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Segundo accésit: Las amigas
LAS AMIGAS
Carlos Álvarez Parejo
Felisa sonrió cuando la moza vestida con el mandil blanco le entregó las verduras. Las cogió y las fue metiendo en el cesto de mimbre, volviendo a sonreír una y otra vez casi avergonzada. Se dio la vuelta sin parar de redirigir la vista hacia atrás, buscando constantemente la sonrisa de esa joven que era admirada por todos los hombres de la población. Era muy guapa –no Felisa, sino la joven–. Se llamaba Cristeta. Un nombre peculiar, sexual, cómico, pero que silenciaba las risas y los alborotos en cuanto cualquiera la veía. Era una divinidad, un ángel bajado de los cielos. Se movía ágilmente con su mandil blanco y solo le faltaba que le salieran alas y un día anunciara una buena nueva para todos los presentes, ¡para el mundo entero! Felisa se recogió en un lado de la plaza, tras los puestos de verduras y frutas que ponían todos los martes. Espió pasmada el rostro de Cristeta y poco a poco fue soñando con haber sido ella. Tan hermosa, tan linda, tan divina y solicitada. Hombres
y mujeres se le acercaban por igual. Las unas para comprarla y admirarla, y para rezar a Dios que las contagiara algo de esta belleza sin par; los otros para saludarla y sentirla cerca, soñar con tenerla como esposa, por dominar su cuerpo suculento y precioso bajo sus torsos masculinos. Penetrarla con fiereza o con amor, soñar con una heroicidad que alabasen con envidia el resto de los mortales de la localidad. Amigos y enemigos por igual. Felisa soñó con ser deseada así. Tan acaloradamente.
Respiró hondo y dio un paso atrás, para ocultar aún más su momento de particular espionaje. Cristeta, con ese nombre que hacía honor a sus pechos, tan indomables, perfectos, que formaban dos montañas rectas en el centro del mercado, recibía a todos los clientes con una sonrisa. Dos buenas razones para que los hombres, siempre ajenos a estas compras, se pasasen por allí delante, por el centro de la plaza, nada más que para ver esas voluptuosidades de cerca y fantasear con tocarlas y chuparlas, con ser esclavos de esa mujer tan bien acabada por Dios.
Algunas veces, pocas, Felisa había visto a su marido pasarse por allí, como casi todos los maridos de las demás. Le daba igual. Su marido hacía muchísimos años que le importaba más bien poco. Si acaso, la molestaba que el muy engreído llegase a soñar con Cristeta, con sus curvas fabricadas por la mejor manufactura de los cielos. Un pecado a ojos de ella. ¿Se creía ese cabrón merecedor de tan beatífico regalo?
Felisa podía recordar las veces que había coincidido con su marido en el mercado. Ella caminando con las compras, él moviéndose furtivamente entre los puestos, evitando encontrarse con ella. Todas esas pocas veces que había llegado a verlo, tres o cuatro, luego, la había penetrado en casa por la noche. Posiblemente, los peores momentos del año. Ya fuese por intuición o por probabilidad, Felisa sabía que cada vez que
su marido se ponía tonto e intentaba eyacular en su interior era porque había pasado por el mercado y ultrajaba su cuerpo con los ojos cerrados fantaseando asquerosamente con estar con la joven mujer del mandil, esposa de otro.
Se había casado Cristeta con Roberto, un joven hortelano que trabajaba con amor su campo. El muchacho era de pocas palabras, sencillo y humilde, pero atraía desde niño al sexo complementario debido a su pelo rubio y sus ojos azules y brillantes, cosa poco común por aquella España profunda e interior que acababa de estallar en sus propias carnes. 1936 había empezado como cualquier año: mal. Pero se desarrollaba peor aún. Corría el mes de julio cuando se había intentado derrocar al gobierno con un golpe de estado perpetrado por militares, nobles y grandes hombres de negocios. Agosto no parecía mejor. El golpe se había tornado guerra y la población, dominada por milicianos de izquierdas, estaba en mitad del camino del ejército rebelde. Cristeta y Roberto permanecían ajenos a este hecho. Al fin y al cabo, vivían modestamente, eran analfabetos, sabían poco de política y jamás se habían metido con nadie. El uno quería trabajar su huerto, la otra vender los productos de su marido y ambos deseaban amarse.
