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Relato ganador: El árbol desolado
EL ÁRBOL DESOLADO
Ana Vega Burgos
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Madre cierra el libro porque la emoción puede sobre su alma y las lágrimas nublan su mirada. En la portada, una pedrada abre aristas en los cristales de hielo, y una lágrima roja brota de un ojo negro como el cuervo de Poe. Tiendo la mano, acaricio la cubierta, lo abro. Una fotografía en blanco y negro salta a mi vista; me golpea la emoción en la garganta.
Recuerdo –¡tantos años!– aquellas hojas alisadas sobre una mesa de madera tosca, y las palabras “ciero conta mi istoria” que madre guarda todavía en una lata que parece exhalar el olor a meriendas de otoño de una infancia perdida.
Fragmento “El árbol”.
El frío de noviembre en la sierra se clavaba en su piel como puntas de cuchillos. A lo lejos, el aullido del viento se confundía con los ladridos de perros abandonados; algún día bajarían hasta allí. Se estremeció de pavor al pensar en los afilados
colmillos, y el pastoso olor a sangre, que iría cosido a su espíritu para siempre, le hizo subir una arcada desde el fondo de la entraña.
Tiritando, se bajó la falda y fue a correr hacia el refugio, cuando una mano que olía a sudor y a macho le cubrió la boca.
El aullido del viento se confundió con el silbido del aire luchando por llegar a sus pulmones.
Es un recuerdo que parece vivo a pesar del transcurso de los años. Ahora reposo en una cama cómoda, dura –porque deben ser duros los colchones, nos dicen–, con sábanas que huelen a osito de peluche. Mi pierna siempre estará rígida pero me he acostumbrado; los recuerdos, en cambio, fluctúan en mi mente, resplandecientes u opacos, sombra y luz, y sin querer regreso a aquellos días y soy de nuevo el Marcelino de trece años que sudaba un disparo en el camastro con olor a arpillera y a miedo de nueve personas escondidas en las bodegas húmedas de un cortijo perdido entre retama, jaras y volantes de las faldas cordobesas de Sierra Morena.
Yo no guardo un diario ni papeles de entonces, pero siguen escritos en mi mente y vuelvo a releerlos, aunque no quiera.
Mi pierna sigue hinchada y cada movimiento me duele, pero noto que la fiebre pierde la lucha, los ratos de lucidez son cada vez más largos, y me aburro. Lo peor son las noches; de las habitaciones contiguas vienen susurros, golpes, gemidos, ronquidos, pasos quedos… Me entretengo en adjudicarles protagonista: ese silbido fatigado es de madre; esos susurros son de José –yo miraré a quien me dé la gana, quién te crees
que eres tú para opinar aquí–, el golpe sordo es de su puño; los gemidos son de Antonia; el que ronca es el padre de Gina –¿o será mi padre?–; esos pasos tan leves solo pueden ser de Paz… A lo mejor me equivoco alguna vez, pero no importa; solo importa sobrevivir sin enloquecer.
Al amanecer comienza el trasiego. Los primeros que se levantan son los mayores: madre, padre, y el padre de Gina. Después llega Antonia, que se afana junto a madre para verter agua hirviendo sobre ese mejunje que huele a rayos amargos. Cuando hay harina, es una gloria oler el pan que se tuesta con olor a paz, aunque toquemos a un cuscurro por cabeza.
En los pasos de Antonia y en el rumor de sus movimientos he aprendido a saber cómo fue su noche. Hoy va deprisa pero con torpeza: anoche, José le dio un par, así, con la mano abierta. Yo no lo oí, o acaso sí, pero no quiero recordarlo. Lo mejor es olvidar rápido las cosas que duelen. Todos hacemos igual: nos retiramos de ellas como las olas se repliegan hacia el mar para no ver la arena golpeada. Alguna vez –cuando la paliza fue tan fuerte que nuestras miradas se ahogan en angustia– Paz le acucia cuando se quedan solas, que haga algo, que le plante cara, que es demasiado larga una vida para bajar la testuz y resignarse a los palos… Pero ¡qué poco convincente! José es su marido, para lo bueno y para lo malo. Ella insistió en casarse por la Iglesia. ¡Iba tan guapa, dice, con su traje blanco y el pelo que le llegaba a la cintura! Se perdieron todas las fotos en la huida, pero cuando lo cuenta se transfigura y, si la fiebre no cierra mis ojos, puedo ver su melena rubia, larga, con los tirabuzones aún tiesos de la peluquería y la ilusión de novia tras el velo de virgen. – La culpa fue mía –confesó una tarde en la que las marcas de su cara tenían el rojo tinto de las rosas pasadas–. Me creí
todo eso del amor y la libertad, me entregué a él antes de casarnos… ¡como las putas!
Solo Paz protestó al oírla; en su cabeza empezaba a crecer el pelo como borra, pero estaba guapísima. Su cuello es fino, pero no se abate y sus ojos tan negros parecen golondrinas que de vez en cuando levantaran el vuelo y dejaran el nido oscuro y vacío. Paz es la única que está sola, y yo la oigo llorar en sueños y estremecerse. Al principio sus pesadillas nos despertaban a todos, madre o Gina acudían a su lado para abrazarla y tranquilizarla, como hacían conmigo cuando el dolor del agujero en mi pierna era tan terrible que no bastaba con morder la manta y dar cabezazos contra este apestoso colchón.
Hoy los hombres bajarán al pueblo. No sé cómo se atreven: cada vez que tocan una incursión, los que quedamos aquí temblamos de presagios. Después, cuando vuelven, ¡qué fiestas, qué alegría! Como los perros tristes que se sacuden las moscas y menean el rabo, locos, al recibir un hueso. Si traen harina negra, las mujeres hacen pan y al padre de Gina se le cae, sin que se dé cuenta, una lágrima boba que dibuja un surco brillante en la barba hirsuta. Es viejo; a su mujer la cogieron antes de acabar la guerra, dicen que le hicieron beber agua salada hasta que se hinchó tanto que parecía que iba a romperse por cada poro, que iba a estallarle la piel. No saben dónde está, si seguirá encarcelada o la matarían antes de algún amanecer. Gina habla de ella sin darse cuenta, mientras trenza junquillos verdes junto a mi cama. O canta muy bajito canciones tan antiguas que solo su madre recordaría. Cuando llegan sus hombres, su padre y su marido, Gina deja los junquillos y sale a recibirlos presurosa, estudiando sus caras para ver si les ha herido algo. Luego respira y les sirve agua
sobre un puñado de hojas o de flores, malva, eucalipto, salvia, lo que sea que le dé sabor. Es el tiempo de las moras silvestres y tenemos frutilla negra para endulzarnos el hambre y la nostalgia.
