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Reflexión del Jueves Santo
Fuiste a Jericó y le pediste a Zaqueo que bajara del sicómoro para poder hospedarte en su casa. En el día de hoy, eres Tú quien me invita a sentarme contigo, a compartir la misma mesa y las mismas viandas. Eres Tú quien me regalas la oportunidad de celebrar la cena de Pascua a tu lado.
Y como siempre, me sorprendes. A nuestro alrededor no hay opulencia. Ni ricos objetos ni famosos cuadros o retablos adornan la sala. El comedor… pequeño, tanto que solo cabemos las personas que has invitado. Los alimentos…. según manda la tradición. Las costumbres…. las de la Torá. Y como siempre, vuelves a sorprendernos. Como un sirviente, Tú que deberías ser servido. El Rey de Reyes, el Mesías elegido, te ciñes una toalla a la cintura y cumples con el rito de purificarnos antes de sentarnos a la mesa. Nos lavas los pies y Pedro, en un gesto de amor, pide que no solo le laves los pies, sino el cuerpo entero, hasta el alma. Tú que eres el Maestro, nos das nuevamente una lección de amor infinito, de entrega.
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Y sentados a la mesa, a compartir el pan, tu mismo cuerpo se fracciona y se entrega a cada uno de nosotros, tu misma vida se derrama, se perpetúa desde el albor de los tiempos hasta el final de los días, para hacerte siempre presente entre nosotros cada vez que repitamos las mismas palabras y el mismo gesto que ahora nos entregas.
Te entregas y nos entregas a los demás. Nos demuestras tu amor y nos pides que amemos a los demás. No sólo al que goza de mi gracia y simpatía, sino, incluso, a los que me niegan y me ofenden con sus actos. Amor al prójimo. Amor con mayúsculas.