seguro de querer seguir compartiendo esa vida insignificante y sin embargo vuelvo al hotel dando algún rodeo, al fin y al cabo ya pagué la noche.

En el ascensor se me ocurre que la mejor manera de ahogar tanta decepción se llama Lydia, por el pasillo me cercioro de que llevo efectivo suficiente. Sin advertirlo hasta unos instantes más tarde, abro la puerta de mi habitación sin hacer uso de la llave, con mi tarjeta de crédito, gamberradas inconscientes de viejo madero, las puertas de estos hoteles sólo sirven para cubrirse del frío si no echas el pestillo. Una vez dentro descifré el ingenioso enigma del cartelito tras la puerta, por favor, cierren la puerta desde dentro, seguro que mi vecino de la planta de abajo al entrar a su habitación dejó ir la puerta sin más, tenía toda la pinta de uno de esos que andan por el mundo confiados, un cándido convencido de que nadie va a ir a por él, ni para bien ni para mal. Qué estaría haciendo en aquellos momentos por debajo de mis pies. Miré al suelo y aposté contra mí mismo que se echaba su último cigarrito en el balcón, reprimiendo el frío, me lo aposté a la vez que cogía el móvil para llamar a mi Lydia, al mismo tiempo que me asomaba a

la ventana y celebraba en silencio el éxito de mi apuesta. Ahí estaba el muy atormentado, apuntalado en la piedra de la baranda, fumando, mirando el edificio de enfrente, con mucha atención, casi sin dar caladas al pitillo, casi sin respirar, quizá temiendo romper el hechizo a la más mínima alteración: seguí la línea de su mirada, una jovencita muy joven se paseaba en pelotas en la intimidad de su cuarto, se desvistió para volverse a vestir, mi amigo tiró la colilla, tanteó en sus bolsillos, los ojos clavados en el frente, extrajo otro cigarro, lo encendió, fumó, sospeché que estaría entretenido un rato y decidí gastarle una bromita, me eché el móvil al bolsillo de la chaqueta.

Bajé a su piso, ni siquiera elaboré unas palabras de excusa por si me sorprendía, forcé con la tarjeta su puerta sin ningún problema, me deslicé en la habitación casi a oscuras, sólo alumbrada por lo que de la avenida se colaba a través del balcón. La puerta del balcón estaba cerrada, él de espaldas a mí, no me oiría, de eso podía estar seguro, en la calle había mucho ruido, pegué una pequeña palmetada para comprobarlo, ni se movió. Saqué mi teléfono móvil, busqué el número de Lydia en la agenda, descolgué el teléfono de la habitación, el brillo azul del móvil me ayudó a marcar, la cité, cité a mi Lydia pensando se te acabó el cachondeíto, guarra, sepárate de tu amiguita que ahora me toca a mí, ¿noventa?, te doy ciento veinte, soy un tío generoso, y le digo el nombre del hotel, la dirección, percibo en su voz que se alegra, noche lucrativa y el hotel muy cerca, le digo di en recepción que vienes a mi habitación, le doy el número de esta habitación, la de mi amigo que resiste ahí fuera a un grado de la congelación, le digo sí, nena, ya te conozco, he estado contigo, le digo, sé que serás puntual, en dos horas exactas estarás aquí, el recepcionista está avisado. Cuelgo, marco el nueve, doy instrucciones al empleado, que

deje subir a la chica sin avisarme, es una prima de Barcelona, ya me entiende.

Mi amiguete ni se cosca, salgo de su habitación, subo a la mía, me echo en la cama. No tenía ningún plan genial, puedes creerme, sólo quería acostarme con la zorrita y que al día siguiente él tuviera que pagar la factura del teléfono sin enterarse de nada, quizá el recepcionista, si seguía en su puesto, le dirigiría una sonrisita, una miradita cómplice, el otro ni se enfadaría, seguro, pagaría sus cincuenta céntimos y ni un minuto después de salir del hotel llamaría al número impreso en la factura, por curiosidad, en eso es parecido a mí, se me parece en la facultad de dejarse atrapar por el juego más pueril para combatir el aburrimiento. No quise imaginar más, créeme, si ella le colgaría, si la conversación les llevaría a una cita, a un reconocimiento posterior, noche compartida en un bar de mala muerte, tú eras el héroe, tú la morenita loca, si al reconocerse se darían de hostias o acabarían follando para glorificar las grandes casualidades de la vida o mis pequeñas maldades. Me faltó poco para quedarme dormido, salté de la cama, había transcurrido una hora, me asomé a la ventana, él ya no estaba, aunque un pedazo de luz resbalaba desde su dormitorio al balcón, bien podía estar terminándose la paja antes de caer fundido, el día había sido largo, intenso, kilómetros andados, pasiones nocturnas muy fuertes para un advenedizo, ninguna luz ya en el edificio de enfrente, ahora apagaba él su luz, felices sueños, amiguito.

