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Discurso del mantenedor de la LXXVI Gala literaria 2018

Discurso del Mantenedor de la LXXVI Gala Literaria de La Roda

“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.” (Juan 1, 1-4).

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Así comienza el Evangelio de San Juan, y así también he querido yo comenzar esta noche, no solo por mis raíces cristianas y en homenaje a ellas, sino porque esta cita de raíz teológica, encierra, tal vez sin pretenderlo, un reconocimiento a uno de los instrumentos más poderosos y preciosos que Dios ha regalado a los hombres: La palabra. Sea mi discurso un reconocimiento a tan increíble herramienta que sirvió para crear el mundo y darle forma, que sirve para comunicarse y transmitir el conocimiento, que es la cadena que une a una generación y las siguientes.

Dicho esto, Señor Alcalde, autoridades, poetas premiados, Reina María y su bella Corte de Honor, rodenses: ¡Buenas noches!

Ante de comenzar, déjenme que agradezca al Excelentísimo Ayuntamiento de La Roda por confiar en mí para pronunciar el Discurso de Mantenedor de la LXXVI Gala Literaria de La Roda, y que agradezca a mi amiga Carmen María sus generosas palabras, nacidas desde el cariño menos imparcial que subyace a la antigua y profunda amistad que me une a esta maravillosa mujer, más bella aún por dentro, si cabe, que por fuera.

Cuando me enfrenté por primera vez a la pantalla en blanco de mi ordenador para escribir este discurso, se me vinieron a la cabeza las palabras de ánimo y felicitación que muchos familiares, amigos y vecinos me dedicaron en los días posteriores a la publicación de la noticia de mi elección. Pero en particular se me hicieron presentes unas que me permitirán que les relate, pues fueron las que dieron en el clavo del hilo conductor de mi discurso. Cierto sábado de mayo, saliendo de la iglesia del Cristo, me interpeló el viejo y querido maestro D. José Blasco y me hizo varias recomendaciones sobre lo que podrían versar mis palabras, todas ellas orientadas a la rabiosa actualidad local. Poco duraron las citadas recomendaciones, pues con la rapidez y la sensatez que caracteriza a las mujeres manchegas, enseguida terció su esposa Angelita, diciendo: “Calla, calla, de lo que tiene que hablar es de las Letras y La Roda.”

Así, con las palabras de Angelita García Ramírez flotando en mi cabeza me planteé cual podría ser la espina dorsal de mi discurso, siempre con el temor que lo hacemos todos los que nos hemos subido aquí, y parafraseando a mi amiga Delfina Molina Muñoz en su pregón pasional de 2015 pensé: “Qué puedo decir yo, que no se haya dicho este atril antes, con la impresionante pléyade de hombres y mujeres de letras que me han precedido”. Así pues, como hizo en su Pregón de Semana Santa de 1997 mi admirado amigo Ángel Aroca Lara, me encomendé a Nuestra Patrona y a esos santos patronos laicos de las letras rodenses que son, entre otros, D. Tomás Navarro Tomás y el Doctor D. Agustín Alarcón Santón, y les pedí inspiración para trazar mi intervención.

Así, me di cuenta que si bien yo no era un poeta como el único Carrasco de mi familia que ha intervenido en las Galas pretéritas, el abogado D. Alfredo Atienza Carrasco, a la sazón primo hermano de mi abuelo Faustino, bien podría considerarme lo que Arturo Pérez Reverte definió una vez como un “juntador de letras”.

Extendidos todos los citados mimbres sobre la amplitud de mi mesa, comencé a tejerlos con la idea de que, tal vez, mi aportación sobre lo que mejor podría versar era sobre mi experiencia con las letras y mi pueblo, relatando mi vivencia con la palabra a lo largo de mis treinta y ocho años de existencia.

De esta manera, como si fuera un zahorí en busca de agua, me puse a pasear por mis recuerdos buscando aquellos en los que las letras tenían un papel destacado, para poco a poco ir sumando los ingredientes que deberían trufar mi discurso. Mi historia, que seguramente podría ser la de cualquiera que esta noche me escucha, es la de un rodense enamorado de su villa, su historia y su literatura, las nuestras.

Si existen dos herramientas en mi vida que me han ayudado a crecer y progresar han sido sin duda la fe y la palabra, pero esta noche solo me voy a centrar en la segunda, aquella que tras llegar mis oídos por primera vez se iría haciendo hueco en mi cabeza, para ser el vehículo de todo lo que sé y siento.