Los hombres se despiden; papá viene a abrazarme; después besa a madre, y le acaricia el pelo en el que parece que una lluvia de plata ha ido derramándose estos últimos meses. Madre quema corcho para ennegrecerse las sienes pero el tizne se corre hacia la cara y le da aspecto de piconera, como la muchacha del brasero que teníamos en el calendario hace tres años. La impotencia le hace llorar más que la tristeza, el verse aviejada, sin una barra de labios ni un frasco de colonia para seguir enamorando a su hombre. Como si él se afeitara o se molestara mucho en mantenerse limpio a diario algo más que los pies. Aunque no puedo culparle, con solo el arroyo para lavarse, frío de la sierra que viene que se clava gritando hasta el fondo de los oídos. Una vez por semana van calentando agua y se lavan por turnos. Las mujeres ayudan a sus maridos, Gina a su novio (todos hacen como que no saben que no están casados por la Iglesia); el padre de Gina se lava solo, con una soledad que le tiembla en los muslos al desnudarse. Paz se baña sola también. Ahora me pide que me dé la vuelta para que no la vea, pero antes, cuando la fiebre me mantenía todo el tiempo con los ojos llorosos, no reparaba en mí, y yo esperaba al sábado con anhelo de novio, esperaba el momento en que se metiera en el barreño de pie, y echara agua con el cazo por sus colinas, sus valles y sus bosques, y soñaba mi delirio con el olor a romero con que perfumaba el agua, y brillaría su cráneo en el que apenas apuntaba el nocturno cabello que le habían afeitado los mismos que antes de la guerra rondaban sus balcones. No solo yo esperaba, ahora lo sé. Otros ojos tan
negros como los pensamientos espiaban aquel santificado momento de los sábados, con sentimiento impuro que lo ensuciaba todo.
A mí me lava hoy madre. Hoy que estaremos solos, sin hombres… Pues yo ¿qué soy?, trece años, ¿qué soy, dime? Un niño ya no, pero tampoco un hombre todavía. Soy yo, Marcelino, el lisiado, al que le pegaron un tiro en la rodilla porque se apellidaba Roldán.
Mientras la tarde avanza, los nervios van poniéndose de punta. Gina trenza y destrenza, los dedos enredados con la ansiedad. Paz va quitando hojas y rabitos de un cesto de moras, tintados los dedos de un zumo que parece la sangre amenazante que bordea la herida de mi pierna. Antonia aprieta contra su costado un trapo húmedo que debería aliviar el dolor de los golpes de la noche pasada. Madre ha cogido el libro y lee en voz alta, como muchas tardes. Su voz sosegada parece narrar una de esas historias que se contaban junto al fuego en casa, los sábados, cuando se reunían los empleados de la imprenta para charlar de sus partidos y sus batallitas y yo me adormilaba abrazado a Curro, nuestro mastín grande y noblote que cayó el primero, al final de la calle, junto a la fuente, cuando entraron los legionarios. La voz de mi madre ha sido su delito en esta guerra que nos ha arrancado de la vida que estaba escrito que viviéramos. Desde su voz salían como un poema las palabras del hijo, del marido, del novio, del hermano; letras a veces torneadas, redondas como un padrenuestro, o estrechas, largas, agudas como una arista de cristal, o infantiles, grandotas y confusas como la exuberancia del campo en primavera… Letras que mi madre interpretaba para los oídos de aquellas que quizá hubieran anhelado aprender a leer pero la vida nunca se lo planteó. También
salían las letras de sus dedos, y palabras que ella sabía endulzar cuando eran demasiado desgarradas. Nunca se negó madre a escribir una carta, fuera a la hora que fuera, aunque estuviera guisando, blanqueando o con los codos hundidos en el agua del lavadero.
Por las noches, alrededor de un brasero de picón, se reunían los vecinos en casa. Madre leía aquellos periódicos con nombres de esperanza, y después se hablaba, se desmenuzaba cada noticia, se opinaba, y hacia el final, cuando ya los niños dormían en brazos de sus madres y los hombres se metían en la boca el palillo de dientes o el cigarro, madre leía para todos aquellas novelas por entregas –inolvidable Mario D’Ancona, que arrancaba lágrimas hasta de los ojos más curtidos– u obras teatrales de Benavente, Arniches, los Quintero… Eran comedias en andaluz cerrado o en madrileño castizo, que madre sabía imitar con tanta gracia que todos a su alrededor se desternillaban de risa. A veces se incorporaba a la lectura papá, y entonces las respuestas volaban del uno al otro y hasta los más pequeños escuchaban interesados, boquitas abiertas y ojos redondeados. ¡Qué sabrosos recuerdos, los de aquellas veladas! Así conocí a Paz. Era tan guapa que parecía resplandecer bajo la bombilla de cable largo que había que llevar por la casa según fuéramos de una a otra habitación. Paz tenía el pelo oscuro con grandes ondas, como de agua en la que se reflejara la luz de las estrellas. Le llegaba más abajo de la cintura; al empezar la noche solía traerlo recogido en un moño tan pesado que me extrañaba que no le tronchara el blanco cuello, aparentemente tan frágil, y le mantenía la cabeza un poco echada hacia atrás, como una reina. Después, su novio, de pie tras ella mientras charlaba con los otros, iba quitándole horquillas, una a una, a lo largo de la velada, hasta que el moño se desenroscaba y caía
en rizos que chorreaban como una lluvia, esparciendo sobre sus hombros una noche estrellada. Era el momento que yo esperaba anhelante. Cuando venía a casa Paz, no había para mí teatro leído ni folletín ni sueño, solo un fuego en el que se confundían llamas con luna y un ablandamiento de huesos que me hacía sentir ganas de volver a ser niño chico y refugiarme en aquellos brazos que se adivinaban torneados y blancos bajo el abrigo rojo, y apoyar la cabeza en los senos turgentes, y morirme de algo dulce y venenoso que no sabía cómo llamar.
Fragmento “El árbol”:
La lucha fue en silencio, en medio de la oscuridad. Ella quería morder la mano pero no podía abrir la boca bajo tanta presión. Clavaba los codos y se revolvía, y la satisfacción al oír el gemido ronco le dio alas. De un tirón que le hizo crujir el cuello, consiguió zafarse y gritó, pero un instante después, las manos enormes, calientes y sudorosas, le apretaban la garganta hasta que ya no supo si la negrura que miraba con ojos desorbitados era la noche o su propia oscuridad.
Mientras las mujeres y el niño herido aguardamos a los hombres como si nada pudiera hacerse para llenar la espera, observo a mi alrededor el suelo que nunca brillará, el sol que apenas entra por el ventanuco de la pared –estamos en un sótano–, las ropas extendidas para que sequen con ese olor gris y marchito que exhalan las telas que añoran el sol y el aire fresco. Gina también mira y en sus ojos se pinta un vacío desolado. Ya las voy conociendo: sé que cuando Gina se echa el pelo hacia atrás, despacio, es porque recuerda cosas que añora, y cuando lo hace deprisa, como si quisiera ocultar la mano en su fosca cabellera rizada, es para contener un exabrupto.
Sé también que Antonia es valiente, alegre y lista como una ardilla. Trabaja en lo que sea, carga sobre sus frágiles hombros todo el peso que haga falta. Los primeros días, cuando madre no podía lavarme porque venía tan dolorida que tuvieron que meterla en el camastro conmigo, era Antonia la que nos cuidaba a los dos, nos lavaba, volteándonos como si fuésemos muñecos, con una rapidez de manos que no restaba un ápice de dulzura a sus palmas callosas. La he visto echarse a la espalda sacos cargados de picón sin arrugar la frente ni doblar apenas las rodillas, la he visto levantarse de madrugada a pelar pajarillos que los hombres atrapaban con liria, atándose a la frente las mangas de una camisa mojada y enrollada para aliviar el dolor de sus moratones, sin un suspiro, sin quejarse, aceptando el hecho con la misma lógica naturalidad con que se acepta la lluvia cuando vemos nubes negras o el aullido de los perros hambrientos en noches sin luna. La oigo canturrear a media mañana mientras barre con esa escoba que ha hecho ella misma atando ramas secas a una caña. Cuando mi madre lee, Antonia la mira como a una diosa a la que se adora y que nos es inalcanzable, ella, que ha limpiado sus humores y sus secreciones y le ha llevado la cuchara a la boca, tierna, como una madre. – Lo que sabe esta mujer –musita entre dientes, aunque todos la oímos.
