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POR EL CRISTAL AMARILLO

/a mi hermano Basilio, in memoriam /

POR EL CRISTAL AMARILLO

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En mi casa blanca de la calle Nueva había una cancela que daba del patio de mármol al de los arriates. La cancela era de hierro y cristales blancos, azules, granas y amarillos. Por las mañanas. ¡Qué alegría de colores pasados de sol en el suelo de mármol, en las paredes, en las hojas de las plantas, en mis manos, en mi cara, en mis ojos! ¡Con la luna de noche, qué belleza, mate, sorda y rica!

Yo miraba sucesivamente todo el espectáculo, el sol, la luna, el cielo, las paredes de cal, las flores -jeranios, hortensias, azucenas, campanillas azules-, por todos los cristales, el azul, el grana, el amarillo, el blanco. El que me atraía más era el amarillo. Por el cristal amarillo todo se me aparecía cálido, vibrante, rejio, infinito. Mi nostaljia de lo universal latente en mí desde mi semilla, encontraba largo y supremo deleite por el cristal amarillo. Era aquello como una exaltación musical, escalofriante y definitiva. Todo allí acababa bien; era un término como el del beso en el amor, como el de la gloria verdadera e íntima en el arte; después de mirar por el cristal amarillo ya no quería yo más y me quedaba contento.

Este libro de Moguer quiero llamarle Por el cristal amarillo, en recuerdo de aquel cristal por el que vi en mi niñez tal espectáculo maravilloso y constante.

Con tan bonito prólogo comienza Juan Ramón Jiménez su libro Por el cristal amarillo. Y su amigo Francisco Garfias, también poeta moguereño, escribió la introducción de este libro que sigo literalmente para elaborar este artículo.

En la infinidad de proyectos de libros en prosa que Juan Ramón Jiménez hiciera en vida, figura siempre su deseo de recoger en un volumen o en varios los desperdigados capítulos de una ideal autobiografía lírica (y,) caprichosa, los entes y las sombras del pasado que acudían a su corazón y a su pluma espontáneamente, en cualquier instante, sin un plan preconcebido y sin una cronología determinada.

«De vez en cuando -dice en una nota suelta encontrada entre sus papeles- fuera de la línea jeneral de mis recuerdos en fila, en una noche de desvelo, me asalta uno de esos recuerdos profundos que nunca había asomado la cabeza por su agujero de sombra. Son, jeneralmente, los más bellos, los más sutiles, los más nostáljicos. ¡Qué riqueza en estos barrios de la memoria!»

hemos encontrado en la obra publicada o inédita del poeta que tuviera este delicioso perfume de añoranza.

Se han empleado los propios títulos del poeta para agrupar en capítulos los trabajos escogidos: Casa Azulmarino, Josefito Figuraciones, El calidoscopio prohibido, Las flores de Moguer, Entes y sombras de mi infancia, Hombro compasivo, El poeta en Moguer, Vida y Época, Olvidos de Granada, Sevilla y En la muerte de un hombre.

Casa Azulmarino y Josefito Figuraciones encabezan los recuerdos más remotos. Casa Azulmarino viene, quizá, de los más lejanos en la vida del poeta. Son los años en que Juan Ramón niño vive en la calle de la Ribera, de donde se trasladó, a los pocos años, a la calle Nueva «porque los marineros -dice- andaban siempre navaja en mano, porque los chiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y porque en la esquina hacía mucho viento». En la calle de la Ribera, el río azul bajo el cielo azul le despierta su primera fantasía. El nombre de Josefito Figuraciones alude a su temprana fantasía desbordada. Es la época en que el poeta se imagina el zaratán de Concha Marín «como un lagarto grana, un cangrejo carmín, un alacrán colorado». O cuando -oro con oro- veía llegar, envuelto en resplandores, al quincallero doble.

La casa de la orilla del rio

De haber ido, cuando niño, un crepúsculo de otoño, ribera abajo, a aquella casa de Verdejo, mis sueños traman un paisaje ideal de niño: la casa azul marino de la orilla del río.

Iba yo, abría, sacaba dos sillas amarillas, y nos poníamos — ¿quién más?— a mirar la tarde, callados.

Desde entonces, en que fue realmente la viña todo yo, niño, nunca había tenido realidad aquella ilusión, como ahora, que vuelve el capricho sentimental a llevarme orilla adelante por partes de la ribera que quiero no haber visto nunca.

Nunca me he sentido tan igual a entonces; no he vuelto más a ser Juanito el preguntón, ni a tener más deleite en ello. Así muchos de mis pensamientos y de mi sentimiento se hacen su cuadro con el fondo de marisma que veía, que veo, por la ventana de mi casa azul de la orilla del río, a donde yo voy tantas tardes de paseo, a mirar el sol desde la puesta, en mi silla amarilla.

El segundo grupo lleva el título general de El calidoscopio prohibido, título con el que Juan Ramón publicó cuatro bellas prosas en el número 16 de Presente: «Su madre», «El San Cayetano», «El Auxiliar Siloniz» y «Su tío abuelo». Nosotros hemos añadido dos prosas más, inéditas, que hacen alusión al calidoscopio: «Montemayorcita Jote» y «Villegas», nombre este último familiar en los recuerdos del poeta.

