19 minute read
Colaboraciones literarias antiguas
Iglesia Parroquial de San Lucas Evangelista de Cheste
Mª del Mar Sánchez Verduch
Advertisement
Comenzó a levantarse una mañana de 1731 y sus obras se continuaron a lo largo de ese siglo adentrándose en la década de los 90. Esta dilatación cronológica permitió que en su realización se escuchasen y quedasen impresos ecos variados del panorama artístico de ese periodo. El barroco en su expresión más clasicista se conjugó con la vertiente rococó para alternarse también con los aires academicistas que emanaban de la Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. Los artistas y artesanos que dejaron su impronta en la construcción de la parroquial de Cheste fueron testigos directos de la situación que atravesaba por entonces el desarrollo de las artes en la vecina ciudad. Artistas de formación gremial y otros de instrucción acaéemica se sucedieron y trabajaron en este edificio conviviendo en algunos momentos diferentes formas de entender el hecho artístico y plasmando todo ello en el resultado de esta obra.
Hoy, desde lejos se aprecia en todo su esplendor el conjunto arquitectónico. De día y de noche, nadie escapa a la seduccón que se desprende del mismo. La iluminación exterior permite captar los detalles que hasta ahora solo se hacían visibles al ser tocados por la luz natural.
A más de 50 metros del suelo queda coronada por la veleta la torre campanario de planta hexagonal que se levanta a la izquierda de los pies de la iglesia. En 1769 se abrieron los cimientos para su construcción que abarcó desde 1770 a 1779, aunque el diseño de la misma estaba trazado con casi total seguridad en 1753. José Herrero, maestro de obras del Cabildo Eclesiástico, fue su autor, más diferentes avatares obligaron a demorar el inicio de su realización hasta años más tarde. Se encargaron de sus obras los maestros Vicente Vilar, que tan solo realizó el primer cuerpo de los cuatro que posee incluyendo el de campanas, y Joaquín Aldaz que la continuó concluyéndola hasta el remate. Este maestro de obras, para más indicaciones cantero, nos dejó como legado un extraordinario testimonio de su maestría en el corte y la montea. La torre es una obra enteramente de cantería, en la cual el tono clasicista se nos muestra a través de una cuidada ornamentación al gusto de un barroco desprendido de toda suerte de excesos decorativos. Siguiendo las huellas de la torre campanario de Santa Catalina y reproduciendo a su vez los ecos prismáticos del Miguelete, la torre de Cheste no escapa a la similitud existente con otras torres de campanas valencianas de esa época como las de las iglesias de San Valero o de San Lorenzo. Sillar tras sillar, los seis lados de la torre ascienden hacia arriba rompiendo los silencios murales con cuidadosos vanos abocinados que a las claras traducen la buena labor de cantería que se despliega en la obra. La austeridad decorativa de los tres primeros cuerpos deja paso en el de campanas a una excelente disposición de formas y elementos que se hace más acusada en el remate con columnas, volutas, contrafuertes, entrantes y salientes que tan solo permiten concesiones al buen manejo estereotómico.
A modo de vigilante, salvaguardando el conjunto de la iglesia, la torre se alza por encima de esta a la espera de una necesaria y afortunada restauración que podría ser un hecho de consolidarse el acuerdo entre la Excelentísima Diputación de Valencia y el Ayuntamiento de Cheste dentro del plan de protección y conservación del patrimonio.
De ese modo la torre de campanas seguirá arañando las alturas en los años venideros, ascenciendo al compás de la impresionante fachada pétrea que a su lado se levantó entre 1779 y 1784 rebosante de clasicismo. Todo un alarde del arte de la cantería al servicio de los postulados que los novatores valencianos habían manifestado ya a finales del siglo anterior. La realizó Joaquín Aldaz, aunque en el ultimo año tomó las riendas para su conclusion el maestro canter José Sagala. La parte escultórica recayó en Pedro Juan Isaart, maestro escuñtor y posteriormente académico, en colaboración con Ignacio Miner, también escultor. La fachada sigue los esquemas de la perteneciente a la valenciana iglesia de Santo Tomás de Aquino, antiguo Oratoio de San Felipe Neri, que a su vez recoge las pautas de la renacentista iglesia del Gesú de Roma, obra de Vignola.
Se trata de una fachada barroca de impronta clasicista donde los elementos y las proporciones evocan casi un renacimiento tardío quedando de lleno inscrita en esa corriente donde las fromas se resuelven conforme a nuesvos parámetros y al arte de la cantería está al servicio de unos postulados científicos.