Un día, Paz quiso enseñarla a leer. Lo primero que madre había pedido al viejo maestro fue libros, por Dios, libros, libros, muchos libros, para que mi alma no muera, como pedía Dostoievski desde las desoladas llanuras de su prisión en Siberia, medio pan y un libro, como Lorca en el 31. El maestro le trajo todos los que pudo en un volquete que encontró en mitad del camino de Villanueva, como si alguien lo hubiera puesto allí justo para eso, para arrastrar todos
los libros con los que pudiera arramblar, libros que habrían acabado alimentando el fuego de la nueva Inquisición que solo quería inculcar en los cerebros deporte y religión, opios del pueblo hambriento de pan y de cultura.
También trajo un tocho de cuartillas un poco amarillentas, con el encabezamiento de UGT, inutilizables y peligrosas por tanto, que hicieron que Paz se echara a llorar como si le hubieran acercado a los ojos un hierro al rojo vivo. Paz, huérfana de un padre fusilado, viuda de un marido que pasó la noche de bodas viajando a Miranda del Ebro, “desafecto con responsabilidad”, sin uñas, con mechones de pelo ensangrentado pegados al cráneo, los pies trabados como un potro salvaje, el pecho pletórico por el recuerdo de un manto nocturno de estrellas que en aquellos momentos era barrido hacia los rincones de una oficina convertida en sala de interrogatorios provisional. Cuando a Paz se le alivió la llantina, se entretuvo en doblar, uno por uno, cada pliego de papel, hasta cortarles a todos el membrete que la desesperaba. Entonces fue cuando se ofreció a enseñar a Antonia: – Ven y te enseñaré a leer y no tendrás que envidiar a Frasquita –le dijo, con una sonrisa tímida.
Pero Antonia se echó hacia atrás con muchos aspavientos. – ¡Yo! ¿Pero qué dices, muchacha? ¿Yo, leer? ¡Con lo burra que soy! ¡Yo solo sirvo para trabajar, a mí la letra no me entra ni con sangre! – Pero bueno ¿lo has intentado alguna vez? – ¿Yo? ¡Pues claro está que no! ¡En mi casa no ha leído nadie nunca!
Parecía orgullosa de lo que afirmaba, y sin embargo yo sabía que no era orgullo, sino vergüenza, absurda falta de fe en sí misma.
– Ya sería hora de que alguien empezara –dijo Paz. – ¿Para qué necesita una mujer saber leer? –preguntó Antonia–. No me refiero a mujeres como Frasquita, que fue maestra de escuela antes de casarse, ni como tú, que ibas a irte a estudiar cuando estalló la guerra… Pero ¿de qué puede servirnos a mujeres como Gina o como yo, dime? – A mí me gustaría tener tiempo para leer –terció Gina–. Las monjas me enseñaron un poco, pero lo que mejor se me daba era bordar y el jornal me lo sacaba con mis manos –y las levantó mostrando, como una ofrenda, aquellas palmas que se llenaban de callos y cicatrices a pesar de las hojas de pita que ella machacaba para untarse.
El padre de Gina siempre se lamentaba de que su hija fuera la única de las mujeres de su casa que quedaba a su lado. La madre y las hermanas habían logrado alcanzar Francia en el 38, cuando todavía era “fácil” alcanzar la frontera a través de la zona republicana. Gina se había negado a marchar mientras su novio no saliera de su escondrijo. Anarquista pero antiviolencia, de la rama de Sánchez Rosa y del poeta Vega Álvarez, el novio de Gina pasó la guerra oculto en el doble techo de la casa de su hermana Paquita, encuadernando por encargo folletines de 10 céntimos, haciendo maletas de cartón y hasta tejiendo guantes sin costura que Paquita vendía a un almacén que surtía al ejército. El padre de Gina pasó con él seis meses, mientras Gina acudía cada tarde unas horas a tejer en el taller de Paquita y después remoloneaba mientras se despedían las otras oficialas, para poder besar en la mejilla a su padre y apretar entre las suyas, con ardor, las manos de su novio, sin saber nunca si a la tarde siguiente, cuando llegara al taller con su ovillo de lana y sus agujas, podría volver a verlos o habrían desaparecido sin que le quedara ni el consuelo de llorarles a gritos.
– Yo era una fiera trabajando –explicó Antonia–, y cuando llegaba a casa tenía que lavar la ropa de los dos, hacer la cena, preparar las mochilas, visitar a mi padre y a mis suegros… Y luego…
No acabó la frase y me miró de reojo, mascullando “no hablo más claro porque hay ropa tendida”, que significaba que delante había un niño, como si yo pudiera seguir siendo inocente entre estas paredes que rezuman la turbia sordidez de mil secretos compartidos por fuerza. – Si todas las mujeres hubieran sabido leer –explica mi madre esta tarde, dejando de pronto el libro a un lado, como si respondiera a una pregunta muda de las que se responden al cabo de mucho rumiar– yo no habría recibido aquellos golpes que no paraban nunca y que resonaban dentro de mi cabeza como si se me hubiera vaciado y solo quedara el eco dentro de ella. – Si todas las mujeres supieran leer –toma el relevo Paz–, podrían estudiar, aprender tantas cosas que solo trabajaría en el campo la que de verdad lo amara, como lo amaba mi abuela. Cada uno podría hacer aquello para lo que sirviera, o que le hiciera tan feliz que el trabajo sí sería una bendición.
Gina se lleva la mano al cabello y la detiene, despacio, entre los rizos de la nuca. – A mí me hubiera gustado ser cartero –confiesa, soñadora–. Repartir cartas con buenas noticias a todo el mundo, que me esperaran con tanta impaciencia como si fuera los Reyes Magos. Llevaría felicitaciones de cumpleaños, de Navidad, cartas de Cuba, cartas de amigos, cartas de amores… – No hay mujeres carteras –dice Antonia. – ¿Hace falta un colgajo para repartir cartas? –replica Paz, y todas se echan a reír con algo que he observado con
frecuencia en las mujeres cuando están a solas, así como una rabia dura. – No es que falte para nada, es que sobra para muchas cosas –responde madre al cabo de la risa–. Yo he leído todo lo que he encontrado de Concepción Arenal, de Tula de Avellaneda, de Emilia Pardo Bazán, de Carolina Coronado… Yo creía en ellas, mi compromiso en esta guerra era por la igualdad no solo entre ricos y pobres sino también entre hombres y mujeres. Y al final, me encuentro aquí encerrada con tres chochetes y un niño enfermo, entre fogones y escobas y restregando ropa sucia, como siempre pero peor, sin poder respirar el aire limpio, y con un sueño que se deshilacha entre mis dedos… – Mientras ellos, los que hasta ayer, escondidos, tejían guantes, se lanzan a la vida como al toro, cogiéndola del cuello, mirándola a los ojos, cara o cruz, pero al aire, con el viento limpiándoles la cara –es Gina, con sus manos llenas de durezas y el alma vencida–. Tienes razón, Frasquita, no es que falte, es que sobra para según qué cargos. Cuidar enfermos, cocinar, limpiar mierda, soportar sus miserias, eso es cosa de mujeres. Las “cosas de hombres”… son otras. ¡Las buenas, claro está!