Felisa ya contaba sus cincuenta años. Su casa no tenía un solo espejo porque ella pensaba que aparentaba sesenta. La vida no la había tratado bien. Eso se decía ella cada vez que se tocaba desnuda, cuando su marido estaba en el trabajo, buscando rebeldes o gobernantes según fuera el caso. Porque Felisa no tenía claro de qué lado estaba su marido, si de los unos o de los otros. Fernando era guardia civil. No por vocación, sino por necesidad. Siendo joven, sin trabajo ni esperanzas, había conseguido que lo admitieran en el cuerpo. Una manera de vi-
vir y poder comer como otra cualquiera. Sin embargo, en este mes convulso que dejaba amenazas por todas partes, la mujer del guardia civil no tenía claro si su marido se iba a rebelar en cuanto llegase el ejército que decían venía desde Sevilla, o, por el contrario, se mantendría fiel a la República que, hasta ahora, le había dado de comer.
Infló su pecho de oxígeno y elevó el cesto de mimbre que había dejado un momento en el suelo. Volvió a mirar a Cristeta, tan hermosa y eficiente, tan buena vendedora como delicada en sus gestos. La única del mercado que defendía la palabra “verdulera” con honra y la pronunciaba con orgullo. Y es que en su boca todo parecía ser mejor.
Comenzó a caminar por la calle que rodeaba el palacio medieval de una familia noble que ya no existía y que habitaban otros nuevos ricos, gente que se había hecho de oro con una industria que Felisa no entendía. Se cruzó con una viuda, a la que saludó y pensó en esas ropas negras y de luto que algún día ella llevaría. Viendo los tiempos que corrían, quizás más pronto que tarde. Aunque, pensando mal, como decía el dicho, “bicho malo nunca muere”, y si había algún bicho de mala calaña, ese era el amargado de su marido, ladino y ambiguo para sobrevivir en los peores momentos; como cuando su patrulla había tenido que perseguir a unos bandidos que asaltaban los servicios de Correos por la sierra de Los Ibores. Habían muerto todos menos su marido. Y ella se lo podía imaginar corriendo, oculto o huyendo del ataque con tal de sobrevivir mientras sus compañeros morían bajo las armas enemigas.
Pensó que no le sentaría mal el negro. Al cabo, ella ya vestía faldas oscuras. Largas faldas casi negras, azul marino lo llamaban, que se colocaba tan arriba que le llegaba casi
hasta los pechos; esas montañas gruesas que no caían tanto como había visto en otras mujeres, quizás porque ella no había tenido hijos. Eso le había dicho una vecina comparando las cuatro piezas.
Las camisas de manga larga, que usaba hasta en verano, eran las únicas prendas claras que todavía se permitía, pero hasta el cuello lo vestía oscuro, igual que los zapatos. Qué fea estaba, pensaba ella misma cada vez que pensaba en su vestimenta y su cuerpo, cada vez que se levantaba y cada vez que se acostaba. Cuando estaba sola y cuando su marido arremetía contra ella. Sobre todo esto, cuando su marido, Fernando, le decía cosas tan feas e hirientes, tan insultantes y tan faltas de amor. Era un mal bicho. Sí, definitivamente, era un mal bicho.
Se paró frente a un escaparate lleno de cosas que no se podía permitir y observó disimuladamente su figura. Cuando Fernando muriese, vestiría completamente de oscuro, de negro de luto. Le sentaría tan bien o tan mal como ahora. No cambiaría nada. Bueno, sí, cambiaría su ingrata presencia, sus insultos y sus desprecios, ya no habría nada de eso. Por eso, quizás, anhelaba vestirse de una vez de negro, para no ser maltratada y para no tener que soportar el peso insoportable de su marido sobre su cuerpo ya viejo y deteriorado.
