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Perfume a Tierra
from Montijo Fiestas 2020
by editorialmic
(A mi padre y a todos los hombres que trabajan la tierra.)
Segundo premio en el “XXXIII Certamen Nacional de Poesía San Pedro de Puebla de la Calzada, Badajoz”
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Francisca Quintana Vega
Te recuerdo al romper la madrugada, aunque el gallo no cante ni de pájaros florezcan los almendros.
Se ha derretido el sol en los trigales y tu ausencia remueve el dolido remanso de mi alma.
Anudé a mis mañanas el curtido recuerdo de tu rostro de barro, de la tierna rudeza de tus manos, repletas de ternura, de su perfume a tierra. de esa humilde sapiencia, sembrada cual semilla en los surcos de tu alma campesina.
Y es que tú aprendiste de la tierra que el amor y el esfuerzo dan su fruto, y se prendió en tu alma, ese afán generoso.
De la luna, tu cálida y silente compañera, testigo compasivo de tanto atardecer tras el arado, aprendiste su paz y su sosiego, a saber escuchar…a no quejarte.
Del abrazo voluble de la lluvia, de su hacerse esperar, como niña que juega al escondite, heredaste otro arte: la paciencia, y a mostrarla vestida de esperanza.
Del brote frágil, que estático soporta las heladas, y el ardor que abrasa en el estío, aprendiste a ser fuerte, a no temer a nada bajo el cielo, y a confiar en Dios…en tu destino. ¡Qué grandes tus maestros!
Ahora, ausente están, de alma, las veredas que abarca mi mirada; y aletea en los campos un huérfano murmullo de nostalgias.
¡Qué daría por saber dónde ahora habitas! Sólo espero, que haya tierra en los cielos, pájaros de colores, amapolas, la sombra de la encina, y jugosos racimos, y que te llegue el eco de los versos que escribo:
Te recuerdo, al romper la madrugada, aunque el gallo no cante, ni de pájaros florezcan los almendros.
Recuerdos de Infancia
Agradecida de disponer de un espacio en nuestra “Revista de feria” y aunque lo mío es la poesía, he decidido pediros que me acompañéis mientras echo una mirada atrás, a esa calle de mi infancia en la que, como en todas las calles de entonces, los niños jugábamos felices, ajenos aún a los avatares de la vida.
Nací en el doblao de la casa nº 23 de la calle Puerta del Sol, fruto único del matrimonio formado por Pedro Quintana Gutiérrez y Alfonsa Vega Trego. Supongo que este doblao era el típico habitáculo que utilizaban los agricultores para guardar los aperos y todo lo relacionado con su medio de vida. Tenía una sola ventana, el techo de palos, los suelos de cemento y una troje que ya no guardaba grano sino trastos viejos y en la que me encantaba rebuscar. La calle era amplia y en las fachadas encaladas reverberaba el sol, la mayor parte del día. La casa estaba situada frente a la fragua de Paco y Joaquín Fernández, quien vivía al lado, con su esposa Catalina y sus hijos. Mi madre me contaba que yo me despertaba cuando dejaba de oírse el tintineo del martillo golpeando sobre el yunque. Aún hoy día, si cierro los ojos, puedo verme asomada a la pequeña ventana del doblao, mirando cómo trabajaban, cómo el martillo golpeaba el hierro al rojo vivo para darle la forma deseada. Me asombraba ver, después, cómo el hierro perdía su color entre una nube de vapor, cuando lo metían en el pilón del agua.