Fragmento “El árbol”:
El azote en su vientre le dolía como un látigo que azotara por dentro, en las entrañas. Se despertó tirada en el campo mojado, tiritando de angustia. Un peso sobre ella que le aplastaba el pecho, pero un momento después alguien que jadeaba como un fuelle se lo quitó de encima. Escuchó los sollozos y al girar la cabeza sintió en su boca el sabor de una sangre que no era la suya, sangre más ácida, más fuerte, menos dulce, pastosa. – Ayúdame –pidió, y las lágrimas corrieron por su rostro, calientes, muy saladas–. Ayúdame…
El aullido del viento ya sonaba remoto, muy remoto, pero hacía más frío.
– Si no se hubiera metido por medio esta guerra –dice Paz–, yo estaría en tercero de Derecho. En unos años sería abogada y me ofrecería a trabajar con doña Clara Campoamor y la apoyaría hasta que recuperase su puesto de diputada, y lucharía codo a codo con ella. – Tú estarías con tu novio… o tu marido, aunque no maridasteis –le corta Gina, amarga–. ¿Te crees que él iba a dejarte que te fueras sola a Madrid a ayudar a ninguna feminista, por muy republicana que fuera? El día que salga de ese campo de Miranda del Ebro, o dondequiera que esté, ya me dirás, bonita. Muy rojo, muy guerrillero, pero como todos los hombres, como tu padre, ¿o es que no te acuerdas ya de quién hacía la cena en tu casa y quién limpiaba y quién fregaba los platos? ¡Tu madre y luego tú, Paz, que pareces nueva! – Yo, no –replica Paz, resuelta–. Ya lo hablamos muchas veces; yo iba a seguir mi camino y él me apoyaba. Y si no me hubiera apoyado… me habría marchado igual. – Entonces ¿por qué te casaste? –pregunta Antonia, que mira a una y a otra con el mismo interés con el que escuchaban las vecinas aquellas novelas por entregas de los inviernos remotos. – Me casé para tener derechos de visita si no conseguíamos escapar –declara Paz, escueta. – ¿Con esa cara y ese cuerpo te ibas tú a resignar a vestir santos, a ser una solterona? –se chancea mi madre. – Solterona… –silabea Paz–. ¿Qué tiene de malo ser soltera? Si puedes mantenerte económicamente, mucho más vale ser solo sierva de ti misma que de un hombre que lo que quiere de ti es estrujarte.
– Mucha gente se casa para no acabar sola –reflexiona Antonia, como si se confesara. – Pues vaya metedura de pata… Hay más viudas que viudos, vivimos más, al final tienen que cuidarnos los hijos… Es decir: ¡las hijas! Ya no es suficiente casarse: además debes tener hijas, porque las nueras no quieren a las suegras, o eso dicen… – Yo cuidé de mi suegra hasta que se murió –dice Antonia–. Más buena era la pobrecita… Tan buena como desgraciada, que menudas tundas le daba el sinvergüenza de su marido, un putero asqueroso que le contagió hasta bichos “ahí”, y la vapuleaba como a una estera vieja cada vez que bebía. – Pues lo mismo que a ti –suelta Gina. – No es lo mismo porque a mí José nunca me ha faltado con otra, eso lo sé muy bien –contesta Antonia. – Porque en casa lo tiene todo –responde Paz con tristeza–. Yo no podría, Antonia. – El hombre es el hombre y mientras más pronto te aprendas eso, mejor –asevera Antonia–. Lo mismo que los padres, ellos mandan y a nosotras, ¿qué nos queda sino callar y obedecer? Ellos saben lo que hacen y por qué lo hacen, y en sus manos está nuestra honra. – ¿Nuestra honra? –madre ha olvidado que yo ya no estoy todo el tiempo dormido a causa de la fiebre–. ¡Ellos colocan su honra entre nuestras piernas! Hijas, esposas, madres y hermanas, solo criadas y honras, no les duelen los cuernos porque les demostremos que ya no les amamos, sino porque es como si otro viniera a comer su pastel. Igual no les gusta el pastel y lo dejan pudrirse, pero ¡que no vaya a saciar a otro hambriento, eso no, porque todos pensarán que es un Juan Lanas!
Algunas palabras no las entiendo pero la idea se abre paso en mi mente como una imagen poderosa, enérgica. Yo debería estar en la calle jugando a las canicas o al trompo, o saboreando los cigarrillos prohibidos de los trece años, con las rodillas rasguñadas y gallos en la voz. Madre debería estar cosiendo en la salita o leyéndole alguna carta de amor a la vecina. Paz debería estar estudiando y soñando con un futuro radiante. Antonia… Antonia estaría en su casa, aunque seguramente también tendría el cuerpo vencido y la piel llena de morados, pero andaría detrás de sus gallinas y lavando en el arroyo, del que con tanto cariño habla, y en la temporada de los ajos o de la aceituna se levantaría cada mañana antes de amanecer para irse al tajo con otras mujeres, de rodillas, a mover los dedos tan rápido como esos magos que vienen al pueblo en feria, y competirían entre ellas con chistes subidos de tono, de los que yo no entiendo cuando olvida bajar la voz para contarlos…
Todos deberíamos estar en otro sitio pero el destino nos ha reunido aquí, en la fría bodega de un cortijo destrozado por los bombardeos. Yo no he visto lo que hay arriba, solo lo imagino: piedras, yerbajos, mugre y cascotes, como en otros cortijos. “Esto lo han hecho ellos”, repetía con amargura mi padre; cuando lo hacen los nuestros, padre no dice nada, solo mira. Como un fardo me llevaba sobre su hombro, comido por la fiebre desde que me dispararon en la pierna. La bala me la sacaron en un pueblo, no sé dónde, a la luz de una vela que oscilaba y hacía crecer la sombra en las paredes como si danzaran fantasmas oscuros. Yo temblaba. Recuerdo un dolor como de llama, estridente, que me estallaba en la garganta; me taparon la boca para acallarme. Luego me desmayé, y de mi sueño solo recuerdo trozos de dolor imposible, un trapo al que
clavaba los dientes hasta que parecía que iban a rompérseme, dentera terrible solo de pensarlo, el bamboleo de mi cabeza, el tufo a sudor que cubría el olor a padre y que llegó a hacérseme querido, como un refugio, barca, sin final de camino. Luego me encontré sobre un colchón con olor a sahumerio del que usaba madre para disimular el olor a fritura en los tiempos en los que había aceite, manteca, pajarillas, huevos y patatas, y garbanzos tiernos como mofletes de niños, y rosquillas amasadas con ajonjolí tostado y anís en grano y corteza de limón que rallaba yo a veces hasta que en mi afán de hacerlo bien acababa limándome la yema de los dedos… (Ay, hablar de comida parece que me arranca un suspiro del centro del estómago…)
Antonia me cuidaba, lavándome, secándome la frente, poniéndome en la boca la comida triturada con un tenedor. Comida sin sabor o demasiado amarga que yo rechazaba porque solo quería beber, pero ella me obligaba con paciencia. – Tienes que tomar fuerzas –me repetía, acariciándome la frente y echándome atrás el flequillo sudado.
