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EL INSÓLITO EMBRUJO DE UNA OLA DE VERANO
from Mazagon Revista 2021
by editorialmic
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EL FENICIO
EL INSÓLITO EMBRUJO DE UNA OLA DE VERANO
A Manuel Padilla, por consentirme ensuciarle un par de páginas cada verano.
elegante sombrero de copa donde podrían caber todos los conejos de algún mago precavido.
Foto: JAVIER CARÓ javiercaro_fotografo (Instagram)
Comencé a dar mis primeros pasos muy tarde,
cuando casi contaba con un año de vida, y a volar cuando por fin cumplí dos. Todos mis hermanos conocían perfectamente el pueblo y toda la costa; así que, cuando salté al vacío para emprender mi primer vuelo no dudé en sobrevolar, a trompicones, desde el acantilado hasta el mismísimo faro.
Casualmente por el camino pude presenciar por vez primera las famosas «Campanadas Silenciosas» de las que tanto había oído hablar a mi madre. Esa llamada que nadie oía pero que todos escuchaban. Esa que hacía recoger como por arte de magia el asentamiento dominguero de todos los bañistas. Todos al unísono: el último paseo, el último baño, aquellas manos que atrapaban de sopetón la pelota y que bautizaba a la de sopetón la pelota y que bautizaba a la precedente patada como «precedente patada como la última»; los amarres de sombrillas, los pliegues de amarres de sombrillas, los pliegues de toallas y, cómo no, esas bolsas y botellas toallas y, cómo no, esas bolsas y botellas que desde aquél instante ostentaban el que desde aquél instante ostentaban el título de título de Olvidadas.
Cuando ya casi hube llegado al puerto, divisé una silueta alegre y al puerto, divisé una silueta alegre y jubilosa que bailaba tras la ventana jubilosa que bailaba tras la ventana de la habitación más alta del faro. Podía de la habitación más alta del faro. Podía oírse música enlatada. Me posé exhausta con más suerte que cuidado en el alfeizar de la ventana y, por uno de los remiendos a medio coser de la cortina, pude ver a un simpático personaje que terminaba de ajustarse el esmoquin frente al espejo al son de «Send the Pain On». Era Don Luis Hernando, el farero más joven de toda la costa castellana y probablemente la persona a la que peor le sentaba un esmoquin. Le holgaba tanto que más que vestirse pareciera que se disfrazaba. Como colofón a la singular escena, el joven terminó por enroscarse un Dio un par de giros rápidos y seguros sobre sí mismo a lo Fred Astaire, lanzó una reluciente patada al aire con la que devolvió a su reposo el brazo de La Voz de su Amo, pegó tres toquecitos con el dedo índice sobre un calendario lunar clavado a la pared, abrió la puerta de la habitación con un golpe de caderas y se deslizó escaleras abajo sobre el acaracolado posamanos, dejando tras de sí un serpenteante silbido que inundó toda la torre. Al salir del faro agarró una oxidada bicicleta sorprendida de que la despertaran a aquellas horas de la noche y se dejó llevar chirriante cuesta abajo. La joven Hilaria desde su chozo y las familias de los carboneros, los únicos que vivían cerca del faro, lo saludaron incrédulos a su paso como si de un Tour de Francia se tratara. Salté de la ventana y se tratara. Salté de la ventana y lo seguí desde las alturas, y es que la intriga que aquél hombrecillo había despertado en mí aquél hombrecillo había despertado en mí fue mucho más fuerte que los enormes fue mucho más fuerte que los enormes dolores musculares que me habían causado ese primer vuelo en solitario.
Aquél par de ruedas lo llevaron directo hasta la playa casi sin pedalear. Una vez allí se percató de que sólo le hacían compañía dos distantes pescadores. Era noche libre para la Luna, así que sólo se sabía de ellos por la incandescencia de sus caladas. Dejó sus zapatos de charol a un lado, sobre la arena húmeda. Se remangó el dobladillo del pantalón y dio unos pasos mar adentro hasta que el agua le cubrió las rodillas. Alzó sus brazos al frente, ahorcajados, abiertos como en una figura de baile, y así esperó inmóvil durante varias olas.
Al cabo de un tiempo, a lo lejos, las estrellas más cercanas a lontananza comenzaron a desaparecer y una enorme sombra azul oscura, casi negra, que no dejaba de crecer comenzó a avanzar velozmente hacia el farero. Don Luís Hernando, que no apartaba la vista de la insólita onda, tenía en su rostro una extraña expresión, mezcla entre serenidad absoluta y alegría incontenible. Cuando
aquella porción de océano alcanzó tanta altura como la suya propia y estuvo a punto de golpearlo agarró con ambas manos la Ola, giró raudo sobre sí mismo y jaló como si se la hubiese arrancado al mar, tomando ésta forma de mujer. Una hermosa mujer de agua que terminó dando giros y pasos de vals vienés junto al farero sobre el fin del océano.
La Ola y el farero estuvieron bailando, girando abrazados sobre la orilla bajo un manto de estrellas durante un tiempo que sólo podía medirse en suspiros. En un último movimiento, Luis Hernando agarró por las caderas a su pareja de baile, la alzó al cielo y a través de su etéreo rostro marino pudo ver todo el firmamento y su sonrisa a una vez. La Ola se acercó a sus labios salobres y lo besó, derritiéndose súbitamente y cayendo como un jarro de agua sobre el rostro y el esmoquin del farero. Un jarro que lo empapó de amor y lo caló hasta los huesos. Luis quedó extasiado mirando sonriente a las estrellas con los brazos en alto, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo, con sólo un beso.
