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Eucaristía: pan de vida eterna

“La Eucaristía es la fuente y el centro de toda la vida cristiana” Hablando sobre la Eucaristía, San Agustín dice: “Siendo Dios omnipotente, no pudo dar más; siendo sapientísimo, no supo dar más, y siendo riquísimo, no tuvo que más dar.”

San Pablo declara la presencia del Señor en la Eucaristía: “Cuando bebemos de la copa bendita por la cual bendecimos a Dios, participamos en común de la sangre de Cristo; cuando comemos del pan que partimos en común del cuerpo de Cristo.” (1Cor 10,16).

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La Eucaristía es el más grande y más bello milagro que el Señor realizó y quiso que fuese repetido en cada Misa, para que El pudiese estar entre nosotros, a fin de curarnos y alimentarnos. La Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). “Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan.

La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua“(PO,5 e CIC n.1324).

Si no existiese la presencia real de Jesús en la Eucaristía, San Pablo no escribiría en 1 Cor 11, 27-29: “Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación.“

San Agustín (354-430) la llama: “El pan de cada día que se vuelve remedio para nuestra debilidad de cada día“. Ya aún: “Oh reverenda dignidad de sacerdote, en cuyas manos el Hijo de Dios se encarna en el Seno de la Virgen”. La virtud propia de este alimento divino es una fuerza de unión que nos une al Cuerpo del Salvador y nos hace sus miembros a fin de que nos transformemos en aquello que recibimos.

Jesús dijo: “Permanezcan en mi y yo permaneceré en ustedes porque sin mi nada pueden hacer“(Juan 15,5-6).

Fue exactamente para ser el “remedio y sustento de nuestra vida” que Jesús instituyó la Sagrada Eucaristía. La noche en que fue traicionado, fue la noche en que más nos amó, y nos dejó ese Sacramento como medio para estar entre nosotros. ” Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.” (Mt 28,20).

En el discurso de la Eucaristía que San Juan narró en el capítulo 6 de su Evangelio, Jesús hizo promesas maravillosas: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en El”; “vivirá por mi”, “Yo lo resucitaré en el último día”.

El cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía nos libra del mal. Pero es necesario comulgar bien, con las disposiciones necesarias (estado de gracia, deseo de santidad, de hacer la voluntad de Dios, de evangelizar, de crecer en la fe, de hacer acción de gracias). Sin un buen tiempo de Acción de gracias después de la comunión, no es posible recibir las gracias que el Señor nos quiere dar. No lo abandonemos solo en nuestra alma después de la comunión. Tenemos prisa, el mundo nos llama, abandonamos al Señor en nuestro corazón. Por eso muchas de nuestras comuniones no dan fruto.

Debemos ser conscientes de la importancia de Jesús en el Sagrario y ya no solo en la Eucarístia, que también, sino a la hora de vivir nuestro día a día, no debemos dejar pasar la ocasión de abrirle nuestro corazón a El, a tener un rato de Oración y darle gracias por todo lo que hizo y hace por nosotros cada día, porque si importante es hacerlo desde nuestro interior en cada

momento, más importante es acercarnos al Sagrario a fortalecer nuestra relación con El, a orar delante de su presencia Viva, a postrarnos como hijos suyos y a como pecadores asumir nuestras faltas.

No debemos dejar de postrarnos ante el Sagrario cada vez que visitamos nuestras Parroquias, porque allí, en el Sagrario está El, allí está presente y allí debemos presentar nuestro respeto cada vez.

Jesús está siempre en nuestras vidas y nosotros debemos estar siempre en la vida de Jesús.

Juan Correa

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