Yo anhelaba a mi madre, y al cabo de unos días la sentí junto a mí. Nos acostaron juntos, mezclando nuestras fiebres; yo veía sus sueños reflejados en los míos, y un hombre joven al que recuerdo viejo, con un bigote gris y los ojos cansados, inclinado sobre un pizarrín mientras una voz chica repetía “ma.. me.. mi… mo… mu…” una vez y otra, y no sé cómo sé que ese hombre es mi abuelo, que murió cuando yo era muy chico, y la fiebre de madre me enseñó a conocerlo. Ella vio, entre mis espectros febriles, a Marga, la niña del zapatero, con la cara tan linda y los pies negros porque no quería ponerse zapatos. En casa del herrero cuchillo de palo, murmuró mamá entre los pitidos de su respiración asmática.
Antonia nos lavaba a los dos, hasta que llegó Paz. A Paz la trajo padre, una de esas mañanas en las que el aire del sótano se volvía tan espeso que había que masticarlo al respirar. Yo la reconocí porque sus ojos estaban clavados en mi memoria, pero qué tristeza con sabor a sangre de corazón al ver su delgadez, como el envés de un pétalo de rosa al que el viento aturde para arrastrarlo en remolino de colores, y lo posa, olvidado, sobre el barro y luego alguien la pisa y el pétalo de rosa, que era tan bello, anhela que el sol llegue y lo reviva, pero viene el invierno y el sol no brilla nunca…
Se cubría la cabeza con un pañuelo negro, como una viuda triste. Cuando vio a madre machacada a palos y oyó su respiración agotada, se arrojó sobre ella y soltó todas las lágrimas que le tenían cerrada la garganta. Se le cayó el pañuelo y así vi su pelada cabeza, blanca como un huevo. Antonia se acercó a acariciarla, con un movimiento extraño, muy seguido, como frenético, y así permaneció hasta que las lágrimas comenzaron a secarse. Yo la miraba fijo, veré el cuadro por siempre en mi recuerdo, tres mujeres: una de pie, llorando; la otra arrodillada, calva, abrazada a la enferma, que yace asfixiándose sobre un montón de sacos que elevan su pecho para que el aire llegue a sus pulmones. Esa es mi imagen del final de la guerra: tres mujeres unidas por mil penas que se funden en un mismo origen. Y los hombres, aparte, mirando de reojo, también con su drama a cuestas pero sin compartirlo, como nos enseñaban, que los hombres no lloran. ¿Si lloran no son hombres? ¿Entonces padre qué es?, porque yo lo he visto llorar, a escondidas de todos. Y también he visto llorar a José, no todavía pero lo voy a ver y no me va a dar pena, pero es que a mí José no me parece un hombre. Y si José es un hombre, no quiero serlo yo.
Cuando madre ya pudo levantarse, llegaron Gina con su padre y su novio/marido, y la vida dio un giro. Con Gina el cuadro pareció completarse: ella ríe, trabaja y canturrea, se esconde detrás de Paz y de pronto le hace cosquillas soplándole en el cuello, y Paz le suelta un golpe con el trapo, como si fuera el gato que se sube a la mesa para husmear el chorizo, y Gina corre y ríe, y Antonia ríe con sus carcajadas grandes y frescas –si no le duele la garganta, claro– y madre se ve alegre casi como en los buenos tiempos.
El padre de Gina, en cambio, es triste como un sauce al que le falta el agua, delgado y amarillo. El novio/marido es alto, moreno y feo, la mira como si fuera una niña pequeña, la besa a escondidas, pero cuando se enfada deja de hablar, de mirarla, se repliega en sí mismo y entonces la alegría huye de Gina, que está pendiente de él como si él fuera la energía que le da vida, igual que esos pollitos de juguete que asoman por el cascarón que se abre, cada vez más despacio a medida que se les gasta la cuerda. Menos mal que eso ocurre poco, porque Gina está siempre atenta a que no les falte de nada, ni a su padre ni a su novio/marido. Hasta cuando pilló aquel resfriado que le cambió la voz y no se la entendía, ella tenía la ropa de sus hombres lo más limpia que aquí se puede, y la sonrisa presta, como –decía– tiene que ser una mujer.
Esta noche, como ya no tengo fiebre, no consigo dormirme. Mi cuerpo anhela correr, saltar, desahogarse, cosas que mi rodilla no permite, pero mañana me levantaré por primera vez, me lo ha prometido padre. José me ha preparado una muleta y Antonia le ha puesto un relleno encima y con un trozo de tela (reconozco la combinación de madre) lo forra para que no me haga daño bajo el brazo al apoyarme.
Los pasos de Paz son ligeros, los reconoceré siempre. Pasa ante mi cama, irá afuera a orinar, bebe tanta agua como si la necesitara para tragar un nudo perpetuo y todas las noches tiene que salir, a veces tiritando tanto que oigo el entrechocar de sus dientes entre sueños.
No ha regresado todavía cuando otros pasos más pesados resuenan en mis oídos. Son unos pies que se arrastran: es José, subiéndose el pantalón y con los zapatos achancletados. Le oigo subir y a la vez baja Paz. Se encuentran en la escalera; un rayo de luna arroja sobre el suelo unas sombras confusas que se unen, un empujón, un susurro ominoso. Paz baja trastabillando, él la sigue. Cerca de mi cama, la agarra del brazo. ¿Por qué no grita Paz? Se sacude en silencio. Entonces me incorporo y digo: – ¿Qué pasa? Paz ¿qué pasa? José, ¿qué haces?
José la suelta y ella corre hacia dentro, con un gemido. José masculla: – No pasa nada, niño, que estás soñando –y vuelve a subir las escaleras.
Los hombres regresaron a la anochecida y mientras avanzaba la tarde, presurosa –estamos en otoño y ya se sabe– los nervios aumentaban entre todos nosotros. Madre volvió a su libro y todas callaban, escuchando, y yo que las miraba descubría sus tics íntimos, los ojos de Paz que a veces se cierran con fuerza, como si quisiera borrar cualquier imagen; Antonia, que se rasca la palma de la mano, Gina suspira mucho, madre dobla la página que va leyendo, como para pasarla lo más rápido posible. Y yo clavo los ojos en la mancha de luz que se va oscureciendo, y cuando encienden la mecha dentro del aceite veinte veces quemado, me distraigo en mirar las sombras que crecen y decrecen como pájaros locos sobre el muro de ladrillos estrechos.