Cuando regresó al farol de los mares que era su hogar más agradecido que mojado, tachó un nuevo día en el calendario y se dispuso a esperar paciente su próximo encuentro con la Ola, un verano más.
En los años venideros Don Luis Hernando, quien fuera el farero más joven de toda la costa castellana, continuó emborronándole números al almanaque y arrancándole hojas como si la vida únicamente se tratara de una sola noche. Los hijos de los carboneros crecían y crecían. Hilaria, ya no tan moza, seguía asomándose rauda por la ventana cada vez que escuchaba el «tintiqueteo» de la cadena de su bicicleta con la esperanza de que se fijara en su nuevo tocado, en su vestido recién planchado, o en el último perfume que su padre había conseguido traer del mismísimo Le Marais parisino. Pero Don Luis Hernando, el farero más perdidamente enamorado de toda la costa, sólo tenía ojos para el insólito embrujo de una Ola de verano.
El singular bailarín del vals de medianoche continuó danzando con la Ola encantada cada primera Luna nueva de agosto durante muchos, muchos años. Hasta que una tarde Don Luis, el farero más viejo y solitario de toda la costa castellana, comprobó que apenas podía levantarse de aquella silla clavada en la única y más alta habitación del faro. Sus manos, que tan sólo le prestaban las fuerzas necesarias para jalar de una cuerda atada al cubo por el que Hilaria le dejaba un poco de pan y algunos cocidos, temblaban parkinsonianas. Cuando estuvo a punto de acercarse la medianoche de aquella Luna nueva de agosto, Don Luis miró de viejo su calendario lunar tachado temblorosamente y se levantó con gran esfuerzo hasta quedar apoyado en la ventana desde la que avistaba quedar apoyado en la ventana desde la que avistaba el océano. Plantó la palma de su mano sobre la el océano. Plantó la palma de su mano sobre la vidriera y desde allí pudo ver un mar en calma que vidriera y desde allí pudo ver un mar en calma que amparaba a una Ola impaciente que lo esperaba amparaba a una Ola impaciente que lo esperaba girando sobre sí misma. Una Ola que seguía siendo girando sobre sí misma. Una Ola que seguía siendo tan lozana como antaño. Una Ola perdida que se impacientaba y buscaba a su amor tras la orilla, impacientaba y buscaba a su amor tras la orilla, llorando lágrimas de mar. El farero se apartó con los ojos vidriosos y la Ola, al ver que su amante clandestino no aparecía, se arrastró mar adentro hasta no dejar huella de sí misma.
El farero no pudo contener su angustia y terminó sucumbiendo a la realidad de su minusvalía; y a la vez que convertía su pequeña alcoba en un mar de lágrimas, el océano comenzó a vaciarse lentamente. Poco a poco la orilla que se retraía fue quedando cada vez más lejos del pueblo, y decenas o tal vez cientos de pecios comenzaron a asomar sus naufragados esqueletos. Cuando los pescadores de playa levantaron la vista hacia el horizonte descubrieron espantados cómo cientos, miles y millones de estrellas estaban siendo engullidas por una enorme sombra azul oscura casi negra que se hacía cada vez más colosal. Todos abandonaron sus cañas y echaron a correr pueblo arriba tan rápido como pudieron. Cuando Don Luis se dio media vuelta para despedirse por última vez, vio con estupor cómo la ola más grande que jamás había visto en su larga y solitaria vida se tragaba la playa, subía por la escuela, destrozaba chozas y avanzaba vertiginosa rumbo al faro. Al llegar a su ventana se transformó en un descomunal atlante que se abalanzó contra el faro con los brazos abiertos. El choque fue tan violento que arrancó la torre llevándose consigo al farero que voló contra las paredes de la que fuera su casa y oficio. La Ola, convertida en un brazo marino, subió serpenteante por la torre que ya sucumbía sobre el océano en el que se había convertido el pueblo en busca de su amante.
Cuando la marea comenzó a descender, arrastró consigo montones de carruajes, tejados y hasta la torre del propio faro. La Ola, con Don Luis Hernando sobre sus brazos, bajaba sollozando por las calles lamentándose por el desenlace de tanto amar. Los hijos de los carboneros y la pobre Hilaria, encaramados a las ramas del único pino que la catástrofe no había podido arrancar, vieron pasar flotando el cuerpo ya sin vida de Don Luis, que descendía hasta la playa y desaparecía junto a la torre del faro engullidos por una descomunal Ola.
No estoy segura de que sea cierto, pero cuentan que años más tarde una joven que paseaba por la orilla en una calurosa noche, una noche sin Luna, vio como un par de olas comenzaron a moverse de un modo que sencillamente no podía ser; que parecían danzar entre sí. Y que una extraña luz que giraba y giraba iluminaba todo el fondo del océano. Pero tal vez ésta ya sea otra historia que alguien más joven que una servidora, pues yo ya soy una vieja albatros que apenas puede sostener el vuelo, pueda contaros en alguna estrellada noche de verano.