Los dos cuerpos superpuestos de la fachada quedan separados por un gran arco rebajado que se despliega en la calle central adentrándose en las laterales, ambos niveles quedan enlazados por volutas situadas encima de estas últimas calles que
ascienden acompañando al sgundo cuerpo hasta el remate en forma de frontón triangular que corona el conjunto de la facahda. La plasticidad elocuente de esta obra estriba en sus proporciones y en los juegos de luz conseguidos al unir el material –piedra blanca– con los volúmenes perfectamente trabajados y ensamblados. A ello se le añade la labor escultórica, hoy en proceso de restauración, ubicada en las hornacinas, en los remates de calles y en el frontón. Una labor escultórica que en su día constribuyó a acentuar el clasicismo de la pieza al surgir de la mente y de las manos de un escultor que había pasado por la Academia y que imprimió un sesgo característico al diseño y ejecución de este trabajo.
El resto del conjunto, es decir, la iglesia propiamente dicha, se yergue tras los elementos vistos a modo de gran moles de mampostería decorada exteriormente a la manera italiana de su época. Un volumen en el cual se advierten los contrafuertes que separan los cuatro tramos que component la nave interior y sobre el que cabalga la cúpula con tambor octagonal en el exterior y circular en el interior, coronada por linterna y cupulín. También se escogió para elaborar su planta las premisas dadas en la iglesia de Santo Tomás y la trazó Mosén Juan Pérez Castiel hacienda gala de su carácter culto y modern al seguir las doctrinas de los novatores. El maestro de obras fue Vicente Vilar; éstas dieron comienzo en 1731 y el 23 de junio de 1760, día de San Juan Bautista, se inauguró oficiándose misa en el altar mayor. De importantes dimensiones nos encontramos en su interior con una gran nave central con capillas entre contrafuertes que se comunicaron entre sí8 a partir de la reforma de 1854, fecha en que se horadaron los muros, recogiendo de es emodo el espíritu tridentino. A la nave le suced eun amplio crucero rematado por la gran cúpula que se sustenta sobre pechinas y, traspasado este, nos hallamos ante el presbiterio con la capilla de la Comunión y la sacristía a ambos lados y con el trasagario en la parte posterior del altar mayor.
El interior de la iglesia recibe un aporte de luz extraordinario que permite realzar aún más la decoración que comienza con un lenguaje rococó y recorre toda la nave central desparramándose por el crucero on un verdadero alarde decorativo para dar paso a un vocabulario distinto en la cabecera del edificio. Allí las premisas del mundo acadérnico hacen su aparición y la decoración de esta parte de la iglesia, anclada entre los años 1790 y 1794, trae hasta la parroquial de Cheste magníficas muestras del comportamiento academicista del momenta a través de artistas pertenecientes a distintas ramas y que atenderían llegado el momento al trazado elaborado unos años antes par el arquitecto y académico Antonio Gilabert y Fornés. De esa manera el presbiterio, una vez traspasada la barrera espacial y psicológica que supone la existencia del crucero, se nos muestra académico por demás. El paso de un estilo a otro realizado sin ninguna estri-dencia nos acerca al resultado de esta obra. Y es que la aparición de estas corrientes distintas entre sí no perturba para nada la armonía del conjunto en riqueciéndolo más si cabe y demostrando la aceptación de determinados presupuestos artísticos en el ámbito valenciano del siglo XVIII que sirvió para articular todo el cornplejo lenguaje que se iba a desenvolver en esa centuria. •
La fuente de la plaza: un símbolo
Ricardo Marín Ibáñez
¿Por qué la fuente estaba cegada?
La tierra y el cemento ahogaron un día aciago su taza de mármol. Las aguas paralizaron su fresca carrera. Su pétrea estructura quedó partida en dos, sin raíces, muerta, inútil reliquia de un pasado olvidado. ¿Quién se detenía a contemplarla? ¿Cuántos chestanos recuerdan la inscripción puesta en su inauguración?
Dice así: D.O.M. Reinando Carlos IV año 1802 se hizo esta obra interesante para común beneficio a expensas de los vecinos de esta baronía. Judice fautore et domino populoque juvante hauritur dulcis fonte fluente liquor.
Quizá lo primero que salta a la vista es la duplicidad de idiomas en la inscripción: el latín y el castellano. El latín por su prestigio y como lenguaje científico universal en Europa hasta el siglo XVIII. La costumbre de usarlo en las inscripciones se ha mantenido hasta hace poco y no ha desaparecido del todo.
