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Reflexión del Miércoles Santo
Me llamaste por mi nombre y acudí. Me invitaste a que te siguiera por caminos de tierra, sin casa ni hogar, al amparo de tu palabra, predicando el Reino de Dios, y te acompañé. Me alimentaste con panes y peces, tu PALABRA me saciaba, y el manto de las estrellas arropaba mi sueño.
Ahora, transcurridos estos días, en la celebración de la Pascua, tras haberte entregado en la partición del pan y en la copa de tu sangre, me pides que te acompañe, para estar nuevamente contigo, para que sea, ahora yo, quien te arrope con mi Oración en el Huerto, en momentos tan difíciles. Y sin embargo, cuando creías que había acogido plenamente tu palabra, en estos momentos en que un Rosario de emociones contradictorias se te ofrecen a modo de tentaciones, en lugar de dar la cara por ti, te ABANDONO a tu suerte y te dejo en manos de tus captores. Como oveja llevada al matadero, como pastor sin rebaño, así te veo, desde lejos y atenazado por el miedo a mostrarme como verdadero seguidor tuyo. En esta aciaga noche, la vida me hace, al igual que Tú, ser CAUTIVO. Cautivo de mis miserias, cautivo de mis miedos, cautivo de mis egoísmos, cautivo de la crítica y del desprecio, cautivo de la sin razón y de la falta de amor por los que me rodean y a los que, hipócritamente, a veces, llamo hermanos.
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