EL FENICIO
EL INSÓLITO EMBRUJO DE UNA OLA DE VERANO A Manuel Padilla, por consentirme ensuciarle un par de páginas cada verano.
elegante sombrero de copa donde podrían caber todos los conejos de algún mago precavido. Foto: JAVIER CARÓ javiercaro_fotografo (Instagram)
Comencé a dar mis primeros pasos muy tarde, cuando casi contaba con un año de vida, y a volar cuando por fin cumplí dos. Todos mis hermanos conocían perfectamente el pueblo y toda la costa; así que, cuando salté al vacío para emprender mi primer vuelo no dudé en sobrevolar, a trompicones, desde el acantilado hasta el mismísimo faro. Casualmente por el camino pude presenciar por vez primera las famosas «Campanadas Silenciosas» de las que tanto había oído hablar a mi madre. Esa llamada que nadie oía pero que todos escuchaban. Esa que hacía recoger como por arte de magia el asentamiento dominguero de todos los bañistas. Todos al unísono: el último paseo, el último baño, aquellas manos que atrapaban de sopetón la pelota y que bautizaba a la precedente patada como «la última»; los amarres de sombrillas, los pliegues de toallas y, cómo no, esas bolsas y botellas que desde aquél instante ostentaban el título de Olvidadas. Cuando ya casi hube llegado al puerto, divisé una silueta alegre y jubilosa que bailaba tras la ventana de la habitación más alta del faro. Podía oírse música enlatada. Me posé exhausta con más suerte que cuidado en el alfeizar de la ventana y, por uno de los remiendos a medio coser de la cortina, pude ver a un simpático personaje que terminaba de ajustarse el esmoquin frente al espejo al son de «Send the Pain On». Era Don Luis Hernando, el farero más joven de toda la costa castellana y probablemente la persona a la que peor le sentaba un esmoquin. Le holgaba tanto que más que vestirse pareciera que se disfrazaba. Como colofón a la singular escena, el joven terminó por enroscarse un
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Dio un par de giros rápidos y seguros sobre sí mismo a lo Fred Astaire, lanzó una reluciente patada al aire con la que devolvió a su reposo el brazo de La Voz de su Amo, pegó tres toquecitos con el dedo índice sobre un calendario lunar clavado a la pared, abrió la puerta de la habitación con un golpe de caderas y se deslizó escaleras abajo sobre el acaracolado posamanos, dejando tras de sí un serpenteante silbido que inundó toda la torre. Al salir del faro agarró una oxidada bicicleta sorprendida de que la despertaran a aquellas horas de la noche y se dejó llevar chirriante cuesta abajo. La joven Hilaria desde su chozo y las familias de los carboneros, los únicos que vivían cerca del faro, lo saludaron incrédulos a su paso como si de un Tour de Francia se tratara. Salté de la ventana y lo seguí desde las alturas, y es que la intriga que aquél hombrecillo había despertado en mí fue mucho más fuerte que los enormes dolores musculares que me habían causado ese primer vuelo en solitario. Aquél par de ruedas lo llevaron directo hasta la playa casi sin pedalear. Una vez allí se percató de que sólo le hacían compañía dos distantes pescadores. Era noche libre para la Luna, así que sólo se sabía de ellos por la incandescencia de sus caladas. Dejó sus zapatos de charol a un lado, sobre la arena húmeda. Se remangó el dobladillo del pantalón y dio unos pasos mar adentro hasta que el agua le cubrió las rodillas. Alzó sus brazos al frente, ahorcajados, abiertos como en una figura de baile, y así esperó inmóvil durante varias olas. Al cabo de un tiempo, a lo lejos, las estrellas más cercanas a lontananza comenzaron a desaparecer y una enorme sombra azul oscura, casi negra, que no dejaba de crecer comenzó a avanzar velozmente hacia el farero. Don Luís Hernando, que no apartaba la vista de la insólita onda, tenía en su rostro una extraña expresión, mezcla entre serenidad absoluta y alegría incontenible. Cuando