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La biblioteca
Gunther Castanedo
Conocía, desde los años en que devoraba novela negra, la costumbre del detective Carbalho –personaje, creado por Vázquez Montalbán– que tenía la rutina de encender la chimenea, usando como combustible catalizador un libro. La elección no estaba dejada al azar, sino que el investigador había elaborado un ritual que terminaba con la asignación al fuego de alguno de los libros más significativos de su biblioteca.
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Aunque este conocimiento no fue el que me llevó a imitarle, algunos inviernos comencé a alimentar la chimenea con algunos volúmenes de mis librerías: primero, la elección, luego el descuartizamiento, porque los libros en su encuadernación y con las páginas pegadas son pertinaces y resistentes a las llamas; disponerlos entre los leños y finalmente darles fuego.
¿Por qué? ¿Por qué se queman los libros? ¿Por qué lo he hecho yo?
La imagen de las hogueras de los libros nos lleva a visualizar regímenes represivos. La Alemania nazi y las listas de libros prohibidos. Los ataques a bibliotecas semitas, universidades con cátedras sospechosas. No sólo esa etapa de la historia del siglo pasado, sino la inquisición, los libros heréticos.
Bradbury, en su novela “Fahrenheit 451”, nos relata una sociedad futura, donde los libros han sido destruidos. El título de la obra, precisamente es el de la temperatura a la que se inflama el papel de los libros y arde. Los rebeldes a esta situación se conjuran, reúnen y aprenden libros de memoria con el fin de que no se pierda el caudal de conocimiento, belleza y libertad.
La lectura y relectura de un libro en concreto, a lo largo de mi vida, ha conseguido que pudiera ser capaz de pertenecer al selecto grupo de los cuidadores de libros, pues llevo en mi memoria cada palabra de ese título.
Pero esto no añade luz al motivo de la quema de libros. Mi biblioteca ha ido creciendo exuberantemente. Hubo un tiempo en que estaba ordenada por motivos alfabéticos, temáticos, geográficos... Poesía, literatura hispano-americana, medicina... Hoy en día, los libros están por todas partes y ya no hay un orden, sino en alguna parcela concreta en que los cuidados hicieron que se mantuviera un cierto orden. Pero, en general, reina el caos. ¿Buscar un ejemplar de Galdós? Por ahí anda.
Cuando los libros empezaron a guardarse en cajas y estar por los sitios menos nobles de mi casa, me planteé diversas estrategias, liberarlos, donarlos, regalarlos. A todas acudí, pero parecen multiplicarse. A saber qué pasará en las noches, en los estantes. Si algunos textos se acercan a otros y a saber con cuáles intenciones.
En estos tiempos en que el espacio de nuestros hogares se ha vuelto tan escaso, las bibliotecas han perdido su sentido. Internet y el acceso digital están extinguiendo las librerías de viejo y sus propietarios me confiesan que los coleccionistas somos especies en peligro de extinción y que las generaciones jóvenes no están interesadas en que perdure un legado que ya nadie compra ni quiere, ni entiende.
Por ahí comenzó todo. Un día pensé en quemar un libro que ni me interesaba ni seguramente a nadie de los que conocía: “la joven banca suiza”, era un delito banal; y de ese instante a hoy, habré incinerado un centenar de libros, primero los prescindibles, luego los exóticos, luego algunos merecedores del fuego, los repetidos.
Preguntaron en una ocasión a un conocido escritor qué se llevaría a una isla desierta. Contestó que su biblioteca. Se quedó callado un instante y luego añadió: en realidad, mi biblioteca es una isla desierta. Y calcinada, añadiría Vázquez Montalbán.