Las iniciales “D.O.M.” corresponden a la expresión latina Deo Optimo Máximo (a Dios óptimo y máximo) ya clásica en las inscripciones de los templos. El Sentido religioso del pueblo queda patente en esta obra civil.
Las dos últimas líneas latinas podrían traducirse así:
“Con el favor de la autoridad, y con la ayuda del pueblo y del señor, brota el dulce licor de fuente fluyente”.
A veces los hechos más insignificantes en apariencia, explican los motivos profundos de la vida de un pueblo.
Un día pareció que la fuente ya no ejercía su papel, ya no significaba nada. ¿Para qué los caños y la pileta en la plaza? Las fuentes públicas ya no tenían sentido. Cada cual podía tener en su casa, puntual, la fuente familiar, cuyas aguas corrían cuando se deseaba, dóciles al simple gesto de abrir un grifo. Y parodiando a Amado Nervo se pensó: “Si no sirve para nada, vieja fuente desecada, ¿para qué se ha de guardar”?
SE AMPLIA EL HORIZONTE CULTURAL. LAS RELIQUIAS HISTORICAS
Cuando malamente se podía afrontar el presente, cuando había que trabajar de sol a sol, en el pequeño bancal familiar para poder subsistir, cuando había que desvivirse sólo para poder pervivir, no había tiempo ni humor para grandes preocupaciones culturales. El horizonte estrecho se ceñía a unos pocos temas. La cosecha era casi el único problema profesional. ¿Quién tenía ocasión de ocuparse del pasado?
Cuando se amplía el panorama cultural, cuando las máquinas nos han dejado tiempo para otras cosas, acabar con los restos históricos o artísticos, nos parece tan grave como destruir la naturaleza que nos sustenta. La sensibilidad hacia el pasado es todo un síntoma de nivel cultural. Del Cheste que conoció mi generación, cuyo promedio de escolaridad primaria no sobrepasó los seis años, hasta hoy, con una alta proporción de bachilleres, técnicos y universitarios, hay un salto prodigioso. Aunque, a veces, algunos jóvenes, digan tan pretenciosa como infundadamente que no hemos hecho nada.
Solo quisiera que las nuevas generaciones pudieran legar a la próxima una diferencia de nivel cultural y de ventajas materiales, tan grande como la que hay entre el mundo que recibimos y este que contribuimos a forjar.
Un hecho tan sencillo como éste, de restaurar nuestra fuente pública, es revelador de un notable progreso cultural. Lo cual no es para quedarse mirando el pasado. Cada generación tiene su propio horizonte. Lo hecho hecho está. Cada cual ha de justificarse por lo que hace, no por lo que hicieron sus antepasados. Bueno es que se tenga el impulso radical de superarlo todo. Que todo puede mejorarse. Y ¡ay! si no se perfecciona.
Pero con el desdén por lo hecho se alcanza menos todavía. Hace falta tenacidad y un generoso impulso para multiplicar los bienes y servicios en torno nuestro.
Un sólo pensamiento obsesivo, futurizante, ha movido las pasadas generaciones chestanas: que mi hijo tenga un campo más de los que yo tuve, que disfrute de unas condiciones de vida mejores, que tenga un más alto nivel cultural.
Quizá la gran lección de las nuevas generaciones sea pensar eso mismo pero para todos, querer lo mismo desde una vertiente más social y justa, y en eso los veo más generosos, con una visión más amplia y universal. Pero tendrán que conservar, heredar, y mantener de sus padres un insobornable amor al trabajo. Unos padres a los que casi nada se les dió hecho. Y nunca comieron el pan de balde. Una generación que sólo hablaba de lo que “había que hacer”, de lo que “debía hacerse”. tiene mucho que una decir a otra, excesiva y a veces obsesivamente preocupada por lo que “le gusta o quiere hacer”. Las grandes obras —y de ello nuestra fuente es un símbolo— son fruto del esfuerzo y del sacrificio, no de caprichosos golpes del gusto personal.
LA FUENTE LUGAR PARA VIVIR Y CONVIVIR
Durante siglos, en toda la historia de la humanidad, hasta hace relativamente poco tiempo, las fuentes han sido el espacio ideal del vivir y convivir humanos.
Tales de Mileto, el primero de los filósofos, decía que el agua es el principio de todas las cosas. Plantas animales y hombres perecen sin el líquido elemento.
La fuente era un bien público, colectivo a disposición de todos.