Las primeras de las que tengo recuerdo llegaron a mi mente en boca de mis mayores, fundamentalmente a través de los cuentos con los que mi abuela Remedios, mi Lala, conseguía amansar a sus nietos o enseñarnos algo, pues sus cuentos, como los de mi madre, siempre iban encaminados a educarnos, a la vez que divertirnos, como todos los que las abuelas y madres han contado a sus pequeños a través de los tiempos, como todos los que ustedes han escuchado de los labios de sus mayores. Cuentos de fantasía, cuentos de personajes conocidos y relatos de historias familiares que despejaban, a veces en forma tragicómica, las raíces de mi árbol familiar, por las que se despertó en mí una curiosidad voraz, que con los años florecerían en mi pasión por la historia local y la universal.

La palabra escrita, no llegaría a mi vida hasta los cuatro años, cuando ingresé en el Colegio Salesiano María Auxiliadora, mi colegio. Allí la descubrí de la mano de dos maestras de auténtica vocación, a través de las conocidas en aquella época como cartillas de lectura. Aquellas dos maestras, Sor Carmen Novella y Sor Begoña Muñoz, a las que nunca olvidaré, fueron desgranando para mí los misterios de aquellos garabatos que se erigirían en letras con el paso del tiempo. Al enseñarnos a mí y mis compañeros a leer y escribir, abrieron para nosotros la puerta a un universo de conocimiento, que aún estoy tratando de llegar a vislumbrar. A ellas les siguieron mis maestras María Amparo García y María Carrilero, que se afanaron en pulir esa labor, con la ayuda eventual de Remedios Picazo y Ana José Ruipérez.

Ahora con la vista puesta atrás, soy consciente de la labor fundamental de los colegios y sus maestros, en proporcionar parte de los cimientos fundamentales sobre los que se desarrollan las personas, soy consciente de lo mucho que le debo a mi colegio por educarme siguiendo los dictados del sistema preventivo de San Juan Bosco. Pues allí, no solo aprendí de las letras que me ocupan esta noche y los números que salpican cada día de mi vida, sino que aprendí a ser como decía Don Bosco: “Buenos cristianos, buenos ciudadanos”. Sirvan por ello mis palabras de agradecimiento a aquellas maestras que me enseñaron lo más elemental de la vida y mi educación y a las que no puedo citar por evidentes razones de tiempo y espacio. Solo permítanme un último recuerdo para Sor Isabel Raposo, que con sus dulces historias, conseguía encandilarme cada vez que teníamos la suerte de recibir en clase sus cuidados. Sirvan también mis palabras de reconocimiento a los todos buenos maestros, que esta noche sé que ocupan una pequeña parte de las sillas de esta Pista Municipal, maestros de ayer, hoy, mañana y siempre, que han dado y dan lo mejor de sí mismos para sembrar futuro en los niños rodenses.

Al mismo tiempo que yo iba aprendiendo a leer y escribir las palabras que articulan las letras, fui descubriendo que las mismas brotaban en abundancia no solo de las bocas de las personas que me rodeaban, sino de unos elementos, que en aquella época me parecían casi mágicos, cuáles eran los libros. Descubrí que aquellas historias tan preciosas que me conseguían hacer despegar la imaginación y transportarme a épocas y lugares desconocidos, no solo podían nacer de los relatos de los mayores, sino de los citados libros, cuya magia, con mis cortos conocimientos, aún no podía desentrañar.

Mientras tanto, para mí, aprender a leer y escribir con corrección se erigió en tarea hercúlea que fue materializándose con las ayudas citadas y a base de alcanzar hitos, como el que voy a relatar. Desde muy pequeño, he sufrido problemas de espalda, lo que motivó que desde muy temprana edad tuviese que asistir a revisiones cada seis meses al Hospital General de Albacete, donde pasaba toda la mañana. Para calmar el soberano aburrimiento que sufría en todas esas horas de hospital, siempre les reclamaba a mis padres que me comprasen en la papelería un tebeo. Éste solía ser de Mortadelo y Filemón, ilustrado por el genial Francisco Ibáñez. Ante esta petición mía, como si se tratara de un ritual, siempre surgía entre mis padres la misma discusión. Mi padre decía: “Tebeos, ni uno más, que ya tiene un montón. Lo que tiene que hacer >

