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Liturgia del Domingo de Resurrección

La Semana Santa concluye como empezó con el triunfo de Cristo. Sólo que ahora, el triunfo es definitivo. Jesús fue acusado de blasfemo, impostor, endemoniado, agitador del pueblo, enemigo del judaísmo. En la Cruz fue despreciado y retado a mostrar que era Dios e Hijo de Dios. En realidad, era el inocente y solidario “Siervo de Yahvé” que cargaba con los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y moría por ellos. Él fue a la Cruz porque quiso y porque estos eran los planes del Padre. La Cruz fue un acto de suprema humillación, pero fue también la semilla de la suprema exaltación. Eso es la Resurrección. El Padre resucita a Jesús de entre los muertos para demostrarnos que su Hijo ha cumplido sus planes y que él ha aceptado el sacrificio de su vida. Es, pues la toma de posición de Dios Padre a favor de su Hijo y, por tanto, la iluminación de la Cruz, Jesús no queda aprisionado por la muerte sino que triunfa sobre ella. Esta es la gran verdad a la que hemos de aferrarnos los que nos llamamos “discípulos” suyos: la última palabra no será la muerte sino la resurrección. Podemos ser felices: Cristo ha reestablecido nuestra relación con dios. Podemos ser libres y aprender a amar. Podemos echarnos en Sus brazos. Podemos llamarle Papá. La soledad de ayer se ha acabado, el silencio de Dios se ha convertido en una voz continua. Y yo, dos mil años después, puedo hablarle, puedo escucharle, puedo tenerle dentro de mí, puedo encontrarle, puedo relacionarme con Él, puedo enamorarme del. No es una idea, no es el recuerdo de un hombre excepcional: ¡ha resucitado! Es una realidad: ¡está vivo! El mal está vencido: empieza una nueva era Él vino a morir y en ello me enseño a vivir. Pero, en realidad, vino a morir para resucitar. Empieza una nueva estirpe de hombres y mujeres: la de los hijos de Dios, la de hombres que, unidos a Cristo, resucitaremos con Él. La muerte se acaba de convertir en un parto hacia otra forma de vida. Esta vida terrena se ha convertido en una gestación para la verdadera vida, para esa en la que habitaremos en la casa del Padre. Y no sólo me ha enseñado como vivir aquí: nos ha abierto las puertas del Paraíso. Y, además también nos ha abierto Su Corazón. Entiendo la locura de María Magdalena. Entiendo la fortaleza que recibieron los que iban camino de Emaús. Entiendo la infinita alegría de ellos. Acaba de nacer la Iglesia: hombres y mujeres a los que nadie podrá vencer porque la muerte no es tan terrible: está vencida. Nos mueve el amor. ¡Está vivo! Dios siempre cumple sus promesas: resucitaré con Él. Yo sólo no podría nada, pero no estoy sola. ¿Recuerdas?, lo haremos juntos. La resurrección no es un hecho “histórico”, como algunos se empeñan en proclamar sin saber muy bien si están sobre, ante, bajo, cabe, con o contra la historia. Es un hecho indiscutible: el sepulcro está vacío, el resucitado se ha dado a conocer, dos mil años después seguimos viviendo de la realidad de ese hecho. Estos días de Pascua podemos dedicarnos a recordar un sepulcro vacío, como añorando tiempos pasados, o podemos participar de la victoria de Cristo, que es nuestra victoria. Podemos dar el paso de entrar en ese sepulcro y descubrir que no está vacío y dar solemne testimonio de ello. Tenemos cincuenta días por delante para disfrutar de la maravilla de Dios Padre, de Jesucristo resucitado, del Espíritu Santo que se apresta para irrumpir en la humanidad, como lo hizo un día en las entrañas de María. Disfruta hoy de Cristo resucitado. Siéntete perplejo como los apóstoles y las santas mujeres, pero siente también la alegría de María, que jamás había perdido la certeza de que Dios hace proezas con su brazo. Nuestra Madre la Virgen no tiene que acudir al sepulcro. Nada los separó, ni tan siquiera la muerte. Pidámosle a ella que nos ayude a entender, en profundidad, nuestra vida a la luz de la resurrección.

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