El egoísmo hace que nos apropiemos en exclusividad de los bienes materiales y acaban dividiéndonos. Porque desgraciadamente los que uno usa no los pueden utilizar otros a la vez. No son como los bienes espirituales, que misteriosamente, como en la multiplicación bíblica de los panes y los peces, cuanto más se consumen más abundan. Una verdad no se agota porque la conozcan muchos. Parece que aumente su certeza cuantos más la poseen.
Necesitamos el alimento espiritual tanto como el material y el afecto de los demás tanto como el agua. La fuente ha sido durante siglos el lugar ideal de la convivencia. El vivir del hombre es convivir y el agua apagaba la sed y daba ocasión para saciar y encender los deseos de comunicación.
No importa que cuando la fuente se fundó en 1802, bajo el reinado de Carlos IV, no hubiese cine, televisión, radio, ni por supuesto discotecas. El deseo de comunicación era el mismo de hoy. Y habría que ver todavía, si hemos conseguido un mayor entendimiento. entre los hombres. El seguro progreso técnico va acompañado de un más que dudoso progreso moral, convivencial.
Cada vez más, somos consumidores de información. Contemplamos espectáculos, somos pasivas marionetas manejadas a distancia. En la comunicación personal que se gestaba en torno a la fuente había que ser actor permanente, se ponía en juego y se afirmaba al máximo nuestra capacidad de comunicar y recibir, de persuadir y ser convencido, de inventar un chiste o contar con gracia una historia.
Allí nos enterábamos de todo. No era un mensaje impersonal lanzado por no se sabe quién y destinado no se sabe a quienes, (como ocurre en los medios de información de masas) Allí cara a cara todos nos conocíamos y reconocíamos.
Allí se forjaron amistades y amores. Era lugar de encuentro personal humano, definitivo.
Sería interesante extraer las profundas lecciones de un momento de la historia en que el hombre era protagonista, dueño de su ocio, forjador y no pasivo receptor.
En la unidad del pueblo las relaciones eran profundas. Nadie era desconocido ni indiferente para nadie.
La fuente era ocasión, estímulo y forja de comunicación y amistad.
La fuente es símbolo de una vida en unidad estrecha, donde cada cual se siente él mismo, en el espacio vital de un pueblo de dimensiones humanas, propicio para una convivencia superior. En el pueblo cada cual es “alguien”. En la ciudad multitudinaria, es trágicamente un “don nadie”.
La fuente es ejemplo de fresca renovación, de donación perfecta de sí, de entrega total, de sacrificio personal sin estridencias, fecundante, que se hace todo en todos: cosecha dulce, ocasión de convivencia feliz, momento de ocio activo personal, espacio para la realización humana.
Gerardo Diego cantaba en un famoso romance:
“Quién pudiera como tú, a la vez quieto y en marcha cantar siempre el mismo verso pero con distinta agua”
Que el verso de los altos valores del vivir y convivir chestanos, encuentre el agua fresca de las nuevas formas de vida, el cauce fecundante y creador porque crear es una alta forma de vivir humana y divina. •
Lo que fuimos, lo que nos hizo ser
Ricardo Marín Ibáñez
Yo era -¡cómo no!- campesino. ¿Qué otra cosa podía ser un chestano en las primeras décadas de este siglo? Cultivábamos el pequeño y disperso predio familiar, más bien reducido, de modo que completábamos nuestro horario laboral trabajando “a medias” las tierras de un profesional que vivía fuera del pueblo, quien ponía sus “bancales” y los gastos que pudieran ocasionar. Las cosechas se dividían a partes iguales.
El sol imponía su inalterable ley. Salíamos cuando “clareaba” y volvíamos al anochecer. Nadie contaba las horas. No se había inventado que el sábado sería festivo. Nuestra conquista consistía en el domingo por la mañana. Era la frontera reclamada por la entonces nueva generación. El domingo por la tarde no se discutía, pero por la mañana en mi casa siempre surgía algo urgente: regar, recoger cosechas y hasta atender la huerta porque se “pasaba la “sazón”, es decir se secaba la tierra y había que trabajarla en su punto. Teníamos que hacerlo todo con nuestras manos. Era lo que hoy se llama economía de subsistencia, de autoconsumo. La huerta nos suministraba: “moniatos”, cacahuetes, cebollas, ajos, “bajocas”, coles, patatas y tomates guardados en botellas de vidrio, que se hervían, ya rellenas, para conservarlas todo el año.