es leer libros”. Ante esto mi madre siempre le respondía: “Pepe, cuando yo era pequeña me encantaba leer tebeos, y mi madre me regañaba por hacerlo alegando lo mismo que tú, y D. Juan Rubio Martínez, siempre le decía: Remedios deje a su hija leer tebeos, pues los lectores de tebeos de niños serán grandes lectores de libros cuando sean mayores”. Ante aquellas palabras, citando al que mi padre siempre decía que era el mejor maestro que había tenido en la Academia Cervantes, mi padre claudicaba siempre y acababa comprándome un nuevo ejemplar. Poco a poco aquellas palabras fueron calando en mí, para convertirse en un reto que me afané en superar. Por otro lado, aquellas discusiones acabaron convirtiendo a D. Juan Rubio en un héroe para mí, y como tal lo admiraba cada vez que me cruzaba con él en la calle Belchite, donde tenía su vivienda cerca de la casa de mis abuelos.

Recuerdo con toda nitidez el siguiente hito a éste, que me acabó de convencer de las bondades de la lectura, a través de un libro que la señorita María Carrilero, que era como llamábamos a nuestras maestras no salesianas, nos leyó en tercero de E.G.B. Era de la serie azul de la editorial “Barco de Vapor” y se llamaba: “Rastro de Dios y otros cuentos”. Recuerdo con toda nitidez como aquella lectura despertó en mí, por primera vez, el ansia por llegar a conseguir exprimir cada libro al máximo como lo hacía la señorita María ante nuestros ojos.

Mientras tanto, poco a poco iba escudriñando en la rica biblioteca de mi abuelo Faustino, y entre todos los libros de su casa, que también estaba en casa de mis abuelos Juan e Isabel, como en la mayoría de los hogares rodenses, había uno que llamaba mi atención. Recuerdo que mi abuelo siempre me decía que lo había escrito un compañero suyo del Banco Central, Inocencio Martínez Angulo, y como aquel libro me fascinaba, porque a través de sus páginas yo podía descubrir una Roda pretérita y desconocida, que la evolución de los tiempos había borrado, para dar lugar a la imagen de nuestro pueblo que yo contemplaba a través de mis ojos infantiles en los años 80 del pasado siglo. Como imaginarán, aquel libro no era otro que el inmejorablemente titulado “Algo de Nuestro Pueblo”. Poco a poco, el ansia de ver y grabar en mi memoria todas aquellas deliciosas imágenes que ilustraban el libro en blanco y negro, se convirtió en una imperiosa necesidad por leer los textos que las acompañaban, para saber más y más de La Roda, nuestro pueblo, por el que mi curiosidad rayaba en lo obsesivo.

Así pude darme cuenta de que la lectura era la llave del conocimiento, los libros la cerradura y su contenido aquello que podía calmar mi sed de saber. Sin embargo, aún no me había enfrentado a un libro de principio a fin, ese era sin saberlo mi siguiente reto y la forma de vencerlo llegaría de la mano de un regalo de cumpleaños, de un libro que sería el primero de muchos más, que hoy componen mi biblioteca, y que constituiría el comienzo de una nueva etapa en mi vida. Aquel libro, llegó de la mano de mis amigas Ana y Maite Cabañero, convenientemente guiadas por su madre, Ana Rosa Tobarra, y se titulaba “Los Cinco se escapan” de la autora británica Enid Blyton. Aquel libro, mi primero sin dibujos, fue el que me convenció de manera definitiva de la fuerza de la palabra, pues la misma no precisaba de ilustración, las palabras de los libros dibujaban directamente en mi imaginación, coloreaban mi mente y me crearon una enorme adicción.

De repente, desde aquel libro, leer se convirtió para mí en una necesidad, mi vida se convirtió en una sed insaciable de palabras, sed que solo se mitigaba con la lectura. Mi abuelo Faustino, que era un lector voraz, no tardó en darse cuenta de esto y abrió para mí otra puerta de conocimiento en otra rama de expresión de las palabras: la prensa. Recuerdo con mucho cariño como me invitaba a sentarme junto a él en el salón de su casa, con el diario ABC encima de la mesa, y me recomendaba la lectura de los artículos de Julián Marías, Jaime Campmany, José María Carrascal y tantas otras figuras del periodismo español de aquella época, cuyos nombres suenan en la mente de todos. Así, gracias a tantos ratos de lectura junto a mi abuelo, descubrí que leer no lo solo te podía ayudar a conocer lo que había pasado y divertirte, sino que además te podía ayudar a conocer la actualidad y con ello la realidad que nos rodeaba en cada momento. Ciertamente, si alguien en mi vida me alentó a leer con fruición fue mi abuelo Faustino, quien con su ejemplo y su cariño me dio nuevos motivos para leer y convertirme en lo que él llamaba “un hombre de provecho”.