De otro tipo -de un sentimentalismo anterior no superado después en revisiones- son las baladas que agrupamos bajo el título de Las flores de Moguer. Prosa franciscana, sencilla, con leves toques posteriores y con mucho de contacto con la de algunas páginas de Platero y yo. En una hoja suelta apareció la dedicatoria a su hermano Eustaquio, que hemos puesto al frente, y a la que hemos añadido la página titulada «Mi hermano Eustaquio» -de época y estilo diferente-, por parecernos que aquí encajaba bien, más por motivos sentimentales que por razones estéticas.

Entes y sombras de mi infancia es el capítulo más abundante y el que centra, en cierto modo, el libro. Junto a páginas conocidas, publicadas aquí y allá, hemos intercalado muchas otras inéditas de parecido matiz, siguiendo un orden más cronológico que estilístico. Son más de cincuenta evocaciones ordenadas en dos grupos: el primero, de ambiente puramente moguereño -infancia y primera juventud del poeta-, y el segundo, de páginas escritas y vividas fuera de Moguer, de carácter más cercano y concreto, aunque no menos evocador.

El capítulo titulado Hombro compasivo es como una continuación del anterior. Hay en él la misma calidad sentimental, e igualmente se han mezclado páginas inéditas a otras conocidas.

A mi hermano Eustaquio, flor de Moguer

Mi hermano Eustaquio fue el tipo más completo de la ilusión fracasada. Todo él, desde su niñez, vida de colejio, vida universitaria, trabajo industrial, estaba lleno de horizontes exagerados, de luz supuesta, de fe sin fundamento, de buena voluntad; pero otro era su destino. Él era un enamorado de Moguer, y con esa trampa en los pies, un pueblo andaluz que tira hacia abajo, no pudo nunca volar.

Fue una pena de hombre. Con el entusiasmo y la constancia que ponía en cualquier cosa irrealizable, hubiera podido llegar al éxito en lo corriente. El pueblo, siempre inferior a su ilusión, gastó una fuerza que podía haber movido las ruedas más jigantes. Él cayó en esas absurdas ampliaciones de la colombofilia, un peligro que no conoce el que no haya vivido en esa rejión, y por este camino se le fue mucha fuerza y mucho dinero en su juventud. Ya desengañado, tuvo que anularse con los imposibles empeños de una alcaldía corrompida, después del desastre del proyecto teatral de Martínez Zubiria sobre la ciudad de las naciones que había de fundarse en la Rábida, y que le cojió por el lado heroico.

De joven era un hombre encantador: alto, esbelto, educado, respetuoso, afable, querido de todos. Sólo su afán de exactitud le hacía caer constantemente en la desgracia de los falsos. En eso era igual a mi madre, a mí y a su hijo. «Lo derecho, derecho—decía mi madre—, y nada más.»

Muy distinto a otros señoritos andaluces, no se casó con ninguna de las muchachas ricas que lo asediaron, en su mejor momento, sino con una muchacha bella, enferma y pobre que le vivió poco, lo desveló toda la vida con su epilepsia nocturna, y lo anuló física y moralmente, sin quererlo.

Nuestra madre estaba, sobre todas las cosas, para él, y a su muerte, su hijo, Juan Ramón Jiménez Bayo, tomó el puesto de hijo y de madre. El niño era su hijo, su hermano menor, su padre y su madre, y representaba el vacío de su mujer, y él lo mismo de su hijo. Cuando su hijo murió en la guerra, el tiro los mató a los dos. Poco después caía de boca en la sepultura, que fue el altar de sus últimos años y que cuidó como un jardinero amoroso durante lo que le quedó de vida.

¡Qué de horizontes sin sucederse en fracaso y pérdida, mi pobre hermano! ¡Cuánta cosa no intentó, pero siempre fuera de lo proporcionado, y cuánta cosa dejó por ese absurdo prejuicio del señorito andaluz que se consideraba superior a las cosas corrientes! Sin embargo, y en medio de toda su deuda material, se mantuvo hasta el fin con el tesón del iluso.

Mucha desilusión tuve yo que darle para evitarle desilusiones mayores cuando él esperaba cosas inesperables de lo inesperable. Porque animarlo era siempre destruirlo. Y mucho sufrí con él, y por él, y no sé si él lo supo nunca. Si fue así, fue mejor. Y ése es el mejor consuelo que de lo suyo me queda. Y el recuerdo de nuestra infancia tan unida por todo jénero de proyectos fantásticos, de los que yo realicé alguno, como el de la poesía, con más suerte a costa de haber sido atentado, tantas veces, por las más miserables de las calumnias, de las que él se vio libre.

El poeta en Moguer hace alusión, sin duda, a la larga estancia de Juan Ramón en su bello pueblo entre los años de 1904 a 1912, con paréntesis de cortos viajes.