Dejó el escaparate atrás, después de descubrir la mirada despectiva de una mujer de su edad excesivamente bien vestida. La conocía de su infancia. Vidas que empezaron igual, vidas que acabaron distintas. Una rica, otra pobre. Ya no se saludaban. Felisa sintió pena. Entre los que se conocían de siempre no pasaba nada, había un respeto especial, no escrito, como si fueran hermanos, aunque ni se hablasen, si acaso se insultaban a la cara o a las espaldas, pero los radicales socialistas que enviaban desde Madrid acabarían con gente apo-
derada como esta: si tenían suerte, los detendrían, pero si no, los matarían en los muros del cementerio o en cunetas de la carretera que iba hacia el sur, para que el ejército enemigo se los encontrase y perdiese la compostura.
Pensó en la gente joven, como Roberto y Cristeta, tan guapos, neutrales y con toda una vida llena de amor por delante, y sintió una punzada de miedo, muy penetrante, al pasar por su cabeza la idea de que les harían daño. El muchacho no molestaba a nadie, pero lo tenía todo. Era un rico entre pobres. No envidiarían su falta de comodidades, pero alguien querría su pequeña parcela de terreno o poseer el gran cuerpo de su mujer. Eran, pensando mal, dejando de creer en el ser humano, inocentes condenados si algún mediocre les tenía ojeriza.
Pero Felisa ya no creía en el ser humano. Había dejado de creer hacía mucho tiempo. Su vida llena de vacío, falta de sustancia, ocupada por las rutinas y la cotidianidad, pero ausente de toda emoción, de caricias y de miradas que la hicieran sentir y temblar; como cuando era niña, o joven. Porque para Felisa tener menos de cuarenta era aún ser niña. La población estaba llena de ellas, de niñas; de jóvenes que tiraban su vida, de la misma forma que había hecho ella: casándose con un estúpido, casándose con una sociedad, con una manera de vivir en la que creyó, pero en la que dejó de creer, como había dejado de creer en las personas, en sus actos faltos de bondad, en sus celos que solo generaban mal.
Caminó por las calles sucias, llenas de cacas de perros que vivían al aire libre, sueltos, hasta que ellos mismos se recogían en las casas de sus amos. Sorteó escupitajos de obreros y campesinos y se cruzó con una patrulla de milicianos armados con escopetas e instrumentos de campo. Sonrió sin maldad, atónita. No se creía muy lista, pero tampoco era tonta. No ha-
cía falta ser mujer de guardia civil para saber de armas. No se podía combatir contra soldados profesionales, contra legionarios, la élite militar, con escopetas mal cargadas y peor disparadas, y menos con palas y azadas.
Cuando llegó a casa, el sol estaba en lo más alto, anunciando que sería un día caluroso. Era de esperar, el verano solía ser duro año tras año. Había que aceptar que tener inviernos suaves y otoños y primaveras espléndidas tenía que tener algún peaje. No todo podía ser bueno. Bastante que este año en concreto no estaba siendo especialmente fuerte. Julio, lleno de incertidumbre, anuncios de batalla y desapariciones de vecinos por los que nadie preguntaba, se había mostrado clemente con la población. Agosto, al principio, también. No obstante, ahora comenzaba a recordar que el sol merecía su respeto y las temperaturas estaban subiendo al mismo ritmo que lo hacía el ejército que dirigía el coronel Yagüe por orden del general Franco.
Felisa se introdujo por el pasillo ancho que tenía aberturas a un lado y caminó hasta el salón diminuto en el que era fácil encontrar calor en invierno, a los pies de un brasero, uno de los pocos placeres que todavía se permitía Felisa, aunque fuese en mala compañía. Dejó la cesta en la cocina y se dio la vuelta para volver sobre sus pasos hasta la entrada de la vivienda. Observó el horizonte. El río Guadiana descendía hacia el oeste, hacia el mismo lugar por el cual se ponía misteriosamente el sol. Felisa se imaginó viviendo allí, donde el astro desaparecía y se preguntó con simpleza cómo sería ese sitio. ¿Hermoso? ¿Verde? ¿Marrón? ¿Animado? Seguramente distinto. Si no, para qué soñar…
Colocó los alimentos, los lavó y cocinó. Comió con su marido, intentando evitar su mirada agresiva, la hostilidad que le causaba su frustrada vida y se cuestionó –como tantas otras ve-
ces– quién de los dos había hecho infeliz al otro. Se echó parte de la culpa. Puede que ella tuviera algo que ver en esa infelicidad constante que gobernaba la inquina adquirida de Fernando.