Llegados a este punto, de alguna manera, yo ya podía volar solo, los limites solo estaban en aquello que pudiera leer y todo lo que pudiera escuchar de mis mayores, profesores y en definitiva de todos aquellos que podían con la palabra grabar en mi cabeza nuevos conocimientos, fundamentalmente sobre los temas que me apasionaban, y que poco a poco se iban ampliando y variando a ramas como la Historia, el Arte, la Literatura, la Política, el Derecho, la Religión…, pero siempre con una atención especial en su ámbito local. La Roda era y es para mí, uno de mis mayores amores y como tal debía escudriñar todo lo que pudiera para conocerla, pues no hay mejor manera de amar algo que conocerlo hasta sus confines.

Con estas ideas y sentimientos, en una de las clases de Lengua y Literatura de Sor Juana Erans, hace ya 25 años, llegó a mis manos una edición especial de “El Eco de la Razón “, que fue el primer periódico local que se publicó en nuestro pueblo allá por el año 1893, edición realizada con motivo del centenario de esta cabecera en La Roda. Aquel intento romántico de recuperar la prensa local, la cual había florecido entre aquel año y poco más allá de la posguerra, despertó en mí una curiosidad infinita por conocer a esos rodenses pretéritos que nos legaron sus palabras, relatándonos la actualidad del pasado y despejando para nosotros nuestra historia. No debí ser el único a quien espoleó aquella edición conmemorativa, porque muy poco después nacería la revista bimensual Plaza Mayor, donde decenas de rodenses inquietos, culturalmente hablando, dejarían sus huellas literarias hasta 2011, año de su última publicación.

Así comenzó a anidar en mi corazón una idea nacida de las palabras de Cayo Tito dirigidas al Senado Romano: “scripta manent, verba volant”, que en nuestro tiempo han pasado a significar «lo escrito permanece, las palabras se las lleva el viento». De alguna manera yo quería legar algo a las generaciones futuras, y de ninguna manera mejor que con algo tan eterno como la palabra escrita.

Sin embargo, a mis trece años, era consciente de que no era otra cosa que un simple aprendiz en todos los sentidos de la vida, de que, si algún día quería contar algo, primero tendría que aprender mucho de aquello que quisiera contar, para que mis palabras fueran lo suficientemente consistentes para que no se las llevara el aire, aun a pesar de estar escritas, por merecer la pena trascender al paso de los años, y con ellos incluso de los siglos, ganando la inmortalidad que merece la Literatura.

Así, me autoimpuse la tarea de aprender a grabar cada palabra que encerrase sabiduría para mí, ya fuese escuchada o leída, y paralelamente debía aprender a escribir con calidad, pues con cada texto que leía, o cada relato que escuchaba, me daba más cuenta de que tan importante es como se cuentan las cosas, como el contenido de lo que se cuenta.

Además de escribir algún cuento, no hubo mejor manera para mí de ejercitar la pluma que escribir decenas de cartas, cartas adolescentes e inocentes, como son las propias de la segunda década de nuestras vidas, como las que estoy seguro que todos los presentes hemos escrito en esas épocas, y como las que más de uno atesorará en algún rincón de su casa. La correspondencia fluida y continua con mi amigo Carlos Rubio Plaza o mi amiga Almudena Doñoro Molero, además de con la presentadora de este acto, mi querida Carmen María Collado García, me ayudaron a saber expresar por escrito todo aquello que sentía y sin lugar a dudas fueron el origen de ese aprendiz de escritor en el que me he convertido.