El secano nos daba los cereales, sobre todo trigo. Con la harina amasaban las mujeres el pan, que llevábamos al horno a cocer. Esperábamos a comerlo al menos al día siguiente, pues tierno, caliente, era una tentación y consumíamos la “paneriquia” a mitad de semana, cuando estaba programada para toda. No teníamos problemas de apetito. Más bien había que moderarlo, aunque ciertamente comida nunca faltaba. A veces cultivábamos en el “secano” los garbanzos, resistentes a todas las fórmulas de cocina, pues resultaban invariablemente duros.
No carecíamos de proteínas. Las gallinas nos daban los huevos y su carne en las grandes fiestas, los conejos su asombrosa
fertilidad doméstica, la cabra leche espumosa, y del cerdo lo aprovechábamos todo, desde el rabo a las orejas, y hasta sus tripas para hacer el embutido: “botifarras” con sus sangre y cebollas, longanizas, y “muñecas”. Su carne frita se guardaba en jarras de aceite, el multisecular conservante, y los jamones se curaban cubiertos de sal, siguiendo un procedimiento milenario de conservación. El día de la “matanza” era un acontecimiento familiar. Se necesitaban todos los brazos: pelar cebolla con sus inevitables lágrimas, hacer el embutido, hervirlo para esterilizarlo, freír los lomos y las costillas. Era un día de convivencia total. El cerdo nos daba junto al garbanzo, la base de un puchero que era la única variedad en el “menú” de la cena durante todo el año.
Las mujeres raramente trabajaban en el campo y esto sólo en cosechas. Cocinaban, mantenían las casas “como el oro de la patena”, cosían, bordaban, manejaban de maravilla el “ganchillo” para hacer los jerseys de punto y tenían la responsabilidad de la educación de los hijos.
Había que hacérselo todo porque ni el vino ni las algarrobas daban para mucho. Y cada cual sabía que era suya la responsabilidad de sus cosechas, pues la tierra pobre y el tiempo implacable, avaro de lluvias, era igual para todos.
Aquellas condiciones duras, adversas forjaron un pueblo donde el trabajo era una virtud y una necesidad cotidiana. Recuerdo que el mayor insulto y un factor para no ser aceptado en la familia como nuevo miembro: “perro” o “malfatan”, es decir que rehuía el esfuerzo.
El trabajo omnipresente resolvía todos los problemas. Aquí no había espacio para el ocio, que puede ser ennoblecedor pero que ha tantos ha destruido. En la Europa del Este durante casi medio siglo se escuchaba un sólo slogan: trabajar. Aquí jamás hizo falta tal propaganda. El tremendo dinamismo de las nuevas generaciones ha nacido de ese clima y esa bendita tradición del trabajo.
La ética del trabajo se proyectaba a otras virtudes. Hoy se habla mucho de solidaridad. Con frecuencia se reduce a pedir que la autoridad, la sociedad, en definitiva “otros” resuelvan los problemas. Yo he visto trabajar los domingos las tierras del amigo que sufría una enfermedad, o acudir las mujeres para ayudar a la enferma que no podía atender a los suyos. He colaborado apagando el fuego de las casas haciendo una cadena humana que trasladaba el agua con pozales desde la fuente más próxima. Los más audaces arriesgaban su vida desde los tejados.
He visto nacer las cooperativas que han conjugado dos valores: la tremenda pasión por lo propio y hacerlo solidario con los demás. Cooperativas de vinos y de frutos han dado un nuevo impulso al pueblo. Una solidaridad que tenía como ejes principales: la familia, los amigos, los vecinos ... pero que se extendía más allá de las fronteras. Aquí vinieron niños centroeuropeos en el invierno de 1 .918, para evitar el hambre, el frío y la muerte tras la guerra de la que eran como siempre víctimas inocentes. Cuando alguien quería emprender una nueva tarea: transformar sus tierras montar un negocio, allí estaba las firmas de todos los conocidos para responder ante el banco, en un clima de responsabilidad, de confianza, donde “la palabra de hombre” bastaba. No hacía falta documentos ni artilugios legales.
El progreso tecnológico material, nos hace mirar atrás con sonrisa casi despectiva -no teníamos: tractor, lavadora, televisor ni coche - pero esas dos virtudes del trabajo y la solidaridad, vividas a fondo, son la base de un pueblo, que ha tenido como norma resolver por sí mismo los problemas.
Hoy en la vida social y en educación se dice que el “problem solving” enfrentarse directamente a los problemas y resolverlos es la clave del desarrollo social y educativo. Lo que fuimos lo que debemos ser, para garantizar una vida humana de calidad, tiene ahí una de sus claves, integrante de la “cosmovisión”, del alma y la raíz de Cheste, más de medio siglo atrás. Y ojalá que lo sea siempre. •