Dos o tres palabras de desprecio y borró la culpabilidad de su mente. No se creía merecedora de tanto odio acumulado, tanta rabia absorbida, tanto rencor ajeno. Siempre había cumplido su parte. Había cocinado, limpiado, abrazado y abierto de piernas cuando había hecho falta. Solo se le podía echar en cara no haber dado a luz a un hijo. Los primeros años creyó que Dios la castigaba por pecados de la infancia, por haber tocado miembros masculinos erectos antes que el de Fernando. Dios no la concebía como un árbol digno de crear fruto. Así se lo había hecho saber el cura de la parroquia de El Calvario.
Su inocencia de juventud, su falta de experiencia con los hombres, su sentido de la culpabilidad, aprendido durante años de machaque por parte de sus padres y de otras personas de su entorno, habían provocado que confesara ante el cura que la presionaba cada una de las cosas “malas” que había hecho los años antes de casarse. Al principio, le había costado hablar de ello, pero el cura Francisco era realmente perspicaz y sabía cómo hacerte confesar.
Le había contado la noche que estando en el huerto de su tío, el hermano de su madre, con apenas trece años cumplidos, este la había abrazado demasiadas veces y la había acabado manoseando por todas partes. Además, tras la presión del cura, Felisa había contado también cómo su tío se sacó el miembro y le hizo tocárselo hasta temblar y correrse. Ella había corrido hasta su casa a toda prisa, confundida y pensando que había hecho algo mal.
Dos años después, había sido un amigo del barrio quien, con la excusa de acompañarla a casa para que no fuera sola,
la había arrinconado en el callejón y la había abrazado fuertemente. Había tocado su entrepierna y había introducido su mano por debajo de la falda. Ella, ante el cura, años después, no supo decir si esa experiencia le había gustado. Por un lado, se había sentido mal, culpable, ultrajada, pero, por otro, había disfrutado del placer de una mano rival. Aquel muchacho también sacó su pene erecto, tieso y duro como una piedra, y Felisa pudo observarlo y tocarlo a la luz del día. Se sintió obligada a menearlo, como le había enseñado y exigido su tío dos años antes, y el muchacho acabó de la misma manera que el hermano de su madre, soltando su líquido pastoso y blanco, transparente en cuanto caía contra el suelo o la pared.
Su tercera vez y última fue casi voluntaria, espontánea. Tenía ya dieciocho años y un novio que la rondaba. Entró una vez en casa con él y sus padres no estaban. Felisa no recordaba ya cómo surgió la situación, pero sabía que ella quiso. Fue la primera vez que realmente quiso y no sintió miedo. Hicieron de todo. Así se lo contó al cura. Los tocamientos, los roces, los besos apasionados, las manos de su novio en su vagina, su boca recorriendo sus muslos, el pene poderoso de él en la boca de ella, metiéndose hasta dentro, paseándose por sus mofletes inexpertos. Esa vez, sí que disfrutó plenamente, aunque después se sintió culpable y le dijo a su novio que no podían hacerlo más hasta casarse. Dejaron de ser novios.
Cuatro años después llegó Fernando. Se casaron y lo pudo hacer sin sentirse culpable; y si se sentía culpable era por lo que había hecho antes con otros, pero no con él, porque a ojos de Dios estaban casados. Pero su marido era aburrido, no como aquel novio que la tuvo entre sus piernas, y Dios no le dio hijos, por eso Felisa empezó a creer que era culpa de su pasado, y por eso Felisa se lo confesó al cura, una y otra vez,
siempre que este exigía que se lo contase de nuevo, y solo dejó de contárselo cuando descubrió que el cura Francisco se masturbaba alegremente con sus relatos. Entonces, decidió cambiar de parroquia, para no tener que contárselo más ni enfrentarse a sus miradas llenas de culpabilidad, lascivia y resentimiento.