El miedo tiene un olor especial, como de sudor agrio, y esta tarde el miedo de cinco personas juntas en la misma habitación llegaba a convertirse en hedor, a pesar de las ramas de pino que Paz y Gina reparten por la estancia en un inútil intento de “hogarizar” esta madriguera. Nadie lo dice, pero todos pensamos constantemente, de fondo, como una de esas canciones pegadizas, que en cualquier momento aparecerá un grupo de falangistas, o la guardia civil, o simplemente vecinos que miraban mal a cualquiera de los que aquí nos ocultamos, y todo acabará de repente, o peor si acaba despacio, con regodeo. Eso es lo que más miedo le da a Paz, puedo leerlo en sus ojos; o a mi madre, a la que dieron por muerta después de apalearla y que se salvó porque padre la encontró bajo otros cuerpos, con sangre seca de otros muertos, con la cara desfigurada y el cuerpo negro, aferrándose a la vida con el silbido de asmática que arrullaba las noches de mi infancia.
La espera se alargaba como la sombra de un ciprés, y para acallar el miedo, las mujeres hablaron de otras cosas. Gina habló de sus sueños y de sus realidades. – Hija de libertarios, novia de rojos, ellos llegan de sus correrías y me traen ropa llena de mugre para que yo la lave, y esperan la comida caliente –bueno, ahora la que haya– y el desayuno, y el consuelo de unas manos más tiernas, más suaves, que no lo son porque están llenas de callos de trabajar para ellos, bajo su sombra, y hacer “cosas de mujeres”, obligaciones que no valora nadie.
Madre suspiraba y al cabo de un rato en el que sus ideas se debatieron entre el orgullo y la sinceridad con un runrún que mi corazón podía oír –el cordón umbilical, que en estas semanas había vuelto a anudarse tan fuerte como cuando flotaba en el líquido amniótico de su cuna vientre–, murmuró en voz baja, trabajosa:
– Yo, que he luchado tanto que casi me mataron… Yo, que he enseñado a leer a tantos campesinos y sobre todo a tantas mujeres, porque mi bandera siempre ha sido “la educación nos hará libres”, yo que reniego de los hombres que se sienten hombres haciendo que las mujeres se sientan “solo mujeres”… Pues yo en mi casa hace muchos años que dejé de luchar. Una cosa es lo que he ido predicando, y otra diferente es el trigo que no he dado, mi acatamiento sumiso.
Me miró como si temiera que yo me sorprendiera, como si yo no tuviera de sobra sabido todo lo que estaba diciendo. – Es tan cansado librar cada batalla en casa, entre los tuyos. Y después de una pelea en la que todo queda en tablas, te sientes agotada y solo ansías que te abracen, te acaricien el pelo y te digan cosas tiernas… No eres capaz de revolverte de nuevo cuando tu hombre te dice “¿qué vamos a cenar?”, y a la vez te está besando la yema de los dedos, uno a uno, con esa ternura que gana más guerras que las palabras duras y los malos gestos.
Antonia, que no podía hablar de ternura y besos en la yema de los dedos, compartió aquel anhelo secreto que la hacía levantarse cada mañana con ilusión y desasosiego: – Mi mayor deseo –confesó esta tarde, jugueteando con su anillo de casada– es ser madre. Una mujer, si no es madre, no está completa. Si yo tuviera un hijo… – Ser madre es la vivencia más increíble de la vida –reflexionó mi madre–. Pero ¿sabes, Antonia? Ser padre no lo será menos, o no debe serlo, y sin embargo nunca oigo a los hombres decir que si un hombre no es padre, no está completo. – Ningún hombre decide quedarse en casa y dejar de trabajar para criar a sus hijos –opinó Gina. – ¿Quién iba a traer el pan a casa? –se alborotó Antonia.
– La mujer –dijo Paz. – ¿Y el hombre en casa cuidando de los hijos? ¿Y quién les da la teta? – Yo no pude siquiera darle el pecho a mi hijo –terció, triste, madre–. Pero aunque se lo hubiera dado, al cabo de unos meses el niño ya come papillas. De fruta, de verdura, arroz, unos trocitos de pollo… Eso puede dárselo el padre igual que la madre. – ¿Y los pañales? –preguntó Gina, alborozada. – ¿Es que un hombre no puede aprender a cambiar pañales y a lavarlos? Ellos conducen trenes, dirigen gobiernos, mandan ejércitos, levantan ciudades… ¿De verdad no van a saber cambiar pañales? ¿O es que eso son “cosas de mujeres”, lo mismo que atender a los padres cuando se vuelven niños, o secar el sudor de la frente de los moribundos? –cada vez que Paz habla, mi piel se estremece como si me pasaran una pluma suave por la espina dorsal. – Ellos se ocupan de cosas importantes –replicó Antonia, suave pero firme. – Si no estuviéramos nosotras detrás, ocupándonos de estas cosas que a ti no te parecen importantes, ¿qué sería de la Humanidad, Antonia? ¿Lo has pensado? ¿Qué sería de los niños, de los ancianos, de los enfermos? – Asilos, orfanatos… – ¿Llevados por quién? Si decimos que los hombres no pueden hacerlo en sus casas, ¿por qué magia iban a saber hacerlo como oficio? – Bueno –Gina se asomaba al disimulado ventanuco veinte veces, espiando el regreso de los hombres, que no llegaban–. Pero sería un trabajo pagado… – Qué bien –ahí salté yo, y las sorprendí a todas–. O sea que si es gratis no saben hacerlo, pero si cobran ya sí saben. ¿Y las
mujeres no, vosotras lo hacéis gratis? Huele tanto a injusticia que me dan ganas de vomitar. – Tú serás pronto un hombre, Marcelino –aseveró Paz–. Entonces opinarás de otra manera y en vez de ganas de vomitar, se te abrirá el apetito, como a ellos.
No quise contestarle, o no pude, pero espero que no. Ser hombre no debe ser sinónimo de injusto, de barrer para su propia casa. Es cómodo, eso sí, pero es como con los esclavos, como con los obreros, como con todos los oprimidos: si solo el que está siendo pisado por el cuello tiene que luchar, no se conseguirá nada sin batir un océano de sangre. Si tienes hambre y sed de justicia, no puedes cerrar los ojos ni volver la espalda. Y si te gusta que todo siga así, levanta el brazo, canta el Cara al sol y pasa las cuentas del rosario mientras tus vecinos siguen bebiendo agua salada en las cárceles.
Paz era cigarrera en los años de guerra. Era tan guapa que hasta los que no fumaban la llamaban para pedirle cerillas o caramelos. Ella se mordía los labios para ponerlos rojos como la sangre y meneaba las caderas en el casino de militares, pero los que más trabajaban eran sus oídos. La quinta columna la formaban mujeres como Paz, que informaban a los suyos de cuanto oía, y oía mucho porque los hombres se olvidaban de que era una persona y hablaban libremente mientras sus ojos resbalaban y volvían a subir por sus curvas de mujer de banderas. Mujeres como madre, que esparcían bulos para desmoralizar a las tropas azules y animar a las rojas. Mujeres como Gina, que hacían cola durante las horas que hiciera falta para cocinar algo que mantuviera alzadas las cabezas de los hombres que dependían de ella como niños. Mujeres como Antonia, que anhelando ser madre, era madre de todos los
que necesitaban una sonrisa, una taza de caldo reconfortante, un escondite para un par de días…
Fragmento “El árbol”:
Había oído sus pasos cuando se levantaba, como un depredador al olor de la presa. Esperó con los dientes y los puños apretados. Nadie hubiera oído aquel quedo rumor de lucha, solo ella, que no dormía, acechantes los sentidos, ojo avizor, solo ella, ella, la que pensaba no haber sido nunca engañada aunque sí apaleada, la mujer dolorida que anhelaba ser madre pero a la vez temía parir un hijo de aquel lobo feroz.
