PREGÓN FERIA Y FIESTAS DE ALMORADÍ, 2017 JOSÉ ANTONIO QUILES LUCAS Ilustrísima Sra. Alcaldesa de Almoradí, Miembros de la Corporación Municipal, Reina y Damas de Honor de las Fiestas, Representantes de la Agglomeration Fumeloise, Autoridades, paisanas y paisanos, amigas y amigos, turistas, visitantes, querida familia. Buenas noches a todos. Entre el cielo y sobre la faz de la tierra existe un lugar sin igual, que todo el mundo debería conocer, ese es mi Almoradí natal, la tierra donde nací. (adaptado de un poema de Manuel González Saldaña, Perú). Un buen día, cogí una maleta, me agarré a ella y me lancé hacia lo desconocido. Un viaje voluntario a un horizonte que abrazaba y se me antojaba infinito. Pero en ese viaje me llevé mis recuerdos y mis vivencias. Una sencilla historia que, con mucha humildad me gustaría hoy compartir con vosotros. Hace poco más de 40 años, justo ahí delante, a la altura de ese banco y de ese árbol, un día a eso de las 12 del mediodía, se colocó una cucaña de unos 5 metros de altura debidamente engrasada. Arriba, una cuña con un trapo que teníamos que alcanzar después de trepar por dicho mástil. En aquella época mi abuelo (Paco Lucas) me llamaba “Seco” o “Flaco”, y mis tíos Pepe (el Sastre Bombo) y Rosario me decían “Canijo”. Era entonces de prever, que ese minúsculo chaval, ligero, endeble pero habilidoso, alcanzaría el objetivo sin reparar en mucha dificultad. De premio, un enorme y hermoso “pollo de huerta”, perfecto para un delicioso arroz, una fantástica rustidera al horno con sus patatas y sus piñones, una “sopica” cubierta acompañada
de otros menesteres de blanco de par, huevo duro, longaniza o menudillos, o para cualquier otro sin fin de platos tradicionales de nuestra tierra. Pero ¿qué pasó realmente con aquel suculento “pollo de cucaña”? Pues sí. El pollo murió a las pocas horas. Y no por la actitud de mi madre deseosa de meterlo en la olla, sino porque nos dejó, sin más. Pero, cuál fue el desencadenante de aquel triste final. Yo barajo 2 hipótesis. La primera es que es probable que el calor y la deshidratación acabaran con él. La segunda hipótesis, la que yo veo más plausible, es que el pobrecito animal no resistiera los golpes y traumatismos que recibió cuando me lo tuve que llevar a mi casa yo solo, prácticamente a rastras, porque aquel Gallus gallus domesticus era realmente mucho más grande que yo. Es éste, quizás, uno de los primeros recuerdos que tengo de mi participación activa en la Feria de mi pueblo. Era una época maravillosa, en la que los niños jugábamos en la calle sin apenas vigilancia, en la que todos los vecinos te conocían y alertaban de las incidencias que nos pudieran suceder, en la que te recorrías en bicicleta todas nuestras pedanías (El Saladar, Heredades, El Puente de Don Pedro, La Cruz de Galindo, La Erica, La Eralta, El Raiguero, las Lomas de La Juliana), e incluso los más atrevidos llegábamos hasta Los Montesinos.
Cuando entrábamos a escondidas en el Teatro Cortés para contemplar sus majestuosas ruinas. Jugábamos a “puño y vaina”, al escondite, y a la pelota a merced del escaso tráfico de coches en las calles. Nuestros padres nos llevaban los domingos al viejo Estadio Sadrián. Cogíamos hojas de morera para dar de comer a los gusanos de seda que teníamos en nuestros trasteros. Hacíamos carreras con los “carretones” que nos habíamos construido con cojinetes y con maderas de los palés que se apilaban frente al bar de Octavio. De la televisión en blanco y negro. De esa época de la transición que bien parece sacada de la serie de televisión “Cuéntame cómo pasó”. Un signo de que llegaba la Feria era cuando desde mi casa escuchaba llegar los camiones de los Tortosa para montar los caballitos, los coches de choque, y todas las “ruedas” que prácticamente como hoy día cerraban el centro de nuestra Villa. Desde mi cuarto, a mediodía, tumbado en el suelo sobre un fino colchón, junto a la persiana del balcón intentaba respirar un poco de aire, de esa “calentuja” brisa que a veces corría a esa hora del día; y escuchaba los sonidos del hierro de las estructuras de los feriantes cayendo al suelo, los martillazos para montar las atracciones, y los hablares de los trabajadores en el silencio de la siesta, entremezclados con los cuartos de las campanas de la iglesia. Ese era el momento en el que mi corazón latía más rápido y los nervios se apoderaban de mí sabiendo que la Feria estaba a punto de empezar. Por fin llegaba el gran momento. El “Libro de la Feria”. Ese libro en el que, aparte del repaso a las costumbres y anécdotas de Almoradí con textos, ilustraciones e imágenes, se detallaba lo más importante para mí: el día, la hora y el lugar de todas las activi-
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