Me senté en el borde de la cama, me pregunté por qué dije a la morenita dos horas cuando la podría haber obligado a venir corriendo, a esas horas ya estaría más que follada y yo durmiendo el sueño de los justos. ¿Por qué le dije dos horas? Empecé a asustarme, mis reacciones olvidaban toda la lógica

a la que siempre estuvieron sometidas. Empujado por el nerviosismo de una broma incierta, sin planificar, ahora me veía condenado a esperar otra hora más a una niñata guarra a la que para colmo había prometido ciento veinte euros, por qué lo hice, ¿pensaba que por ese precio me consentiría compartir el polvo con mi joven compañero?, qué cojones, no tramé nada cuando la llamé, me estaba divirtiendo mucho cuando lo hice, contemplando la espalda aterida del mamón sin apenas darme cuenta de lo que decía al teléfono. Y ahora qué. Ella subiría al piso del capullo de abajo, porque para eso di su número de habitación, el capullo se asustaría al verla, ella le armaría la del dos de mayo al saberse víctima de una broma, le habían jodido la borrachera con su amiga virgen para que un capullo con cara de pimpollo le diga con lágrimas en los ojos que él no la llamó, que él nunca se ha acostado con una puta, por supuesto con todos sus respetos por la profesión, ella lo reconocería del bar, se asustaría, a las mujeres las asusta el azar, ven en la casualidad una conspiración, ven al demonio, ella vería al demonio en el carapapa de abajo, huiría, ya no querría follar, ni con él ni con nadie, y yo tenía muchas ganas, después de tanta espera quería, necesitaba tirármela, necesitaba hundir la cabeza en sus tetitas, auscultar su respiración jadeante, oír su aliento, oler su sudor de mozuela borracha, tenía que impedir que se presentara en la habitación de aquel aguafiestas, quedaba un cuarto de hora, eran las tres de la madrugada, ya no había ajetreo por estas plantas del hotel, corrí al piso de abajo, hasta su puerta, pegué una oreja, sudaba, me dio por pensar que estaban juntos en su cama, que mi Lydia había llegado con adelanto y no habían tardado en enredarse en esa cama, metí la tarjeta junto a la cerradura, un chasquido sin importancia, y me daba igual que despertara, abrí lenta-

mente, esperé a ver en la oscuridad, la cabecera de su cama se ocultaba tras un rectángulo de pared que encerraba el cuarto de baño, vi sus pies bajo la manta, sus ropas derramadas en una silla, oí un chirrido, volví al pasillo sin reparar en que dejaba abierta la puerta.

Alcancé el ascensor justo cuando se abría y ella, mi Lydia morenita, sacaba todo su cuerpo menudo de él. Me vio al instante, me reconoció, era la primera vez que me reconocía, no conté con eso, me encantó que me reconociera, me convirtió en persona, le sonreí de corazón, pero ella se asustó, retrocedió, dio un paso atrás, hacia el interior del ascensor, abrió la boca pero el miedo bloqueó el grito, desgraciadamente para ella la voz se negaba a salir de su garganta. Con las dos manos le agarré el cuello, con una pierna evité que la puerta del ascensor se cerrara. No quise apretar mucho, de verdad, quería que sus ojos se relajaran, que dejara de tenerme miedo, que el susto por la sorpresa se transformara en un reconocimiento familiar, al fin y al cabo en cinco minutos estaríamos follando. Pero no dejó de mirarme, su miedo no aflojó y tuve que seguir apretando. No recuerdo qué palabras, pero le dije cosas bonitas, tranquilizadoras, le susurré, traté de recordarle otras noches juntos, y en sus ojos sólo había miedo, cada vez más, ante ellos sólo había un viejo verde conspirador que la había acosado en un bar y ahora le hacía una encerrona en un hotel. Yo también empezaba a sentir miedo, sus ojos me causaban espanto, su mirada fija era terrorífica, débil pero terrible, parecía no caber en ella otra sensación que el puro miedo, entendí que no se le pasaría nunca, apreté, apreté su cuello hasta que los ojos se le volvieron para atrás y dejaron de mirarme, hasta que sus piernas se relajaron, incluso me pareció que sus pechos también se relajaban, se desinflaban, descendían y se

hundían, quise tocarlos antes de perderlos, con la mano derecha atenazando su cuello la sostuve contra el fondo del ascensor, con la izquierda le estrujé las tetas, no puedes imaginar cuánta agonía había en mi mano, me incliné y la besé, le cerré los ojos, empujé con mi culo la puerta y la enderecé remolcándola por los sobacos.

Qué podía hacer aparte de llorar en silencio abrazado a ella. La levanté en volandas hasta la habitación del escritorcillo. Me la sudaba si despertaba y me pescaba con la muerta. Le forzaría a llorar conmigo, le obligaría a hacerle el amor a mi pequeña Lydia que por su culpa ignorante había muerto en mis brazos. No despertó el muy imbécil, mi morenita pesaba poco, la cama era grande y el tío mustio dormía desamparado en un lado, en el otro lado deslicé a mi Lydia, cayó como una pluma, el tío carraspeó, volvió la espalda a mi niña, estuve a un paso de escupirle, de golpearle, de mearme en su cara, y no sé cómo me contuve, me escurrí de la habitación, subí a la mía y me pasé la noche llorando, ya sabes que no me fugué.

Qué más quieres que te diga, tú ya me conoces, me habéis pillado muy pronto, como debe ser, como dijo alguien los métodos de ahora no son los de antes. Da igual, ya soy viejo, hazme un favor, dile a ese tío que no sólo yo soy culpable.

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