Este cura, el desinterés de su marido, su crueldad creciente con el tiempo y otros actos pequeños, pero simbólicos, de personas a las que apreciaba, fueron los que hicieron que Felisa perdiera la fe en el ser humano y que empezara a decirse a sí misma que no era culpable de nada.
Dejó pasar las horas de la tarde. Salió al exterior y se sentó en una silla cuando el sol comenzó a caer y su rabia dejó de molestar. Medio vecindario hacía lo mismo. Miraban y dejaban el tiempo pasar. Saludaban a los conocidos que pasaban lentamente, como el tiempo. Su marido estaría ya en los bares, como cada día, bebiendo unos vinos junto a otros compañeros de la Guardia Civil. La diferencia con respecto a otros días sería la falta de humor, las miradas suspicaces en busca de culpables, los “yo opino esto, qué opinas tú”, la desconfianza, el tanteo silencioso de “con qué bando quieres estar”. Felisa se alegraba de no estar allí, en ese ambiente superviviente donde no sería capaz de sobrevivir. Su marido, en cambio, sí. Sería el más listo de todos, el último en dar su opinión; y no se casaría con nadie. Se mantendría con esa mentalidad ambigua que hacía pensar a todos que era un buen tipo, que era amigo de todos, enemigo de los otros, alguien en quien se podía confiar, aunque solo fuera por su falta de personalidad y silencio.
Pero a ella no podía engañarla. Ya lo conocía demasiado. Sabía qué clase de mala persona era. Quedarse viuda es lo que más deseaba.
Tras ir tomando y barriendo todos los pueblos que había por el camino, el ejército comandado por Juan Yagüe llegó a las puertas de la población. El Guadiana quedó en medio del tiroteo, como el hermoso puente romano que lo cruzaba. Los milicianos, soldados y guardias de asalto disparaban desde su orilla; los legionarios, regulares, carlistas y falangistas desde la otra. La guardia civil no se sabía dónde estaba, si en un lado o si en el otro.
La sangre fue tiñendo las aguas embarradas del río. Felisa, desde su casa, ausente su marido –solo Dios sabía dónde estaba–, escuchaba las balas y los bombardeos. Oía los aviones pasar por encima y después el estruendo de sus vómitos, bombas tiradas con desprecio. Sentada en un sillón viejo del salón estrecho, sola, con el brasero apagado –su mejor compañero de invierno–, se mecía suavemente, sin apenas fuerza. No tenía miedo. Al menos no mucho. Sus pensamientos no estaban puestos en salvar la vida, ya pasada, sin tiempo para rectificar, ni en Fernando, al que temía volvería a ver, demonio insaciable e invencible, sino en la pareja tan linda que formaban Roberto y Cristeta, ambos inocentes de esta guerra. Rezaba para que Roberto continuase cultivando lechugas y tomates, cebollas y remolacha, y otras verduras más. Rezaba también para que Cristeta prosiguiera endulzando la vida de otras mujeres y alegrase el día a los hombres vendiendo los alimentos que cultivaba su marido. Le pedía a Dios que salvase esas dos vidas, que las dejase igual, tal y como eran antes de la batalla: con su felicidad, sus buenas maneras, sus sonrisas, sus miradas apasionadas, sus encogimientos de hombros, sus silencios… Esos únicos detalles que la animaban a seguir viviendo. Todas esas cosas que enamoraban a Felisa y abrían una grieta por la que se colaba una mínima alegría de vivir.
Mientras mecía el sillón, oyendo los disparos apagándose de fondo, intuyendo que un bando ya sabía de su perdición, Felisa se imaginaba a Cristeta en su casa, abrazada a su respetuoso marido. Podía casi tocar su mirada llena de miedo, brillante, húmeda, sabiendo que estas bombas y disparos podían arrebatárselo todo. Su vida. Su alma gemela. Su felicidad. Sus pequeños detalles personales, sus rutinas insignificantes, tan queridas. Esa maravillosa vida que Felisa no había tenido. Pero no sentía celos ni envidia, solo podía sentir amor.