Mientras tanto, iba leyendo con auténtica pasión todo aquello que caía en mis manos, pero con una especial y febril atención en las publicaciones locales. Los viejos libros de fiestas y los que anualmente se iban publicando, eran para mí auténticos vademécum de rodeñismo, y a ellos se iban sumando la revista “Plaza Mayor”, donde me fascinaba todo lo que se escribía, pero en especial los artículos de historia local que en su mayoría estaban firmados por Adolfo Martínez García. Más adelante llegarían los libros de este enamorado de La Roda, que página tras página nos ha trasmitido y trasmite su pasión por nuestras raíces, y sobre todo por arrojar luz sobre ellas. Sus libros “Paseo de Reflexiones por la Historia de La Roda” y “Sendero de Peregrinos”, como más tarde sería “Tradición y Creencias, Historia de la Semana Santa de La Roda”, que en sus temas particulares diseccionaban nuestro pasado, no hicieron más que alimentar mi curiosidad y azuzarla en busca de nuevas respuestas. Igualmente, en sus campos, los libros “El Habla de La Roda de La Mancha”, de Teudiselo Chacón Berruga y “Prensa Periódica del partido judicial de La Roda”, de Miguel Sánchez Picazo, fueron auténticos tratados básicos para el aprendiz de rodense en el que me había convertido. Pero no creo que esto les resulte ajeno a cualquiera de ustedes, o no me dirán que todos los presentes no han tenido en sus casas al menos una de estas publicaciones, aunque solamente haya sido un Plaza Mayor o un Libro de Fiestas. Llegados a este punto, en el año 2001, llegó para mí la oportunidad de escribir ya no solo en el ámbito privado, como hasta entonces, sino que mis palabras escritas fueran publicándose y viendo la luz para el resto del mundo. Aquella fue, sin lugar a dudas, la gran oportunidad que cambiaría mi vida, y me llegó de la mano de mi amigo Carlos Cantos Carrilero, quien me ofreció colaborar en un ilusionante proyecto nacido menos de dos años antes. Como algunos de ustedes imaginarán, me refiero al desaparecido periódico comarcal quincenal “La Miliaria”. Estoy seguro que muchos de ustedes lo recordarán por haber manejado algún ejemplar, ya sea en sus casas o en la biblioteca pública “Juan José García Carbonell”.

Si bien es cierto que La Miliaria fue para mí una ventana de expresión, no es menos cierto, que más aún para mí fue la puerta de entrada a muchas casas y de acceso a muchos rodenses que yo no hubiera ni imaginado conocer. Algunos eran para mí figuras míticas de las más diversas facetas de la vida local, otros fueron auténticos descubrimientos que me enriquecieron y enseñaron, pero todos se convirtieron en amigos o al menos en conocidos que engrandecieron mi vida y mi amor por nuestro pueblo, pues si La Roda es grande, no solo lo es por sus monumentos con la iglesia como mascarón de proa, o por los Miguelitos, o por su industria con las pinturas a la cabeza; si La Roda es grande, lo es sobre todo por su gente, nuestra gente, la que esta noche llena esta Pista Municipal, el paseo ferial o por la que estando fuera de nuestro término, lleva grabado a gala en el corazón la torre de El Salvador.

Obviamente, mi compromiso con La Miliaria me obligaba a multiplicar mi capacidad para conocer más y más cosas de La Roda, pues si quincenalmente debía llenar una página con temas relacionados con la historia y la cultura de nuestro pueblo, debía convertir lo que hasta entonces era una afición en una obligación, para poder ofrecer a los lectores información con la que enriquecerse y entretenerse, como la que yo había encontrado en todas las publicaciones rodenses que hasta entonces habían pasado por mis manos.

Todo esto me obligó a sumergirme más aún en los libros, y sobre todo en la prensa local antigua, acertadamente digitalizada por el Ayuntamiento. En particular fue para mí un auténtico descubrimiento el periódico semanal rodense “El Agricultor Manchego”, fedatario de 10 años de nuestra vida local, con reflejos de la nacional. Allí pude conocer a parte de una generación de oro de la cultura local anterior a la Guerra Civil, entre los últimos años del reinado de Alfonso XIII y la II República. Hombres únicos, de una cultura inigualable y dones especiales para la Literatura, pues aquellas páginas destilaban más Literatura que periodismo. Juan Ramón Ramírez Grande, Fernando Pastor de La Cruz, Alfredo Atienza Carrasco, Ramón Llistó, Antonio de la Hoz Jornet, Antonio Martínez Martínez…, fueron algunos, de entre otros muchos, de los que nos dejaron su prosa y su poesía, inmortalizada en papel. Recuerdo como dediqué muchas horas a escudriñar aquellas páginas para conocer lo que más tarde acabaría transmitiendo yo en las mías, sorprendiéndome de lo mucho que ha cambiado La Roda en algunas cosas, y lo poco que lo ha hecho en otras. Sin lugar a dudas, la esencia permanece. > En ese peregrinaje investigador, sembrado de perlas literarias, fotográficas e históricas, recuerdo con gran cariño las crónicas de Antonio Martínez Martínez, Sorolla, quien comentaba la actualidad local a través de los diálogos de Marta y María, que no eran otras que las cúpulas o torreones del palacio de los Condes de Villaleal. Muchas veces he contemplado a éstas, ahora testigos mudas del devenir de la villa, a las que Antonio Martínez puso voz con sus letras, y me he preguntado qué dirían ahora si de nuevo recobrasen la voz como por ensalmo literario…, me he preguntado si a su vez no abrirían el diálogo a Lázaro, que bien pudiera ser el torreón del palacete de los Arce, y por supuesto a Jesús, encarnado en la torre de El Salvador, componiendo la estampa más deliciosa que ilustra nuestro pueblo. >