Francisca Quintana Vega
Mi abuela Alfonsa solía sentarse junto a la ventana, en su poltrona azul. Hacía unas bonitas labores de ganchillo y me entretenía mientras mi madre se ocupaba de las tareas de la casa. Mi padre, aunque se crió en una huerta, trabajaba por entonces para el dueño de otra parcela. Durante años libró sólo cada quincena. No había ni sueldo fijo, ni más derechos que los apalabrados. Pero mi padre adoraba el campo y su trabajo; y de él he heredado mi amor a la tierra, así como mi admiración por los que la trabajan, como puede verse en muchos de mis poemas. El día ocho de septiembre no iba a trabajar y, por la noche, nos íbamos a la feria. Yo caminaba feliz, cogida de la mano de mis padres, con mis zapatos negros, los calcetines de punto blanco, y un vestidito nuevo. Esa noche, mi madre lucía su pelo “marcado”, los labios ligeramente pintados y un toque en las mejillas de polvos Maderas de Oriente. Mi padre, con su camisa blanca y su traje de boda, parecía un hombre diferente. A mí me gustaba más con la camisa remangada, mostrando aquellos brazos, requemados por el sol, que yo intuía que eran mi mayor seguridad. Por entonces, la feria se celebraba alrededor del atrio de la Iglesia, la cual aparecía radiante, alumbrada por las luces de las atracciones y los puestos. Después de montarme en un par de “cacharritos”, nos sentábamos, junto a mi tía Ángela Vega y su marido en una mesa, para tomar un refresco; luego, nos íbamos al cine de verano. A la salida, unos churros con chocolate eran la mejor de las cenas. El citado día ocho, era el único día que salíamos. Muchos años después, otro ocho de septiembre, en 2013, fallecería mi padre. A él le dediqué, el ocho de septiembre de 2019, desde el escenario del teatro Nuevo Calderón, la distinción que el Excmo. Ayuntamiento de Montijo me concedió como reconocimiento a mi labor poética.
En el bajo de la casa vivían los dueños, el seño Manué Paredes y su mujer Francisca Trejo, con sus hijos Pedro y Antoñita. En la parte de atrás de la casa, tenían una vaca, y el seño Manué la ordeñaba cada día, para vender la leche. Me encantaba acompañarle mientras ordeñaba y que me diera un vaso de leche espumosa que me dejaba un bigote blanco sobre el labio. En el patio había un peral y un árbol de lilas, de las que siempre había un ramillete metido en un vaso con agua, adornando y perfumando la casa.
En aquellos tiempos, la calle no estaba asfaltada y cuando llovía, el barro mostraba las roás de los vehículos y de los carros. ¡Cómo nos gustaba jugar con el barro, y hacer “canalillos” y “presas” aprovechando los charcos! Mis primeras amiguitas fueron Petri Melchor y su hermana Mari Toni, Caty Díaz, Paqui Rodríguez, Paqui López Antoñita Gómez y su prima José Pozo que iba de visita. Vivían en las primeras casas de la calle de Arriba, en cuya esquina había una piedra grande, alrededor de la cual solíamos pasar muchos ratos, unas veces sentadas y otras subidas en ella.
La primera escuela a la que asistí fue la que la seña Juana, en las “traseras de la calle de Arriba”. Cada cual tenía su banco o sillita, así como su pizarra. Vendía confites de colores, por algunas perras gordas. Nuestros preferidos eran los rojos, para pintarnos los labios, lo malo era que, con el calor, se nos manchaban las manos y la ropa. En esa escuela ví por última vez a mi amiga Antoñita, que falleció cuando contábamos siete años. Fue el primer golpe duro de mi vida.
Solíamos ir a jugar a la casa de Francisco Melchor y Angelita, padres de Petri y Mari Toni. Nos gustaba jugar en el pajá o en las escaleras que daban acceso a él. Lo normal era sacar lo juguetes a la calle y, en cualquier umbral formar “una casita” para jugar con las muñecas, al escondite, a la goma, a la pisa o, simplemente, charlar de nuestras cosas. Por la tarde, siempre hacíamos un alto para ir a por la merendilla, que solía ser pan con chocolate, un canterón con aceite y azúcar o un trocito de embutido de matanza.