Los fusilamientos comenzaron enseguida, nada más terminar los combates. Los guardias civiles, los que no habían huido por la carretera de Madrid, salieron de sus madrigueras, su marido el último –a saber dónde estaba– y empezaron a detener a ciudadanos y a señalar con el dedo al que hiciera falta. Felisa no salía de casa. Ya estaba todo escrito. Se llevaban a los prisioneros al cementerio y allí les pegaban un tiro en el muro sur. Allí mismo los enterraban en fosas comunes. Fernando, el hombre que había pasado unos treinta años junto a ella, seguramente, participaría como el que más. Seguiría alimentando su alma de maldad y perversas acciones. Luego, las descargaría en casa, con ella. Un mal comentario y le caería una bofetada, puede que una patada, puede que nada. En el fondo, no eran los golpes físicos los que más dolor le habían causado. Habían sido pocos y ya estaban lejanos. Fernando no era de pegar. Sabía que así le hacía poco daño. Cuando era joven quizás, ya no. Su marido prefería otras maneras: gritos, menosprecios, aislamiento, soledad, silencios. De hecho, hubo una época en la que estuvo tres años sin dirigirle la palabra, hasta que debió de darse cuenta de que Felisa se acostumbraba; entonces volvieron los gritos y las humillaciones verbales.
Días después, tomada también otras poblaciones vecinas, Fernando volvió a casa con las manos manchadas de sangre. Su gesto era serio, pero fue desfigurándose a lo largo del día en una sonrisa macabra. Se aseó. Comió de lo que preparó su esposa. Bebió el vino que tenía guardado bajo llave solo para él. Fumó tabaco frente al brasero apagado, sentado en su sillón, el que había decidido que era su sitio, el que prohibía a su mujer ocupar.
Pasaron los días y la nueva normalidad fue recuperándose. El comportamiento de la gente volvió a ser igual, solo que faltando algunos, gobernando otros, poniendo nuevas normas estos últimos. Su marido desaparecía todo el día, más de lo normal, y muchas noches. Llegó el día en el cual se acabaron los alimentos en casa y, tras una queja de su marido, Felisa, con poca gana, salió a comprar. El mercado no era el mismo, faltaban más de la mitad de los puestos, y, especialmente, el más importante, el más visitado, el de Cristeta. La joven ya no lucía su mandil blanco, impoluto, ya no regalaba sus sonrisas a sus compradoras, ya no contestaba con ingenio ni reía las bromas de los hombres. El mercado había perdido su gracia, su esencia, lo más bonito que tenía. Ya nadie sonreía.
Felisa se conformó con comprar a otros vendedores. Se acostumbró, con el paso de los días, a adquirir otros productos. Cocinó recetas distintas que su marido despreció, como otras tantas veces. Pero Felisa ya no podía cocinar igual. Tenía miedo, miedo de que le hubiera pasado algo malo a la verdulera de ojos lindos y alegría infinita, miedo de perder lo único que la hacía sonreír en esta vida perdida.
Tardó dos meses en volver a ver a Cristeta. Estaba ajada, marchita, excesivamente delgada y entristecida. Sus ojos se veían rotos, destrozados por feas imágenes que permanecían
grabadas, su pelo descuidado, encanecido. Felisa sintió deseos de llorar nada más contemplarla y supuso cuál era el motivo de tan llamativa y horrible desgracia.
Corrió hacia su casa, cerró la puerta y se encerró en su habitación. Arrodillada como una niña enrabietada a la que han reñido, se echó a llorar, sintiéndose frágil, desprotegida. Cuántas veces había soñado con ser Cristeta, con vivir su felicidad. Cuántas veces había fantaseado con las manos ásperas y gruesas de Roberto paseándose por su cuerpo desnudo, su cuerpo joven, no el que tenía ahora. Cuántas veces había sentido que era parte de esa pareja tan hermosa y feliz, tan distinta, tan adorable y cuántas veces los había defendido ante envidiosos. Cuántas veces había sentido que no había nada mejor en este mundo que el amor que se profesaban el uno al otro: él trabajando tanto, pensando en sus verduras y en su mujer, ella expulsando a todos con soltura de sus faldas, deseando llegar a casa para estar con él. Ya no existía ese amor, todo lo que valía la pena estaba roto.