De puntillas, pasó ante la cama del niño que dormía, subió los escalones y al acercarse a la puerta sobre la que crecían ortigas y cardos que no alimentaban ganado, escuchó los sordos ecos de la lucha. Sin respirar, corrió como en un vuelo, y a lo lejos pudo ver los cuerpos enzarzados.
Esta mañana, todo parece diferente. Nadie me cuenta nada; piensan que soy un crío, pero no callan ya para hablar delante de mí, quizá porque olvidan que sigo aquí, dolido pero consciente, y que no soy un mueble que hace bulto. Paz se ha quitado el pañuelo de la cabeza y luce su pelo cortísimo como una penitencia. Antonia mira a todas partes, el mundo entero parece extraño para ella. Madre friega con rabia, va al arroyo, coge agua, frota y frota. Gina oculta los ojos y barre sobre limpio; su novio/marido, con mi padre, ha subido hace rato, mucho rato, y no bajan; el padre de Gina está sentado al fondo, aturdido, sin saber lo que pasa; fuma y fuma esa pipa que apesta, hojas de maíz secas que guardó del final del verano. José no está, salió de madrugada, yo le oí entre sueños, igual que oí las voces, el llanto y el jaleo.
– Yo iba con mi padre por los cortijos, dando clase –había dicho mamá, la noche antes–. Me gustaba ese trabajo más que nada, he enseñado a leer a montones de mujeres, mientras mi padre se encargaba de los gañanes. Cada persona que aprende a escribir, da un gran paso para aprender a pensar, y otro para obtener ayuda de los libros y los periódicos en cualquier momento. La educación es la base de la libertad. Pero me casé y mi marido ya no quería que siguiera yendo a los cortijos; empecé a enseñar en mi casa, pero cuando me quedé embarazada, él me dijo que aquello se había acabado, y yo… cedí. Perdí al niño pero no volví a dar clases. A veces lo añoraba tanto que me dolía la garganta de ganas de volver a la tabla de multiplicar, a las letras, a sembrar… Pero se había acabado. Ya era una señora casada. – Yo sí hubiera seguido –dijo Paz, decidida–. Cuando leí el discurso de Victoria Kent contra el voto de la mujer, me mordí los nudillos. Decía que las mujeres de hoy no estamos preparadas para el voto, que votaríamos por el partido que nos indicara el marido o el cura. ¿Y acaso cree que los hombres están más preparados? Hombres de mente cerrada que levantan un puño para pedir derechos y cierran el otro sobre la cabeza de sus mujeres exigiendo obediencia. Yo habría estudiado mucho, mucho, mucho, para luchar por el derecho de la mujer, el derecho a elegir. – Victoria Kent decía que la mujer tiene derecho a trabajar, pero veía aberrante que tengas hijos, los dejes en una guardería y tú sigas trabajando. En primer lugar, una mujer es madre –dijo Antonia. – ¿Y por qué un hombre no? Si luego tienen ellos derecho sobre los hijos, más derecho que las madres, ¿con qué se come eso? –Gina no comprendía, solo pedía respuestas.
Fragmento “El árbol”:
Solo eran sombras, pero ella sabía muy bien a quiénes pertenecían. Una era de José, no cabía duda. Podía oler desde lejos aquel hedor a semental que le brotaba de cada poro de la piel cuando “se le emburraban las entendederas”. Palabras suyas que ella había aprendido a temer como a una vara verde, que también la había probado. La otra sombra tenía que ser de la pobre niña que tan sola había llegado al cortijo, muerta de miedo después del rapado y la “cura” de aceite de ricino que le suministraron después de comunicarle que su marido iba camino del campo de concentración de Miranda de Ebro, el más temido (aunque después hubiera otros a los que llegó a temerse más).
A tientas se agachó, cogió un palo tan pesado que tuvo que levantarlo con ambas manos, y avanzó, sigilosa, mordiéndose la rabia y el despecho de una orfandad de hijos que nunca ya podría dejar de ser.
– Es importante aprender a leer –le había dicho tantas veces Paz–. Es importante saber que no necesitarás de un hombre para mantenerte, que si estás junto a él es por amor y no porque no tengas otra salida para seguir comiendo.
No sabía Paz que con las leyes venideras, la mujer sería más menor de edad que nunca, que pasaría del padre al marido como una heredad más, como una casa, una vaca o un puñado de billetes, mujer sin voz ni voto ni patrimonio propio, mujer que dependería del hombre hasta para arrimar el hombro en el hogar con un trabajo, al servicio del bendito triunvirato “Niños, Hogar, Iglesia”. La mujer sagrada, como templo de la raza. El eterno femenino, el misterio (¿qué misterio? ¿Y dónde quedaba el “misterio masculino”, o es que era el hombre tan
claro como una ventana abierta?). La mujer, el “animal de cabellos largos e ideas cortas”, a la que había que quebrarle la pata (y se le quebraba) y dejarla en casa.
Para salir de viaje, tendría que firmar el marido; para trabajar después de casada, tendría que firmar el marido; para salir corriendo, tendría que renunciar a sus hijos, esos a los que el padre no podía cuidar o no sabía o no quería, pero que le pertenecerían igual que la mujer. Sierva te doy, hasta que la muerte se la lleve o te la deje en pie, muerta en vida a tu lado, qué importa lo que sienta, ni siquiera si siente.
Antonia tampoco lo sabía, y de todas formas, no cabía en su cabeza la idea de que algún día necesitaría romper el nudo que la ataba a su marido, como un paciente animal que camina tras el yugo y no lo siente porque no sabe lo que es correr libre en el viento. Pero llegó a sentarse tarde tras tarde, acaso por matar las largas horas amarillas del verano, y fue aprendiendo a unir las letras, despacio, muy despacio, torpemente al principio pero luego, de pronto, con una velocidad que sorprendió a todas –ellos, los hombres, no supieron nada–, el “bra, bre, bri, bro, bru” y el “pla, ple, pli, plo, plu” no tuvo ni que aprenderlo, empezó a leerlo sola, “brazo, brécol, bribón, broma, bruja”… y a los pocos días se sentaba en el filo del último escalón, con la espalda torcida para aprovechar los últimos rayitos de sol, y seguía con el dedo, concienzuda y sacando la punta de la lengua, la línea de palabras de los libros que el maestro viejo trajera hacía ya tanto tiempo.
De memoria yo mismo le copiaba poemas para que los leyera en sus ratos robados al trabajo y la costura. Recordaba muchos versos de Lorca, el poeta al que habían matado con los primeros disparos de la guerra, bajo una luna tan redonda como treinta monedas de plata, el poeta al que lloraron en todos los países
menos en el suyo. Madre le copió también los de mujeres que no se habían rendido o lo habían hecho después de tanta lucha: Carolina Coronado, Josefa Muñoz y Nartos, Rosalía de Castro… Paz le escribió la letra de los himnos que había aprendido de su padre y de su tal vez difunto marido. Gina apenas sabía escribir tampoco, pero tenía paciencia para repetirle canciones y Antonia las copiaba, preguntando “¿con be de burro o con be de Barcelona?”, y Paz reía y le decía “pero si las dos bes son iguales, Antonia, eso es con uve de vaca y de victoria”.