Ajustados a una más pura intención biográfica son los trozos de Vida y Época que reproducimos, páginas rigurosamente inéditas en las cuales el poeta parece prescindir de su ardiente fantasía para agarrarse ávidamente a la pura emoción del recuerdo. Son nueve evocaciones de más carácter narrativo que las de los capítulos anteriores, tal vez de menos embeleso lírico, pero de mayor precisión temática. ¡Qué honda y acabada autobiografía nos hubiera legado Juan Ramón de haber seguido escribiendo este libro singularísimo!

Los Olvidos de Granada siguen el orden que Ricardo Gullón les dio en la edición de la Universidad de Puerto Rico. Hemos suprimido los retratos de García Lorca y de Falla, que ya figuran en Españoles de tres mundos, y el poema titulado Generalife. Estas prosas fueron escritas poco después del viaje de Juan Ramón a Granada, donde pasó unos días como invitado de la familia García Lorca.

Sevilla es una serie de notas inéditas encontradas

entre sus papeles. En una hoja suelta, escribe: «Añadir todo lo de Sevilla de El Diario de un poeta recién casado y otros versos y prosas». La idea de Juan Ramón era, sin duda, publicar un libro sobre su predilecta Sevilla, la ciudad donde un día soñó plantar su tienda fabulosa de poeta universal, proclamándola capital lírica de España y donde hubiese muerto, rodeado de su hermana y sus sobrinos, de haberse realizado su deseado retorno a la patria. La dedicatoria a su hermana Ignacia y sus hijos figuraba entre los manuscritos de este libro que se quedó en proyecto.

Por último hemos insertado En la muerte de un hombre cuatro bellas páginas dedicadas a la muerte de don Francisco Giner de los Ríos. El cariño y la veneración de Juan Ramón por don Francisco había dejado ya constancia en Españoles de tres mundos con un «retrato» sensacional.

Lo insertado en el presente volumen tiene, en cuanto a los trabajos inéditos, una gran fidelidad al texto manuscrito, y en todo el libro se ha respetado la ortografía del poeta.

Platero y los Jitanos

Platero, yo hice, como te dije ya, en memoria tuya, un Platero con mi alma. Un hombre que se decía mi amigo, te cojió y te quiso mostrar —luego supe para qué— a otros hombres. Te puso a su gusto, un poco ridículo, en 150 pájinas de papel, forrado con flores y con dibujos elementales, bajo el título Juventud, ejemplar a dos pesetas. (Ya dijo D. F. G. que en España no había un dibujante capaz de ilustrarlo como eras en la letra, Platero, que tú me dictaste).

Pues bien, Platero, creí yo que te había prestado y que eras mío, cuando te vi, otro tú, en la feria, con un cartel que decía: «Libro escolar», a 0,75 céntimos. ¡Quién te conocía! ¡Tú, maestro de escuela, Platero!

Naturalmente, te defendí; pero el hombre aquel, que te me llevó prestado, un aficionado a las letras... de otros y ganapán... de otros, me dijo, con un papel en la mano, que tú eras suyo, y me habló de leyes y tribunales. Yo agoté mi vocabulario de defensa y de insultos, y él y otro te llevaron para siempre.

Pregón:

«El que se encuentre un burro, con 150 pájinas en papel crudo, con pasta florida a dos pesetas, con el apodo Juventud, u otro de igual número de pájinas, con pasta gris, a 0,75, bajo el disfraz El libro escolar, devuélvalo a su dueño, Juan Ramón Jiménez, poeta, Madrid, porque es un burro robado.»

Gran dificultad suponía la de titular el libro. Quizá el título más anunciado y definitivo sea el de Entes y sombras de mi infancia, pero este título, con el cual el poeta parecía muy encariñado, no encajaba del todo en la totalidad de los capítulos aquí reunidos, ya que algunas prosas no se refieren a la infancia ni a la primera juventud del poeta. Otro posible título general hubiera sido Piedras, bestias y flores de Moguer -anunciado en alguna ocasión por su autor-, pero según esta nominación quedarían fuera del ambiente del libro evocaciones no moguereñas, como las de Sevilla, Madrid, Málaga, Granada, etcétera. Tampoco Josefito Figuraciones era un título adecuado y, menos aún, El calidoscopio prohibido o Casa azulmarino. Más oportuno nos ha parecido poner al frente del libro un título muy repetido entre los originales manuscritos -Por el cristal amarillo-, y que sin duda alguna pensó el poeta poner alguna vez a todos o a una porción de estos trabajos. Hasta tal punto había gustado de este título, que llegó a escribir un prologuillo explicativo, prólogo que no hemos dudado en poner en la primera página.

Sí, entre los colores sucesivos de su ideal calidoscopio -granas, azules, morados, verdes, blancos-, el amarillo fue, sin duda, su cristal más suyo, su ventana mejor -¿calidoscopio, cancela de colores?-, por la que viera pasar, como en un sueño roto, la historia de un niñodios azulmarino por su Moguer de España.

Bibliografía

Por el cristal amarillo. Juan Ramón Jiménez. Selección, ordenación y prólogo de Francisco Garfias. Aguilar. Madrid, 1961.

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