Y si aquella página quincenal de Historia y Cultura me quitó el sueño, por la responsabilidad que voluntaria y felizmente cargué sobre mis espaldas, no es menos cierto que la sección de “Perfiles”, se convirtió para mí en un reto, el reto de intentar hacer justicia a la memoria de tantos y tantos rodenses, con los que La Roda estaba en deuda, por su contribución a la misma, o por haber puesto el nombre de nuestro pueblo de relieve por su labor en España, o fuera de nuestras fronteras. Aquellas biografías de rodenses, pasados y presentes, eran un simple acto de justicia, para que nadie les olvidase y por sus obras quedasen retratados, siguiendo la máxima de “por sus obras los conoceréis”.

Pero no solo de las letras escritas vive el hombre, sino de las pronunciadas, y no fueron pocas las puertas a las que llamé en busca de información y conocimiento. Así que, siendo un perfecto desconocido, llamé a esos centenares de puertas, y todas se abrieron ante mí sin reparos, algunas para ser recibido por esos grandes rodenses objeto de los perfiles, otras para ser recibido por sus familias, pues sus mayores objetos de mis pesquisas ya eran seres etéreos, residentes más allá de la veleta de la torre de El Salvador.

Conocer sus historias, contemplar sus fotografías, escuchar sus risas e incluso en algunas ocasiones ver sus lágrimas rodar por las mejillas, fue para mí una escuela de vida. Lo que aquellos rodenses hicieron conmigo, con una generosidad infinita, fue desnudar sus almas o las de sus mayores, confiándome algo tan precioso como su memoria a través de sus palabras. Hoy algunos están, estáis, en esta pista municipal, a otros les llegaran los ecos y finalmente otros las presencian en tribuna algodonada. Sea para todos mi gratitud, pues a todos los perfiles y sus familias os debo en parte estar aquí esta noche.

En mi formación, no menos importante para mí, y para nuestro pueblo, fue aquella generación continuadora de la anterior citada de los años veinte y treinta, la que, al acabar la Guerra Civil, en la posguerra y en el desarrollismo posterior, se empeñó en hacer cultura en La Roda. Eran años duros de hambre y carencias, pero si grande era el hambre de pan, mayor lo era de Literatura, y así se forjó una generación que puso a nuestra villa en el mapa, culturalmente hablando. Hombres como Antonio Martínez Martínez y Alfredo Atienza Carrasco, entre otros muchos, dieron el testigo a una generación más joven, compuesta por Braulio de Miguel Donate, Juan José García Carbonell, Wenceslado Lorenzo Roldán, Antonio de Toro Gómez, Francisco de Paula Jiménez, Diego Molina García, mi tío Juan Carrasco Oltra, Pascual Belmonte Molina, Leopoldo Martínez Perona, Manuel Merlos Ruiz, Francisco Gómez Canales y Antonio Morales García, entre otros muchos, que me es imposible seguir enumerando, y que hicieron de la cultura su otra familia, trabajando por y para La Roda en muy diversas ramas del Arte, pero con las letras como hilo conductor. A ellos, les debemos una época grandiosa y nunca agradecida, ni reconocida, lo suficiente.

Precisamente con los cuatro últimos que he citado, tuve la suerte de compartir páginas en La Miliaria, pero sobre todo de aprender de ellos, de su amor por la Letras y La Roda, eje fundamental de este discurso. Los dos últimos aún están entre nosotros, publicando libros, escribiéndolos o teniéndolos escritos y haciéndolos hibernar en espera de primaveras que merezcan su florecimiento.