Lo que no se escribió en “El árbol”: (“Hay mujeres que lo perdonan todo, pero esto yo no voy a perdonarlo. Nunca. Y menos, con Paz, que la veo, y él lo sabe, como vería a una hija. Paz, con su cabeza pelona y sus manos bonitas que me enseñan tanto. Mírala, cómo gime, en el suelo. Ya voy, niña, ya voy. Me da igual que me mate después, pero no va a seguir encima de tu cuerpo, el asqueroso bruto, mancillándote…”)
Fragmento “El árbol”:
Deja el sigilo a un lado y corre, enarbolando el palo, lo deja caer con fuerza, y otra vez lo levanta, y otra vez le deja caer, y de pronto no hay fin ni principio, cada bofetada, cada puñetazo, cada insulto, cada violación, cada patada, se cobran con otro golpe, y otro y otro, hasta que oye el silencio de una respiración que se detiene para siempre con un ridículo estertor “poooof”, como una pelota que se pincha, roja como el sol cuando se inclina sobre un campo de amapolas.
Yo dormitaba cuando oí la lucha arriba, y antes de que pudiera bajarme trabajosamente de la cama, pasó ante mí
Antonia y cogió mi bastón, hecho con una rama trabajada por el padre de Gina. Oí gritos y conseguí subir, arrastrándome, y al parecer gritando yo también, y los últimos peldaños casi los volé, entre mi madre y Paz que me ayudaban porque vieron que no habría modo de que me quedara atrás.
Fragmento “El árbol”:
Y debajo de él, bajo su hombro, se abre como una rosa una melena rubia de un moño que se ha soltado en la reyerta, y no es Paz, y ha matado y no ha sido por salvar a “su” niña, y se queda con los brazos colgando y el horror en un rictus inmóvil en su rostro, con el rastro de sangre que se pega en sus dedos y la medianoche detenida en todos los relojes.
Esta noche no hubo susurros ni arrastrar de un cuerpo, ni el sonido de una pala abriendo la tierra dura. No hubo tampoco sangre mancillando los dedos de una asesina. No hubo muerto, solo hubo violación. En “El árbol”, la novela que Antonia escribirá muchos años después, en México, la que madre y yo devoraremos, la verdad se bifurca en este punto; licencia de escritor, dice mamá. Opciones, digo yo, y acaso sea lo mismo.
Al primer golpe, cayó José sobre Gina y Antonia se detuvo, no hubo otro bastonazo, solo un grito agudo que rasgó la noche e hizo que los pájaros que anidaban en las encinas a nuestro alrededor levantaran el vuelo con un susurro alarmado y cubrieran la luna, llena y pálida de horror como cuando se llevaron a Lorca y Cernuda le escribió sus eternos versos:
Toda hiel sempiterna del español terrible que acecha lo cimero con su piedra en la mano.
No hubo voces, susurros, llantos ni arrastrar de un cuerpo, ni se abrió tierra dura para recibir unos despojos que nadie buscaría ni echaría en falta. La luz de un alba de noviembre incide sobre la cabeza abatida de Antonia. Sentada en un rincón ha pasado la noche, mientras en torno a ella todos bullían. A veces, Paz se acercaba a abrazarla, le acariciaba el pelo como a una niña chica. Fue el último día que pasó entre nosotros.
Despertaremos mañana; Antonia y Gina habrán desaparecido. El padre de Gina despotricará siempre, pero madre, mi madre, se encargará de él como de mí y de padre. El novio/marido de Gina se marchará también: ya nada lo retiene aquí. Yo no lo entiendo. No entiendo que se hayan marchado, ¿por qué, por qué, por qué? Pero todos parecen entenderlo; solo Paz llora cuando le pregunto.
Lo que no se escribió en “El árbol”: (“¿Y esa melena rubia? Oh, Dios mío, no es Paz. Es Gina. Pobre Gina. Pero Gina no es virgen, eso todos lo saben. Paz sí lo era, aunque estaba casada, si la pobrecita no tuvo tiempo ni de noche de bodas. ¿Y si lo he matado? Dios mío, Dios mío… He matado por nada… Qué digo, qué locura, una alimaña es una alimaña, la estaba violando, sea virgen o casada, qué más da. Pero si lo hubiera sabido, quizá no habría golpeado… ¿O sí? ¿Y si lo golpeé, no para defender a Paz o a Gina, sino para librarme de él, por mi propio beneficio?”)
Fragmento de “El árbol”:
Sigue girando el mundo pero todo ha cambiado. La que hasta hace unas horas era una mujer a la que su marido maltrataba,
ahora es una asesina. Muchas veces había pensado qué pasaría si una noche, mientras él dormía después de haber desahogado con ella sus frustraciones de pobre hombre, se levantaba, cogía la plancha y le rompía la cabeza. Se lo merecía, pero ella no quería ir al infierno ni a la cárcel.
No se le pasaba por la cabeza, eso no, la idea de escapar, de marcharse y empezar nueva vida. ¿Adónde iba a ir ella, mujer, sola, analfabeta, estéril, sin oficio ni beneficio? Para servir en casa ajena ¿no era mejor seguir sirviendo en la propia, o, mejor dicho, en la casa de su marido? Aunque a veces pensaba: casa ajena, sin palos, con un sueldo por pequeño que sea… Pero ¿y después?, pensaba. ¿Qué sería de ella cuando los años pasaran y ya su cuerpo no pudiera seguir llevando a cabo las duras labores de limpieza de un hogar? Las rodillas ya le dolían… los dedos, a veces, se le agarrotaban… ¿Dónde acaban las mujeres sin marido ni medios de vida? Antonia se estremecía al pensarlo y se negaba a pensar que tal vez fuera mejor elegir un futuro incierto que un presente que quizá le arrebatara ese futuro.
Paz también se marchó, días después, una madrugada. Solo yo la escuché y supe que se iba, y me hice el dormido mientras ella me acariciaba la frente y suspiraba. No he vuelto a saber de ella, pero sé por mis sueños que la vida por fin le ha sonreído. Mis sueños no me engañan.
Fragmento de “El árbol”:
Gina cayó en la frontera, una noche de nieve. Se me murió de frío, aunque yo creo que se murió de ganas de morirse. Yo no sé cómo ni cuándo llegué a Francia, y allí pagué mi crimen y pagaron también los que no habían cometido otro delito que anhelar la libertad del hombre: nos encerraron en un campo de
refugiados del que no nos dejaban salir, ni asomarnos, ni ser más que los tristes apátridas que huyendo del lobo cayeron en la trampa del tigre. Después llegué a México, aquí nos abrieron los brazos y aquí he echado raíces como un árbol anidado de pájaros nostálgicos.
Cierro el libro y recuerdo: un papel arrugado, unas palabras que hoy se concluyen aquí, con esta novela/mentira, novela/ verdad, novela/piedra-que-golpea, publicada en México y que al llegar a nuestras manos nos quema con el ascua viva del recuerdo de una bodega oscura, un catre duro y cuatro mujeres que tuvieron que volar sin alas.
“m Me yamo Antonia y boy a conta mi b vida”…