A menudo, venían a la casa Paqui, hija de Luís y Aquilina y Juanito, hijo de Pilar y Jerónimo, nietos de los dueños. Nos gustaba trepar por los varales y subirnos al carro, que su abuelo Manué solía dejar en la calle. Otras veces, nos sentábamos alrededor de la gran mesa de piedra que tenían en la casa, mientras el seño Manué nos contaba cuentos, que hacían volar nuestra imaginación. En verano, por la noche, nos sentábamos en la puerta, en las sillas de enea, portadoras, a veces, de chinches, que nos obligaban a rascarnos con más o menos disimulo. Los mayores, charlaban, descansando de las labores del día, a la espera de que refrescara un poco, para irse a dormir. La gente que pasaba solía pararse a saludar y charlar un rato, antes de seguir su camino. Ya arriba, por esas fechas, teníamos que dormir en una cama hecha en el suelo, junto a la ventana, porque el calor era insoportable. En la mano, los abanicos de cartón, hasta que el sueño nos vencía. Cada año, una noche de verano, el seño Manué, su hijo y ayudado por mi padre, entraban la paja para la vaca. Se envolvían la cabeza con pañuelos blancos y negros para apoyar los esportones. Otra noche de verano traían en el carro las sandías y melones para el año y también las entraban. Luego, irían haciendo las “casas” de cuerda para colgarlos.
En la calle había también una carbonería que nos surtía de picón para el brasero. Enfrente de la carbonería estaba el bar Puerta del sol, conocido como el bar de Emilio Moreno, “El lagarto”. Contaba con una clientela fiel. Era el punto de reunión de los jornaleros y trabajadores del campo, a la espera de las personas que necesitaban mano de obra, parara ser contratados y así poder llevar el jornal a casa. Emilio, casado con Mari, era el padre de Pedro, Charo (actual concejala de Participación Ciudadana y Festejos) y de Joseán, el famoso actor y cantante.
En la misma acera, junto al bar Puerta del Sol, estaba el comercio de Telesforo Soltero y muy cerca, vivía Isabel
Molina, que tenía una granja y donde se podía comprar huevos frescos. Casi enfrente, estaba la churrería de José y Amelia, y la carnicería de Paco.
Cerca de la carbonería vivía Antonia López, que sería mi compañera de pupitre en el colegio. Recuerdo que, al entrar en su casa por las mañanas, siempre olía a pan tostado. A veces, y a pesar de haber desayunado, me dejaba convencer por Juana, su madre, para tomar un trozo de pan con “Tulipán”, motivada por ese ambiente de familia grande que tanto me gustaba. En una etapa de mi adolescencia saldría con su pandilla, formada por un grupo de chicas buenas y simpáticas: Cati, Ana, Juani, Piedad, Luisa, Carmen, Joaqui, Luci y Petri.
También retengo en la memoria el recuerdo del astillero del seño Miguel. Muy cerca, estaba la pescadería de Consuelo. Me gustaba mirar la variedad de peces, y cómo los cangrejos pequeños, aún vivos, intentaban salirse de la caja de tabla. En la misma acera estaba la bodega de Paredes. A la vuelta de la fragua, cruzando la calle, y haciendo esquina con las calle Santa Ana y Pozo Nuevo, estaba la tienda del seño Juan Vivas. En el mostrador había siempre varias piezas de bacaladas saladas, junto al papel de estraza. Los sacos de las legumbres, con las bocas abiertas, se mostraban alienados junto a la pared. A veces, mi madre me compraba allí chocolate “La campana” o “El Tucán”. Por la noche, acostada, podía escuchar el sonido del tren al pasar por las cercanas vías. Me dormía pensando a dónde iría y quienes irían en él. Algo me decía que había un mundo muy grande por explorar. Cuando tenía siete años, nos mudamos a la calle San Gregorio, pero, por esta vez, no queda espacio para seguir, como sería mi deseo, por lo tanto, hasta aquí este breve paseo por los recuerdos que guardo de mis primeros años, un pequeño homenaje a todo lo bello que la vida ofrece cuando lo vemos todo con los ojos de la inocencia de la esperanza y de la ilusión.