De estos cuatro amigos y maestros, en sus respectivos campos, déjenme que pondere la calidad de las fotografías del Leopoldo, auténtico notario gráfico del siglo XX rodense; la sensibilidad poética de Merlos, que nunca dejó de crear palabras; el carácter de hombre del Renacimiento de Canales, que domina el Arte en todas sus facetas; y la calidad literaria de Morales, que es para mí un maestro de Literatura local y universal, siendo todos ellos doctores de rodeñismo, esa extraña afección que nos impide a algunos rodenses estar muy lejos de la sombra de la Torre, dónde florece la pasión que todos sentimos por La Roda.

En este recorrido por mi historia con las letras y La Roda no me puedo olvidar de otro hombre y otro momento, ambos fundamentales en mi vida. Me refiero a Mariano Jávaga Fernández, que, si bien no era hermano de sangre, lo era en tantas cosas de la vida, que tras tres años de ausencia aún se me hace difícil andar sin él. Rodense nazareno enamorado de nuestro pueblo, nuestra Patrona La Virgen de los Remedios y la Semana Santa, entre otras cosas, siempre se sintió heredero cultural de su tío Antonio Martínez Martínez, Sorolla, y como tal ejerció calladamente su labor en nuestro pueblo. La publicación con él de nuestro libro “Pregones y Pregoneros de la Semana Santa de La Roda” en 2011, supuso para ambos una ilusionante contribución a la memoria rodense, dejando en nosotros una huella indeleble que afianzó, aún más si cabe, nuestra amistad, amistad tejida en capuces, letras y fotografías, que trufaron cada una de nuestras ilusiones. Sirva ésta insuficiente referencia de homenaje a él, que, sin duda, junto a tantos rodenses pretéritos, nos contempla a través del tamiz oscuro de esta noche salpicada de estrellas.

Tampoco quiero dejar de mencionar a otros rodenses que con sus publicaciones me han formado en historia y tradiciones locales, y cuyos libros han visto la luz en los últimos años, como son José Martínez López y Francisco Cisneros Fraile. Al primero le debemos el conocimiento de momentos fundamentales y concretos del siglo XX, y al segundo el de las raíces más profundas y remotas sobre las que se afianza La Muy Noble y Muy Leal Villa, pues ha escrudiñado en los archivos nacionales hasta la extenuación, para arrojar luz sobre un relato completo de la crónica de nuestro origen y desarrollo como pueblo.

Igualmente, si antes hacía referencia a hombres pilares de nuestra historia local, que nos han regalado lo mejor de nuestro pasado, no me puedo olvidar de como la literatura ha fluido por las letras de Paquita Ruipérez Pérez, Marciana Molina, Eduardo Moreno Alarcón, Pedro Gaona Pérez y de Pedro Manuel Víllora Gallardo. A este último, me permitirán que lo llame, y espero que él me disculpe, pues se lo digo con todo el cariño, “Monstruo de la Naturaleza”, como llamó Miguel de Cervantes a Lope de Vega movido por la envidia menos sana ante su existo y calidad como dramaturgo. A mí lo que me mueve no es la envidia, sino una profunda admiración para compararlo al gran Lope. Pedro es, sin duda, un referente que La Roda, como su patria chica, bien se puede enorgullecer en tener como hijo.

Llegados a este punto, no me queda más remedio que centrarme en las Galas Literarias, esos eventos que año tras año mis padres no consentían en perderse junto a su pandilla. Escuchar las crónicas de cada Gala que me hacía mi madre cada jueves de Fiestas era una tradición que fue despertando en mí cada día más curiosidad por ese evento, del que año tras año yo solía escuchar un fragmento cuando bajando de la mano de mi Lala cruzábamos del Paseo de los Tristes a la calle Menéndez Pidal, camino del paseo ferial. En especial, recuerdo con impresión los comentarios que me hizo de los discursos de Ángel Aroca Lara y Manuel Cortijo Rodríguez, la emoción que me trasmitían sus palabras ante lo vivido la noche anterior en la Pista Municipal. Recuerdo como fabulaba estar algún día al otro lado de la valla del parque, para ver ese acto de cuento que cada año partía las fiestas por la mitad. Soñaba con algún día ser público, como los que ahora me escuchan. Con lo que no podía ni siquiera soñar es con estar ocupando este atril esta noche.