Felisa no se pudo contener y, aguantando las lágrimas, se decidió a descubrir la verdad. Ver si de verdad faltaba ese hombre que había hecho tan feliz a su mujer. Corrió poseída hacia el huerto de Roberto de la misma forma que había escapado de la verdad corriendo hacia su casa. Cuando llegó, descubrió que el terreno estaba descuidado. Otra señal dolorosa más. Preguntó a varios que pasaron por allí si sabían dónde vivía el muchacho que trabajaba esa tierra. “Hace tiempo que ya no está. Desapareció. Ya sabe”. Sin embargo, Felisa no quiso asumir la realidad aún, no quería creérsela, necesitaba verlo con sus propios ojos y fue hasta la dirección que le indicó un vecino.
Se quedó mirando la puerta de la vivienda sin atreverse a entrar. Llamó después de una hora, tras dudar mil veces entre
irse o llamar. Tuvo que insistir. Esperar. Al final, Cristeta abrió. Felisa se llevó las manos a la cara de puro terror. De cerca, todavía se la veía más demacrada que en la distancia. Quiso decir: “Con lo guapa que eras, lo feliz que me hacías, ¿qué te ha pasado?” y se respondía en su imaginación con un “Me han matado a mi marido. Se han llevado mi sueño, a mi ángel”. Pero no dijo nada. Se las apañó para entrar; para dar consuelo pobre a esa muchacha divina que alguien había decidido hacer caer del cielo y convertir en triste mundana.
Esa noche durmió en su casa. No podía dejarla sola.
No se molestó en volver del todo. Compraba en el mercado, hacía la comida a su marido, se la dejaba en la cocina para que él mismo se sirviera, luego hacía la comida para ella y para Cristeta y se quedaba con ella toda la tarde. Juntas. En silencio. Hablando a veces. Durmiendo muchas veces en su casa.
La joven fue recuperando algo de seso y algo de vitalidad, pero no perdía las frases sueltas del tipo “Me quiero morir”. Su amor estaba roto, su confianza en el mundo también. Fue aclarando algunas verdades. “Se lo llevaron los malos. Se lo llevó la guardia civil”. A Felisa le dolían sus palabras tanto como a ella. Lloraban juntas. Vivían el mismo calvario.
Felisa procuraba no encontrarse con Fernando en casa. Su humor se había agravado con sus ausencias todavía más. También con los días de postguerra, pues, aunque seguía la guerra en Madrid y en otros frentes, por allí se había ido con la misma rapidez que pasó; desajustándolo todo, cambiando las cosas, dejando las rutinas igual, confundiendo a la gente, provocando lágrimas, pero yéndose rápido, como si tuviera que dar cuentas.
Un día la golpeó. Fue un bofetón traidor, sin venir a cuento. Él estaba borracho, ella lúcida, recién llegada a casa. Él la
acusó de puta y otras cosas más. Ella no lloró, se limitó a dejar de creer en Dios. Cómo podía ser que su marido viviera, si lo había matado en sueños un millón de veces y más, y, en cambio, Roberto, al que Cristeta continuaba amando, se hubiera ido… llevado por las balas, ajusticiado por nada.
No había Dios en esta tierra.
La noticia corrió como la pólvora había corrido en la batalla. La verdulera del mandil blanco se había tirado del puente romano al río. Su cabeza había golpeado en un pilar y su cuerpo había caído al agua, que la había arrastrado cientos de metros hasta que un pastor la había encontrado. Felisa no necesitó ver el cadáver. No quedaría nada de ese amor ni de esa hermosura olvidada que tanta fama le había dado en la población. Con el corazón roto, se encerró en su casa.
Su marido la encontró llorando en la habitación. Se rio de ella. Se burló. Pero ni así podía hacerla daño. Ya hacía tiempo que no.
