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ARENAS GORDAS (SIGLO XVI

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TÚ Y YO

TÚ Y YO

Foto. JUAN ORIA CALLEJO

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/Extracto de la novela: La flor de camarinas / / Pilar Lahuerta /

El océano estaba gris y plomizo como el cielo. La niebla al filtrarse entre las agujas de los pinos se transformaba

en gotas de agua y parecía que lloviera. Todo estaba mojado. La playa era batida con fuerza por las olas. En Arenas Gordas, en días así, habían naufragado muchos barcos por la zona. Arenas Gordas era una franja de la costa atlántica entre la villa de Huelva y la desembocadura del río Guadalquivir en Sanlúcar de Barrameda. Los bajos arenosos que danzaban al compás de las dunas móviles eran una trampa mortal para los buques que, intentando llegar al puerto gaditano, se aventuraban a ir cerca de la costa. En 1551 la nao Santa Lucía, de 120 toneladas, con Miguel de la Borda al mando se hundió viniendo de Puerto Plata. En 1560 tres navíos se fueron a pique frente al poblado donde vivía la familia de Marina. En 1566 le tocó el turno a la nao San Antonio cuando estaba a punto de llegar a su destino después del largo viaje desde Puerto Rico. Y así podríamos seguir con una lista sin fin. Arriba de las dunas y los cabezos vivía la familia de Marina. Todo este territorio era conocido, bien conocido por corsarios y marinos. El Sur más al sur de España y de Europa. La costa en días soleados era preciosa, grandes extensiones de suaves colinas de arena y una tierra amarillenta casi dorada, llena de árboles y arbustos. Pinos piñoneros, alcornoques, brezos, sabinas, retamas, romero, tomillo y camarinas poblaban aquel territorio enorme y solitario, despoblado, donde solo vivía la familia de Marina. Su padre, Juan McCullum, ese oso enorme rojo al que temían o respetaban, según se hablara con quién, era el jefe de todo el clan. Heredó pelo, apellido y estatura de su padre, un escocés que naufragó por el cabo de San Vicente, en Portugal, y decidió cambiar el whisky por el vino y no volver a su tierra natal.

Matthew McCullum era marino en un barco portugués que hacía la ruta de África, desde Cabo Verde a Lisboa, trasladando esclavos negros. Una tormenta encalló la nave y murieron muchos de los que en ella iban. Matthew siempre fue un joven con recursos y muy buen nadador. En medio de la zozobra, tuvo tiempo de coger una caja llena de oro y buceó sin esfuerzo hasta la costa. Hizo caso omiso de los gritos de socorro de sus compañeros y escondiéndose de todos inició a pie un largo camino que le llevó varias semanas completar hasta el puerto de Palos, nombre que conocía por la gesta de Cristóbal Colón. Había escuchado que en esa tierra había posibilidades, esperaba encontrar un futuro mejor

que cuidador de un barco negrero. Estaba harto de pobres diablos que vomitaban, se quejaban y se morían delante de sus narices en las duras travesías que los llevaban hasta Lisboa. Tenía ganas de irse de Portugal, no le gustaban los portugueses. Su barco hacía una y otra vez la travesía que unía las Islas de Cabo Verde, donde se concentraba el mayor mercado de esclavos, con Lisboa. En las islas los grandes señores del tráfico de seres humanos compraban la mercancía y después la distribuían por todo Occidente. Los esclavos eran para el servicio doméstico; por eso, intentaban que su estado físico no estuviera muy deteriorado. Muchas veces los negros intentaban protestar, escaparse, rebelarse y la labor de Matthew era que no lo consiguieran. A pesar de estar atados, con collares en cuello y piernas, tenían tanta fuerza que cuando se ponían violentos era complicado tranquilizarlos. Las travesías eran muy duras. Pasaban semanas encerrados, enjaulados en las bodegas de los barcos, sin apenas comida ni agua. En fin, que ya le habían roto un brazo, la nariz y casi pierde una pierna por una herida que se le infectó. Era muy joven para morir a manos de cualquier apestoso negro. Quería prosperar, casarse y montar un negocio. Nada de esclavos. No quería volver a ver ninguno. Si seguía con los portugueses, sabía el final que le esperaba; un día, alguna de esas fieras lo mataría, le aplastaría la cabeza en el suelo de la bodega, un charco de sangre que sus compañeros limpiarían con pocas ganas y riéndose de él. ¡Pobre diablo muerto!

Sus esperanzas estaban puestas en una caja que el capitán tenía en su camarote. Una caja llena de oro. Había soñado muchas noches con robarla. Era de madera, vieja y agrietada, el oro estaba en su interior. Eran los ahorros acumulados en toda su larga vida como capitán. La mayor parte de su salario se lo gastaba en vino y putas en cuanto tomaba tierra en Lisboa; pero una parte la guardaba para cuando decidiera hacer su último viaje. El hombre contaba a quien quisiera oírlo, en esas largas noches en alta mar, que, cuando llegara el momento, iba a comprarse una granja y pasaría su vejez lejos, lo más lejos posible del mar. Guardaba la caja bajo unos tablones de su camarote y para que no pudieran abrirlos con facilidad tenía encima la pesada mesa donde escribía el diario de abordo. Matthew lo vio un día mover la mesa y contar el dinero. Desde ese momento, sabía que lo iba a robar.

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