Mi primera Gala Literaria sería la de 1996, de la mano del mantenedor y periodista D. Luis Herrero. Aquella noche pude descubrir por mí mismo la magia de un acto referente cultural a nivel regional, del que cualquier rodense interesado en la tradición y la cultura se puede sentir muy orgulloso. El protocolo cuidado y medido como el que esta noche están presenciando, la elegancia y la belleza de la Reina y su Corte de Honor, hoy encarnada en la reina María y sus damas, eran el marco para una noche en la que la Literatura, en la poesía de los premiados y la prosa de mantenedor, eran las estrellas que iluminaban el firmamento haciendo palidecer los focos. Aquella noche de hace más de dos décadas, yo a mis 16 años me encandilé de nuestra Gala y adquirí un motivo más para enamorarme de La Roda.

Desde entonces, han sido muchas más las Galas Literarias a las que he asistido, casi todas, en las que he visto brillar a astros de la literatura y el periodismo español y sobre todo he visto deslumbrar a rodenses que con sus letras me han hecho sentirme orgulloso de ser su hermano en patria chica. Pedro Manuel Víllora Gallardo, Antonio Morales García, Marciana Molina, Primitivo Fajardo, Federico Martínez Jiménez, Candelaria Sánchez Abellán y Asunción Salvador González, me han emocionado con sus versos, sobrecogido con sus palabras y enorgullecido con sus discursos, demostrando que para hablar con pasión de algo no hay nada mejor que amarlo, sentirlo correr por tus venas, que te acaricie la piel y te haga brotar las lágrimas a la par que las sonrisas.

Todo eso provoca en mí La Roda, el lugar donde se abrieron mis ojos y el lugar donde quiero cerrarlos. Esta villa es el sitio del que más sé, sin saber nada; lo más importante que atesora mi corazón, tras Dios y mi familia; un terreno donde se hunde mis raíces hasta confines inconfesables y olvidados; el alimento de mi espíritu, como maná que brota en la llanura. Todo eso y mucho más es La Roda para mí, mi pueblo, mi primera y última morada.

El conjunto de todo lo dicho, que es lo que siento, algún día con la fuerza de la palabra es lo que me gustaría sembrar en el corazón de mi sobrina Adriana, como mis mayores hicieron conmigo, como han hecho en cada uno de ustedes. Me gustaría enamorarla de La Roda y sus gentes, como me enamoraron a mí, haciéndola sentir orgullosa de una villa que mira al futuro, sin perder el norte de su pasado. Me gustaría sembrar su vida de palabras vinculadas a este pueblo, que estoy seguro que sabrá acogerla cada vez que nos visite, y en dónde podrá encontrar, en el bochorno del verano, frescor a la sombra de la Torre de El Salvador, y en el frío del invierno la calidez de los corazones de su familia y de los buenos rodenses, siempre dispuestos a hacer para ella buenas las palabras de la canción del Bombín: “Hogar de los visitantes, descanso de peregrinos”.

Con esta esperanza me dormiré algún día con los ojos abiertos, y cuando ella me los cierre, solo quedarán mis palabras. Ya sea en mis relatos o en mis escritos, solo quedaran mis palabras sembradas por cada rincón de este pueblo. Cuando mis huesos no sean más que polvo y mi alma, por la misericordia de Dios, vague por las estancias turquesa de su casa, solo quedarán mis palabras en algún rincón polvoriento de bibliotecas y archivos. Cuando mis obras ya no sean ni recuerdos, solo quedaran mis palabras en papeles amarillos oxidados por el calendario. En definitiva, tras toda una vida, cuando la misma sea cribada por Chronos, solo quedarán la cosecha de toda una existencia, el fruto de mis palabras.

Mientras tanto, seguiré juntado letras, componiendo frases y armando textos, para expresar lo que siento, y que en buena medida es amor, amor por La Roda y su literatura, porque créanme que si bien yo no soy poeta, con la prosa intentaré poner mi pluma al servicio de tan Muy Noble y Muy Leal Villa, para cantar sus bondades y sembrar en propios y extraños los sentimientos hondos y sólidos que sembraron en mí tantos y tantos rodenses con sus palabras, porque para un hijo nada hay más grande que su madre, y la mía, es La Roda.

Muy buenas noches, muchas gracias a todos y felices Fiestas Patronales en honor a El Salvador.

Juan Ruiz Carrasco

La Roda a 25 de julio de 2018, annus Domini Festividad de Santiago Apóstol, Patrón de España

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