Ese día, Felisa no preparó la comida, ni la cena. Tampoco al día siguiente. Ni al otro. Lo único que hizo aquellos días –y para lo único que salió– fue para encargarse del entierro de la muchacha. Más de una semana pasó hasta que su marido, enojado, la amenazó con darle una paliza si no volvía a cocinar. Como la mujer no reaccionó, entonces la amenazó con echarla de casa y dejarla en la calle como a un perro. Ella cocinó. Después, se marchó a casa de Cristeta y Roberto y se encerró a llorar allí. No quedaba nada, y eso que tenían poco. Pero ladrones o vecinos habían arramplado con los recuerdos.
Tardó dos días en salir de la casa. Cuando volvió a la suya, su marido la gritó y la amenazó. Ella se mantuvo firme, con la mirada sería y distante, orgullosa, sabiendo que ese cabrón no le podía hacer daño ya de ninguna manera. Y si la echaba
de casa, pues que la echase. Prefería morir en la calle que vivir con él. Nada quedaba ya de su poca ilusión, de las sonrisas de Cristeta que tanto había buscado, de las fantasías con Roberto, de los resquicios de fe en el hombre o en Dios que había mantenido ligeramente vivos. Ya no quedaba nada de amor.
“ ¿Lloras por esa puta verdulera? ¿Esa que tanto has ido a visitar? ¿La que se tiró por el puente? ¿Esa que está muerta?”. Cada una de sus palabras fueron expulsadas con rencor y odio, con malignidad. La sola mención de su persona en boca de tan perverso demonio produjo daño en el corazón roto de Felisa. Su marido sabía más de lo que parecía. No había caído en ello. Esa serpiente venenosa siempre fue un paso por delante. Por eso ella era infeliz, porque no podía combatir contra él.
“Menuda buscona. Par de traidores. Pues yo maté a su marido. ¿Qué te parece? Al tonto ese rubio que trabajaba el huerto. Y la muy zorra ya podía haberme dado las gracias de alguna forma por librarla de ese zopenco analfabeto. Esa sí que estaba para comérsela. No como tú, que estás ya vieja y fea”. Sus insultos poco podían hacer. Apenas sonaban en los oídos acostumbrados de Felisa; pero las otras cosas, los hechos, la verdad oculta, esa sí que le hacía daño.
Se quedó de piedra. Su marido siguió diciendo cosas, estupideces. Pero ya nada le importaba, nada tenía sentido. En parte, era culpa suya: había permitido la existencia de ese demonio llamado Fernando, ese hombre frustrado y cobarde que iba rompiendo alegrías y vidas felices, mejores que las suyas. Había mirado para otro lado, sufrido en sus carnes, había callado.
Era de noche cuando cogió la pistola de Fernando. Llevaba durmiendo horas, escondido en sueños retorcidos que solo podía alcanzar borracho. La conciencia solía ser superior a su cansancio. Felisa no le dedicó miradas que pudieran debilitar-
la. Simplemente, acercó la pistola a la sien del hombre que la había acompañado demasiados años y disparó cuando estaba segura de que era imposible fallar. Sus sesos se esparcieron por la cama y el dormitorio. No importaba, no lo pensaba limpiar.
Salió de su casa con la pistola en la mano. Quería pegarse un tiro, abandonar este mundo en el que no creía desde hacía tiempo y en el que ya no encontraba un gancho al que aferrarse. Pero no quería morir junto a Fernando. Lo odiaba.
Llegó hasta el cementerio veinte minutos después, mientras la guardia civil llegaba a su casa y se espantaba ante el crimen. Reventó el candado de la verja de un disparo y se adentró entre las tumbas. Lamentó que Roberto estuviese enterrado en una fosa común, en otra parte. Al menos, sabía dónde estaba enterrada Cristeta, su última amiga. Cuando halló la tumba, pidió perdón, unas cuantas verduras y sonrió, intentando devolverle a la joven del mandil en su definitiva sonrisa toda la felicidad que ella le había ofrecido desde su puesto de verdulera.
Se pegó un tiro y se mató. Su cuerpo cayó sobre la tumba, abrazándola.